—¿Dónde está? —preguntó Rudy.
—Con los guardias. —Jill se abrochó el cinturón sin mirarlo. Era evidente que había estado llorando. El joven tuvo que apoyarse en la pared para ponerse en pie. Le dolía todo el cuerpo, y miles de diminutas agujas parecían atravesar cada uno de sus músculos y articulaciones. El agotamiento se hacía sentir no sólo en su cuerpo, sino también en su espíritu. Nada, ni el hecho de que hubieran conseguido escapar, ni las noticias con las que Jill lo había despertado, conseguían hacerle sentir pena o alegría. «Cuando regrese a California —se prometió cansadamente—, nunca jamás volveré a quejarme de nada, porque sabré que las cosas siempre pueden ser mucho, mucho peores. Si es que algún día vuelvo a California», puntualizó, y siguió a la muchacha fuera de la pequeña habitación.
Ésta pertenecía a una serie de cubículos que se extendían a la derecha de las puertas. Para salir tuvo que abrirse camino en la semipenumbra entre los que todavía dormían en los mismos lugares donde habían caído exhaustos. Por todas partes había pequeños fardos de mantas y útiles domésticos. Junto a un pequeño hogar, una muñeca de trapo yacía descoyuntada junto a unas botas reventadas. Olía a sudor y a ropa sucia. Rudy parpadeó varias veces al salir al salón central de la torre. Cuando miró a su alrededor y contempló aquel vasto espacio abovedado, no pudo dejar de admirar el poder de recuperación y la capacidad de adaptación del género humano. En aquella impresionante estructura de piedra y acero, la gente se acomodaba tranquilamente para pasar el invierno, después de haber luchado contra el peligro, la muerte y la oscuridad. Los niños —Alde tenía razón, eran pequeños supervivientes en potencia— corrían de acá para allá por las galerías del gran salón, y sus gritos resonaban con fuerza en la bóveda. Rudy oyó también las voces dulces y musicales de las mujeres y la risotada de genuina alegría de un hombre. En un extremo de aquel monstruoso espacio se abría la gran puerta, un rectángulo de cegadora luz a través del cual se vislumbraba la claridad del día y la nieve. En el otro extremo, dos monjes vestidos con túnicas rojas sucias y despedazadas estaban colgando un crucifijo de bronce sobre una puerta, por lo demás idéntica a otras muchas, delimitando así los nuevos dominios de la Iglesia: la catedral de Renweth y las oficinas administrativas de la obispo Govannin, la cual, evidentemente, no estaba perdiendo el tiempo. Desde una de las galerías superiores Alwir supervisaba las operaciones que tenían lugar en sus dominios como un Lucifer envuelto en terciopelo negro.
Los guardias se habían instalado en un complejo de celdas, justo a la derecha de las grandes puertas de la torre. Allí se dirigió Jill, seguida de Rudy. A la luz amarillenta de las lamparillas de aceite vio a Janus, que discutía con un par de burgueses de aspecto ofendido que debían de haber gozado de una posición importante antes de que la Oscuridad hiciera añicos la riqueza, la tierra y el honor.
—La asignación de celdas no depende de la guardia, sino del Señor de la Fortaleza, así que os sugiero… —insistía Janus, pero ninguno de los dos parecía escucharlo.
La habitación estaba repleta de provisiones, armas y equipajes. Los guardias dormían plácidamente en medio del caos. Sus rostros demacrados mostraban las huellas del cansancio y la lucha. En la siguiente sala el desorden era aún mayor, pues allí se encontraba la mayor parte de la guardia, devorando la escasa ración de pan y queso, afilando sus armas y remendando los uniformes. El Halcón de Hielo, cuyos cabellos caían hasta su cintura formando una cascada plateada, esperaba con impaciencia que hirviera el agua de un cazo. La gente levantaba la vista y los saludaba efusivamente. Rudy intentaba parecer lo más entusiasmado posible, pero no lo conseguía. El lugar olía a suciedad, grasa y humo. ¿Cómo diablos sería aquello al cabo de un año, o dos, o veinte? La idea le produjo náuseas.
Una cortina mugrienta separaba de la sala un espacio que había sido acondicionado como almacén de víveres de la guardia. Al atravesarla, Rudy parpadeó en la semipenumbra, pues apenas se filtraba luz de la habitación contigua. Por todas partes había sacos amontonados y barriles ennegrecidos por el humo. El suelo estaba cubierto de paja, y olía a queso rancio y cebollas. Al fondo del almacén alguien había improvisado sobre los sacos un lecho en el que descansaba Ingold como un mendigo moribundo.
—Estás loco, ¿lo sabías? —dijo Rudy. El mago entreabrió los ojos. Tenía un aire soñoliento y cansado, pero de repente aquella familiar sonrisa iluminó su rostro, borrando de él el cansancio y la edad—. Podías haber muerto.
—Posees una extraordinaria capacidad de percepción de lo que resulta evidente —musitó Ingold con lentitud, pero su voz tenía un tono burlón, y obviamente se alegraba de ver a Jill y a Rudy sanos y salvos. Tenía las manos vendadas con harapos, y su rostro aparecía lleno de arañazos y quemado por la nieve, pero Rudy pensó que sobreviviría—. Gracias por preocuparte, pero el peligro no era tan grande como parecía. Estaba prácticamente seguro de poder contener a los Seres Oscuros hasta que llegarais a la torre y pudiera liberar los encantamientos que contenían la tempestad.
—¿Ah, sí? —Inquirió Rudy mientras se sentaba al borde de aquella especie de cama—. ¿Y cómo pensabas escapar de la tormenta?
—No era más que una simple cuestión técnica —dijo Ingold despreocupadamente—. ¿Todavía está nevando?
—Sí, bastante —respondió Jill mientras se acomodaba junto a la cabecera del lecho—. Pero ya no hace viento. Tomec Tirkenson dice que va a ser el invierno más frío que se ha visto en cuarenta años, y el Halcón de Hielo afirma que es la primera vez que ha visto nevar tanto en los desfiladeros a principios de invierno. No te va a resultar nada fácil cruzar el paso de Sarda. —Su rostro era fino y duro, pero emanaba paz.
—Esperaré a que deje de nevar —repuso el anciano mientras se acomodaba sobre los sacos y cruzaba los brazos vendados sobre la colcha de lana carcomida por las polillas. Estaba muy pálido y parecía enfermo. A Rudy no le gustó la debilidad que se desprendía de su voz, ni su inmovilidad. Dijera lo que dijese, era evidente que el viejo había estado a punto de no contarlo—. No puedo entretenerme mucho más. Han ocurrido cosas sobre las que es imprescindible que consulte a Lohiro, aparte de que, según tengo entendido, Alwir sigue pensando en reunir un ejército y preparar la invasión de las guaridas de la Oscuridad.
—Ingold —intervino Rudy—, en cuanto a tu viaje a Quo…
Antes de que pudiera terminar, las voces de la sala contigua se amortiguaron por un instante y a continuación se oyó el confuso estrépito que se produce cuando demasiada gente intenta ponerse de pie en un espacio demasiado pequeño. La cortina se abrió y una enorme sombra ocultó la luz de la sala. Alwir, Señor de la Fortaleza de Dare, entró en el improvisado almacén, y junto a él, morena y esbelta como un joven manzano en flor, estaba Minalde.
El canciller permaneció en silencio un momento, mirando con gravedad al anciano que yacía sobre los sacos. Cuando por fin habló, su voz melodiosa sonó pausada y serena.
—Me dijeron que habías muerto.
—No han exagerado mucho —replicó Ingold con una leve sonrisa—. Pero no es totalmente exacto, como puedes ver.
—Podrías haber perecido —prosiguió el canciller—. Sin ti, todos habríamos muerto anoche junto al río. He venido… —Las palabras parecían negarse a salir de su garganta—. He venido a decirte que te juzgué mal, y a ofrecerte mi mano y mi amistad. —Extendió la mano enguantada y cubierta de joyas, que resplandeció en la penumbra.
Ingold la estrechó con la suya, cubierta de sucios vendajes, como un rey que saluda a su igual.
—Sólo he hecho lo que le prometí a Eldor —musitó—. He traído a su hijo a un lugar seguro. Ya he cumplido mi promesa y, tan pronto como el tiempo lo permita, partiré en busca de la Ciudad Oculta de Quo.
—¿Entonces piensas que es posible encontrarla? —Alwir frunció el entrecejo en un gesto de preocupación, pero sus ojos eran fríos y calculadores.
—No lo sabré hasta que no la busque. Pero necesitamos con urgencia la ayuda del Consejo de los Magos: para la invasión que planeas, para la seguridad de la fortaleza y para toda la humanidad. El silencio de Lohiro me preocupa. Hace más de un mes que no he sabido nada de él ni de ningún otro miembro del Consejo. Y, sin embargo, es imposible que no sepa lo que ha ocurrido.
—¿Sigues pensando que Lohiro no ha muerto?
Ingold negó enérgicamente con la cabeza.
—Lo sabría —dijo—. Lo sentiría. A pesar de los encantamientos que protegen la ciudad como un anillo de fuego, lo sabría.
—¿Entonces qué es lo que piensas que ha ocurrido? —intervino Minalde. Sus ojos estaban ensombrecidos por la preocupación.
—No lo sé —repuso Ingold negando débilmente con la cabeza.
Ella lo miró fijamente y por primera vez percibió en su voz una sombra de desesperación y miedo. Pero no era miedo por la magia del mundo, sino por sus amigos de Quo, la única familia verdadera que poseía. Hasta entonces siempre había visto en el mago a un hombre fuerte e inquebrantable, y, de repente, la compasión y la simpatía que sentía por él crecieron en su interior.
—Si no hubiera sido por la promesa que hiciste a Eldor, habrías empezado tu búsqueda hace ya varias semanas. Lo siento.
Ingold sonrió.
—La promesa no tiene nada que ver con lo que he hecho, pequeña mía.
Ella dio un paso adelante y besó con ternura su frente pálida y surcada de arrugas.
—Que Dios te acompañe —susurró. Entonces se dio media vuelta y salió de la habitación mientras su amante y su hermano la miraban boquiabiertos.
—Parece que has hecho una conquista —bromeó Alwir, aunque a Rudy no le pareció que le hiciera ninguna gracia—. Pero tiene razón. Jamás podríamos pagarte el servicio que has prestado al reino. —Miró a su alrededor y contempló la angosta habitación, de paredes sucias, atestada de sacos. El olor a comida y la cascada voz de Gnift, que entonaba una canción picaresca en la sala contigua, llegaban hasta ellos a través de las cortinas—. Mi señor, mereces algo más digno que un cuartucho en el cuerpo de guardia. Podemos habilitar inmediatamente en la residencia real unos aposentos dignos de tu condición.
El mago sonrió y negó cansadamente con la cabeza.
—Otros aprovecharán ese espacio mejor que yo —se disculpó—. Y en cualquier caso, muy pronto me iré. Mientras haya un rincón libre en las habitaciones de la guardia, ése será mi hogar.
El canciller lo miró con expresión curiosa.
—Eres un ave extraña —dijo finalmente, sin sombra de resentimiento en la voz—. Pero será como deseas. Y si alguna vez te cansas de la vida nómada, la oferta seguirá en pie. Nuestras rencillas han desperdiciado tu talento, mi señor. Si me lo permites, te recompensaré como mereces.
—No tienes que pedirme permiso —repuso Ingold—, ni tampoco busco recompensa. La disputa está zanjada.
El canciller Alwir, Regente del Reino y Señor de la Fortaleza de Dare, hizo una profunda reverencia y se retiró.
Poco después, el Halcón de Hielo entró y le ofreció a Ingold una infusión. Despedía un olor extraño, pero al parecer era muy efectiva para prevenir los resfriados. Rudy se dio cuenta de que, a pesar de que en las últimas semanas se había sentido helado, empapado, hambriento y muerto de cansancio, en ningún momento había notado el menor síntoma de enfermedad. «Probablemente es porque no he tenido tiempo —decidió—. No debe de haber bacteria que resista lo que hemos pasado».
—Ingold —dijo Jill con voz suave cuando el Halcón los dejó solos—. Sobre tu viaje a Quo…
—Sí —afirmó el mago—. Sí, tenemos que hablar de eso.
—Creo que no deberías ir solo —opinó Rudy desde los pies de aquella especie de cama.
—¿No?
—Tú mismo dices que es muy peligroso… Muy bien. Pero creo que alguien debería acompañarte. Yo, Jill o algún miembro de la guardia.
El viejo mago se cruzó de brazos y sonrió maliciosamente.
—¿No creéis que pueda cuidar de mí mismo?
—¿Después de la locura de anoche? —preguntó Rudy frunciendo el entrecejo.
—¿Te estás ofreciendo voluntario?
El joven se quedó petrificado.
—¿Quieres decir… que estarías dispuesto a llevarme? —No fue capaz de ocultar la emoción que destilaba su voz o, a juzgar por la expresión de Ingold, su rostro. La perspectiva de acompañar al anciano, de aprender de él los rudimentos de la magia, hizo desaparecer de su mente todo lo que había oído sobre los Jinetes Blancos, las tormentas de nieve y los peligros de las estepas en invierno—. ¿Quieres decir que puedo acompañarte?
—De hecho estaba pensando en pedírtelo. En parte porque eres mi pupilo, pero hay otras razones. Jill pertenece a la guardia… —Extendió una mano y acarició los cabellos de la muchacha en un mudo gesto de afecto—. Y la torre no podrá prescindir en los próximos meses de ningún guerrero. Por otra parte, tú eres el único mago en quien puedo confiar en este momento, Rudy. Y sólo un mago puede encontrar la Ciudad Oculta de Quo. Si por alguna razón yo no llegara hasta ella, todo dependería de ti.
Rudy estaba desconcertado.
—¿Quieres decir que tendría que buscar yo al archimago?
—Existe la posibilidad —admitió el anciano—. Sobre todo después de lo que averigüé anoche.
—Pero… —De repente Rudy se sintió abrumado por la responsabilidad. La responsabilidad, pensó, formaba parte del privilegio de ser mago. No obstante…—. Mira, Ingold —dijo lentamente—, quiero acompañarte, de verdad. Pero Jill tiene razón. Soy débil y cobarde, y es probable que te ocasione problemas. Y si tuviera que buscar a Lohiro por mi cuenta…, quizá diera al traste con todo.
El mago sonrió complacido.
—Lo mismo habría ocurrido si yo me hubiera dejado matar anoche. No te preocupes, Rudy. Todos hacemos lo que podemos. —Dio un sorbo a su infusión y volvió a mirarlo—. Entonces, decidido. Partiremos tan pronto como sea posible, probablemente dentro de tres días.
«Tres días», pensó el joven con gran excitación. Y entonces comprendió con horror que la posibilidad de continuar su formación como mago le había hecho olvidar por completo a Minalde.
«No puedo dejarla —se dijo, desconcertado—. ¡El viaje puede durar meses!». Sin embargo, sabía que no tenía elección. Lo que quería era acompañar a Ingold, aprender de él las artes de la magia. Y desde la noche en que había llamado al fuego a petición del anciano, era consciente de que con ello podía perder a la mujer que amaba. Sabía que era un riesgo que tenía que correr. Pero ¿cómo explicárselo a ella?
Recordó que mucho tiempo atrás, en otra vida, había mantenido una conversación con una joven en un Volkswagen rojo. Estaba anocheciendo, y hablaban de lo que suponía tener una única ilusión en la vida. Ahora, sentado a los pies del lecho de Ingold, volvió a mirar aquel rostro fino, sus ojos azul pálido de institutriz, sus cabellos negros y rebeldes, que ahora llevaba recogidos en una trenza. Había sido muy duro para ella cambiar algo que no le gustaba por algo que amaba. Mucho más difícil, pensó, era dejar una cosa que se ama por otra que se ama aún más.
Rudy salió de su ensimismamiento al oír de nuevo la voz de Jill.
—¿Y piensas quedarte en este cuchitril hasta entonces?
—No ocupo mucho espacio —respondió Ingold—. Y prefiero tener compañía. Además —añadió mientras volvía a coger la taza—, todavía no sé quién ordenó mi arresto en Karst. Aunque no creo que Alwir vaya a intentar quitarme de en medio mientras le pueda ser útil, en las entrañas de esta fortaleza hay celdas que poseen una magia mucho más poderosa, más fuerte y más antigua que la mía, celdas de las que jamás podría escapar. La Runa de la Cadena se encuentra en la torre, aunque no sé en manos de quién. Mientras siga aquí, prefiero dormir entre mis amigos.
Rudy siguió distraídamente con los dedos el dibujo de la manta.
—¿Piensas que existe ese peligro?
—No lo sé —admitió el mago—. Y no me gustaría averiguarlo. El sabio se defiende evitando los ataques.
—¿Llamas evitar los ataques a lo que hiciste anoche?
Ingold sonrió tristemente.
—Eso fue una excepción —se disculpó—. Era inevitable. Sabía que podía alejar a los Seres Oscuros de Tir y contenerlos el tiempo suficiente para que llegarais aquí sanos y salvos. Ya no quedaban demasiados, y no eran bastantes para dividirse y a la vez reunir el poder necesario para atacarme con sus encantamientos.
—No comprendo —intervino Jill mientras jugueteaba con la punta de su trenza—. Sé que no había muchos. Pero ¿por qué nos dejaron ir? Venían siguiendo al príncipe desde Karst. Sabían que la torre es inexpugnable y también que anoche tenían la última oportunidad de acabar con él. Y, sin embargo, lo dejaron y fueron en tu busca. ¿Por qué?
Ingold guardó silencio durante un momento. Contemplaba la columna de vapor que se alzaba de la taza que tenía entre las manos vendadas. De repente pareció extraordinariamente viejo y cansado. Sus ojos se alzaron con lentitud y se encontraron con los de Jill.
—¿Recuerdas cuando estuve a punto de perderme en la Escalera de Gae? ¿Cuando tú me llamaste?
Jill asintió en silencio. Había sido la primera vez que sostenía una espada en las manos. Volvió a sentir con toda su fuerza la oscuridad y el miedo asfixiante. Vio de nuevo al mago que descendía lentamente, peldaño tras peldaño, hipnotizado por un sonido que ella no podía oír e iluminado por la radiante luz de su báculo. Aquello había ocurrido la última vez que se había sentido extranjera, antes del cambio que se había operado en su personalidad. Sintió un nudo en la garganta al evocar el recuerdo de aquella muchacha sola y dispuesta a hacer frente, con una espada recogida del suelo y una antorcha, a todos los ejércitos de la Oscuridad.
—Entonces —prosiguió Ingold— imaginé lo que ahora sé con certeza. Que Tir no es su objetivo primordial. Desde luego, si pueden eliminarlo, lo harán. Pero si tienen que elegir, como los obligué a hacer anoche, no es a Tir a quien quieren, sino a mí.
—¿A ti? —dijo Rudy boquiabierto.
—Sí. —El mago dio un nuevo sorbo a su infusión y dejó la taza a un lado—. Evidentemente puedo ser más peligroso para ellos que Tir. Ya lo había sospechado, pero después de lo que ocurrió anoche, no puede haber otra explicación.
—Pero tu magia no puede tocarlos —repuso Rudy con gesto preocupado—. Para ellos eres un hombre más armado con una espada. No sabes nada sobre la Edad Antigua que no sepan los demás. ¿No es Tir el único capaz de recordar algo?
—Eso mismo me pregunto yo —replicó Ingold con calma—. Y la única conclusión a la que he llegado es que sé algo de lo que todavía no soy consciente. Hay una pieza de este rompecabezas que todavía no ha encajado. Ellos saben lo que es, y temen que yo lo comprenda.
Rudy se estremeció.
—¿Y qué piensas hacer?
El mago se encogió de hombros.
—¿Qué puedo hacer? Tomar las precauciones más elementales. Pero quizá debas reconsiderar tu oferta de acompañarme a Quo.
—Yo lo tengo muy claro —respondió Rudy—. Tú eres quien debe reconsiderarlo.
—¿Quién va a ir si no? En primer lugar, si tuviera miedo de morir, no me habría metido en todo este asunto. Seguiría en Gettlesand cultivando flores y haciendo horóscopos a los aldeanos. No. Todo lo que puedo hacer ahora es mantener la pequeña ventaja que tengo sobre ellos e intentar dar con la solución antes de que me alcancen.
—Estás loco —dijo el joven rotundamente.
Ingold sonrió.
—De verdad, Rudy, pensaba que ya habíamos zanjado el tema de mi locura.
—¡Todos estáis locos! —insistió él—. Tú, Jill, Alde y los guardias… ¿Cómo es posible que esté completamente rodeado de lunáticos?
El anciano se arrellanó confortablemente contra los sacos y volvió a tomar la taza. El vapor subía hasta su rostro como si fuera el humo de las ofrendas dedicadas a un dios antiguo.
—La pregunta es la respuesta, Rudy, suponiendo que realmente necesites tanto una respuesta.
Desde aquel punto de vista, pensó el muchacho, era mejor no profundizar en el asunto.
Alde lo esperaba en la sala contigua. La mayoría de los guardias había salido. Al otro lado del negro y estrecho arco de la puerta se oía la voz de Janus, que seguía discutiendo con los dos indignados burgueses. En una esquina dormía el Halcón de Hielo, tranquilo y relajado como un gato. Exceptuándolo a él, estaban solos.
—Alde… —comenzó a decir Rudy, y ella se levantó del taburete en el que estaba sentada y le puso un dedo en los labios.
—Lo he oído —musitó con suavidad.
—Escucha… —intentó explicarse él.
La joven volvió a hacerlo callar.
—Por supuesto que debes ir con él. —Sus dedos, cálidos y ligeros, se cerraron sobre los de Rudy—. ¿Acaso había alguna duda de que no fueras?
Rudy se echó a reír quedamente al recordar su aprensión.
—Supongo… En realidad no. Pero no pensé que lo comprendieras. —Permanecieron juntos, tan cerca como en el viaje, cuando compartían la capa durante las largas horas de guardia. El resplandor anaranjado del fuego los envolvía como un manto, y Rudy percibió el suave olor a hierba que desprendían los negros cabellos de Minalde—. No creí que nadie pudiera comprenderlo. Quizá porque yo mismo no lo entiendo.
Ella se rió con dulzura.
—Es tu maestro, Rudy. Y tienes necesidad de aprender. Aunque yo quisiera, nunca podría detenerte. —Se acercó aún más a él y apoyó la cabeza sobre su pecho.
«Todos tenemos nuestras prioridades —pensó el muchacho, y apartó la sedosa cortina de los cabellos de Alde para besarla—. Si ella tuviera que elegir entre Tir y yo, está claro quién se quedaría en tierra». También ella tenía sus prioridades.
Las brasas del pequeño hogar silbaron y se hundieron sobre sí mismas. Las llamas amarillas se elevaron un instante iluminando con fuerza la habitación y, casi inmediatamente, desaparecieron, volviendo a sumir a la pareja en las sombras. El constante murmullo de las voces en el exterior llegaba hasta ellos como el rumor de un riachuelo. Rudy observó que se estaba acostumbrando rápidamente a la torre, a sus ruidos, su olor y sus sombras. Sentía el peso de la montaña de piedra bajo la que se encontraban, y pensó que así había sido durante miles de años. Mientras besaba una vez más a la muchacha que se apretaba contra él, pensó que seguía prefiriendo la calma, el silencio y el amor sin miedo.
—Te comprendo, Rudy —susurró ella contra sus labios—, pero te voy a echar de menos.
Él la estrechó convulsivamente contra sí. Volvieron a su mente retazos de las conversaciones que habían mantenido en Karst y durante las largas noches de vigilancia en el campamento. Alde había perdido el mundo en el que había crecido y a las personas que amaba, a todas excepto a su hijo. «Y ahora yo también me voy», pensó Rudy. Pero en ningún momento le había dicho que se quedara.
¿Qué amor era aquél, que comprendía la necesidad de partir e intentaba hacer menos dolorosa la separación? Desde luego, él no lo había conocido hasta ese momento.
«Alde, eres una mujer única entre un millón. Ojalá no fueras la reina. Casi desearía quedarme en este mundo, o llevaros a tu hijo y a ti al mío».
Pero ambas cosas eran imposibles.
Minalde se separó de él y salió de la oscura habitación seguida por el revuelo de su capa. Entonces Rudy reparó en que ella ni siquiera le había hecho una pregunta: «Y tú, ¿me echarás de menos?».
Jill vio recortarse en la mugrienta cortina las sombras de los dos amantes, que se fundían en una y, a continuación, se separaban de nuevo. En la quietud de la pequeña habitación, oyó suspirar a Ingold.
—Pobre pequeña —dijo el mago suavemente—. Pobre pequeña.
Jill lo miró en la penumbra. Sólo veía el brillo de sus ojos y sus manos vendadas, cruzadas sobre el pecho.
—Ingold…
—¿Sí, querida mía?
—¿De verdad crees que no existen las coincidencias?
La pregunta no pareció sorprenderlo, pero la joven pensó que en realidad nada parecía causarle sorpresa. Jill conocía a personas —su madre, por ejemplo— que hubieran exclamado: «¡Cómo puedes hacer una pregunta así en este momento!». Pero era una cuestión que sólo podía formularse en un momento como aquél, cuando todas las trivialidades del día habían quedado a un lado y sólo se mantenía la comprensión entre personas que se conocían de verdad.
Ingold guardó silencio un instante antes de responder.
—Sí. Creo que nada sucede por casualidad, que el azar no existe. ¿Por qué me lo preguntas?
—No sé —dijo Jill con aire pensativo—. Comprendo que Rudy llegó aquí porque tenía que convertirse en mago, porque tenía que desarrollar los poderes con los que había nacido. Pero yo no. Y si no existe el azar, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué yo, y no cualquier otra? ¿Por qué perdí todo lo que tenía, mi carrera, mis amigos, mi vida…? No consigo entenderlo.
La voz del anciano resonó gravemente en la oscuridad, y la muchacha vio el perfil de sus pómulos cuando se volvió hacia ella.
—Una vez me acusaste de actuar con dobles intenciones, como se supone que hacemos los magos. Pero, de verdad, Jill, no lo sé. No entiendo nada de esto mejor que tú. No obstante, debes creerme si te digo que hay un propósito en el hecho de que estés aquí. Créeme, Jill. Por favor.
La joven se encogió de hombros avergonzada, como siempre que alguien parecía preocuparse por ella.
—No importa —mintió, y supo al instante que Ingold se daba cuenta—. ¿Sabes una cosa? Cuando me dijiste que Rudy iba a ser mago, me dolió mucho. No porque yo también quisiera serlo, sino porque… Es como si él hubiera ganado todo sin perder nada, porque allí no había nada que le importara perder. Sin embargo, yo lo he perdido todo… —No supo qué más decir, y el silencio cayó sobre ellos como una capa oscura.
—¿Y no has ganado nada? —Jill no pudo responder a la pregunta—. Quizá Rudy no haya llegado aquí simplemente para desarrollar sus poderes mágicos. Rudy es un mago, y el reino está muy necesitado de magos en este momento. Puede que en los próximos meses la torre precise con la misma urgencia a una mujer con el coraje de un león y con una gran destreza en el manejo de la espada.
—Quizá. —La muchacha apoyó el mentón en las rodillas y miró a través de la oscuridad los reflejos del fuego en la pared. Pensó que era como un amanecer falso en medio de la perpetua noche de la torre—. Pero yo no soy un guerrero, Ingold. Soy una estudiante. Es lo que he sido hasta ahora y lo que siempre he deseado ser.
—¿Quién puede decir lo que eres, pequeña mía? —preguntó él—. ¿O lo puedes llegar a ser? Mira —dijo al sentir que las lejanas voces aumentaban de volumen—. Los guardias han vuelto. Vamos con ellos.
Los guardias irrumpían en la sala cuando Ingold y Jill cruzaron en silencio la cortina. El mago se apoyaba pesadamente en el hombro de la joven. Los soldados lo saludaron con gran efusión, y Janus prácticamente lo cogió en volandas y lo llevó junto al fuego. El resplandor rosa y topacio del hogar resaltaba el terrible estado de su túnica y las profundas arrugas de su cara, e iluminaba con su cálida luz rostros surcados por cicatrices, casacas negras que ostentaban el cuadrifolio blanco y viejas mantas que hacían las veces de capas. Ahí estaban los mejores soldados del occidente de aquel mundo, pensó Jill, reunidos alrededor de un fuego como vagabundos en una noche de invierno. Y eran sus hermanos de armas. Hombres y mujeres que un mes antes no conocía.
Sin embargo, sus rostros le resultaban ya muy familiares. Había visto por primera vez la faz cuadrada y tosca de Janus a la fría luz de la luna en un sueño terrorífico, que recordaba con mayor claridad que cualquiera de las fiestas a las que había acudido en su vida universitaria. Y también se había fijado entonces en aquellas trenzas blancas que caían sobre los hombros del capitán, mientras dormía en un rincón, y recordó haber pensado que aquel hombre era extranjero. En aquel momento ninguno de ellos había significado nada para la joven. Eran meros extras de un drama cuyo significado no comprendía. En cambio ahora los conocía mejor que a ninguno de los amantes que había tenido en su vida pasada. Aunque, pensándolo bien, hasta entonces nunca había conocido a nadie en profundidad.
Ingold estaba sentado junto al fuego, a la cabeza del lecho del Halcón. Los guardias lo rodeaban y él relataba con gestos exagerados una historia que hacía a Janus doblarse de risa.
—Bueno, parece que está vivo —dijo una voz junto al oído de Jill. Ésta levantó los ojos y vio a Rudy, que estaba apoyado en la pared, junto a la cortina. Se había recogido los largos cabellos castaños en una coleta, y a la luz del fuego su rostro afilado recordaba el de un halcón. Jill pensó que había cambiado desde la noche en que llamó al fuego. Parecía mayor. Y más que diferente, ahora parecía ser él mismo.
—Estoy preocupada por él, Rudy.
—Es muy resistente —repuso el joven, aunque no con demasiado aplomo—. Se pondrá bien. Probablemente nos sobrevivirá a ti y a mí. —Pero sabía perfectamente a qué se refería ella.
—¿Y si muere, Rudy? —Preguntó mirándolo con fijeza a los ojos—. ¿Qué será de nosotros?
Él mismo había intentado apartar aquella pregunta de su mente muchas veces desde la noche en que Ingold había caído prisionero, en Karst.
—Joder, no tengo ni idea —murmuró.
—Eso es lo que me preocupa —siguió diciendo Jill mientras encajaba los pulgares en su viejo cinturón—. Eso es lo que me ha preocupado desde el principio. Que quizá no exista la posibilidad de volver atrás.
«La pregunta es la respuesta. La pregunta siempre es la respuesta», pensó Rudy.
—Creo que nunca se puede volver atrás. No podemos deshacer nada de lo que hemos hecho, ni dejar de ser lo que somos. Hemos cambiado, para bien o para mal, y si estamos aquí, estamos aquí. ¿En realidad crees que sería tan malo quedarse? Yo he encontrado en este mundo mi Poder, Jill, lo que siempre había estado buscando. Y también una mujer única entre diez millones. Y tú…
—Un hogar —repuso ella reconociendo lo evidente—. Lo que siempre había buscado.
Entonces, de manera inesperada, Jill rompió a reír. No era una risa histérica o nerviosa, sino una suave carcajada de genuina alegría que brotaba de sus entrañas. Rudy pensó que nunca la había visto reír. Sus ojos azul pálido parecían más cálidos y las líneas de su rostro se suavizaron sensiblemente.
—Creo que al director de mi tesis le encantaría el cambio de tema: «Efectos de las incursiones subterráneas en una cultura preindustrial» —dijo por fin con una amplia sonrisa.
—Estoy hablando en serio —protestó Rudy. Estaba asombrado por la transformación que se había producido en ella. Tenía que reconocer que los arañazos y la espada la hacían mucho más atractiva.
—Yo también —replicó ella, y rompió a reír de nuevo.
El joven sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad. No podía creer que aquélla fuera la misma mujer que había visto salir de un Volkswagen rojo en medio del desierto californiano.
—Ahora de verdad —dijo finalmente—. ¿Renunciarías a todo esto? Si pudieras elegir entre el otro mundo y lo que eres ahora, lo que has conseguido…, ¿volverías?
Jill lo miró un momento con gesto pensativo. Entonces sus ojos se dirigieron al hogar. La voz grave y áspera de Ingold mantenía a sus oyentes como hipnotizados. Los rostros de los guardias se recortaban a la luz del fuego, y más allá se extendía la impenetrable oscuridad de la torre, la noche perpetua que encerraban sus muros. En el exterior el viento seguía soplando con violencia.
—No —respondió por fin—. Debo de estar loca para reconocerlo, pero no, no volvería.
—Si no estuvieras loca —repuso Rudy con una sonrisa, mientras señalaba el emblema de la guardia que Jill ostentaba en el pecho— no llevarías eso.
La muchacha lo miró con aire pensativo de arriba abajo.
—¿Sabes?, para ser un maleante tienes mucha clase.
—Eso es todo un cumplido, viniendo de una niña bien como tú —contestó él gravemente, y los dos fueron a reunirse con Ingold junto al fuego.