CAPÍTULO CATORCE

Nevaba copiosamente cuando Jill e Ingold avistaron el campamento improvisado a orillas del río de la Flecha. En medio de la ventisca distinguieron los bultos oscuros arracimados en torno a las trémulas luces amarillas de las fogatas, los animales que resoplaban inquietos y la actividad febril que se desarrollaba en la orilla y junto al puente destruido. Al otro lado de la garganta se percibía más actividad, luces que se movían de un lado para otro y el distante balido de las ovejas mezclado con el llanto de los niños. Entre los dos campamentos se abría la profunda garganta, al fondo de la cual el río rugía estruendosamente. A ambos lados, en lo alto, dos grandes lenguas de piedra se asomaban al vacío.

—¿Qué profundidad tiene la garganta en ese punto? —preguntó Jill mientras intentaba ver algo a través de la cortina de nieve.

—Unos quince metros. Es difícil descender hasta abajo y volver a subir, pero el río no es muy profundo. Como puedes ver, ya han transportado a esta orilla la mayor parte del ganado. —Ingold señaló a tres hombres que conducían a unos cuantos cerdos sendero arriba—. Por lo que me contaste de tu sueño, diría que los Seres Oscuros debilitaron los pilares centrales del puente, y éste cedió bajo el paso de los carros. Evidentemente su intención era acabar con Tir. Y aunque han fallado, saben que el príncipe está aquí, a orillas del río, separado de la mayor parte de la caravana y en un campamento en el que reina la confusión. —Apoyándose con aire cansado en su báculo, el mago emprendió el descenso hacia el río.

Rudy salió a recibirlos a las afueras del campamento.

—¿Qué habéis encontrado?

Mientras se dirigían a través del caos hacia la enorme tienda de Alwir, Jill le informó sobre su expedición al valle de los Seres Oscuros, Renweth, la torre y el encuentro con Tomec Tirkenson.

—¿Por qué no estaba Alde en su carro? —preguntó la joven por fin.

—La convencí de que fuera a pie —dijo Rudy—. Tenía el presentimiento de que intentarían algo esta noche, pero nunca pensé que ocurriera nada a la luz del día. Apenas estábamos a dos metros de la sección del puente que se derrumbó.

—Y todavía crees en las casualidades —le reconvino Ingold—. Me sorprendes.

—Bueno —admitió Rudy—, cada vez menos.

La de Alwir era una de las pocas tiendas del campamento. Había sido levantada al abrigo de un grupo de árboles, relativamente a salvo del viento; a la tenue luz de la tarde se veía un resplandor de luces amarillentas en su interior, donde al parecer tenía lugar una acalorada discusión. La obispo Govannin susurró algo con su voz de reptil, y a continuación sonó la voz de tenor de Bektis.

—Nos libraremos de lo peor de la tormenta —sentenció el mago de la Casa de Dare—. Yo haré que se desvíe hacia las montañas del norte hasta que podamos llegar a la torre.

—¿Desviarse? —intervino Govannin—. ¿Has visitado el campamento que hay al otro lado del río, mi señor mago? Están medio enterrados en la nieve. Se están congelando.

—No podemos seguir esta noche —dijo Alwir, y añadió con untuosa malicia—: No tenemos carros ni caballos suficientes para mantener la velocidad necesaria. Lo que haya que transportar, tendrán que llevarlo los hombres a sus espaldas. Y si no nos deshacemos de las cosas inútiles…

—¡Inútiles! —le espetó la obispo—. Inútiles para los que quisieran olvidarse de los preceptos y de la posición de la Iglesia.

—La Iglesia de Dios es más que un montón de papeles, mi señora —respondió el canciller con afectado tono de predicador—. Está en el corazón de los hombres.

—Y en el corazón de los fieles seguirá eternamente —dijo Govannin con voz seca—. Pero la memoria no está en el corazón, ni tampoco la ley. Muchos hombres y mujeres han luchado y muerto por defender los derechos de la Iglesia, y el único testimonio de esos derechos, el único fruto de esas vidas, está en esos carros. No dejaré que se pierdan en la nieve porque así lo decida el perro guardián de un rey que todavía no puede andar.

Ingold apartó la pesada cortina que cerraba la tienda. Por encima de su hombro, Jill vio cómo el rostro de Alwir se endurecía hasta convertirse en una máscara plateada perfilada por las sombras. Su boca parecía de hierro. El canciller se puso en pie y lanzó una mirada fulminante a la menuda figura escarlata de la obispo. Por un momento pareció que iba a abofetearla. Pero ella simplemente sostuvo la mirada con ojos negros e inexpresivos como los de un tiburón.

—¡Mi señor Alwir! —Ronca e inconfundible, la voz del anciano cortó el duelo como el silbato de un árbitro, rompiendo instantáneamente la tensión. Ambos se volvieron, y el mago hizo una inclinación de cabeza en dirección a Govannin—. Mi señora obispo…

El cuerpo enjuto de Govannin se relajó casi imperceptiblemente y volvió a arrellanarse en su silla. Alwir se puso en jarras mientras miraba con frialdad a Ingold.

—Así que decidiste volver.

—¿Por qué habéis acampado? —preguntó aquél sin más preámbulos.

—Mi querido Ingold —dijo el canciller en tono displicente—, como podrás advertir, ha empezado a oscurecer…

—A eso precisamente me refiero —replicó el mago secamente—. Podríais haber seguido adelante, haber intentado llegar a la torre esta noche, o volver al otro lado del río y reuniros con el resto de la caravana. Aislados en esta orilla sois una presa segura.

Alwir suspiró como quien intenta hacer entrar en razón a un niño.

—Como habrás observado, hemos construido un puente provisional por el que estamos trasladando poco a poco el resto de la caravana, y aquí hay suficientes soldados para hacer frente a cualquier problema que pueda surgir durante la noche.

—¿Crees que eso significa algo para los Seres Oscuros? Aquí pueden aplastarnos como hicieron en Gae y en Karst, igual que han destruido el puente.

—La Oscuridad no ha tenido nada que ver con ese derrumbamiento —dijo Alwir con acritud.

—¿Eso crees?

Los largos dedos de Bektis jugaron con el gran ojo de gato que llevaba en la mano derecha.

—No pretendas nada más de nosotros —musitó en tono despreciativo—. No eres el único mago de esta caravana, mi señor Ingold, y yo también he rastreado las montañas con un cristal mágico. La única Escalera que había en estas tierras sigue firmemente sellada, y sabes perfectamente que no hemos visto rastro alguno de los Seres Oscuros desde que estamos en las montañas. —Arqueó sus gruesas y blancas cejas y miró a Ingold con frialdad y resentimiento.

—Eso es lo que han hecho que parezca —respondió el anciano lentamente—. Pero yo he estado en esa Escalera, y te digo que está abierta.

—¿Es ésta otra de las cuestiones en las que tú tienes la última palabra? —preguntó con suavidad la obispo mientras entrelazaba sus blancos y delgados dedos sobre la mesa.

La luz de las antorchas hizo brillar la nieve que cubría los hombros de Ingold, y éste se volvió hacia Govannin.

—Lo es. Pero hay cosas, como los Mandamientos de Dios, que todos debemos respetar, mi señora. Supongo que sabes que sólo podemos contar con la palabra de un hombre para salvarnos, y que el medio de salvación no es el que escogería en circunstancias normales un individuo en su sano juicio. Por ahora mi palabra, y casualmente la de Jill, es la única con la que podéis contar por lo que respecta a la existencia de Seres Oscuros en el valle; y os digo que están ahí, que hasta ahora se han mantenido apartados de la columna con toda deliberación y que han debilitado el puente con el fin de acabar con Tir o aislarlo del resto de la caravana.

Govannin abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla con gesto pensativo. Ingold prosiguió.

—No están dispuestos a permitir que Tir y los secretos que guarda su memoria alcancen la torre. La tormenta es nuestra única oportunidad, y sugiero que la aprovechemos e intentemos llegar a Renweth esta noche aprovechando su protección.

—¿Protección? —Alwir se volvió en redondo y protestó indignado—. Moriremos todos sin remisión. Nos congelaremos…

—Aquí te congelarás igual —señaló el anciano.

Bektis se levantó con gesto ofendido.

—Yo puedo contener sin dificultad una tormenta como ésta…

—¿Y también a los Seres Oscuros? —preguntó Ingold con voz cortante. El mago de la corte lo miró un instante con ojos llenos de odio, y su rostro huesudo y pálido se ruborizó violentamente. Ingold prosiguió sin esperar la respuesta—: Pues yo tampoco. Todos los poderes tienen sus límites.

—Y también la resistencia de los hombres —dijo la obispo secamente—. Yo no soy partidaria de que huyamos en estampida empujados por el miedo. Podemos capear la tormenta y continuar el viaje por la mañana.

—¿Y si la tempestad no acaba mañana?

Alwir apoyó una mano enguantada en el respaldo de su lujoso sillón.

—¿No crees que le estás dando demasiada importancia a esta tormenta? Yo estoy dispuesto a acatar la decisión que tomemos por votación, siempre que haya un medio de transporte para los efectos del gobierno…

Los ojos de Govannin centellearon peligrosamente.

—No será a costa de…

—No seáis necios. —Las pesadas cortinas bordadas que cerraban la tienda se habían abierto y en el umbral se erguía una muchacha envuelta en seda resplandeciente. El rostro de Minalde estaba muy pálido, y contrastaba poderosamente con su negra y brillante melena. Estaba envuelta en una amplia capa con estrellas bordadas, y entre sus pliegues podía verse la cabecita de Tir. El niño miraba el interior de la tienda con enormes y fascinados ojos azules, reflejo de los de su madre y su tío—. Los dos estáis actuando como necios —siguió diciendo en voz baja—. La marea está subiendo, y todo lo que hacéis es discutir sobre quién se embarcará primero.

Las aletas de la aristocrática nariz de Alwir temblaron levemente de indignación.

—Minalde, vuelve a tu habitación —sugirió simplemente.

—No —respondió ella con la misma calma.

—Esto no es asunto tuyo. —El canciller hablaba ahora con el mismo tono con que un adulto se dirige a un niño caprichoso.

—Esto es asunto mío.

Su voz no había cambiado, pero Alwir y Rudy la miraron con mayor asombro que si hubiera irrumpido en maldiciones. A Alwir parecía faltarle el aire, como si hubiera recibido una patada en el estómago. Evidentemente, nunca había pensado que su dulce y complaciente hermanita pudiera cuestionar su autoridad. A Rudy, que la había visto blandir una antorcha ante su rostro en la escalinata de la mansión de Karst, no le extrañó tanto.

—Tir es mi hijo —siguió diciendo ella—, y tu obstinación lo está poniendo en peligro.

El rostro impasible del canciller se sonrojó violentamente. Parecía a punto de decirle a su hermana que hablase con más respeto a sus mayores, pero, después de todo, Alde era la reina de Darwath.

Si lo que dice mi señor Ingold es cierto —añadió finalmente.

—Yo lo creo —repuso ella—. Y confío en él. Y pienso acompañarlo hasta que lleguemos a la torre esta misma noche, aunque tenga que ir sola con mi hijo en brazos.

Desde su posición entre las sombras, Jill vio que aquella mujer envuelta en estrellas y oscuridad estaba temblando. No debía de ser fácil desafiar al hombre que había gobernado su vida durante muchos años. El respeto que sintió por Minalde, la cual hasta aquel momento había sido para ella poco más que un nombre y una silueta en la sombra, creció mucho.

—Gracias por tu confianza, mi señora —dijo Ingold con suavidad, y sus ojos se encontraron un instante. Jill sabía por experiencia que la mirada del anciano era capaz de penetrar hasta el fondo del alma y desnudarla; pero, viera lo que viese Alde en sus ojos, debió de tranquilizarla, puesto que se dio media vuelta y se dispuso a salir de la tienda con paso firme.

Alwir la tomó por el brazo, la atrajo hacia sí y murmuró en su oído algo que nadie pudo oír. Su rostro estaba contraído por la furia. La reina se soltó de un tirón y salió sin decir una palabra. No llegó a ver el semblante de su hermano, transformado por una furia ciega en la máscara que Jill había visto al entrar a la tienda, una máscara inhumana e impersonal. Pero cuando volvió a dirigirse al grupo reunido, su sonrisa mostraba sólo desaprobación.

—Parece que, después de todo, vamos a seguir la marcha esta noche.

Era obvio que pensaba decir algo más, pero la obispo lo interrumpió con extraordinaria suavidad.

—Entonces debo dar órdenes para que se preparen los carros de la Iglesia —manifestó con su voz seca y siseante, y salió de la tienda antes de que Alwir pudiera volver a abrir la boca.

Ya casi era noche cerrada cuando se levantó el campamento. Nevaba con mayor intensidad, y el viento levantaba remolinos de polvo blanco que se mezclaba con las pavesas de las hogueras moribundas y cubría el barro medio helado con una delgada capa de nieve. Los refugiados que todavía se encontraban en la otra orilla cruzaban lentamente con sus escasas pertenencias la inestable telaraña de cuerda y tablas que atravesaba el río. Por extraño que pudiera parecer, al acercarse con Ingold y Jill al único carro que Alwir había conseguido comprar a uno de sus amigos mercaderes, Rudy comprobó que un inexplicable optimismo reinaba en la caravana, aunque los gritos y las maldiciones seguían siendo igualmente violentos. Hombres y mujeres empaquetaban sus bultos, se frotaban con fuerza las manos para intentar desentumecerlas y peleaban entre sí, pero algo había cambiado. La amarga desesperación característica de la mayor parte del viaje había desaparecido. Ahora se percibía en el aire algo más: la esperanza. Si conseguían resistir, aquélla sería la última etapa del viaje. Ya estaban muy cerca de la torre.

—Supongo que valdrá —dijo Ingold al ver a los guardias y soldados de Alwir arrastrar el desvencijado carro por el empinado sendero—. Desde luego, en él Minalde y Tir serán un blanco fácil, pero creo que es mejor que arriesgarse a perderlos en la nieve. En cuanto a vosotros dos… —Se volvió hacia ellos y le puso a cada uno una mano en el hombro—. Hagáis lo que hagáis, manteneos cerca de ese carro. Es vuestra mayor esperanza de llegar vivos a la torre. Yo estaré moviéndome arriba y abajo todo el tiempo, así que es posible que no nos veamos. Sé que no es asunto vuestro, que estáis aquí contra vuestra voluntad y que no me debéis nada. Pero, por favor, encargaos de que Alde y Tir lleguen a salvo a la torre.

—¿Tú no irás allí? —preguntó la muchacha, con gesto de preocupación.

—No lo sé —respondió el mago. La nieve se posaba en su barba y sobre su capa. A la luz del crepúsculo, Jill pensó que parecía completamente agotado. No era extraño. Ella misma no sabía cómo conseguía mantenerse en pie—. Cuidaos, hijos míos. Y confiad. Os sacaré de esto sanos y salvos.

Entonces se dio media vuelta y desapareció entre el revuelo de su vieja capa.

—Tiene mala cara —dijo Rudy, con suavidad, apoyándose en su báculo mientras veía desaparecer a Ingold entre la nieve—. Vuestro viaje ha debido de ser agotador.

Jill dejó escapar una risilla seca.

—Jamás vuelvas a dudar de que es un verdadero mago, Rudy. Tiene que serlo para conseguir que la gente lo siga en locuras como ésta.

Rudy la miró con gesto pensativo.

—¿Sabes?, incluso en California, cuando lo conocí, pensé que estaba loco, pero en el fondo le creía. Es imposible no creer en él.

Jill lo comprendía. Ingold tenía un don especial para hacer que todo pareciera y, de hecho, fuera posible: que un joven motorista medio hippy hiciera aparecer fuego en la oscuridad, o que una melindrosa y tímida licenciada en historia lo siguiera hasta el techo del mundo luchando contra enemigos invisibles y mortales.

O que una agotada caravana de fugitivos, dividida por las disensiones entre sus jefes y al límite de sus fuerzas, emprendiera una marcha de quince kilómetros en la oscuridad y la nieve para alcanzar un refugio que jamás habían visto.

Jill suspiró y se arrebujó en su capa. El viento seguía mordiéndole el rostro y las manos. Estaba mortalmente cansada. Sabía que el infierno de aquella noche iba a superar la peor de sus pesadillas. Echó a andar en busca de los guardias, pero después de dar un par de pasos se detuvo y se volvió hacia el joven.

—Oye, Rudy.

—¿Sí?

—Cuida de Minalde. Es una gran mujer.

Rudy la miró sorprendido, pues no pensaba que Jill supiera nada, y mucho menos que lo comprendiera. Pensó que todavía tenía que aprender mucho sobre las mujeres menudas con ojos pálidos de institutriz.

—Gracias —dijo, profundamente conmovido por el comentario—. Tú tampoco te quedas corta… para ser una niña bien —añadió con una sonrisa, que Jill le devolvió llena de malicia.

—En fin, lo que no acabo de comprender es que Alde se encapriche de un maleante como tú, pero eso es asunto suyo. Te veré en la torre.

Rudy encontró a la reina junto a los últimos criados de la Casa de Bes, que cargaban el único carro apresuradamente. Ella misma estaba metiendo rollos de mantas en el interior. De haber contemplado la escena, Medda hubiera muerto de indignación. Rudy besó a la muchacha suavemente.

—Eh, tu intervención ha sido dinamita pura.

—¿Dinamita?

—Quiero decir que has estado genial —aclaró Rudy—. De verdad. No creí que Alwir tragara.

Ella se ruborizó intensamente y apartó la vista de la luz de la antorcha.

—No me importaba que «tragara», como tú dices, o no. Pero no debí llamarlos necios. No a Alwir, y desde luego tampoco a mi señora Govannin. Fue… una falta de respeto.

—Ya tendrás tu penitencia cuando te confieses. —Volvió a atraerla hacia sí—. En cualquier caso, te has salido con la tuya.

Ella lo miró a los ojos, en silencio.

—Ingold tiene razón, ¿verdad? —murmuró muy seria—. Los Seres Oscuros están en las montañas.

—Eso me ha dicho Jill —respondió él con suavidad—. Están mucho más cerca de lo que pensamos.

Alde permaneció un momento con las manos entrelazadas alrededor del cuello de Rudy, mirándolo con aquellos ojos grandes y desesperados, como si temiera perderlo para siempre si lo soltaba. Pero sonó un ruido en el carro y la muchacha se asomó a su interior para envolver de nuevo al niño en sus mantas.

—Quédate ahí —murmuró en voz baja al pequeño, y volvió a salir.

—Vas a necesitar una correa para atar a ese niño cuando empiece a gatear.

Minalde se estremeció.

—No me lo recuerdes —dijo, y desapareció en el carro.

La caravana comenzó a moverse. El viento soplaba con mayor violencia y aullaba ensordecedoramente en el cañón antes de caer con garras de acero sobre los peregrinos. Rudy avanzaba penosamente junto al carro, cegado por la nieve, con los dedos entumecidos bajo los guantes. Aunque la carretera era mejor que la de Karst, se hallaba en bastante mal estado, en unos lugares levantada por las raíces de los árboles y en otros cubierta por la vegetación. La resbaladiza alfombra de nieve hacía más difícil el avance. Rudy pensó que los últimos tendrían que hacer un penoso camino sobre un peligroso barrizal. El viento y la oscuridad provocaban que la visibilidad fuera prácticamente nula. Las formas de los guardias que rodeaban el carro de Alde se habían convertido en sombras caóticas salidas de una pesadilla.

Recordando las enseñanzas de Ingold, Rudy intentó llamar a la luz. Consiguió formar ante sí una esfera luminosa de medio metro de diámetro que iluminaba sus pasos, pero la concentración agotaba sus fuerzas rápidamente, y cada vez que tropezaba o resbalaba en la nieve la luz temblaba y se debilitaba.

La nieve caía con tanta intensidad que le impedía ver nada, excepto cuando los gruesos copos atravesaban la esfera de luz y se convertían en una lluvia de diamantes que le herían los ojos. Sentía el terrible peso de la capa y las botas empapadas, y sus manos pasaban rápidamente de la insensibilidad al dolor. En una ocasión, entre el salvaje aullido del viento, oyó la dulce voz de Alde, que cantaba a su hijo:

Duerme, mi niño, duérmete ya,

que papá ya pronto vendrá…

Rudy se preguntó cómo sonaría realmente aquella canción en la lengua de los wath.

Había perdido por completo la noción del tiempo. Ya no sabía cuánto llevaba luchando contra la cegadora tormenta.

Tenía la impresión que hacía muchas horas que habían emprendido la marcha, y la carretera seguía ascendiendo bajo sus pies ateridos. Se agarró al carro con una mano mientras se apoyaba en el báculo con la otra, y siguió avanzando. A veces parecía que eran las dos únicas cosas que lo mantenían en pie. Pero sabía que en aquel momento dejarse caer al suelo significaba la muerte.

Jill se acercó a él. Era tan menuda que Rudy se preguntó cómo conseguía que no se la llevara el viento.

—¿Estás bien? —le gritó en medio del estruendo de la tormenta.

Rudy asintió. «Es una dama, y una mujer sabia. Y dura como una piedra», pensó.

Otras figuras los pasaban, o eran adelantadas por ellos. Todos luchaban con la misma desesperación contra el viento y la nieve. Reconoció a un anciano de Karst que seguía llevando sus jaulas de gallinas a la espalda, envuelto en mantas cubiertas de nieve. El grupo de pequeños huérfanos iba atado con una cuerda tras la joven que los guiaba como una pata a sus patitos. Una gruesa mujer que tiraba de una cabra los adelantó, y al rato la vieron tendida en la nieve boca abajo. La cabra parecía esperar pacientemente a que se levantara.

Pero siguieron adelante. Rudy tropezó y volvió a caer. Su cuerpo se hallaba tan aterido que apenas notó el golpe. Alguien se inclinó a su lado, lo hizo levantarse y lo sacudió hasta despertarlo con una violencia que sorprendió a Rudy. Era una forma oscura y fantasmal que empuñaba un báculo sobre el que brillaba una intensa luz blanca. El joven volvió tambaleándose hasta el carro y se agarró a las cuerdas de la cubierta para no caer, mientras la silueta oscura se perdía de nuevo en la tormenta. En medio del caos Rudy vio moverse a otras formas que ayudaban a levantarse a los que caían, reanimándolos con ruegos, maldiciones o golpes. Se aferró con fuerza a las cuerdas del carro. Había prometido a Alde que llegaría a la torre. Ello le hizo recordar que aquel infierno tenía un sentido, que había un objetivo que alcanzar en aquel negro universo helado. Pero Rudy sabía que, en ciertas circunstancias, la muerte podía ser muy dulce.

El tiempo se había convertido en algo carente de significado. Cada segundo era una eternidad, cada paso un esfuerzo sobrehumano sin sentido. Recordó la historia de aquel griego antiguo que tenía que empujar una piedra hasta la cima de una colina sabiendo perfectamente que volvería a caer rodando una y otra vez. La noche estaba muy avanzada. Supo, por el cambio que se produjo en el sonido del viento, que estaban saliendo de las profundas gargantas a un espacio más abierto. Luchando contra una oscuridad que reinaba tanto en el interior de su cabeza como en el exterior, Rudy intentó formar un poco de luz, pero no le fue posible conseguir ni el más mínimo destello.

«Simplemente sigue poniendo un pie delante del otro —se dijo—. Conseguirás llegar». El viento lo golpeó como una maza. Cayó de nuevo al suelo, pero esta vez decidió no levantarse. Podrían llegar a la torre sin él. Tenía que dormir un rato.

Se dejó llevar por los recuerdos. Volvió a ver las soleadas colinas de California, la hierba tostada, y percibió la calidez del sol en los brazos desnudos cuando corría con su moto por la autopista sintiendo el viento en la cara. Se preguntó si alguna vez volvería a experimentar todo aquello. «Probablemente no —decidió—. Pero tampoco importa. ¿Quién iba a decirme que terminaría aquella excursión, en la que me dirigía a comprar cerveza, muerto por congelación en unas montañas que ni siquiera existen? La vida es extraña».

Un gigante de dos metros diez centímetros, con la fuerza de una mula, apareció sobre él en la oscuridad y le dio una patada en las costillas. Volvió a sentir frío, y una débil sensación de dolor se extendió por su cuerpo.

—¡Eh! —intentó protestar, pero el gigante volvió a golpearlo.

—¡Levanta, cobarde!

«¿Cómo puede tener un gigante la voz de Jill? Maldita bruja orgullosa…».

—No.

Parecía mentira que unas pocas semanas de entrenamiento con la guardia le hubieran dado a aquella mujer la fuerza suficiente para levantarlo por los brazos y lanzarlo contra el carro, que seguía avanzando, para que se agarrara a él.

—Y ahora sigue andando —le ordenó Jill.

«Estúpida, no lo entiende…».

—No puedo —balbuceó.

—¡A la mierda! —gritó la joven repentinamente furiosa—. Quizá seas un maldito mago, pero eres un cobarde y un traidor. Un niño de ocho años lo haría mejor que tú. ¡Si tienes tantas ganas de morir, hazlo cuando lleguemos a la torre! Apenas estamos a un par de kilómetros.

—¿Eeeh? —Rudy intentaba mantenerse agarrado a la cuerda con las manos, pero las tenía demasiado entumecidas. Pasó el brazo alrededor de la cuerda y la enrolló a su alrededor—. ¿Qué has dicho?

Pero, como respuesta a sus palabras, sintió una repentina alteración en el aire. El viento cambió de dirección y se calmó. Rudy se tambaleó, como si de repente le faltara el apoyo. La nieve, en vez de clavarse en su piel como miles de pequeñas agujas, comenzó a caer con suavidad durante unos momentos y finalmente cesó por completo. Todavía se oía el aullido del aire entre los pinos que se alzaban más allá de la carretera, pero, a su alrededor, la brisa, aunque helada, estaba inmóvil.

—¿Qué ocurre? —murmuró—. ¿Ha acabado la tormenta?

—No, no acabaría así. Además, se sigue oyendo a lo lejos.

Rudy parpadeó en la oscuridad y se quitó la escarcha de los ojos.

—¿Entonces qué…? —En aquel momento comprendió lo que había ocurrido. El miedo envió a todo su cuerpo una descarga de adrenalina que lo hizo reaccionar instantáneamente—. Oh, Dios —susurró—. Ingold.

—Ha detenido la tormenta, ¿no es así? —dijo Jill con suavidad—. Debemos de estar perdiendo a demasiada gente…

—¿Pero sabes lo que eso significa? —le preguntó Rudy con aire sombrío—. Que ahora vendrán los Seres Oscuros. —Dio un paso sin agarrarse al carro y descubrió que, más o menos, podía tenerse en pie si se apoyaba en el báculo—. Tenemos que seguir.

Los guardias cerraban filas alrededor del carro. Serían unos treinta. Rudy oía sus voces en la oscuridad. Sólo Dios sabía dónde estaba el resto de la caravana. Flexionó la mano derecha con dificultad, como intentando convencerse de que era realmente suya. Oyó la voz de Jill, que hablaba con sus compañeros breve y secamente, y a continuación el Halcón de Hielo dejó escapar una breve risa. Jill volvió junto a él.

—¿Puedes crear algo de luz? —le preguntó—. Estamos en un llano, y podríamos perder la carretera con facilidad. Mira.

En efecto, sólo se veía una cosa: un lejano punto de luz anaranjada.

—Tomec Tirkenson ha conseguido llegar a la torre. Han encendido hogueras alrededor de la puerta.

—Muy bien —dijo Rudy—. Nos dirigiremos allí, aunque no se vea otra cosa. —Intentó varias veces llamar a la luz, pero estaba demasiado débil y cansado. Volvieron a emprender la marcha lentamente en dirección a la pequeña estrella anaranjada. El terreno era desigual y costaba mucho trabajo avanzar. El joven caminaba delante del carro, y de vez en cuando oía a su espalda los débiles lamentos de Tir y la suave voz de su madre que lo consolaba. Tropezó con algo y extendió las manos al caer. Era una cacerola de hierro. A pesar del frío y el peligro, otros habían llegado hasta allí, pensó sonriendo. Probablemente todo el valle estaría sembrado de objetos domésticos abandonados en el último esfuerzo por seguir adelante. Bien, pues si otros lo habían hecho, él también lo conseguiría.

Entonces fue cuando sintió un golpe de viento diferente al de la tormenta. Era como un silbido sin dirección que olía a piedra, humedad y moho. Y al volverse vio a los Seres Oscuros.

No estaba seguro de cómo había logrado verlos, quizá por algún sexto sentido surgido del desarrollo de sus poderes. Volaban sobre la nieve en dirección al carro, tan apretados unos contra otros que parecían formar un negro manto que se extendía sobre sus cabezas. Sus colas parecían dirigirlos y propulsarlos, y se movían sinuosamente, con las horrendas patas legadas como una armadura de bambú sobre los tentáculos brillantes de sus bocas babosas. Por un momento permaneció como hipnotizado, fascinado por las cambiantes formas, a veces visibles, a veces sólo fantasmas ondulantes. Se preguntó si realmente podría decirse que eran seres materiales. ¿Qué tipo de átomos y moléculas formarían sus cuerpos lustrosos y pulsantes? ¿Qué cerebro o cerebros habrían concebido las Escaleras que conducían a sus ciudades subterráneas?

En aquel momento uno de los bueyes lanzó un mugido de terror e intentó saltar adelante. Cayó al suelo arrastrando a su compañero en una maraña de arneses y riendas, y partiendo la lanza del carro con su peso.

—¡Los Seres Oscuros! —gritó Rudy en un aviso desesperado, e intentó llamar a la luz, un poco de luz que le sirviera de ayuda contra el invisible enemigo. Oyó a Alde gritar. Entonces surgió a su espalda una claridad cegadora que barría la oscuridad a su alrededor, y el ominoso río de sombra y muerte tropezó con ella y retrocedió como un gran anillo de fuego. Ingold se acercó a ellos. Su sombra azul y negra se recortaba con fuerza contra la nieve.

—Soltad a los bueyes, sacad a la reina del carro y seguid a pie —ordenó concisamente. Los guardias se acercaron corriendo. Sus rostros estaban prácticamente cubiertos de escarcha—. Janus, ¿crees que podréis llegar a la torre?

El jefe de la guardia, casi irreconocible bajo el manto de hielo que cubría sus cabellos y su capa, parpadeó varias veces, deslumbrado por la cegadora luz blanca, más allá de la cual todo eran sombras informes.

—Creo que sí —respondió—. Nos has salvado una vez más, Ingold.

—Todavía falta kilómetro y medio para que puedas decirlo —replicó el mago—. Mi señora… —añadió volviéndose hacia el carro.

El Halcón de Hielo había liberado a los bueyes, pero el carro estaba completamente inutilizado. Un rostro blanco enmarcado por una espesa cabellera negra se asomó a través de las cortinas de la parte trasera. Rudy se acercó a ella con rapidez.

—Tendremos que seguir andando, cariño —dijo con suavidad, y ella asintió. Volvió a desaparecer en el interior del carro y reapareció al cabo de un momento con el pequeño Tir envuelto en sus mantas. La luz del báculo de Ingold mostraba la palidez de la reina y sus ojos grandes y asustados. Jill extendió los brazos y cogió al niño mientras Rudy la ayudaba a bajar del carruaje. A través de los dos pares de guantes, y a pesar de que tenía las manos entumecidas, sintió el reconfortante contacto de las manos de la muchacha.

—¿Cuánto queda? —susurró ella.

Jill señaló con la cabeza la distante luz naranja de la torre.

—Unos dos kilómetros.

Alde volvió a tomar a Tir en sus brazos, y al hacerlo sintió un frío hormigueo que ya había experimentado antes, la conciencia de la cercanía de los Seres Oscuros. La luz de Ingold no los había derrotado. Simplemente se habían replegado y se limitaban a esperar.

El viento seguía soplando sobre sus cabezas, pero a su alrededor el aire estaba extrañamente inmóvil. Por todos lados, distorsionados por el frío y la distancia, se oían gritos de terror y desesperación. Los refugiados, ya desmembrada la caravana, intentaban dirigirse hacia la luz de la torre abriéndose paso a duras penas por la nieve. Pero dentro del círculo de luz que despedía el báculo de Ingold, el pequeño grupo de guardias que rodeaba el carro inutilizado se había quedado solo. Los guardias, cubiertos de escarcha, parecían extrañas criaturas de hielo envueltas en diamantes. Y a su alrededor, invisible en el océano de oscuridad de la noche, se percibía aquella sensación de movimiento constante y maligno.

Ingold se acercó al pequeño grupo que aguardaba junto al carro e iluminó con su luz los duros y curtidos rostros de los guardias. Era un hombre que transmitía su propia fuerza a los demás; Jill se dio cuenta de que su presencia le producía calor, como si estuviera delante de un fuego, y vio que Rudy y Alde también parecían recuperarse. El mago acarició ligeramente la mejilla de la reina y la miró a los ojos intensamente.

—¿Podrás conseguirlo?

—Tengo que hacerlo —dijo ella simplemente.

—Buena chica. Rudy…

Éste se acercó con paso inseguro.

—Canaliza tu poder a través del báculo. Lo llevas para eso, no para enredarte los pies con él.

Rudy miró atónito la vara que había cortado en el bosque semanas atrás.

—¿Quieres decir… que es así de sencillo? ¿No hay que hacer nada especial para que un báculo sea mágico?

Ingold levantó los ojos al cielo y pareció pedir paciencia.

—Todas las cosas son mágicas en sí —explicó con calma—. Y ahora…

Con indecisión, el joven se concentró y sintió que el Poder fluía de su mano a la madera, suavizada por el uso permanente, y al aire. En un extremo del báculo apareció una débil luz que fue creciendo lentamente hasta iluminar las ruedas del carro, los rostros finos y asustados de las dos mujeres y las severas facciones del mago, que se volvió hacia él.

—No los dejes, Rudy. —Éste tuvo la incómoda y extraña sensación de que el anciano lo sabía todo acerca de su acto de cobardía, de su decisión de dejarse morir y abandonar a los demás a su suerte. Notó que se ruborizaba de manera intensa.

—Lo siento —murmuró.

El viento soplaba alrededor de sus pies. Se volvió rápidamente e intentó iluminar la oscuridad que los rodeaba. En aquel instante sintió que un encantamiento maligno, como una fría mano de sombra, se introducía en su cerebro desde la oscuridad. Vio que la luz de su báculo se debilitaba, y al levantar la vista comprobó que al de Ingold le ocurría lo mismo. A la vez notó el olor ácido y frío de los Seres Oscuros. La espada de Jill silbó al salir de su vaina. A su alrededor resplandecieron las hojas de acero de los guardias, que cerraron filas en torno al carro.

Rudy no supo nunca cómo había reaccionado instintivamente, pero de repente se agachó, giró sobre sus pies y lanzó un golpe con la espada antes de darse cuenta de que un Ser Oscuro caía sobre él desde arriba. Oyó a Alde gritar y vio confusamente a Jill, que con rostro impasible saltaba a un lado y asestaba a la criatura un golpe lateral que pareció cubrirlos a todos de sangre y líquido negro. La luz de los dos báculos se había convertido en un débil resplandor gris, y los guardias mantenían sus posiciones intentando defenderse de la insoportable presión de la Oscuridad. El encantamiento estaba vaciando la mente de Rudy, el cual sentía que su poder se escapaba como si le hubieran cortado las venas. Por un momento no vio nada, sólo supo que debía mantenerse a toda costa entre la Oscuridad y la mujer que tenía a su espalda.

Entonces, de repente, los Seres Oscuros se alejaron, y la luz brilló con renovadas fuerzas.

—¡Ahora, adelante! —gritó alguien. Rudy cogió inconscientemente el brazo derecho de la reina mientras Jill le sostenía el izquierdo, y echaron a correr sobre el resbaladizo suelo cubierto de babas negras, sangre y nieve.

La luz de su báculo iluminaba la alfombra de barro y huesos ensangrentados, mientras los guardias avanzaban formando un círculo a su alrededor. Ingold abría la marcha, y su luz mostraba la capa de nieve surcada por los apresurados pasos de los fugitivos y sembrada de fardos y objetos personales abandonados en la huida. Rudy, exhausto por el frío y la fatiga, intentaba mantener el ritmo sin tropezar con el caos resbaladizo del suelo, sin perder de vista el rectángulo de luz anaranjada que señalaba el final de aquel viaje de pesadilla. Ya se podía distinguir el movimiento de pequeñas figuras junto a aquel gran portón. Y los Seres Oscuros caían sobre ellos como una infernal nube tormentosa mientras el joven sentía de nuevo que sus malignos encantamientos le arrebataban las fuerzas.

Entonces las suaves y siniestras sombras cayeron sobre ellos como rapaces, formando una nube mortal que se materializaba en la noche. Rudy pensó que su espada era de plomo y que le habían inyectado novocaína en los brazos. Sabía que, de no haber estado en el centro del círculo, hubiera muerto a la primera acometida. Vio a Jill atacar y agacharse, retroceder y saltar en el interior del arco descrito por una cola espinosa que silbaba como un látigo, mientras hundía su espada en el cuerpo bulboso de la criatura; y entonces supo por qué Gnift castigaba sin piedad y forzaba hasta el límite los cuerpos de sus pupilos. Jill y sus compañeros luchaban mecánica e impersonalmente, a pesar de las heridas, el frío y el cansancio. Y era su entrenamiento lo único que los mantenía con vida.

Los vientos volvieron a arremolinarse a su alrededor, y los Seres Oscuros se replegaron. Rudy se apoyó en su báculo intentando recuperar el resuello. Seguía sujetando el brazo de Alde, la cual estaba a punto de desvanecerse, y se preguntó si podrían arrastrarla hasta la torre. Aunque estaban a menos de un kilómetro, apenas se distinguía el resplandor de la puerta de fuego a través de las sombras que llenaban la noche. Los guardias volvieron a cerrar filas alrededor del grupo.

—Ahora —susurró Ingold—. Ahora, corred.

Janus lo miró con una expresión horrorizada.

—¡Nos rodean por todos lados, no nos dejarán pasar!

El mago jadeaba con fuerza, y la pálida luz de su báculo mostraba sus manos ensangrentadas y cubiertas de limo negro.

—Lo harán si echáis a correr ahora. Deprisa, o…

—¡No puedes quedarte solo! —gritó Janus.

—Pero… —comenzó a decir Rudy, estupefacto.

—¡Haced lo que os digo! —rugió Ingold, y el joven dio un paso atrás, aterrorizado. El anciano desenvainó su espada con un rápido movimiento y su hoja resplandeció en la oscuridad—. ¡Corred!

Janus lo miró durante un instante, como si estuviera a punto de desobedecer. Pero finalmente se dio media vuelta y emprendió la marcha una vez más a través de la oscuridad y de la nieve. Al cabo de un momento, los demás lo siguieron. Rudy y Jill llevaban a Minalde casi a rastras. El muchacho notó que los encantamientos de la Oscuridad se apartaban de su luz y concentraban su maldad en otro sitio. Miró hacia atrás por encima del hombro y vio que Ingold seguía en pie donde lo habían dejado. Era una forma oscura iluminada por la aureola ardiente de su luz. Tenía la cabeza ladeada, como si estuviera escuchando los sonidos de la noche, y la sangre que manaba de las heridas de sus manos teñía la nieve a sus pies.

El mago esperó hasta que el pequeño grupo se hubo distanciado unos doscientos metros de él. Entonces Rudy, al mirar de nuevo atrás, lo vio arrojar el báculo al suelo. La luz desapareció. La hoja de su espada silbó describiendo un arco fosforescente por encima de su cabeza. En ese instante, Rudy supo que los Seres Oscuros habían caído sobre el anciano.

Siguieron corriendo. Tir había empezado a llorar. Sus sollozos sonaban débiles y ahogados bajo el manto protector de su madre. No se oía nada más. Rudy miró a Jill, y percibió que su rostro era una pálida máscara de dolor. Las puertas no parecían acercarse nunca lo suficiente, aunque ahora veía con claridad las formas agrupadas en la escalinata, frente a las hogueras, mientras las Runas de la Vigilancia y de la Ley resplandecían sobre sus cabezas. Creyó distinguir entre ellos a Tomec Tirkenson y a Govannin. Algo debía de ocurrirle a su sentido de la distancia. La noche se mantenía inmóvil a su alrededor: no había viento, ni olores, ni siquiera la sensación de cercanía de los Seres Oscuros. Pero no podía ser. Sus sentidos debían de estar debilitándose por momentos. Los Seres Oscuros tenían que estar planeando sobre ellos, dispuestos a atacar. Miró atrás dos veces y vio el resplandor de la espada del mago, como un insecto de fuego que se movía sin cesar en la oscuridad. Se preguntó por qué Ingold les había ordenado que huyeran, y también si serían capaces de llegar a la torre antes de que la Oscuridad cayera sobre ellos definitivamente. La pendiente por la que ascendían de manera penosa se acentuó más. Parecía que se movían por un barrizal en el que no se podía avanzar ni un paso.

Entonces, un viento terrible cayó sobre ellos desde lo alto. Pero no era el viento de la Oscuridad, sino el de la tormenta. Su aullido recordaba el de una manada de lobos dispuestos a lanzarse a la matanza. Era una fuerza ensordecedora que los cegaba y les impedía mantener el equilibrio, haciendo que se tambalearan constantemente. Rudy siguió luchando. Sólo veía frente a sí una masa oscura y, en lo alto, unas treinta columnas de fuego cuyas llamas arrastraba el viento de la tormenta. Tropezó con algo en la oscuridad y cayó al suelo, perdiendo el brazo de Alde. Al levantar la vista, sus ojos contemplaron las resplandecientes puertas. Había caído contra la escalinata. Vio que Jill arrastraba a la reina los últimos pasos envuelta en un torbellino de nieve y fuego, y advirtió que sus cabelleras oscuras se mezclaban en una sola nube ondulante.

Alguien se acercó a él y lo arrastró hasta aquel infierno de fuego. Mareado y medio inconsciente, Rudy sólo pudo ver que la mano que aferraba su brazo estaba cubierta por un guante de terciopelo negro, adornado con rubíes, los cuales refulgían como gotas de sangre fresca.

Cuando recuperó la conciencia estaba tendido en el suelo, junto a las grandes puertas, medio cubierto por la nieve que barría el viento. Hombres y mujeres entraban sin cesar tambaleándose de frío y agotamiento. Y también muchos niños. Rudy pensó que Jill tenía razón. Su rendición en medio de la tormenta había sido un acto de cobardía que ni siquiera aquellos pequeños hubieran cometido. Más allá, Govannin se recortaba contra la luz rojiza como un fantasma de ojos ardientes. Llevaba una espada desenvainada en su esquelética mano. Alwir se erguía como una torre oscura, y sostenía en sus fuertes brazos a su hermana y al niño que lloriqueaba cansadamente en su regazo. Pero los ojos del canciller miraban más allá, hacia la oscura caverna que se abría bajo la torre, como si ya estuviera calculando las dimensiones de sus nuevos dominios. Y delante de ellos se hallaba Jill, con los cabellos revueltos, mirando a la rugiente oscuridad que se extendía más allá de las puertas. Pero en aquella inmensidad de hielo y viento no se movía ninguna luz.