Cuando abandonaron la protección de las laderas del valle, el viento volvió a soplar con redoblada violencia, azotando sin piedad con un látigo de frío sus manos y rostros. A veces se alejaban mucho de la línea del bosque, y avanzaban por caminos de cabras cubiertos de nieve helada y resbaladiza. Otras veces tenían que abrirse paso a golpe de espada entre enmarañados nudos de vegetación o tenían que descolgarse agarrados a las raíces de los retorcidos y escuálidos árboles. Se habían adentrado en un mundo formado por el frío, la piedra, el viento y el distante rugir del agua, donde era imposible detenerse porque no había ningún lugar donde descansar. Sin la luz que Ingold hacía aparecer de vez en cuando en la punta de su báculo para distinguir los contornos de las rocas, jamás hubieran podido coronar el ascenso. Al recordarlo más tarde, Jill seguía maravillándose de haberlo conseguido.
Finalmente se tumbaron a dormir al abrigo de una grieta, estrechamente abrazados para conservar el calor. Hacía cuarenta y ocho horas que la joven apenas cerraba los ojos, y casi de inmediato cayó profundamente dormida. Desde los abismos del sueño sintió que el tiempo cambiaba y olió la lejana amenaza de la nieve.
Por la mañana el avance fue más fácil. Hacia media mañana Ingold encontró el sendero que buscaba. Lo siguieron entre las laderas boscosas de la cara occidental de la cadena montañosa y a primera hora de la tarde divisaron el frío y tortuoso valle de Renweth.
Jill entrecerró los ojos y miró a lo lejos.
—¿Pero qué diablos es eso? —Los vientos helados descendían a rachas por las laderas como oleadas invisibles, las cuales agitaban el mar de altas hierbas que cubría el fondo del valle.
—Es la torre de Dare. —Ingold sonrió y cruzó los brazos para mantener el calor de su cuerpo—. ¿Qué te esperabas?
Jill no sabía muy bien qué esperaba encontrar. Desde luego, algo más pequeño, más medieval. No aquel monolito trapezoidal de piedra negra que se alzaba al fondo del valle sobre un promontorio rocoso. Su tejado se elevaba por encima de los pinos más altos del risco que se alzaba a su espalda. La nieve se acumulaba sobre el techo plano, pero sus paredes estaban tan limpias y brillantes como el cristal.
—¿Quién la construyó? —susurró Jill, impresionada—. ¿Qué capacidad tiene? —Ahora podía creer que la humanidad hubiera vencido a la Oscuridad. El poder de los Seres Oscuros, capaz de destruir la piedra y el hierro, no podía nada contra aquella fortaleza. Se dio cuenta con sorpresa de que, después de todo, sí había un refugio seguro en aquel mundo frío y oscuro al que había llegado involuntariamente.
—La construyó Dare de Renweth —dijo Ingold— con la técnica y el poder más refinados de la Edad Antigua, un poder que actualmente está fuera de nuestro alcance. En ella se refugiaron los escasos supervivientes del primer ataque de los Seres Oscuros, y, desde allí, Dare y sus descendientes gobernaron este valle y los restos de un imperio cuyo nombre, fronteras e historia se han perdido por completo. En cuanto a su capacidad… Es pequeña. Puede albergar a unas ocho mil personas con relativa holgura, y los cultivos del valle permitirían alimentar al doble. No se conservan cifras sobre el número de habitantes que llegó a tener.
Mientras descendían por la ladera hacia el dorado valle, la torre pareció crecer. Jill vio a su alrededor una serie de campos cerrados por muros y flanqueados por álamos y abedules. El lugar poseía una belleza salvaje y brillante. Se le ocurrió pensar que aquel valle era a la vez la cuna y la tumba del reino. Jill notó que, a pesar del duro entrenamiento que había recibido con la guardia, le dolían todos los huesos y músculos del cuerpo a causa de la agotadora subida.
Imaginó cómo sería vivir en aquel lugar año tras año. Ya había tenido tiempo de familiarizarse en la caravana con las mezquindades y rencillas de una comunidad en crisis. Pensó en lo que sería aquella pequeña ciudad cerrada en sí misma con el paso de los años.
—La torre se ha mantenido en pie durante milenios —dijo Ingold cuando salieron a la carretera que conducía a aquella especie de monolito y continuaba hacia el paso de Sarda, la misma carretera por la que Alwir y la caravana de supervivientes debían de avanzar en aquel momento en busca de la mítica seguridad del valle—. Las Runas del Poder todavía siguen en sus puertas. Fueron grabadas allí por los magos que colaboraron en la construcción: Yad, a la izquierda, y Pern, a la derecha. Son las Runas de la Vigilancia y de la Ley, dos brillantes emblemas plateados que sólo los magos podemos contemplar. Y después de todo este tiempo, siguen manteniendo su poder.
Jill apartó los ojos de las inmensas crestas montañosas y de las gargantas que rodeaban el valle y desembocaban en el alto paso de Sarda, y volvió a mirar la masa negra del castillo. No vio nada parecido a las runas de que hablaba Ingold, sólo un gran portón doble de hierro con refuerzos y goznes de acero.
El portón estaba abierto. Entre las sombras aguardaban los miembros de la pequeña guarnición que Eldor había establecido años atrás, cuando Ingold le había hablado de que era posible que se produjera una nueva ofensiva de la Oscuridad. La capitana de la guarnición, una mujer pequeña y rubia con los ojos más duros que Jill había visto nunca, saludó al anciano con deferencia. No parecieron sorprenderle las noticias de que Gae había caído y que los supervivientes estaban a pocos días de marcha.
—Me lo temía —dijo mirando fijamente al mago con las manos enguantadas cruzadas sobre el puño de su espada—. No hemos recibido mensajes de ningún lugar desde hace una semana, y mis hombres han visto Seres Oscuros al borde del valle casi todas las noches. —Apretó los labios con gesto de preocupación—. Al menos me alegro de que se haya salvado tanta gente como dices. Hace años, en Gae, recuerdo que se reían de tus advertencias y te llamaban loco y visionario. Incluso se inventaron cancioncillas sobre ti…
Jill no pudo reprimir un leve gruñido de indignación, pero Ingold se echó a reír.
—Sí, lo recuerdo. Siempre he querido que me inmortalizaran en baladas populares, pero la métrica de aquellas tonadillas era completamente inaceptable.
—Y muchos de los que las compusieron están ahora muertos —repuso con dureza la capitana.
Ingold suspiró.
—Ojalá estuvieran todavía vivos para seguir cantando sobre mi necedad hasta el fin de mis días —dijo gravemente—. Pasaremos aquí la noche. ¿Puedes darnos algo de comer?
—Claro —respondió la mujer—. Tenemos reservas de sobra…, por el momento. —Señaló con una mano los corrales que se extendían al pie del promontorio, donde podía verse una manada de caballos y media docena de vacas lecheras, que miraban a los humanos con ojos redondos y estúpidos—. Incluso tenemos una pequeña destilería ahí abajo, junto al naranjal. Algunos de los muchachos fabrican, con corteza de abedul y patatas, la famosa Muerte Azul.
El mago se estremeció levemente.
—A veces pienso que Alwir tiene cierta razón cuando habla de los horrores de la vida salvaje.
Los tres ascendieron los escalones del portón y entraron en la torre.
—Os recuerdo —dijo la capitana mientras los soldados de la guarnición rodeaban al grupo— que aquí se mantiene en vigor la ley de la torre.
Al ver el interior de la fortaleza de Dare, Jill quedó muda de admiración.
Desde fuera, la estructura resultaba bastante amenazadora. Pero su interior era oscuro, monstruoso e increíblemente grande. El eco repetía los pasos de los guardias en la inmensa cámara central, así como el lejano goteo del agua, y las antorchas que portaban parecían diminutas luciérnagas. Aquella obra ciclópea no tenía nada que ver con la ligereza gótica de Karst. No parecía una obra humana. La técnica arquitectónica que había erigido aquel monumento de piedra y aire no tenía igual en aquel mundo, ni tampoco, reflexionó Jill, en el suyo propio. Contempló una vez más la inmensa caverna central y el reflejo de las antorchas en la suave negrura de los canales de agua que surcaban el pavimento. Se estremeció ligeramente al sentir el frío y el vacío del lugar.
—¿Cómo lo construyeron? —le preguntó a Ingold en un susurro que resonó en cada rincón de la enorme caverna abovedada—. Es una pena que no se hayan transmitido los recuerdos de los arquitectos, igual que los de los reyes.
—Desde luego —contestó él, y los antiguos muros también se hicieron eco de su voz—. Pero la transmisión de los recuerdos no se puede elegir. En realidad no sabemos a qué leyes obedece. —Se movía como una sombra junto a Jill, tras las antorchas de los soldados. Al mirar a su alrededor, la joven podía ver a la débil luz de las antorchas que los inmensos muros de la cámara central estaban surcados por innumerables galerías, algunas de ellas con balcones de piedra; éstas formaban una espesa trama semejante a una telaraña tejida por una araña insensata. A cada galería se abrían multitud de puertas y corredores.
—En cuanto a la forma en que se construyó la torre, Lohiro de Quo, el Señor del Consejo de los Magos, estudió las técnicas de su construcción en los pocos documentos que se conservan de la época, y llegó a la conclusión de que estos muros habían sido levantados con medios mecánicos y mágicos. Los hombres de aquellos tiempos tenían conocimientos muy superiores a los nuestros. Nosotros jamás podríamos crear una obra como ésta.
Atravesaron un estrecho puente que cruzaba uno de los canales que unía los estanques de la gran cámara. Jill se detuvo un momento sobre la plataforma sin barandillas y miró la rápida y negra corriente.
—¿Por qué estudió Lohiro las antiguas técnicas de construcción? —preguntó en voz baja—. ¿Porque sabía que podían volver a ser necesarias?
Ingold negó con la cabeza.
—Oh, no. Eso fue hace mucho tiempo. Como todos los magos, Lohiro busca el saber por el saber, podríamos decir que por afición. A veces creo que la magia no es más que eso, la sed de conocimiento, la necesidad de saber. El resto, la ilusión, los cambios de forma, el equilibrio de las mentes y de los elementos que nos rodean, la capacidad de salvar, cambiar o destruir el mundo, no son más que simples detalles, circunstancias que acompañan a esa búsqueda del saber.
—El problema de todo esto —gruñó Ingold más tarde, después de compartir la austera cena de los soldados e instalarse con Jill en una pequeña habitación cerca del cuerpo de guardia— es que sólo puedo buscar lo que conozco. El poder no me sirve de nada con lo que ignoro. —Miró un momento a la joven, y los reflejos de su cristal jugaron con las duras líneas de su rostro. Habían encendido fuego en el pequeño hogar de la habitación, pero, para sorpresa de Jill, no se percibía ni rastro de humo. Pensó que la torre debía de tener un sofisticado sistema de ventilación, y el respeto que le merecían los arquitectos de la fortaleza aumentó sensiblemente.
Ingold permaneció un rato sentado contemplando el cristal. Jill, reconfortada por la cena y el calor, estaba sentada con la espalda contra la pared y afilaba su daga como el Halcón de Hielo le había enseñado, soñolienta y tranquila por la presencia del anciano. Cuando lo vio por primera vez tuvo la sensación de que lo conocía desde siempre, pero ahora le resultaba inconcebible pensar que no fuera así. A pesar de todo el terror que había padecido, del agotamiento físico, de los dolores que todavía sufría en el brazo izquierdo, a pesar de haber perdido su mundo y la profesión a la que había querido dedicar su vida, se dio cuenta de que había compensaciones. Cuando estaba con Ingold nunca sentía el peso del exilio.
Pero el mago se iría pronto. Y ella permanecería allí durante semanas, o meses, mientras él seguía su solitaria búsqueda a través de las llanuras en pos de la ciudad de Quo, de sus amigos, los magos, los únicos que realmente lo comprendían. De repente Jill se preguntó qué encontraría Ingold cuando llegara a Quo. Y, con un escalofrío, se cuestionó si volvería.
«Volverá —se dijo mientras miraba en silencio el perfil sereno y los ojos tranquilos e intensos del mago—. Es duro como una vieja bota y escurridizo como una serpiente. Volverá, y traerá ayuda de los magos».
Se colocó la capa hecha un ovillo en la espalda y recorrió la habitación con la mirada. Después de la expedición que habían realizado la noche anterior por la espina dorsal de la cordillera, incluso una hoguera de vigía en la caravana le hubiera parecido un lujo. Pero aquella diminuta celda de piedra era un verdadero paraíso.
Visto con ojos más críticos, el lugar podía ser calificado de sórdido: la cálida luz de las llamas resaltaba el tosco enlucido de las paredes y la rugosidad del suelo, la pátina de manchas y arañazos impresa por generaciones de habitantes y miles de años de abandono. Jill pensó que una familia apenas cabría en una celda como aquélla. De forma involuntaria acudió a su memoria la descripción que Rudy le había hecho del caos de niños y del griterío que caracterizaba su hogar materno. Sonrió mientras se preguntaba si se habrían producido muchos casos de infanticidio en la torre.
Las sombras que provocaba el fuego se desplazaron por las paredes cuando Ingold dejó a un lado el cristal y se tendió, envuelto en su manto, al otro lado de la habitación. Jill se dispuso a hacer lo mismo.
—¿Has podido ver la caravana? —inquirió mientras se envolvía en su capa.
—Oh, sí. Se están preparando para pasar la noche. Han doblado la guardia, aunque no se ven signos de los Seres Oscuros. Por cierto, la Escalera del valle sigue apareciendo bloqueada en el cristal.
—Deben de haberlo hecho a propósito, ¿no? —Jill terminó de envolverse en su capa mientras contemplaba la danza de las llamas y las sombras en la pared. Sus pensamientos regresaron a aquel mundo cerrado bajo el monolito de la torre, la cual se erguía como un guardián de su oscuridad, de su silencio, de sus secretos…, secretos que habían olvidado incluso Ingold y Lohiro, el archimago.
Se tumbó de lado y apoyó la cabeza en un brazo.
—¿Sabes? —Dijo con voz soñolienta—, este lugar… se parece mucho a tu descripción de la ciudad de los Seres Oscuros.
El anciano abrió los ojos.
—Sí, se parece.
—¿Quiere eso decir que tenemos que vivir como ellos para estar a salvo de su poder?
—Pudiera ser —asintió el mago—. Pero entonces deberíamos preguntarnos por qué los Seres Oscuros viven así. Y en cualquier caso, aquí estamos a salvo; y a salvo seguiremos mientras las puertas se mantengan cerradas durante la noche. —Suspiró y se dio media vuelta—. Duérmete ya, Jill. Debes descansar.
La muchacha cerró los ojos y pensó en las palabras del anciano. Si los Seres Oscuros conseguían entrar en aquel lugar, el peligro sería mucho mayor, ya que los muros de la torre encerraban una oscuridad permanente, inaccesible a la luz del sol.
—¿Ingold? —dijo con inquietud.
—¿Sí? —Había una nota de cansancio en su voz.
—¿Cuál es la ley de la torre de la que hablaba la capitana? ¿Qué tiene que ver con el hecho de que pasemos la noche aquí?
Él suspiró y volvió la cabeza hacia la joven.
—La ley de la torre dice que la integridad de sus muros es el objetivo prioritario, por encima de la vida, del honor o de la muerte de familiares o amigos. Todo aquello que no requiera la vigilancia humana tras la caída de la noche queda fuera de las puertas, y, cuando éstas se cierran, la ley dice que no pueden volver a abrirse bajo ningún concepto hasta que el sol aparezca entre las montañas. En los tiempos antiguos el castigo por abrir las puertas entre el anochecer y la salida del sol, fuera cual fuese el motivo, era ser encadenado entre los dos pilares que se alzaban sobre el montículo que has visto delante de la torre, quedando a merced de los Seres Oscuros. Y ahora duerme.
Quizá sus últimas palabras fueron un encantamiento, pues Jill se sumió instantáneamente en el más profundo de los sueños.
Los Seres Oscuros acechaban. Podía sentir su presencia y sus movimientos en la oscuridad circundante. Para disipar la pesada niebla que la envolvía, Jill intentó recordar dónde estaba. La torre. La torre de Dare. Pasaron por su mente imágenes de sombras que se deslizaban por oscuros pasillos y convergían sobre una presa que no podía distinguir. Percibía con claridad la ciega malevolencia y su olor ácido y caliente, el olor de la sangre, así como el temblor de la presa en el centro de un turbulento vórtice de maldad y odio. Pero no estaba en la torre, sino al aire libre. El viento le helaba los huesos y podía oír el rugido del agua que fluía veloz entre pilares de piedra. Un poder obsceno arañaba la roca, y mentes diabólicas contemplaban el collar de hogueras que flanqueaba la larga hilera de seres durmientes, mientras reían con una risa borboteante y silenciosa.
De repente abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba empapada de sudor. Se estremeció al recordar aquella risa gangosa.
—Ingold… —murmuró. Tenía la sensación de que si hablaba en voz alta los Seres Oscuros podrían oírla.
El mago ya estaba despierto. Tenía los cabellos revueltos y sus ojos brillaban en la oscuridad. Parecía estar escuchando algo que Jill no podía oír. Sobre su cabeza flotaba una bola de luz azul.
—¿Qué ocurre? —preguntó con suavidad—. ¿Qué has soñado?
Jill suspiró profundamente.
—La Oscuridad…
—Lo sé —dijo el anciano, con calma—. Yo también la he sentido. ¿Qué has visto? ¿Y dónde?
Ella se sentó y se arrebujó en la capa, intentando dejar de temblar.
—No sé dónde era —comenzó a decir, un poco más tranquila—. Había una gran corriente de agua y pilares de piedra. Los Seres Oscuros arrancaban rocas de los pilares y las lanzaban al agua. Y se reían…, se reían sin cesar. Saben dónde está Tir, Ingold —añadió con voz baja y apremiante.
El mago cruzó la habitación y le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.
—Yo también lo sé —repuso él con voz sombría—. Está con su madre, a medio día de marcha, bajo el puente de piedra que cruza el río de la Flecha.
En algún lugar, más allá de las espesas nubes, el cielo debía de estar clareando con las primeras luces del día. Pero si era así, Rudy no vio ninguna señal de ello. El desfiladero por el que pasaba la carretera en aquel punto era como un túnel barrido por el viento, que olía a tierra y rugía entre los árboles como el mar embravecido. Se dedicó a recorrer el campamento, incapaz de explicar la inquietud que lo dominaba, deambulando entre grupos de refugiados reunidos alrededor del escaso desayuno.
Las hogueras iluminaban el campamento con una luz temblorosa e irreal. Alde estaba levantada, y daba de comer a Tir migas de pan mojadas en leche, en la parte trasera de su carro. Al otro lado de la fogata más cercana, un grupo de soldados de Alwir devoraba en silencio las austeras raciones. Más allá, entre los carros, otra mujer, una sirvienta de la Casa de Bes, daba instrucciones a dos niños y amamantaba a un tercero, más pequeño que Tir, mientras en silencio su marido daba de comer a los bueyes. Sobre sus cabezas restallaban los estandartes como látigos agitados por el helado viento.
Rudy sacudió la cabeza y sonrió a Alde mientras se apoyaba en una de las barras que sostenían la cubierta del carro.
—¿Sabes?, lo que más me sorprende de este viaje es que hayan sobrevivido tantos niños. Hay críos por todos lados… Mira aquél. Parece que el viento vaya a llevárselo de un momento a otro.
—Es una niña —corrigió Alde con suavidad, mientras observaba cómo la pequeña jugaba tranquilamente entre las pezuñas de los bueyes. Su madre la vio en aquel momento y la llamó con un chillido agudo, como el de un loro. La niña echó a correr con la sublime despreocupación de los que acaban de aprender a andar y se lanzó en sus brazos ofreciéndole unas briznas de paja.
Rudy acarició con aire ausente la cabecita de Tir. «Crecerá y aprenderá a andar y a correr por los oscuros laberintos de la torre de Dare; aprenderá las artes de la lucha con los guardias…». Le resultaba extraño pensar que Alde y Tir vivirían durante años en aquella fortaleza que él nunca había visto, mucho tiempo después de que él se hubiera ido.
«Si es que consiguen llegar», pensó con un estremecimiento.
—Y es comprensible —siguió diciendo Minalde con una chispa de tímida malicia en los ojos—. Si te fijas, verás que no son las mujeres y los niños los que se sientan al borde del camino y se dejan morir. Si un carro se rompe, el hombre se tira de los pelos y maldice su suerte, pero es la mujer la que comienza a empujar.
—¿Ah, sí? —inquirió él frunciendo el entrecejo en tono burlón.
Ella lo miró de soslayo con una sonrisa.
—Sí, Rudy. Las mujeres son más resistentes. Tienen que serlo para proteger a los niños.
Rudy recordó una galería azotada por los vientos de Karst y el revoloteo del vestido blanco de una muchacha que volaba por el salón entre las tinieblas.
—Aaah… —dijo con gesto burlón, y ella se echó a reír.
Otros niños se acercaron al fuego. Era un grupo de pequeños huérfanos que había tomado como protectora a una delgada adolescente, la cual también llevaba a un niño de pecho en brazos. La muchacha y la sirvienta se detuvieron un momento a hablar, y la escena le hizo pensar a Rudy en la primera vez que había visto a Alde y Medda hablando en el jardín de la casa de Alwir, en Karst.
Un nuevo pensamiento atravesó su mente, y frunció el entrecejo de manera involuntaria.
—Alde… —Ella levantó la vista—. ¿Cómo saben los Seres Oscuros quién es Tir?
Las finas cejas de la joven se acercaron en un gesto pensativo.
—No lo sé —repuso, desconcertada por la pregunta—. ¿Crees que lo saben?
—Sí. Fueron a buscarlo a Karst, y también a Gae. Había multitud de niños pequeños cuando nos refugiamos en vuestra casa de Karst. Tir podía haber sido cualquiera de ellos, y sin embargo fueron a buscarlo directamente a su habitación.
Ella asintió con lentitud, y el manto de su cabellera negra se derramó sobre sus hombros.
—¡Bektis! —gritó al ver al enjuto personaje, que se dirigía a su carro con paso digno.
El mago de la Casa de Dare se acercó a ella e hizo una profunda reverencia.
—¿Desea algo mi señora?
El pulcro aspecto de Bektis no se había alterado en lo más mínimo después de dos semanas de marcha; como Alwir, cuidaba su apariencia hasta la exageración, y no se veía la menor arruga o mancha en su resplandeciente túnica gris.
—¿Cómo pueden detectar a Tir los Seres Oscuros? —intervino Rudy—. No poseen ojos, no pueden saber qué aspecto tiene… ¿Cómo saben dónde está?
El mago pareció reflexionar de manera profunda sobre la cuestión. Posiblemente, pensó Rudy, para ocultar su ignorancia.
—Los Seres Oscuros —dijo por fin— poseen un conocimiento que va más allá de la comprensión humana. —«Está divagando»—. Quizá mi señor Ingold podría haberte contestado, si no hubiera escogido este preciso momento para volver a desaparecer. Las fuentes del conocimiento de los Seres Oscuros…
—Lo que quiero decir es lo siguiente —lo interrumpió Rudy—. ¿Saben realmente quién es Tir, o sólo buscan a un niño en una cuna dorada? ¿Si Alde fuera a pie con el niño en sus brazos, como las demás mujeres, no estaría el príncipe más seguro que en el carro que lleva los estandartes de la Casa de Dare?
Bektis miró con una mezcla de recelo y superioridad a aquel joven extranjero, el cual, según le habían informado, parecía poseer dotes mágicas.
—Quizá —respondió con tono paternalista—, si corriéramos el peligro de que nos atacaran. Pero ya habéis visto que desde que entramos en las tierras altas no se ha vuelto a detectar su presencia…
—¡Oh, vamos! Sabes tan bien como yo que esa teoría sobre las alturas no sirvió de nada en Karst —intervino Rudy, que empezaba a perder la paciencia.
—… y, además —puntualizó Bektis con voz cortante—, he visto en un cristal mágico la única guarida de los Seres Oscuros que se conoce en estas montañas, y os aseguro que está sellada, como ha estado desde hace muchos siglos. Naturalmente, mi señora puede hacer lo que desee, pero por su propia comodidad y seguridad, y debido a su condición real, dudo de que mi señor Alwir le permita ir a pie tras los carros como una campesina cualquiera.
El mago se dio media vuelta y se alejó hacia su carro, envuelto en el manto que flotaba a su alrededor como una nube tormentosa.
Minalde guardó silencio durante un rato mientras mecía al pequeño Tir contra su pecho, como si quisiera protegerlo de un peligro invisible. A su alrededor, el campamento despertaba lentamente entre los relinchos de los caballos y el crujido de los arneses. Las hogueras se iban apagando poco a poco. No muy lejos se alzaron voces iracundas: primero la de Alwir, controlada y cortante como un látigo, y después el seco y venenoso siseo de la obispo Govannin.
La reina suspiró.
—Ya están otra vez discutiendo. —Besó la redondeada frente de Tir con dulzura y lo envolvió de nuevo cuidadosamente en sus mantas. La temperatura parecía estar descendiendo con rapidez—. Dicen que deberíamos llegar a la torre esta noche —siguió diciéndole en voz baja a Rudy—. A veces me parece que este viaje va a durar eternamente. Supongo que Bektis tiene razón.
El joven apoyó la barbilla en la mano, con aire pensativo.
—¿De verdad lo crees?
Alde no respondió. Cerca de ellos, los soldados charlaban despreocupadamente entre sí mientras enganchaban los bueyes a los carros.
—¿Llegaremos a la torre de día o después del anochecer?
Minalde, que estaba ordenando el interior del carro con movimientos rápidos, se detuvo en seco.
—Creo que después del anochecer —dijo en voz baja.
Ingold se dejó caer detrás de una gran roca y apoyó la espalda contra ella.
—Mucho me temo, querida mía, que no vamos a conseguirlo —dijo con voz cansada.
Jill, que durante las últimas horas había sido consciente poco más que de la figura del mago que la precedía, sólo fue capaz de asentir débilmente. El pequeño refugio entre las rocas no ofrecía protección contra el creciente frío, pero al menos los guardaba del viento. Llevaban todo el día luchando contra aquel viento infernal que azotaba sus capas y rostros con salvaje violencia. La joven sentía el olor de la tormenta que descendía con lentitud desde los glaciares y las cumbres más altas. Habían empezado a caer algunos copos de nieve. Ya era media tarde, y ambos eran conscientes de que no podrían llegar al río de la Flecha antes que la caravana. No sabían exactamente qué habrían hecho los Seres Oscuros en el puente, pero ya no podrían advertir a tiempo a los refugiados.
Al cabo de unos minutos, Jill se había recuperado lo suficiente para recordar el pequeño frasco forrado de cuero que llevaba atado al cinturón. Lo desató y, tras abrirlo, bebió un pequeño sorbo. Un relámpago blanco y ardiente descendió por su garganta, y la bola de fuego que se formó en su estómago se extendió con rapidez por todo su cuerpo.
—La capitana de la torre me lo dio —dijo mientras se lo ofrecía a Ingold.
El mago dio un sorbo sin mover un músculo del rostro.
—Sabía que había una razón oculta en el orden cósmico para que me acompañaras —repuso, y sonrió entre sus barbas cuajadas de hielo—. Con ésta, ya me has salvado la vida dos veces.
Por encima de sus cabezas el rugido del viento se había convertido en un helado y estremecedor aullido. Cada vez nevaba con mayor intensidad. Jill se apretó contra Ingold.
—¿A qué distancia estamos del río de la Flecha?
—A tres o cuatro kilómetros. Tras la próxima curva de la carretera deberíamos poder verlo. Eso es lo que me preocupa, Jill. Si hubieran atravesado el puente sin problemas, ya nos habríamos encontrado con ellos.
—Quizá la tormenta los ha retrasado.
—Puede ser. Pero no se desatará por completo hasta el anochecer. Sería suicida que se detuvieran ahora.
—¿No puedes hacer nada para apaciguar la tormenta? —preguntó la muchacha de repente—. ¿No dijiste una vez que los magos podéis provocar o disolver tempestades?
Ingold asintió.
—En efecto, podemos hacerlo —respondió. Jill reparó en que el anciano no llevaba guantes, sino unas gruesas manoplas de lana, evidentemente tejidas por alguien que lo apreciaba mucho, a juzgar por lo elaborado de sus dibujos. Al igual que las demás pertenencias de Ingold, estaban muy viejas y desgastadas—. Podemos cambiar la dirección de las tempestades o utilizarlas para nuestros fines. Todas, excepto las tormentas de hielo de las estepas, que se presentan sin aviso y al lado de las cuales esto —explicó mientras hacía un gesto hacia el furioso torbellino de nieve— no es más que una agradable brisa primaveral. Pero creo que ya le dije a Rudy en una ocasión, y quizá también a ti, que los Seres Oscuros no atacan en la tormenta, de forma que si no intervengo, probablemente estoy escogiendo el menor de los dos males.
Se levantó para volver a emprender la marcha y hundió la cabeza en el interior de la capucha para protegerse el rostro del viento. Estaba ayudando a Jill a levantarse cuando oyeron a lo lejos cascos de caballos y voces que resonaron entre las piedras y la hierba seca. Desde el refugio de las rocas, Jill vio que aparecía en el camino un grupo de refugiados exhaustos. A la cabeza iba un hombre corpulento, con el rostro surcado de cicatrices, a lomos de un caballo pardo. Tenía los hombros hundidos y la cabeza inclinada por el cansancio. Ingold salió de entre las rocas y gritó su nombre.
—¡Tirkenson! ¡Tomec Tirkenson!
El Señor de Gettlesand se enderezó en la silla y alzó una mano para que sus hombres se detuvieran.
Jill siguió al mago hasta la carretera. Tirkenson se inclinó hacia ellos desde lo alto de su montura, bajo la plomiza luz de la tarde. Parecía un enorme y siniestro bandido a la cabeza de sus harapientos soldados. Al mirar carretera abajo, la joven vio que los que lo seguían, una amalgama de familias, ganado famélico y un puñado de soldados, no debían de ser ni una sexta parte del total de la caravana.
—Te saludo, Ingold —dijo Tirkenson. Su voz era como el retumbar de una gran roca que cae por una ladera pedregosa, y su rostro poseía la misma dureza—. Nos preguntábamos si volveríamos a verte, Jill-shalos. —Saludó a Jill con una inclinación de cabeza.
—¿Dónde habéis dejado al resto de la caravana?
Tirkenson dejó escapar un gruñido y sus ojos marrones brillaron de indignación.
—Abajo, junto al puente —respondió—. Instalando el campamento, como idiotas.
—¿Van a acampar allí? ¡Es una locura! —Ingold estaba boquiabierto.
—Lo sé. ¿Pero quién ha dicho que en esa caravana impere la cordura? —masculló el corpulento Señor de Gettlesand—. Se lo dije: que pasen los refugiados y al diablo con los carros y el equipaje. Podemos volver a buscarlos más adelante…
—¿Y qué ocurrió? —inquirió el mago, que había vuelto a recuperar la calma.
—Maldita sea, Ingold. ¿Qué no ocurrió? Los pilares se vinieron abajo con el peso de los carros de Alwir y el puente se hundió. Se perdió todo.
—¿Y la reina?
—No. —Tirkenson frunció el entrecejo. No parecía acabar de creerlo—. Por alguna razón que desconozco iba a pie, a la cabeza de la caravana, con el príncipe a la espalda, como las demás mujeres. No sé por qué…, pero si hubiera ido en alguno de los carros habría muerto irremisiblemente. Y a Alwir sólo se le ocurrió poner a sus hombres a recuperar el contenido de los carros e izarlo al otro lado de la garganta del río. Y también construyeron puentes de cuerda sobre la corriente. Pero entonces la obispo dijo que no pensaba abandonar sus carros, y sus hombres comenzaron a desmontarlos para pasarlos por partes al otro lado del río. El caso es que una mitad de la columna estaba a un lado, y la otra mitad al otro, y nadie sabía cómo pasar los equipajes y el ganado. Antes de que nos diéramos cuenta, todo el mundo empezó a decir que lo mejor era quedarse allí a pasar la noche.
»Intenté convencerlos de que mañana por la mañana se habrán congelado todos, tan seguro como que los hielos cubren el norte, pero Bektis, ese maldito hechicero de tres al cuarto, dijo que él podía alejar la tormenta. Y para cuando Alwir y Govannin se cansaron de discutir, era demasiado tarde para continuar la marcha. —Hizo un gesto de exasperación y se apoyó sobre el pomo de la silla.
Ingold y Jill intercambiaron una mirada rápida.
—¿Entonces decidiste seguir?
—Oh… ¡Maldita sea! —gruñó Tirkenson—. Quizá debí quedarme con ellos. Pero Alwir intentó requisar el gran carro en el que Govannin lleva sus documentos, y ya te puedes imaginar la que se organizó. La obispo amenazó con excomulgarlo, y él dijo que la cubriría de grilletes. Ya sabes cómo es esa mujer con sus malditos documentos eclesiásticos. Pero la gente empezó a tomar partido y, para arreglarlo, los hombres de Alwir y los Monjes Rojos empezaron a enseñarse los dientes. Les dije que estaban locos por perder el tiempo allí, con el campamento a medio desplegar en medio de la tormenta y con los Seres Oscuros y los Jinetes Blancos pisándonos los talones… Entonces reuní a mi gente y a los que querían acompañarme a Gettlesand, y partimos. Quizá no haya sido lo más correcto, pero me parece una locura pasar otra noche más al descubierto, y más aún en aquel lugar. Pensé que podíamos llegar a la torre antes de medianoche.
Ingold miró el cielo brevemente, como si pudiera leer la hora en el ángulo del sol, invisible tras el espeso manto de nubes. El cielo ya no era gris, sino de un ominoso tono pardo amarillento, y el olor de la tormenta de nieve que se aproximaba resultaba inconfundible.
—Creo que hiciste bien —dijo el mago por fin—. Nosotros bajaremos hasta el río e intentaré convencerlos de seguir. Tendréis que luchar contra la tormenta antes de llegar a la torre, pero, si lo conseguís, decidles que abran la puerta y enciendan hogueras a ambos lados; haced una pantalla de fuego a su alrededor y protegedlas con todos los hombres disponibles. Con suerte, llegaremos a lo largo de la noche.
—Vais a necesitarla —musitó Tirkenson—. Nos veremos en la torre. —Alzó la mano e hizo un gesto a sus hombres para que reanudaran la marcha. La pequeña columna empezó a moverse penosamente, al borde del agotamiento más absoluto. Tirkenson espoleó a su caballo y comenzó a alejarse. Entonces tiró de las riendas e hizo que su montura se girara.
—Una cosa más —dijo—. Sólo para tu información. Ten cuidado con la obispo. Ha hecho correr el rumor de que tú y Bektis estáis aliados con el diablo… Y a Alwir también le interesa que todos lo crean así. Pero te advierto que Govannin tiene muchos partidarios en la caravana. Yo nunca he creído ese cuento de que los magos venden su alma por el Poder, pero la gente está asustada. Ven que Alwir no puede protegerlos. Podríamos decir que los poderes terrenales ya son inútiles. Y piensan que, si van a morir, es mejor hacerlo en gracia de Dios. Es absurdo, pero el pueblo asustado puede hacer cualquier cosa.
—Ah, y también los magos —añadió Ingold con una sonrisa—. Gracias por la advertencia. Tened buen camino y que la suerte os acompañe.
El sombrío Señor de Gettlesand se alejó maldiciendo a su exhausta montura y amenazándola con echarla a los perros si no se movía. Instintivamente Jill supo que las últimas palabras del anciano contenían encantamientos para proteger de los azares del camino a Tirkenson y a sus agotados compañeros.