—Relájate. Haz callar a tu mente. No veas nada más que las llamas. —La hipnótica suavidad de la voz de Ingold resonó en la cabeza de Rudy mientras se concentraba en el brillo de la hoguera de los guardias, frente a la cual estaba sentado. Intentó silenciar sus pensamientos, la fatiga y la necesidad de dormir, así como el temor que le inspiraban los Jinetes Blancos, a los que había creído ver aquella mañana avanzando por la colina al paso de la caravana. Intentó no pensar en nada más que en el fuego, no ver nada más que la pila de troncos que ardía ante sus ojos. Se dio cuenta de que cuanto menos intentaba pensar, más pensamientos se agolpaban en su mente.
—Tranquilízate —dijo Ingold con suavidad—. No te preocupes de nada. Sólo mira el fuego y respira.
El mago se apartó de él para atender a una mujer de mediana edad que había acudido en su busca con un niño de aspecto enfermo.
Rudy intentó concentrarse de nuevo. La fría y pálida luz del día estaba desvaneciéndose una vez más. Hacía ya ocho días que habían salido de Karst. Se oía un distante murmullo de voces a lo largo de la carretera mientras se iban repartiendo las escasas raciones de comida. A lo lejos podía oír los secos golpes de las espadas de madera y los sarcásticos comentarios que Gnift vociferaba a sus pupilos. También distinguió en algún lugar la lejana voz de Alde cantando y los suaves gritos de alegría de Tir. De repente lo poseyó una sensación que nunca antes había experimentado, una extraña mezcla de nostalgia, alivio y afecto que lo apartó irremediablemente de su ejercicio de concentración.
Levantó la vista. Ingold estaba en cuclillas y miraba atentamente la boca abierta del niño, sus ojos y oídos. La madre tenía aquella mirada de animal acosado que se había generalizado entre los refugiados. Miraba a otro lado, como si intentara negar que hubiera llevado voluntariamente a su hijo a un viejo mago; pero sus ojos volvían al pequeño una y otra vez, ansiosos y atemorizados. Evidentemente, había médicos en el Occidente que no eran magos, pero muy pocos habían sobrevivido al ataque de los Seres Oscuros. Los que viajaban en la caravana estaban demasiado ocupados con las enfermedades provocadas por el frío, la desnutrición y el cansancio de los peregrinos; ahora la gente ya no ponía tantos reparos en solicitar los servicios de un mago como ocurría en otros tiempos.
Ingold se levantó y le dijo algo a la mujer mientras mantenía la mano derecha apoyada sobre la cabecita del niño. Cuando se fueron, el mago se volvió hacia Rudy y arqueó las cejas en un gesto interrogante.
El joven se encogió de hombros con expresión desolada.
—¿Qué se supone que tengo que buscar? —preguntó.
Los ojos de Ingold se entrecerraron.
—Nada. Simplemente mira el fuego. Observa sus formas.
—Ya lo he hecho —protestó Rudy—. Y no veo más que fuego.
—¿Y qué esperabas ver? —inquirió el anciano secamente.
—Bueno…, no sé… —Rudy se daba cuenta de que se le escapaba algo, pero no sabía qué—. Yo te he visto mirar el fuego todas las noches, y sé que no miras simplemente cómo arde la madera.
—No. Y cuando lleves cincuenta años practicando la magia, quizá veas algo más. Debes amar las cosas por lo que son, Rudy, antes de que ellas se te entreguen.
—A veces no lo entiendo —dijo el joven, más tarde, cuando Alde se escapó furtivamente de su carro para compartir con él la calidez de su capa durante un rato—. Siento que debería comprenderlo todo, pero no puedo. Ni siquiera sé lo que no sé… Me siento como si me hubieran tirado al mar e intentara nadar, pero veo que el agua tiene miles de kilómetros de profundidad. —Sacudió la cabeza con lentitud—. Es una locura. Hace un mes… —Se interrumpió bruscamente, incapaz de explicarle a aquella muchacha, que había crecido entre reyes y magos, que un mes atrás él se hubiera reído de cualquiera que pretendiese poseer tales poderes.
El cuerpo de Alde se apretó más contra él. Su respiración brotaba como una suave y acompasada neblina blanca. Debido a lo angosto de los desfiladeros por los que avanzaba la carretera, las líneas de hogueras estaban apenas a una docena de metros de la caravana dormida, al borde de las escarpadas laderas de las montañas cubiertas de negros bosques de pinos. A lo largo del día, Rudy había visto en varias ocasiones las cumbres más altas de la Gran Cordillera Blanca, que se clavaban en las nubes como inmensos colmillos quebrados. Pero lo que más lo impresionaba era la proximidad de las estribaciones de la gigantesca cadena montañosa.
—Da igual la profundidad del agua —dijo Alde intentando confortarlo—. Sólo tienes que mantener la cabeza fuera. Para ser un extranjero en nuestra tierra, lo estás haciendo muy bien. —Su brazo ciñó estrechamente la cintura de Rudy.
Él sonrió y le devolvió la presión con suavidad.
—Para ser un extranjero, lo estoy haciendo de maravilla —repuso. Giró el brazo con el que le rodeaba los hombros y miró el tatuaje que llevaba en la muñeca.
Alde notó el movimiento y observó también el dibujo.
—¿Para qué es eso? —preguntó.
Él se echó a reír quedamente.
—Una chica que conozco solía reírse de mi tatuaje. Es mi nombre lo que está escrito en la bandera, encima de las antorchas. Siempre me decía que así podría recordar cómo me llamaba cuando se me olvidara.
—¿Y necesitas que te lo recuerden?
Rudy levantó la vista y contempló un instante la extraña quietud de la noche. Entonces miró a las brillantes estrellas. A lo lejos se oían los aullidos de los lobos. Todos los olores de la montaña llegaron con claridad hasta él: olor a matorral y a pino, a piedra y a agua. El largo puño de la mortífera espada que descansaba a su lado reflejó la luz anaranjada del fuego, al igual que las gruesas trenzas de la muchacha que se acurrucaba en sus brazos, cálida y frágil como un pajarillo asustado. Recordó vagamente, como si lo hubiera visto en alguna película, a un joven californiano bronceado y vestido con unos viejos vaqueros y una camiseta, que pintaba furgonetas y motos en un taller. Y aquel tatuaje era prácticamente todo lo que tenían los dos en común.
—Sí —dijo suavemente—. Sí, a veces me hace falta.
—Sé cómo te sientes —murmuró ella—. A veces yo también necesito recordar quién soy.
—¿Cómo era tu vida de reina? —se interesó Rudy.
Alde permaneció en silencio tanto tiempo que el joven temió haberla herido con su pregunta. Pero al mirarla a los ojos vio en ellos una especie de nostálgica ensoñación, de recuerdos cuya belleza sobrepasaba al dolor.
—Era maravillosa —dijo por fin—. Recuerdo… los bailes, el gran salón iluminado por miles de candelabros, las llamas temblando al unísono con el movimiento de los vestidos de las damas. Me acuerdo del olor de las noches de verano, un olor a limón y especias que ascendía por las escalinatas de mármol del palacio, iluminado como una resplandeciente joya en la oscuridad. Tenía mi propio hogar, mis jardines, la libertad de hacer lo que quisiera. —Apoyó la cabeza en el hombro de Rudy, el cual sintió en la mandíbula la caricia de sus suaves cabellos negros—. Quizá no era tanto ser reina como tener dónde serlo. En realidad soy una mujer feliz, ¿sabes? Todo lo que quiero es disfrutar de la vida tal como es, estar en paz, tener pequeñas cosas, pequeñas alegrías. No creas que soy una reina ambiciosa y sedienta de sangre…
—Oh, sí, claro que lo eres —la contradijo él en tono de broma mientras la apretaba contra sí. Ella le dirigió una mirada de reproche—. Y a pesar de eso te quiero. O quizá precisamente por ello. No lo sé. A veces creo que no hay porqués en el amor. Simplemente te quiero.
Ella se apretó ansiosamente contra él y enterró el rostro en su pecho. Al cabo de un momento, Rudy se dio cuenta de que estaba llorando.
—Eh… —Se volvió hacia ella bajo el peso de la capa y la tomó suavemente por los hombros—. Eh, no se puede llorar en una guardia. —La capa cayó al suelo mientras él alzaba las manos y tomaba entre ellas la hermosa cabeza de la muchacha—. ¿Qué te ocurre, Alde?
—No es nada —susurró la joven, e intentó enjugarse las lágrimas con el dorso de la mano—. Es que nadie me había dicho nunca una cosa así. Lo siento, no volveré a portarme como una tonta. —Intentó torpemente arroparse con la capa caída sin mirarlo a los ojos.
Rudy le cogió la barbilla con firmeza, la obligó a alzar el rostro y la besó tiernamente en la boca. Sus labios sabían a sal.
—No puedo creerlo —murmuró.
Ella intentó sorber las lágrimas y se pasó el antebrazo por los ojos en un gesto infantil.
—Es verdad.
—¿Y Eldor? —preguntó Rudy con suavidad.
Los ojos de Alde volvieron a llenarse de lágrimas y adquirieron un brillo febril a la suave luz de la hoguera. Miró a Rudy en un silencio sin palabras, incapaz de decir nada.
—Lo siento —dijo él. Habían ocurrido tantas cosas en tan poco tiempo que había olvidado lo reciente de la muerte del rey.
Ella suspiró y se relajó, envuelta en el cálido abrazo de Rudy, como si con el aire hubiera exhalado una pena que le había dado fuerzas para mantenerse firme hasta aquel momento.
—No —negó suavemente—. No pasa nada. Yo amaba a Eldor. Lo amé desde que era una niña. Poseía un magnetismo que atraía a la gente, un esplendor, una vitalidad… Cualquier gesto suyo parecía tener un significado especial. Él se convirtió en rey cuando yo tenía diez años. —Alde volvió a inclinar la cabeza, como si el peso de los recuerdos fuera excesivo.
Sin decir nada, Rudy la estrechó una vez más contra sí y le subió la capa por los hombros para protegerla del aire helado de la noche. Los lobos volvían a aullar en las negras montañas.
—Recuerdo que estaba asomada al balcón de nuestra casa de Gae el día que lo coronaron. —El murmullo de su voz era apenas más alto que el rumor del viento entre los pinos de la ladera o que el crepitar del fuego. Era como si estuviera hablando en sueños—. Acababa de volver del exilio, pues siempre estaba discutiendo con su padre. Era un caluroso día de verano, y los gritos y vítores del pueblo eran tan fuertes que apenas se oía la música que acompañaba a la comitiva. Eldor era como un dios, como un caballero salido de un cuento. Más tarde vino a nuestra casa para salir a cazar con Alwir, o para discutir con él algún asunto del reino. Yo le tenía tanto miedo que apenas podía hablar. Creo que en aquel momento habría muerto por él si me lo hubiera pedido.
Rudy imaginó a una niña tímida y delgada, toda ojos violeta y trenzas negras, vestida de terciopelo rojo, como hija de la Casa de Bes, escondida detrás de las cortinas del salón espiando a su hermano y a aquel oscuro y brillante rey.
—Entonces siempre lo amaste —reflexionó en voz alta.
Los labios de Minalde volvieron a esbozar aquella sonrisa de autocompasión.
—Oh, en aquellos tiempos me enamoraba todos los días. Durante seis meses estuve locamente enamorada de Janus de Weg. Pero esto era… diferente. Sí, se podría decir que siempre lo amé. Pero cuando Alwir arregló nuestro matrimonio descubrí que amar a alguien desesperadamente no siempre significa que tu amor sea correspondido.
—Lo siento —volvió a decir Rudy. Y lo sentía de verdad, aunque en aquel momento se dio cuenta de que el fantasma del difunto rey sería siempre su rival. Aquella mujer había amado tanto que era monstruoso que aquel amor no le hubiera sido devuelto. Sintió en la mano la presión de sus delicados dedos.
—Era tan distante… —prosiguió ella al cabo de un rato—, tan frío. Después de casarnos nos veíamos muy poco… Y no era porque me odiara, sino que… Yo creo que durante semanas ni siquiera recordaba que estaba casado conmigo. Mirando atrás, a veces pienso que debía haber comprendido antes que todo su esplendor lo distanciaba de mí, pero entonces… ya era demasiado tarde. —Se encogió de hombros, y volvió a enjugarse las lágrimas—. Y lo peor de todo es que todavía lo amo.
¿Qué podía él responder? Sólo podía ofrecerle ternura, el cariño de un ser humano y la seguridad de que estaba con ella y no la dejaría. Todavía acurrucada contra él, Alde consiguió poco a poco sofocar sus sollozos y devolver el dolor al pasado.
—¿Entonces también tu matrimonio fue obra de Alwir?
—Oh, sí —respondió ella con voz débil, aunque tranquila—. Alwir sabía que yo estaba enamorada de él, pero no creo que fuera ésa la razón de que interviniera. Quería que la Casa de Bes se uniera a la Casa Real; quería que su sobrino fuera rey. No creo que me hubiera obligado si yo hubiera estado enamorada de otro, pero como no era el caso… Alwir es así. Es muy calculador. Sabía que si Eldor y yo nos casábamos lo nombrarían canciller. Siempre hace las cosas con dobles intenciones.
«A mí me lo vas a contar, cariño».
—Pero aparte de eso, siempre ha sido muy bueno conmigo —continuó—. Bajo su fachada fría y calculadora hay mucho amor.
«¿Ah, sí? ¿Amor a qué?».
Rudy pensó que, en el caso de Alwir, la pregunta correcta era: «¿Amor a quién?».
Desde su puesto de vigía Jill vio a Alde levantarse, envolverse en su gran manto de piel negra y volver con cuidado a su carro. Se sentía incómoda. Aquella noche le parecía advertir algo especialmente siniestro en la oscuridad, y se preguntó cómo habría podido aquella muchacha dejar a su pequeño, aunque estuviera bajo la custodia de los guardias, para escabullirse a hacer manitas con Rudy Solis. Jill era una mujer que no se enamoraba, y sus sentimientos hacia los que tenían esa costumbre eran una mezcla de simpatía, curiosidad y, en ocasiones, una melancolía que jamás hubiera admitido. En circunstancias normales le hubiera parecido perfecto que la reina y Rudy se hubieran dedicado a parlotear o a hacer orgías nocturnas, pero aquella noche era diferente. Aquella noche sentía la proximidad de los Seres Oscuros, la misma maldad vigilante que había sentido en los sótanos de Gae, la misma inteligencia no humana. Y la sentía tan cerca que, a pesar de estar al lado del fuego, miraba a sus espaldas continuamente.
A media noche uno de los soldados de Alwir la relevó. Era un joven fornido y vestía un uniforme rojo sucio y remendado. Al mismo tiempo vio cómo uno de los Monjes Rojos sustituía a Rudy, el cual se dirigió al campamento. Desde la oscuridad, lo vio moverse en silencio entre las sombras de los vagones y subir al que iba marcado con el escudo de la Casa de Dare.
Jill suspiró y se encaminó a la hoguera de la guardia. Pero, como un perro de caza, no podía dejar de olfatear en el aire la maldad que se ocultaba más allá del resplandor de las fogatas, la amenaza innombrable de la Oscuridad.
La mayoría de los guardias estaban dormidos cuando ella llegó al campamento. Todos se hallaban envueltos en sus mantas y sumidos en el profundo sueño que solamente produce el agotamiento físico. Sólo había un hombre despierto, sentado frente al fuego, inmóvil como una roca. Daba la impresión de haber estado allí desde los principios del tiempo. Jill recordó haberlo visto así noche tras noche, siempre que no estaba patrullando silenciosamente alrededor del campamento. Ya no recordaba cuándo lo había visto dormir por última vez.
La joven se sentó a su lado sin hacer ruido.
—¿Qué ves? —le preguntó por fin.
El mago alzó los ojos del fuego y el resplandor rojizo de las brasas recortó sus rasgos con dureza.
—De momento nada. Nada que explique… esto. —El leve movimiento de sus dedos pareció romper la pesada quietud de la noche.
—Tú también lo sientes —dijo ella con suavidad, y él se lo confirmó.
—Deberíamos llegar a la torre en tres días —repuso él—. Anoche sentí lo mismo, pero era más débil, más lejano. Hoy es mucho más fuerte. Y, sin embargo, desde hace tres noches no se ha visto ni rastro de Seres Oscuros en toda la caravana.
Jill entrelazó las manos alrededor de las rodillas y miró las llamas que bailaban en silencio ante sus ojos.
—¿Hay alguna Escalera en esta parte de las montañas? —preguntó finalmente.
—Sólo la que le mencioné a Janus el otro día. Es una Escalera muy antigua, sellada hace muchos siglos. Noche tras noche la he buscado en el fuego, y parece completamente intacta. Pero todas las noches vuelvo a mirar. —Hizo un leve gesto con la cabeza hacia las llamas—. Ahora mismo puedo verla. Se encuentra en un valle ancho y llano, a unos veinticinco kilómetros de aquí. Veo su entrada de piedra, incrustada en la roca de la montaña. El valle está cubierto de vegetación, impregnado de calor y oscuridad. —Un tronco crujió y cayó sobre las brasas, y la columna de brillantes pavesas iluminó su rostro con mayor intensidad.
»El valle se encuentra permanentemente envuelto en sombras. La luz del sol y las estrellas no llega nunca a tocar la piedra pulida. Y en el centro de esas tinieblas, como la boca de una tumba, se abre la entrada. Pero veo con claridad que está bloqueada. La piedra está completamente cubierta de maleza.
Jill no podía distinguir en las llamas nada más que el juego de los colores, topacio, rosa y naranja brillante, y la superficie de las piedras que rodeaban la hoguera, en la que se percibían los dibujos fantasmales de helechos fosilizados, como estampados en el tejido de la roca. Pero la ruda voz de Ingold fue formando imágenes en su mente, y Jill vio entonces cómo la oscuridad impregnaba aquella vegetación excesivamente enmarañada, cómo se movían las sombras sin que hubiera viento. La noche entera parecía preñada de un horror latente.
—No me gusta —susurró.
—A mí tampoco —añadió Ingold—. No me fío de esta visión, Jill. Estamos a tres días de la torre. Los Seres Oscuros intentarán aniquilarnos, y tienen que hacerlo pronto.
—¿Podemos ir a inspeccionar la Escalera?
El mago levantó la cabeza y miró a su alrededor. El campamento dormía. Las nubes se estaban agolpando sobre las montañas y ocultaban las estrellas. Parecía que una oscuridad aún más espesa estuviera extendiéndose sobre la tierra.
—No veo otra alternativa —dijo lentamente.
La Oscuridad estaba por todos lados. Jill podía sentirla, percibía su presencia en la bruma inmóvil y espesa de la mañana. Se detuvo un momento al borde de uno de los innumerables macizos, enmarañados de vegetación, que cubrían el valle como enormes telarañas tejidas por monstruosos insectos, y tuvo que repetirse varias veces que era de día y que Ingold estaba a su lado para poder calmarse.
Pero sabía que estaban allí.
El ascenso había sido fácil. «Demasiado fácil», pensó. Ingold y Jill habían llegado al ancho valle al final de la mañana. El terreno ascendía en una suave pendiente. Hubiera sido un camino mucho más fácil para la caravana de no ser porque la espesa vegetación dificultaba el avance. El viento que los había hostigado incesantemente desde la salida de Karst no soplaba allí. Altos acantilados cerraban los lados del valle, al fondo del cual se divisaban unas cuantas lomas onduladas; tras ellas se alzaban las vertiginosas paredes de una montaña cuya cima se perdía entre las nubes. La temperatura del valle era la más cálida que Jill había encontrado desde su llegada a aquel mundo. Pero, aunque por primera vez en muchos días sentía calor, se dio cuenta de que aquel lugar la desconcertaba. La vegetación era demasiado espesa, el aire demasiado pesado y el suelo resultaba muy poco firme. Los grupos de árboles que se alzaban entre la maleza parecían arrojar sobre ellos una sombra densa, como si en sus ramas hubieran quedado prendidos jirones de una noche perpetua.
—Están aquí —murmuró Jill—. Sé que están aquí.
Ingold, casi invisible entre las sombras de los árboles, asintió. Aunque era mediodía, el aire del valle parecía jugar con la luz. Jill notaba la pesadez de la atmósfera en los pulmones y en el cerebro.
—¿Pueden atacarnos también de día?
—Sabemos muy poco sobre la Oscuridad, querida —respondió el anciano con voz susurrante—. Todo poder tiene sus límites, pero ya hemos comprobado que el de los Seres Oscuros crece con su número. Caminamos sobre una fina capa de hielo bajo la cual se abren los abismos del infierno. Debemos ir con mucho cuidado. —Ingold se volvió a poner la capucha y reanudó la marcha con paso firme pero ligero.
A medida que ascendían la suave pendiente que conducía al fondo del valle, fue creciendo la sensación de que se adentraban en un territorio impregnado de una maldad inhumana. En la extraña simetría del paisaje y en la disposición de las rocas estratificadas había algo siniestro que puso en guardia a Jill. La maleza y las plantas trepadoras cubrían el fondo de la gran falla que dividía el valle en dos a lo largo, y también cubrían el puente natural que la atravesaba. Los mismos fósiles que Jill había visto en las piedras que rodeaban la hoguera se repetían allí en las rocas quebradas: grandes helechos, plantas marinas de largos tallos y extraños seres de tiempos prehistóricos, trilobites y braquiópodos impresos para siempre en la piedra. El terreno parecía nivelado por el paso de millones de pies, como una antigua carretera invadida por la maleza y el tiempo.
Ingold se detuvo y volvió la vista atrás por enésima vez. Jill se frotó los ojos. Había dormido un par de horas antes de salir con él del campamento, pero la falta de sueño empezaba a hacerse notar. La verdad era que no había descansado mucho desde el comienzo del largo viaje… De nuevo llamó su atención una anomalía del terreno, el lecho de un arroyo que parecía poco natural, una formación rocosa…
Volvió la vista atrás y descubrió que estaba sola. Por un instante el pánico se apoderó de ella. Un par de semanas atrás hubiera echado a correr despavorida gritando el nombre de Ingold, aun sabiendo que los Seres Oscuros estaban cerca. Pero la vida en el cuerpo de guardia y el contacto con el Halcón de Hielo habían alterado notablemente sus reacciones, y permaneció inmóvil y en silencio mientras inspeccionaba visualmente el terreno.
Una mano tocó su hombro y Jill se volvió con rapidez. Ingold le cogió la muñeca cuando ya había desenvainado media espada.
—¿Dónde estabas? —susurró ella.
El mago frunció el entrecejo.
—No he ido a ningún lado —dijo, y miró a su alrededor sin soltar la muñeca de la joven.
—Pues hace un momento no estabas conmigo.
—Hummm. —Ingold se rascó la barba con aire pensativo—. Espera aquí —indicó finalmente—, y no me pierdas de vista. —Con estas palabras, soltó el brazo de Jill y se alejó sin hacer apenas ruido. La muchacha intentó seguirlo con la mirada. Estaba muy cansada, pero a pesar de todo no lo perdió de vista ni un instante. Y sin embargo, en campo abierto y a la luz del sol, desapareció.
Jill parpadeó varias veces y se frotó los ojos. Había algo ominoso y siniestro en el aire de aquel lugar. Tenía la sensación de estar a punto de caer en una trampa. Entonces volvió a ver a Ingold a unos diez metros, como si no se hubiera movido de allí en ningún momento. El mago regresó junto a ella.
—No lo entiendo —dijo Jill sacudiendo la cabeza. Con un gesto automático, se echó la capa hacia atrás por encima del hombro. Hasta entonces nunca se había sentido lo suficientemente protegida del frío, pero en aquel lugar el aire era excesivamente caliente y pesado—. ¿Sabes qué es lo que está pasando?
—Me temo que sí —respondió Ingold lentamente—. Aquí es muy fuerte el poder de los Seres Oscuros. Parece que interfiere en la coraza protectora que había formado a nuestro alrededor. Y es una pena, porque eso significa que tendré que prescindir de ella.
—¿Quieres decir que todo el tiempo hemos estado protegidos por un sortilegio?
—Sí, por supuesto —admitió él con una sonrisa—. He mantenido una serie de encantamientos sobre la caravana desde que salimos de Karst. No son más que pantallas de enmascaramiento y rechazo, que no servirían de nada ante un ataque masivo de los Seres Oscuros, pero hasta ahora nos han evitado bastantes problemas.
Jill se ruborizó al pensar que debía haberlo imaginado.
—No había notado nada.
—Claro que no. Siempre reconocerás a un buen mago porque nunca lo verás hacer nada.
La joven lo miró con desconfianza sin saber si estaba bromeando; no obstante, él parecía hablar en serio, tan en serio como siempre.
—¿Pero serviría de algo una pantalla de enmascaramiento contra los Seres Oscuros?
—Aquí, en su valle, probablemente no —respondió Ingold, con aire despreocupado—. Pero los Jinetes Blancos nos siguen desde que dejamos la carretera de Gae. Si esa pantalla no sirve de nada, vamos a tener bastantes problemas para volver.
Llegaron al lugar que buscaban a primera hora de la tarde. Ya desde lejos Jill sintió que se le helaba la sangre en las venas. Supo instintivamente que aquél era el lugar que Ingold había visto reflejado en el fuego. El suelo estaba muy inclinado, y se podía ver una enorme placa de basalto incrustada en la base de la montaña. Una de sus esquinas sobresalía como la quilla de un enorme barco, y la parte opuesta se enterraba en el suelo profundamente. Era como si un terremoto hubiera desplazado de manera lateral aquella gigantesca estructura. En su centro se abría el negro agujero de la Escalera, la vía de entrada al infierno de los Seres Oscuros.
La puerta estaba abierta. Alrededor de aquel agujero inmundo no había rastros de la tierra ni de la vegetación que Ingold había visto en el fuego. Gran cantidad de piedras se amontonaban al pie de la estructura, como los restos de una erupción volcánica, pero Jill supo por la forma en que las cubría la espesa maleza que llevaban muchos años así. Cogió una piedra del suelo y vio estampado en ella el fantasma de una orquídea, posiblemente petrificada en algún pantano prehistórico y fragmentada por la explosión de aquella puerta. Ingold también estaba examinando atentamente la disposición de las piedras mientras se dirigía hacia el agujero que se abría ante ellos como un silencioso grito de horror.
El mago se detuvo un momento al llegar al borde de la placa de basalto. Jill vio que cogía una piedra del suelo y le daba vueltas en la mano con aire pensativo. Finalmente apoyó un pie en la pulida superficie de la losa y emprendió el ascenso.
La muchacha lo siguió, aunque aquel lugar le producía la misma aversión que la Escalera que había visto en sus sueños. Mientras se sacudía de los pies la maleza que parecía sujetarlos, levantó los ojos y vio que Ingold se detenía a esperarla. A la fría luz del día, bajo el cielo despejado, el gigantesco tamaño de la losa de basalto impresionó a Jill. Debía de medir por lo menos doscientos metros de lado. El anciano, erguido en el centro, parecía pequeño e indefenso. La joven continuó la marcha. La pendiente era muy engañosa, ya que cuando llegó junto al mago estaba sudando y respiraba con dificultad aquel aire espeso y caliente.
—Así que teníamos razón —dijo Ingold con suavidad—. La visión era falsa.
A sus pies se abría la Escalera. De ella parecía surgir una corriente de aire frío que hizo estremecerse a Jill. En aquel momento el sol era lo único que se interponía entre ellos y los Seres Oscuros. Levantó la vista al cielo con rapidez, como si temiera ver aparecer nubes.
—¿Qué podemos hacer?
—Reunirnos con la caravana lo antes posible. Todavía no sabemos lo que planean, pero al menos sabemos de dónde vendrá el ataque. Y, en cualquier caso, quizá podamos rechazarlos y cubrir la huida de Tir hasta la torre.
Jill lo miró fijamente.
—¿Cómo?
—Rudy mencionó algo. Quizá si…
Ingold se interrumpió bruscamente y apretó el brazo de Jill. La joven siguió la dirección de sus ojos, más allá de la suave superficie de la piedra, y percibió un ligero movimiento cerca de una de aquellas extrañas formaciones rocosas. Ambos sabían muy bien lo que era.
—¿Nos habrán visto? —preguntó ella.
—Sin duda. Aunque me sorprendería que se acercaran más. —Apoyándose con cuidado en su báculo, Ingold comenzó el descenso seguido de Jill. Cuando llegaron al pie de la losa, el mago volvió a inspeccionar los alrededores inútilmente—. Pero eso no significa nada —dijo mientras emprendía de nuevo la marcha—. El hecho de que no veamos a los Jinetes Blancos no quiere decir que no estén ahí.
—¿Entonces qué vamos a hacer?
Ingold señaló con el báculo la escarpada masa de rocas agrietadas que formaba la ladera de la montaña, un caos inaccesible surcado por viejas cicatrices de avalanchas prehistóricas.
—Debe de haber un camino por ahí arriba —respondió con tranquilidad mientras se detenía al pie del negro muro de roca.
—¿Es una broma? —preguntó Jill, atónita.
—Yo nunca bromeo, querida mía —replicó el mago sin mirar atrás al tiempo que emprendía el ascenso.
La muchacha permaneció inmóvil un rato, hasta que Ingold desapareció tras un pequeño promontorio. La tierra se plegaba extrañamente contra la estructura de basalto, pero el movimiento de tierras debía de ser tan antiguo que el terreno del valle se había asentado firmemente a su alrededor. Aquello era lo que realmente preocupaba a Jill: que la estructura era incalculablemente antigua. Habían transcurrido milenios desde que algún poder infernal había cimentado aquella placa de basalto. Sus ojos identificaron nuevos fósiles. «Dios mío, este lugar era un pantano tropical cuando se construyó la Escalera. ¿Cuánto tiempo hará que los Seres Oscuros habitan esta tierra?», pensó.
¿Cómo saberlo, si sus cuerpos ingrávidos y bulbosos carecían de esqueleto? Y, sin embargo, poseían inteligencia, la suficiente para excavar túneles, para construir aquellas negras placas de piedra que resistían el paso de los milenios sin deteriorarse. Eran lo bastante inteligentes como para desarrollar su propio tipo de magia, diferente de la humana, incomprensible para la mente del hombre. Asimismo, eran lo bastante inteligentes como para hostigar a la caravana, saber dónde estaba Tir y por qué era necesario eliminarlo.
Jill permaneció un rato de brazos cruzados reflexionando sobre los Seres Oscuros. Finalmente alzó la vista y volvió a ver a Ingold, que aparecía y desaparecía entre la confusión de cantos rodados y árboles retorcidos. Algún cataclismo prehistórico había convertido la ladera de una de las montañas que dominaban el valle en una pared de granito, en la que crecían algunas plantas y árboles precariamente enraizados. Aquel muro de piedra le recordó vagamente una pintura china, aunque resultaba más siniestro y caótico. Vio flotar al viento el manto pardo de Ingold, que seguía ascendiendo lenta y cuidadosamente por las estrechas cornisas de la pared.
El mago vio que seguía abajo y se detuvo, con la espalda apretada contra la roca.
—¡Sube! —Le gritó, y las montañas repitieron débilmente su voz—. ¡Hay un sendero!
«¡Qué diablos! —Jill dejó escapar un suspiro—. De algo hay que morir».
A la joven nunca le habían gustado las alturas. Mientras resbalaba una y otra vez entre las piedras desmoronadas, pensó en lo útil que le hubiera sido tener un báculo como el de Ingold, ya que en algunos lugares la repisa por la que ascendía tenía apenas unos centímetros de anchura y en otros puntos la vegetación enmarañada y espinosa apenas permitía el paso. Varias veces tuvo que retroceder y buscar una nueva vía. Siempre evitaba escrupulosamente mirar otra cosa que no fueran sus manos cubiertas de arañazos, cada vez que un saliente de aspecto prometedor terminaba en el vacío o cuando una grieta entre dos rocas estaba cerrada por una maraña de arbustos espinosos, los cuales podían albergar a criaturas quizá menos demoníacas que los Seres Oscuros, pero igualmente mortales. Se preguntó si habría también serpientes venenosas en aquel mundo.
Finalmente alcanzó a Ingold junto a un oscuro pasadizo entre dos rocas, después de rodear una gran mole rocosa redondeada que se mantenía en equilibrio sobre un abismo de arbustos retorcidos y piedras quebradas. Jill sudaba copiosamente y respiraba con dificultad bajo el intenso calor. El movimiento del sol había sumido el valle en las sombras, y lo único que veía claramente del mago era su barba blanca y sus brillantes ojos azules.
—Muy bien, querida mía —la felicitó con voz relajada—. Acabarás siendo una experta escaladora.
—Permíteme que lo dude —dijo ella jadeando, y miró hacia abajo. Si había algún tipo de sendero que subía hasta donde estaban, no se veía por ningún lado.
—Debe de haber una forma de llegar hasta aquel risco —indicó él con aire despreocupado—. Cuando pasemos al otro lado estaremos muy cerca de la nieve, y por el momento nos mantendremos a salvo de los Seres Oscuros. Con suerte, encontraremos la senda que conduce al valle de Renweth y a la torre de Dare.
Jill calculó la distancia como pudo teniendo en cuenta la engañosa claridad del aire de la montaña. Ya habían dejado atrás la pesada neblina del valle, y en las alturas todo parecía cegadoramente nítido, pero las sombras no dejaban ver con precisión la distancia a la que se encontraban las cumbres.
—No creo que lo consigamos antes del anochecer —dijo Jill finalmente.
—Oh, yo tampoco —asintió Ingold—. Pero no podíamos pasar la noche en el valle.
La muchacha dejó escapar un suspiro de resignación.
—En eso tienes razón.
El mago empujó con el báculo las rocas sueltas que le bloqueaban el paso y un canto rodado basculó peligrosamente provocando una pequeña avalancha de grava y arena entre sus pies. Mientras mascullaba algo acerca de la conveniencia de levar una cuerda la próxima vez, al tiempo que maldecía a los invisibles Jinetes Blancos que bloqueaban el valle, se puso a buscar una vía alternativa. Mientras tanto, Jill se volvió hacia el acantilado y miró hacia abajo, sin poder creer todavía que hubiera llegado hasta allí. Recorrió distraídamente el valle con la mirada y de repente la sangre se le heló en las venas.
—Ingold —dijo quedamente—. Ven, mira esto.
El tono de su voz hizo que el mago volviera junto a ella con rapidez.
—¿Qué ocurre?
La joven señaló el valle.
—Mira. Ahí abajo. ¿Qué ves?
Desde su posición dominante, el valle ofrecía un aspecto completamente diferente. El ángulo del sol hacía cambiar la perspectiva del terreno. Desde arriba la simetría era evidente: los núcleos de los oscuros bosquecillos y formaciones rocosas obedecían a un esquema cuya lógica iba más allá de la comprensión humana. Los lechos de los arroyos seguían un trazado de una perversa regularidad. Las masas de vegetación que colgaban de las terrazas estratificadas parecían subrayar la inquietante simetría del valle. Jill, que conocía por sus estudios los rudimentos básicos de la arqueología, observó al pie del acantilado el gran cuadrado de basalto y la forma en que se relacionaba con los montículos de piedra negra medio ocultos por la maleza.
Ingold frunció el entrecejo.
—Parece… Es como si aquí hubiera habido una ciudad hace mucho tiempo. Pero nunca ha existido, al menos en la historia humana. —Sus ojos y su mano siguieron la obscena simetría de las líneas. Los forzados ángulos obtusos que formaban aquel extraño tapiz—. ¿Por qué será? La vegetación parece crecer más débil en algunos lugares…
—Porque bajo tierra hay cimientos enterrados —respondió Jill con suavidad—. Yo diría que están tan profundos que aparentemente no se ven. Pero los árboles son más débiles en esas zonas porque sus raíces no pueden penetrar lo suficiente en la tierra. Mira, ¿sigues aquel arroyo seco? Y sin embargo… —Hizo una pausa, repentinamente desconcertada—. Todo parece planificado, regular, aunque no se parece a ninguna ciudad que yo haya visto. Obedece a un plano, pero hay algo que no encaja.
—Desde luego —dijo el mago—. No hay calles.
Sus ojos se encontraron. Las palabras llegaron a Jill lentamente, como un susurro procedente de un pasado lejano.
—Vamos —sugirió Ingold—. Será mejor que nos alejemos de aquí tanto como sea posible antes de que se ponga el sol.