La inquietud parecía haberse extendido con rapidez por la caravana. La presencia invisible de los Jinetes Blancos los acosaba durante el día, como la amenaza de los Seres Oscuros durante la noche, y Rudy la sintió con claridad durante todo aquel día y el siguiente. Oía fragmentos de conversaciones y adivinaba el miedo en las palabras que algunos refugiados cruzaban con él. Lo veía en los movimientos del gentío, que seguía intentando aproximarse lo máximo posible a los últimos restos del gobierno del reino. Siempre había grupos que intentaban adelantarse hasta la cabeza de la columna. Un hombre que empujaba una carretilla increíblemente sobrecargada increpaba a una mujer exhausta, la cual llevaba un niño de pecho en brazos, para que caminara más deprisa, como si cuanto más avanzaran, más a salvo fueran a estar de los Seres Oscuros, los lobos o los invisibles Jinetes. Un rato después Rudy los adelantó de nuevo. Estaban sentados junto a un gastado mojón de la carretera y miraban con aire ausente el vacío paisaje.
También comenzaron a surgir disputas. En el cruce del río Mabigee, cuyo puente había sido arrastrado por la crecida provocada por las tormentas, Alwir y Govannin cruzaron ácidas palabras a causa de los carros que cargaban documentos eclesiásticos de la obispo. El canciller decía que los papeles podían quedar atrás y que los carros eran necesarios para transportar a los enfermos, ancianos y niños que no podían seguir a causa de la deficiente alimentación que recibían y del cansancio.
—Claro —le espetó la obispo con voz siseante—. Y así toda la tradición espiritual, que pone el poder de Dios por encima del de los hombres, se habrá perdido cuando lleguemos a la torre.
—¡No seas necia, mujer! —estalló Alwir—. Dios prefiere las almas a un montón de papeles mojados.
—Dios ya tiene sus almas —respondió fríamente Govannin—. O debería tenerlas. Si es eso lo que te preocupa, mi señor canciller, expulsa de tu carro a ese servidor de Satán, tu hechicero privado, y lleva a los heridos en su lugar. Un hombre que sigue los consejos de los magos debería ser el último en hablar de almas.
Después de cruzar el río todos estaban demasiado mojados y exhaustos para continuar, y al cabo de pocos kilómetros la caravana se detuvo en lo que quedaba de una aldea. Los que pudieron se refugiaron entre las ruinas de las casas de piedra, incendiadas por las hogueras que sus defensores habían encendido contra los Seres Oscuros o reventados por el poder de éstos. Los que no pudieron cobijarse en la aldea se instalaron alrededor de las casas, formando en la vasta llanura una extensa ciudad de tiendas y cobertizos improvisados, en torno de la cual se fueron encendiendo las hogueras de los puestos de guardia a medida que se cernía la noche sobre el campamento.
Rudy había encontrado un refugio en una pequeña depresión del terreno, a unos cien metros del edificio más alejado de la carretera. Era una pequeña cabaña medio excavada en la ladera de una colina, y probablemente en otros tiempos había sido utilizada para almacenar leña. En su interior Rudy encontró todavía madera suficiente para encender fuego. La ladera, que daba la espalda a la carretera y al campamento, la protegía de los helados vientos del oeste.
Durante toda la jornada las montañas se habían ido extendiendo lentamente al oeste y al sur. Con las últimas luces del día se alzaban como un insalvable muro negro contra el cielo gris del anochecer. Sus cimas estaban envueltas de nieve y nubes tormentosas. Rudy recordó que el paso de Sarda se hallaba en lo alto de aquellas montañas y se estremeció. Su cuerpo ya se había acostumbrado a estar siempre hambriento y a soportar los días de marcha seguidos de las largas noches de vigilancia. Pero desde que había llegado al reino de Darwath no había dejado de tener frío ni un momento. Se preguntó si algún día volvería a sentir calor.
Cuando cayó la noche aparecieron Alde y Medda con un jarro de vino caliente con especias para él. Rudy, agradecido, lo sorbió lentamente y pensó que de buena gana lo hubiera cambiado por un litro del peor café para camioneros y un puñado de pastillas de cafeína. En cualquier caso, mientras miraba los ojos de la muchacha desde detrás del borde dorado de la taza, pensó que aquello demostraba que Alde, que se preocupaba por su persona, sentía algo por él. «Alde, Minalde, tenías que ser la maldita reina de Darwath, y yo un pobre idiota que está de paso. ¿Por qué tenía que ocurrirme esto a mí?», pensó con desesperación. El deseo que sentía por ella era palpable y urgente, y ni siquiera podían tocarse las manos. Medda estaba sentada al otro lado de la hoguera, silenciosa y huraña como siempre, a una distancia suficiente como para no oír su conversación. En realidad su presencia daba al encuentro una respetabilidad sin la cual Alde no hubiera podido visitarlo.
—¿No crees que Alwir se volvería loco si supiera que vienes a verme? —preguntó Rudy sin apartar los ojos de la oscuridad. Era un truco que le había enseñado el Halcón de Hielo: no mirar nunca directamente al fuego, ya que cegaba los ojos e impedía ver los movimientos en la penumbra.
—Oh… —repuso ella de mala gana—. Probablemente. Creo que algo se imagina. Alwir está preocupado por mí.
—Yo también lo estaría si fueras mi hermana —dijo él con una sonrisa.
—No es por eso, tonto —replicó la joven devolviéndole la sonrisa—. Le preocupa mi «condición», igual que a Medda.
Rudy miró brevemente a la gruesa matrona y sus ojos se encontraron un instante. Siempre que se habían cruzado, Medda lo había mirado con gesto desdeñoso, y aquella noche sintió que el silencio que reinaba entre Medda y Alde era más expresivo que las palabras. Imaginó que el aya le habría dicho que no era decente visitar a un hombre por las noches, y menos aún tratándose de un guardia y un extranjero. Podía adivinar por el silencio que separaba a las dos mujeres cómo se había desarrollado la conversación: Medda habría recordado a Minalde su posición y ésta le habría respondido con firmeza.
—Si todo esto te está causando problemas… —comenzó a decir.
Ella sacudió la cabeza negativamente, y sus largos cabellos negros resbalaron por el cuello de piel de su capa.
—Pasaría las noches en vela —confesó simplemente. Sus ojos se encontraron y compartieron la certeza de lo que sentían.
Permanecieron un rato en silencio, quietos, sentados juntos aunque no muy cerca, sin tocarse, disfrutando tan sólo de la cercanía. Rudy barría con los ojos la oscuridad e intentaba identificar todos los pequeños sonidos de la noche. A lo lejos vio una forma oscura que se acercaba al campamento, y supo que era Ingold. El mago ya no dormía prácticamente nunca, y pasaba las noches patrullando incesantemente por los alrededores del campamento y mirando el corazón de su cristal mágico en las frías horas que precedían al amanecer.
El viento arrastró las nubes desde el oeste y, momentáneamente, ocultaron la luna. El campamento estaba a la distancia necesaria para permitirles disfrutar de una intimidad mucho mayor que la que habían tenido hasta entonces, mientras que la luna que brillaba entre las nubes permitía a Rudy estar seguro de que nada se movía en la oscuridad. Bebieron despacio el vino caliente que había traído Alde y hablaron de cosas insignificantes, de la infancia de cada uno y de su vida anterior, intercambiando recuerdos como dos niños cambian cromos. Las nubes seguían concentrándose, y la oscuridad que los rodeaba se hizo más impenetrable.
El breve chaparrón los cogió por sorpresa. Corrieron cogidos de la mano hacia la pequeña cabaña, mientras Medda se detenía un momento para recoger la jarra y las tazas de vino y una astilla encendida. Rudy y Alde entraron corriendo en la cabaña, sin dejar de reír. Desde dentro podían ver al aya, que se inclinaba sobre la rama encendida para protegerla del agua mientras corría torpemente entre la alta hierba. Pero por el momento estaban solos en aquella pequeña choza que olía a humedad y a tierra.
Al comprender que era la primera vez que eso sucedía, su risa se desvaneció. En la oscuridad de la cabaña Rudy oyó con claridad la respiración de Alde y se dio cuenta de que ella tenía miedo de algo que nunca había sentido hasta aquel momento, de algo que todavía no estaba dispuesta a reconocer.
La joven no se movió cuando él le apartó del rostro los largos cabellos. Tenía las mejillas frías y estaba temblando. Cuando él la atrajo hacia sí, apoyó las manos sobre su pecho, rechazándolo, y la capa resbaló de sus hombros y cayó a sus pies con un sonido suave y apagado. Rudy se apoderó de su boca y la abrió con sus labios. Aunque ella emitió un leve quejido de protesta, no se apartó, sino que se plegó a él, temblando mientras las manos de Rudy recorrían su cuerpo a través de la suave tela de su vestido. Alde le acarició los hombros, la nuca, con inseguridad al principio, apretándose contra él después, desesperadamente, como si no quisiera soltarlo ya nunca. A pesar del incontenible deseo que poseía al joven, el sentido común le dijo que Medda estaría a punto de entrar. Quizás estuviera viéndolos ya.
Rudy liberó la boca de la muchacha y miró al exterior. La lluvia casi había cesado y la luz de la luna se filtraba entre las nubes. Entonces vio a Medda.
Estaba inmóvil, a menos de dos metros de la puerta. Aunque tenía los ojos abiertos, no miraba nada. La jarra de vino pendía al final de su brazo inerte, y la astilla encendida había caído a sus pies. Rudy vio todo aquello en una fracción de segundo, por encima del hombro de Alde, y sintió que una ráfaga de aire frío azotaba su rostro.
Con una violencia provocada por el terror, Rudy lanzó a Minalde hacia el fondo de la cabaña y cerró la puerta bruscamente. Ella cayó contra la pared e intentó recuperar el equilibrio con expresión asustada. Evidentemente no comprendía qué estaba ocurriendo.
—Alcánzame uno de esos palos —dijo él secamente. Al notar el tono urgente de su voz, la muchacha obedeció con rapidez. Rudy atrancó la puerta con manos temblorosas—. Hay un Ser Oscuro ahí fuera —murmuró en voz baja. Ella no dijo nada, pero el joven vio a la tenue luz de la ventana que sus ojos se dilataban de miedo—. Ha… Ha cogido a Medda.
—¡Oh! —exclamó Alde.
—¿Tienes algo con lo que se pueda hacer fuego?
Ella negó con la cabeza, sin poder reaccionar. De repente dio media vuelta y examinó en la oscuridad la cabaña.
—Aquí todavía hay leña —constató con voz baja y tensa—. Y afuera está tu fogata…
—Mi fogata se encuentra muy lejos —dijo Rudy—, y la lluvia la habrá apagado. Además, no te puedo dejar aquí sola.
El techo de la choza era tan bajo que Rudy apenas podía mantenerse de pie. Esperó frente a la puerta, con la espada desenvainada, intentando desesperadamente pensar qué era lo siguiente que debía hacer. A su espalda, Alde apiló con destreza unos cuantos troncos y astillas, sin mostrar en ningún momento el terror que debía de sentir.
Con el cuerpo en tensión, dispuesto a saltar, Rudy se agachó y palpó el montón de leña y hojarasca. Seco y crujiente. ¿Haría falta un tipo especial de madera para encender un fuego frotando dos palos? Desde luego, con lo que había allí no iba a conseguirlo. Examinó el puño de su espada. «Acero. Acero y pedernal». ¿Valía la pena intentar conseguir una chispa con la hoja de la espada, a riesgo de inutilizarla? En cualquier caso, las paredes de la cabaña eran de madera, y el suelo de tierra. No había piedra, y menos pedernal.
La lluvia tamborileaba suavemente sobre la puerta. Las nubes debían de haber ocultado de nuevo la luna, ya que apenas se veía nada. Rudy volvió a sentir el mismo viento frío que se filtraba entre las rendijas de la puerta. El miedo le atenazó la garganta al sentir el susurro de aquel viento maligno en la madera y la hojarasca.
«Una piedra —pensó, presa del pánico—. Tenemos que conseguir una chispa».
—¿Llevas alguna joya?
Ella negó con la cabeza. Sus ojos estaban muy abiertos.
«Maldita sea, si aunque tuviera un trozo de pedernal delante de las narices no sabría qué hacer con él…».
—Bien —dijo intentando aparentar tranquilidad—. Cuando salgamos de ésta, voy a hacerte un anillo con una piedra del tamaño de una nuez y lo vas a llevar puesto siempre. ¿Comprendido?
—Muy bien —susurró ella sin aliento.
«¿Pero de qué diablos estoy hablando? No vamos a salir de ésta».
Alde se acurrucó contra la pared para no entorpecer sus movimientos, aunque el terror la impulsaba a abrazarlo. En la parte superior de la puerta sonó un golpe amortiguado, como el de una mano que probara la resistencia de la madera, y a continuación algo arañó el tosco cristal de la ventana. «Lo único que puedo hacer es lanzar un golpe con la espada cuando se abra la puerta. ¿Una piedra? ¿Una chispa? Ojalá Ingold estuviera aquí. Él encendería un fuego con sólo mirar esa leña.
»¿Y por qué no puedo hacerlo yo?». En la oscuridad resonaron las palabras que Ingold le había dicho en la penumbra de la torre de guardia mientras la luz brotaba de la palma de su mano. «Sabes lo que es…, y lo llamas por su verdadero nombre…». Rudy miró el pequeño montón de leña y hojas secas. Podía encenderlo. Lo supo de repente. «Su verdadero nombre…». Quizás el fuego tenía un nombre mágico. Pero en realidad el fuego era el fuego. Su olor era siempre el mismo, y también su brillo. Intentó sentir el olor que produciría cuando prendieran aquellas hojas. Surgirían pequeñas chispas doradas, y la hojarasca crujiría y se retorcería al arder… Se concentró en aquella luz, en su olor y su brillo, mientras miraba fijamente el montón de madera en la oscuridad. La habitación pareció desvanecerse, y también Alde, que estaba arrodillada junto a él, así como el miedo que le inspiraba la criatura infernal que esperaba al otro lado de la puerta. Todo desapareció, excepto el fuego. Podía verlo, olerlo, oírlo. Sabía perfectamente cómo brotaría de aquel montón de leña.
Las hojas secas se movieron por efecto del viento. Desde muy lejos vio a Alde, que en silencio se apretaba los nudillos contra los labios. También vio mentalmente el fuego en el momento exacto de su aparición, y supo cómo sería. Sintió que su cuerpo y su mente se relajaban y se retiraban a una inmensa distancia, y que su perspectiva del mundo se alteraba y quedaba reducida a las formas de las hojas y las astillas que veía con claridad absoluta en la oscuridad. La madera, el pequeño montón de hojas, las diminutas chispas doradas… Sin moverse, llevó su mente a donde estaban las llamas, con la misma facilidad con que se coge una flor que crece al otro lado de un cercado.
Las hojas secas crepitaron de repente, y de ellas surgieron pequeñas chispas doradas, junto con el olor dulce del ruego. Rudy se inclinó hacia adelante, todavía fuera de su cuerpo, tranquilo, preguntándose si sería una alucinación. Pero sabía que no lo era. Lentamente, fue añadiendo ramas secas a aquel fuego que había surgido de la nada. La habitación se iluminó con rapidez, formando sombras que bailaban una danza triunfante en su rostro y en los ojos de Alde. Rudy siguió añadiendo troncos sin decir una palabra.
Entonces, como si hubiera recibido un golpe, comprendió que lo había hecho. Lo había conseguido. El calor invadió sus dedos temblorosos y ascendió por las palmas de sus manos hasta su rostro. El viento maligno que se había filtrado entre los resquicios de la puerta se desvaneció y se hizo el silencio, sólo roto por el suave rumor de la lluvia y el crepitar del fuego.
La mente de Rudy volaba en alas del triunfo. «Lo he hecho. He llamado al fuego, y el fuego ha venido», pensaba por una parte. Pero en su interior se abría camino otro pensamiento: «No es normal lo que he hecho». Sin embargo, en el fondo de su corazón sólo existía el recuerdo de aquel primer chasquido de luz entre las hojas secas y la certeza de que podía llamar al fuego.
Entonces levantó la vista y vio los ojos aterrados de Alde. En ellos se unía el miedo a los Seres Oscuros, al fuego y a él mismo. Vio reflejado en sus ojos violeta el nuevo poder que había adquirido. Lo vio como lo verían los demás, como algo lejano, terrible y misterioso.
La joven no podía formular la pregunta que se estaba haciendo, ni él podía responderla. Por el momento lo único que hacían era mirarse a la luz del fuego, como cuando se habían mirado compartiendo la certeza de su deseo mutuo. Entonces, con un sollozo que pareció brotar de sus entrañas, Alde se lanzó a sus brazos llorando convulsivamente, aferrándose a él como si fuera su última esperanza de vida. La magia, el terror y el miedo a la muerte abandonaron a Rudy, que abrazó a la muchacha como si fuera a fundirse con ella y enterró el rostro en sus largos cabellos negros. Entonces se poseyeron mutuamente en el suelo, bajo sus capas, mientras la luz del fuego danzaba en el techo de la cabaña.
Después, cuando la pasión hubo ahogado al terror, Alde se quedó dormida. Rudy permaneció despierto, con la espada al alcance de la mano, mirando el fuego y dejándose llevar por los pensamientos sobre el pasado y el futuro hasta que la lluvia cesó y comenzó a amanecer.
—¿Eso te parece luchar? —rugió Gnift con una voz tan cortante como la hoja de su vieja espada—. ¡Túmbalo! ¡Túmbalo!
El Halcón de Hielo, armado con un bastón corto, esquivaba una y otra vez a su oponente, un corpulento guardia que blandía una caña de bambú de un metro con la que había marcado el rostro y las manos del capitán. Rudy se estremeció. Jill, que estaba sentada a su lado, contemplaba la escena con interés. Tenía el aire de alguien que ya ha participado en el juego y ha recibido una buena lección.
—¡Atácalo, maldito cobarde! ¡Parece que vas a darle un beso!
El hombretón lanzó un golpe, y el Halcón de Hielo saltó fuera de su alcance. Exasperado, Gnift saltó detrás del capitán y lo empujó contra su contrincante, con un resultado sangriento y doloroso para ambos combatientes.
—Un día de estos alguien le va a dar una lección a esa sabandija —dijo Rudy pensativamente.
—¿A Gnift? —Preguntó Jill mientras alzaba una ceja en un gesto de duda—. No es muy probable.
Rudy recordó haber visto a Gnift entrenándose con Tomec Tirkenson, el Señor de Gettlesand, el día anterior hacia la misma hora, después de la larga jornada de marcha. Quizá Jill tuviera razón. Ambos permanecieron un rato sentados junto al borde de la pista de entrenamiento. A su alrededor, el campamento se preparaba para la noche una vez más. Pronto sería hora de ir a recoger la escasa cena y dirigirse a los puestos de guardia. Rudy observó que Jill parecía muy cansada; era como una delgada sombra, casi asexuada, con una espesa mata de pelo negro. Sabía que, además de caminar durante todo el día y hacer sus guardias, la muchacha se entrenaba todas las tardes, a pesar de lo escaso de las raciones y de la herida que todavía le inutilizaba el brazo. Parecía como si quisiera probar su resistencia hasta el límite.
El viento descendía de las montañas ululando y barría el campamento como una marea helada. La expedición ya había llegado al pie de las montañas, que se alzaban al oeste como una negra muralla rocosa. Aquella misma mañana habían pasado un cruce dominado por una cruz de piedra y habían tomado la gran carretera que conducía al paso de Sarda. El frío había aumentado sensiblemente.
A la débil luz del crepúsculo, el Halcón de Hielo mantenía su terreno, esquivando sin dificultad los golpes del gigante con el que seguía combatiendo. El sudor bañaba su pálido rostro enmarcado por las dos trenzas marfileñas, y sus ojos claros brillaban de cansancio y excitación. Sin dejar de mascullar maldiciones, Gnift rodeó a los combatientes hasta situarse detrás del capitán. Entonces, con un suave movimiento de una pierna, barrió sus dos pies y lo hizo caer aparatosamente. Su contrincante se abalanzó entonces sobre él como una montaña. Se produjo un confuso forcejeo en el suelo. El Halcón se liberó de la presa del guardia y se levantó como una exhalación. Cuando el guardia se ponía en pie, el capitán le lanzó un limpio corte al estómago y, aprovechando la inercia del movimiento, lo levantó sobre su cabeza y lo dejó caer al suelo de espaldas. Cogió las dos espadas de madera y se volvió hacia Gnift. El corpulento combatiente quedó tendido en el suelo respirando entrecortadamente.
—¡Cuando tienes a un enemigo en el suelo tienes que hacer algo! —Gritó Gnift fuera de sí—. No puedes cogerle la espada y quedarte ahí plantado como un idiota. Si haces eso en la batalla…
—¿Tienen que hacer esas cosas todos los guerreros? —Preguntó Rudy, que había quedado profundamente impresionado por la maniobra—. Quiero decir, los soldados de Alwir y los Monjes Rojos, ¿también se entrenan así?
—El método viene a ser el mismo —sonó la suave voz de Ingold a su espalda—. Gnift es el más estricto, y por eso la guardia tiene fama de ser el cuerpo mejor entrenado de todo el Occidente. Los métodos de lucha son diferentes, desde luego. Por ejemplo, en Alketch, su famosa caballería se entrena atando esclavos por una muñeca a un poste de hierro y poniéndoles una espada en la mano libre. Entonces los jinetes practican cargando sobre ellos a caballo.
—Pues no deben de ganar para repuestos —comentó Rudy—. Recuérdame que borre Alketch de la lista de sitios a visitar.
Los ojos de Jill se posaron fugazmente en las profundas cicatrices de las muñecas de Ingold, y ascendieron hasta su rostro tranquilo.
—Alguien comentó que en otros tiempos fuiste esclavo en Alketch —dijo.
—¿Ah, sí? —Los ojos del mago chispearon brevemente—. Bueno, he sido y he hecho muchas cosas en el transcurso de mi agitada vida. Rudy, si tienes un momento me gustaría hablar contigo a solas.
El anciano se levantó y se alejó seguido de Rudy, a través del campamento. Vieron a lo lejos los carros de Alwir y el estandarte de la Casa de Dare, y Rudy supo que Minalde estaba allí con su hijo.
Apenas había hablado con ella durante el día. La muchacha se había mostrado mucho más tímida y reservada que antes, como si quisiera olvidar la intimidad que habían compartido la noche anterior. Rudy estaba intrigado, pero no sorprendido. Los dos se habían dejado llevar por la pasión que había seguido al peligro y al terror, y aquellos sentimientos podían cambiar drásticamente al llegar la mañana. Otra de las causas de su comportamiento podía ser también el dolor que sentía por la muerte de Medda. Cuando los guardias se habían llevado a la pobre mujer fuera del campamento, Alde debía de haber comprendido que era imposible llevarla con ellos. Asimismo, era probable que sintiera vergüenza por haber realizado el acto sexual o por haber traicionado implícitamente a su esposo muerto. Rudy se preguntó cuáles eran los sentimientos de Alde por el difunto rey. Rara vez hablaba de Eldor, y la simple mención de su nombre le producía una visible turbación. Podía ser también que se sintiera avergonzada por haber yacido con un plebeyo, aunque por los comentarios que le había hecho Jill aquello no parecía haber sido nunca un problema para la realeza. Pero no, probablemente su turbación se debía al pensamiento de que había yacido con un mago. Minalde era una buena hija de la Iglesia. Rudy recordó su mirada de miedo a través de las llamas que él había encendido de la nada.
Pero cualesquiera que fuesen sus razones, el joven no percibía en ella resentimiento, sino sólo una terrible confusión emocional. Y al mirar la silueta cuadrada y gris del carro de Alde, que se recortaba contra el cielo asalmonado del crepúsculo, supo que debía esperar. Rudy tenía experiencia suficiente para saber que acostarse con alguien una vez no significaba absolutamente nada. Eran las ocasiones siguientes las que tenían un significado. Y a pesar de la impaciencia que sentía por volver a estar con Alde, era consciente de que apremiarla podía ser fatal. La conocía y sabía que bajo su engañosa fragilidad se escondía un espíritu fuerte. No era una mujer a la que se pudiera engatusar así como así.
«Y no pasaría nada si ello fuera sólo asunto nuestro», pensó, repentinamente preocupado; al momento se obligó a apartar la vista del carro.
Ingold se detuvo en la pradera que se extendía entre el campamento y los fuegos de los vigías. Estaban solos, y tanto el campamento como los puestos de guardia se desdibujaban bajo la luz gris del anochecer. El viento barría la alta hierba que los rodeaba.
—Bien —dijo el mago—. Esta mañana me has dicho que anoche llamaste al fuego y acudió. Muéstrame lo que hiciste.
Rudy apiló algunas ramas secas en un claro. Con el pulgar peló una de ellas hasta conseguir un pequeño montón de cortezas, que colocó bajo las ramas, y se sentó con las piernas cruzadas, envuelto en su capa. Relajó su cuerpo y su mente sin dificultad, y se olvidó de los olores del campamento, de la hierba mojada y de los excrementos del ganado. Sólo veía las ramas y la corteza, y la forma en que prenderían. «Hará más humo que la hojarasca de anoche —pensó—. Un punto de luz ardiente, como el que produce un cristal de aumento con los rayos del sol… Un olor diferente al de las hojas…».
El fuego brotó mucho más rápido que la noche anterior.
Rudy dirigió a Ingold una mirada llena de orgullo y ansiedad. El mago contempló las llamas durante un momento con gesto impasible, y las apagó sin realizar ningún movimiento. Entonces sacó de entre sus ropas un pequeño cabo de vela y lo sostuvo a un metro de los ojos de Rudy.
—Enciéndela.
El joven lo hizo.
Ingold la apagó de un soplido y lo miró fijamente un instante a través de la delgada columna de humo blanco. Entonces guardó la vela. De una bolsa de cuero que pendía de su cinturón sacó un pequeño péndulo de plomo sujeto a una cuerda desgastada y lo sostuvo delante de sus ojos.
—Hazlo moverse.
Era como encender fuego, pero diferente.
—Hummm. —El anciano guardó el péndulo sin decir nada.
Una suave brisa agitó las altas hierbas que los rodeaban.
Rudy estaba asombrado por la facilidad con que había hecho lo que le había pedido Ingold.
—¿Qué es? —preguntó nervioso—. Quiero decir, ¿cómo puedo hacer estas cosas?
El mago se cruzó de brazos.
—Tú lo sabes mejor que yo. —Sus ojos se encontraron y sostuvieron la mirada. Entre ellos fluyó la comprensión de algo que sólo conocían los que lo habían experimentado. Quien no lo conocía no tenía ni siquiera palabras para describirlo—. La pregunta es la respuesta, Rudy. La pregunta es siempre la respuesta. Pero en cuanto a tu poder, yo diría que naciste con él, como todos nosotros.
«Nosotros», pensó Rudy. Se tambaleó al comprender que Ingold tenía razón.
—Pero…, quiero decir…, yo nunca había sido capaz de hacer esto.
—No en tu propio mundo —explicó el mago—. O quizá sí. ¿Lo intentaste alguna vez?
El joven negó con la cabeza. Después de la infancia, nunca había vuelto a pensar en aquel tipo de cosas. Pero volvieron a su mente imágenes de sueños que había tenido cuando era muy pequeño, antes de ir al colegio. Cosas que no sabía bien si había hecho o soñado. Entonces brotó en su interior con fuerza el recuerdo de una antigua y terrible necesidad, una necesidad mucho mayor que su amor por Alde, un ansia tan profundamente enterrada en su subconsciente que le resultaba casi desconocida. Era la necesidad de algo que le habían arrebatado cuando era demasiado joven para resistirse. Las lágrimas brotaron en sus ojos, y se sintió como el niño que un día había sido.
—¿Nunca? —susurró Ingold, y sus ojos parecían los de un dragón, duros y brillantes, como espejos del alma que estaban contemplando.
Rudy vio en ellos, en la mirada oscura y terrible de aquellos azules y profundos ojos, sus propios recuerdos de la llama al brotar en las hojas secas. Vio fragmentos de sus sueños infantiles, y sintió el dolor que había experimentado al comprender que eran irrealizables. La voz del anciano lo sujetó como una suave cadena de terciopelo.
—Tienes talento, Poder. Pero incluso éste, aunque pequeño, es peligroso. ¿Lo comprendes?
Rudy asintió. Casi no podía respirar.
—¿Y crees que conseguiré…? —¿Habría alguna forma especial de preguntarlo, de pedírselo?—. ¿Crecerá el Poder si aprendo a usarlo correctamente?
El mago hizo un leve gesto de asentimiento. Sus ojos eran tan fríos y azules como el agua.
—¿Me enseñarás?
—¿Por qué quieres aprender, Rudy? —preguntó Ingold quedamente.
Entonces el muchacho sintió por primera vez el terrible poder del anciano. Aquella mirada azul taladró su cerebro como una flecha, sin permitirle afirmar o negar nada. Vio sus pensamientos diseccionados por aquel poder irresistible: una caótica mezcla de añoranzas perdidas e indulgencia desproporcionada y egoísta hacia sus emociones pasajeras, de mezquindad, indolencia, sensualidad, de mil estúpidos errores pasados y presentes, de sombras a las que había vuelto la espalda.
—No lo sé —murmuró.
—Eso no es una respuesta.
Rudy intentó desesperadamente expresar aquella terrible necesidad, más para sí mismo que para el anciano. De repente comprendió que aquello era lo que Gnift hacía con el valor de uno, con su espíritu, con su cuerpo: hacerle entender su propia verdad antes de que uno pueda manifestarla. Y entonces comprendió por qué Jill se entrenaba con los guardias, y captó el vínculo de entrega y comprensión que unía al mago y a Janus, el jefe de la guardia. Y supo que tenía que responder, y responder bien, o Ingold nunca consentiría en ser su maestro.
«Pero no existe la respuesta correcta —gritaba la otra mitad de su mente—. No es nada…, sólo esa calma. Sólo es saber que está bien, y que tengo que hacerlo. Por eso no me sorprendió descubrir que podía llamar al fuego».
De repente Rudy supo lo que tenía que decir, como si la verdad hubiera tomado forma en su alma. «Di la verdad —pensó—. Aunque sea estúpida, es la verdad».
—Si no lo hago, nada tendrá sentido. Si no aprendo, ya nunca volveré a ver el centro. Es el centro de todo, pero yo no lo he sabido hasta ahora.
Sus palabras parecían tener sentido, aunque al mago debían de sonarle a chino. Rudy se sintió como si otra persona hubiera hablado por sus labios, como si alguien hubiera extraído aquellos pensamientos de su mente paralizada por aquella mirada sin fondo.
—¿Cuál es el centro? —lo presionó Ingold, tranquilo e implacable como la muerte.
—Saber. No saber algo, sino simplemente saber. Saber que el centro es el centro; hay que encontrar una llave, algo que haga encajar todas las piezas. Todo tiene su llave, y la mía es saber.
—Ah.
El sentirse liberado de aquel poder fue como despertar, pero era un despertar a un nuevo mundo. Rudy se dio cuenta de que estaba sudando, como si hubiera sufrido una terrible conmoción. Se preguntó cómo Ingold podía haberle parecido alguna vez un anciano inofensivo, cómo no le había causado también a él aquella mezcla de miedo, respeto y desconfianza.
Una chispa de simpatía iluminó por un momento los ojos del mago. Lentamente, Rudy comprendió la grandeza de la magia de Ingold al verla reflejada en su propio potencial.
—Entiendes lo que es —dijo el mago al cabo de poco—. ¿Pero entiendes también lo que significa?
El joven negó con la cabeza.
—Sólo sé que haré lo que tenga que hacer. Debo hacerlo, Ingold.
Entonces el anciano sonrió, como si recordara a otro mago impulsivo y joven, muy joven.
—Eso significa hacer todo lo que yo te ordene —repuso—. Sin preguntas, sin discusiones, hasta el límite de tus capacidades. Y tú eres el único que sabes lo que puedes dar. Tendrás que aprender de memoria miles de cosas que te parecerán absurdas y estúpidas, nombres, adivinanzas y versos.
—No se me da muy bien memorizar cosas —admitió Rudy avergonzado.
—Entonces te sugiero que vayas practicando, y rápido. —Los ojos del anciano volvieron a enfriarse, y en el tono helado e incisivo de su voz Rudy volvió a sentir su terrible poder—. No soy un maestro de escuela. Tengo muchas cosas que hacer. Si quieres aprender, Rudy, lo harás como y cuando yo decida. ¿Está claro?
Por una décima de segundo el muchacho pensó qué diría el mago si le preguntaba: «¿Y si no puedo?». Pero entonces recordó que la pregunta era la respuesta. «Pues no puedes». Todo dependía de su elección. Y aunque la actitud de Ingold hacia él no cambiaría, posiblemente no volvería a sacar el tema a colación nunca más.
Rudy vio entonces su futuro con asombrosa claridad, y comprendió lo que significaba el compromiso: un cambio radical, irrevocable y aterrador de toda su vida, de lo que era y lo que podía llegar a ser. De repente tenía que tomar una decisión que cambiaría el rumbo de su existencia de una manera irreversible y que nunca más le volvería a ser planteada.
«¿Por qué me tienen que pasar a mí estas cosas?».
«Porque tú lo quieres». —La pregunta es la respuesta.
Tragó saliva con dificultad y se dio cuenta de que le dolía la garganta por la tensión que estaba soportando.
—Muy bien —dijo débilmente—. Lo haré. Quiero decir, lo haré lo mejor que pueda.
Ya era noche cerrada. Ingold, una oscura sombra envuelta en una capa, cruzó los brazos. Se había alzado una niebla fina y traslúcida, y tras ella apenas se distinguían los sonidos y olores del campamento. Rudy tuvo la sensación de estar aislado en un mundo húmedo y vacío, como si hubiera permanecido de rodillas sobre la hierba durante una eternidad luchando contra un ángel terrible.
Y había vencido. Sentía el alma ligera y vacía, indiferente al triunfo y a la ansiedad, y pensó que en aquel momento podía haber echado a volar con el viento.
Entonces Ingold sonrió, y de repente no fue más que un amable anciano envuelto en una sucia y gastada capa marrón.
—Eso —dijo suavemente— es lo que esperaré de ti en todo momento. Incluso cuando estés cansado, desesperanzado y hambriento; cuando tengas miedo de lo que yo te ordene; cuando pienses que es peligroso o imposible, o ambas cosas a la vez; cuando estés furioso conmigo por entrometerme en lo que tú consideres tu vida privada. Siempre lo harás todo lo mejor que puedas, porque sólo tú comprendes lo que es. ¡Que Dios te ayude! —El anciano se levantó con lentitud y se sacudió la hierba húmeda que se había pegado a la capa—. Ahora vuelve al campamento —añadió con tono afectuoso—. Todavía tienes que hacer tu turno de guardia esta noche.
El viento helado azotaba las laderas de las colinas y ululaba en los desfiladeros que rodeaban el campamento de los refugiados. También convertía la hoguera junto a la que Rudy hacía su guardia en una delgada línea amarilla paralela al suelo, y se introducía entre sus ropas mordiendo su carne y helando sus huesos. Había comenzado a nevar suavemente.
Alde no había acudido a verlo.
Rudy sabía la causa, y lo sentía. Lo que había sucedido la noche anterior había cambiado las cosas. Y aquello también era irreversible. Si Minalde dejaba de ser su amante, tampoco podría volver a ser su amiga. Y, como buena hija de la Iglesia, no estaría dispuesta a ser la mujer de un mago.
La echaría de menos terriblemente. La necesidad que tenía de ella le resultaba dolorosa, pero la añoranza era aún más profunda. La soledad, el deseo de su compañía, de oír su voz… Rudy recordó con patética claridad que seguía siendo un extranjero en aquella tierra, y que cada vez lo sería más. En cualquiera de los dos mundos, había roto toda esperanza de comunicación con las personas que no comprendían ciertas cosas. Supuso que sería peor cuando volviera a California. Pero después de haber visto el centro, el vértice, la llave de su vida, sabía que era imposible darle la espalda. Incluso cuando abandonase el caótico y peligroso mundo de los Seres Oscuros y volviera a la jungla eléctrica de California, tendría que seguir la búsqueda. Y sabía que si buscaba, seguro que encontraría.
El viento arrastraba la nieve y los lejanos aullidos de los lobos. Rudy sintió a su espalda cómo iba quedando en silencio el campamento. Recordó de nuevo la conversación que había mantenido con Ingold un rato antes, e intentó revivir el breve instante en el que había visto su propia alma, o el centro de su ser, reflejado en los azules ojos del mago. Recordaba haberlo visto, pero no pudo visualizarlo claramente. Solamente sintió de nuevo la fría mirada de Ingold, la forma en que se había introducido en su mente, la certeza de que, por primera vez en su vida, se había visto con claridad a sí mismo.
Pero entonces no se había dado cuenta de que aquella decisión tenía un precio: Minalde. En aquel momento no había comprendido que tendría que renunciar a todo lo que era, a todo lo que tenía. «Pero, si la pregunta es la respuesta, no hubiera importado que lo supiera o no». Sólo era consciente de que, de haberle dado la espalda a Ingold, siempre se hubiera arrepentido de haber tenido la oportunidad en sus manos y de haberla dejado escapar. Y sabía perfectamente que no se le ofrecería por segunda vez.
El fuego crepitó con suavidad; los troncos parecieron suspirar y se desmoronaron sobre sí mismos. Rudy tomó una gruesa rama y recompuso el montón de leña y brasas. Del fuego se alzó una columna de brillantes pavesas que relucieron como fuegos artificiales entre la nieve. Se envolvió una vez más en su capa y miró atrás, hacia el campamento. A la luz del fuego vio que una figura se acercaba a él, envuelta casi totalmente en pieles. La larga melena negra volaba azotada por el viento, y, cuando se acercó, el resplandor de la hoguera provocó destellos azules y dorados en sus profundos ojos violeta.