Mucho tiempo atrás, quizá durante una reencarnación anterior, Rudy recordaba haber visto una película titulada Los Diez Mandamientos, la cual, entre otras cosas, contenía una escena memorable de los hijos de Israel huyendo de Egipto. Charlton Heston levantaba su bastón y todos, perfectamente organizados, se ponían en camino. Toda la operación duraba unos tres minutos en la pantalla, con cabras, gansos, abuelos y demás.
Karst hervía de actividad desde varias horas antes del amanecer. Rudy, que estaba de pie sobre la carreta en la que se iban a cargar las raciones destinadas a la guardia, podía ver casi toda la plaza. No parecía que nadie pudiera salir antes del mediodía, y eso con suerte. Otra vez estaba lloviendo; el suelo tenía el aspecto de un espeso puré de barro en el que se hundían las ruedas de los carros y la gente chapoteaba entre constantes idas y venidas. La lluvia y el fango cubrían a los grupos de refugiados, de aspecto deprimido, que esperaban en medio del caos. Incluso Alwir, que se movía entre ellos sin cesar con su habitual elegancia, estaba empezando a parecer sucio y desastrado.
A media mañana la plaza era una confusión absoluta de gente, bultos y carretas. Se perdían animales, niños y objetos personales, y sus padres o propietarios los buscaban a gritos entorpeciendo los preparativos de la partida. Los grupos y familias más grandes y la pequeña nobleza celebraban reuniones de última hora entre voces y maldiciones para discutir el rumbo que debían tomar: hacia el norte, a la torre de Harl Kinghead; hacia el sur, a Renweth, con Alwir y el Consejo de Regencia; o más allá del paso de Sarda, a Gettlesand, para intentar hacer frente a los Jinetes Blancos desde los castillos de Tomec Tirkenson. Rudy vio a Tomec, un individuo grande y cubierto de cicatrices, formar a sus hombres entre imprecaciones que hubieran ruborizado a un camionero.
El joven podía haber emprendido la marcha en cualquier momento. Había conseguido algo de ropa limpia de entre las pertenencias de los muertos: una túnica marrón, camisa, pantalones y botas, un capote con capucha que le venía demasiado largo y un par de guanteletes guarnecidos con oro y esmeraldas. Sus ropas de California iban guardadas en un pequeño hatillo, junto con la navaja de afeitar que había encontrado entre los restos de la masacre, su navaja de caza americana, una cuchara de hueso y su peine de plástico azul. De su cintura colgaba el extraño peso de una espada.
Saltó al suelo y apoyó la espalda contra la alta rueda del carro. Soplaba un incómodo viento que arrastraba la lluvia en todas direcciones y agitaba las copas de los árboles que se divisaban sobre los tejados de pizarra negra. Grupos de gente cubierta de barro discutían por el espacio que quedaba libre en las carretas o ataban bultos y paquetes al lomo de las mulas o en rudimentarios remolques. Al verlos, Rudy recordó California con la sensación de que toda su vida anterior la había protagonizado otra persona.
—Allí —sonó junto a él la voz fría y limpia del Halcón de Hielo. Rudy se giró y vio que el joven capitán le señalaba a Jill un grupo de carros a la puerta del palacio de la obispo. Monjes vestidos de rojo cargaban en dos de ellos baúles al parecer muy pesados, bajo la dirección personal de Govannin.
—Es típico —dijo el capitán—. Dicen que trabajan por la salvación de las almas, pero yo sólo los he visto recoger los diezmos y contabilizar las almas que poseen, como avaros que cuentan sus monedas de oro. Tienen que huir para salvar sus vidas y prefieren llevar papeles antes que comida.
—¿Tienen? —Repitió Jill con curiosidad, y miró al hombre de las trenzas blancas, que colgaban empapadas por la lluvia sobre sus hombros—. ¿Tú no compartes su fe?
El Halcón de Hielo respondió con una silenciosa mueca de desdén.
Más allá de los carros de la Iglesia, los sirvientes y soldados de Alwir bajaban con dificultad una pesada rejilla de chimenea por la escalinata del Consejo. Rudy vio a Alde sentada en el pescante de uno de los carros, cubierta con una amplia capa de piel negra. En el regazo sostenía un gran bulto de mantas oscuras que indudablemente protegían al pequeño Tir. Medda, con su gran cara de pan bañada en lágrimas, tomó asiento al lado de la reina. Minalde movió la cabeza como buscando a alguien entre la muchedumbre. En la confusión de la plaza, sus ojos se encontraron con los de Rudy, y apartó la mirada rápidamente, como avergonzada de que la hubiera sorprendido buscándolo. Más allá, Bektis, con el estrecho y mezquino rostro enmarcado en un gran cuello de marta, subió a otro carro y contempló con gesto de superioridad al gentío cubierto de fango que aguardaba en la plaza.
De repente alguien empezó a gritar órdenes, y la voz atronadora de Janus se elevó sobre la lluvia y el clamor de gritos y discusiones. Alwir apareció montado en un esbelto alazán. Su capa ondeó al viento mientras se inclinaba para dar instrucciones de última hora a uno de sus hombres. Los guardias formaron en dos filas a ambos lados de los carros del canciller, y, como una olla que rompe a hervir, la multitud comenzó a tomar posiciones entre las filas o lo más cerca posible de éstas. Los que todavía no estaban preparados para partir aceleraron los últimos preparativos con la esperanza de alcanzar a la caravana en el camino. Incluso los que iban a dirigirse al norte y a Gettlesand preferían hacer la primera etapa del viaje con una expedición armada que en solitario.
Cuando salieron al camino, Rudy vio con sorpresa cuánta gente había sobrevivido. Se movían sin orden, en una vasta confusión de carros de provisiones y carretas cargadas con los muebles de Alwir y las crónicas del reino, pequeños rebaños de vacas y ovejas, grupos de caballos de refresco, gran cantidad de sirvientes del canciller y los pocos esclavos dooicos que algunas familias habían conservado. La gente se arremolinaba alrededor de los carros reales, con sus jaulas de gallinas y sus perros, cerdos y cabras. Era sorprendente ver cuántas familias habían sobrevivido, aunque seguramente en la mayoría de ellas faltaba algún miembro. Los padres cargaban con gran parte del peso, y los hijos mayores llevaban a los que todavía no podían andar. También había un buen número de ancianos. Rudy se preguntó cuántos de ellos habrían podido correr lo suficiente para escapar de los Seres Oscuros. Pero allí estaban, apoyándose cansadamente en bastones o a hombros de sus hijos y nietos, charlando entre sí con la calma de los que ya no se sorprenden de las vueltas que da el destino. A medida que salían de Karst, no dejaron de ver un número mucho mayor de grupos y familias que acababan de cargar sus pertenencias en mulas o carretas para unirse a la caravana, y que discutían o miraban con ojos vacíos a la interminable columna que avanzaba bajo la lluvia gris. Rudy calculó que durante todo el resto del día seguiría saliendo gente de Karst sin interrupción.
Un anciano cubierto de barro, que llevaba un hatillo andrajoso a la espalda y se apoyaba en un recio báculo, alcanzó a Rudy mientras dejaban atrás los alrededores de Karst y se adaptó a su paso. Una resbaladiza franja de fango negro atravesaba el camino. Rudy patinó, y un fuerte brazo lo sujetó por el codo.
—Búscate una buena vara en el bosque —le aconsejó una voz áspera y familiar—. El camino será mucho peor cuando lleguemos a las montañas de Renweth.
—Pero ahora estamos saliendo de las montañas —dijo Rudy mientras seguía atentamente los pasos del mago—. ¿Acaso nos dirigimos a otra cordillera?
—En efecto —respondió Ingold—. Tomaremos la Gran Ruta del Sur en Gae y seguiremos el valle del río Pardo, que atraviesa el corazón del reino. De él sale la carretera que conduce al paso de Sarda, y por ella nos adentraremos en la Gran Cordillera Blanca, un inmenso muro montañoso que divide en dos el reino, las tierras de Wath, y que separa los valles fluviales y las estepas de Gettlesand. Renweth está en lo alto del paso de Sarda. Mira dónde pisas.
Rudy patinó sobre una alfombra de hojas empapadas y estuvo a punto de caer en un gran charco negro. La carretera de Karst a Gae había sido nivelada y reforzada para su uso durante el buen tiempo, pero el flujo constante de refugiados y la lluvia la habían convertido en un peligroso barrizal. Los refugiados que no pudieran salir de Karst hasta la tarde lo iban a pasar muy mal. Rudy miró las oscuras laderas boscosas y pensó en el aspecto que tendrían cuando empezara a anochecer. No pudo evitar sentir un escalofrío.
—¿A qué distancia estamos? —Preguntó de repente—. ¿Cuántas noches tendremos que pasar al aire libre?
—Son unos doscientos kilómetros —respondió Ingold, mientras caminaba por el borde del camino, donde el suelo era más firme—. Ocho o diez noches, si el tiempo sigue siendo bueno y el río de la Flecha no ha crecido demasiado cuando tengamos que vadearlo.
—¿Esto te parece buen tiempo? —Gruñó Rudy—. No he entrado en calor desde que llegué aquí. Ya ni me acuerdo de lo que es estar seco.
El anciano extendió la mano abierta y la lluvia formó un diminuto lago en su palma callosa.
—Podría ser mucho peor —dijo despreocupadamente—. Hemos tenido inviernos muy duros los últimos diez años, con terribles heladas en las llanuras de Gettlesand, lo que obligaba a los Jinetes Blancos, los bárbaros de las estepas, a atacar las fortalezas del reino en busca de comida. Y este invierno promete ser aún peor.
—Fantástico.
—Pero, sin embargo, parece que los Seres Oscuros atacan menos si el tiempo es malo. Los vientos muy fuertes, las lluvias o la nieve parecen mantenerlos a distancia. Lo malo y lo bueno casi siempre están relacionados.
—Genial —repuso Rudy sin ningún entusiasmo—. Podemos elegir entre los Seres Oscuros y la neumonía.
El anciano alzó las cejas con gesto inocente.
—¿Y tú qué prefieres?
Tomaron una curva del camino, como Jill había hecho dos días atrás, y los oscuros bosques parecieron abrirse mostrando la nebulosa llanura. Medio escondidas entre la bruma que se alzaba del río, aparecieron ante sus ojos las ruinas de Gae. Acostumbrado a las grandes ciudades, Rudy pensó que ésta era pequeña, pero innegablemente grandiosa. Al contrario que las masas urbanas caóticas e impersonales, aquélla parecía una unidad arquitectónica encerrada por unas murallas. La reconstruyó mentalmente, imaginando tejados, torres y árboles, y resonó en sus oídos la voz melodiosa de Alde: «Así siempre la recordaré con toda su belleza…».
Aquel pensamiento dio paso a otros, y Rudy permaneció allí, admirando los tonos ocre y pastel del paisaje, hasta que reparó en que la caravana se alejaba. Volvió al camino y apretó el paso para alcanzar a los carros, chapoteando pesadamente en el barro negruzco cuajado de plumas blancas de gallina.
Nuevos grupos de refugiados se incorporaron a la caravana en la llanura, junto a las murallas de Gae. La carretera se unía a la Gran Ruta del Sur varios kilómetros más allá de la ciudad, y al norte del cruce se alzaba el monte Trad, que recibía su nombre de un héroe de la antigüedad y constituía la única elevación de la llanura. Desde su cima, una cruz de piedra cubierta de musgo otorgaba su antigua bendición a la unión de los caminos. Allí se incorporó a ellos una multitud variopinta de fugitivos de Gae, más valientes, más locos o más temerosos que los demás, los cuales habían permanecido cerca de las murallas de la ciudad con la esperanza de que el peligro pasara de largo. Tenían más provisiones e iban más cargados que los que habían huido a Karst. También iban mejor vestidos y llevaban carros, mulas y caballos, así como vacas, cerdos y gallinas, grandes cantidades de libros, dinero, objetos domésticos y piezas de plata.
—¿De dónde sacan tantas vacas? —Preguntó Rudy a Jill, que iba caminando a su lado—. ¿Es que todo el mundo tenía animales en casa?
—En Nueva York, Boston y Chicago, la gente tuvo vacas y cerdos en las casas hasta mil ochocientos noventa —respondió la joven—. ¿Cómo piensas que conseguían leche viviendo en una ciudad?
Al converger los dos grupos, Rudy oyó fugazmente las conversaciones de los que se unían a la caravana.
—¿De verdad es ésa Su Majestad? ¿Entonces está sana y salva? ¿Y el príncipe?
La gente se santiguaba dando gracias y estiraba el cuello para ver algo. Como americano, y no muy entendido en la materia, Rudy esperaba que los súbditos de una monarquía odiaran y temieran a los que poseían un poder tan absoluto sobre ellos, y le sorprendió ver la reverencia que mostraban a Alde y Tir. Entonces recordó las palabras que Alde le había dicho la noche anterior acerca del amor y el honor. Aquella gente necesitaba un rey al que amar y una ley que respetar. Desde luego él no recordaba a ningún político que le infundiera respeto, y mucho menos ninguno por el que hubiera estado dispuesto a entonar oraciones de agradecimiento. Entonces contempló con una nueva actitud el alto carro cubierto de pieles y pensó en la muchacha de cabellos oscuros que viajaba en él.
El día avanzó mientras seguían la Gran Ruta del Sur a lo largo del río, cruzando grandes campos verdes anegados de agua. Al contrario que el fangoso e irregular camino de la montaña, ésta era una carretera ancha y sólida, dotada de profundas zanjas de drenaje a ambos lados y pavimentada con adoquines hexagonales de piedra gris clara. La lluvia se acumulaba en el centro de los adoquines, más desgastado que los laterales, confiriendo al pavimento el aspecto de la piel brillante y escamada de un pez de extraordinaria longitud que se perdía en la distancia. La columna dejó atrás la vasta llanura de Gae y cruzó un puente coronado por dos torres lóbregas y desiertas, para entrar en las fértiles tierras bajas. Desde allí la carretera serpenteaba perezosamente entre prados, granjas y bosquecillos.
Rudy observó que los campos y las granjas tenían un aspecto de gran prosperidad. Las casas estaban bien construidas y eran grandes, muchas de ellas poseían edificios adjuntos para el ganado. Pero la ausencia absoluta de seres humanos resultaba escalofriante. Sólo había casas desiertas, ganado abandonado y grandes extensiones de campos inundados a medio cosechar. La poca gente que vieron eran las familias supervivientes de aquellas granjas, que se incorporaban a la caravana con todas sus pertenencias, arados, semillas y animales, con sus niños a la espalda o en las carretas y con los perros pastores que conducían pequeños rebaños de ovejas. Al pasar junto a aquellas granjas abandonadas, los guardias, los Monjes Rojos o los civiles que actuaban por cuenta propia se apartaban del camino para buscar en los graneros derruidos nuevas provisiones, aunque Rudy observó que rara vez entraban en las casas. En ocasiones volvían con carretas cargadas de forraje y grano, y con vacas, cerdos o los pequeños caballos de labranza que sus dueños habían abandonado por inservibles.
Y seguía lloviendo. La expedición ya parecía un ejército que avanzaba penosamente por la carretera plateada. Rudy pensó en el viaje que les esperaba y se preguntó qué diablos estaba haciendo allí. El plomizo día daba paso lentamente al crepúsculo.
El joven entrecerró los ojos y miró a lo lejos. Ya había visto varias veces durante el día a personas solitarias caminando sin rumbo por los campos. Se preguntó qué les ocurriría, pues no parecían reparar en la caravana, y ninguno de los refugiados le hablaba o saludaba. Avanzaban como zombies, a veces solos, a veces en grupos de dos o tres, con la mirada perdida en el horizonte. Otros estaban tendidos en el suelo, mirando al cielo con los mismos ojos vacíos.
Cada vez sentía mayor curiosidad por aquellos extraños dementes. Al anochecer vio a un hombre y dos muchachas con la mirada perdida, de pie, en el fondo de la zanja lateral de la carretera. Rudy se apartó del camino y bajó la pendiente de la cuneta, resbalando entre la hierba y el barro, hasta llegar junto a ellos.
El hombre vestía solamente una camisa de algodón blanco empapado. Tenía las manos y la boca casi azules de frío, pero no parecía notarlo, como tampoco parecía advertir que tenía los pies sumergidos en el agua pardusca por encima de los tobillos. Las dos muchachas llevaban harapos de seda y cintas que sujetaban sus cabellos empapados. Sus inexpresivos ojos seguían los movimientos de Rudy, pero nadie emitió ningún sonido.
Rudy pasó la mano con precaución por delante de los ojos del hombre. Éstos siguieron el movimiento, pero el individuo no parecía registrar lo que veía. Lo mismo ocurría con las muchachas. Eran muy guapas, y suaves como lirios. A Rudy le hubiera encantado llevárselas a la cama a las dos de no haber sido por aquella mirada angustiosamente vacía.
—Esta —dijo la voz de Ingold a su espalda— es otra de las cosas que hacen los Seres Oscuros.
El joven se volvió sorprendido. No había oído acercarse al mago, a pesar del barro y el agua que los rodeaba. El rostro del anciano, enmarcado por las sombras de la capucha, parecía tenso y enfermo.
—No vimos muchos en Karst —siguió diciendo—. Posiblemente porque las víctimas fueron aplastadas por los que intentaban huir, o porque se perdieron en los bosques de los alrededores. Pero yo los vi en Gae, y creo que casi todos los que están aquí también.
—¿Qué les ocurre? —Rudy miró al mago y a continuación a los tres autómatas que tiritaban bajo la lluvia.
—Creo que ya te conté algo sobre esto —musitó Ingold con voz tranquila—. Los Seres Oscuros no sólo devoran la carne, sino también la mente, la energía psíquica, la inteligencia… Supongo que por eso los hombres son sus animales preferidos. Quizá sea ése su alimento principal.
El anciano extendió una mano y le cerró los ojos al hombre apoyando sobre ellos el índice y el pulgar. Entonces cerró sus propios ojos y pareció meditar un instante en silencio. Las rodillas del hombre se doblaron bruscamente, y cayó boca abajo sobre la zanja mientras Ingold daba un paso hacia atrás. Rudy aún permanecía atónito mirando el cadáver cuando el mago tocó suavemente a las dos muchachas; éstas cayeron de la misma forma y quedaron tendidas con los cabellos flotando a su alrededor en el agua sucia. Ingold se volvió y, apoyándose cansadamente en su báculo, subió de nuevo a la carretera. Rudy lo siguió. El agua chorreaba por los bordes de su capa, y sintió un frío mortal en los huesos al pensar en lo que había hecho el anciano.
Durante largo rato siguieron caminando juntos, hasta que Rudy rompió el silencio.
—No se recuperan nunca, ¿verdad?
—No. —La voz del mago sonó impersonal desde las profundidades de su capucha. «Un anciano inofensivo —pensó Rudy—. Un lunático encantador. No me extraña que le tengan miedo»—. No. Si están en un lugar cerrado se mueren de hambre, y si se quedan en campo abierto mueren de frío.
—Y… ¿nadie ha intentado cuidarlos hasta ver si sus mentes se recuperan?
Ingold se encogió de hombros.
—No es fácil cuando tú mismo estás huyendo de la Oscuridad. En Twegged, en el norte, cuando empezó todo esto, lo intentaron. La víctima duró dos meses.
—¿Qué sucedió al cabo de ese tiempo?
—Los que cuidaban a la mujer la mataron —respondió Ingold, y añadió a modo de explicación—: Eran su marido y su hija.
Rudy miró atrás por encima del hombro. La bruma del atardecer estaba cayendo sobre ellos con rapidez, y las sombras y la oscuridad avanzaban sobre los campos. Sin embargo, al mirar atrás le pareció ver a lo lejos la curva de la carretera y, en la zanja, una mancha blancuzca.
Cayó la noche, y a lo largo de muchos kilómetros de carretera los refugiados intentaron descansar. Las hogueras de los puestos de guardia formaban a ambos lados del camino collares de cuentas luminosas que brillaban en la oscuridad. Todos los que podían sostener un arma tomaron parte en las guardias.
Alde se acercó al puesto de Rudy ya entrada la noche, seguida de Medda, que parecía una sombra corpulenta y desaprobadora. La joven se mostró tímida, y ninguno de los dos mencionó lo que había sucedido la noche anterior en Karst, pero Rudy sintió en su presencia una alegría que jamás había experimentado con otro ser humano. Sentados de espaldas al fuego, sin tocarse, hablando de Tir o de las pequeñas anécdotas de la jornada, la intimidad que se establecía entre ellos era tan cálida y cercana como si compartieran la misma capa.
El día amaneció claro y helado. El viento había barrido las nubes hacia el sur, hacia las inmensas montañas de cumbres nevadas que se recortaban contra el cielo azul de la mañana. Corría el rumor de que los lobos habían atacado la manada de caballos de la Iglesia, aunque los Monjes Rojos los habían rechazado. Cuatro hombres que habían montado guardia habían sido hallados muertos junto a sus hogueras: nuevas y silenciosas víctimas de los Seres Oscuros. No obstante, la obispo Govannin había celebrado un oficio de acción de gracias, y los que habían visto amanecer dieron gracias a Dios de que la noche no hubiera sido peor.
Ahora atravesaban un terreno ondulado de colinas gris verdoso. A su derecha se divisaban de vez en cuando, entre las nubes, las distantes cimas de las montañas occidentales. El paisaje estaba surcado por incontables arroyos ribeteados de escarcha que serpenteaban hacia las verdes y frondosas tierras bajas del este. A veces encontraban estrechos puentes de piedra que cruzaban estos ríos, pero casi siempre había que vadearlos por donde el agua era menos profunda, de modo que nunca tenían tiempo de secarse por completo. Rudy, que ya sentía agudas punzadas de dolor en todas las articulaciones, siguió la recomendación de Ingold y cortó una vara recta y larga en el siguiente bosquecillo que cruzaron. Nunca había tenido la menor idea de botánica, pero el Halcón de Hielo le dijo que la madera no era más que ceniza.
Hacia el mediodía cruzaron una ancha vaguada flanqueada por dos colinas. Desde allí se divisaban las anchas tierras que descendían hasta el río, grandes extensiones de hierba alta iluminada por la blancuzca luz de un sol frío. El soldado rojo que llevaba las mulas del carro de Minalde hizo una pausa en aquel lugar para dejar descansar a los animales, y Rudy se detuvo junto a ellos. Mucha gente se había parado allí para recobrar el aliento. Alde se volvió hacia él y sonrió.
—¿Cómo estás? —preguntó con timidez. Era la primera vez que le hablaba a la luz del día.
—Muerto de cansancio. —El joven se apoyaba en su vara, sin importarle parecer un viejo—. ¿Cómo es posible que toda esta gente lo resista? Me parece que me voy a desplomar en cualquier momento.
—A la mayoría de ellos les pasa lo mismo —dijo Alde—. Y yo me sentiría igual si no tuviera un carro por ser la reina. Todo el día he estado viendo mujeres con niños tan pequeños como Tir. Los llevan en brazos, y así los llevarán hasta Renweth, si no mueren en el camino. —Minalde apretó con más fuerza contra sí el gran bulto oscuro que descansaba a su lado. Altir dejó escapar un leve sonido de protesta e intentó liberarse de las mantas con la evidente intención de tirarse del asiento. Aquel niño iba a ser un demonio cuando empezara a andar.
—¿Morir? —inquirió Rudy con inquietud. Recordó comentarios que había oído sobre el destino que esperaba a los que quedaran atrás.
—De frío —dijo ella—. O de hambre. De momento tenemos víveres suficientes, pero cuando dejemos las tierras bajas empezarán a escasear. No habrá bastante para todos los niños, ancianos y enfermos…
Alde se interrumpió bruscamente. Tenía la mirada fija en las distantes colinas, y Rudy intentó encontrar en la lejanía la causa de su asombro. A lo lejos se veían grandes formas pardas, semejantes a monstruosas pilas de heno que se movían lentamente por los pastos.
—¿Qué es eso? —preguntó mientras se hacía visera con la mano. Entonces miró a la reina y vio su gesto de preocupación—. ¿Son…?
—Mamuts —repuso ella, pensativa—. Mamuts a este lado de las montañas.
—¿Mamuts?
Alde interpretó mal el gesto de asombro de Rudy.
—Elefantes lanudos —le explicó—. Son muy corrientes en las llanuras del norte, pero no se ha visto ninguno en los valles desde… Oh, desde hace cientos de años. Y nunca tan al sur. Deben de haber atravesado los pasos de las montañas por alguna razón.
Pero pronto descubrirían que los mamuts no eran los únicos que habían cruzado los pasos de las montañas.
Aquella noche, mientras Alde y él charlaban calmadamente junto al puesto de Rudy bajo la atenta vigilancia de Medda, el joven creyó oír el distante tronar de unos cascos de caballos, ruido poco frecuente, ya que en la caravana escaseaban y estaban protegidos como si fueran un tesoro. Al rato, el viento nocturno llevó hasta ellos un vago olor a humo y sonidos parecidos al aullar de los lobos, aunque diferentes. Por la mañana, Rudy acompañó a Ingold y a un pequeño grupo de guardias a buscar el origen de aquellos ruidos.
Lo encontraron mucho antes de que el sol consiguiera disipar la espesa bruma del río. La masa carbonizada y humeante de una granja saqueada se alzaba en medio de la niebla opalescente, entre las formas negras de los cuervos y el olor a carne quemada. A poca distancia encontraron parte de la familia que habitaba la granja. Al principio Rudy no se dio cuenta de que el cuerpo clavado con estacas al suelo era humano, y cuando lo comprendió creyó que se iba a desmayar. Apartó la mirada, con el rostro empapado en sudor y un ácido sabor a vómito en la boca. Oyó los pasos de Janus, que se acercaba chapoteando en el barro, y el leve tintineo de los bocados de los caballos, los cuales cabeceaban inquietos.
—No han sido los Seres Oscuros —dijo Janus.
—No —añadió Ingold, mientras inspeccionaba las hierbas pisoteadas de los alrededores.
—¿Dooicos? ¿Pueden haberse vuelto… locos? —sugirió otro guardia.
—¿Dooicos a caballo? Imposible —intervino una nueva voz.
Ingold surgió de repente de entre la niebla como un espectro. Llevaba en la mano un trozo de látigo de cuero adornado con cuentas de colores y una pluma manchada de sangre en el extremo.
—No —repuso con voz tranquila, a pesar de la carnicería que tenían ante sus ojos—. Me temo que ha sido obra de los Jinetes Blancos.
—¿A este lado de las montañas? —preguntó Janus con inquietud.
El mago asintió y le mostró el trozo de cuero. La pluma le rozó la muñeca y trazó en ella una fina pincelada sangrienta.
—Vienen de los montes de Lava —explicó, e hizo un gesto de cabeza en dirección a la horrenda muestra de su paso, el cadáver clavado y descuartizado sobre la hierba—. Es un sacrificio. Una especie de ofrenda a algo que temen.
—¿Los Seres Oscuros? —preguntó el jefe de la guardia mientras examinaba el trozo de látigo.
—Sin duda —afirmó Ingold lentamente y observó los árboles incendiados, los restos calcinados de la granja, las aves de rapiña que aguardaban pacientemente su momento—. Sin duda. Aunque si los Seres Oscuros constituyen su principal temor, ¿por qué han cruzado las montañas? El peligro es mayor en los valles fluviales.
—Quizá no lo sabían.
—Quizás. —El mago no parecía convencido, y siguió examinando los alrededores, como si olfateara el viento buscando el olor de un peligro desconocido—. En cualquier caso, esto empeora la situación. Aquí hay huellas de cascos con herraduras, lo que quiere decir que ya andan escasos de monturas y se apoderan de los caballos abandonados en las granjas. Yo diría que son demasiado pocos para proteger sus manadas de los lobos. Pronto intentarán atacar la expedición.
—¿Crees que se atreverán? —inquirió Janus con gesto de incredulidad.
—Si piensan que pueden salir impunes del enfrentamiento, sí. —Ingold volvió junto al grupo sacudiéndose el rocío de las mangas. Rudy observó que caminaba apoyando los pies suavemente, como un gato, y que apenas dejaba huellas en la hierba mojada—. Las fuerzas unidas de la guardia, los Monjes Rojos y las tropas de Alwir son muy superiores en número a los Jinetes Blancos, pero la columna tiene más de siete kilómetros de longitud en marcha, y al menos cuatro acampada. Podrían lanzar un ataque relámpago en cualquier punto.
Los guardias estaban montando de nuevo para volver. Janus y el mago permanecieron un momento hablando en voz baja. La corpulenta figura del jefe de la guardia se inclinaba ligeramente sobre la del anciano. Desde la incómoda silla de su caballo, Rudy se preguntó qué relación existiría entre los dos hombres. A pesar de las advertencias de la Iglesia contra los magos, era evidente que Janus e Ingold estaban unidos por una profunda amistad. De repente se le ocurrió que, aparte de Jill y él mismo, Janus parecía ser el único amigo que Ingold tenía en la caravana. La gente normal trataba al anciano con una mezcla de respeto, desconfianza y miedo. Incluso Minalde, a cuyo hijo había salvado de una muerte segura, se mostraba tímida y esquiva en su presencia. Rudy se preguntó cuál sería el vínculo que unía a Ingold con los guardias.
—¿Y qué posibilidades hay ahora de que ataquen los Seres Oscuros?
A la luz difusa de la mañana, Ingold pareció meditar, y su mirada pasó del jefe de la guardia al paisaje que se iba dibujando mientras las brumas se disolvían por efecto de la pálida y fría luz del sol. A lo lejos se podía ver el lento avance de los peregrinos por la carretera que serpenteaba entre las colinas. Más cerca, los cuervos contemplaban a los guardias desde las ramas de los árboles con ojos brillantes e inquisitivos. A su alrededor se extendían vastos y desolados campos de hierba plateada por efecto de la luz del sol. Rudy pensó que jamás había visto un paisaje tan vacío.
—Más de las que creemos —dijo el mago pausadamente—. Anoche había buena luna, pero pude percibir su presencia a lo lejos. Y son muchos. En tiempos antiguos había una de sus Escaleras, sellada hace muchos siglos, al pie de las montañas, y tendremos que pasar muy cerca de ella.
Janus lo miró con gesto de preocupación, pero Ingold no pareció hacer caso.
—Ahora mismo —añadió el anciano—, la velocidad y el clima son nuestros aliados. Hay que llegar cuanto antes a la torre. Cada día que pasemos en el camino el peligro será mayor. Y es posible que, cuando lleguemos, tengamos que defender Renweth de algo más que de los Seres Oscuros.