Jill sabía que no era más que un sueño. No tenía ninguna razón para sentir miedo. Era consciente de que aquel peligro, aquel caos, aquel terror ciego y obsesivo que llenaba la noche no era real; la ciudad y sus edificios oscuros y extraños, las multitudes que huían presa del pánico y la empujaban en todas direcciones no eran más que los posos removidos de un inconsciente sobrecargado, espectros que desaparecerían con la luz del día.
Lo sabía perfectamente, y sin embargo tenía miedo. Estaba al pie de una escalinata de mármol verde que desembocaba en un patio cuadrado rodeado por altos edificios de tejados puntiagudos. La multitud fugitiva pasaba junto a ella, y tuvo que apoyarse en el gigantesco pedestal de una estatua de malaquita, sin que aparentemente nadie reparara en su presencia. La fría luna en cuarto creciente teñía de un blanco cadavérico los rostros salvajemente desfigurados por el terror. La gente salía despavorida de sus casas, intentando salvar cofres de joyas y bolsas de dinero, perrillos falderos y niños que lloraban presas de un pánico irracional. Tenían los cabellos revueltos por el sueño bruscamente interrumpido, ya que era noche cerrada. Algunos estaban vestidos, pero la mayoría iban desnudos o apenas cubiertos por camisones o túnicas que se habían echado encima apresuradamente. Jill sentía el olor, cuando pasaban por su lado, propio del sudor que provoca el miedo. Nadie la vio, nadie se detuvo junto a ella; la marea humana intentaba ascender la ancha escalinata de mármol y cruzar el oscuro arco que se divisaba en lo alto, en dirección a las atestadas calles de la ciudad asediada.
«¿Qué ciudad? —se preguntó Jill confusamente—. ¿Y por qué tengo miedo? No es más que un sueño».
Pero lo sabía. Sabía instintivamente, como ocurre en los sueños, que aquella escena de pánico se estaba repitiendo en aquel mismo instante en todos los rincones de la ciudad, como los infinitos reflejos de dos espejos enfrentados. La certeza y el horror provocaron un escalofrío que le recorrió la piel y se introdujo como un gusano en sus entrañas.
Sin embargo, todos ellos lo sentían también, pues nadie se detuvo un instante junto a ella. Miraban atrás con los ojos redondos y vacíos, propios de la locura, como atraídos contra su voluntad por las puertas ciclópeas de bronce verdoso que dominaban el muro opuesto. Huían de aquellas puertas trapezoidales, detrás de las cuales iba creciendo el horror, como el agua que se acumula tras una presa que se está resquebrajando y ello da lugar a un terror silencioso e incorpóreo, a una indescriptible erupción de los poderes de los negros abismos en la tierra de los vivos.
Entonces oyó movimiento y voces en la caverna a la que se abría el gran arco que se alzaba a su espalda. Sonaron pasos amortiguados y el agudo siseo de una espada al ser desenvainada. Jill se volvió con rapidez, y sus espesos cabellos le azotaron la cara. La danza fugaz y temblorosa de las antorchas iluminó formas humanas, rostros, espadas, el suave brillo de una cota de malla. Entre los últimos civiles que huían desesperadamente habían aparecido los guardias, iluminados por la luna plomiza. Iban uniformados de negro, con ligeras cotas de malla y gruesas botas. Eran hombres y mujeres, y las afiladas hojas de sus armas resplandecían débilmente entre las sombras. Jill percibió el inquieto movimiento del puñado de civiles que se había armado apresuradamente. Murmuraban entre sí y blandían con manos inexpertas armas prestadas, mientras el creciente miedo pugnaba con el asombro en sus rostros. Y delante de todos ellos iba un anciano vestido con una túnica marrón, un viejo mago de ojos de halcón y poblada barba, que empuñaba una espada llameante.
El anciano se detuvo en el escalón superior y contempló el patio que se extendía a sus pies como un águila en busca de su presa, mientras el resto del populacho semidesnudo pasaba apresuradamente junto a Jill, rozándola sin verla, y desaparecía tras el mago y los guardias a través del oscuro arco. Jill vio que el mago miraba fijamente la puerta. Aquel hombre conocía la naturaleza del horror sin nombre que se ocultaba tras ella. Su rostro sereno y curtido permaneció inmóvil bajo la espesa barba. Entonces sus ojos recorrieron el patio, como inspeccionando el terreno para la batalla, y se detuvieron en Jill.
La había visto. La joven lo supo instantáneamente, incluso antes de que la sorpresa agrandara los ojos del mago. Los guardias y voluntarios, que se mantenían detrás de él, miraban hacia la muchacha, a través de ella, buscando la causa de la sorpresa del anciano. Pero él era el único que podía verla, y Jill se preguntó por qué sería así.
A través de las grietas y de los goznes del gran portón comenzó a soplar un viento frío que susurró siniestramente entre los rincones y sobre el pavimento del patio, y que agitó los espesos cabellos negros de Jill. Aquel viento llevaba el olor frío y húmedo del mal, del ácido y la piedra, de cosas que no deberían haber visto nunca la luz, de la sangre y de la oscuridad. No obstante, el mago envainó su espada y descendió la escalinata lentamente, como si temiera asustar a la joven.
Pero eso hubiera sido imposible, pensó Jill. Y, en cualquier caso, no era más que un sueño. Parecía un anciano agradable, pensó. Sus ojos eran azules y brillaban con gran intensidad, sin asomo de soberbia ni crueldad. Si temía la fuerza que aguardaba al otro lado de la puerta, sus ojos no lo mostraban. Se acercó hasta quedar a pocos metros de la joven, que se estremecía bajo la sombra verdosa de la gran estatua, y la miró con ojos sorprendidos y penetrantes, como intentando comprender lo que veía. Entonces extendió una mano hacia ella e hizo ademán de hablar.
Jill despertó bruscamente, pero no se hallaba en su cama.
Durante un instante no supo dónde estaba. Desconcertada, extendió una mano como quien despierta de repente, y sintió en la palma el tacto suave y helado del pedestal de mármol. La fría humedad de la noche mordió sus piernas desnudas y le heló los pies descalzos. Los gritos de terror que inundaban la ciudad llegaron hasta ella con absoluta claridad, y con ellos el escurridizo olor del agua. El horror que aguardaba al otro lado de la puerta se convirtió en una mano que se aferraba a su garganta, y desapareció al momento como el humo, desplazado por un pensamiento aún más aterrador.
Había despertado.
Ya no estaba soñando.
Todavía seguía allí.
Todas las miradas estaban fijas en ella, desconcertadas, inseguras, incluso asustadas. Los guerreros, que seguían en lo alto de la reluciente escalinata, miraban con sorpresa a la delgada joven de cabellos negros que acababa de aparecer ante sus ojos, apenas cubierta por la camisa vaquera de cuadros verdes que solía ponerse para dormir. Jill les devolvió la mirada, a la vez que buscaba apoyo en el pedestal de mármol, debilitada por la impresión y temblorosa a causa del asombro y el miedo. Las piernas se le doblaban y el aire luchaba por salir de sus pulmones.
Pero el mago seguía allí, y la muchacha se dio cuenta de que era casi imposible tener miedo estando cerca de él.
—¿Quién eres? —preguntó el anciano con suavidad.
—Jill —respondió ella asombrada de oír su propia voz—. Jill Patterson.
—¿Cómo has llegado aquí?
A su alrededor, el oscuro viento soplaba con más fuerza a través de las puertas, fétido y plagado de apetitos inhumanos. Los guardias murmuraron entre sí, y el nerviosismo se apoderó visiblemente del grupo, como la vibración de un cable en tensión. También ellos tenían miedo. Pero el mago permaneció firme. Su voz suave y levemente áspera no tembló.
—Yo… estaba soñando —balbuceó Jill—. Pero esto…, esto… ya no es un sueño, ¿verdad?
—No —dijo el anciano con voz afectuosa—. Pero no tengas miedo. —Alzó una mano ajada en el aire e hizo con ella un movimiento que la muchacha no pudo ver con claridad—. Vuelve a dormir.
El frío de la noche desapareció mientras la espesa neblina del sueño desdibujaba los sonidos, los olores y el miedo. Jill vio que los guardias miraban con ojos de asombro las trémulas sombras azules, que eran lo único que podían ver. Entonces el mago les habló, y ellos lo siguieron a través del desierto patio empedrado, hacia los vientos oscuros y la amenaza innombrable que aguardaba tras las puertas. Acto seguido alzó su espada, un inmenso mandoble que resplandeció en la noche como el relámpago en una tormenta de verano, y, como si una explosión hubiera sacudido las bóvedas del edificio, las puertas se abrieron con violencia y las tinieblas se extendieron ante ellos como humo.
Jill vio lo que había en la oscuridad, y sus propios gritos de terror la despertaron.
Las manos le temblaban con tal violencia que apenas pudo encender la lámpara de la mesilla de noche. El despertador señalaba las dos y media. Bañada en un sudor helado, la joven dejó caer la cabeza sobre la almohada, repitiéndose que no había sido más que un sueño. Simplemente un sueño. «Tengo veinticuatro años, soy licenciada en historia medieval y presentaré la tesis doctoral en un año. Es una estupidez tener miedo de un sueño. Y no ha sido más que un sueño. Ya ha pasado todo, y nada de ello ha sido real. No era más que un sueño».
Se repitió aquellas palabras una y otra vez, mientras comprobaba, cubierta con las viejas sábanas y las baratas mantas, la convincente familiaridad de su apartamento: los Levis colgando del cajón entreabierto del armario, el poster de Bruce Springsteen en la pared, el caos de libros de texto, pañuelos de papel, monedas y viejos libros de bolsillo que cubrían la alfombra… Recordó que tenía que madrugar, miró el reloj de nuevo y pensó en apagar la luz e intentar dormir. No obstante, y aunque, como bien se había dicho, tenía veinticuatro años y era casi una doctora, demasiado mayor para dejarse impresionar por una simple pesadilla, acabó cogiendo del suelo Los viajes medievales y, con un acto de voluntad, se sumergió en su lectura hasta el punto de entusiasmarse con los detalles legales sobre las calzadas pertenecientes a la Corona en la Inglaterra del siglo XV.
No se atrevió a cerrar los ojos hasta que empezó a amanecer.
Por extraño que pareciera, Jill no recordó nada del sueño hasta casi una semana después. Y lo que acudió a su memoria cuando volvía de la universidad en el coche, en plena y brillante tarde californiana de verano, fue la voz del mago. Se preguntó dónde habría oído aquel cálido timbre de voz y su característica cadencia, suave como el terciopelo y levemente rasposa.
Entonces recordó sus ojos, la ciudad, las sombras y el miedo. Y mientras avanzaba con su Volkswagen rojo por Charles Street hacia su apartamento, se dio cuenta de que no era la primera vez que había soñado con aquella ciudad.
Lo extraño del primer sueño, recordó Jill mientras maniobraba trabajosamente en el siempre abarrotado aparcamiento, era que, aunque en principio no había nada de terrorífico en él, había tenido miedo y se había despertado empapada en sudor frío y con una persistente sensación de pánico.
Había soñado que recorría a solas una cámara abovedada, tan grande que la oscuridad desdibujaba a su alrededor los sombríos nervios de los arcos que soportaban el techo. El polvo cubría el suelo que pisaban sus pies desnudos, así como los escombros y cajones apilados por todos lados, y difuminaba el resplandor de una llama amarilla, que era adonde ella intentaba acercarse, una pequeña lamparilla que ardía junto a una oscura escalera de pórfido rojo. A su alrededor, tan envolvente como el polvo, tan ubicua como las sombras, notaba la sensación de que había algo terrorífico agazapado, de que un ser carente de ojos la observaba oculto en la oscuridad.
La pálida llama resplandecía perezosamente en los anchos escalones rojos e iluminaba la forma distante de las monumentales puertas de bronce, que se divisaban en lo alto, al final de la escalera, pero no se reflejaba en la negrura plomiza del suelo de basalto, a pesar de que era suave como el cristal, pulido por el paso de innumerables pies. Jill no podía imaginar cómo había ocurrido tal cosa en un lugar subterráneo y oculto, y estaba claro por el polvo que no se trataba de un lugar muy frecuentado. El pavimento era muy antiguo, mucho más que los muros, aunque ella no hubiera podido decir por qué lo sabía. Era más antiguo que la ciudad que se extendía sobre su cabeza, o que cualquier ciudad humana. En medio del oscuro pavimento, delante de los escalones débilmente iluminados, había una losa diferente, de granito gris pálido sin desbastar, que contrastaba poderosamente con la suavidad del resto del suelo, aunque también estaba cubierta por una alfombra de polvo.
Una puerta crujió en algún lugar en lo alto y la luz iluminó los arcos de la bóveda. Jill se ocultó tras la sombra de una columna, a pesar de que sabía que sólo era un sueño y que sus personajes no podían verla simplemente porque no existían. Una sirvienta, a juzgar por sus ropas, bajó los escalones con una cesta al brazo y una lámpara en la mano. Pisándole los talones iba un esclavo jorobado que miraba incesantemente a su alrededor, intentando taladrar las sombras con ojos asustados. La mujer descendió despreocupadamente, pero al llegar a la losa de granito dio una vuelta para evitarla, a pesar de que su objetivo, un barril de manzanas secas, quedaba justamente delante de la escalinata y la losa no suponía ningún obstáculo. El jorobado dio una vuelta aún mayor, moviéndose con rapidez de columna en columna sin dejar de murmurar suavemente para sí ni de mirar con ojos muy abiertos y llenos de miedo la pálida piedra.
La mujer llenó la cesta y se la tendió al jorobado. Se volvió hacia las escaleras y se detuvo un instante, como diciéndose que no había razón para tener miedo de la oscuridad que la rodeaba, y mucho menos de un trozo de piedra de dos por cuatro metros que resultaba ser gris y no negra, de granito y no de basalto. Pero finalmente optó por el camino más largo para no tener que pisar la extraña losa.
«Por eso es tan áspera, aunque el resto del suelo esté tan pulido —pensó Jill—. Nadie la pisa. Nadie la ha pisado nunca. ¿Por qué?».
Pero el hecho de que los dos sueños estuvieran relacionados entre sí sólo despertó levemente su curiosidad. Hasta que no soñó con el mismo lugar por tercera vez, aquello no perturbó el fluir de su existencia diaria. Seguía pasando muchas horas en la biblioteca de la universidad, buscando ensayos eruditos y ajadas crónicas medievales, anotando datos con letra apretada en fichas que luego clasificaba en la mesa de la cocina de su apartamento, en Clarke Street. Seguía adelante con los papeleos de su doctorado, sudaba con el proyecto para solicitar una subvención y seguía viendo a sus amigos y amantes: la rutina de todos los días. Hasta que una noche volvió a visitar en sueños la ciudad asediada.
Sabía que era la misma ciudad, aunque ahora la veía desde arriba. Estaba asomada a una ventana, quizás en una torre. La luna brillaba con tanta fuerza que podía distinguir con facilidad el dibujo del empedrado del patio que se extendía a sus pies, los ornamentos de hierro forjado del gran portón e, incluso, las siluetas de las hojas secas caídas en el suelo. A un lado, a través de la espesa masa de árboles puntiagudos, se podía ver el reflejo del agua. En la otra dirección, una alta cadena montañosa se elevaba hacia el cielo estrellado.
En la habitación donde se encontraba, ardía una llama solitaria en una lamparilla de plata sobre la mesa. La tenue luz anaranjada le permitía distinguir el mobiliario, escaso y simple, de madera oscura y marfil. Aunque los diseños y motivos decorativos le eran completamente ajenos, podía reconocer en ellos la perfección creativa de una tradición sólida, el producto de una cultura antigua y refinada.
También esta vez se dio cuenta de que no estaba sola.
Junto a la pared opuesta de la habitación se encontraba el mueble más grande, una inmensa cuna de ébano cuyos barrotes decorados con incrustaciones de madreperla devolvían el reflejo de la lámpara. Sobre ella, medio oculto por las sombras, se elevaba un alto dosel con un emblema bordado en oro: un águila estilizada, en actitud de ataque, bajo una pequeña corona. El escudo se repetía, grabado en plata, en la coraza negra del hombre que se erguía ante la cuna con la cabeza inclinada, silencioso como una estatua, contemplando a la criatura que dormía en su interior.
Era un hombre alto, de una belleza austera. En su melena castaña ya se distinguían reflejos plateados, aunque no debía de tener más de treinta y cinco años. Desde las botas de suave cuero a los pliegues de la capa que cubría la coraza y la túnica, las ropas que vestía mostraban la misma grandeza sobria de la habitación: oscuras, simples, impecablemente cortadas y confeccionadas con los tejidos más refinados. El leve movimiento de su respiración hacía que las piedras preciosas del puño de su espada resplandecieran como estrellas a la luz de la lámpara.
Sonó un ruido al otro lado de la puerta y el hombre alzó la cabeza. Jill pudo ver su rostro, contraído por la certeza de que iba a recibir terribles noticias. La puerta se abrió.
—Pensé que estarías aquí —dijo el mago. Por un momento la joven tuvo la absurda impresión de que se dirigía a ella, pero el hombre vestido de negro asintió. Profundas líneas de preocupación surcaban su rostro. Sus dedos largos y elegantes seguían distraídamente las incrustaciones de los barrotes de la cuna.
—Iba a bajar ya —se disculpó con voz cansada, sin mirar al mago—. Sólo quería verlo un momento.
El anciano cerró la puerta. La leve corriente de aire hizo temblar la llama de la lámpara, que iluminó por un momento con su luz anaranjada las arrugas de sus ojos, los cuales mostraban la misma expresión de cansancio y tensión que se advertía en el hombre. Jill observó que, bajo la capa, también él llevaba una espada ceñida al cinto. Ésta no tenía piedras preciosas ni adornos en el puño, pero poseía el brillo satinado que sólo dan muchos años de uso.
—No te preocupes. Dudo que vuelvan a atacar esta noche —dijo.
—Esta noche —repitió el hombre de negro con voz sombría. Sus acerados ojos gris humo brillaron en la penumbra de la habitación—. ¿Y mañana por la noche, Ingold? ¿Y pasado mañana? Sí, hoy los hemos rechazado, los hemos devuelto a la oscuridad subterránea a la que pertenecen. Hemos vencido, aquí. ¿Pero qué ha sucedido en las otras ciudades del reino? ¿Qué has visto en tu cristal, Ingold? ¿Qué ha pasado esta noche en Penambra, al sur, donde al parecer los Seres Oscuros han asesinado a mi gobernador y han tomado su palacio como fantasmas abominables? ¿O al este, en las provincias del río Amarillo, donde según me dices la presión es tan grande que nadie se atreve a salir de las casas después del anochecer? ¿Qué ha ocurrido en Gettlesand, al otro lado de las montañas, donde el miedo a los Seres Oscuros es tal que los hombres no se atreven a salir a la calle mientras los Jinetes Blancos descienden de las mesetas para saquearlos a sus anchas? El ejército no puede estar en todos lados. Se halla repartido por los cuatro confines del reino, y el grueso se encuentra en Penambra. Aquí mismo, en Gae, no podremos rechazarlos eternamente. Quizá ni siquiera podamos defender el palacio si vuelven mañana por la noche.
—Eso será mañana —replicó el mago quedamente—. Sólo podemos cumplir con nuestro deber… y mantener la esperanza.
—Esperanza —repitió el hombre, sin ironía, como si fuera una palabra ya olvidada hacía mucho tiempo y que le resultaba extraño pronunciar—. ¿Esperanza de qué, Ingold? ¿De que el Consejo de los Magos rompa su silencio y deje de esconderse en su ciudad de Quo? Y si lo hiciera, ¿crees que podemos esperar que tenga una respuesta?
—Ahogas la esperanza cuando la nombras, Eldor.
—Bien sabe Dios que ya está bastante ahogada. —El hombre se apartó del mago. Recorrió la habitación como un león enjaulado y se acercó a la ventana. Había pasado a pocos centímetros de Jill sin verla, pero Ingold levantó los ojos y posó la mirada brevemente en ella con gesto de curiosidad. Eldor se dio media vuelta y la manga de su túnica rozó la mano de la joven, que estaba apoyada en el alféizar—. Es la desesperación lo que no puedo soportar —estalló de repente—. Es mi pueblo, Ingold. El reino, y toda la civilización, si lo que me dices es cierto, se está derrumbando a mi alrededor, y ni tú ni yo podemos ofrecerles la protección que merecen. Puedes decirme qué son los Seres Oscuros y de dónde vienen, pero tus poderes no valen nada contra ellos. No puedes decirme cómo derrotarlos. Sólo puedes luchar contra ellos como todos nosotros, con la espada.
—Quizá no haya nada que podamos hacer —dijo Ingold arrellanándose en una silla. Tenía las manos cruzadas, pero sus ojos estaban alerta.
—No acepto esa respuesta.
—Quizá tengas que hacerlo.
—No es cierto. Sabes que no lo es.
—La humanidad derrotó a los Seres Oscuros hace muchos miles de años —explicó el mago con voz tranquila, mientras la luz de la lámpara jugaba con las sombras de su rostro curtido—. Pero cómo lo hicieron…, quizá ni ellos mismos lo supieran realmente; en cualquier caso, no hay testimonios de ningún tipo. Mi poder no puede tocar a los Seres Oscuros porque no los conozco, no comprendo su ser ni su naturaleza. Tienen un poder propio, Eldor, muy diferente del mío: un poder que va más allá de la comprensión de cualquier mago humano, excepto quizá Lohiro, el Señor del Consejo de Quo. De lo que sucedió en la Edad Oscura, hace tres mil años, cuando se alzaron por primera vez para devastar la tierra, sabes tú más que yo.
—¿Lo sé? —inquirió Eldor con una risa amarga, volviéndose hacia el anciano como una fiera a punto de atacar, con los ojos encendidos por el recuerdo de antiguos ultrajes—. Lo recuerdo. Lo recuerdo con tanta claridad como si me hubiera sucedido a mí, y no a mi tatara-tatara-tatarabuelo, o quienquiera que fuese. —Se acercó al mago con dos grandes zancadas y se quedó plantado ante él como un gran árbol, envuelto por las sombras de la habitación—. Y él también lo recuerda. —Señaló con la mano la cuna y al niño que dormía plácidamente en ella—. En lo más profundo de esa cabecita están enterrados los mismos recuerdos. Apenas tiene seis meses…, seis meses, y sin embargo se despierta llorando, rígido de miedo. ¿Qué puede soñar un niño tan pequeño, Ingold? Sueña con los Seres Oscuros, lo sé.
—Sí —asintió el mago—. Tú también soñaste con ellos. Aunque tu padre no. De hecho, dudo que tu padre temiera o imaginara algo en toda su vida. Esos recuerdos estaban demasiado ocultos en su mente. O, quizá, simplemente no tenía necesidad de desenterrarlos. Pero tú soñaste con ellos y tuviste miedo, aunque entonces no supieras su significado.
Jill, que seguía de pie junto a la ventana, sintió el poderoso vínculo que unía a los dos hombres, palpable como una caricia o un abrazo: el recuerdo de un muchacho desgarbado de cabellos oscuros que despertaba en plena noche, aterrado por horrendas pesadillas, y el consuelo que le había brindado el mago vagabundo. El rostro de Eldor se suavizó y su voz perdió parte de su dureza. Sólo quedó en ella un inmenso pesar.
—Ojalá no tuviera esos recuerdos —dijo—. Los de nuestro linaje nunca hemos sido del todo jóvenes, ¿sabes? Los recuerdos que arrastramos son la maldición de mi raza.
—También pueden ser su salvación —respondió Ingold—. Y la de todos nosotros.
Eldor suspiró y volvió en silencio junto a la cuna. Tenía las manos, esbeltas y fuertes, entrelazadas a la espalda. Ahora no miraba al niño dormido, sino que su mirada se perdía en las sombras, como si contemplara escenas anteriores a su propia vida, experiencias que no eran suyas. Al cabo de un rato volvió a hablar.
—¿Me harás un último favor, Ingold?
Los ojos del mago se entrecerraron al mirarlo.
—Nunca digas un último.
Los surcos que atravesaban el rostro de Eldor se ahondaron en una sonrisa cansada. Evidentemente, le era familiar la obstinación del mago.
—Al final siempre hay un último —respondió—. Sé que tu poder no puede vencer a los Seres Ocultos, pero sí puede eludirlos. Te he visto hacerlo. Cuando lancen el ataque definitivo, tu poder te permitirá escapar mientras el resto de nosotros muere luchando. No… —Alzó la mano para acallar las protestas del mago—. Sé lo que vas a decir. Pero quiero que te vayas. Si es necesario, te lo ordenaré como rey. Cuando vuelvan…, y lo harán, quiero que cojas a mi hijo Altir y huyas con él.
El anciano no dijo nada, pero al apretar la mandíbula su barba se movió levemente.
—En cierto modo, sabes que no eres mi rey.
—Entonces te lo pediré como amigo —repuso el monarca en voz baja—. No puedes salvarnos. No a todos. Eres un gran guerrero, Ingold, quizás el más grande, pero el golpe de los Seres Oscuros significa la muerte, tanto para un mago como para cualquier hombre. Nuestro deber es morir aquí, porque volverán, tan seguro como que los hielos cubren el norte, y no hay escape posible. Pero tú puedes salvar a Tir. Es el último de los míos, el último del linaje de Dare de Renweth, el último de los reyes de Darwath. Él es el único en todo el reino que recuerda la Edad Oscura. Su historia se ha perdido, no se conservan documentos de aquel tiempo, ni apenas se menciona en las viejas crónicas. Mi padre no recordaba nada, y mis propios recuerdos son fragmentarios. Pero la necesidad es ahora mayor que nunca. Quizás eso tenga algo que ver. No lo sé. Pero sé, como tú, que hace tres mil años los Seres Oscuros se alzaron y prácticamente borraron a la humanidad de la faz de la tierra. Y volvieron a irse. ¿Por qué se fueron, Ingold?
El mago se encogió de hombros.
—Él lo sabe —repuso Eldor suavemente—. Él lo sabe. Mis recuerdos son incompletos, te lo he dicho docenas de veces. Pero él es una promesa, Ingold. Yo no soy más que una esperanza fallida, una débil llama a punto de extinguirse. En algún lugar de sus recuerdos, la herencia que ha recibido del linaje de Dare, está la pista que todos los demás hemos olvidado y que permitirá una vez más vencer a la Oscuridad. Si yo también la poseo, debe de estar profundamente enterrada; él es la única posibilidad. Debes salvarlo.
El anciano no dijo nada. La suave luz de la lámpara, pura y pequeña como una moneda de oro, se reflejaba en sus ojos pensativos. En la calma de la habitación, la llama se alzaba inmóvil y creaba a su alrededor un círculo dorado que iluminaba el centro de la mesa. Por fin volvió a hablar.
—¿Y qué ocurrirá contigo?
—Un rey tiene el derecho a morir con su reino —respondió Eldor—. Libraré la última batalla. Tampoco me queda más remedio. Pero por todo el amor que hayas podido profesarme, hazme este favor. Huye con Tir y llévalo a un lugar seguro. Te lo encomiendo. Está en tus manos.
Ingold suspiró y asintió con la cabeza mientras la dorada luz de la lámpara brillaba en sus cabellos.
—Lo salvaré —dijo finalmente—. Te lo prometo. Pero no te abandonaré hasta que no se haya perdido toda esperanza.
—No te preocupes —añadió con aspereza el rey—. La causa ya está perdida.
En lo más profundo de los cimientos del palacio resonó un intenso golpe, como producido por un tambor gigante, y Jill sintió la vibración del sonido a través del mármol del suelo. Eldor alzó la cabeza y sus labios se endurecieron, mientras su mano saltaba a la espada, pero Ingold permaneció sentado, como una estatua de piedra y sombras. Un segundo golpe hizo vibrar los muros del palacio, como si un inmenso puño lo hubiera atacado. En el interior de la silenciosa habitación, tres personas esperaron oír el tercer golpe, pero no se produjo. Una sensación de horror, la amenaza sin nombre de un peligro desconocido, invadió a Jill y le puso los pelos de punta.
—No volverán esta noche —dijo Ingold por fin. A pesar del cansancio, su tono era firme—. Ve con la reina y consuélala.
Eldor suspiró; como si se viera de repente libre de un sortilegio que lo hubiese convertido en piedra, encogió los anchos y huesudos hombros.
—Los gobernadores del reino se reunirán dentro de una hora —repuso con tono cansado, y se frotó los ojos como intentando borrar las profundas arrugas de preocupación que los rodeaban—. Y debería hablar con los guardias antes de la asamblea para que retiren las provisiones de los antiguos sótanos de la prefectura, por si se cortaran nuestras vías de suministro. Pero tienes razón, debo ir a verla…, aunque primero tengo que hablar al obispo sobre el envío de tropas eclesiásticas a la ciudad. —Comenzó a recorrer una vez más la habitación a grandes zancadas, con el ademán de un hombre cuya mente siempre va más rápida que su cuerpo. Ingold permaneció sentado en la silla de marfil con patas en forma de pezuñas de ciervo. La llama de la lámpara tembló a causa del movimiento de Eldor, como afectada por la incansable vitalidad del rey—. ¿Asistirás a la asamblea?
—Ya he dado toda la ayuda y los consejos que podía ofrecer —dijo Ingold—. Creo que me quedaré aquí e intentaré de nuevo ponerme en contacto con los magos de Quo. Puede que Tir no sea nuestra única esperanza. En la biblioteca de Quo se conservan libros y manuscritos sobre tradiciones que han pasado de maestro a discípulo desde hace milenios. El conocimiento y su búsqueda son la clave y la esencia de la magia. Tir es un niño. Para cuando aprenda a hablar, quizá lo que pueda contarnos ya no sirva de nada.
—Puede que ya sea demasiado tarde. —La llama se estremeció cuando Eldor cerró suavemente la puerta al salir.
Ingold siguió sentado, mirando con gesto ausente la diminuta lengua de fuego. El reflejo dorado bailaba en sus ojos, acariciaba los nudillos de sus manos entrelazadas, unas manos fuertes y curtidas, marcadas por viejas cicatrices de heridas de guerra. En una de sus muñecas se distinguía la marca de un grillete, pálida por el efecto del tiempo. Entonces se frotó los ojos cansadamente, dirigió la mirada hacia la oscuridad, exactamente hacia donde estaba Jill, y le hizo un gesto de invitación.
—Ven —murmuró suavemente—. Ven y háblame de ti. No tengas miedo.
—No tengo miedo. —Pero cuando la joven dio un inseguro paso hacia adelante, la luz de la lámpara se desvaneció y la habitación se disolvió en las brumas del sueño.
Jill no habló a nadie del tercer sueño. Había relatado el segundo a una amiga, que había escuchado su narración con respeto, aunque no había entendido nada. De hecho, ni siquiera la misma Jill podía comprenderlo. Pero no le contó a nadie el tercero porque sabía que no había sido un sueño, y aquella certeza le producía una profunda inquietud. Quizá, se dijo, quizá debiera contárselo a su amiga algún día, cuando hubiera transcurrido un tiempo y aquello hubiera perdido importancia. Pero por el momento decidió enterrarlo en su subconsciente, junto con algunos asuntos poco trascendentes que la incomodaban.
Sin embargo, una noche se despertó de un profundo sueño y estaba levantada. Cuando se le aclaró la vista, observó que se hallaba en un patio de la ciudad desierta. Las grandes casas la rodeaban como acantilados oscuros, y la luz de la luna iluminaba el recinto recortando su sombra en las desgastadas piedras. El lugar estaba abandonado, como si los muertos hubieran tomado posesión de él. La fría luz de la luna blanqueaba la fachada de la casa orientada hacia el este, y Jill observó que las pesadas puertas habían sido arrancadas violentamente de sus goznes desde dentro y hechas pedazos.
Una súbita brisa brotó del interior de la casa, inquieta y sin dirección, girando sobre sí misma y provocando un remolino de hojas secas. La muchacha percibió al otro lado de los postigos cerrados un sonido vibrante, como si la oscuridad se moviese en la oscuridad, como si empujase las paredes y las puertas en busca de una vía de salida. Tragó saliva con dificultad mientras respiraba aceleradamente, y dirigió una rápida mirada hacia el arco que daba paso a la calle desierta. Pero el umbral estaba oscuro, y Jill experimentó un terror irracional a cruzarlo.
El viento procedente de la casa aumentó y la joven sintió en los huesos un frío mortal. Volvió con pasos lentos hacia la puerta oscura. Estaba temblando y tenía los pies desnudos entumecidos. El silencio era terrible. Incluso el pánico ensordecedor del primer sueño hubiera sido preferible a aquello. La otra vez se encontraba en medio de una multitud, aunque nadie pudiera verla; no estaba sola. Pero ahora había algo que aguardaba agazapado tras el oscuro umbral de la puerta, silencioso y terrible, y Jill supo que tendría que huir para salvar la vida. Ésta vez no podría despertar del sueño; sabía que ya estaba despierta.
Entonces vio de reojo que algo se movía entre las sombras junto a la pared, casi a ras del suelo. Se volvió con rapidez, pero no descubrió nada. Sin embargo, le pareció que la oscuridad misma avanzaba hacia ella devorando a su paso la luz de la luna.
Se volvió y echó a correr. Las piedras rotas y los fragmentos de hierro que cubrían el suelo hirieron sus pies desnudos al atravesar el arco que conducía a la calle, pero el dolor no era nada en comparación con el pánico helado que provocaban las afiladas corrientes de aire que la empujaban por todos lados. Algo se movía en la oscuridad sobre su cabeza. Corrió desesperadamente por la calle, y sus pies iban dejando manchas de sangre en el húmedo empedrado. Siguió corriendo ciegamente por los bulevares desiertos de la ciudad, que ahora se hallaba en ruinas. Todo estaba sembrado de escombros y relucientes huesos humanos. Las sombras, negras y sólidas como muros de piedra, parecían cortarle el paso a cada esquina con nuevos horrores. Los únicos sonidos que se oían eran los pasos de sus pies desnudos sobre la piedra y su respiración entrecortada; el único movimiento era el de su huida y el del viento y la oscuridad que caían tras ella como humo. Huyó ciegamente por negros callejones, sin apenas sentir los pies o las piernas, tropezando sin saber con qué, buscando instintivamente el palacio. Era consciente de que Ingold, el mago, estaba allí y la salvaría.
Corrió hasta despertar en la oscuridad, sollozando, empapada en sudor y aferrada a la almohada. Le dolía todo el cuerpo. Poco a poco empezó a reconocer las formas familiares del apartamento de Clarke Street, el cual le resultó extrañamente ajeno, como si ahora ambos mundos le pertenecieran por igual. Se obligó a respirar más profundamente, a pensar. Estiró las piernas y sintió los pies helados. «Por eso he soñado que tenía los pies fríos; porque están fríos», pensó aferrándose desesperadamente a los últimos fragmentos de cordura que le quedaban. Tanteó la mesilla en busca del interruptor de la lámpara, la encendió y se sentó en la cama, temblorosa, sin dejar de repetir la misma letanía desesperada: «Sólo ha sido un sueño, nada más que un sueño. Dios mío, por favor, que sólo sea un sueño».
Pero mientras murmuraba para sí, sintió aquella humedad pegajosa en los dedos de los pies. Introdujo una mano bajo las mantas para calentárselos y, cuando volvió a sacarla, tenía los dedos manchados de sangre fresca. Procedía de las heridas que se había hecho al correr descalza sobre las ruinas de la ciudad.
Cinco noches más tarde hubo luna llena. Su luz despertó a Jill, que se incorporó sobresaltada. Al instante reconoció los familiares muebles de su dormitorio y comprendió que estaba en Clarke Street. Ya nunca estaba segura de dónde se encontraba cuando despertaba en medio de la noche. Permaneció inmóvil un instante con los ojos abiertos, esperando que la oleada de pánico pasara. La luna iluminaba la manta de la cama con una luz blanca, casi palpable.
Entonces recordó que no había puesto la cadena de la puerta. Era una simple costumbre, un gesto mecánico que siempre realizaba antes de acostarse; el apartamento tenía una buena cerradura y el barrio era muy tranquilo. Estuvo a punto de olvidarlo, darse media vuelta e intentar volver a conciliar el sueño; pero, al cabo de un minuto, saltó de la cama, tiritando en la oscuridad, y se echó por encima el kimono que estaba en el suelo, en su lugar habitual. Se envolvió en él, entró en la oscura cocina y encendió la luz.
Ingold, el mago, estaba sentado delante de la mesa de la cocina.
El único y absurdo pensamiento que acudió a la mente de Jill fue que era la primera vez que lo veía con una luz decente. Parecía más viejo y más cansado. Sus largos ropajes marrones y blancos estaban sucios y desgarrados, pero él seguía siendo el mismo anciano enérgico y amable que había conocido en sus sueños: el consejero del rey, el hombre en cuyo rostro había visto el reflejo del acero desenvainado al avanzar decididamente hacia la oscuridad.
«Esto es absurdo. Estoy loca», pensó. Lo que desconcertaba a Jill no era ver al mago con claridad, sino que ello ocurriera en su apartamento, en su mundo. Si no era un sueño, ¿qué hacía allí aquel hombre? Y ella sabía muy bien que no era un sueño. Recorrió rápidamente la cocina con la mirada. Los platos de la cena de aquella noche y los de la anterior se amontonaban en el fregadero, y la mesa estaba cubierta de peladuras de manzana, tazas de café usadas, facturas y hojas de cuaderno arrancadas. Sobre el respaldo de la silla en la que estaba sentado Ingold vio dos de sus viejas camisetas. El reloj de la pared indicaba que eran más de las tres. Todo era demasiado cercano para no ser real. No estaba dormida ni soñando.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
El mago alzó las cejas, con sorpresa.
—He venido a hablar contigo —respondió. Jill conocía su voz: era como si la conociera desde siempre.
—Quiero decir… ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Podría darte una explicación técnica, desde luego —dijo él, y la sonrisa que iluminó su rostro lo hizo parecer mucho más joven—. ¿Pero tiene eso alguna importancia? He cruzado el Vacío para encontrarte, porque necesito tu ayuda.
—¿Cómo?
No era la cuestión más acorde con lo que Jill había leído sobre magos, pero una chispa de buen humor asomó a los ojos de Ingold.
—No hubiera venido a hablarte si no fuera así —repuso él suavemente.
—Eh… —comenzó a decir la joven—. No entiendo. —Se sentó frente a él, para lo que tuvo que tirar al suelo dos libros de texto y un suplemento del Times, y de repente recordó las obligaciones de la hospitalidad—. ¿Quieres una cerveza?
—Gracias. —Ingold sonrió y estudió atentamente las instrucciones impresas en la lata. Para ser la primera vez, no lo hizo nada mal.
—¿Cómo podías verme? —preguntó ella mientras se acomodaba de nuevo en la silla. El anciano estaba sacudiéndose la espuma de los dedos—. Incluso cuando era un sueño, cuando ni el rey Eldor ni los guardias de la puerta podían verme, tú me viste. ¿Por qué?
—Porque yo comprendo la naturaleza del Vacío —dijo el mago con gravedad. Apoyó las manos sobre la mesa y acarició con los dedos nudosos y llenos de cicatrices el brillante aluminio de la lata de cerveza, como si quisiera memorizar su forma y textura—. Debes comprender, Jill, que existe un número infinito de universos paralelos entrelazados en la matriz del Vacío. En mi mundo, en mi tiempo, yo soy el único que comprende la naturaleza del Vacío, uno entre una multitud que ni siquiera sospecha su existencia.
—¿Y cómo lo has aprendido? ¿Cómo puedes cruzar el Vacío cuando nadie en tu mundo sabe que existe? —preguntó la muchacha con curiosidad.
El mago volvió a sonreír.
—Ésa, Jill, es una historia que tardaría toda la noche en contarte, y que no cambiaría en nada la situación. Baste decir que yo soy el único hombre desde hace quinientos años que ha podido cruzar la cortina que separa un universo de otro. Por ello fui capaz de reconocer la esencia de tus pensamientos, de tu personalidad, que habían llegado a través del Vacío a causa de la vibración masiva de un mundo entero atenazado por el terror. Creo que hay muy pocos en tu mundo que, por la razón que sea, psíquica, física o accidental, hayan percibido a través del Vacío la llegada de los Seres Oscuros. Tú eres la única persona con la que he podido establecer contacto. Fue el hecho de verte, de hablarte y de que te materializaras físicamente lo que me hizo comprender lo que está ocurriendo con el Vacío.
En el exterior se oyó el ruido distante de un camión que se alejaba. En algún lugar del edificio alguien tiró de la cadena del retrete y un leve gorgoteo descendió por las cañerías. Jill miró a la mesa, y sus ojos se fijaron automáticamente en su propia letra, negra y apretada, en unas notas sobre la construcción de puentes en el siglo XII. Volvió a levantar la vista y miró fijamente al mago, que sorbía plácidamente su cerveza. Tenía el bastón a su lado, apoyado en la pared.
—¿Qué está ocurriendo con el Vacío? —preguntó ella.
—Cuando te hablé en Gae —prosiguió Ingold—, me di cuenta de que nuestros mundos deben de encontrarse en una conjunción muy próxima, tan próxima que, a causa de la crisis psíquica de nuestro sistema, un soñador puede cruzar literalmente la línea divisoria de los dos mundos. Es un hecho insólito que dos universos se acerquen tanto, una posibilidad que se presenta una vez en un millón de años. Pero es algo que en esta emergencia me puede resultar muy útil.
—¿Pero por qué ha ocurrido ahora, en medio de esa crisis? —preguntó Jill mientras se inclinaba hacia adelante—. ¿Y por qué me ha ocurrido a mí?
Ingold debió de percibir la inquietud de sus palabras.
—Nada es fortuito —dijo con suavidad—. El azar no existe. Pero no podemos conocer todas las razones.
Ella no pudo contener una sonrisa.
—Respuesta propia de un mago…
—¿Quieres decir que los magos hablamos con vaguedades? —Inquirió con una sonrisa maliciosa—. Ésa es una de nuestras dos ocupaciones principales.
—¿Y cuál es la otra?
Él se echó a reír.
—Una deplorable tendencia a entrometernos en todo.
La joven, por su parte, también se echó a reír de buena gana; sin embargo, al cabo de un momento volvió a adoptar una expresión seria y reflexiva.
—Pero si eres un mago, ¿por qué necesitas mi ayuda? ¿Qué puedo hacer yo que no puedas conseguir tú mismo? ¿Cómo podría ayudarte contra los Seres Oscuros? ¿Y qué o quiénes son esos Seres Oscuros?
Él la contempló en silencio un momento, evaluándola, sopesándola con aquellos ojos azules como el océano. Su rostro volvió a ensombrecerse.
—Lo sabes —dijo simplemente.
Ella apartó la mirada y vio mentalmente, a pesar de su voluntad, unas gigantescas puertas de bronce que explotaban, sombras que la perseguían, implacables como lobos fantasmales.
—No sé lo que son —repuso sin mirar al anciano a la cara.
—Nadie lo sabe, excepto quizá Lohiro, el Señor de Quo. Es una pregunta cuya respuesta hubiera preferido no tener que averiguar, una adivinanza que siento verme obligado a desentrañar. ¿Qué puedo decirte de los Seres Oscuros, Jill? ¿Qué puedo decirte que ya no sepas? ¿Que son los tiburones de la noche? ¿Que despojan de carne a los huesos y de sangre a las venas? ¿Que arrebatan el alma y el espíritu a los hombres condenándolos a una inevitable muerte por inanición? ¿Que cabalgan y cazan en la oscuridad y que sólo el fuego, o la luz, o incluso la luna llena pueden detenerlos? ¿Te dice eso lo que son?
Jill negó con la cabeza, hipnotizada por la cálida vehemencia de su voz, impresionada por la intensidad de sus ojos y por el reflejo de horrores mucho más terribles que los que había visto ella en sus sueños.
—Pero tú lo sabes —susurró.
—Ojalá no lo supiera. —Ingold suspiró y apartó el rostro. Cuando volvió a mirarla, sólo quedaba en su expresión la determinación y el aborrecimiento de lo que conocía muy bien.
—Yo… soñé con ellos —dijo Jill torpemente. Le resultaba más difícil hablar de sus sueños a alguien que los comprendía perfectamente—. Antes de verlos, antes incluso de saber lo que eran, soñé con una cámara subterránea abovedada. El suelo era negro y pulido como un espejo; y en el centro de aquel pavimento había una losa de granito, áspera y rugosa, porque nadie la había pisado jamás. Tú dijiste que venían… de debajo de la tierra.
—En efecto —confirmó el mago, que la miraba con atenta curiosidad—. Pareces haber intuido su llegada mucho antes de que ocurriera. Quizás eso signifique algo, aunque ahora no estoy seguro… Sí, eso era la Oscuridad, o, mejor dicho, la entrada sellada de una de sus guaridas. Bajo esa losa de granito, y sé bien de cuál me hablas, hay una escalera que desciende interminablemente hacia el centro de la tierra. Creo que todo empezó ahí.
»Porque esa escalera siempre ha estado allí. Aparece representada en los petroglifos prehistóricos más antiguos, pero nadie ha descendido nunca por ella. Al menos nadie que haya vuelto a salir. Ni tampoco sabemos quién la construyó. Se dice que es obra de los titanes de la antigüedad, o de los dioses de la tierra. Las crónicas antiguas la describen como un lugar mágico. Durante mucho tiempo se pensó que su magia era benéfica, que era un regalo de los dioses, y se construyeron sobre ella templos y santuarios que se convirtieron en centro de las ciudades más grandes del mundo.
»Todo esto ocurrió hace milenios. Las aldeas se transformaron en ciudades y después en metrópolis. Éstas se unieron y formaron estados y reinos que se extendían por los fértiles valles del río Pardo, las costas del mar Circular y del océano Occidental y las selvas y desiertos de Alketch. La civilización floreció y dio sus frutos: magos, artistas, dinero, sabiduría y guerra. Prácticamente no se conserva ningún documento de aquellos tiempos. Sólo hay fragmentos de algunas crónicas en la biblioteca de Quo, el último vestigio de una civilización de gran refinamiento y poder que cayó en una absoluta decadencia, una sociedad que se basó primero en los códigos de la magia y acabó aceptando el poder de la Iglesia y las leyes de los hombres.
»Estoy casi seguro de que hay algún tipo de tradición relacionada con los Seres Oscuros, simplemente porque la palabra existe en nuestra lengua. Sueg significa oscuridad; isueg es una forma arcaica y personalizada de la misma palabra. Pero no eran más que un rumor en las leyendas más viejas, el recuerdo borroso de un miedo oculto. Y si existía alguna tradición, no estaba relacionada con esa escalera. Y por ello permaneció allí, anclada en los abismos del tiempo, como un misterio antiguo enterrado en el corazón de la civilización.
»No nos han llegado relatos de la destrucción del mundo antiguo. Sabemos que todo sucedió en pocas semanas. Y también que fuera lo que fuese lo que atacó, lo hizo a la vez en todo el mundo, en un asedio de terror total y generalizado. Pero el horror y la confusión fueron tan absolutos que no se conservó ningún documento; y, teniendo en cuenta que el fuego era la única arma efectiva contra los Seres Oscuros, se perdió toda la información que hubiera podido haber sobre su ataque. Sabemos que atacaron, pero no sabemos por qué.
»Incapaz de defenderse, la humanidad huyó y se refugió en fortalezas, tras cuyos muros los hombres se acostumbraron a llevar una existencia de prisioneros: se arrastraban hasta el exterior durante el día para arar sus campos y se escondían en sus casas cuando caía el sol. Durante trescientos años el caos más absoluto y el terror se apoderaron de la Tierra, porque nadie sabía dónde o cuándo volvería a atacar la Oscuridad. La civilización se desmoronó y se convirtió en un pálido reflejo de lo que había llegado a ser.
»Y entonces… —Ingold extendió las manos vacías, como un prestidigitador—. La Oscuridad no volvió a atacar. No sabemos si desapareció gradual o repentinamente, ya que entonces muy pocos sabían leer y escribir lo suficiente para dejar testimonios fiables. Habían surgido aldeas junto a las fortalezas y sobre las ruinas de las ciudades destruidas, cuyos nombres habían sido olvidados. Hubo guerras y cambios; las viejas tradiciones desaparecieron y hasta el lenguaje cambió. Las viejas canciones e historias cayeron en el olvido.
»Tres mil años es mucho tiempo, Jill. Tú eres historiadora. ¿Puedes decirme con exactitud lo que ocurrió en tu mundo hace tres mil años?
—Hummm… —La joven repasó rápidamente sus recuerdos sobre civilizaciones antiguas. ¿Maratón? ¿Stonehenge? ¿La invasión de Egipto por los hicsos? Como medievalista, tenía conocimientos muy generales sobre la historia anterior a Constantino. ¿Qué sabría el ciudadano de a pie, que no había recibido educación superior y al que no interesaba especialmente la historia? Ni siquiera algo tan horrible como la Muerte Negra, la peste que había diezmado a la población occidental y hecho tambalearse a su civilización, no significaba nada para un ochenta por ciento de la población. Y sólo había ocurrido seiscientos años atrás.
Ingold asintió. Jill se preguntó cómo habría sabido que se dedicaba a la historia, pero él siguió hablando sin dar más explicaciones, como la muchacha ya había notado que tenía por costumbre.
—Durante muchos años yo fui el único que sabía algo sobre las viejas historias de los Seres Oscuros. Yo sabía, o había averiguado, que la Oscuridad no había desaparecido del todo. Y oí y vi cosas que me hicieron pensar que volvería a atacar. El padre de Eldor me desterró por hablar de ello, decisión mezquina por su parte, ya que alejándome no reducía el peligro, pero quizá pensó que yo estaba mintiendo. Sin embargo, Eldor me creyó. Sin las medidas que tomó para prepararse, creo que todos hubiéramos perecido la noche de su primer ataque.
—¿Y ahora? —preguntó Jill suavemente.
—¿Ahora? —La noche estaba muy avanzada, y los surcos de cansancio del rostro de Ingold se habían profundizado—. Estamos resistiendo en el palacio de Gae. El principal cuerpo del ejército, dirigido por el canciller del reino, Alwir, hermano de la reina, ha estado en Penambra, donde los ataques han sido más violentos. Deberían volver en pocos días; pero si no sucede un milagro, llegarán demasiado tarde para evitar la catástrofe. Yo he intentado en vano ponerme en contacto con el Consejo de Magos de la Ciudad Oculta de Quo, pero me temo que también ellos estén resistiendo un asedio y se hayan retirado tras sus defensas de poder e ilusión. Aunque todavía tengo esperanzas de que podamos resistir lo suficiente para que Lohiro nos envíe ayuda de algún tipo, no apostaría las vidas de mis amigos por esa esperanza. Los defensores del palacio me necesitan, Jill. Aunque no puedo hacer mucho, no los abandonaré hasta no estar seguro de que ningún esfuerzo por mi parte puede salvarlos. Y ahí es donde necesito tu ayuda.
Ella lo miró sin entender.
—Comprenderás —siguió diciendo Ingold con el mismo tono tranquilo— que al esperar hasta el último momento estoy reduciendo mucho mi capacidad de retirada. En el último extremo, mi única posibilidad será huir con el príncipe Altir a través del Vacío a otro mundo, a éste. Puedo cruzar de uno a otro con relativa impunidad. Normalmente ese cruce supone un trauma físico muy fuerte para un adulto. Para un niño de seis meses, incluso bajo mi protección, puede ser peligroso, y dos cruces seguidos podrían causarle daños irreparables. Por eso tendré que permanecer un día con él en este mundo antes de poder volver a un lugar más seguro en el mío.
Empezaba a amanecer. Jill sonrió.
—Necesitas un escondite.
—En efecto. Necesito un lugar aislado y las comodidades mínimas necesarias para un bebé. Un lugar donde podamos pasar inadvertidos. ¿Conoces alguno?
—Podríais venir aquí —se ofreció Jill.
Ingold negó con la cabeza.
—No —dijo decididamente.
—¿Por qué no?
El mago dudó antes de responder.
—Es demasiado peligroso —respondió por fin. Se levantó de la silla, se aproximó con lentitud a la ventana y apartó ligeramente la cortina. Desde allí se veía el patio central del edificio de apartamentos. Los reflejos verdosos de los faroles del patio en las aguas de la piscina bailaron por un momento en las viejas marcas de batallas que surcaban aquel rostro—. Podrían suceder demasiadas cosas. Desconfío mucho del destino, Jill. Mis poderes están severamente limitados en tu mundo. Si algo fuera mal, no me gustaría tener que explicar mi presencia o la del niño a las autoridades de tu país.
La joven imaginó por un instante a Ingold como si fuera un barbado representante de la sociedad para la protección de magos y hechiceros, envuelto en sus amplios y viejos ropajes, teniendo unas palabras con la policía local o con los agentes de tráfico. A pesar de que tenía la impresión de que las fuerzas públicas no hubieran salido muy bien paradas, comprendió que él no podía arriesgarse a provocar tal confrontación. No, cuando había tanto en juego.
—Hay un sitio donde solíamos hacer excursiones a caballo —dijo tras pensar un momento.
—¿Sí? —Ingold se volvió hacia ella y dejó caer de nuevo la cortina.
—Tengo una amiga del colegio que vive cerca de Barstow, en el desierto, muy lejos de aquí y hacia el este. Hace dos veranos pasé unos días con ella. Tenía caballos e hicimos con frecuencia excursiones por las colinas. Recuerdo que había una cabaña, una especie de casita de madera, en medio de un naranjal abandonado. Nos guarecimos allí un día durante una tormenta. No es muy cómodo, pero hay agua corriente y una cocina de queroseno. Y es todo lo aislada que puedas desear.
Ingold asintió.
—Sí —murmuró para sí—. Creo que servirá.
—Puedo llevarte mantas y comida —prosiguió ella—. Sólo tienes que decirme cuándo estarás allí.
—Todavía no lo sé —dijo el mago con voz calmada—. Pero te lo haré saber en su momento.
—Muy bien. —Por más que Jill era de naturaleza desconfiada, no dudó del anciano ni un momento, aunque ello no la sorprendió. Confiaba en él como si fuera un viejo amigo.
Ingold le dio la mano por encima de la mesa.
—Gracias. Eres una extranjera en nuestro mundo y no nos debes nada. Te agradezco que nos ayudes.
—No soy una extranjera —protestó la muchacha suavemente—. He estado en vuestro mundo, y he visto la Oscuridad. Incluso conozco al rey Eldor. —Se interrumpió al recordar que Eldor y el mago eran amigos, y que el monarca iba a morir antes de que terminase la semana.
Pero Ingold pasó por alto el detalle como el caballero que era.
—Sé que Eldor hubiera estado encantado de hablar contigo —dijo—. Y siempre tendrás su gratitud y la mía por…
Algún sonido de la noche lo hizo ponerse alerta. Levantó la cabeza en silencio como si intentara escuchar algo.
—¿Qué era? —susurró Jill.
—Creo que debo irme —musitó cortésmente. Su voz no delataba miedo ni preocupación, y hubiera hablado igual si estuviera disculpándose por tener que marcharse a tomar el té con la reina de Númenor. Pero Jill supo que algo estaba ocurriendo al otro lado del Vacío, en el palacio asediado de Gae.
Ingold se levantó para irse. La espada quebraba la línea recta del borde de su manto. Jill pensó en el peligro y en la Oscuridad que lo aguardaba al otro lado del Vacío. Lo cogió de la manga de la túnica.
—Eh, ten cuidado —dijo con voz más débil de lo que hubiera querido.
La sonrisa del anciano fue como la salida del sol.
—Gracias, querida mía. Siempre lo tengo. —Entonces dio varios pasos hasta situarse en el centro de la cocina y abrió con la mano el tejido imperceptible del universo como si fuera una cortina. Al hacerlo, desenvainó la espada, y Jill pudo ver la luz fría que despedía su hoja mientras el mago se adentraba en la niebla y el fuego del otro lado.