Al día siguiente de esa jornada memorable en que había tenido lugar el fracasado intento de asesinato del cardenal Mazarino, Louis se quedó toda la mañana con sus padres. Éstos le pidieron varias veces que contase los extraordinarios acontecimientos que había vivido. De modo que apenas tuvo el tiempo justo de enviar una nota a Julie por medio de Nicolas, y otra a Gaufredi, que todavía estaba en casa de Vincent Voiture vigilando el palacete de Rambouillet.
A última hora de la mañana se presentó un paje con una invitación a cenar en casa de la marquesa de Rambouillet. Aunque sus padres se quedaron contrariados, Louis acudió a la cita. Además, el señor y la señora Fronsac sabían que tenían que compartir a su hijo con otras personas.
Habiéndose lavado por primera vez desde hacía casi una semana, liberado del maquillaje, vestido con ropa sencilla pero limpia, sus lacayos negros elegantemente anudados en las mangas de la camisa blanca y tocado con un gran sombrero de castor que acababa de regalarle su padre, Louis mostraba un gallardo aspecto en la carroza conducida por Nicolas, a pesar de haberse rasurado el bigote y el cabello que llevaba demasiado corto.
A la cena en casa de la marquesa asistieron, además de los Rambouillet y Julie de Vivonne, Vincent Voiture y Gaufredi, a quien la marquesa tuvo la delicadeza de invitar a pesar del desacuerdo de Julie d’Angennes, opuesta a la presencia de semejante reitre a su mesa.
Una vez más, Louis tuvo que narrar sus aventuras con todo lujo de detalles y contestar a las innumerables preguntas que le hacían.
Voiture en particular quería saberlo todo.
—¿Así que entraste en la banda de bribones el viernes y todo ese asunto se terminó el domingo?
El poeta permaneció pensativo un momento antes de proseguir:
—Por decirlo así, estuviste separado voluntariamente de Julie durante tres días e hiciste fracasar una conspiración que se llevaba preparando meses.
—Es un modo de verlo —le respondió Louis riendo—. Incluso se podría escribir un poema, algo así:
Durante tres días y tres largas noches…
Dejó de declamar, bruscamente, falto de inspiración y todo el mundo estalló en carcajadas ante su expresión afligida.
—El poeta soy yo, Louis, y si quieres te haré un soneto —propuso secamente Voiture.
Reflexionó un instante y prosiguió recitando:
Cuán lentos han pasado tres días con sus noches.
—Es, efectivamente, un buen principio. ¡Te enviaré la continuación más tarde!
Cuando hubieron terminado de cenar, Louis tuvo que excusarse porque tenía que marcharse de nuevo. Hizo un aparte con Julie para decirle:
—Es mi última misión, ciertamente la más difícil…
El rostro de Julie de Vivonne se ensombreció mientras Louis proseguía:
—Veo la alarma en tu rostro, pero yo soy el más preocupado de los dos. Lo que tengo que hacer ahora es espantoso y lo recordaré toda la vida. Pero se lo debo al rey, al difunto rey. Te contaré todo a mi regreso.
Julie sospechaba ya lo que iba a hacer.
Se fue al Grand-Châtelet en compañía de Gaufredi. El marqués le había prestado un caballo y durante todo el trayecto no dejó de pensar en la tarea que lo esperaba.
Cuando llegó al Grand-Châtelet, corrió al despacho de Gaston, que estaba escribiendo. Su amigo alzó los ojos, velados por una grave expresión, al oírlo entrar.
—Te estaba esperando, Louis, estoy listo. Unos veinte hombres están abajo dirigidos por La Goutte —uno de mis mejores hombres— y el sargento Villefort. Si es necesario, nos ayudarán. ¿Sigues estando seguro de lo que vamos a hacer?
—¡Por desgracia, sí!
Partieron todos a caballo a la calle de los Petits-Champs. Un coche vacío los seguía.
Al llegar a la casa de Anne Daquin, Gaston ordenó a seis arqueros que se apostasen en todas las salidas posibles. A continuación, llamó a la puerta. Le abrió una vieja criada llena de arrugas.
—Vengo a buscar a la señora Daquin —declaró Gaston.
—No recibe a nadie.
La vieja criada trató de cerrar la puerta, pero Gaston ya la había atrancado. Le hizo una señal a La Goutte. Abajo había dos arqueros apostados, y dos lo seguirían al piso.
El comisario subió la escalera a toda velocidad, seguido de Louis. Al llegar al rellano, este último indicó la habitación donde Anne lo había recibido. Entraron sin llamar. Anne Daquin, ayudada por una muchacha, metía la ropa en una maleta. Se levantó y los miró, estupefacta.
—¡Con qué derecho! —farfulló, pálida.
—Señora, quedáis arrestada en nombre del rey, por la muerte de vuestro esposo y por ser cómplice en la del rey de Francia.
La voz de Gaston era glacial. Anne lo miró, con los ojos en blanco. Se desmayó. La criada, temblando de espanto, retrocedió al fondo de la pieza. En el mismo instante se oyó un estrépito abajo, seguido de gritos y de ruido de golpes. Louis le hizo una señal a Gaston indicándole que bajaba a ver qué pasaba. Llegado abajo, el ruido había cesado. Al pie de la escalera, el hermano de Anne Daquin estaba en el suelo, sujeto por los oficiales dirigidos por el sargento Villefort.
—Estaba en la cama. Dormía y no ha sido muy difícil reducirlo —bromeó Villefort, un hombre moreno, de baja estatura, desdentado y de rostro desagradable. Sin embargo, se resistió un poco…
—¿Qué queréis de mí? ¿Qué significa esta agresión? —gritó el joven reconociendo a Louis.
La sangre corría por sus labios heridos.
—No deberíais haber ido a casa de la señora de Chevreuse —le explicó tristemente Louis—. Cuando os vi allí, mis sospechas se confirmaron y lo supe todo. Por otra parte, ya me había enterado de que trabajabais en las cocinas del Louvre. Vos habéis envenenado al rey.
—¡Es falso! —chilló Philippe—. ¡Soltadme! La señora de Chevreuse hará que me soltéis y os encerrará en la cárcel. El duque de Beaufort pronto será el amo…
Gritaba, escupiendo, amenazándolos.
—Atadlo fuerte y amordazadlo —ordenó Louis a los arqueros. Vuelvo enseguida.
Subió a la habitación. Gaston había atado a Anne Daquin, que había vuelto en sí. Un guardia había agarrotado a la criada, que temblaba de miedo y con razón.
—Seguidnos —ordenó el comisario—. Un coche nos espera.
Bajaron todos juntos. Anne le dirigió una última mirada de miedo y terror. Adivinaba lo que la esperaba.
Está tan hermosa, pensó Louis, volviendo la cabeza afligido.
Cuando llegaron al pie de la escalera, Gaston ordenó a Villefort:
—Encerradlos a todos en el coche, La Goutte y dos hombres se quedarán aquí conmigo. Los otros escoltarán el vehículo hasta el Châtelet. Una vez allí, metedlos en el calabozo. Y en secreto. No deben hablar con nadie. Que vuestros hombres guarden silencio sobre todo lo que vean u oigan.
Villefort asintió y saludó. Se fueron. Una docena de arqueros apartaban sin miramientos a la multitud curiosa que se había agolpado delante de la puerta. El resto de los guardias seguía estrechamente al vehículo cuyas cerraduras estaban oxidadas. Gaston y Louis miraron cómo se alejaba durante un momento. Luego el comisario se dirigió a La Goutte.
—Quedaréis abajo. Nadie debe entrar en esta casa, bajo pena de muerte.
Acompañado de Louis, volvió junto a Anne Daquin.
—Tenemos que registrarlo de arriba abajo, Louis. Y coger todos los papeles, que serán sellados y enviados a Dreux d’Aubray.
El registro duró dos horas. Fue Louis quien encontró las cartas. Después de haberlas leído, se las mostró a su amigo.
—Aquí están las pruebas. Está todo expuesto claramente. Por desgracia, no hay ninguna duda…
Volvieron al Châtelet en silencio y fueron recibidos enseguida por Antoine de Dreux d’Aubray. Ahora el asunto quedaba en sus manos.
Louis no volvería a ver a Anne Daquin.
Era lunes, 31 de agosto de 1643.
* * *
Los dos días siguientes Louis los pasó entre la espera y la melancolía, y en ocasiones sumido en una pena cercana al remordimiento.
Después de tanta actividad y peligro no sabía qué hacer.
Julie y él pasaron largas horas dando paseos por los jardines de los Campos Elíseos, el bonito paseo a las afueras de la ciudad, pero la joven se daba perfecta cuenta de que Louis tenía la mente en otro sitio, y sabía por qué. Un día decidió consolarlo.
—No debes hacerte ningún reproche, la señora Daquin sabía a lo que se arriesgaba…
—Lo sé, pero era tan hermosa. Hablo de ella en pasado porque sé a qué horrible muerte la he conducido. Yo era el único que conocía la verdad, y, si no es por mí, estaría libre y viva. ¿Y qué derecho tenía yo? ¿Sabes lo que la espera?
Julie lo sabía perfectamente y no respondió.
Esa misma noche, cuando volvieron al palacio de Rambouillet, el marqués los estaba esperando. Se reunió con ellos en su despacho. Su actitud era grave.
—Hijos míos, acabo de enterarme en la Corte de que esta mañana el duque de Beaufort se presentó ante la reina. Los rumores que habían circulado ayer sobre el atentado contra el cardenal indicaban que el duque había tenido algo que ver, pero su presencia en la Corte lo desmentía. Monseñor Mazarino no estaba pero la duquesa de Chevreuse sí se hallaba presente. Hablaba amigablemente con la regente, como siempre, dándole consejos o más bien órdenes.
La señora de Vendôme había intentado disuadir a su hijo de que fuese al palacio; también había oído hablar del atentado y temía un arresto o algo peor.
«¡No se atreverán!» —había dicho soberbio su hijo.
Louis y Julie no se perdían ni una palabra de la historia.
—Beaufort fue recibido muy amigablemente por Su Majestad. Enseguida apareció el cardenal y se unió a ellos con mucha bonhomía. Al cabo de un rato, Mazarino y la reina se disculparon, pues debían asistir al Consejo. Dejaron la estancia en el momento justo en que el capitán de la guardia de Su Majestad se acercaba a Beaufort para decirle: «Señor, en el nombre del rey, haced el favor de entregarme vuestra espada y seguidme».
»Beaufort se quedó paralizado a causa del estupor. Luego se tranquilizó, y al ver que varios guardias lo rodeaban, gritó en tono fanfarrón: «Sí, lo haré, pero esto es muy extraño. La reina ordena mi arresto… ¿Quién lo hubiera creído hace tres meses?».
»El joven duque fue inmediatamente conducido a Vincennes en una gran carroza cerrada precedida por dos regimientos de guardias suizos de uniforme de gala y seguido por dos compañías de guardias franceses. A lo largo del trayecto esta guardia de honor tocó el tambor de manera infernal. Fue un traslado tan teatral como cómico. Parecía la representación de una farsa italiana, pero el ministro quería que todos, tanto los grandes como los parisinos corrientes, supiesen quién era el amo de Francia.
Rambouillet separó las manos y les sonrió con satisfacción:
—¡Bueno! Ya lo sabéis todo. La regente es la reina. Ha roto definitivamente con su pasado y Mazarino es su ministro. Los Importantes han perdido y su conspiración sólo quedará en la historia como una mediocre conjura.
Louis no estaba demasiado sorprendido. Desde hacía tres días sabía que la suerte de Beaufort estaba echada. Sin embargo, la comedia barroca de su arresto atestiguaba el poder que el cardenal ejercía sobre la regente. Todos callaron, meditando y adivinando lo que iba a pasar en los días sucesivos.
Era el 2 de septiembre de 1643.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, Louis recibió la visita de Charles de Baatz, que, como de costumbre, hacía tintinear sus armas y sus espuelas con insolencia.
—El cardenal solicita vuestra presencia ahora, no lo hagáis esperar —ordenó D’Artagnan atusándose las puntas del mostacho.
A las nueve, Fronsac fue recibido por Mazarino en presencia de Le Tellier y de Dreux d’Aubray.
—Caballero —dijo el primer ministro—, considero que debo informaros personalmente de mis decisiones. Sois la persona que más expuesta ha estado al peligro y es normal que sea así. El lugarteniente civil os dará enseguida algunas informaciones.
—Ayer, Anne Daquin y su hermano fueron sometidos a la cuestión previa —anunció Dreux d’Aubray—. Confesaron todo y dieron todos los detalles que esperábamos. Dijeron que fue el marqués de Fontrailles quien les proporcionó el veneno, pero ¿debemos creer eso? La señora Daquin confesó que deseaba desde hacía mucho tiempo desembarazarse de su esposo.
Dejó de hablar, mirando a Louis, luego prosiguió con un tono que pretendía en vano ser familiar, incluso amistoso:
—Lo que me gustaría saber es cómo habéis podido enteraros.
—¿Que Fontrailles era su amante? —suspiró Louis—. Lo presentí enseguida. Era una hipótesis que se ajustaba perfectamente a los hechos que yo conocía. ¿Cómo podían vivir los Daquin tan desahogadamente, en una casa tan grande, cuando un oficial real sólo puede permitirse una pieza para toda la familia? El salario de un escribano forense no era suficiente. Claro que podían poseer bienes personales, pero hice averiguaciones entre mis colegas notarios que me confirmaron que no tenían nada. Habían pagado su casa con catorce mil libras un año antes. ¿Cómo? Lo más probable era que su marido fuese un hombre complaciente que vivía del dinero de su mujer. Eso explicaba los trajes, el perfume e incluso la carroza de Anne. Y además, pese a su viudedad, no parecía muy triste…
Louis se quedó pensativo un instante, como si tuviese remordimientos. Pero enseguida los desechó.
—La pregunta se formuló sola, ¿quién era el amante? Lo sospeché inconscientemente cuando a Fontrailles pareció sorprenderle que yo no supiese por qué había matado a Daquin. Y luego, recordadlo, me había confesado, hablando del esposo: se estaba volviendo molesto…
»Poco a poco, hablando con Julie, mis dudas fueron tomando forma. En mi última visita a Anne se confirmaron mis sospechas. Cuando le expliqué que el Catador era un protegido de Fontrailles se estremeció. El hombre a quien amaba —o al menos con el que se acostaba— estaba detrás de los horribles asesinatos a mujeres. Su reacción fue la que yo esperaba. Finalmente, las cartas que encontramos despejan cualquier duda.
—Es cierto —reconoció Le Tellier. Fontrailles ha huido de nuevo, aunque nos es muy difícil probar nada, salvo las ventajas que obtuvo de la muerte de Daquin.
»En mi opinión, eran dos: la muerte de Daquin acercaba a Anne y al marqués y sobre todo les permitía probar un veneno cuyos síntomas eran similares a los de una enfermedad. Probablemente, Babin du Fontenay se enteró de la relación entre los dos amantes o la dedujo. Y como habéis comprendido, por esa razón Fontrailles lo mató y no por la investigación que estaba llevando a cabo. Por eso inventaron la trampa sobre Picard y por eso Fontrailles quiso mataros. ¡Creía que ya lo habíais comprendido todo!
—¡Qué ironía! —murmuró sordamente Louis—. ¡En ese momento no sabía nada!
—El hermano de Anne, como vos descubristeis, era el encargado de envenenar los alimentos del rey. Debido a su empleo en el Louvre, era para él relativamente fácil y, efectivamente, había seguido a Su Majestad a Saint-Germain. Y la duquesa de Chevreuse debió de darle tres mil libras el día en que lo visteis en el patio del hotel.
—¡Tres mil libras! ¡Ése es el precio de un rey! —meditó en voz alta el cardenal.
—Y ahora, ¿qué va a pasar? ¿Le haréis un proceso público? —preguntó Louis.
—No —replicó secamente Le Tellier—. Los han llevado al Arsenal. Se reunirá un tribunal para juzgarlos en el mayor secreto. Allí sufrirán el castigo de los envenenadores y regicidas. Luego todos los documentos serán destruidos. Para la Historia, Luis el Justo murió de enfermedad. Es inútil que se conozca la verdad. Haría demasiado daño, y sobre todo, podría dar ideas a otros…
Louis sabía lo que esto significaba: tribunales, sesiones de justicia criminal instituidas por Richelieu para juzgar principalmente delitos de falsificación de moneda o contra el Estado, tenían lugar en el Arsenal de noche, en salas tapizadas de negro y a la luz de las antorchas, sin la presencia de los acusados. Desembocaban en castigos implacables, ejecutados inmediatamente en el recinto del Arsenal.
Anne Daquin sería torturada en su prisión. Los labios y las orejas les serían arrancados con tenazas. Sería marcada al rojo vivo, su hermoso cuerpo quebrado por el ejecutor de la alta justicia con una barra de hierro, golpeada hasta la muerte en una cruz de San Andrés. A su hermano le cortarían los miembros y los cubrirían de plomo fundido mientras todavía estuviese vivo.
De repente, el frío inundó la pieza y Louis se puso a temblar ligeramente.
—Eso no es todo —tomó la palabra Mazarino—. Seguramente ya estáis al tanto: he mandado detener a Beaufort. Permanecerá encerrado de por vida en el fuerte de Vincennes[40].
»La señora de Chevreuse debe recibir en este mismo momento la orden de volver a sus tierras, acompañada de unos oficiales de justicia. Espero una notificación de la reina para que vuelva definitivamente al exilio.
Se paró un momento y dudó.
—A no ser que la arrestemos a ella también si hay suficientes cargos. La Châtre, coronel de los guardias suizos, comprometido en el intento de asesinato contra mí, ha sido encarcelado, así como una veintena de sus cómplices. Su cargo de coronel será devuelto al señor de Bassompierre, lo que no costará nada —sonrió satisfecho—. Todos los hombres de Beaufort que han participado en la operación serán juzgados y encerrados. Los supervivientes del atentado serán arrojados a galeras. El duque de Vendôme recibió ayer una orden de que vuelva a Anet, donde residirá con prohibición de salir, él y su familia. Châteauneuf volverá a provincias. Así como el obispo de Beauvais…
»Debo añadir que, aparte de Beaufort y sus hombres de confianza, nadie será encarcelado. Y salvo Anne Daquin y su hermano, que han cometido crímenes terribles, la sangre no correrá. Sería inútil y vos sabéis que yo no soy partidario de eso.
Dreux d’Aubray hizo una mueca de desacuerdo.
Así la purga será total, pensó Louis. Mazarino seguirá siendo el amo, pero a su manera, sin convertirse en un verdugo, como Richelieu. ¡Qué admirable efecto teatral y qué elegante triunfo! Y todo ello gracias a él. A pesar de su vergüenza, su tristeza y su dolor, sentía ahora una extraña impresión de orgullo. Lo que le dio valor para hablar y pedir un favor:
—Monseñor, puesto que me ha sido dado desempeñar un papel en vuestro triunfo, quisiera pediros algo.
—Os lo concedo —accedió Mazarino, que estaba de buen humor.
—Una vida a cambio de otra —dijo solemnemente Fronsac separando las manos—. Os entregué a Anne Daquin. Os pido una vida a cambio.
—¿Qué significan esas palabras incomprensibles? —murmuró secamente Le Tellier.
Louis hizo caso omiso y prosiguió dirigiéndose al cardenal:
—En el Châtelet está encarcelada una mujer que también mató a su esposo. Según Gaston de Tilly, tenía buenas razones para hacerlo. Él os lo confirmará. Pido para ella la gracia real y la libertad. Se llama Marcelle Guochy.
Se hizo un pesado silencio y bruscamente hostil. Dreux d’Aubray no salía de su asombro. El cardenal, su maestro en justicia, le había enseñado que nunca había que soltar a un culpable.
—Es imposi… —decidió.
Mazarino le cortó la palabra secamente.
—He dado mi palabra al caballero, señor. Así que, por favor, os ocuparéis de que se libere a esa mujer.
El lugarteniente civil, vencido, bajó la cabeza.
El ministro se dirigió entonces hacia la ventana para mirar un instante a la calle.
—¿Qué vais a hacer ahora, caballero? —preguntó finalmente.
—Casarme, tener muchos hijos y vivir en mis tierras, monseñor.
—Os propongo un puesto de oficial en mi casa. Todavía os necesito.
Louis no sabía qué decir. Dudó durante un buen rato, buscando las palabras.
—Monseñor, me siento orgulloso y feliz por haberos ayudado y por haber servido al rey. Pero no estoy hecho para esa vida. Durante este mes he pasado muchísimo miedo y sólo aspiro a una vida tranquila. Tal vez más tarde. De momento, sólo pretendo vivir feliz con mi esposa.
Mazarino no respondió y permaneció de espaldas. Michel Le Tellier y Antoine de Dreux d’Aubray exhibían un semblante firme y severo, mostrando así su desaprobación. ¡Cómo se atrevía a rechazar una proposición del amo de Francia! ¡Richelieu habría mandado arrestar a Fronsac inmediatamente!
El silencio duró cerca de dos minutos.
Y luego Mazarino se volvió. Sus labios y sus ojos dejaban traslucir una sonrisa irónica.
—¡A fe mía!, creo que tenéis razón, Fronsac. Si yo pudiera, haría lo mismo.
Se sentó a la mesa, cogió una pluma y se puso a escribir en silencio. Luego tendió a Louis el papel que acababa de rellenar.
—Llevad esto a mi secretario, caballero Fronsac. Y buena suerte. Y un consejo: tened cuidado con Fontrailles. Ahora tiene una terrible deuda de sangre con vos.
Louis sacudió la cabeza un instante para decir finalmente, como a disgusto:
—No, monseñor… No hay deuda.
Los tres hombres se miraron estupefactos.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Le Tellier—. ¿Creéis que Fontrailles aprobará lo que vos, lo que nosotros, le hemos hecho, y lo que le pasará a su amante? Una mujer tan hermosa.
Louis dudaba. No tenía ganas de hablar de ello, pero ya era demasiado tarde. Finalmente, con calma y buscando las palabras, se explicó.
—Mirad, Anne Daquin actuaba a la vez por amor y por interés. Deseaba casarse con Fontrailles y convertirse en marquesa. Para ella y para su hermano era una extraordinaria promoción social. Pero Louis d’Astarac pertenece a una de las más viejas familias del Languedoc y nunca hubiera consentido ese matrimonio, ni siquiera un revolucionario como él, y sobre todo con una mujer que se acostaba con todo el mundo y que había matado a su marido…
—¿Queréis decir que no la amaba? —lo interrumpió Le Tellier sorprendido.
Louis lo miró fijamente, sin verlo, y luego prosiguió:
—No se puede amar simultáneamente a toda la humanidad y a los hombres individualmente. Fontrailles eligió a la primera. Jamás amará a una mujer.
Suspiró.
—Había decidido desde el principio desembarazarse de los Daquin, ¿pero cómo? Si no los mataba a ambos, el que sobreviviese podría tener dudas y denunciarlo; y matarlos a ambos, tras la muerte del marido, habría desencadenado una investigación que quería evitar. Así que resucitó al Catador. Recordad que este Catador era distinto al primero por un detalle particular: a veces mataba a sus víctimas. Así que Fontrailles, desde el comienzo de su complot, había decidido matar a algunas mujeres para ocultar su verdadero objetivo: cuando hubiese muerto el rey, el Catador asesinaría a Anne Daquin. Sería una víctima más. Su hermano no podría sospechar que Fontrailles era responsable y no habría investigación particular. Luego el hermano, muerto de pena, desaparecería de París. Así la muerte del rey no habría dejado ningún testigo.
Louis se volvió hacia Le Tellier:
—Recordad lo que me había dicho el marqués en Rocroy: «¿Hábil? Mucho más que eso, caballero».
»¡Sí, la creación del Catador era una idea muy hábil para desembarazarse de una mujer molesta!
Prosiguió:
—Cuando creyó que yo lo sabía todo, y después de la muerte del Catador en prisión, modificó sus planes. Primero debía desaparecer yo, luego atacaría a los Daquin. Pero, como yo escapé a sus designios y él sabía que no había entendido nada, me dejó tranquilo hasta que descubrí la verdad. Por desgracia, yo había hablado con Anne y la muchacha desconfiaba de su amante; se lo hizo saber y entonces él no intentó nada contra ella. Sin embargo, en mi opinión, estaba preparando algo, pero jamás sabremos qué.
»Ahora que su intriga ha sido descubierta, Anne Daquin carece de importancia para Fontrailles, ya que los Importantes han perdido la partida. Anne sólo fue un instrumento entre sus manos. Por eso no tiene ninguna deuda de sangre conmigo. Al contrario, ¡le he sido útil y me estará agradecido!
Todos estaban pendientes de sus palabras, subyugados por la solución que Fronsac proponía. Cuando hubo acabado, se hizo el silencio. No había nada que decir. Entonces Louis se inclinó. Todavía tenía una última pregunta que hacer:
—Monseñor, ¿haréis que juzguen a Beaufort?
El ministro apretó los labios en un fino rictus, cerrando casi completamente los ojos, como un gato relamiéndose tras haberse comido una sardina.
—A los ojos de todos, Beaufort es culpable, no añadiré a sus culpas un proceso que podría, ¿quién sabe?, declararlo inocente.
Louis lo observó largamente, como si quisiese fijar su rostro, y luego abandonó la pieza. Una vez fuera, miró el papel que Mazarino le había dado:
Pagaréis al caballero de Mercy la suma de treinta mil libras.
Julio, cardenal Mazarini.
La puerta se abrió y la cabeza del ministro apareció jubilosa.
—Es mi regalo de bodas, caballero.
* * *
Marie de Chevreuse volvió al exilio de provincias después de haber recibido de Mazarino doscientas mil libras. Pero ese regalo sólo era una maniobra del ministro, que pretendía aislarla. En realidad, había decidido arrestarla. Por desgracia, sus oficiales llegaron demasiado tarde. Marie —¿prudente o desconfiada?— había huido a Inglaterra, donde tuvo la mala suerte de caer en medio de una revolución de las que le gustaban a su amigo Fontrailles. Fue enseguida encarcelada con su hija durante varios meses.
El duque de Vendôme dejó Francia para irse a Italia, donde se encontró con algunos de sus cómplices, como Beaupis, que había participado en la tentativa de asesinato. François de Beaufort estuvo encarcelado cinco años en Vincennes, de donde finalmente se fugó.
Todos los países vecinos de Francia, tanto aliados como adversarios, felicitaron a Mazarino por su victoria completa, brillante y sin derramamiento de sangre. Incluso Paul de Gondi, el coadjutor de París, se quedó tan admirado que escribió:
Un asombro respetuoso se abrió paso en la mente de todos los hombres, [Mazarino] pareció todavía más moderado, más civil y más abierto al día siguiente de la acción, lo hizo tan bien que se encontró a la cabeza de todo el mundo en una época en que todo el mundo creía tenerlo de lado.
Este triunfo interior, completado por la extraordinaria victoria de Rocroy, indicaron a todos que un nuevo reinado, más fuerte y más poderoso que el anterior, comenzaba en Francia: el de Mazarino, desde luego, pero sobre todo el de un nuevo rey, Luis XIV, Luis el Grande.
Giustiniani escribió así en Venecia:
El golpe tan vigoroso y tan inesperado asestado a Beaufort suscitó la admiración de un gran número de personas, el espanto de los grandes y el estupor de todos.
El 30 de septiembre de 1643, la regente dejó el Louvre por el Palacio del Cardenal, que bautizó enseguida como el Palacio Real, nombre que conservaría.
El 1 de octubre, Louis Fronsac se casó con Julie de Vivonne. Ese día Vincent Voiture, testigo de su boda, junto con Gaston de Tilly, le envió el siguiente poema impreso en pergamino para regalárselo a Julie:
Cuan lentos han pasado tres días con sus noches, desde que me dejaron dos fulgurantes soles: los ojos de mi reina, que los míos quisieran tener por soberanos[41]. |
Louis Fronsac volvió a ver muchas veces al padre Niceron, con quien mantuvo una sólida amistad basada en el aprecio mutuo y los intercambios científicos. En 1646, Jean-François Niceron fue a Roma a presentar sus trabajos sobre la perspectiva curiosa. A su regreso, un fuerte acceso de fiebre lo retuvo en Aix, en Provenza.
Murió en esta ciudad el 22 de septiembre de 1646. Fue enterrado en la iglesia de los mínimos de dicha ciudad.