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29 y 30 de agosto de 1643

La tarde del sábado 29 de agosto Louis se sentó de nuevo a una mesa de la taberna los Deux-Anges. Sus compañeros de juerga se habían reunido muy pronto con él. La bebida soltaba las lenguas y las amenazas contra el cardenal eran cada vez más concretas y violentas. Cada cual entonaba su cancioncilla contra el italiano y el barullo se había convertido rápidamente en un alucinante sabbat.

Ya era noche cerrada cuando el marqués de Fontrailles apareció acompañado de unos cuantos gentileshombres enmascarados. Con todo, Fronsac reconoció a Beaufort por su estatura y su pelo rubio, así como a Campion. Un cuarto hombre no se separaba de ellos; Louis no sabía quién era. Más tarde se enteró de que era Beaupuis, otro oficial de los guardias.

La reducida tropa pasó a la segunda sala de la taberna, seguida por El Patíbulo y dos de sus lugartenientes. Se encerraron en la pieza. Louis se había ocultado el rostro con la mano y permanecía en la sombra. La taberna, iluminada por unas mortecinas velas de sebo y un triste fuego, eran sus aliados. De todos modos, dudaba de que los visitantes pasasen revista a los truhanes presentes en la posada, pero tampoco se le escapaba lo desconfiado que podía ser Fontrailles.

Transcurrió una hora.

La mayoría de los matones estaban dormidos sobre la mesa completamente borrachos, otros habían subido al piso con los jergones de la posada. Fronsac dudaba en dejar el lugar cuando el grupo de conjurados salió. Fontrailles miró a su alrededor en la sala y siguió su camino, indiferente. Louis había metido la cabeza entre los brazos y, apoyado en la mesa, fingía dormir. El Patíbulo se quedó solo contemplando a su tropa con cierta repugnancia, luego bramó:

—¡Despertaos, banda de vagos! La operación será mañana, seguro. Quiero veros a todos aquí a las seis, despejados y armados.

Louis refunfuñó e hizo como que salía tambaleándose. El Patíbulo lo agarró y le tiró del brazo.

—¿Y de Fronsac, qué? ¿Nada nuevo?

Louis balbució algo que podía parecerse a un nombre. El Patíbulo lo rechazó violentamente pero lo dejó salir sin interrogarlo más. Mientras regresaba a su cuchitril donde Evrard y su padre debían de estar durmiendo, tuvo tiempo de idear un plan para el día siguiente y, cuando llegó a la casa de la calle Mierdenta, creyó que se podría llevar a cabo sin correr demasiado riesgo. Sin preocupaciones, durmió el sueño de los justos en su maloliente jergón lleno de parásitos.

Se despertó la mañana del domingo. Se levantó mucho antes que Valdrin y su hijo. Bajó en silencio, sin necesidad de vestirse, pues dormía con su ropa; lavarse era imposible, todavía tendría que soportar las pulgas unas cuantas horas. Abajo, sobre una mesa, dejó la docena de piezas de oro que le quedaban. No volvería a ver a sus huéspedes.

Estaba amaneciendo y en la calle Mierdenta todavía dormían algunos en el suelo. Louis saltó por encima de ellos para dirigirse hacia la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois.

Delante del porche, los comerciantes empezaban a instalarse con las primeras luces del alba. Louis conocía las costumbres de Gaston, sabía que acudiría al oficio a las nueve, pero a veces iba muy temprano, velando por que los alrededores de la iglesia estuviesen decentes. Si encontraba demasiados mendigos, los echaba, pues a aquella iglesia acudía la más alta nobleza.

Louis se había sentado en el suelo, al lado de un mendigo cubierto de pústulas. Cubrió su rostro con el trozo de fieltro que utilizaba como sombrero. Nadie podría reconocerlo. Esperó así cerca de una hora. Cuando oyó los cascos de un caballo, levantó la cabeza y reconoció a Gaston de Tilly que llegaba del Grand-Châtelet, seguido por algunos arqueros indolentes. Se levantó y caminó con paso vacilante hacia la montura. Cuando estaba a tres pasos de Gaston, se agarró a las crines del animal del comisario y en un murmullo, lo suficientemente bajo para que sólo pudiera oírlo Tilly dijo:

—Gaston, soy yo. Louis…

El rostro de Gaston se descompuso, mirando a la ruina humana que se agarraba a las crines de su caballo.

—¡Sí, hombre, soy yo! ¡Tienes que creerme! Pon cara de que no me reconoces, pero ordena a un arquero que me detenga y me conduzca a tu despacho.

Gaston era despierto. Señaló a Louis con el dedo:

—¡Eh, guardias!, este hombre está borracho y no me inspira confianza. Arrestadlo y registradlo. Luego, traédmelo a mi gabinete para que lo interrogue.

Al punto dos arqueros cogieron a Louis y lo registraron sin miramientos. Luego lo sujetaron y, a base de empujones, lo condujeron al despacho de Gaston por el camino que tomaba generalmente en otras circunstancias. Gaston había entrado rápidamente por otra escalera y lo esperaba impaciente.

—Está bien —dijo el comisario al verlo, haciendo una señal para que los arqueros se retirasen—. Dejadnos solos.

Cuando hubieron salido, corrió hacia Louis con un paño y un cántaro de agua.

—¡Dios mío! Esos animales te han maltratado. Pero ¿de dónde sales? ¿En qué condiciones estás?

Mientras hablaba, le limpiaba la cara. Luego lo desató y se echó a reír de repente.

—Amigo mío, no eres un modelo de elegancia. ¿Adónde han ido a parar tus lacayos negros? ¿Y qué me dices de esa barba? ¿Y ese pelo? ¡Vaya! Me encantan tus cabellos rubios, van muy bien con el color de tu tez.

Soltó tal carcajada que tuvo que sentarse agarrándose el vientre, porque no era capaz de respirar.

—Veo que lo tomas por el lado bueno —le soltó Louis ligeramente ofendido—. A mí no me hace tanta gracia.

—Perdóname —respondió Gaston, reprimiendo una carcajada—. No pude contenerme. ¡Vamos! ¡Cuéntame tus aventuras!

—Para eso estoy aquí. Supongo que Julie te habrá informado de que tuve que ocultarme de los amigos de la señora de Chevreuse.

—Sí, ¿dónde te ocultaste?

—En el palacio de los Condé.

Gaston soltó un silbido tanto de asombro como de admiración.

—¡Caramba! Ahora te codeas con los grandes. ¡No me digas que te han disfrazado ellos así! ¡Sabía que los Condé eran tacaños, pero no hasta ese punto!

Soltó otra carcajada. Era incapaz de contenerse. Se babeaba e hipaba convulsivamente.

Louis intervino para que parase:

—No, los Condé se marcharon a Chantilly hace cuatro días, los acompañé y me dejaron cerca de Mercy. Desde allí, volví a París…

Gaston se calmó.

—¿Por qué? Estabas seguro en Mercy, y aquí te buscan todos los matones de la ciudad…

—Sí, lo sé, ¡yo mismo ando en mi busca! Pero tenía que verte y advertir a Mazarino. Sobre todo a Mazarino, pero no puedo hacerlo y tienes que encargarte tú. Beaufort quiere asesinarlo.

—¡Tú sueñas! Y, en primer lugar, ¿cómo sabes eso?

—Porque anteayer me encontraba delante del Louvre con cincuenta truhanes armados hasta los dientes esperando las órdenes de Beaufort para matar al cardenal. La operación falló y esta noche lo intentaremos de nuevo. ¡Y esta vez no fallaremos!

Se hizo el silencio. Gaston había palidecido intensamente. Luego murmuró:

—¡Dios todopoderoso! ¿Quieres decir que estás… con ellos?

—Son mis nuevos amigos —bromeó Louis haciéndose el fanfarrón.

Gaston tragó saliva y luego añadió:

—Bien, ¿qué sabes exactamente?

Mientras hablaba fue hasta su mesa, se sentó y cogió pluma y papel. Entonces, Louis se lo contó todo mientras su amigo escribía rápidamente.

Rellenó dos hojas antes de que Louis hubiese acabado:

—No lo olvides, Gaston. Tenderán la trampa esta noche, pero todo esto es un secreto. La Châtre y quizá los Essarts están en el complot, y también Campion, además de otros oficiales de la guardia. Mazarino sólo podrá contar con hombres seguros. También hay que advertirle de que estoy en medio de los matones. No pueden colgarme con ellos.

—No te preocupes por eso. Además, yo estaré allí.

—Avisa también a mis padres, a Julie y a Gaufredi de que estoy vivo y bien. Pero que no hablen de esto con nadie. Hay espías por todas partes. Sin embargo, lo más urgente es que veas al cardenal.

Louis se interrumpió un momento, vacilando.

—Y todavía hay algo más grave, Gaston. Lo sé todo sobre la muerte del rey…

Louis le contó todo lo que había descubierto y lo que había deducido. Sus conclusiones eran tan terribles que Gaston lo escuchó en silencio. Cuando el caballero de Mercy hubo terminado, precisó:

—Pero no hagas nada respecto a eso, Gaston, te lo ruego. Esperemos a mañana. Tras el intento de asesinato de Mazarino, te acompañaré y encontraremos las pruebas, ahora dime todo lo que sepas y pueda serme útil.

—De Julie y tu familia sólo puedo decirte que están preocupados, pero se mantienen serenos. Por el contrario, en la Corte ha habido mucho ajetreo.

—Ya sé, las cartas perdidas… ¿me estás hablando de esa ridícula historia?

—¡Vaya! ¿Quién te lo ha dicho? —Gastón pareció ofenderse—. ¿Y también sabes que la señora de Montbazon tuvo que pedir excusas?

—Eso no, pero sabía que tendría que hacerlo. ¿Qué ocurrió cuando pidió perdón?

—Fue horrible. La duquesa acudió al palacio de Condé elegantemente vestida y leyó muy altiva, ante la princesa, un texto redactado por el cardenal y la duquesa de Chevreuse. El tono era tan insolente e impertinente, balbuceando para burlarse de ella, que la princesa le pidió que lo volviese a leer en un tono correcto. El texto estaba sujeto con alfileres a su abanico para no olvidar ni una sola palabra y todos los presentes encontraron la escena ridícula e hiriente. Era algo así —Gaston adoptó un tono ofendido y puso una voz de falsete que hizo sonreír a Louis—: «Señora, he venido aquí para aseguraros que soy inocente de la maldad de la que han querido culparme. Ninguna persona de honor puede acusarme de semejante calumnia».

Louis no pudo contener la risa. Gaston, curiosamente, se quedó muy serio[39].

—Fue grotesco y sobre todo inútil, porque al día siguiente, mientras la reina y la princesa de Condé se encontraban en el jardín de las Tullerías disfrutando de un refrigerio a base de helados de la casa Regnard, apareció la duquesa de Montbauzon pavoneándose del brazo de su amante Beaufort, pese a que el día anterior la regente le había hecho saber que no acudiese porque la señora de Condé estaba con ella.

»La reina, molesta, le pidió delante de todos los presentes que abandonase inmediatamente los jardines y la Montbauzon se negó con insolencia. De modo que fueron la reina y la princesa quienes se retiraron.

—¿Desobedeció a la reina?

Louis estaba asombrado por tanta insolencia y audacia.

—Sí, prosiguió el comisario. El incidente era de una gravedad extraordinaria y tenía que ser castigado. Al día siguiente, la Montbauzon recibió una carta del joven rey, que llevó un oficial armado, que decía aproximadamente así:

Prima,

El disgusto de mi madre, la reina, a causa del poco respeto que habéis mostrado hacia ella, me obliga a deciros que os vayáis a Rochefort, donde os quedaréis hasta nueva orden.

—¿Entonces está exiliada de la Corte?

—Desde luego. Pero Beaufort sigue aquí. He oído decir que, con la rabia, no habla con la reina y empuja y hace zancadillas a los amigos de la regente o de Mazarino. Sin embargo, nunca hubiera pensado que intentaría asesinarlo. Se exponía al exilio, y ahora al patíbulo.

—Creo que el desenlace está próximo —afirmó pensativamente Fronsac—. Esta noche, si ganamos, la duquesa de Chevreuse ya no enseñará más las uñas. Bueno, me voy. Ordena a tus guardias que me liberen.

—¡Espera! Tú que sabes algo de teatro. Tengo aquí encerrado desde ayer por una deuda a un tal Jean-Baptiste Poquelin. No sé qué hacer. ¿Lo conoces?

—¿A Molière? ¡Desde luego! Según Montauzier se convertirá en un gran actor. ¿Cuánto debe?

—¡Veinte libras! Al propietario del su Ilustre Teatro. Ya es mala suerte, en junio acababa de firmar el acta notarial de su compañía.

—Escucha, estoy seguro de que Montauzier las pagará si se lo piden. Proponle a Laffemas que adelante el dinero, después de todo ha sido comediante, y será comprensivo. Ahora que ya no es teniente civil, puede hacer algún bien, que en el más allá le será tenido en cuenta en compensación por las atrocidades que ha autorizado. Hablaré con el marqués cuando todo haya acabado. Y libera rápido a Poquelin, tiene mejores cosas que hacer que estar en la cárcel.

Louis dejó a Gaston y, liberado, después de haber recibido varios golpes, se encontró en la calle, por donde deambuló todo el día, haciendo que buscaba al famoso Fronsac. Volvió a la taberna de los Deux-Anges hacia las cinco de la tarde.

Estaba sentado ante un apetitoso plato de perdigones cuando El Patíbulo se acercó hacia él, con aspecto desafiante y la mano empuñando la espada.

—¡Hombre! ¡La Horca! Me he enterado de que te han arrestado y ya te han soltado. ¿Qué ocurrió?

—¡Nada! —Louis se encogió de hombros con indiferencia—. Le parecí sospechoso a un oficial del Châtelet. Estaba delante de la iglesia de l’Auxerrois, buscando a Fronsac, y ya me había visto el día anterior delante del Châtelet. Me registró, los guardias me llevaron, me interrogaron y me molieron a palos, pero me hice el idiota y por fin me liberaron. No tenía armas.

—¡Bien hecho!

El Patíbulo pareció tranquilizarse. Le dio un golpe violento a Louis en la espalda, en señal de amistad viril.

—Únete a los otros. Será esta noche. Te indicaremos tu sitio.

Louis obedeció. Tras el reparto de funciones, el vino corrió a mares. Pero El Patíbulo permaneció en medio de la banda, vigilando que nadie se emborrachase. Se oyeron nuevas coplillas contra el italiano:

No se murió, sólo cambió de era

el Cardenal que a todos exaspera,

¿tan bien está el prócer importante

que veinte años tiene por delante?

—¡No! ¡No! —gritaba a coro la multitud de truhanes y bandidos.

Louis gritaba todavía más fuerte que los otros, tomándose su papel particularmente en serio. El Patíbulo estaba impresionado por el cariño y la fidelidad de los adeptos a su causa. Pensó que podría pedirle al nuevo que fuese uno de sus lugartenientes.

Al anochecer se apostaron discretamente alrededor del puente situado a la salida del palacio. Louis se escondió detrás de un grueso mojón de piedra. Todos esperaron. Como en la tentativa anterior, muchos vehículos y caballeros entraban y salían del Louvre sin verlos, pues estaban amparados por la oscuridad de la noche.

* * *

Para comprender mejor el pasaje siguiente, situémonos de nuevo en la zona.

Se salía del Louvre por un puente fijo que daba, después de un estrecho pasaje, a la calle del Louvre, llamada todavía calle del Avestruz o de Austria —era una deformación de la palabra sajona ostreich que databa de la creación del Louvre seiscientos años antes—. Por razones de seguridad, esta calle, llena de rincones oscuros, estaba cerrada en sus dos extremos.

La calle del Louvre —o de Austria— estaba además rodeada de edificios y jardines: por el lado del Sena, los más notables eran los palacetes de Borbón y de Alençon, ambos vacíos y abandonados. Los dos palacetes estaban constituidos por un conjunto de edificios dispares, en desorden, que invitaban a cualquier emboscada. Allí, por todos los rincones, estaban escondidos una parte de los compañeros de Louis.

Una vez que cruzabas la calle del Louvre, enfrente y algo a la derecha, dabas a la calle del Pequeño Borbón, también rodeada de edificios, de muros y jardines. Finalmente se llegaba a la calle de las Garruchas para desembocar en la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois. En la calle de las Garruchas y a mano izquierda estaba el amplio palacio de Longueville.

* * *

Cuando menos lo esperaban, se iluminó la ventana del castillo de la que los asesinos no quitaban la vista. Era la señal esperada y Louis reconoció perfectamente detrás del cristal el perfil de Beaufort.

En ese mismo momento se oyó sobre el pavimento el rechinar agudo de la lámina de acero que rodeaba las ruedas del vehículo: una carroza estaba a punto de salir del Louvre. Por el ruido, Louis supo que los jinetes de la escolta custodiaban la carroza y luego oyó al cochero azotando los caballos del coche.

Bruscamente, vio el vehículo desembocando en la travesía. Delante trotaban plácidamente dos guardias del cardenal, de modo que la escolta había sido reducida al mínimo. Las cortinas del coche —una carroza de gran tamaño— estaban echadas. Cuando el vehículo llegaba a la calle del Louvre, el grito de El Patíbulo quebró la noche:

—¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Disparad al cardenal!

Louis vio a su jefe levantarse y echarse sobre el coche con una pistola en cada mano. Al mismo tiempo estallaron más gritos. Los truhanes atacaban en orden, de modo casi militar, todos en los puestos que les habían asignado: unos cerraban el puente hacia el Louvre, otros los extremos de la calle del Louvre, un tercer grupo impedía la salida hacia el Pequeño Borbón. Al mismo tiempo, el grueso del grupo de asesinos se precipitaba hacia la carroza para matar a sus ocupantes. Louis se había quedado oculto detrás del mojón; deseaba con todas sus fuerzas estar en otro lado, por ejemplo, en su biblioteca.

Casi en el mismo instante, los mosqueteros atacaron. En un fogonazo, Louis vio desplomarse a unos veinte truhanes, la sangre brotaba por todas partes salpicando el suelo; los otros asesinos estaban paralizados por el estupor. Simultáneamente, aparecieron a caballo mosqueteros y guardias de todas las calles de los alrededores, acuchillando y matando sin piedad a los asaltantes. El Patíbulo, no obstante, consiguió trepar a la carroza y abrirla. Disparó al interior en el mismo momento en que disparaban desde el vehículo. Louis lo vio desplomarse. Le habían volado la cabeza. En unos segundos el drama terminó. Otros guardias, a pie, llegaban con antorchas. El suelo estaba completamente empapado de sangre resbaladiza, lleno de cadáveres descuartizados y trozos de carne humana. Un puñado de supervivientes habían soltado las armas y estaban alelados y estupefactos. ¡Les habían prometido un trabajo tan fácil! Otros, como Campion y Beaupis, que habían decidido en el último momento participar en esta fiesta que había acabado tan mal, habían conseguido huir, pese a todo.

La humareda se estaba disipando y la puerta de la carroza se abrió. Louis vio salir a Mazarino vestido de combate, con un coselete de acero damasquinado y una pistola humeante en la mano. Era el excapitán Mazarini, que surgía como un deus exmachina de teatro. Bajó del vehículo, seguido de Le Tellier y de Dreux d’Aubray, el nuevo lugarteniente civil. El italiano gritó nada más salir:

—Señor Fronsac, ¿estáis a salvo? ¡Mostraos!

—Louis se levantó lentamente, desarmado y chillando:

—Estoy aquí.

Un mosquetero se acercó hacia él, amenazante, con un sable empapado de sangre en la mano.

—¡Vos no sois Fronsac! ¡Yo lo conozco! ¡No tiene el pelo rubio!

Louis reconoció a De Baatz y resopló, presa del pánico:

—Sí, señor De Baatz, la prueba es que no llevo ninguna arma. ¡Comprobadlo! Simplemente estoy disfrazado.

Se arrancó la parte derecha del mostacho —cosa que le hizo mucho daño— y se la tendió a Baatz.

El otro miró, atontado, el medio mostacho, y luego de nuevo a Fronsac. Su mirada traslucía su incomprensión. Pero Mazarino se había adelantado y lo había reconocido.

—¡Señor Fronsac! ¡Alabado sea Dios! ¡Estáis a salvo!

Lo cogió de la mano y se metió en medio de la tropa.

—Señores —declaró solemnemente—, he aquí uno de los hombres más valientes de Francia. Se distinguió en Rocroy con el duque de Enghien y hoy me ha salvado la vida poniendo en peligro la suya. Debéis admirarlo y respetarlo.

Louis estaba a la vez espléndido y ridículo con sus vestidos desgarrados, su rostro medio descolorido por el sudor y el miedo, los mechones de su cabello pegados al rostro y la peluca descolocada. Sin embargo, la multitud de guardias lo aclamó durante mucho tiempo.

Un sentimiento de orgullo lo invadió, borrando progresivamente el terror, el espanto y el pánico que había vivido hasta ese momento. Se esforzó para no temblar y adoptar un aspecto firme y audaz, aunque modesto, que tan bien sienta a los héroes.

Un oficial, con las manos manchadas de sangre, avanzó hacia De Baatz a paso de matamoros.

D’Artagnan, no me habías dicho que conocías al caballero. ¡Y que era amigo tuyo!

—Es cierto, Athos —respondió el guardia avergonzado—, voy a presentártelo.

Louis lo miró enarcando las cejas:

¿D’Artagnan? ¿No os llamáis De Baatz?

—¡Claro que sí! Pero los mosqueteros y los guardias tenemos un nombre de guerra y el mío es D’Artagnan, como el conde de la Fère, mi amigo aquí presente, es Athos. El gigante que está allí que parece un pillo es Porthos; en realidad, se llama Du Vallon.

Louis miró en la dirección indicada por D’Artagnan y vio a una especie de bruto golpear violentamente con la hoja de su espada a los cuatro o cinco supervivientes.

Pensó que con semejante trato no llegarían vivos al día siguiente.

Durante este tiempo, Mazarino examinaba el campo de batalla con una curiosa mezcla de disgusto y satisfacción. Se acercó a Louis y lo tomó por el hombro:

—Fijaos, caballero, hemos empleado toda la tarde en tender esta trampa. Unos hombres de confianza se instalaron, en grupitos, en el palacete del Pequeño Borbón, disparando desde allí, y en el palacio de Longueville, que amablemente nos dejaron el duque y la duquesa. El resto de las tropas estaba en el palacio del Louvre. Previamente di orden de arrestar a los oficiales traidores, principalmente a La Châtre.

Se detuvo un instante, bajó la cabeza observando cómo limpiaban el lugar. Luego miró afectuosamente a Louis.

—Ahora que la aventura ha terminado, supongo que queréis iros a casa. Pondré a vuestra disposición a unos veinte hombres para escoltaros hasta dónde deseéis y les pediré que hagan guardia delante de vuestra puerta esta noche. Más tarde recibiréis noticias mías.

Le Tellier, que se había acercado, tomó en ese momento la palabra y con voz firme dijo a todos:

—Señores, os recuerdo que debéis guardar silencio absoluto sobre este asunto. La muerte sería la sanción más suave para cualquiera que hablara.

Mazarino asintió con la cabeza y se reunió con él. Los dos ministros se fueron andando al Louvre, acompañados de algunos fieles. Los demás, dirigidos por Dreux d’Aubray, cargaban en unas carretas, llegadas de no se sabía dónde, los cuerpos de los truhanes, mientras que los cuatro supervivientes eran agarrotados —había cinco al principio, pero uno de ellos no había sobrevivido a un porrazo demasiado fuerte de Porthos.

D’Artagnan se acercó entonces a Louis, llevando un caballo de la brida. Cuando estuvo a su lado, le puso la mano en la espalda y gritó con voz estentórea con un marcado acento gascón:

—¡Señores! ¡Escuchadme! Voy a pedir excusas públicas al caballero. He dudado de él y de su valor porque no llevaba espada… Estaba equivocado. El señor Fronsac ha demostrado que se puede ser valiente incluso sin espada.

Un profundo silencio de respeto invadió el lugar del combate. Todos estaban parados, considerando el esfuerzo que suponía para el orgulloso señor De Baatz semejante muestra pública de arrepentimiento. Louis, terriblemente emocionado, dio un abrazo al mosquetero.

—No teníais por qué excusaros, señor De Baatz —le dijo—, siempre seréis amigo mío.

Los hurras se sucedieron mientras Louis montaba a caballo.

De este modo, unos minutos más tarde, rodeado por veinte mosqueteros comandados por Athos, Louis volvió al despacho familiar donde, despertando a sus padres y criados, fue recibido como el hijo pródigo.