Miércoles, 26 de agosto, y jueves, 27
Louis siguió a paso tranquilo las orillas del Sena examinando atentamente a la gente con la que se cruzaba. Pero nadie parecía prestarle atención. Sin embargo, más de una vez, unas echadoras de cartas egipcias se acercaron a él, pensando que era un pánfilo al que podrían timar fácilmente. Se deshizo de ellas sin problemas. Finalmente, pasó sin ningún obstáculo ante el Petit-Châtelet.
Eran las cuatro de la mañana del miércoles, 26 de agosto.
A partir de ahí, estuvo más vigilante. Miraba sin cesar a su alrededor, lo que le daba la desagradable impresión de que los que lo miraban eran cada vez más numerosos. ¿Estaría observándolo ese grupo de ganapanes y de buscavidas? También había advertido que un grupo de pilluelos no dejaban de merodear a su alrededor, tratando de robarle la bolsa. Además vio a dos grandullones con la ropa remendada que, o bien se colocaban detrás de él, o bien delante, pavoneándose con su amenazante espada, cosa que estaba prohibida. Tampoco le pasaron inadvertidos dos clérigos que estaban en la acera de enfrente, que no dejaban de lanzar miradas en su dirección.
Soy un estúpido, se esforzaba en razonar para tranquilizarse, ninguno de ésos me conoce y mi imaginación me juega malas pasadas.
Lo cierto es que toda aquella gente sospechosa que pululaba por el Sena no tenía un aspecto muy tranquilizador; por todas partes bullía una multitud de granujas andrajosos, miserables y pedigüeños. Los grupos de mendigos muertos de hambre a veces estaban dirigidos por goliardos inquietantes, sórdidos, y generalmente armados con garrotes o cuchillos ocultos, todos ellos dispuestos a asestar una puñalada por la espalda.
Cuando se internó en la calle Dauphine, menos animada, constató con alivio que los transeúntes, mejor vestidos, no parecían interesados en él, y los de aspecto sospechoso habían desaparecido. Llegó ante el oscuro callejón en el que estaba la casa de Margot. Simuló ser un paseante cualquiera que curioseaba en los puestos con pinta de papanatas parisino. Fue abordado por varios comerciantes que buscaban venderle cualquier cachivache y que rechazó con indiferencia.
Después de verificar que el callejón estaba desierto, se dirigió a la vivienda de Margot con la actitud despreocupada y decidida del dueño de la casa. Fue hacia la puerta, introdujo la llave, abrió y entró.
La humedad y el olor a moho penetraron en su garganta. La casa estaba desocupada desde hacía varios meses. Sin embargo, no se atrevió a abrir los postigos y, en penumbra, se dirigió a la escalera del fondo para subir directamente al segundo piso. Esta pieza, la más alta, le había explicado Margot, no tenía postigo y era relativamente luminosa. Allí vio el viejo jergón que la joven había dejado.
Los peldaños de madera chirriaron bajo sus pies. Todo era como Margot lo había descrito. Desde la ventana examinó el callejón; todo parecía normal, salvo un mendigo sentado en el suelo, a la entrada de la callejuela.
En una bolsa que llevaba Louis, Margot había puesto una hogaza de pan, un trozo de jamón y un cuchillo que también serviría de navaja para afeitarse. Ya se había comido, a mediodía, la mayor parte de su frugal alimento. Tomó el resto, se quedó con hambre y lamentó no haber comprado unas salchichas asadas a un vendedor ambulante, pero ahora era mejor no volver a salir.
En la bolsa también estaba la pistola de dos tiros que le había dado Enghien. Al día siguiente, muy temprano, iría al Grand-Châtelet, que estaba muy cerca. En el despacho de Gaston estaría a salvo y podría informarlo de lo que sabía. Mazarino sería prevenido enseguida.
Pensó durante un instante en ir a buscar un libro en la pieza de abajo. Después de todo, antiguamente había sido una librería y todavía debía haber algunos ejemplares, pero renunció a ello; en la oscuridad sería muy difícil encontrar alguno. Sobre todo se arriesgaba a hacer ruido. Pensó que tendría que llevar un yesquero. ¡Bueno, no leería!
Sentado en el jergón, para pasar el tiempo, se puso a comprobar el estado de su pistola. Estos ingenios no tenían secretos para él. Durante su infancia, los hermanos Bouvier le habían enseñado el arte de disparar y también a desmontar una rueda, una cazoleta, un gatillo o un martillo. El arma que tenía en la mano procedía de los Condé. Era una pieza de gran valor con un sistema de encendido a la española. Era ligera, precisa y mortal. Cambió el cebo y colocó un poco de pólvora en la cazoleta.
De repente, un ruidillo llamó su atención. ¿Habían abierto la puerta de la calle? Aguzó los oídos. Sí, le parecía el sonido de unos pasos mitigados en la escalera. Con el corazón palpitante, se levantó sin hacer ruido, pero aterrorizado.
¿Dónde esconderse? La pieza estaba vacía y había llegado al final de la escalera. Examinó la calle. El mendigo miraba ahora hacia la casa. ¿Acaso lo había visto? Tal vez sólo se trataba de ladrones.
Los pasos se acercaron. Los desconocidos eran dos, por lo menos. Se pegó a la pared, oculto por la puerta abierta. Con el arma en la mano, oyó murmullos en el minúsculo rellano. Los desconocidos no parecían muy convencidos de hacer una visita de provecho.
—Te digo que no hay nadie… El Chusma vio visiones, bebe demasiado. No se oye nada… Si estuviese ahí, el tipo habría encendido una vela, o abierto un postigo, por lo menos —susurraba una voz.
La puerta se abrió chirriando.
—Ya lo ves, está vacío. Voy a la ventana a hacerle una señal al Chusma.
Louis distinguía ahora al que hablaba. Reconoció a uno de los grandullones de hábitos remendados a quienes había visto en los muelles. El truhán tenía una espada de hierro en la mano. El otro apareció a continuación. Louis no dudó: disparó a la espalda al primero, apuntando bien e, inmediatamente, hizo un segundo disparo sobre su compañero. La doble detonación fue ensordecedora. Los dos grandullones se desplomaron, salpicando las paredes y al caballero con restos de sus cerebros y sangre.
Louis bajó las escaleras de cuatro en cuatro, sin saber qué había sido de sus víctimas, aunque se lo imaginaba. Abajo, entreabrió prudentemente la puerta. El mendigo había desaparecido, sin duda sorprendido y asustado por las explosiones. En el umbral de la casa se limpió someramente y salió con lentitud.
Cerró con llave y salió a la calle. Había dejado el arma, inútil, en la casa, así como la bolsa. Nadie le prestó atención. Se dirigió lentamente hacia el Sena.
Cuando llegó al Puente Nuevo, se detuvo un instante y, pegándose al parapeto, examinó la zona. Una multitud hormigueante se agitaba en esta vía. Caballos, coches, mulas, viandantes, se abrían paso con dificultad, apresurándose y empujándose. A uno de los lados del puente, cerca de la estatua de Enrique IV, unos saltimbanquis pedían unas monedas a cambio de sus acrobacias o torres realizadas por animales amaestrados. Más lejos, unos lacayos abordaban a los paseantes con proposiciones deshonestas. También había muchísimas gitanas despechugadas echando las cartas, ofreciendo la buenaventura por dos perras chicas, capaces de robar la bolsa atrayendo la atención hacia las cartas del tarot. En medio, en una especie de cabañas, estaban instalados los vendedores de halcones y los esquiladores de perros.
Toda esta gente vivía, algunos incluso dormían, y se brujuleaban en este puente completamente lleno de inmundicias y excrementos que, amontonados, alcanzaban los pies de la estatua de Enrique IV.
Cruzar por aquí es terriblemente peligroso, pensó Louis dudando.
Entre semejante gentío, cualquiera podía acercarse discretamente a él y asestarle una puñalada. ¿Qué hacer? Era la última hora de la mañana y todos los puentes del Sena estarían atestados de gente, se dijo. Quedarse en esta orilla, donde no conocía a nadie, no era una buena solución. La noche estaba al caer y necesitaba un refugio.
Examinó un momento La Samaritana, la bomba hidráulica construida contra un pilar del puente y en cuya fachada se presentaba a Jesús hablando con la Samaritana cerca del pozo de Jacob.
La máquina estaba muy cerca pero era inaccesible.
De repente, vio circular por el puente un grupo de pesadas carretas que avanzaban lentamente. Los carros, tirados por bueyes jadeantes, transportaban piedras. Unos veinte obreros corrían entre los vehículos que debían proveer una cantera. Louis comprendió que ésa era su oportunidad de cruzar discretamente. Se lanzó en medio de ellos y se dirigió al primero que vio, saludándolo con la mano.
—¡Me ha costado trabajo encontraros!
El otro le dirigió una mirada bastante desagradable, mezcla de desconfianza y dejadez. Luego le preguntó al ver que no llevaba útiles de trabajo a la cintura:
—¿Estás en nuestro grupo? Nunca te había visto…
—Me han contratado hoy —respondió Louis en tono bonachón—. Estuve en otra cantera con un compañero que se reunirá conmigo con el material. Me dijeron que os esperase en el puente. Estuve a punto de fallaros…
—¡Ah, bueno! —dijo el otro, que ya no hacía caso a su nuevo compañero.
Atravesaron el puente. Varios obreros bromeaban observando a un barbero extrayendo un molar a una burguesa gritona, agarrada por sus criados, que aprovechaban para darle pellizcos y tocarle los pechos. Louis se echó a reír a carcajadas con ellos de buena gana. Nadie le prestaba atención. Después, torcieron a la izquierda. Aquella dirección no le convenía, dejó que el convoy se adelantase, luego que siguiese su camino, y finalmente se quedó solo detrás.
Entonces se dirigió dando zancadas a la calle de Saint-Honoré.
De repente, sin que se diese cuenta, alguien tropezó con él. Lo rechazó, asustado, y huyó en dirección opuesta, hacia una calle que se bifurcaba. En la primera callejuela, cogió a mano derecha y se dirigió al vano de una puerta, bajo una torrecilla en saledizo. Oyó ruido de carreras y vio a tres granujas continuar corriendo.
Estaba sin aliento y su corazón latía como un tambor, tanto por miedo como por falta de aire. Poco a poco notó que un líquido empapaba una manga de su blusón. Miró. Era sangre. En ese momento sintió el dolor. Se tocó en la parte superior del antebrazo, pero retiró la mano al punto porque el dolor era muy agudo. Le habían clavado una daga; por suerte, le pareció que no había alcanzado el hueso.
La hemorragia no parecía muy abundante. Ahora el corazón le latía a toda velocidad. ¿Cómo diablos lo habían encontrado?
¿Cuánta gente lo estaba persiguiendo? Tenía que conservar la sangre fría. En primer lugar, ¿dónde estaba? Se concentró en el itinerario que había recorrido. Debía de estar en la calle de las Lavanderas cuando lo habían atacado; recordó vagamente que la mano izquierda la cruzaba una travesía pequeña. Seguramente había sido allí.
¿Qué podía hacer? Si lo habían reconocido tan rápido, no tardarían en encontrarlo de nuevo. ¿Dónde diablos refugiarse? El callejón estaba desierto, pero ¿por cuánto tiempo? Era inútil intentar cobijarse en una casa, estaban todas cerradas. De momento descartaba ir al Châtelet. Debía de ser uno de los lugares más vigilados de la ciudad. En una iglesia cercana sonaron las cinco.
¡Una iglesia! Era la solución más inmediata. La iglesia de Santa Oportuna estaba allí al lado, al final de la calle de los Lavanderos. Se metería dentro y estaría provisionalmente seguro.
Se peinó el pelo hacia atrás para adoptar un aspecto distinto y volvió lentamente sobre sus pasos. A su alrededor no se veía a nadie sospechoso y se dirigió a paso rápido hacia la iglesia, que estaba delante de él.
Llegó allí sin problemas y entró en el templo. Estaba desierto y se sentó en un banco apartado, fingiendo rezar. El asiento se hallaba en un ángulo desde donde podría vigilar discretamente la puerta. Por primera vez después de muchas horas dejó las preocupaciones a un lado. Pero sabía que la iglesia cerraría pronto, y tenía que encontrar un sitio donde pasar la noche. Quedarse en la calle supondría la muerte.
Pensó en todos los lugares donde podría refugiarse. No encontraba ninguno. La mayor parte de la población parisina estaba formada por mendigos que dormían en las calles y ocupaban todos los sitios a cubierto. Si lo estaban buscando, cosa que era muy posible, no tendrían dificultad en dar con él y matarlo, sobre todo con la perspectiva de una jugosa recompensa.
Pronto las iglesias estarían todas cerradas y en los monasterios no lo recibirían. ¡No en todos! Tal vez… pensó en Niceron y en el convento de los mínimos. Pero era demasiado tarde. Su mirada se deslizó maquinalmente por las losas con los nombres de personajes ilustres enterrados bajo la fila de bancos. ¡Un cementerio! ¡En un cementerio estaría seguro! En un lugar como ése no habría nadie por la noche, salvo los muertos. Y él estaba muy cerca del osario de los Inocentes. Tomó la decisión de ir hasta allí y salió de la iglesia.
Nadie parecía vigilar el santuario situado en un ángulo de edificios, que rodeó hasta llegar hasta la calle de los Peleteros. Evidentemente, hubiera sido más rápido pasar por el otro lado, por la calle Saint-Denis, pero era una arteria tan frecuentada por los truhanes que quería evitarla a toda costa. Desde la calle de los Peleteros se deslizó hasta la calle de la Herrería, una calle estrecha que comunicaba con la de Saint-Honoré, donde Ravaillac había asesinado a Enrique IV.
Apoyado contra un mojón de una cochera, Louis miró un buen rato a su alrededor. No había nada sospechoso. En la esquina de la calle de la Lencería estaba el pórtico de Saint-Germain, una de las cinco entradas del cementerio.
El cementerio de los Inocentes era un amplio rectángulo entre las calles Saint-Denis, la Herrería, La Lencería y la calle de la Herradura. Al principio se trataba de un simple espacio cerrado con paredes. En esta época sólo había unas cuantas tumbas individuales, las familias más ricas disponían de capillas o poseían los más lujosos panteones en las iglesias. Para los demás cavaban amplias fosas de treinta pies de ancho y allí alineaban los cadáveres a medida de sus necesidades. Cuando una fosa estaba terminada, se cubría con un poco de tierra y comenzaban a enterrar una nueva serie de cuerpos.
Así llegaban hasta mil quinientos cadáveres. Cuando la fosa estaba llena, cavaban otra. La tierra alcalina del suelo de los Inocentes tenía fama de disolver un cuerpo humano en nueve días y, cuando ya no era posible cavar un nuevo agujero, desenterraban los muertos de los que sólo quedaban los huesos, que se amontonaban.
Pero había que guardar sus últimos restos. Progresivamente, construyeron alrededor del cementerio galerías sostenidas por arcos. Allí, en pequeñas celdas se amontonaban los huesos unos sobre otros. Estas celdas se llamaban osarios y el primero había sido construido por Nicolas Flamel, el gran alquimista.
Los osarios estuvieron rápidamente llenos a pesar de ser almacenados al aire, que destruía los huesos y los transformaba en polvo. Entonces construyeron sobre los arcos unas galerías suplementarias en uno o dos pisos, y luego desvanes.
Esta especie de graneros estaban cerrados por puertas y claraboyas. Así, cuando alguien entraba en el cementerio de los Inocentes, a cualquier sitio que dirigiese la mirada veía cráneos y osamentas.
Fue en ese cementerio donde había florecido el famoso espino blanco milagroso durante la matanza de San Bartolomé.
Pero el osario no era un lugar de tristeza ni de soledad. A pesar del olor pestilente y el aire corrompido, pequeños comercios se habían instalado bajo sus arcos. Afables prostitutas esperaban allí a sus clientes para un encuentro rápido y venal en medio de los huesos e incluso había mesas de juego atestadas de gente. También había comerciantes vendiendo sus legumbres, lo que suponía un grave riesgo para los compradores porque las miasmas de los cadáveres estropeaban el vino y la leche en pocas horas. Sin embargo, el lugar era extrañamente agradable a pesar de la presencia de los muertos, que miraban continuamente a los paseantes con sus órbitas vacías.
Cuando Louis entró en el cementerio todavía estaba lleno de gente. Sin embargo, sabía que al cabo de un rato cerrarían el osario y los guardias comprobarían que no quedaba nadie por la noche, porque a veces algunos depravados se quedaban encerrados para practicar misas negras u otros diabólicos entretenimientos.
Ahora cerrarían las puertas con rejas infranqueables. Pero Louis recordaba también que las galerías eran recorridas por oscuros y minúsculos pasillos adonde nadie acudía nunca. Estaban llenos de huesos e incluso los mendigos más osados se negaban a ir allí.
En ese lugar pensaba pasar la noche; los muertos le daban menos miedo que los vivos.
Cruzó el cementerio, evitando las proposiciones de las prostitutas y los jugadores profesionales, para dirigirse a uno de los osarios. Primero siguió un ancho pasillo, luego subió por una escalera a uno de los pisos. Allí se quedó un instante inmóvil, espiando el menor gemido que hubiera delatado la presencia de cualquier pareja en busca de discreción. Al no oír nada, se fijó en un rincón particularmente oscuro y de difícil acceso, al final de un largo pasillo que formaba un ángulo cuyas paredes estaban ocupadas por una espesa capa de cráneos sonrientes.
Se instaló allí para pasar la noche. El fétido olor que invadía el lugar era repugnante y le espantaba. Sabía que la infección de vapores mefíticos era insana para los habitantes del barrio, y evitaba tocar las paredes llenas de humedad que desprendían los cadáveres, considerada mortal por simple contacto. Poco a poco, sin embargo, se consoló al recordar que estaba vivo, lo que no era el caso de sus compañeros de habitación.
Se sentó con las rodillas en alto y permaneció así durante mucho tiempo, sintiendo cómo se adormecía y finalmente lo vencía el sueño.
Oyó que cerraban el cementerio. Luego el ruido de los puestos de los alrededores; a continuación sonaron las campanas de las iglesias. Cada vez estaba más oscuro.
De noche, oyó los primeros clamores nocturnos diversos, el ruido de las disputas y las riñas. Sonaron unos gritos: sin duda transeúntes rezagados degollados por algún truhán o mujeres violentadas. Más tarde oyó el ruido de los campaneros que tocaban a difunto. Esos hombres daban la vuelta por las casas de los alrededores, agitando las campanas y gritando con voces de ultratumba:
¡Levantaos, durmientes, y todos juntos
rogad a Dios por los difuntos!
Entonces, muerto de fatiga y emoción, se tumbó. Durmió mal a causa de las pesadillas, que olvidaba al despertarse. Finalmente, al no ser capaz de conciliar el sueño, se volvió a sentar; su brazo herido y entumecido le dolía ahora terriblemente. La luz empezaba a filtrarse a través del cristal deslustrado de una ventana del osario.
Se levantó, se sacudió la ropa y salió. Tenía que dejar el cementerio antes de que llegasen los guardias. Por cierto, algunas galerías de los graneros daban al tejado. Vio una de fácil acceso. Allí, encaramándose sobre un montón de cráneos que lo miraron con sorpresa, accedió al tejado. En el exterior, pegados a la pared, habían instalado numerosos tenderetes, casi todos sin autorización. Reducían el espacio de las calles y durante el día provocaban terribles atascos. Estaba justo sobre la calle de la Herrería. Había sido allí, durante uno de esos atascos, cuando Ravaillac había saltado a la carroza real, treinta años antes, encaramándose a un mojón de piedra.
Louis vio un tejado más bajo que aquel en el que estaba y se deslizó hasta él, de allí pasó a un sobradillo y luego saltó a un enorme mojón. ¿Sería el de Ravaillac? Era muy posible. Sin embargo, no pensó demasiado en ello ahora que estaba fuera.
Debían de ser las cuatro de la mañana. Tal vez era un buen momento para dirigirse al convento de los mínimos porque las calles de la capital debían de estar desiertas. A esas horas los asesinos y los vagabundos se gastaban el dinero en los burdeles.
Unos cuerpos tumbados en el suelo le recordaron que los más pobres dormían al raso. Louis cogió la calle Troussevache y luego, torciendo a la izquierda, la calle Saint-Merry y su prolongación hasta la calle vieja del Temple. A continuación siguió por la calle de los Rosales, y a través de un dédalo de callejuelas —era un barrio que conocía bien porque vivía a unos pasos— llegó a la calle Sainte-Catherine sin cruzarse con nadie.
A medida que se acercaba al convento de los mínimos, estaba pletórico por haber llegado allí sin novedad, y al mismo tiempo preocupado por qué ocurriría después. ¿Qué haría en los mínimos? ¿A quién le pediría ayuda? El padre Niceron le había parecido el más cordial de sus interlocutores. Sí, le rogaría que hablasen en privado.
Llegó ante la iglesia adyacente al convento. La puerta cochera estaba cerrada. Se sentó enfrente del porche principal, y sosteniéndose la cabeza con las manos esperó.
Casi habían pasado dos horas cuando oyó abrirse las puertas; luego fue el chirrido de las ruedas revestidas de hierro y el sonido de los cascos de los caballos en el pavimento. Iba a salir un coche. Se acercó, reconociendo al hermano portero que había visto varios meses antes abriendo el portal. Con la ropa que llevaba ahora, el monje no podía reconocerlo.
—Por favor —le gritó. La puerta ya se estaba cerrando—. Necesito ver al padre Niceron. Id a buscarlo. Es una cuestión de vida o muerte…
El monje se detuvo y lo observó, sorprendido e irritado al mismo tiempo. Dudó un instante antes de decidirse.
—Esperad aquí.
Pero cerró las puertas.
Sin embargo, la espera no fue larga. Un pequeño postigo que Louis no había visto se entreabrió a lo largo de la pared del convento. Niceron apareció y lo interpeló:
—¡Vos! Seguidme…
Louis se acercó. Niceron lo miraba con curiosidad y prosiguió en tono burlón:
—¡Caballero! ¿Os habéis disfrazado?
¡Con todo, lo había reconocido!
—Entrad rápido —le aconsejó más fríamente— y seguidme en silencio.
Louis obedeció sosteniéndose el brazo herido que cada vez le dolía más. Atravesaron el patio y se internaron por un pasillo. Desde allí el padre le mostró el camino y llegaron a una celda de reducidas dimensiones.
Niceron abrió la puerta e invitó a entrar a Louis, que recorrió el recinto con la mirada. Una minúscula cama constituida sólo por una tabla y un jergón estaba pegada a la pared. A la derecha, una mesa y un taburete. En la mesa había un misal y en la pared una sencilla cruz.
—Esperadme —ordenó el franciscano—. ¿Cuánto tiempo hace que no habéis comido?
—Desde ayer por la mañana —confesó Louis.
Niceron salió y volvió muy rápido con una bandeja llena de pan, carnes frías y una botella de vino. La dejó sobre la mesa, en un rincón de la celda, y examinó a su visitante más detenidamente.
—¡Os sangra el brazo! Enseñadme la herida…
Louis levantó la chaqueta y la camisa. La herida estaba roja y muy hinchada.
—Vuelvo dentro de un momento —dijo entonces Niceron con una mueca de preocupación—. Mientras, comed.
El fraile volvió acompañado cuando Louis había terminado de comer. El recién llegado —enfermero o médico del convento— examinó atentamente la herida. Había llevado un barreño con agua caliente y Niceron un maletín.
—Voy a limpiar la herida con vinagre —lo previno el médico con voz sorda—, luego tendré que coser. Será doloroso.
La operación duró unos diez minutos, espantosos para Louis. Por último, el hombre lo vendó.
—¡Bueno! Dentro de unos diez días, estaréis bien, pero os habéis librado de milagro. Dos pulgadas más y vuestro agresor os habría cortado la arteria. Sin duda es lo que quiso hacer. Los truhanes siempre utilizan este método. Desangrado como un gorrino, habríais muerto al cabo de unos minutos.
Louis estaba muerto de espanto. El médico se fue y Niceron miró de nuevo a su visitante, frotándose el mentón, visiblemente preocupado. No pronunció palabra durante un rato, pero finalmente dijo:
—¿Sabéis, caballero, que conozco el motivo de vuestra visita?
Louis lo miró entre sorprendido y alelado. Lo cierto es que había superado el límite de sus fuerzas y no conseguía recuperarse del todo. Niceron prosiguió:
—Nuestro amigo Fontrailles ha puesto en circulación vuestro retrato por todo París. Tened, incluso nosotros recibimos uno.
Sacó un pliego de su ropa, lo desplegó y se lo entregó.
Louis miró su imagen petrificado. El retrato, un simple dibujo, se le parecía mucho. Su mano temblaba mientras lo sostenía. Niceron prosiguió aclarándose la garganta.
—Todos los bandidos de la capital han recibido o visto vuestro retrato, pero no son los únicos. Los curas ultramontanos lo han tenido en las manos, y otra gente… ¿Conocéis a los Compañeros del Deber?
Louis negó con la cabeza.
—Es una asociación de obreros que intenta organizar a los trabajadores. Está prohibida y la policía anda detrás de sus miembros. Sin embargo, no hacen nada malo, simplemente reclaman algunos derechos elementales y mejores condiciones de trabajo. Fontrailles, que es una especie de agitador, tiene en esta asociación muchísimos adeptos. Ha ordenado distribuir vuestro retrato a sus compañeros convenciéndolos de que sois un traidor dispuesto a vender sus secretos al nuevo lugarteniente civil Dreux d’Aubray. Así, miles de obreros, quizás más todavía, están buscándoos por París. Todos los lugares que frecuentáis están vigilados. A algunos de vuestros amigos les han ofrecido recompensas disparatadas por encontraros.
Louis recuperaba poco a poco sus facultades. El dolor del brazo desaparecía. La calma del convento, la comida y el vino lo habían reconfortado. Ahora que veía las cosas con más claridad hizo a Niceron la pregunta que le preocupaba:
—¿Por qué?
Niceron frunció el ceño, abrió la boca para responder y después cambió de opinión, simulando no entender la pregunta.
—¿Por qué me tratáis así? —insistió un Louis iracundo—. ¿Por qué no me echáis? Vos, los religiosos, estáis en el bando de mis adversarios…
—Estamos en deuda con vos, replicó untuosamente Niceron.
—¿Estáis?
—¿Creéis que no he informado a mi superior de vuestra presencia? ¿Creéis que actúo por mi cuenta? Por otra parte, os estábamos esperando…
Louis abrió los ojos como platos.
—¿Por qué? —preguntó sin entender.
—¡Vamos! Me decepcionáis… y, sin embargo, se os considera un brillante lógico… Reflexionad, os ocultabais, pero si volvíais a París, antes o después acabaríais presentándoos aquí. Simplemente, no sabíamos cuándo.
Louis meditó un instante la respuesta.
—Me gustaría creer que me estáis agradecido, pero los intereses de vuestra orden son superiores a las obligaciones de gratitud que tenéis hacia mí.
—Eso es así —confesó Niceron con cinismo asintiendo con la cabeza—. Pero en París están a punto de producirse graves acontecimientos. El juego que está llevando a cabo Fontrailles nos preocupa; no lo hace ni por España ni por la duquesa de Chevreuse, ni por Beaufort. Respecto a esto, por cierto, ¿sabéis lo que está ocurriendo en Inglaterra en este momento?
—El Parlamento y el rey están enfrentados desde hace unos meses —replicó Louis, que había leído algunas líneas en La Gazette sobre las recientes batallas que habían tenido lugar cerca de Londres.
—¡Es mucho peor que eso! El Parlamento inglés quiere derribar la Iglesia para poner en su lugar una Iglesia evangélica. En lucha abierta contra el rey católico, algunos parlamentarios proponen incluso una república. Es lo que quiere hacer el marqués de Fontrailles aquí. No nos gusta y nos inquieta. Y además está la duquesa de Montbazon, que se ha comportado como una tonta, arruinando inútilmente nuestra causa con la estúpida historia de las cartas a la que arrastró imprudentemente a sus amigos… es decir, a nuestros amigos. ¿Lo sabíais?
Louis hizo un gesto afirmativo.
—En cuanto a la duquesa de Chevreuse… Roma contaba con ella, pero parece que no ha entendido la situación actual. ¡Y Beaufort, mezclándose con los truhanes y pillos de la capital cuando podría convertirse en el amo de Francia! Sin embargo, todo el mundo asegura que los Importantes van a ganar la partida, que Châteauneuf pronto será primer ministro, que el obispo de Beauvais, Du Noyers y todos los ultramontanos ocuparán los ministerios…
—¿Es eso lo que deseáis? —se burló Louis.
Niceron sacudió tristemente la cabeza.
—¡No! Las cosas son más complejas. Intentaré explicároslo: dos grandes corrientes dividen nuestra Iglesia. El oratorio propone un cristianismo ascético y radical. Pero la búsqueda del absoluto lo ha acercado peligrosamente a España y a la Inquisición, desprestigiándolo, incluso si algunos de los suyos como Vincent de Paul son fieles a la reina.
»Por el contrario, la Compañía de Jesús ha propuesto un cristianismo más indulgente con las debilidades humanas, más acomodaticio y también más cercano a Roma. De modo que estas dos visiones de la religión se apoyan en el exterior, bien en España o bien en el papado. Dos poderes que siempre han sido enemigos.
»Sólo nosotros, los mínimos, sin aprobar la casuística de los jesuitas, permanecemos fieles a la Iglesia de San Pedro y, en el conflicto que enfrenta a los Importantes —asociados a los devotos— con Mazarino, aliado provisional de los libertinos Condé, nos hemos visto obligados a elegir.
»Después de todo, Mazarino es un italiano y un cardenal romano.
Hizo una breve pausa para poner sus pensamientos en orden.
—Francia ha sufrido cincuenta años de guerras de religión. ¿Qué pasaría si la señora de Chevreuse vence? ¿Creéis que Enghien se quedará quieto? Está al mando del ejército, de modo que se desencadenará una guerra civil y ganará él. Tras lo cual, los Condé tendrán el poder. Ante semejante tesitura, nosotros preferimos, con mucho, a Mazarino, que es de los nuestros, antes que a ese libertino depravado y agnóstico.
Concluyó con una sonrisa franca.
—Por eso os ayudaremos. Es decir, ayudaremos a monseñor Mazarino.
De nuevo se hizo el silencio. Luego, pensativo, Niceron añadió levantando el índice:
—Además, hay otra cosa…
—¿El qué?
—¿Habéis oído hablar de Arnaud d’Andilly?
—Desde luego, acabo de terminar su libro. ¡Es una obra admirable!
—¿Admirable?
El monje enarcó las cejas, primero perplejo y luego visiblemente contrariado.
—¡Es un libro terrible! Si semejante dogma se difunde, estamos perdidos. De la comunión diaria saca a la luz los fallos y límites del discurso de la Compañía de Jesús. Arnaud propone un retorno a la moral, al rigor. Aparentemente, es el renacer del discurso del oratorio, pero es una anamorfosis; d’Andilly propone, en cambio, la omnipotencia divina y suprime el libre albedrío. Si Dios sólo concede su gracia a los que ha elegido, la religión no es más que un asunto entre el hombre y Dios. Los hombres no necesitarán Iglesia, dogma, ritos, orden… por consiguiente ni a Roma ni al Papa. No podemos aceptar eso.
»Y para impedirlo, necesitamos la ayuda de la reina y de Mazarino. Si vos sois una baza en esta partida, también tenemos que ayudaros.
Louis no respondió, todo esto lo sobrepasaba y le daba la impresión de ser un corcho en el océano o un peón en el juego del ajedrez.
—¿Por qué os persiguen? —preguntó ahora Niceron cerrando los ojos.
¡De modo que los monjes no sabían nada!, pensó Louis. No respondió enseguida, pero finalmente, ante la mirada inquisitiva de Niceron, contestó articulando despacio:
—Porque soy el único que sabe cómo detenerlos.
La respuesta, enigmática, pareció satisfacer a Niceron.
—Os creo, ¿qué queréis hacer ahora?
Louis dudaba. Hablar era exponerse; pero, por otro lado, no podía contar con otra ayuda. Tenía que confiar en alguien. ¿Por qué no en Niceron? Recapituló.
—Van a intentar asesinar al cardenal Mazarino. Debo advertirle porque sé cómo van a actuar.
Niceron permaneció silencioso. Al cabo de un rato, sacudió la cabeza en señal de negación y prosiguió con voz apagada:
—¿Creéis que Mazarino desconoce que intentan atentar contra su vida? Todos los días encuentra notas amenazadoras por todas partes, incluso en su cama. Si intentáis prevenirlo, perderíais vuestro tiempo y tal vez vuestra vida. Lo que debe conocer es cuándo quieren matarlo. ¿Y eso lo sabéis?
—No, desde luego —replicó Louis súbitamente molesto.
—¡De eso es de lo que tenéis que enteraros! —exclamó el monje triunfante.
—Pero Fontrailles, Beaufort… me encontrarán.
Niceron se encogió de hombros con indiferencia.
—¿Dónde estaríais más seguro que en medio de una banda de asesinos?
Ante estas palabras, Louis se estremeció violentamente, estupefacto, incrédulo. ¿Niceron estaba loco? ¿O era un inconsciente?
—¿Queréis que me entregue a ellos? ¿Creéis que me lo van a contar todo? Estáis loco…
—En absoluto —aseguró el fraile. Sus ojos se iluminaron con una sonrisa—. Puedo disfrazaros aquí, haceros pasar por un truhán por mediación de amigos seguros. Veréis: entráis en su banda y ellos os admiten. Como sois hábil, os enteraréis rápido de las circunstancias del asesinato del ministro. Luego, no tendréis más que prevenirlo.
Niceron cruzó los brazos, plenamente satisfecho de su demostración. Ante su expresión orgullosa, Louis se puso rígido y su rostro se encendió. Alzó la voz:
—Escuchadme, padre —lo interpeló disgustado—, ya es suficiente… no soy soldado, ni espía, ni policía. Lo único que quiero es llevar una vida tranquila. ¿Por qué yo?
El monje separó los brazos en señal de impotencia.
—No sé si podéis elegir…
Los dos hombres se quedaron en silencio.
Louis meditaba. Después de todo, la propuesta de Niceron era seductora, incluso excitante. Infiltrarse entre el enemigo, descubrirlo, luego vencerlo… ¡Qué gloria! Sintió, pese a lo que le dictaba la razón, que esta solución le gustaba. Se decidió.
—Acepto a condición de que os ocupéis de todo. ¿Por dónde empezamos?
Niceron bajó la cabeza para ocultar su alegría. ¡Había ganado! Su superior estaría contento con él.
—Os llevaré ante el hermano que modela los rostros de los autómatas. Os dará un nuevo rostro. Luego os preparará una nueva indumentaria. Descansaréis toda la noche y mañana iréis a la dirección que os indicaré. La persona ante la cual os envío os pondrá en contacto con la taberna de los Deux-Anges: es el cuartel general de los Beaufort.
Así se hizo. Louis fue conducido a un taller lleno de cuerpos humanos petrificados por alguna extraña maldición. Eran los autómatas de Niceron. Lo instalaron en una mesa cubierta de tarros de cola y ungüentos, y un monje, barbudo y calvo, lo examinó durante un buen rato, a veces tocándole alguna parte del rostro.
—Debe quedar totalmente distinto, irreconocible y, además, es necesario que su aspecto sea el de un perfecto asesino —le explicó gravemente Niceron.
El maquillaje duró dos horas. Le cortó el pelo todavía más corto y en la cabeza le pegó con cola una espantosa peluca rubia. Dos objetos muy desagradables le deformaron la nariz y modificaron su voz. Un tinte indeleble que duraría una semana, le aseguraron, le cambió la tez. Le puso los dientes negros y amarillentos. Le tiñó y depiló en parte las cejas. Por fin, le pegó pelo a pelo un falso bigote de espadachín. Cuando se miró a un espejo, Louis vio a un total desconocido que le dio un miedo terrible, tan pavoroso era su aspecto.
—Bien —decidió Niceron satisfecho—. Os llevaré a vuestra celda. Allí encontraréis comida, ropa, y podréis descansar.
Lo dejaron solo durante toda la tarde. Niceron volvió al anochecer con las instrucciones.
—Os explicaré a dónde os envío. Hace unos veinte años, tenía un compañero aquí. Lamentablemente, sedujo a una joven del barrio y fue expulsado de la orden. La muchacha murió y dejó un hijo. He seguido en contacto con este exmonje, dándole a veces la ayuda y el consuelo que tanto necesitaba. Ya no es sacerdote, pero sigue desempeñando ese papel… allí donde está.
Dejó la frase sin terminar. ¿Lamentaba haber utilizado las palabras desempeñar un papel?
Esta confesión se le había escapado. Sin embargo, prosiguió.
—¿Conocéis el Valle de la Miseria?
—Es el nombre con que se conoce el dédalo de callejuelas entre el Grand-Châtelet y el Sena.
—En efecto, ese lugar se parece un poco al infierno. Allí vive. Rodeado por el crimen, el fango y la ignominia. Pero sigue siendo un hombre de Dios. Si alguien puede introduciros entre los asesinos de Beaufort sin traicionaros, es él. Ésta es una carta para él. He escrito la dirección arriba con un plano sencillo para que os guiéis hasta allí.
Louis cogió el pliego.
—¿Podéis transmitir unas cartas que deseo escribir? —preguntó Louis a su vez.
Niceron dudó un instante imperceptible.
—Sí, pero prometedme no contar nada de lo que vais a hacer.
—No temáis.
Louis escribió a Julie, a sus padres y a Gaston. Les aseguró que su salud era excelente y que pronto volvería.
Se acostó temprano.
Al amanecer, Niceron fue a despertarlo para acompañarlo a la puerta del convento.