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Del 17 al 31 de julio de 1643

El pequeño apartamento de la calle des Blancs-Manteaux parecía una fortaleza. Gaufredi había cerrado la puerta de entrada para instalarse en una silla, con su pesada espada española al alcance de la mano. Jacques Bouvier —al que habían ido a buscar— ocupaba el cuartucho de Nicolas y había llevado con él el equipo de una pequeña compañía de guerra. En cuanto a Louis, se había retirado a su habitación. Estaban dispuestos a mantener un sitio.

Sobre un cofre, una decena de mosquetes cargados estaban listos para encender las mechas. En la mesa, otras tantas pistolas. En resumen, había armas por doquier.

Louis los había prevenido de que era probable un asalto de sus enemigos y que tal vez ocurriese de noche. Les había asegurado que ahora ya lo sabía casi todo del complot de Fontrailles, pero no les había desvelado qué era ello.

Mañana, pensaba tumbado en su cama, iría a ver a Gaston y, juntos, visitarían a Mazarino. Sólo Louis podía sacarlo de la trampa en la que había caído estúpidamente. El cardenal ahora estaba en condiciones de arrestar a todos sus enemigos porque Louis tenía las pruebas necesarias.

Pero quizás sus enemigos habían adivinado también que lo había comprendido todo.

Las ventanas habían sido atrancadas por tablones y la pieza estaba a oscuras, tenuemente iluminada por humeantes velas de sebo.

Sin embargo, todavía era de día y la calle estaba animada. La iglesia de los Blancs-Manteaux acababa de dar alegremente las nueve cuando oyeron una carroza detenerse delante de la casa. Louis se levantó de la cama. El cochero del vehículo seguramente había subido las cadenas para poder entrar en la calle, así que debía de llevar a un personaje importante.

Atraído por el ruido, Gaufredi vigilaba por una grieta entre dos tablas de madera de la ventana del salón. Le hizo una seña a Louis para que mirase a su vez: un hombre bajaba del vehículo acompañado por un solo lacayo. El visitante se dirigió a la calle de donde partía la escalera que llevaba a casa de Louis y lo perdieron de vista.

Gaufredi llamó suavemente a Bouvier. Se acercaron y se quedaron quietos, con las armas en la mano, en un rincón cerca de la puerta.

Al cabo de un instante llamaron a la puerta.

—¿Quién sois y qué queréis? —gritó Louis, con la voz quebrada por el miedo.

—Soy François de la Rochefoucauld, príncipe de Marcillac. Vengo a hablar con el caballero de Fronsac.

Louis levantó una tranca, abrió dos cerrojos y entreabrió la puerta con prudencia. Gaufredi y Bouvier lo protegían en las jambas de la puerta.

Un hombre elegante, de baja estatura pero bien proporcionada, se hallaba en el rellano. Estaba solo.

Louis lo invitó a entrar. Su visitante tenía el rostro ligeramente abultado con rasgos prominentes, una nariz demasiado ancha y labios gruesos y hundidos. Lucía un fino mostacho oscuro que, curiosamente, hacía franco y atractivo su rostro un tanto vulgar. Pero una mirada indecisa —¿o de tristeza?— limitaba de todos modos la sinceridad.

El visitante los miró alternativamente, fijando en cada uno sus ojillos negros, enigmáticos.

—Veo que os protegéis… —observó escuetamente.

Louis no respondió y cerró la puerta cuidadosamente.

—… Y hacéis bien —prosiguió el príncipe de Marcillac—. ¡Hum! No sé por dónde empezar… Vos apenas me conocéis… y sin embargo yo he oído hablar de vos…

El hombre mostraba ahora un rostro huraño y francamente contrariado. Louis lo invitó a sentarse con un gesto, lo que aceptó de buen grado. Eligió un sillón de alto respaldo, el mejor de la casa, y examinó el lugar. Las velas apenas iluminaban los rostros de sus anfitriones, pero podía darse cuenta de que eran feroces, si no hostiles.

Algo desconcertado, prosiguió sin mirar a nadie en particular, como en un soliloquio:

—Actualmente se traman grandes empresas en la Corte. Quizás no lo sepáis, pero desde hace días soy partidario de la reina, aunque sólo aprecie moderadamente al cardenal… también soy amigo de la señora de Chevreuse y fiel a monseñor de Enghien…

Se calló un instante, cerrando los párpados, como si meditase sobre tal exceso de amistades. Finalmente, prosiguió algo más animado:

—… Es difícil… Todos son amigos míos, muy íntimos… y sin embargo se odian entre ellos…

Se detuvo un instante, con la mente en otro sitio; parecía haber olvidado por qué estaba allí. Miró brevemente los brazos de su sillón cuya extremidad representaba una cabeza de león. Los acarició un momento, melancólico, y luego continuó:

—… y entre mis amigos, alojo a varios en mi palacete, aunque a veces no apruebo su conducta. Uno de ellos es el señor de Fontrailles…

Louis palideció y su corazón se puso a latir muy deprisa. Marcillac prosiguió sin notar la turbación de Fronsac.

—… Vive conmigo, con algunos de sus camaradas, entre otros con el conde de Montrésor. Hoy, por desgracia, sorprendí su conversación. Han planeado, con la ayuda de unos cincuenta truhanes, venir a mataros a vuestra casa esta noche. Os he contado todo lo que sé y simplemente vengo a advertiros, porque no quiero ser responsable de vuestra muerte.

Louis se volvió hacia Gaufredi y Bouvier, que no habían abierto la boca.

—Estamos armados y la plaza será difícil de tomar —replicó fríamente el reitre atusándose el mostacho.

El príncipe de Marcillac lo miró un instante, pareciendo reflexionar sobre la pertinencia de la respuesta. Tras lo cual, se explicó:

—Son cincuenta… tienen escalas. Atrancarán la calle y no podéis esperar ninguna ayuda de la patrulla.

—Las ventanas están protegidas.

Gaufredi abrió una cortina, mostrando los tablones clavados en los bastidores.

El príncipe movió la cabeza con tristeza.

—En caso de dificultad, tienen minas y harán saltar la casa y a sus ocupantes… tal vez las casas vecinas. Probablemente habrá muertos, incendios… una carnicería. No quieren cogeros vivos.

Esta vez Gaufredi no replicó y Louis apretó los puños. ¡Estaban perdidos! Fronsac suspiró.

—¿Qué me aconsejáis? ¿Debemos huir?

—Os encontrarán… La orden viene de la duquesa Marie. No, ya he pensado en ello… Sólo hay un lugar en París donde estaréis seguros, allí no se atreverán a atacaros. Vengo de ese sitio. Fui a preguntar si os podían acoger…

—¿Y cuál es ese lugar?

—El palacete de Condé —replicó François de la Rochefoucauld con vigor—. Es inexpugnable y todo el personal está a las órdenes del príncipe. Allí no arriesgáis nada. Henry de Condé quiere cederos alojamiento durante tiempo ilimitado…

¿Era una trampa?, se preguntó Louis. Pero era poco verosímil, concluyó. La rectitud y el honor del príncipe de Marcillac eran vox populi. Y también era cierto que el palacio de Condé era una fortaleza dotada de un personal fiel a la familia principesca. Se acordaba de una anécdota que Julie le había contado: el cardenal Richelieu había introducido un espía en el palacio para vigilar a Enghien. Cuarenta y ocho horas más tarde encontraron al espía degollado ante el palacio del cardenal.

Se produjo una pausa reflexiva que Fronsac rompió para hacer la siguiente pregunta:

—¿Por qué actuáis así, señor? Yo no soy nada para vos.

No hubo respuesta inmediata. Y luego, La Rochefoucauld rompió el silencio:

—No lo sé… tal vez porque os estimo… tal vez para ayudar a la reina, que ama tanto a Mazarino. Tal vez porque la duquesa de Chevreuse está equivocada. O también por la hermana de Enghien, a la que admiro, aunque no pueda ganar su corazón. O tal vez, simplemente, porque os vais a casar con la prima de mi mujer.

Se interrumpió de nuevo, sumido en sus pensamientos, luego prosiguió, dando la impresión de hablar para sí mismo:

—Hay una intriga contra el cardenal Mazarino, pero sobre todo contra la regente. ¿Los autores? —suspiró—. Ya les llaman los Importantes y propagan por todas partes las virtudes imaginarias del señor de Beaufort y sus amigos. En realidad, sus intereses son bien diferentes. Sé que Fontrailles quiere una república y que Beaufort sólo desea gobernar a la reina metiéndose en su cama. Creo, no, estoy seguro, que no quiero implicarme en eso…

Por último, añadió con tono fatigado:

—… Me repugnan los asesinatos y lo que hace en este momento mi amigo Louis d’Astarac.

Louis miró a Gaufredi, que movió la cabeza en señal de conformidad. Luego se decidió.

—Muy bien, señor, os acompañaré a casa del señor de Condé. Gaufredi, Bouvier, dejad la casa e id al despacho. Aquí no encontrarán a nadie. ¡Para que lo comprueben, dejaréis todo abierto!

Partieron sin demora.

El viaje, interminable, se hizo en silencio en la carroza del príncipe. El palacio de Condé estaba en la orilla izquierda, en el emplazamiento actual del teatro Odéon. Las únicas huellas que quedan hoy son la calle del Príncipe y la calle de Condé, a las que daba el palacete. El edificio había sido construido por el duque de Retz, unos treinta años antes, sobre un terreno lindante con los fosos de las antiguas fortificaciones de Felipe Augusto. La calle del Príncipe se llamaba entonces de los fosos de Saint-Michel, antes de que Condé comprase el palacio, y ahora se llamaba la calle de los fosos del Príncipe.

Marcillac dormitaba y Louis trataba de recordar todo lo que sabía sobre los Condé para evitar cometer una torpeza en el palacio. Sabía que era uno de los más amplios y fastuosos de París. Que el príncipe tenía muy mala reputación —era un hombre libertino, despreciable, codicioso, miserable y malvado—, pero su esposa era tenida en gran estima en la Corte y estaba muy cercana a la reina. Recordó que sus esponsales tal vez hubiesen sido el origen de la muerte del rey Enrique. En efecto, treinta y cinco años antes, el Viejo Verde se había enamorado de Charlotte-Marguerite de Montmorency, entonces una joven de quince años. Para mantenerla a su lado, la había casado con el hijo de su primo Condé, un homosexual y depravado notorio del que todo el mundo decía que era fruto de los amores adúlteros de su madre con un paje. De este modo, pensaba el Viejo Verde, nadie le reprocharía nada si seducía a la bella Charlotte-Marguerite.

Para su desgracia, el joven príncipe, que sólo amaba a los hombres, se enamoró de su esposa y huyó con ella a Bruselas. Loco de rabia, el rey había declarado la guerra para recuperar a la bella joven que se le escapaba y que consideraba de su propiedad.

Ravaillac había puesto fin a la aventura, pero muchos decían que había sido María de Médicis, la esposa del rey, muy preocupada por su propio futuro, quien había armado el brazo del asesino, porque, como era habitual en él, Enrique proyectaba un divorcio para el príncipe y un nuevo matrimonio con la bella Charlotte-Marguerite.

Tras la muerte de Enrique IV, Henry de Condé había vuelto a la Corte y había conspirado contra el joven rey. En prisión concibió a su primer hijo —muerto en el parto— con su esposa en la celda. Y ahora su esposa, Charlotte-Marguerite, era una de las mejores amigas de la reina y de la marquesa de Rambouillet. Procedente de la estirpe de los Montmorency, Charlotte-Marguerite estaba todavía más orgullosa de su nombre y su origen que los Condé. Recordaba que los Montmorency llevaban el título de «primer barón cristiano de Francia». La infame muerte en el cadalso de su adorado hermano, tras su pueril rebelión contra el cardenal, la había afligido terriblemente. Seguía clamando venganza contra Châteauneuf, el ministro de Justicia de la época, y había convencido a su esposo para que luchase sin piedad contra la señora de Chevreuse, que pedía que el anciano ministro volviese al poder. Es cierto que semejante combate también interesaba al príncipe.

Sin embargo, el príncipe de Condé había dejado de conspirar desde hacía un tiempo. Se había acercado al rey y al cardenal después de haber comprendido que era más ventajoso estar en el partido de los vencedores. Por otra parte, ¿no corrían rumores de que se había beneficiado de la muerte de su cuñado al recuperar la mayor parte de sus bienes?

Ahora Condé era rico, y sobre todo había preparado y educado a su hijo para ser el futuro rey de Francia. Ésa era la razón de que a Beaufort y a su camarilla les molestasen sus ambiciones, aparte de que el hijo de Vendôme y el suyo eran opuestos en todo: el uno guapo, tonto e iletrado; el otro feo, brillante y erudito.

—Hemos llegado —dijo Marcillac, sacando a Louis de sus meditaciones.

En efecto, acababan de entrar en el patio del palacete. Bajaron del coche, y el príncipe, escoltado por lacayos, los guió hacia un gran salón. Aquí todos lo conocían y los criados se inclinaban a su paso.

Llegados a la amplia pieza, espléndidamente amueblada y decorada, esperaron en silencio. Al cabo de un buen rato, el príncipe de Condé entró.

Henry de Condé era de mediana estatura, pero estaba encorvado como un viejo. Llevaba un traje de paño de Holanda, demasiado simple, sucio y gastado. La camisa, que asomaba de su jubón desabrochado, aparecía llena de manchas. Estaba mal afeitado, tenía los ojos rojos e irritados, el pelo grasiento, la nariz aguileña… su aspecto no era nada atrayente y, desde luego, no inspiraba respeto.

Sin embargo, sería superficial limitarse a su aspecto. Aunque el padre del duque de Enghien era desaliñado, sucio y avaro, también era feroz, inteligente, con una capacidad de juicio asombrosa y sobre todo con una habilidad poco común. El príncipe de ninguna manera debía ser subestimado.

Al haber sido durante toda su vida acallado y espiado por Richelieu, había puesto sus ambiciones y esperanzas en su hijo, al que había educado para que un día se convirtiese en rey de Francia. Y aunque había aceptado alojar en su casa a un fugitivo perseguido por sus enemigos, no había sido por compasión —esa palabra no existía en su vocabulario—, sino porque proteger a ese hombre, a Fronsac, podría hacer avanzar sus asuntos.

Se dirigió muy secamente a Louis mirándolo con sus desagradables ojillos enrojecidos.

—He aceptado recibiros y protegeros, señor, porque el señor Marcillac, amigo de mi hijo y de la reina, ha insistido en ello. Me ha parecido comprender que los matones de Vendôme y de la señora de Chevreuse os persiguen, y en esas circunstancias sólo podéis serme simpático —hizo un desagradable gesto sardónico, mostrando unos dientes negros y picados—. Sé que conocéis a mi hijo y que os estima. Sin embargo, en este momento no estoy en condiciones de oponerme abiertamente… a los Importantes.

Se interrumpió un momento para observar a Louis con los párpados semicerrados. El silencio era ominoso. Louis no se atrevía a hablar, temiendo que el príncipe rechazase finalmente ocultarlo.

—Debo poner ciertas condiciones para alojaros en mi casa. Me daréis vuestra palabra de no salir del palacio. Incluso preferiría que permanecieseis en el piso en el cual os alojaréis. Allí hay una enorme biblioteca donde encontraréis lectura para pasar el rato. Podéis escribir a vuestros allegados, pero de ninguna manera decirles dónde estáis. Está en juego vuestra seguridad y sobre todo la mía —nuevo rictus—. No podréis recibir visitas ni cartas. Cuando mi hijo vuelva de campaña, sin duda el mes próximo, tomaremos juntos una decisión definitiva para vos.

—Acepto y os estoy muy agradecido, monseñor —correspondió Louis, ligeramente alarmado por las últimas palabras del príncipe.

Sabía perfectamente que sólo era un peón en una partida que estaba por encima de él y que el príncipe no dudaría en sacrificarlo si fuese necesario para su victoria final.

—Os alojaréis al final del primer piso, al lado del jardín, y tendréis a vuestra puerta un lacayo a vuestra disposición. Mi nuera se aloja también en esta parte del palacio y acaba de dar a luz, de modo que no os asombréis si oís el llanto de un niño. Hasta la vista, señor, y vos, Marcillac, acompañadme. Tenemos que hablar.

Dejó la pieza bruscamente, seguido de François la Rochefoucauld, que se despidió de Louis con un gesto amistoso.

Un lacayo condujo a Fronsac a su habitación. Estaba en el extremo del primer piso, en un ala transversal. El criado le explicó que las dependencias del príncipe y la princesa daban a la fachada del palacio. En las alas estaban las dependencias de los tres hijos. La mayor era la del duque; estaba actualmente ocupada por su esposa Claire-Clémence y sus doncellas. Una estancia más pequeña, en el otro extremo, la del príncipe de Conti, y las dependencias de Geneviève de Borbón estaban vacías desde su boda con el duque de Longueville.

A Louis le habían asignado una habitación en estas dependencias, donde también comería. En este mismo piso había una amplia biblioteca, que podría utilizar, añadió el criado. Para su información, en la planta baja se ubicaban los comedores y las salas de recepción, y los desvanes correspondían a los oficiales de la casa. Los sobradillos y los graneros estaban destinados a los criados.

El lacayo también le indicó cómo situarse, porque el palacio era inmenso con sus dos grandes alas, pero le recordó que el príncipe había ordenado que se quedase en las dependencias de su hija la duquesa. Todos creían que estas dependencias estaban vacías y por esa razón no le habían dado una habitación en los graneros, ya que alguien podría verlo.

La pieza que le habían reservado a Louis era de proporciones generosas y, en el centro, lucía una hermosa mesa de nogal con las patas torneadas en balaustre. También había varios sillones rectos tapizados con una tela carmesí con dibujos de conchas. En las paredes colgaban pesados tapices de Flandes. Por último, una inmensa cama de dosel de altos pilares ocupaba una esquina de la pieza. En el suelo, una gran alfombra de seda turca ocultaba el piso barnizado. A la derecha de la puerta —Louis nunca había visto nada tan grande y tan bellamente decorado—, una hermosa fuente de cobre rojo, llena de agua fresca, estaba pegada a la pared por un soporte de nogal encerado. Un pequeño excusado contenía los cubos para el agua que se hubiese utilizado. También había un gran armario.

Louis, que había llevado un maletín con dos camisas, se sentó y fue pasando el tiempo.

* * *

Cada día un criado le traía la comida a una hora fija; se llevaba su ropa sucia y le traía la limpia. Por las mañanas, cuando se despertaba, encontraba en el excusado todo lo necesario para su aseo, además de agua caliente, así como un copioso desayuno en la mesa.

Lo trataban como a un rey, pero estaba aislado y fuera del mundo. Ningún criado o ayuda de cámara lo atendía. Cuando quería salir, encontraba a un lacayo en el rellano, delante de su puerta, que lo acompañaba en silencio.

Durante sus cortos paseos descubrió una extraña máquina que había mandado instalar la princesa: era una silla de manos colocada en un transportador vertical y provista de contrapesos. Una vez que alguien se sentaba en su interior, un lacayo enganchaba un peso suplementario y la silla subía rápidamente al piso deseado. El palacio, le explicó una vez el criado, estaba lleno de inventos curiosos, ya que a la princesa le encantaban todas las novedades.

El resto del tiempo, Louis se asomaba a la ventana y su mirada se perdía en el jardín.

* * *

Mientras Louis estaba recluido, la duquesa de Chevreuse tejía su tela de araña y aseguraba poco a poco su dominio sobre la reina. Después de haber pasado unas semanas burlándose del primer ministro, primero con una amable ironía, luego cada vez más pérfidamente, ahora atacaba su política y demostraba a la regente que la diplomacia del siciliano no difería en nada de la del terrible Richelieu.

Era —aseguraba— una política nefasta para Francia y humillante para España. Por otra parte, recordaba todos los días a la regente que era la hermana del rey de España.

Mazarino daba rodeos, sabía que la situación se le escapaba de las manos y no dudaba en humillarse ante la duquesa, incluso en público.

Ésta no lo sabía, pero Mazarino seguía su precepto habitual: «Todo arreglo es fácil si se puede pagar con dinero».

Así que le ofreció a la diablesa doscientos mil escudos. Además, le pedía consejo con regularidad, escuchando sus sugerencias con muchísima atención, o al menos, eso parecía.

Pero cuanto más trataba de conseguir, si no su amistad, al menos una benevolente neutralidad, más lo rechazaba, lo humillaba y lo maltrataba Marie de Rohan, segura de sí misma y del control que ejercía sobre la reina.

Finalmente, se entrevistó con ella en privado y le preguntó qué quería.

—¡Todo! —le respondió con insolencia—. Todo: Châteauneuf de primer ministro, los Vendôme en el Consejo, mis amigos en todos los puestos clave, el regreso de Du Noyers, la alianza con España. Que os marchéis para Italia…

Mazarino respondió meneando la cabeza que eso era mucho y que tenía que reflexionar.

Nunca su posición había sido tan precaria. Sin embargo, no sabía lo que le esperaba. Durante los últimos días del mes Marie modificó su campaña de libelos contra el ministro. Contó que era el amante de la reina, como Concini lo había sido de María de Médicis. La regente —explicaba— debía separarse de él, si no Mazarino correría la misma suerte que el otro italiano, a quien el joven rey había matado.

A menudo, Ana encontraba en su propia habitación textos indecentes como éste:

Los huevos de Mazarino,

no trajinan sin destino,

con los golpes que él arrea,

Corona se menea.

Semejantes afrentas hacia la madre del rey eran gravísimas; sin embargo, no alcanzaron su objetivo. Ana de Austria, furiosa contra estos chismes y contra los que los difundían, se acercó todavía más a su ministro, y tal vez fue en ese momento cuando se convirtió en su amante.