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19 de mayo de 1643 y los días siguientes

Para muchos historiadores, la batalla de Rocroy marca el fin de una época y el principio de un nuevo tiempo.

Sin duda, Rocroy marca el fin de la hegemonía española en Europa, una supremacía que había sido impuesta por Carlos V. Después de Rocroy, Francia se convierte en la gran potencia militar europea.

En el plano militar, Rocroy es también una ruptura total en el desarrollo de las grandes batallas de infantería.

En efecto, el duque de Enghien, el futuro Gran Condé, se liberará por primera vez de las reglas inmutables en vigor desde hacía tres o cuatro siglos en la estrategia militar.

Hasta entonces, las acciones eran sobre todo enfrentamientos entre infanterías. Éstos tenían lugar cara a cara, con los ejércitos en fila, cada uno preparado y ordenado de la misma forma. En general, ganaban los más numerosos.

Después de Rocroy, las batallas privilegiarán las operaciones de movimiento donde el efecto sorpresa será fundamental y donde la caballería desempeñará un papel principal.

Desde hacía un centenar de años España era dueña de los campos de batalla gracias a los tercios, los cuerpos de infantería contra los que se estrellaban las tropas enemigas.

El tercio era un cuerpo del ejército rígido, constituido por piqueros, es decir, soldados de infantería armados con largas lanzas de alrededor de seis metros, sobre las cuales se arrojaba la caballería o la infantería enemiga.

En un tercio se sucedían hasta veinte filas de piqueros que se alternaban con varias filas de arcabuceros. Cuando estos terribles «erizos» se ponían en marcha, nada podía resistírseles.

Sin embargo, esta rigidez, que constituía su poder, era también su debilidad, porque la inercia de la masa carecía totalmente de flexibilidad e iniciativa.

* * *

Antes de la batalla, cada campo trataba de ocupar las mejores posiciones, sobre todo para favorecer a la artillería. Desde el 18 de mayo, pequeñas compañías de los dos bandos tomaron así posición siguiendo las instrucciones de sus estados mayores respectivos.

Aquel día una pequeña escaramuza había tenido lugar mientras que los cuerpos del ejército se desplazaban disputándose las posiciones más favorables. El marqués Henry de la Ferté-Senneterre, mariscal de campo de Enghien, había intentado tomar una posición ventajosa. Ahora bien, era una trampa cuidadosamente preparada por el conde de Fontaines, que había diezmado las tropas del marqués. ¡Así, antes incluso de la batalla, los franceses ya estaban dominados!

A pesar de este desengaño, durante la noche anterior al 19 todas las tropas francesas se habían colocado por fin, aunque raramente con ventaja. La batalla podía tener lugar a partir del 19.

El español Melo, que disponía de tropas considerables y no dudaba de la victoria, había ordenado sus tropas de infantería en tercios protegidos por dos flancos de jinetes.

El centro de su ejército representaba, pues, una masa de infantes, piqueros y mosqueteros de dieciocho mil españoles, flamencos, alemanes e incluso italianos al mando del conde de Fontaines. Estos soldados estaban protegidos por dieciocho cañones, así como, en un flanco, por Issembourg y Melo, que llevaba tres mil jinetes alsacianos y croatas, y en el otro flanco, por Albuquerque con cinco mil jinetes flamencos y españoles.

Todos eran temibles veteranos e iban bien equipados. Por otra parte, Melo esperaba el refuerzo de Beck para el día siguiente con siete mil jinetes suplementarios.

Enfrente, los franceses sólo tenían doce cañones y un tercio de los efectivos. A pesar de la inquietud que se enseñoraba de las tropas, Enghien se durmió sin dificultad, en el suelo, en medio de sus soldados.

El martes 19 de mayo, a las tres de la mañana, el duque fue despertado a la llegada de un espía procedente de las tropas españolas. El hombre iba vestido con un traje flamenco remendado. Era bajito, iba sin afeitar y tenía ese aire hipócrita típico de los traidores. Rodeado por sus generales, el duque escuchó el relato del agente secreto.

—Señor, Melo todavía no ha recibido todas las tropas que espera. Beck debería llegar a las siete. En ese momento, os atacarán juntos, por sorpresa, sin respetar las reglas. Ya se han puesto en movimiento un millar de jinetes y están ocultos en ese bosque que se halla a vuestra derecha —lo señaló con el dedo—. Caerán sobre la retaguardia de vuestro campamento dentro de poco y sembrarán el terror antes de que hayáis dispuesto las ultimas compañías. Luego Albuquerque se lanzará con sus jinetes y barrerá lo que quede de vuestras tropas.

Los oficiales escuchaban con terror el relato del desastre anunciado.

Enghien tomó enseguida su decisión sin consultar a nadie. Simplemente se dirigió a su mano derecha.

—Gassion, coged un escuadrón de jinetes de Picardía, lanzaos a ese bosque y destruid a los españoles por sorpresa. Enseguida me reuniré con la caballería para despedazar a Albuquerque.

»Vos, Sirot, aseguraos de que las reservas estén listas.

»Señor de l’Hôpital, agrupad vuestras tropas en orden de batalla.

»La Ferté, atacad el flanco derecho, pero no caigáis en la trampa como ayer, intentad solamente contenerlos. No hagáis bravuconadas. Son más numerosos que nosotros, no lo olvidéis, nada de heroísmos inútiles.

»Señores, nuestra única oportunidad es dispersarlos, y luego aplastarlos antes de la llegada de Beck.

El señor de l’Hôpital, el viejo capitán que Mazarino había colocado muy cerca del duque para aconsejarlo, intervino severamente:

—Señor, tenemos órdenes de defendernos y defender Rocroy, no de atacar. Me opongo a cargar contra el enemigo en plena noche. Sobrepasamos las órdenes que nos ha dado monseñor Mazarino.

La respuesta del duque fue seca y tajante.

—Quedaos aquí si lo deseáis. Me haré cargo de vuestro mando.

Durante un instante se hizo el silencio ante la injuria y la decisión del joven príncipe. Fue Jean de Gassion quien lo rompió. Cruzó los brazos y preguntó valerosamente lo que estaba en la mente de todos:

—Señor, ¿qué nos ocurrirá si perdemos la batalla?

—Por mi parte, no me preocupo, habré muerto antes —soltó Enghien encasquetándose un sombrero blanco con un penacho—. ¡Idos!

—Una cosa más, señor —chilló el espía de mirada hipócrita—, alguien advirtió ayer a los españoles de que un grupo de observadores franceses estaba prisionero en el viejo molino. Son tres, vestidos de civiles. Quizás sea importante…

Enghien se detuvo.

—¿Tres? ¡Maldición! ¡Seguramente han cogido al pánfilo de Fronsac! ¡Pisany!, antes de que empiece el combate, id hasta allí y traédmelos vivos, o Mazarino no me lo perdonaría jamás.

Pisany había partido antes de que el duque pudiese terminar la frase.

Gassion estaba ya en camino por el bosquecillo.

Sorprendió a los españoles dormidos y los degolló a todos en menos de una hora. Enghien se reunió enseguida con él. Juntos se lanzaron a galope tendido hacia Albuquerque, que podía esperarlo todo, salvo un ataque a aquella hora. ¡Diablos! No era un juego: ¡todavía no eran las cuatro de la mañana y lo sorprendía el ejército francés!

La verdadera batalla se libró enseguida. Hablaremos de ello más adelante. Ahora sigamos un momento a Pisany, a Bauer y a los siete u ocho jinetes que habían partido a socorrer a nuestros amigos.

Se dirigían al viejo molino a galope tendido. Todavía era de noche, pero las primeras luces del alba y la luna aún presente permitían ver sin demasiada dificultad. Cuando llegaron a las cercanías del edificio, un pequeño destacamento de españoles lo rodeaba. Pisany advirtió inmediatamente que eran una veintena de hombres a pie. Ellos sólo eran diez, pero a caballo, y Bauer valía por otros diez hombres. Así pues, estaban empatados. El bávaro, sin dilación, colocó el cañón a hombros.

Cuando los tuvo al alcance, detuvo su caballo y disparó. Murieron varios españoles.

Los supervivientes se dieron la vuelta, empuñando pistolas y mosquetes. Pero Bauer, con la mano derecha, giró los cañones del cuádruple arcabuz y disparó tres ráfagas.

Cuando el humo se hubo disipado, sólo quedaban tres adversarios, de pie, alelados. Pisany y los otros jinetes los remataron con la espada. Veinte segundos más tarde habían tomado el molino. No quedaba ningún superviviente español.

En el edificio, Louis, Gaufredi y Gaston habían oído el combate sin saber quiénes eran los protagonistas y mucho menos los vencedores.

—Soy el marqués de Pisany —gritó el hijo de la marquesa de Rambouillet cuando se hizo el silencio—. ¿Estáis ahí, caballero? ¿Estáis a salvo?

—¡Claro que sí! —gritó Fronsac—, abridnos la puerta. Estamos encerrados.

Abrieron la puerta y Louis se precipitó hacia Pisany. Éste último lo detuvo con un gesto de la mano:

—¡Nada de efusiones, caballero, tengo que reunirme con Enghien, no puede hacer nada sin mí!. Venid a nuestro campamento —señaló en la dirección de dónde venía—. Allí estaréis a salvo, esperaréis el final del combate. Pero si perdernos, huid a galope tendido.

Desaparecieron enseguida.

Así, en menos de un minuto, fueron liberados. Algo desamparados, oían muy cerca el fragor de la batalla: el crepitar de los mosquetes, el ruido de los cañones…

—¡Vamos! —decidió Gaston— y tratemos de que no nos mate una partida de españoles. En primer lugar, tenemos que buscar los caballos: tal vez estén allí esperándonos.

—¡Esperad! —replicó Gaufredi—. Los españoles —señaló los cuerpos destrozados de las víctimas— han venido a caballo, han tenido que dejarlos cerca. Vamos a buscarlos, será más rápido.

Efectivamente, descubrieron las monturas de los españoles atadas en un bosquete próximo. Louis estaba eligiendo un caballo cuando Gaufredi intervino de nuevo:

—No podemos marcharnos así…

Louis y Gaston lo miraron algo desconcertados. El reitre prosiguió:

—… Es una batalla, tenemos que equiparnos. Si nos atacan, ¿con qué nos defenderemos? Sólo tenemos dos espadas, y una está rota, una pistola y un mosquete. Antes de partir hagámonos con las corazas, los cascos y la mayor cantidad de armas posible. Tenemos aquí todo lo que necesitamos, de sobra.

Era lo más sensato. Con los caballos que habían elegido, volvieron a examinar los cadáveres. Fue una tarea desagradable despojar a los muertos ensangrentados; sin embargo, al cabo de media hora estaban completamente equipados: todos llevaban un coselete de acero atado a los hombros por medio de correas de cuero, así como un morrión.

Louis, que no tenía espada, encontró una muy cincelada, «a la brandeburguesa». Realmente no era una espada, sino más bien una especie de monstruoso tajadero de carnicero. Precisamente lo que hacía falta para batirse en un combate cuerpo a cuerpo, le explicó Gaufredi. Cogieron también todas las pistolas que fueron capaces de colocar en sus fundas. Como podían elegir, optaron por las armas de sílex, más fiables que las ruedas, y eliminaron los mosquetes de serpentín, poco eficaces.

Bajaron enseguida hacia la llanura cenagosa dejándose guiar por el ruido de la batalla. Por el camino, Gaufredi se dirigió a Louis para aconsejarlo.

—Sólo una palabra, señor, vos no sois soldado. Si tenemos que combatir, evitad el cuerpo a cuerpo. Una batalla es una carnicería. Todos los golpes bajos están permitidos: con hacha, cuchillo o pica. Si intentáis utilizar vuestra espada como un gentilhombre, os harán picadillo. Así que haced como yo: usad la pistola: disparad a vuestros adversarios mientras yo cargo el arma, luego dispararé yo. Y conservad siempre una pistola cargada disponible en la cintura para el combate cuerpo a cuerpo. Yo estaré cerca de vos.

Fronsac tenía miedo. ¿Cómo iba a comportarse?

* * *

Durante este tiempo, Gassion y Enghien ya habían atropellado a Albuquerque y empezaban a machacar a los jinetes españoles del flanco derecho de Melo. Eran algo más de las cinco de la mañana.

Pero volvamos atrás: justo antes de las cuatro, La Ferté había alcanzado el flanco izquierdo con sus hombres. Una vez en el lugar, había visto un agujero en las líneas de Issembourg y había entrado por allí.

Evidentemente, era una trampa. Issembourg era un estratega excelente y La Ferté había demostrado ser un imbécil. El flanco izquierdo francés fue inmediatamente rodeado, aplastado, devastado y finalmente aniquilado. La Ferté fue herido y hecho prisionero.

* * *

Hacia las cuatro y media, Issembourg, embriagado por este éxito fácil, se lanzó hacia el grueso de las tropas francesas y las derrotó en pocos minutos.

A las cinco de la mañana, la desbandada fue general y la mayor parte del ejército francés, desmoralizado hostigado por Issembourg y aniquilado por los terribles tercios que avanzaban lentos pero seguros aplastando todo a su paso, partió derrotada.

Finalmente, sin real resistencia, las tropas enemigas arrasaron completamente las líneas francesas y la artillería cayó en sus manos. Los españoles disponían ahora de treinta cañones que apuntaban contra los franceses, haciendo estragos entre sus filas.

Una auténtica catástrofe. En la retaguardia, Sirot intentaba detener el desastre y prevenir, en vano, a Enghien de la derrota. Eran las seis.

En este momento, se produjeron dos hechos de crucial importancia.

Al amanecer, cuando se disipó la niebla, Enghien, vencedor a la derecha, columbró la batalla a través de la humareda de las refriegas. Adivinó inmediatamente el desastre que se estaba produciendo a su izquierda. ¿Qué hacer? ¿Dar marcha atrás? Era difícil dirigir así a las tropas en combate. Decidió entonces lanzarse sobre los tercios, pero no de frente sino sobre la retaguardia de la infantería española, por sorpresa.

En ese mismo momento, Louis, Gaston y Gaufredi llegaban a la llanura, al emplazamiento del campamento francés. Pero como las tropas habían reculado, el campamento se había convertido en el centro de los ataques.

Al verse rodeados por una partida de enemigos, nuestros amigos se dedicaron a defenderse como pudieron. Felizmente fueron socorridos por una tropa de guardias franceses.

En el lugar donde se encontraban, los españoles eran todavía poco numerosos, seguían siendo las tropas de Sirot, y principalmente el regimiento del Piamonte, quienes mandaban sobre el terreno. Pero los soldados franceses reculaban porque muchos oficiales estaban muertos. La desbandada general de las tropas del rey de Francia era incesante.

Nuestros tres amigos vieron a Sirot delante de ellos desgañitándose en vano.

—¡Adelante! ¡Por el rey! ¡Enghien aplastará al enemigo! ¡Seguidme!

Los soldados dudaban, no creían salir vencedores después de haber visto retroceder a sus compañeros aniquilados por los tercios y luego aplastados por la caballería de Issembourg.

Gaston comprendió enseguida la situación. Sin dudarlo, se colocó delante, uniéndose a Sirot, enarbolando la espada.

—¡Adelante! ¡Venceremos! ¡Ganaremos la batalla! ¡Saqueo! ¡Saqueo! ¡Con Sirot!

Desapareció, seguido por una pequeña tropa de hombres enardecidos por sus gritos.

Fronsac y Gaufredi se miraron para decidir, de común acuerdo, no quedarse a la zaga. Hicieron lo mismo. También se pusieron a gritar, exhortando a los indecisos que creían —ingenuamente— en la llegada de refuerzos.

El enemigo aún no podía cantar victoria.

Entonces los oficiales supervivientes se envalentonaron, exhortaron a su vez a sus hombres y volvieron al combate.

* * *

Durante este tiempo Enghien había traspasado los tercios y destrozaba la retaguardia del ejército enemigo, sorprendido por el inesperado regreso de las tropas de Sirot.

Me preguntarán ustedes cómo había podido atravesar Enghien los tercios. Simplemente por su movilidad. En teoría, los erizos españoles podían defenderse por los cuatro costados, pero se movían muy lentamente, precisamente por sus largas picas que los molestaban. Los oficiales debían anticipar el movimiento mucho antes, y luego ponerse de acuerdo. Pero no habían tenido tiempo de hacerlo porque Enghien había entrado muy rápido. Luego los pasó a espada varias veces destrozándolos por completo.

A las siete, las tropas francesas dominaban por doquier. Incluso pudieron recuperar su artillería antes de apoderarse de la artillería española. Melo seguía esperando a Beck para reconducir la situación, pero era demasiado tarde.

La Ferté y sus oficiales fueron finalmente liberados.

Para las tropas francesas, que se creían derrotadas, fue una revancha a muerte. De siete a diez, los combates se transformaron en una carnicería. Los franceses no dejaron a nadie vivo, degollando a todos los heridos. Los regimientos suizos, particularmente feroces, masacraban incluso a los que se rendían.

Enghien, aunque totalmente insensible a los horrores de la guerra, debió finalmente intervenir para que no matasen a los últimos supervivientes, por los que incluso podrían pedir rescate.

En cuanto a Fronsac, vivió dos horas de terror indecible. No habría sobrevivido a la refriega sin su coraza de acero, su casco y, sobre todo, sin la presencia de Gaufredi, que lo protegió durante todos los combates. Por suerte, apenas tuvo que utilizar su espada, Gaufredi atacaba por él y alejaba a los adversarios demasiado audaces. A caballo, Louis usó sobre todo seis o siete pistolas que llevaba encima, pero sólo para defenderse.

* * *

A las diez se proclamó la victoria y España se había quedado sin ejército.

Melo, herido, huyó del campo de batalla y consiguió finalmente encontrar a Beck, ¡que llegaba sin prisas! El conde de Fontaines había muerto.

Entre los españoles hubo siete mil muertos y abandonaron a siete mil prisioneros. Entre los franceses se contaron dos mil muertos. Capturaron ciento setenta banderas así como cientos de cornetas.

* * *

A las once, cuando volvió la calma, Enghien escribió unas palabras y envió a La Moussaie a París a anunciar la noticia de la victoria. Unas horas más tarde, en Rocroy, herido pero liberado, reunía a los oficiales que habían sobrevivido. Su indumentaria blanca aparecía teñida de sangre, pero sólo tenía heridas leves. Radiante, escuchaba los cumplidos. Sus primeras palabras fueron para Gassion y el barón Sirot.

—Vos sois los verdaderos vencedores de Rocroy —les aseguró—. Pediré que os concedan el título de mariscal de Francia.

Sabemos que Mazarino no los otorgó inmediatamente. No para humillar a Enghien, como hemos leído a menudo, sino porque consideraba a los dos militares simples batalladores, buenos matarifes y no capitanes.

—Excusadme, señor, no merezco vuestros cumplidos, porque he recibido ayuda —intervino Sirot bajando los ojos.

Enghien, sorprendido por la observación, lo miró frunciendo el ceño. Entonces Sirot se alejó e hizo una señal a los tres hombres que se encontraban detrás de él.

—Sin ellos, no creo que hubiese podido impedir la derrota —añadió simplemente.

Gaston, Louis y Gaufredi, también cubiertos de sangre, con la ropa desgarrada y sucia, se acercaron con paso vacilante. Gaston había sido herido en una pierna de una estocada y se apoyaba en un mosquete. Louis, tocado con su soberbio casco español, ahora completamente abollado, no tenía ni un rasguño. También era el caso de Gaufredi, que ya había pasado por la guerra de los Treinta Años y nunca había tenido la intención de morir en Rocroy.

Contrariado en un primer momento por la observación de Sirot, una apreciación que echaba abajo el mito del general omnisciente que él cultivaba, el duque pareció finalmente satisfecho y una leve sonrisa se dibujó en su rostro fatigado cuando reconoció a los tres hombres.

—¡Fronsac! ¡Decididamente, siempre estáis ahí cuando no se os espera! Podéis estar seguro de que la reina sabrá que habéis servido dignamente a Su Majestad.

Louis reparó en que no mencionaba al cardenal Mazarino.

—¿Y cómo van vuestros asuntos? —prosiguió el duque.

—Están solucionados, señor. Podemos regresar.

Louis no quería contar lo que había ocurrido en el molino.

Enghien dudó un instante si seguir el interrogatorio. Pero finalmente juzgó inútil saber más. Sin embargo, añadió ante los presentes boquiabiertos:

—Sea como fuere, estoy en deuda con vos, Fronsac. Simplemente espero no estarlo durante mucho tiempo.

El resto de la tarde, después de un Te Deum en el campo de batalla, transcurrió entre curas, reposo y en el saqueo de la impedimenta enemiga. Los prisioneros fueron reunidos progresivamente para ser enviados a los campos de Normandía. Los ricos pagarían rescate, los demás morirían de hambre y enfermedades si España no los rescataba.

Nuestros amigos fueron instalados en una casa del pueblo porque Gaston, herido, no podía partir al día siguiente. Un médico lo curó y le ordenó que descansase un par de días.

El primer día de ese reposo forzado acudió Andelot a visitarlos.

—Nos iremos dentro de unos días —explicó—. Mazarino debe enviarnos instrucciones. Enghien quiere equiparos para vuestra partida. Fuera encontraréis tres caballos cogidos a los españoles, así como ropa de oficial encontrada entre el múltiple equipamiento abandonado. He ordenado reunir armas sólidas y de valor. Aquí tenéis dinero para el camino. Es vuestra parte del botín porque los siete mil prisioneros serán devueltos a España sobre la base de un mes por un año de sueldo cada uno.

Le entregó a Gaston una bolsa con cien luises de oro (dos mil libras). Gaufredi había terminado de examinar caballos y armas.

La parte del botín ofrecida por Enghien no era nada desdeñable; además de los caballos españoles utilizados en el combate, y que no habían sido heridos, nuestros amigos obtenían otras tres monturas y tres bonitas armas. Había, enganchadas a las sillas, dos pistolas de sílex de tres cañones de acero damasquinado, una espada a la española, con puño de oro y plata, dos espadas cortas cinceladas con diamantes engastados en su guarnición, un par de arcabuces de rueda incrustados de marfil, así como algunas otras armas de menor calidad. ¡Revendiéndolas en París con los caballos podían sacar dos o tres mil libras!

Finalmente, en los cofres atados a las sillas encontraron soberbios vestidos: jubones, calzas, sombreros, guantes y camisas de seda. ¡Todo un equipo!

* * *

Enghien dejó Rocroy el mismo día.

No sabía que volvería a esta ciudad ocho años más tarde, durante la sedición de los príncipes contra Mazarino, y en esta ocasión ¡a la cabeza de un ejército español!

¡Entonces tomaría la ciudadela tan fácilmente como ahora!

* * *

Pero volvamos a París, unos días antes, previos a la partida de nuestros amigos a Rocroy.

El rey agonizaba lentamente y moría sin darse prisa mientras que las presiones y las ambiciones de todos se revelaban cada día más fuertes y más violentas.

En sus escasos momentos de lucidez, Luis XIII imponía sin embargo su voluntad. De modo que recordó a todos, una vez más, que la señora de Chevreuse no debía volver a Francia bajo ningún concepto.

—Es el demonio… —deliraba sin cesar.

Poco a poco, Beaufort se había ido imponiendo al rey y ahora su arrogancia no conocía límites. Estaba seguro de que la reina lo amaba y llegaría a ser su amante y el futuro amo de Francia. Se lo contaba a todos los que lo rodeaban con desvergüenza.

Y cuantos más cortesanos lo escuchaban, más se pasaban al bando de los Vendôme.

* * *

El domingo 10 de mayo, el estado del rey se agravó bruscamente. Al toser, sentía espantosos dolores de vientre.

El 12 no pudo probar alimento y por la noche la reina lo veló llorando a la cabecera de su cama.

En mitad de la noche, el duque de Beaufort pidió a Ana de Austria entrar en sus aposentos y ocupar su lugar. Desde entonces, el joven durmió sobre un jergón en el suelo, al pie de su rey

¿Se trataba de una maniobra, o de auténtica aflicción por su tío? Sin duda, ambas cosas. A partir de ese día, el duque no dejó a Luis XIII y sólo aceptó que algunos religiosos le hiciesen compañía.

Sin embargo, aunque en los momentos de lucidez Luis apreciaba a los religiosos, soportaba menos a François de Beaufort. Pero ¿quién hacía caso del juicio del moribundo? Así, el hijo de Vendôme pudo conseguir del rey —y casi en contra de su voluntad— la gracia para su padre el duque, que todavía estaba en el exilio. Siguieron otros perdones arrebatados de la misma manera, siempre ventajosos para los Vendôme, como el del obispo de Beauvais y, finalmente, el del anciano canciller Châteauneuf.

No obstante, a la muerte del rey, sería el delfín Luis quien reinaría. Era evidente para todos que quien dominase a los infantes ocuparía la regencia y gobernaría el país. Condé se empleó a fondo, así como monseñor, el hermano del rey. Acompañados de un numeroso grupo, los dos se dirigieron a Saint-Germain, donde estaba instalada la familia real.

Pero Beaufort había sido más rápido que ellos. Al mando de guardias franceses y guardias suizos, ya había instalado su dispositivo militar alrededor del castillo, haciendo ver así a los otros dos que él era el amo. La reina, inquieta, consiguió, a su vez, su propio cuerpo de guardia.

En torno al moribundo se establecían las alianzas entre los grandes y se rompían a una velocidad vertiginosa. Ante el riesgo real de una toma de poder en Francia por la rama bastarda, Condé, Ana de Austria y Gaston de Orleáns se coaligaron mediante un pacto secreto.

Pero eran incapaces de actuar juntos, porque ninguno quería realmente comprometerse con el otro, temiendo perderlo todo.

El veleidoso Gaston se contentaba con el puesto de lugarteniente general y el roñoso Condé pensaba sobre todo en el dinero que podría conseguir si consentía. La reina se quedaba relativamente sola —aunque Beaufort le prometiese su amor, e incluso su fidelidad.

Ana de Austria comprendió que iba a perder el poder, a sus hijos y tal vez su vida. Se acercó entonces a Mazarino, el único que parecía aconsejarla de manera desinteresada. Éste le hizo notar pérfidamente que aunque Beaufort le prometía todo su afecto, no dejaba de ver todas las noches a su amante, la vigorosa duquesa de Montbazon. Ana no dijo nada pero lo tuvo en cuenta.

Por su parte, el príncipe de Condé no dejaba de pedir a su hijo, al mando del ejército, que volviese, y todavía se recuerda la respuesta que le había dado el joven duque.

La agonía del rey era interminable. Y todos se impacientaban.

Finalmente, tras nuevos espasmos, un esquelético Luis XIII escupió gusanos rojos por la boca y murió el 14 de mayo de 1643. La autopsia mostró que numerosos gusanos lo habían ido devorando vivo, lentamente.

Recién muerto el rey, Beaufort, que dormía siempre en el suelo al pie de su lecho como ya hemos dicho, echó a todos los cortesanos para quedarse solo con Ana de Austria. Para Gaston y Condé fue una nueva afrenta a la cual no pudieron oponerse porque el hijo de Vendôme tenía quinientos gentileshombres armados a sus órdenes en el castillo.

Al día siguiente de la muerte del rey, el joven duque de Beaufort, rodeado de un ejército de guardias franceses, suizos y mosqueteros, se llevó a los infantes a París en compañía de la reina.

Todo estaba organizado para que apareciese como el amo del país.