Principios de mayo de 1643
Louis intentó ver a Gaston inmediatamente, pero no lo consiguió hasta el día siguiente, 1 de mayo, porque su amigo no estaba en París ese día.
—¿Picard se había alistado en el ejército de Enghien? —Gaston no parecía muy sorprendido—. Eso explicaría por qué no había dejado rastro…
—Le Tellier puede encontrar a ese hombre buscando su nombre en los registros de alistamiento. Así podremos saber rápidamente en qué regimiento se encuentra y enviar a cuatro oficiales para arrestarlo y que lo traigan —propuso Louis.
Gaston parecía molesto.
—No es fácil. Hace dos meses se lo habría pedido a Laffemas y hubiera actuado con celeridad. Pero el teniente que lo sustituye no quiere tomar ninguna iniciativa. Hay que esperar el nombramiento del nuevo teniente civil.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó inquieto Louis—. ¿Sabes de quién se trata?
—Dos o tres días, es lo que he oído. Se dice que será Antoine de Dreux d’Aubray.
—Creo haberlo visto alguna vez en el Parlamento —dijo Louis después de reflexionar un poco.
—Aubray es también un viejo partidario de Richelieu. Era administrador de justicia en Provenza, pero no creo que sea tan buen policía como Laffemas, aunque sea menos cruel.
—¡Habrá que esperar! —exclamó Louis resignado—. Confío en que nuestra paciencia no salga demasiado cara a Francia.
Esa misma noche Boutier le anunció que a finales del mes de abril el rey había recibido los sacramentos. Si efectivamente había sido envenenado, y si Picard conocía el veneno, al envenenador o el antídoto, había que actuar lo más rápidamente posible. Pero ¿qué otra cosa se podía hacer?
Por suerte, dos días más tarde, una mañana, Gastón corrió a su casa, muy excitado.
—Antoine de Dreux d’Aubray acaba de ser nombrado teniente civil. La Gazette publicará su nombramiento dentro de dos o tres días[31]. Lo veré esta tarde para hablarle del asunto Picard.
—Intenta convencerlo de que hay que actuar rápidamente —insistió Louis.
Pero, como temía, las cosas se retrasaron. Pasó el domingo y unos cuantos días más sin noticias. Finalmente, no aguantó más y volvió a visitar a Gaston, que estaba tan cansado como él.
—¡Nada! ¡Me oyes: nada! Sin embargo, Dreux d’Aubray no se retrasó. Comprobé que le pidió a Le Tellier que interviniese y éste puso a todos sus comisarios en los registros de alistamiento de los regimientos, pero no hay trazas de Évariste Picard. Tal vez se alistó con otro nombre. Dreux D’Aubray está al borde de un ataque de nervios, ya que es su primer caso importante y el ministro le dijo que había visto al rey ayer, quien le aseguró en un suspiro Taedet animam meam vitae meae.
—… «Mi alma se separa de la vida» —murmuró Louis estupefacto.
Meditó un instante sobre la terrible frase. Se había equivocado al esperar. Se acordó entonces de la insistencia de Anne Daquin y dijo en una mezcla de cansancio y cólera contenida:
—Acabemos con esto, Gaston. Vámonos al campamento de Enghien. Buscaremos allí a Picard y lo traeremos. Ya hemos perdido demasiado tiempo.
—¡De ninguna manera! —Gaston agitó la mano en señal de negación—. El campamento es inmenso y se desplazan cada día. Ni siquiera sabemos exactamente dónde se encuentra, y además nunca obtendremos el consentimiento de Enghien para una investigación policial entre sus tropas. Sobre todo antes de una batalla decisiva. ¡No es nada bueno para la moral de las tropas!
—Tienes que hacerlo. Debemos ir allí. No tenemos elección —recalcó Louis—. Si no quieres venir conmigo, iré solo.
Gaston no podía dudar durante mucho tiempo. Aunque era muy difícil convencerlo, perseguir a un malhechor era para él una droga a la que no podía resistirse. Asintió con una mueca, pero desde ese momento dedicó todo su tiempo a la operación.
Sin embargo, le llevó cuatro días conseguir una autorización de investigación del ministro, pues la administración francesa era demasiado lenta.
El día 10 por la mañana —¡por fin!— partieron con indicaciones precisas sobre dónde se encontraba acantonado el campamento del ejército del duque. Gaufredi los acompañaba.
Después de haber recorrido el campamento durante tres días entre Amiens y Péronne, y casi desanimados, un campesino los informó, cerca de la abadía de Devaque, próxima a San Quintín. Era el día 14 por la tarde.
—¡Estaba ahí! —exclamó el hombre mostrándoles una vasta llanura—. ¡Partieron esta mañana! ¡Qué alivio! Han saqueado todo a cinco leguas a la redonda. ¡Malditos sean!
Escupió.
¡Terrible noticia! No por el saqueo y las violencias, que eran normales en esa época —¡había que alimentar y dar ocupación a las tropas!—, sino por la partida del ejército. El duque de Enghien había seguido de mala gana los consejos de su estado mayor y avanzado finalmente de Picardía hacia Arrás después de habérsele unido el ejército de Champaña. Este segundo ejército se ponía también bajo sus órdenes.
Sin embargo, el duque siempre dudaba de la táctica enemiga. ¿Los españoles iban a atacar por Arrás, como le aseguraban los oficiales, o iban a intentar una maniobra más sutil, por ejemplo, rodeando Picardía por Luxemburgo y las Ardenas? Era un riesgo extraordinario: si los dos ejércitos franceses atacaban en una dirección equivocada, los españoles no encontrarían a nadie para detenerlos en su camino hacia París.
Además, consciente de la importancia de su decisión, Enghien, antes de avanzar, había lanzado una avanzadilla para reconocer el terreno de las tropas españolas intentando averiguar su propósito.
La mañana del 14 de mayo precisamente, mientras Louis y Gaston lo buscaban, se enteraron de dos noticias muy graves.
La primera —que de momento ocultaremos— había debido apremiar al joven duque a volver París. Por otra parte, es lo que le pedía su padre con insistencia desde hacía muchos días, sin que el joven cediese. Ante una de las últimas súplicas que el príncipe de Conde había dirigido a su hijo para que volviese a la Corte, Enghien había respondido orgullosamente:
Padre,
Los enemigos atacan Francia, mañana estaremos allí. Si abandono el ejército en esta coyuntura, quedaría deshonrado para siempre.
La segunda noticia era la entrada de tropas enemigas a través de las Ardenas, en el este. ¡El enemigo se precipitaba hacia Rocroy y no hacia Picardía donde todo el mundo lo esperaba! ¡De modo que los generales españoles demostraron tener imaginación, como el duque se temía!
Esta estrategia brillante y novedosa era obra de Francisco de Melo, el capitán general español, así como del viejo conde de Fontaines, que dirigían conjuntamente las tropas enemigas.
Asaltar la ciudad fortificada de Rocroy, luego asolar la Champaña, que se encontraba sin ejército, después el Mame, diezmar a continuación Reims y unirse a las fuerzas militares lorenas y, por último, tomar París y saquearla.
¡Ése era el terrible programa de Melo!
Seguro de este hecho, Enghien puso en marcha a sus tropas hacia el este. Mas para no perder tiempo, envió como vanguardia al fiel Gassion con dos mil jinetes, cada uno llevando a la grupa un soldado suplementario. Sus órdenes eran simples: en ningún caso la vieja ciudadela de Rocroy debía caer en manos del enemigo. Gassion era el encargado de hacerse matar allí mismo si no se respetaba esa orden.
El viejo guerrero llegó a Rocroy el día 16 por la noche cuando las tropas españolas ya estaban instaladas alrededor de la ciudadela.
Issembourg y sus caballeros habían llegado hacía tres días. Melo y Albuquerque también acababan de llegar a la meseta de Rocroy con la artillería y sus famosos soldados de infantería, los tercios. Por último, Beck estaba esperando con siete mil jinetes suplementarios.
Así eran ya veinte mil los hombres que estaban en posición y, al cabo de unos días, más de veinticinco mil soldados asediarían Rocroy. Con su guarnición de sólo cuatrocientos hombres y sus murallas destruidas, la ciudad estaría perdida. Una vez caída, ¡el enemigo podía llegar a París al cabo de dos días!
Pero Gassion —ya lo hemos dicho— había aprendido el arte de la guerra con Gustavo Adolfo. Veinte años de combate lo habían instruido en la importancia de la rapidez y la movilidad. No le resultó difícil, con sus experimentadas tropas, burlar la vigilancia relativa de los españoles y que un centenar de combatientes entrasen en la ciudadela. Huelga decir que Melo no dudaba de que las tropas francesas estaban a punto de entrar a saco.
Era el día 17.
Con la ayuda de los soldados a los que no había ordenado entrar en la ciudadela, Gassion impidió, en una serie de escaramuzas, el avance enemigo. Los españoles, ignorando la cuantía de sus enemigos, dudaron y decidieron esperar prudentemente los refuerzos de Beck para entablar un combate incierto.
Al comprender que acababa de ganar tiempo, Jean de Gassion volvió, con algunos oficiales, a suplicarle a Enghien que se apresurara. Según él, Rocroy, con sus hombres, podía aguantar como máximo dos días, y la llanura en la que se encontraba la ciudad, plagada de bosques, de brezo y de pantanos, favorecía el ocultamiento de las tropas francesas. Todavía se podía sorprender al enemigo, que no esperaba ser atacado aquí.
* * *
Ignorando todos estos acontecimientos, Louis y Gaston seguían el rastro de las tropas. ¡Era fácil! Veamos lo que relataba un testigo de la época tras el paso del ejército: «A cada paso, gente mutilada, miembros esparcidos; mujeres descuartizadas tras haber sido violadas; hombres expirando en las ruinas de las casas incendiadas; otros, atravesados por espetones o estacas»[32].
Además de los rastros de estas carnicerías, nuestros amigos se cruzaban en su camino con los pobres refugiados que les contaban los abominables crímenes del ejército real. En cada aldea, los soldados se llevaban todo: ropa, muebles, vajillas, después de haber despedazado a los que oponían resistencia.
La pista era aterradora pero fácil de seguir.
Los regimientos regulares no actuaban así, había explicado Gaston a su horrorizado amigo. Estas atrocidades las cometían sobre todo las tropas de voluntarios y mercenarios, que carentes de todo merodeaban y saqueaban por mucho que esos crímenes fuesen severamente castigados.
¿Pero cómo impedírselo o sancionarlos? Las bandas que robaban, violaban, masacraban y se llevaban el fruto de sus rapiñas difícilmente podían ser identificadas, pues el ejército se extendía leguas y leguas. Entre el tumulto de carretas, animales y población diversa que seguía a las tropas, no se les podía encontrar fácilmente. Además, desde que el ejército se encontraba en territorio enemigo, el saqueo era normal. Violencia y pillaje estaban ahora autorizados, si no recomendados.
En la línea del frente, entre los ejércitos español y francés, todos los horrores eran posibles.
* * *
El día 17 por la noche, mientras nuestros amigos se encontraban a unas leguas de Rocroy, aparecieron por fin los primeros campamentos. En ese momento atravesaban un bosque de árboles canijos y espesos, y descubrieron de repente, en un claro, a unos hombres en harapos tumbados o sentados junto a un fuego. Algo apartados, había carros, carretas, carromatos tirados por caballos, bueyes o mulas. Algunas tiendas se levantaban aquí y allá y un grupo numeroso de hombres y mujeres, sospechosos e inquietantes, pululaba alrededor del campamento.
A medida que avanzaban, estos campamentos eran más numerosos, y al borde del bosque, donde se extendía una vasta llanura cenagosa salpicada de matas de retama, descubrieron por fin hasta perderse de vista el ejército con todos sus integrantes.
Nadie parecía prestarles atención mientras atravesaban el inmenso campamento extendido en todas las direcciones. Sin embargo, al cabo de unos minutos, un oficial a caballo, reconocible por su jubón y su sombrero de fieltro emplumado, se reunió con ellos. Lo seguían unos cuantos mosqueteros con corazas de acero y casco que les cubría la cabeza y la nuca. Sus uniformes estaban impecables.
Gaston explicó entonces a Louis que habían llegado al final de su investigación.
—¡Deteneos, señores, y decidme quiénes sois!
El oficial los llamó con la arrogancia de quienes tienen derecho a todo. El tono era particularmente amenazante.
Gaston lo saludó secamente.
—Me llamo Gaston de Tilly, soy comisario de policía del barrio de Saint-Germain-l’Auxerrois y traigo una carta del señor Le Tellier, ministro de la Guerra, ordenándome que me reúna con vuestro general, monseñor el duque de Enghien, lo más rápidamente posible.
—Estáis en un campamento militar, señor, y no en vuestra jurisdicción —replicó el oficial en tono menos amenazante pero serio—. Los combates pueden comenzar en cualquier momento. Retiraos y veréis al general después de la batalla.
La voz del oficial era tan firme que sería peligroso contradecirlo. Ya en aquella época, los militares colgaban primero a la gente sospechosa y luego juzgaban si tenían razón.
Gaston no se movió, conteniendo apenas la rabia. Los mosqueteros levantaron entonces los mosquetes hacia nuestros amigos con las mechas encendidas en la mano.
¿Qué hacer ante aquellos necios?, se preguntó Louis. ¡Dar media vuelta tan cerca del final era impensable!
Lo invadía la desesperación cuando, bruscamente, se obró el milagro. Reconoció a lo lejos una silueta: un gigante que llevaba un espadón al hombro, la larga espada a dos manos, tan rara en los combates debido a su peso excesivo y difícil manejo —sólo los lansquenetes suizos y alemanes la utilizaban todavía—. El jinete también llevaba a hombros un cañón de rueda. Louis conocía esta arma prodigiosa constituida por cuatro tubos de acero girando por turno y soportados por una caja de madera esculpida del tamaño de un tronco pequeño de árbol. El arcabuz de cuatro ruedas disparaba una ráfaga mortal cuyos efectos eran devastadores; destrozaba todo cuanto se encontraba a su paso.
El coloso los había visto y reconocido. Se precipitó hacia ellos al galope, con el sombrero en la mano para llamar su atención, vociferando con un furioso acento bávaro.
—¡Señor Fronsac! ¡Señor Tilly! ¡El marqués estará encantado de veros!
—¡Bauer! ¡Alabado sea Dios! ¡Decididamente, siempre aparecéis en el momento oportuno! —murmuró Fronsac.
Bauer, exmercenario, era a la vez ordenanza, criado, guardaespaldas y amigo del marqués de Pisany y, en el pasado, le había prestado un señalado servicio a Louis.
El oficial emplumado se volvió hacia el recién llegado del que parecía saberlo todo. Es cierto que después de haber conocido a Bauer, no se le podía olvidar fácilmente.
—Señor Bauer, ¿quién es esta gente? —preguntó con un tono más calmado, sintiendo que la situación se le escapaba.
—El señor de Tilly es mi antiguo teniente y el caballero de Fronsac es un amigo de monseñor Mazarino. Ambos son íntimos del marqués de Pisany. En cuanto al duque de Enghien, los quiere a los dos como a sus propios padres. Y el mismo rey ha hecho al señor Fronsac caballero de San Luis.
El oficial perdió toda la arrogancia.
Amigos del duque… de monseñor Mazarino… del rey… en qué feo asunto se había mezclado… se preocupó.
—Hum… hum… bien… Yo también daba por hecho que eran gentileshombres… en estas condiciones… ¿Podéis ocuparos de ellos? Iba a llevarlos ante el duque, pero si lo hacéis vos…
El tono del oficial había cambiado y le costaba trabajo dominar la voz. Sin esperar respuesta, saludó fríamente a Louis y a Gaston para partir al trote seguido por su pequeña tropa.
—Bauer —dijo Louis con una voz entrecortada y casi suplicante—, ¿puedes llevarnos enseguida a ver a Enghien?
El gigante asintió y se pusieron en camino.
Pasaron una nueva sucesión de claros y bosques. El ejército parecía desplegado, diseminado por una superficie infinita. Por casi todas partes se veían grupos de hombres, a menudo vestidos con harapos, más raramente de uniforme, pero visiblemente dispuestos al combate y contentos por el saqueo que vendría a continuación si resultaban vencedores. Sabían que el ejército enemigo iba acompañado de cientos de carretas atestadas con el producto de la rapiña y el saqueo cometido por los españoles en el norte del país y en Flandes.
—¿Es cierto que la batalla es inminente? —le preguntó Gaston con gravedad, cabalgando al lado de Bauer.
El alemán movió la cabeza de arriba abajo, sin gran entusiasmo.
—¡Desde luego! El enemigo está ahí. Seguiremos avanzando mañana y tal vez pasado mañana para acercarnos a Rocroy. Todavía no estamos listos y los españoles esperan también tropas de refuerzo. En mi opinión, la batalla tendrá lugar el día 20. Pero —añadió con tono preocupado— son mucho más numerosos que nosotros, y sobre todo mejor armados, mejor preparados.
Ahora cruzaban campamentos más densos constituidos visiblemente en regimientos bien disciplinados.
Había arcabuceros con sus arcabuces, sus ganchos y sus espadas cortas. Algunos, sentados, preparaban las balas y la pólvora. Otros los miraban con la mirada vacía de los que van a morir. A su alrededor se movían los lacayuelos.
Gaston le explicó a Louis que se trataba de criados que llevaban las armas de los soldados y sólo combatían en casos extremos.
Más allá estaban las tropas de los mosqueteros, luego un número considerable de piqueros, con sus picas de ocho pies agrupadas en manojos bien ordenados. Más lejos todavía descubrieron las tropas de caballería, que se olían antes de ser vistos, tan fuerte era el olor a orina y a excrementos.
Y, bruscamente, descubrieron un número considerable de tiendas coloreadas. Este vivaque era diferente de todos con los que se habían cruzado. Por todas partes había muchos oficiales, numerosos mosqueteros y guardias franceses y también suizos. Todos con sus brillantes uniformes. La disciplina y el orden parecían perfectos.
Bauer avanzó al trote y vio a Pisany conversando con algunos oficiales.
—Señor marqués —gritó el bávaro—, tenemos visita.
Saltó del caballo y Pisany se dio la vuelta. Louis reconoció a Andelot como uno de sus compañeros. Se acercaron a sus visitantes, mirándolos inquisitivamente.
—¿Fronsac, Tilly? ¿Venís de refuerzo? —Se rió Pisany—. ¡Gracias! ¡Realmente lo necesitamos!
Louis observó el rostro preocupado del marqués de Andelot, que no sonreía ante la broma.
—No, marqués, por desgracia para vos, venimos a buscar a Enghien. Es urgente.
—¡Está allí! —Pisany pareció contrariado por la solicitud de Louis—. Os llevaré ante él…
Una sombra cruzó su rostro:
—¡Tened cuidado! —lo previno con aprensión—. Está de muy mal humor.
Lo siguieron a una tienda muy grande. Gaufredi se había quedado atrás con los caballos.
* * *
Vieron al duque de Enghien de pie ante una gran mesa de marquetería cubierta de mapas. El príncipe estaba completamente vestido de blanco, pero Gaston notó que su ropa estaba sucia y llena de polvo y que no se había rasurado. Sus cabellos, sucios y lacios, le colgaban hasta el cuello de su camisa empapada de sudor. L’Hôpital, Gassion y otros oficiales superiores formaban un círculo a su alrededor. Todos mostraban el cansancio en los rostros, llenos de arrugas.
Cuando reconoció a Fronsac y a Tilly, Enghien les soltó insolente:
—Señores… ¿A qué debo el honor de vuestra visita? Cuánto lo siento, pero no puedo dedicaros mucho tiempo.
El tono era seco, autoritario, incluso amenazante.
Louis, después de haber saludado quitándose el sombrero, angustiado por el glacial recibimiento, le tendió en silencio la carta que había escrito Michel Le Tellier.
Enghien la cogió, miró el sello, lo rompió y luego la leyó. Tras unos segundos de silencio, levantó la cabeza hacia Louis, con una mueca asesina en los labios y una curiosa llamarada en los ojos.
—El señor Le Tellier me pide que os ayude. Precisa que va en ello la vida del rey. —Se detuvo un instante, y se volvió hacia sus oficiales—. Así que el señor Fronsac desconoce la última noticia —se burló.
Se reía a carcajadas.
Gaston y Louis se miraron algo embarazados ¿A qué venía aquella risa? Louis de Borbón siguió entonces con un tono glacial e insoportable:
—Hace tres días que Luis XIV subió al trono. Sí, señores. ¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey! Es lo que se dice en estos casos, ¿no es cierto?
¡La muerte del rey! Era en efecto la noticia de la que Enghien se había enterado el día 14. Luis XIII había terminado su terrible agonía.
¡Así que hemos fracasado!, pensó Louis descorazonado.
Miró a Enghien, que no parecía apesadumbrado. Después de todo, pensó el exnotario, debería habérmelo imaginado. Luis el Justo no era sino un obstáculo para Enghien. Sólo quedan tres personas entre el trono y él. Monseñor y dos niños.
Afligido, agotado, descorazonado, lo invadió un cansancio infinito.
Apenas habían comido y dormido durante los tres días que llevaban cabalgando.
Louis se estremeció, buscó un asiento con los ojos, pero en la tienda no había ninguno. Gaston había palidecido y cerraba los puños, encolerizado tanto contra el envenenador como contra el duque, al que no apreciaba.
Enghien, más perspicaz de lo que podría pensarse, tomó de repente conciencia de que los dos hombres que tenía ante él estaban a punto de desmoralizarse, ya que habían venido por fidelidad al rey. Y recordó también que eran sus súbditos fieles.
Bruscamente, cambió por completo de actitud, lo que solía ocurrirle a menudo. Gritó a un grupo de ordenanzas que estaban algo apartados:
—¡Traed vino y viandas a mis amigos, y también sillas!
Luego prosiguió con tono más amable:
—Supongo que la persona que buscáis debe ser capturada.
Se volvió hacia sus oficiales para explicarles:
—Estos señores tienen órdenes de encontrar a un criminal en nuestro ejército…
Se dirigió de nuevo a Louis:
—… Pisany os ayudará. Si vuestro hombre está aquí, os lo traerá. De todos modos, se acerca el momento del combate. Sólo os quedan unas horas para encontrarlo vivo. Después…
Hizo un gesto de despreocupación con la mano y se volvió, prosiguiendo la conversación con sus mariscales.
La entrevista había terminado.
Gaston y Louis salieron, seguidos por Pisany, mientras unos ordenanzas llevaban comida y bebida, sillas plegables y una mesa para que se instalasen en la tienda.
—Estáis agotados —constató Pisany—. Comed e id a descansar un momento. ¿Veis aquella tienda azul? Es pequeña, pero es la mía. Os la dejo. Voy a advertir a unos cuantos oficiales y les pediré que comiencen la búsqueda con los intendentes militares y comisarios de los ejércitos. ¿Me habéis dicho Picard? ¿Cómo se llama? ¿Évariste? Bueno, volveré a avisaros cuando tenga noticias.
Comieron, descansaron y el tiempo pasó en la tienda. Pisany no volvía. Caía la noche cuando el marqués de Andelot fue a verlos.
—Pisany sigue con su búsqueda —anunció—, pero sin éxito. No es que no haya encontrado a algún Picard —sonrió—, que abundan, pero no a ningún Évariste, y ninguno que se hubiese alistado recientemente. Os traerán unas mantas, podéis dormir por allí —les señaló el claro—. Mañana saldremos temprano hacia Rocroy. Si queréis, podéis seguirnos, pero tengo miedo de que nadie pueda ocuparse de vos.
Fatigados, desesperados y desmoralizados, nuestros dos amigos asintieron. Tras la muerte del rey, su misión les parecía ahora totalmente falta de interés. Se instalaron incómodamente en el claro para pasar la noche.
Todavía no había amanecido cuando fueron despertados por un oficial de los guardias suizos.
—Señores, ahí hay un soldado que quiere hablar con vos. ¿Permitís que se acerque?
Louis lo autorizó. El soldado era un pobre diablo, vestido con trapos sucios y remendados, armado con un simple fusil de chispa. Llevaba un sombrero estrujado en la mano.
—Señores —empezó—, he oído decir que buscáis a Évariste Picard.
—Exacto —replicó Louis bruscamente despierto—. ¿Lo conoces? ¿Dónde está? ¡Habla!
—Lo conozco —aseguró el desconocido dudando—, pero ¿podéis guardar el secreto de lo que voy a deciros?
—Tienes mi palabra. ¡Habla! —lo conminó impaciente.
El hombre se pasaba el sombrero de una mano a otra. Tragó saliva y se lanzó a su explicación.
—Pues veréis… a Picard le daba miedo el combate. Ha desertado. Quería que me fuese con él pero yo tengo más miedo de lo que me ocurriría si me cogiesen. Cortan los brazos y los pies a los desertores o los pasan por la rueda o algo todavía peor…
Los miró con temor.
—Pero me dijo adónde iba…
—¿Adónde? —se impacientó Gaston zarandeándolo.
—Cerca… cerca de Rocroy. En la llanura. Al sudeste de la ciudadela hay un viejo molino abandonado, lo dijo uno de los hombres de Gassion. Parece un lugar aislado, allí no puede haber ninguna batalla porque está en un bosque muy tupido, en la cima de una colina. Picard debe de estar escondido allí, esperando el final de la batalla y la marcha de las tropas. Después me dijo que se uniría a los supervivientes. Estaba seguro de que nadie se daría cuenta de que se había ido…
Gaston suspiró. Había conocido a esa clase de cobardes cuando era teniente. Sabía que los desertores eran siempre cazados y que su suerte, después de la batalla, era terrible, para que sirviesen de escarmiento. A menudo, despedazaban el cuerpo de los desertores arrojándolos varias veces al vacío, atados por los pies a una horca o a un árbol.
—Vamos —decidió.
El pobre desgraciado dudó un instante y luego preguntó:
—… Vos… ¿Podríais darme algo de dinero para comprar una botella de vino antes de la batalla? Para darme valor —lloriqueó.
Louis le dio cinco sueldos que el otro se metió en el bolsillo en silencio. Gaston, entre tanto, se había alejado y había ensillado los caballos.
—Debes acompañarnos —decidió Louis observando al soldado.
El hombre palideció.
—Mis oficiales no me lo permitirán.
Retrocedió, pero Gaufredi ya lo había cogido del brazo con una mano y con la otra lo apuntaba en la sien con una pistola.
Louis explicó al suizo que había asistido a la entrevista con indiferencia:
—Avisad a los señores D’Andelot y Pisany. Nos vamos con este hombre.
El guardia movió la cabeza asintiendo.
Montaron a caballo. Gaufredi llevó al soldado en la grupa, delante de él. Se dirigieron hacia Rocroy con el sol despuntando en el horizonte.
* * *
Durante este tiempo se instalaba el poderoso ejército español.
Veintiún regimientos de infantería organizados en tercios tomaban posición, y ochenta y dos compañías, más seis de caballería se colocaban por sus flancos.
Todos los soldados eran combativos, estaban bien equipados e iban bien armados.
Enfrente, las tropas de Enghien se despertaban y empezaban a reagruparse para avanzar a marchas forzadas, pero parecían menos de veinte mil hombres.
* * *
Ya era de día.
Louis y sus amigos caminaron toda la mañana siguiendo las indicaciones que el soldado les hacía a regañadientes. La ciudadela de Rocroy apareció ante ellos a primera hora de la tarde. En ese momento, su guía les señaló unas ruinas sobre una colina algo alejada.
—Es allí —dijo con una ridícula voz aguda.
En ese mismo instante Louis y Gaston miraban en la dirección indicada. El hombre dio un violento codazo al estómago de Gaufredi y luego, con un movimiento rápido, cogiendo su estribo derecho, lo empujó hacia atrás. El reitre se cayó al suelo, dándose un batacazo. El bribón ya había puesto pies en polvorosa y huido con el caballo hacia las líneas españolas.
Gaston cogió su pistola y apuntó. A aquella distancia no podía fallar el tiro.
—¡No dispares! —le gritó Louis, si Picard está allí oirá el tiro y huirá.
Gaston no disparó pero se encogió de hombros.
—Ahí no hay nadie. Todo este tejemaneje parece una trampa. ¡Volvamos! No podemos hacer nada más.
Louis sacudió la cabeza.
—No, puede que sea un ardid, pero no tenemos elección. ¿Qué le diremos a Mazarino cuando lleguemos a París? Estamos casi al final. Tenemos que ir a ver; si no, lo lamentaríamos de por vida. Por mi parte, voy a averiguar la verdad, aunque sea una trampa.
Gaufredi, aturdido, se levantaba temblando de rabia y de cólera.
—Si cojo a ese estúpido, lo estrangulo con mis manos —gruñó escupiendo en el suelo—. ¿Y mi caballo? —suspiró—: Decididamente me estoy haciendo viejo.
A pesar de las circunstancias, Louis y Gaston se echaron a reír delante del terrible reitre, sacudiendo el polvo de su ropa.
—¡No es tan grave! —lo consoló Gaston, finalmente divertido por el incidente.
Luego, dirigiéndose a Louis, añadió más serio.
—¡De acuerdo! Vamos. Espero que no haya que lamentarlo. Dejemos los caballos cerca de este árbol. Subiremos a pie y en silencio hasta el molino. Si es una trampa, pronto lo sabremos…
Así lo hicieron.
La subida les llevó más de una hora, ya que avanzaban prudente y lentamente. Por fin, el molino apareció ante ellos. De cerca, el edificio no estaba completamente en ruinas, daba incluso la impresión de haber sido utilizado hacía poco y eso preocupó a Louis. De modo que su guía les había mentido respecto a ello.
Una sólida puerta —abierta— señalaba la entrada. El tejado también parecía en buen estado, sólo los extremos parecían inútiles: un agujero abierto, a veinte pies del suelo, dejaba ver el emplazamiento del mecanismo.
Se acercaron con cautela, mirando a su alrededor, con las armas en la mano. Gaufredi susurró:
—El molino parece abandonado, entraré el primero. Silbaré si está vacío.
Unos minutos más tarde, sonó el silbido. Gaston y Louis se reunieron con el reitre. El edificio estaba, en efecto, completamente vacío; no había escalera ni piso de madera en el interior, sino a veinte pies más arriba, a una altura inaccesible. Lo habían retirado todo, aparentemente desde hacía poco.
¿Qué significaba aquello?
Mientras se preguntaban uno a otro se sumieron de repente en la oscuridad. La puerta se había cerrado. Corrieron hacia ella pero era demasiado tarde. Les fue imposible moverla.
Comprendieron que habían sido hechos prisioneros.
Sin embargo, no estaban completamente a oscuras, algo de luz se filtraba por el agujero, a veinte pies sobre ellos, pero no había ningún medio de alcanzarlo. Louis se sentó resignado.
—¿Qué quieren? ¿Encerrarnos? Pero ¿por qué? ¿Quiénes sois? ¿Dónde estáis?
—Era Gaston quien interrogaba golpeando la puerta violentamente con el puño de la espada.
A pesar de la brutalidad, no obtuvo respuesta a sus preguntas.
Durante este tiempo, Gaufredi trataba, sin éxito, de trepar a las paredes del molino para alcanzar el emplazamiento del mecanismo.
Louis no decía nada, todo esto era por su culpa.
El tiempo pasó.
Gaston y Gaufredi trataron de deslizar una espada entre la puerta y el bastidor, el arma se rompió. Luego, con los puños, intentaron subir a lo largo de las paredes, sin éxito. Finalmente, con las manos ensangrentadas y desalentados, se sentaron junto a Louis.
Pasaron muchas horas y la noche comenzó a caer.
Se hallaban todos tumbados cuando oyeron el golpeteo de unos cascos de caballos. A continuación oyeron una voz, que Louis conocía: aguda y siniestra.
—Señor Fronsac, ¿me oís? —preguntó la voz chillona.
—Os oigo —replicó Louis, que se había levantado.
—Era una bonita trampa, ¿verdad?
—¿Qué queréis de nosotros, señor D’Astarac?
—¡Nada! ¡Nada en absoluto! He venido a deciros que os voy a abandonar aquí. La batalla va a comenzar, pero he avisado a mis amigos españoles de que un grupo de espías está en el molino. Vendrán enseguida y me temo que os van a hacer pasar un mal rato. Esas gentes son unos salvajes. He asistido a lo que les hacen a sus prisioneros en España, es algo que revuelve el estómago. ¡En fin! Es asunto vuestro, vos no deberíais haber venido a mezclaros en los míos. Adiós, Fronsac, creo que ya no volveré a encontraros en mi camino. Nos veremos en el infierno.
—¡Esperad! —gritó Louis, ¡no os marchéis!
—¿Qué ocurre?
—Si hemos de morir, deberíais darnos algunas explicaciones. Por el momento, no comprendemos nada de lo que nos está pasando —dijo Louis con humildad.
—¿Es cierto? —gritó la voz con cierta satisfacción.
Se produjo un silencio, luego D’Astarac prosiguió sin disimular su alegría:
—¡Me alegro mucho! ¡Y estoy muy orgulloso de ello!
Se hizo un nuevo silencio, luego se burló malévolo:
—Pero después de todo, ¿por qué no? Sin embargo, sólo hablaré con vos. Voy a abrir la puerta, salid, pero si vuestros amigos se acercan, os disparo y a ellos también. Tengo veinte hombres armados a mi alrededor.
—No vayáis —murmuró Gaston—, es una trampa.
—¡La trampa somos nosotros! Hay demasiadas cosas que quiero saber —susurró Louis haciendo una mueca—. Además, creo que quiere que esté a solas con él para que sus compañeros no oigan lo que va a decirme.
—¡Venga! —gritó D’Astarac—. ¡Abrid!
Le hizo una seña a Gaston y a Gaufredi para que se quedasen al fondo de la pieza.
La puerta se entreabrió ligeramente y Louis se acercó. A pesar de la oscuridad de la noche, reconoció la minúscula silueta, desfavorecida y contrahecha, del marqués de Fontrailles que lo amenazaba con una pistola.
—Acercaos aquí. Es inútil que alguien oiga lo que vamos a hablar. ¿Qué queréis saber, señor?
—Habéis sido vos quien ha hecho matar al rey. ¿Por qué? ¿Por España? ¿Por dinero?
—¡Imbécil! ¿Por quién me tomáis? Sabed, señor, que yo sólo trabajo para mí y para mi país, Francia. Los reyes son parásitos inútiles y nocivos. Con la muerte de éste, los perros que quieren el poder se van a despedazar y el país se sumirá en el caos. No habrá autoridad ni Estado. Entonces se levantarán los proscritos, los condenados, los hambrientos y tomarán el poder. Francia será gobernada por el pueblo porque es el único medio de que desaparezcan la miseria y la injusticia. La nobleza debe ser exterminada, salvo las mentes de valor capaces de dirigir el país.
—¿Como vos?
—En efecto, como yo. Nos convertiremos en una república y yo seré su primer cónsul. Mas sabed que, aunque España me ayude, nunca me pondré a su servicio. No soy un traidor.
Fontrailles había alzado el tono y ahora se expresaba con una ferocidad tal que Louis se quedó helado. Fronsac tuvo una certeza horrible.
—¡Estáis loco! ¡Completamente loco! —murmuró casi con compasión en la voz.
Fontrailles no pareció ofendido ni irritado. Entonces declaró gravemente, como para convencer a su enemigo:
—No, Fronsac, vos no comprendéis la miseria de este país. —Su voz se alzó vibrante y anhelante—. Id a ver a los campesinos, a los obreros, a toda esa gente que se muere de hambre o de frío, miradlos vivir y matarse como bestias. ¿Creéis que el rey se interesa por ellos? ¿Sabéis que en este país hay hombres y mujeres que hozan la tierra como los cerdos para encontrar raíces y bellotas? ¡Algunos comen paja e incluso tierra para sobrevivir!
Louis pensó en los habitantes de Mercy y se estremeció un instante. Después de un breve silencio declaró:
—No discutiré hasta más adelante con vos sobre esto. Pero del resto, ¿podríais decirme la verdad sobre lo que ignoro todavía?
—¡Ja! ¡Ja! —rió el jorobado con voz chillona—. La verdad seguramente no. Pero os contestaré a una última pregunta. ¡Elegidla bien!
—¿Por qué habéis matado a Daquin?
Fontrailles se estremeció aunque Louis no lo vio. Pero el tono de su voz cambió de súbito y Louis se dio cuenta perfectamente.
—¿No lo sabéis?
—¡Claro que no!
—¡Tiene gracia! Y yo que pensaba que lo habíais comprendido todo. Decididamente, os he sobreestimado, Fronsac. Bueno, digamos que necesitaba hacer un experimento. Y después, era molesto…
—¿Un experimento?
—Sí, comprobar el veneno…
—¿Y qué ha sido de Picard?
—Estaba en el ejército de Enghien, pero me he ocupado de él y hace tiempo que está muerto. Ya no me era útil.
—¡Una pregunta más! ¡Por favor! —suplicó Louis—. Había gente que se dedicaba al tráfico de armas y de moneda falsa organizado por España. ¿Lo dirigíais vos?
En la penumbra, a Louis le pareció que Fontrailles se había interesado ligeramente.
—No, no estaba al corriente… Pero ya he dicho suficiente, me aburrís. ¡Entrad!
Y amenazó a Louis con el arma.
—Una última pregunta, me la debéis, ya que voy a morir. ¿Conocéis al Catador?
—Ah, ¡por fin! Me preguntaba si lo sabíais. Sí, conocía a ese demente. Vivía en mi señorío, fui yo quien lo convencí de que viniese a París. Esto me permitía tener ocupado al comisario de policía y que no se metiese en mis asuntos. Y sin vuestro amigo Gaston, seguiría aterrorizando a las parisinas.
—Era un plan hábil —reconoció Louis moviendo lentamente la cabeza.
—¿Hábil? Mucho más que eso, caballero —rectificó el enano con voz chillona—. ¡Quizás mañana comprenderéis lo que he querido hacer! Pero lo dudo, sois demasiado necio. ¡Volved al molino inmediatamente!
Louis obedeció. Sabía todo lo que quería. No todo, en realidad. El resto debería comprobarlo si volvía a París.
Los encerraron de nuevo. Los ruidos exteriores cesaron y oscureció por completo. Gaufredi, fatalista, había preparado todas sus armas. Los españoles no los cogerían vivos y no se ensañarían con ellos. Durante este tiempo Louis contó a un boquiabierto Gaston lo que había averiguado y sobre todo lo que había deducido.
Por fin, abrumados por el cansancio y consumidos por el miedo, se durmieron con un sueño agitado, con bruscos despertares y abominables pesadillas.