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Del 26 de enero de 1643 a fin de mes

Louis dejó a Gaston para volver al despacho y guardar su dinero en los cofres blindados de su padre. Esos cofres —forzados una vez por Rochefort— estaban ahora dentro de una caja fuerte del segundo piso de la casa.

Apenas había terminado con los cofres, cuando la señora Bouvier se acercó a él: esa misma mañana, Margot y Michel Hardoin se habían presentado para aceptar la proposición de Louis; la pareja había quedado en volver a mediodía. Después del dinero de Mazarino, era una segunda buena noticia.

Louis decidió entonces quedarse en el despacho para esperarlos y aprovechó para comer con sus padres, a los que no veía desde hacía unos días. De hecho, no tuvo que esperar mucho tiempo; al final de la comida los dos jóvenes fueron anunciados.

Louis los recibió enseguida en el cuartito del segundo piso que utilizaba a veces de despacho. Les explicó con todo detalle la situación y concluyó:

—Bien, ahora que os he descrito todo lo relativo al señorío, sólo queda ir allí para verlo; si lo deseáis, podéis instalaros enseguida. No será confortable, pero haréis todos los arreglos que os parezcan necesarios. Vos, Michel, estudiad cuidadosamente el estado del edificio y preparad una lista de reparaciones urgentes. En cuanto a vos, Margot, estoy convencido de que sabéis llevar una casa: ved todo lo que haya que hacer. Tenéis carta blanca. Pasad unos días en las tierras y venid a verme enseguida. Julie de Vivonne, con quien me voy a casar, preparará mientras tanto una lista de reformas. Ya hablaremos cuando volváis. Luego os instalaréis allí definitivamente para empezar los trabajos.

Al ver que estaban de acuerdo, Louis prosiguió:

—De momento, dispondréis de veinte mil libras para empezar. Aquí tenéis mil para los gastos más urgentes. —Les entregó cincuenta luises—. Margot, vos llevaréis las cuentas y me haréis una memoria detallada.

La pareja asintió y decidió partir al día siguiente. Louis les ofreció la carroza familiar, que no necesitaba por el momento. Nicolas, que conocía el camino, los llevaría allí.

Esa misma noche, fue a ver a Julie al palacio de Rambouillet para contarle las novedades. La joven ya había preparado una larga lista de obras que había que hacer y le prometió que todos los planos estarían terminados al cabo de una semana. Le enseñó los primeros esbozos.

—Conservaremos el edificio central después de arreglado. A las paredes exteriores del patio se añadirán paredes interiores de ladrillo rojo, que unirán también las torres. La parte interior de las torres cuadradas será demolida y, poniendo un tejado sobre ellas conseguiremos dos alas muy elegantes. Una para nuestro dormitorio y otra para el de tus padres. Convertiremos la sala central en un salón de recepción. Reduciremos el patio y lo pavimentaremos. El porche será derribado y sustituido por una gran verja. Así, la casa será visible desde el exterior y luminosa por dentro. Rellenaremos las zanjas y convertiremos el terreno en jardín…

—¡Magnífico! Es un proyecto extraordinario —se entusiasmó Louis.

Sin embargo, añadió preocupado:

—¿Todo esto cuánto nos costará?

Julie hizo un simpático mohín, mezcla de duda y despreocupación.

—Todavía no lo sé. Pero ya nos las arreglaremos… Estoy segura…

La señora de Rambouillet se unió a ellos, sonriendo irónicamente.

—Tía, parecéis muy contenta. ¿Podríais explicarnos por qué? —prosiguió Julie saludándola.

—Iba a hacerlo, hija mía. La princesa acaba de irse y me ha contado que el duque de Beaufort se exhibe con la duquesa de Montbazon. ¿Dónde se ha visto tan mala pareja?

Hercule de Rohan-Montbazon, del que hemos hablado largo y tendido antes, tenía otra Marie en su vida: su segunda esposa, Marie de Bretaña.

En 1643, Marie de Bretaña, convertida en duquesa de Montbazon, tenía treinta y tres años y era universalmente conocida por ser una de las mujeres más robustas de la Corte. En realidad, según Tallemant des Réaux, era un coloso de pecho gigantesco: «¡Tiene el doble de pecho del necesario!», repetía.

Sobre todo era conocida por ser la amante de todos los grandes: Chevreuse, Soissons, Gaston de Orleáns y muchos otros habían sido sus amantes. Incluso se contaba que se podía alquilar por una noche, ya que tenía gran necesidad de dinero.

«Por quinientos escudos te quita la camisa», decía una canción picante que se burlaba de ella.

Cuando estaba embarazada —lo que era frecuente—, atravesaba el campo en su carroza a galope tendido.

La medicina era terrible, y después de abortar declaraba muerta de risa: «¡Acabo de romperle el cuello a un niño!».

En resumen, la llamaban la Ogresa, y realmente lo era.

Dos años antes había sido la amante del duque de Longueville, que se había casado con Geneviève de Borbón, la bella hermana del duque de Enghien. Ahora bien, en ese momento, ¿quién era el amante oficial de Geneviève?

¡François de Beaufort!

Beaufort, más o menos comprometido con el marqués de Effiat durante la conspiración de Cinq-Mars, había tenido que huir con su padre a Inglaterra.

Y ahora la relación de la duquesa de Montbazon —que quería vengarse de su amante infiel Longueville— con Beaufort —que deseaba ardientemente tomarse la revancha con Geneviève de Borbón, que lo había rechazado—, ¿no era señal de una alianza entre los Vendôme y los Rohan-Montbazon contra el clan de los Condé?

¡Una alianza semejante podía tener consecuencias incalculables!

Julie de Vivonne mostró su preocupación a su tía.

—Es cierto —reconoció la marquesa pensativa—, existe un odio inexplicable entre los Condé y los Vendôme: las dos familias ambicionan el trono, pero unos son legítimos príncipes de sangre y otros unos bastardos. Con esta alianza el resentimiento crecerá todavía más. Por otra parte, también hay un acercamiento entre Marie de Chevreuse y los Vendôme; después de todo, es la nuera de la duquesa de Montbazon.

—No olvidemos al duque de Guisa, que está unido a los Chevreux, tía —observó Louis.

—¡Es cierto!, lo había olvidado, pero Guisa está loco, es menos peligroso que los otros. ¿Sabéis, Louis, que quiere volver a Francia y que también le ha pedido perdón al rey?

—Lo he oído.

—¿Pero conocéis la verdadera razón? Veo en vuestra mirada que la respuesta es no. ¡Pues bien, Guisa, simplemente, quiere casarse! En esta ocasión con la señorita Pons, ¡una dama de honor de la reina!

Henry de Guisa, cuñado del duque de Chevreuse, había sido enviado al exilio por Richelieu tras haber sido condenado a muerte por estar casado con dos mujeres a la vez mientras era arzobispo de Reims. También había participado en la revuelta del duque de Bouillon contra el rey en 1641. Efectivamente, ahora deseaba volver a Francia para anular sus matrimonios anteriores y encontrar aliados para casarse por tercera vez.

—Comprendo —dijo Louis pensativo—. Si Guisa busca amigos que lo ayuden, recurrirá a sus antiguos aliados, los Vendôme, y a sus parientes, como su cuñada Marie de Chrevreuse. Con la familia de los Rohan, toda esta gente puede constituir rápidamente una fuerza poderosa capaz de hacer tambalearse a Francia.

* * *

Los días siguientes, casi siempre disfrazado y maquillado, Louis frecuentó la taberna del Grand Cerf, así como otras de mala fama de los alrededores.

Intentaba encontrar algún indicio.

Pero en estos infames garitos frecuentados por gentes miserables: mozos de cuerda, ganapanes, buscavidas y peones, o, lo que todavía era peor, truhanes cosidos a cicatrices y armados hasta los dientes, prostitutas con el pecho descubierto, mendigos con horribles heridas[25] y golondrinos[26] desertores, lo único que consiguió fue probar de casi todos los vinos adulterados de París, mezclas de caldos diversos y alcohol falsificado capaces de matar a un hombre si se tragaba un jarro.

En todas partes preguntaba siempre por su amigo Picard, a quien casi todos conocían pero que parecía haber desaparecido desde hacía unas semanas.

En lo concerniente a Campañol y a sus amigos, obtuvo poca información, pero cuando mostró el dibujo del Catador que le había dado Gaston, por fin tuvo éxito.

Envuelto en una vieja capa muy ajada que había pertenecido a su abuelo, un informe gorro de terciopelo en la cabeza y vestido con un viejo jubón de hombreras abullonadas, roto y sucio, Louis estaba esa noche en la taberna de los Trois Maures, en la calle Guillaume Gosse.

Fingiendo estar borracho, observaba a dos mendigos, dos de esos pordioseros que simulaban las enfermedades perfectamente. Uno, un falso cojo, había dejado la muleta para ayudar a un jorobado a quitarse su joroba de crin. Entonces vio a una docena de pillos comandados por un jefe vestido de negro. Éste, al que llamaban respetuosamente el Tesorero, se puso aparte, después llamó a prostitutas, mendigos y desertores para que le entregasen una parte de los ingresos.

Louis hacía que dormitaba. Cuando el Tesorero abandonó el lugar, los enfermos y tullidos se curaron milagrosamente, los viejos paralíticos recuperaron la juventud. Las canciones, los gritos y la desvergüenza desembocaron rápidamente en el desenfreno. Haciendo un gesto de no poder respirar a causa del olor y fingiendo su borrachera, Louis se fue con paso vacilante hacia un pequeño gabinete todavía más oscuro haciéndole una señal a una criada, delgada y enfermiza, para que se reuniese con él.

Oliéndose un buen negocio, la muchacha se acercó contoneándose. Louis le hizo un gesto para que se sentase y le deslizó un escudo en la mano. Entonces la joven comprendió que la solicitaba para que hiciese de soplona. Pero por un escudo estaba dispuesta a todo.

—Conozco bien a ese hombre —dijo examinando con una vela el dibujo que Louis le enseñaba.

Era el retrato del Catador que Gaston le había hecho llegar unos días antes.

—¿Qué ha sido de él? ¿Es amigo vuestro? Hace semanas que no lo veo… vivía aquí en la buhardilla, justo al lado de mi cuarto. Había pagado varias semanas por adelantado, creo, pero era un cascarrabias, ¡no hablaba con nadie! Ni siquiera conmigo —se rió sarcásticamente dejando ver su boca desdentada—, como si tuviese miedo de algo… Era loco y violento.

Por otro escudo Louis consiguió la llave del desván. La mujer le propuso, con una mirada, acompañarlo para pasar un buen rato.

Para quitársela de encima, Louis tuvo que prometerle que iría a verla al día siguiente. Después, se dirigió al desván. El sórdido cuartucho olía a excrementos y parecía abandonado. Louis lo registró minuciosamente, pero el Catador apenas tenía pertenencias.

Sin embargo, bajo el jergón repugnante y plagado de gusanos, Louis descubrió finalmente las joyas robadas a sus víctimas, guardadas en una bolsa de tela, así como una cartera de cuero que contenía cartas y documentos. Se sentó en la cama a leerlos.

Cuando hubo terminado, supo que había encontrado lo que buscaba. Cogió la cartera y las joyas, cerró el cuarto y se precipitó al despacho de Gaston, a quien contó todo.

Las joyas de la bolsa, que se había llevado, se desparramaron sobre la mesa del comisario.

—Algunas de estas desgraciadas víctimas no lo habrán perdido todo —murmuró Gaston.

Alzó los ojos y miró atentamente a su amigo añadiendo:

—A veces me pregunto si no deberías ocupar tú mi puesto. A mí nunca se me hubiera ocurrido la idea de presentar un dibujo del Catador en todas las tabernas…

—Eso no es todo —lo cortó Louis—. Mira ahora esto. He clasificado cuidadosamente los papeles que he descubierto. Tu Catador se llamaba Guillaume Maroncères. Su padre fue juez de lo criminal en el Châtelet de 1610 a 1615, fecha de su muerte. Según estos documentos, parece que Guillaume nació en 1610 y que lo abandonó dejándolo con una nodriza. Fue ella quien lo educó.

Louis cogió un segundo mazo de papeles, más voluminoso que el primero, y lo empujó hacia su amigo.

—Ahora, examina esto, son documentos y notas sobre los asuntos que llevaba el padre. Aquí encontrarás el caso del primer Catador. Por lo visto fue el padre el que lo condenó. Parece que el hijo —loco, o queriéndose vengar del padre que lo había abandonado— decidió desempeñar el papel de criminal.

—Éste sí que es un asunto curioso… —murmuró el comisario estudiando los documentos que tenía ante sí—. Realmente, a veces, las razones del comportamiento de los criminales son muy extrañas…

Finalmente, levantó la cabeza.

—Esta historia me parece completamente aclarada, y todo gracias a ti —añadió con cierto despecho.

Louis lo interrumpió de nuevo blandiendo un último documento:

—No del todo. El hijo —nuestro nuevo Catador— llegó a París hace dos meses, poco después de la muerte de su nodriza con la que vivía desde hacía treinta años. ¿Y sabes dónde?

—Por Dios, ni lo sé ni me importa —replicó Gaston riéndose—. ¿Qué interés puede tener eso?

—Te lo diré de todos modos; vivía en el Languedoc… en el pueblecito de Fontrailles, en el marquesado de Astarac.

Louis se quedó bastante satisfecho con el efecto causado. Gaston dejó de reírse. Palideció mientras cogía el papel que Louis tenía en las manos. Lo leyó varias veces y luego, en silencio, reunió todos los papeles esparcidos sobre la mesa.

¡Astarac! ¡El feudo del marqués de Fontrailles!

—Voy a ir a Saint-Julien-le-Pauvre a enseñarle todo esto a Laffemas —declaró cuando hubo terminado—. Pero antes de acudir a él me gustaría saber tu opinión. ¿Qué piensas de todo esto?

Louis no respondió inmediatamente. Se mordió un instante los labios atándose sus lacayos negros. Finalmente declaró:

—A decir verdad, nada. La coincidencia me parece verdaderamente extravagante e increíble. Debo seguir reflexionando sobre ello. Hay otros hechos que se me escapan… pero preferiría hablarte de ello más tarde…

Se dejaron sin decirse nada. Esa misma noche, Louis fue a buscar a Julie a la calle Saint-Thomas-du-Louvre, porque debían trabajar juntos en el despacho con Margot y Michel Hardoin, que habían vuelto de Mercy.

Julie llevó sus planos y presentó las notas de la marquesa al carpintero y a la librera.

Hardoin lo comprendía todo enseguida y Margot lo anotaba en un gran registro. Louis no tenía mucho que hacer, salvo escuchar. Parecía que la marquesa de Rambouillet y Julie lo habían previsto y organizado todo para su futura casa. De vez en cuando, Hardoin, experto en la materia, hacía una observación que comportaba algunas modificaciones menores en los planos.

* * *

Hubo tres o cuatro sesiones más en los días que siguieron, luego convinieron que la pareja podría marcharse a Mercy definitivamente, contratar allí a algunos obreros y empezar los trabajos. El día de la partida Louis les entregó diez mil libras e hizo una última recomendación a Michel.

—A los peones no les paguéis más que seis sueldos al día, con comida y alojamiento. Pero si son de Mercy, pagadles diez sueldos, como les he prometido.

Hardoin se disgustó un poco con lo que él llamaba despilfarro, pero asintió.

Mientras tanto, Louis había escrito una larga relación al cardenal Mazarino. Sabía que no le aportaría mucho porque Laffemas, por su parte, lo había informado, pero así el ministro comprendería que no permanecía inactivo.

* * *

Unos días más tarde, el jueves 20 de enero, Louis estaba en su casa, en la calle de los Blancs-Manteaux, tratando de cotejar sus investigaciones y meditando sobre los trabajos futuros en su señorío, cuando un paje se presentó en su puerta.

Louis lo conocía. Era el paje de Julie d’Angennes, la brillante hija de la señora de Rambouillet. La nota que llevaba le proponía ir a ver un espectáculo que representaba una nueva compañía instalada cerca de la torre de Nesle al día siguiente.

Esas salidas al teatro en compañía de la hija de la marquesa eran frecuentes. Julie d’Angennes siempre iba acompañada por el marqués de Montauzier, gobernador de Alsacia y eterno prometido de la joven (se casaría con él tres años más tarde). Louis era el caballero de Julie de Vivonne.

Decidido a despejarse las ideas, aceptó con gusto, y al día siguiente fue, a las dos, al palacio de Rambouillet.

En aquella época, desde la Ordenanza Real de noviembre de 1609, les estaba prohibido a los actores representar —en invierno— a partir de las cuatro y media. Los espectáculos de teatro debían comenzar pues, como muy tarde, a las tres.

Montauzier y las dos Julie lo esperaban y no tuvo tiempo de subir a su carroza. Se sentó al lado de su prometida y enfrente de Julie de Angennes y el marqués.

—¿Sabéis adonde nos dirigimos, caballero? —preguntó la señorita D’Angennes con expresión ligeramente burlona.

Le gustaba burlarse de sus amigos, especialmente de Louis, pues en realidad estaba muy celosa de su prima.

—Sólo tengo la información que vos me habéis dado, señora: vamos a la torre de Nesle. Sin embargo, no conozco ningún teatro por esa zona —dijo Louis con tono neutro para evitar cualquier réplica mordaz.

Julie d’Angennes lo miró con desdén.

—Tranquilizaos, vamos al teatro, y no importa a cuál. Éste ha sido pomposamente bautizado por su fundador como el Ilustre Teatro, y es uno de vuestros condiscípulos…

—¿Un condiscípulo, señora? ¿Entonces, lo conozco…?

—Sí. Hace poco que terminó sus estudios en el colegio de Clermont, donde habéis estudiado, según creo, con vuestro amigo, ese policía pelirrojo.

Julie d’Angennes odiaba a Gaston[27].

—Sí, así es. Mi hermano también está allí en este momento. Pero yo acabé mis estudios en Clermont hace casi quince años, como Gaston. Estábamos en el curso del abad de Retz.

—Sé perfectamente cuántos años tenéis, y que seguramente no conocéis al autor de la obra que se va a representar; estaba burlándome de vos. Nuestro director se llama Poquelin, Jean-Baptiste Poquelin, es el hijo de un ayuda de cámara del rey. Está muy de moda, y abrió su teatro en el frontón de los Aparceros el 1 de enero. Dicen que se ha unido a una familia de saltimbanquis, los Béjart. Parece que una de las hermanas tiene cierto talento —la hemos visto actuar en mayo o en junio—. Se llama Madeleine. ¿Os acordáis de ella? De todos modos, es bastante vulgar, igual que su hermana Geneviève.

Sin esperar respuesta, cosa que tampoco le interesaba, Julie d’Angennes siguió burlándose:

—A Poquelin no debe de gustarle su nombre porque se ha puesto el ridículo sobrenombre de Molière. Y la farsa que vamos a ver —¡él mismo escribe las comedias!— se titula El cornudo imaginario.

Montauzier le hizo un gesto a Louis para que no le diese demasiada importancia a las burlas de su prometida.

El marqués, de veintiséis años —Julie d’Angennes tenía treinta y cinco—, apreciaba mucho a Fronsac por su mente lógica y sus conocimientos científicos tan poco corrientes en su entorno. Esto también le permitía destacar a él, pues estaba muy versado en física y química. Montauzier también presumía de escribir versos, pero haría mejor en abstenerse de ello porque sus sonetos provocaban siempre sonrisas y sarcasmos, lo que lo vejaba terriblemente. El único verdadero defecto del marqués era un terrible espíritu de contradicción que irritaba a todo el mundo. A Montauzier le encantaba argumentar en contra de toda afirmación que le hacían y que consideraba falsa. No dudaba entonces en llegar hasta la ruptura para que sus ideas triunfasen.

Porque el marqués era un hombre íntegro, de carácter difícil e intransigente. Este rigor, que rozaba la intolerancia, hacía de él un personaje verdaderamente original en el cual Poquelin —es decir, el Molière del que iba a ver una obra— se inspiraría, años más tarde, para crear el personaje de Alcestes en el Misántropo.

Pero Louis apreciaba a Montauzier sobremanera porque le parecía honesto, fiel a sus principios —y a su rey—, generoso y, curiosamente para la época, contrario a la pena de muerte. El único reproche que le hacía eran sus celos hacia Vincent Voiture y el marqués de Pisany.

—Detesto esas comedias que no son más que una sarta de palabras indecentes y groseras —aseguró entonces el marqués, disgustado con la elección de Julie d’Angennes, sabiendo que se trataba de una chocarrería.

Desafió con la mirada a los tres ocupantes de la carroza para empezar el debate que esperaba con impaciencia.

Julie de Vivonne cogió la mano de Louis para indicarle que, frente a las provocaciones de su prima y el marqués, era preferible callar.

A falta de réplica, la conversación cesó.

Cruzaron el Puente Nuevo, siguiendo los muelles del Louvre una vez pasados los portillos.

Louis arrojó una mirada distraída a la multitud dispar que caminaba por allí. El puente era el centro de la ciudad. Se veían lacayos armados revendiendo en puestos ambulantes los bienes de sus amos, vendedores de castañas, de bellotas e incluso de matarratas, vendedores de vinagre y sacamuelas, trovadores, domadores de osos y otros saltimbanquis, así como innumerables mujeres de la vida en busca de unas perras chicas, haciéndose pasar a veces por criadas o costureras.

Llegados a la orilla izquierda, se dirigieron hacia la puerta de Nesle. Era un barrio nuevo en pleno desarrollo.

En el siglo pasado, este rincón de París estaba todavía estrechamente encerrado en la muralla que Felipe Augusto había mandado construir y que seguía aproximadamente nuestra actual calle Mazarino. Al final de la muralla, cerca del Sena, estaba el palacete de Nesle coronado por su siniestra torre, así como un edificio más pequeño que se llamaba el pequeño Nesle.

Al pie de la torre de Nesle había sido abierta una nueva puerta —la puerta de Nesle— que daba a un camino enfangado a lo largo de la muralla: el foso de Saint-Germain, y luego a un gran terreno baldío: el Prado de los Clérigos, que acababa al pie de las murallas de la abadía de Saint-Germain.

Más tarde, el palacete de Nesle había sido comprado por Louis de Gonzague, duque de Nevers, que había construido allí su nueva residencia, donde la duquesa, su esposa, había guardado piadosamente la cabeza de su amante Coconas.

Su nieta, Marie de Gonzague, la amante de Cinq-Mars, había vendido esta casa en 1641 a Henry Guénégaud, que había encargado un palacete a Mansart. Este nuevo edificio estaba frente al Sena y por allí precisamente pasaba la carroza de nuestros amigos, siguiendo la vía que debía conducirlos a la puerta de Nesle.

Finalmente franquearon la puerta.

En este lado, fuera de la ciudad, sin embargo, las casas eran numerosas y ya la futura calle Mazarino, que de momento sólo era la calle de los Fosos, se iba trazando poco a poco porque la muralla de Felipe Augusto había sido casi completamente derruida. La primera en poner de moda este barrio era la reina Margot, que había mandado construir allí su palacete.

Al final de la calle de los Fosos, a orillas del Sena, toda clase de animales, caballos, mulas, asnos, vacas, corderos, se refrescaban o defecaban en el agua sucia del río.

La carroza giró a la izquierda durante un rato; a la derecha, en dirección a la abadía, se alzaba el frontón abandonado de los Aparceros. Era la sala que Poquelin había alquilado. Una gran banderola, clavada en la puerta de entrada, anunciaba orgullosa —y patéticamente, habida cuenta del penoso estado del lugar—, el Ilustre Teatro.

Después de que nuestros cuatro amigos hubieron bajado del coche, el cochero se alejó con su vehículo para estacionarlo en un patio de la posada y esperarlos allí.

Las dos mujeres y los dos hombres entraron en la amplia pieza carente de decoración, salvo unos tapices grasientos. La sala estaba ya invadida por una multitud agitada y gritona de estudiantes, pajes, soldados en quebrantamiento de destierro y obreros sin trabajo.

Todos manifestaban su alegría a base de gritos, aullidos, pullas y chillidos de animales diversos. Un comisario de policía y una docena de arqueros mantenían con dificultad una apariencia de orden.

En el teatro no había palcos, pero lo habitual era que las personas de calidad se sentasen en el escenario. Una vez pagados los setenta y dos ochavos por cada localidad, un mozo de sala condujo a las dos Julies, al marqués y a Louis al estrado.

Se sentaron en unos sillones situados a la derecha del escenario. Rápidamente, todos los asientos fueron ocupados y tuvieron que añadir unas banquetas, lo que limitaba más el lugar de los actores.

Una barrera carcomida separaba el escenario del resto del público. Louis, como siempre en esos casos, inspeccionaba las velas, repartidas por la sala, preguntándose si podrían salir con rapidez en caso de incendio.

Tras un largo rato de espera particularmente agitado y ruidoso, el espectáculo comenzó. El programa anunciaba dos piezas. La primera era un drama de Tristan: La muerte de Crispe, y a continuación una comedia escrita por Poquelin: El cornudo imaginario. En esta última llovían los golpes, se sucedían los gritos, los equívocos eran escasos y las bufonadas generales. El marido, creyéndose cornudo, perseguía a su mujer mientras la criada lo golpeaba con una escoba. Los personajes vulgares, desvergonzados e impúdicos, sólo eran pretexto para una bufonada general.

Jodelet hacía lo mismo en el palacete de Borgoña, con talento, lo que no era el caso de la compañía de Poquelin. Sin embargo, los textos eran buenos, los caracteres bien definidos y Louis se llevó una agradable sorpresa.

* * *

Cuando terminó la sesión, y de vuelta en la carroza, Julie d’Angennes comentó a su prima su aversión a la ridícula bufonada, de la que responsabilizó indirectamente a Louis.

—Decididamente, caballero, vuestro condiscípulo del colegio de Clermont haría mejor en convertirse en notario como vos, o ser ayuda de cámara como su padre…

Montauzier intervino entonces, llevándole la contraria una vez más.

—Querida Julie, no estoy de acuerdo contigo. Poquelin es un principiante, cierto, pero estoy seguro de que tiene talento. Dentro de unos años lamentarás tus duras palabras. Estas piezas me parecieron excelentes y muy bien representadas. No me arrepiento en absoluto de esta velada.

Julie d’Angennes lo miró sin ocultar su desprecio y ni siquiera se dignó responder.

Entraron en el palacio de Rambouillet silenciosos y malhumorados.