Finales de diciembre de 1642
El miércoles 17 de diciembre, como Gaston le había pedido, Louis fue a la Bastilla a asistir al interrogatorio del falsificador. Después de salir muy temprano de su apartamento y coger su caballo en la cuadra de La Grande Nonnain, se dirigió a la calle de Saint-Antoine, en cuyo extremo se perfilaba el siniestro edificio.
La puerta de Saint-Antoine marcaba los límites de la ciudad al este y se abría a lo largo de las fortificaciones. Para entrar en la Bastilla, el sólido castillo de ocho torres situado a mano derecha, había que cruzar un ancho pasadizo, en la parte baja de la calle, hasta llegar a la puerta.
El pasadizo conducía a un gran patio rodeado de edificios en los cuales se alojaba el personal de la prisión. Desde allí, a mano izquierda, se subía a una vía más estrecha que llevaba a un segundo pasadizo, menos ancho que el anterior, y conducía a un horroroso puente levadizo. Era la única entrada de la fortaleza.
Después del puente levadizo había una puerta de roble revestida de hierro —estaba abierta cuando Louis se presentó—, luego una reja con barras de madera recubiertas también de hierro que estaba bajada.
Louis cruzó la puerta y se detuvo en la reja. Detrás de ella estaba alerta un sargento del cuerpo de guardia. Louis se dirigió a él, esperando ser interrogado, pues ya lo habían hecho dos guardias antes de llegar allí.
—Me espera el teniente civil, el señor Laffemas, para un interrogatorio. Mi nombre es Louis Fronsac, caballero de Mercy.
El hombre lo miró durante un largo rato con la desconfianza habitual de los policías; luego fue a una salita a consultar un registro. No volvió, pero hizo una señal con la mano a un soldado y la reja se levantó entre grandes chirridos.
Louis entró entonces en el primer patio de la prisión, el más grande.
—¡Tenéis que dejar vuestro caballo aquí para ir a la torre del Pozo, donde os están esperando! —gritó el sargento.
Louis se volvió hacia el soldado. En realidad, se sentía perdido en la inmensa fortaleza. Delante de él se erguía un formidable edificio de tres pisos con una terraza en la parte superior que unía las dos torres que lo franqueaban. Pero ¿cuál era la torre del Pozo?
—Ésta es la torre del homenaje —le explicó el sargento acercándose—. Delante de vos están las dependencias del gobernador y del Estado Mayor. Allá abajo hay un porche —se lo indicó con el dedo— que cruza el edificio. Atad vuestro caballo a esta argolla, con los otros, e id hasta allí a pie. Al otro lado está el corral con los accesos a las torres. La torre del Pozo es la que huele peor —gesticuló tapándose la nariz.
Al mismo tiempo señaló una de las torres que sobrepasaba ligeramente el tejado del edificio del gobernador.
Louis le dio las gracias y siguió sus indicaciones.
Una docena de soldados, criados y mozos de cuadra estaban atareados en el patio y no hicieron caso de su presencia. Ató su caballo a una argolla y cruzó el porche para llegar al corral.
Louis sabía que cada torre tenía un nombre. Algunas estaban reservadas a los prisioneros de calidad que se beneficiaban de cierto confort y disponían incluso de criados. Al contrario, en el subsuelo y en la torre del Pozo —que era la única que no tenía chimenea— encerraban a los detenidos sin utilidad ni interés para el gobernador o los carceleros. Al no poder protestar estos prisioneros por su incomodidad, las cocinas y los establos utilizaban una parte del patio delante de esta torre para dejar allí basura, estiércol y excrementos. El olor era espantoso.
Al pie de la torre del Pozo había una puerta baja. Louis se dirigió allí, luego abrió intentando no respirar porque el hedor era insoportable. Algunas ratas se deslizaron entre sus piernas.
Entró en una pieza pequeña oscura y abovedada, donde se encontraban en la oscuridad un oficial y un exento. Después de unos segundos, el tiempo que los ojos tardaron en acostumbrarse a la falta de luz, distinguió en un rincón a Gaston en compañía del teniente civil Laffemas, al que había visto muchas veces en el Châtelet. Ambos parecían mantener una discusión muy animada.
Louis se acercó a ellos, aunque la presencia del teniente civil le repelía. Isaac de Laffemas era un hombre de pequeña estatura de aspecto severo y duro —reforzado por una perilla—, siempre vestido con un traje negro barato y calzado con zapatos bajos con hebillas de metal.
A pesar de su posición, Isaac de Laffemas, escrupulosamente honesto, no se había enriquecido con su cargo.
Louis sabía que descendía de la pequeña nobleza porque su padre era ayuda de cámara de Enrique IV. Para desesperación de sus padres, Laffemas, en su juventud, había querido ser actor. Sin embargo, había seguido con sus estudios de abogado, y luego se convirtió en procurador del rey y finalmente relator del Consejo de Estado.
Nombrado administrador de justicia en Picardía, su capacidad de trabajo y sobre todo su firmeza habían llamado la atención de Richelieu, que lo había nombrado teniente civil en 1639, encargado de restablecer la seguridad en París.
Criatura del cardenal, se había convertido en el verdugo del Gran Sátrapa. Por otro lado, estaba muy satisfecho del terror que reinaba a su alrededor. Un día que hacía buen tiempo incluso había afirmado, refiriéndose a una ejecución: «¡Un buen día para un ahorcamiento!».
En su lecho de muerte, el cardenal ministro había aconsejado a Luis XIII que mantuviese a su lado a un hombre tan valioso y el Verdugo de Richelieu había sobrevivido al cambio de régimen.
Sumido en la conversación, Gaston no se dio cuenta de la presencia de su amigo hasta el último momento. Entonces se interrumpió para explicarle a Louis que el señor Gailarbé, el juez de lo criminal, no había llegado todavía y que estaba haciendo el resumen del asunto en curso al teniente civil.
Laffemas, que había reconocido a Fronsac, le dirigió un gesto con la cabeza casi amistoso. Louis se lo devolvió, sin olvidar que el mismo Laffemas lo había enviado a prisión unos meses antes y que no hubiera tenido ningún escrúpulo en ordenar que lo torturasen o incluso lo colgasen.
Por suerte, antes de que se instalase entre ellos un silencio incómodo, llegó corriendo un escribano seguido de un magistrado ataviado con toga negra y el birrete de los jueces de lo criminal.
El juez Gailarbé era enjuto, con el rostro macilento, y parecía tan jovial y amante de los placeres de la vida como un cadáver de ocho días. Gaston se acercó a él y fueron a hablar durante unos instantes con el oficial de guardia, que, después de haber visto al teniente civil y a Louis, les hizo una señal para que siguiesen a su sargento.
Atravesaron un corredor que salía de la torre, del que bajaban unas escaleras que los condujo al primer subsuelo. El exento —un sargento con vara— lo precedía. El lugar era lúgubre, húmedo y sucio. El olor a humedad, denso y repugnante. El sargento abrió una reja algo oxidada que chirrió tristemente. Una nueva escalera, cubierta de pegajoso musgo y de peldaños desiguales, bajaba a los calabozos. Caminaron lentamente agarrándose a las piedras de las paredes para no resbalar. Por momentos se oían unos débiles aunque terribles gemidos.
Abajo desembocaron en una ancha galería abovedada y cubierta de arena que se extendía en la lejanía ante ellos. Las paredes estaban carcomidas por todas partes por el salitre y una enorme rata negra corría a lo lejos delante de ellos. Un arroyo formaba regueros de un lado a otro de la galería. Gaston notó que Louis se estremecía.
—Aquí están las salas de interrogatorios. Este corredor-galería comunica las torres entre sí.
Le mostró los regueros de agua.
—Está un poco por debajo de las fosas exteriores y del canal que une el Sena.
Su voz resonaba y Louis no respondió. Nadie tenía ganas de hablar.
El ancho y oscuro corredor estaba débilmente iluminado por antorchas humeantes y a cada lado pesadas puertas cubiertas de hierro se abrían probablemente al infierno. Al doblar un recodo vieron una mesa colocada en el pasadizo, luego a dos carceleros tumbados sobre un banco carcomido. El corredor se hacía más ancho y el grupo se detuvo ante los guardianes de aspecto embrutecido y feroz, de rostros macilentos verdaderamente repugnantes.
Curiosamente, estaban los dos calvos.
El carcelero se dirigió a uno de ellos, que se levantó y contoneándose los condujo en silencio a una puerta —más lejos, en la galería—, que abrió con una de las llaves del enorme manojo que llevaba a la cintura.
No fue en la arquitectura ojival de la pieza en la que entraron en lo que reparó Louis, sino en la mesa situada a uno de los lados de la sala. Allí estaba muerto de frío un prisionero, pálido y enflaquecido, desnudo hasta la cintura.
Dos guardias y un hombre completamente vestido de negro, bastante elegante y con bigote, se movían a su alrededor. Louis supuso que el hombre de negro era el interrogador jurado. Por lo que Gaston le había dicho, debía de ser Noel Guillaume, el hermano del ejecutor de la alta justicia del prebostazgo de París. La sala estaba helada y Louis también se estremeció.
Tratando de convencerse de que el interrogatorio no le concernía directamente, Louis se mantuvo apartado mientras los guardias ataban al hombre a la mesa. Tenía los brazos y las piernas colgando y la cabeza echada hacia atrás. Le ataron las manos a una argolla de la pared, situada a una media toesa del suelo, y los pies a otra argolla a ras de suelo. El prisionero no oponía resistencia. Parecía resignado al terrible interrogatorio que lo esperaba. Cuando estuvo todo dispuesto, el juez de lo criminal se acercó al detenido y, con voz monótona y cansada, declaró:
—Gilles de Robert, llamado Campañol, vais a ser interrogado en presencia del señor Laffemas, teniente civil, y del señor de Tilly, comisario. El señor Fronsac será testigo y yo soy el juez de lo criminal. Jurad sobre el Evangelio que vais a decir la verdad.
Le tendió el libro mientras el carcelero anotaba todo lo que había declarado. El hombre juró con voz temblorosa. El magistrado prosiguió, impasible, con un tono monótono e indiferente.
—Vais a ser sometido a la cuestión previa ordinaria de cuatro pintas de agua, tras lo cual seréis interrogado sobre vuestras actividades de falsificador. Si vuestras respuestas son satisfactorias, la cuestión se detendrá ahí. Si no, seréis sometido a un interrogatorio de ocho pintas de agua. Antes, y siguiendo el procedimiento codificado, seréis rociado con agua fría.
El torturador jurado se acercó a la víctima, que tenía los ojos abiertos por el horror, y le arrojó un cubo de agua encima. La pieza estaba helada y el prisionero rápidamente se puso azul con toda la carne de gallina. Este bárbaro método, de uso habitual, tenía como fin anular completamente la voluntad del detenido.
Después de esto el verdugo le puso un embudo de cuero en la boca mientras su ayudante le cerraba con fuerza la nariz. A sus pies ocho vasijas de agua hirviendo. Cogió una y empezó a vaciarla en el embudo.
Louis observó espantado cómo el vientre del prisionero se hinchaba horriblemente con abominables gorgoteos. El hombre habría podido hablar antes de sufrir la cuestión, pero el procedimiento criminal era tal que la cuestión debía preceder al interrogatorio. La tortura se llamaba entonces previa. Era lo que había decidido Laffemas, que opinaba que el individuo estaría así más dispuesto a hablar. Campañol había ya sufrido una cuestión previa de agua helada —denominada del pequeño caballete— unos días antes y no había hablado.
Cuando hubieron vaciado las dos primeras vasijas, desataron al hombre y lo ayudaron a sentarse mientras recuperaba el aliento. Temblaba cada vez más, le castañeteaban los dientes y estaba completamente azul.
El juez prosiguió:
—Habéis sido detenido después de haber pagado en las tabernas con escudos recubiertos de pintura plateada. En vuestra casa se encontraron cerca de cincuenta escudos falsos. ¿De dónde los habéis sacado?
—Ya… lo he… dicho —declaró entre jadeos el hombre—, encontré… esa bolsa con escudos… una noche… en un callejón. No sé… nada más.
El juez miró a Laffemas y a Gaston, interrogándolos con la mirada. Laffemas ordenó entonces al verdugo con una voz en la que se percibía cierta satisfacción:
—Seguid, señor Guillaume, otros dos cubos…
En ese momento intervino Louis, ya no podía más.
—¿Puedo interrogar al prisionero? —preguntó al teniente civil.
El hombre dudó un segundo, luego movió la cabeza con un gesto de contrariedad.
Sería una pérdida de tiempo, pensó, pero también sabía que Louis Fronsac era escuchado por Mazarino y más valía dejarlo hacer.
El caballero de Mercy se dirigió entonces al hombre.
—¿Habéis sido interrogado por el comisario Du Fontenay cuando fuisteis arrestado?
—Sí… señor.
—¿Sabéis lo que pasó después?
El hombre negó con la cabeza temblando.
—Fue asesinado —prosiguió Louis con una voz sin entonación—. Sin duda, por los que os dieron las monedas falsas. Por eso sabemos que no habéis encontrado la bolsa; si no, no hubieran matado al comisario. Babin iba a descubrir algo y hemos venido a averiguar qué. En cuanto a vos, sois cómplice del crimen e, indirectamente, por vuestro delito el comisario está muerto. No penséis que pasaréis unos años en galeras, probablemente pasaréis por la rueda de Santa Catalina en la plaza de la Grève o seréis descuartizado por el ejecutor de la alta justicia. O peor todavía, podéis ser sumergido en aceite hirviendo, el castigo para los falsificadores. Y se os aplicará justamente porque sois responsable de la muerte de un oficial del rey. Y además sufriréis una cuestión extraordinaria con las botas o aplastapiernas.
—Pero… yo no tengo nada que ver con eso.
El hombre miraba horrorizado a sus torturadores ante la enumeración de los espantosos suplicios.
Louis se encogió de hombros y adoptó un aire indiferente.
—¡Peor para vos! Alguien tiene que pagar. Así que seréis vos… De todos modos, si habláis, estoy seguro de que el señor Laffemas podría aceptar liberaros tras pasar unos meses en el calabozo…
Laffemas hizo un gesto de sorpresa que sólo duró un instante, porque comprendió a dónde quería llegar Louis. Finalmente, asintió con la cabeza. El juez y el verdugo, menos perspicaces, fruncieron el ceño expresando su total desacuerdo. El verdugo, más todavía, porque le pagaban por cada tortura y liberar a un prisionero significaba menos dinero para él.
Era evidente que Campañol dudaba. Finalmente, con una expresión zorruna pareció dispuesto a negociar.
—¿No seré torturado y seré liberado? ¿Tengo vuestra palabra?
—Tenéis la mía, con eso es suficiente —replicó Laffemas con un tono seco y suficiente.
Tenía prisa por terminar, pues debía interrogar a otros prisioneros.
—B… ueno.
El prisionero buscaba las palabras. Con voz vacilante y entrecortada por las convulsiones debidas al frío prosiguió:
—No encontré la bolsa… Es cierto… Me la dieron… Pero no sé mucho más… Una vez al mes me llaman… para conducir una carreta por París. Contiene barricas de vino… y me pagan con diez piezas de plata, falsas, por cada viaje, así como dos verdaderas…
—¿Adónde llevabais la carreta? —preguntó Laffemas sin hacer caso del penoso estado del ladrón.
—A un edificio que se utiliza de almacén. Puedo conduciros allí…
—¿Y de dónde salís?
—Voy a buscarla a Montmartre. Delante de una posada… Normalmente me avisan la víspera. Es vino de las viñas del pueblo, en fin, es lo que me han dicho —se excusó—. Es todo, no sé nada más, lo juro sobre el Evangelio.
Laffemas hizo una señal a Gaston, al juez y a Louis para que se acercaran, y los llevó aparte.
—¿Qué hacemos? Seguramente el almacén y la posada sólo son intermediarios. No hemos avanzado mucho. ¿Qué opináis?
—Tengo una idea —propuso Gaston, contento con el interrogatorio porque por fin tenía una pista que seguir—. Ya veréis…
Volvieron con el prisionero.
—¿Cuándo se produjo la última entrega? —preguntó el comisario.
El hombre reflexionó un momento.
—Tres días antes de que me detuviesen… creo…
—Entonces, ¿hace tres semanas, como máximo?
—Sí, así es… Sin duda…
—Y si os llaman todos los meses… ¿la próxima entrega podría ser dentro de una semana?
—Pues… sí…
Gaston pareció satisfecho. Meditó un breve instante y prosiguió:
—Campañol… estoy dispuesto a liberaros… definitivamente… con una condición. Volveréis a vuestra antigua vida, explicando a los que os pregunten que os han soltado por falta de pruebas. Por mi parte, haré que algunos de mis hombres se hospeden cerca de vuestra casa. Cuando os avisen para la entrega de vino, los prevendréis. Luego nos dejaréis hacer. Ahora nos acompañaréis al almacén y a la posada. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí… Pero ¿quedaré libre realmente?
Por el tono, no se lo creía.
—Desde luego. Pero si nos traicionáis, moriréis en la rueda. No os quitarán los ojos de encima, no lo olvidéis.
El prisionero asintió con la cabeza sin dejar de temblar. Gaston miró a Laffemas y al juez, que también asintieron. Con un gesto, este último ordenó al verdugo que desatase al bribón. Salieron todos de la sala y el detenido fue llevado de nuevo a la escribanía. Por su parte, Gaston, Laffemas, el juez y el forense decidieron salir en un coche cerrado con el preso una vez estuviese listo, seco y vestido, y examinar el almacén. Louis no creyó necesario acompañarlos. Ahora sólo se trataba de un trabajo de la policía que no le interesaba. Decidió irse a su casa después de que Gaston le asegurase que lo tendría al corriente del resultado de sus investigaciones.
* * *
Dos días después —a última hora de una tarde húmeda y glacial—, Louis acababa de finalizar una conversación de cerca de dos horas con Gaufredi sobre su dominio de Mercy e iban a salir a comer juntos a La Grande Nonnain qui ferre l’oie —la posada cercana a su casa— cuando se presentó Gaston. El comisario aceptó de buena gana unirse a ellos para comer.
Con el frío que reinaba en el exterior, la hospedería parecía la antesala del infierno por el calor que hacía allí dentro.
La Grande Nonnain era una taberna de cierta categoría, frecuentada sobre todo por la burguesía acomodada y la nobleza del barrio. Aquí no había truhanes, ni mendigos, mozos de cuerda o prostitutas. La sala principal estaba limpia y su suelo cubierto de paja fresca que cambiaban cada dos días. Dos grandes chimeneas consumían lentamente los leños.
Delante de uno de los hogares unos caballetes metálicos y dos llares soportaban inmensos espetones en los que se asaban perdigones, palomos y faisanes. En la segunda chimenea, marmitas de cobre rojo y potes colgaban de los llares. Desprendían un olor delicioso.
Entre los dos hogares había unas doce mesas en las que cabían unos veinte comensales holgadamente.
Cuando nuestros amigos entraron, a pesar de que la sala no estaba todavía llena, Louis se dirigió hacia el fondo. Allí había una pieza más pequeña con mesas para cuatro personas, atendida por una joven y amable criada.
Nuestros tres compañeros se sentaron en un rincón alejado donde podían ver a la concurrencia y la sala grande. Era una vieja costumbre de Gaston, que como policía estaba siempre vigilante.
Encargaron faisanes y vino de Beaune acompañados por un plato de alubias cocidas. Lo devoraron todo con apetito, echando al suelo al mismo tiempo los huesos y los restos, como era costumbre en este tipo de establecimientos. Así, algunos perros que vagaban por las salas podían comer igualmente.
Cuando los platos estuvieron casi vacíos y se limpiaron las manos en la ropa, Gaston, ahíto y acalorado tanto por el vino como por el calor de las chimeneas, tomó la palabra:
—Supongo que estarás deseando saber adónde he ido.
Louis asintió vaciando el vaso de vino.
—Hemos ido al almacén. Estaba cerrado y me he pasado estos dos días preguntando discretamente a la gente del barrio. El hangar sirve, efectivamente, para almacenar el vino. Adivina para quién.
Louis hizo un gesto de negación y Gaston sonrió satisfecho. Le encantaban esa clase de adivinanzas.
—¡Para la Embajada de España! Así que es Fontrailles quien debe de estar detrás de esos tejemanejes. En una época los españoles pagaban con oro; ahora que están arruinados, ¡sólo les queda la falsa moneda de plata! Decididamente —dijo con un tono lúgubre que hizo sonreír a Louis—, han caído muy bajo…
¡España! ¡Eso lo explicaba todo! Fontrailles siempre había estado muy unido a la casa de Austria. Había debido organizar aquel tráfico por España y matar al comisario porque sus investigaciones se habían vuelto peligrosas. Quedaba por saber lo que contenían exactamente las barricas. Louis preguntó a su amigo.
—De momento, esperamos —replicó Gaston con la boca llena—. Todavía no tenemos noticias de Campañol. Y la posada desde donde sale la carreta no parece tener relación con el tráfico.
Añadió, excusándose:
—Y para no levantar sospechas no hemos hecho demasiadas preguntas…
Efectivamente, no cabía sino esperar. Sin embargo, por curiosidad, el caballero preguntó a su amigo sobre sus otras investigaciones.
—¿Hay noticias del Catador?
—Sí. Ayer atacó a una mujer y la desfiguró. El médico dice que no sobrevivirá. Laffemas quiere resultados: actualmente tengo a dieciocho agentes vestidos con toca y faldas todas las noches en la calle. Ese monstruo acabará por atacarlas, ¡bueno, atacarlos!
Louis contuvo la risa y preguntó:
—¿Y la muerte de Daquin? ¿Debo seguir investigando sobre su mujer?
Gaston sacudió negativamente la cabeza rebañando el plato.
—De momento, creo que puedes dejarlo correr, es una pérdida de tiempo para ti. España es una pista mejor.
Gaston los dejó poco después. Gaufredi se fue a su buhardilla y Louis a su casa. Daría un ojo de la cara por saber lo que contenían las famosas barricas del almacén español, pero el oficial de policía era Gaston.
* * *
Pasaron los días, y el frío arreciaba. Louis había intentado mantener una entrevista con el mariscal de Bassompierre, que seguía encarcelado en la Bastilla, pero sin éxito. Estaba considerando pedir directamente una entrevista con Laffemas —aunque le repugnaba tal petición—, ya que el teniente civil podría darle una autorización.
El frío se acentuaba cada día y ahora solía helar en el interior de las casas. Por las mañanas el vino se congelaba en las botellas, que a veces estallaban.
* * *
Louis celebró la Navidad con sus padres y Julie, haciendo todos juntos una y otra vez las cuentas para calcular lo que costaría rehabilitar Mercy, reduciendo poco a poco sus proyectos para ajustarlos a su mediocre situación financiera.
Al día siguiente de Navidad, cuando se preparaba para la velada con la señora de Rambouillet, reconoció el ruido que hacía Gaston al subir las escaleras a toda prisa. Su amigo entró sin llamar y dando voces de alegría.
—¡Los han cogido, Louis! El transporte fue esta mañana, la carreta ha sido detenida en el almacén. ¡Han registrado todo! En algunas barricas había armas, uniformes de guardias y varios cofres con monedas falsas, así como escudos españoles auténticos. Laffemas se está frotando las manos. España lo negará, pero acabamos de asestarle un duro golpe. ¡Sabe Dios qué quería hacer esa gente!
—¿Y los prisioneros?
Gaston se puso serio e hizo un gesto evasivo.
—No saben nada. Seguramente los torturarán, por precaución… De lo único que me he enterado es de que el cargamento venía de Bélgica por varios itinerarios diferentes.
Así, el enigma de la muerte de Babin du Fontenay parecía completamente resuelto. Más tranquilo, Louis podía dedicarse a preparar la velada en el palacete de Rambouillet. Sin embargo, dos o tres observaciones que había hecho durante su corta investigación no parecían encajar con la solución a la que se había llegado y sentía un extraño malestar que no lograba explicar.
* * *
El viernes por la noche, vestido con un traje de raso compuesto de un jubón largo plisado y medias calzas de tubo —¡el conjunto le había costado la fortuna de cincuenta libras!— y calzado con un par de botas de cuero de vaca vueltas casi nuevas, Louis se miró por última vez al espejo. Su camisa blanca adornada con cintas negras perfectamente anudadas estaba limpia, así como sus medias de seda: por fin estaba listo.
Bajó las escaleras. Nicolas lo esperaba en la calle para llevarlo al palacete de Rambouillet en la carroza familiar. En efecto, no podía permitirse llegar salpicado de barro y, como algunos, cambiarse los zapatos en la residencia de los Rambouillet.
El trayecto fue corto, la ciudad parecía desierta.
* * *
El patio del palacio de Rambouillet estaba lleno de coches y de caballos y Nicolas tuvo que recurrir a toda su habilidad para estacionar allí la carroza. Una viva animación reinaba en la casa, y cuando Louis fue introducido en la cámara azul, la sorpresa lo dejó petrificado: ¡Nunca había visto allí a tanta gente! Durante un instante buscó con los ojos a la marquesa, pero todavía no estaba presente, sin duda estaría descansando en su oratorio como acostumbraba cuando había mucho jaleo con ocasión de las grandes recepciones.
Finalmente, avanzó, abriéndose paso con dificultad entre los grupos.
Varias alcobas y apartamentos contiguos habían sido excepcionalmente abiertos y comunicaban también con el salón. Tales recepciones eran cada vez más raras en el palacio; ahora la marquesa prefería recibir por la tarde a sus amigos íntimos y no le gustaban las reuniones fastuosas. Ése era uno de los motivos de que estuviesen tan solicitadas. Embajadores, magistrados, grandes del reino, hombres de letras o de ciencia, todos hacían lo imposible por ser invitados y, sobre todo, por que los viesen.
Esa noche el palacio estaba atestado de gente. En las alcobas habían sido instalados aparadores con aguamaniles y frascos con vino. Los numerosos criados circulaban y presentaban a los invitados copas llenas de clarete de Bezons o de vino de Beaune, los caldos preferidos de la marquesa.
Por todas partes se veían montones de platos de carnes cortadas en rodajas, frituras, jamones preparados de diversas formas, limones, naranjas y aceitunas, buñuelos, pasteles hojaldrados, tortas, cremas y nueces confitadas. Cuando pasó delante de las viandas, Louis no podía dejar de pensar en las pobres gentes de Mercy, que pasaban hambre a diario.
* * *
Risas, cloqueos y unos grititos sordos atrajeron bruscamente su atención: Vincent Voiture, con un vaso de clarete en la mano y rodeado de unas jóvenes encantadoras, declamaba con una voz tan enérgica como burlona:
Para saciarnos, necesitamos perdigones, muchos chorlitos reales y muchas cotorras, que el pastel parezca de los mejores, porque necesitarnos a la querida Angélique, ¡para saciarnos! |
Louis se acercó. Las jóvenes pertenecían a la antigua pandilla de las petimetras de Anne Geneviève de Borbón, que desde hacía unos meses era la duquesa de Longueville.
La hermana de Enghien estaba allí, esbelta, diáfana, rubia. Seguramente la mujer más hermosa de la Corte. Miraba al poeta con admiración. Sin embargo, Voiture no se dirigía a ella sino a su amiga, la graciosa Isabelle-Angélique de Montmorency, prima lejana de los Condé que pronto se convertiría en duquesa de Châtillon.
Louis saludó a las dos mujeres, parándose un instante con Isabelle-Angélique, recordando, como cada vez que la veía, la muerte ignominiosa de su padre, François de Montmorency, el conde de Bouteville, que a los veintisiete años había decidido desafiar a Richelieu. Con unos amigos, Montmorency había retado a un duelo en los jardines del Palacio Real —ante toda la nobleza asomada a las ventanas— a Bussi d’Amboise y dos de sus compañeros para demostrar hasta qué punto despreciaba los edictos del cardenal. Por este delito había sido ejecutado en la plaza de la Grève.
La hija de François de Montmorency había venido aquella noche para presentarle a la señora de Rambouillet a su joven hermano[14] de dieciséis años, que se presentaba así en sociedad.
Cerca de Angélique estaba Marthe du Vigeant, el amor no correspondido del duque de Enghien, así como Julie d’Angennes, la hija de la marquesa. Algo más lejos, Louis vio a Marguerite de Rohan, la hija del difunto duque Henry, el capitán de los protestantes en La Rochelle y en Ales. La joven era conocida tanto por su belleza como por su virtud.
Todas estas jóvenes beldades llevaban los cuerpos de sus vestidos acuchillados forrados de raso o de damasco con bordados y adornos de plata. Las faldas de sus vestidos estaban adornadas con borlas de oro y profusión de encajes. Excesivamente maquilladas, con los labios pintados, todas tenían el rostro cubierto de albayalde y los ojos pintados con una gruesa raya negra.
Tras intercambiar unas palabras de cortesía con Julie d’Angennes, Louis dejó el enjambre de jóvenes para dirigirse a la cámara azul.
Saludó al señor de Rambouillet y al marqués de Montauzier, siempre juntos y rodeados por algunos sabios sobriamente vestidos. Detrás de ellos, un grupo de escritores mariposeaban alrededor de Chapelain. Vestido miserablemente, el hijo del notario, como de costumbre, hizo que no lo conocía. Louis le recordaba demasiado su condición de escribano.
Chapelain estaba charlando con Ménage y el elegante abad de la Rivière, amigo y consejero oculto de Monseñor, el hermano del rey. Se callaron cuando Louis pasó a su lado.
De repente, un grupo ruidoso y descarado trastornó a los asistentes: era la pandilla de los petimetres, con Luis de Borbón, duque de Enghien, a la cabeza.
Louis se apartó enseguida y bajó los ojos para evitar que su mirada se cruzase con el repelente rostro del príncipe, su nariz aguileña, su mandíbula descarnada y su débil barbilla.
Cuando pasó a su lado, lo saludó con una reverencia, que Enghien, al que le gustaba irritar a la gente, ignoró.
Escuchaba, desdeñoso y huraño, lo que le murmuraba al oído el marqués d’Andelot, Gaspard de Coligny, uno de los hijos del mariscal de Châtillon. ¿De qué hablarían? ¡Misterio! Tal vez preparaban el rapto de Angélique de Montmorency que iban a realizar unos meses más tarde y que acabaría con la boda de los dos amantes. Pero tal vez hablaban de otra cosa… ¡circulaba el rumor de que Andelot era el valido del duque!
En todo caso, Enghien parecía indiferente al discurso de su amigo; su delgado rostro permanecía impenetrable.
Louis, como todo el mundo, sabía que el nieto de San Luis se sentía mortificado por el vergonzoso matrimonio que había tenido que aceptar, por orden de Richelieu, con Claire-Clémence de Brézé, una sobrina plebeya del cardenal, una adolescente enclenque y fea, que todo el mundo consideraba tonta, y que estaba locamente enamorado de Marthe du Vigeant, la amiga de su hermana y de Julie d’Angennes.
Aquella boda constituía una deshonra para este joven orgulloso que había sido educado para ser el futuro rey. Su libro de cabecera eran Los Comentarios de César, que leía en latín. Decían que también era capaz de dominar cualquier tratado de matemáticas o de filosofía. Se escribía con sabios y filósofos de toda Europa y sólo le faltaba la gloria de convertirse en un gran general.
Pero Louis sabía también por Julie de Vivonne que, si el joven duque era a veces encantador, alegre y familiar, era mucho más frecuentemente seco, violento y cruel. Enghien era un hombre complejo y torturado. Peligroso por ser libertino y ateo, no creía ni en Dios ni en el Demonio, y se consideraba por encima de la moral de los hombres. ¡No en vano lo odiaba tanta gente en la Corte!
Al joven príncipe lo seguían sus amigos, que trataban de rodearlo y adularlo. Los más cercanos eran Charles-Amédée de Saboya, duque de Nemours, y el marqués de Pisany, el hijo contrahecho de la señora de Rambouillet. Ambos se detuvieron unos segundos para saludar a Louis amistosamente.
Maurice de Coligny, el hermano de Gaspard, se unió a ellos. Le hubiera gustado de veras saber cómo este Fronsac, del que decían que era un vulgar notario, había sido ennoblecido por una acción de la que nadie sabía nada en la Corte. Pero delante de él, Louis y Pisany sólo hablaron de banalidades.
Henry Chabot se abrió paso entre unos y otros para acercarse al duque. El señor de Sainte-Aulaye, el hijo menor de una familia sin fortuna, había decidido desde hacía unos meses unirse a la de Enghien.
—Amigos míos —gritó al grupo—, para alegrar a nuestro príncipe os propongo que bailemos una chabotte con las damas.
En efecto, él era el inventor de ese baile —¡que constituía su única gloria!— con el que esperaba seducir a Marguerite de Rohan y obtener así un título de duque y par de Francia[15].
Pero Enghien no tenía ganas de bailar. Ignoró a Chabot con una ofensiva expresión de aburrimiento y dejó a Andelot para alejarse con Amaury de Goyon, marqués de la Moussaie, su ayuda de campo y del que se rumoreaba que también era su amante.
Pero ¡eran tantas las maledicencias que lanzaban sobre el duque! ¡Decían incluso que se acostaba con su hermana!
La pandilla de los petimetres se alejó por fin y Louis dio un suspiro de alivio. Con su pobre vestimenta se sentía ridículo ante esos jubones bordados de oro, las medias multicolores bordadas, las camisas de seda anudadas con lacayos con hilos de plata y los lazzarines[16] con vuelta de encaje.
Siguiendo a su pesar al grupo de petimetres, vio a Pisany, que se giró y le hizo una seña discreta indicándole que se reuniría con él más tarde. Louis se emocionó. Sabía que el hijo de la marquesa lo alababa en el seno de la Corneta Blanca, como se denominaba a la alta aristocracia de los amigos del duque, desvelando a todos que Louis Fronsac no sólo había desafiado a Richelieu, sino que había conseguido algo todavía más extraordinario: lo había vencido.
Louis volvió a pasear por la cámara azul. En una alcoba donde cuatro músicos interpretaban, al laúd y a la viola, una obra de Antoine Boesset, superintendente de dos bandas reales, vio algo apartado de los otros al príncipe de Marcillac[17]. Louis sabía que amaba a la hermana de Enghien y no era correspondido. Para ella escribiría en vano estas inflamadas líneas durante la Fronda.
¡Por vos, he hecho la guerra a los reyes, y se la hubiera hecho a los dioses!
Marcillac no era un íntimo de Enghien, sino más bien un fiel de la reina. Su reputación era la de ser un hombre de acción, no un hombre de honor. Sus dudas, salvo en el combate, eran célebres. El cardenal de Retz escribiría de él más tarde:
El señor de La Rochefoucauld es un hombre que se debate en la duda permanentemente, nunca fue guerrero, pese a que fue buen soldado; nunca fue buen cortesano, pese a que siempre tuvo la intención de serlo; nunca fue un buen hombre de partido, a pesar de que toda su vida estuvo comprometido.
Aunque Louis conocía a Marcillac de vista, éste no lo conocía a él, porque lo ignoró. Sin embargo, Louis sabía que tenían un punto en común: el príncipe se había casado con una Vivonne, una rica parienta lejana de Julie.
Precisamente ésta acababa de ver a Louis y corría a su encuentro. Lucía un nuevo vestido cuyo «abrigo», es decir, la blusa superior, completamente de raso, estaba alzada por los bordes y atada por cintas bordadas de oro. La parte superior de su traje resaltaba las mangas cortas abullonadas y un profundo escote de barco adornado con una ancha cinta, que sorprendió a Louis.
—El traje es de mi prima —se excusó la joven con cierta coquetería.
Julie d’Angennes, la prima, gastaba sin cuento en ropa, pero rápidamente se deshacía de los trajes que sólo se ponía una vez. ¡Luego los regalaba y se olvidaba de ellos!
Los novios se dirigían a un gabinete apartado cuando Pisany se reunió con ellos. Cogió a ambos de la mano:
—Mi querida prima, y tú, Louis, no os quedéis solos, venid conmigo a escuchar lo que nos cuenta Nemours a propósito de Vincent.
Lo siguieron y se acercaron a la pandilla de petimetres. Nemours les explicaba con una gran seriedad:
—Sabéis, amigos míos, que Vincent Voiture es bastante imprudente —todos asintieron con aire entendido o burlón—, de modo que, cuando tiene un apretón, se le mete en la cabeza ir a casa de un burgués de la calle Saint-Honoré, al que honra así con sus visitas. Le pide al mayordomo que le abra la puerta y éste lo hace. De modo que el burgués se encuentra en muchas ocasiones a un desconocido sentado en su retrete. Incapaz de prohibirle la entrada a nuestro amigo, mandó colocar una cerradura en su cuarto de baño.
Estallaron las risas, pero Nemours prosiguió imperturbable:
—Al descubrir la cerradura, ¡Voiture defecó delante de su puerta y en sus tapices de seda!
Todo el mundo se echó a reír a carcajadas. Sólo Enghien mantuvo un aspecto serio, teñido sin embargo de perplejidad. Cuando las risas hubieron cesado, el duque intervino, con un tono que no ocultaba su hilaridad.
—¡Menos mal! —exclamó con los brazos cruzados en el pecho—, ¡si Voiture fuese de nuestra condición, no habría quien lo aguantase!
De modo que Nemours, por fin, había conseguido hacer sonreír al joven duque y todos lo felicitaron.
Voiture, que se hallaba precisamente a su espalda, los escuchaba sonriendo beatíficamente.
Sentados cerca del fuego —perdón, del asiento de Vulcano, como se decía en los salones—, el poeta había abandonado a su tropa de admiradoras y, con un descaro increíble, se había quitado las medias y los zuecos para calentar sus queridos sufridores (¡los pies!) en el hogar.
Louis se acercó a él conteniendo con dificultad la risa:
—Tienes mucho éxito, amigo mío —se burló—. Y no sólo gracias a tus poesías.
El poeta lo examinó con aire grave. Era de pequeña estatura, muy coqueto y elegante, y todos los días dedicaba varias horas a su arreglo personal.
—No los escuches, Louis —respondió con un deje de tristeza simulado—, creo que todos están celosos de mí. Tras la muerte del cardenal soy un hombre libre y no tengo que ir a la Academia[18]. Por fin puedo escribir como quiera. Comprendo perfectamente que estén rabiosos, ya que no tienen ni mi talento ni mi belleza…
El poeta se interrumpió bruscamente cuando vio al marqués de Montauzier acercarse a ellos. Los dos hombres se odiaban, compartían un amor sin límites hacia Julie d’Angennes, la princesa Julie, como la llamaba Voiture.
Para evitar un incidente, Louis se despidió del poeta con un gesto afectuoso y fue al encuentro de Montauzier, apartándolo de la chimenea.
Julie ya lo había precedido.
—Caballero —explicó el marqués cogiéndolo afectuosamente del brazo, acaban de abrir un nuevo teatro en nuestra ciudad. Julie me ha propuesto que vayamos allí. ¿Os gustaría acompañarnos?
—Con mucho gusto… ¿En enero?
—Sí. En enero estaría bien. Todavía estoy en París en ese momento, pero no más tarde, porque después debo incorporarme a mi gobierno de Alsacia. Vos sabéis que los españoles están en las fronteras y se espera la reanudación de la guerra en primavera…
A continuación hablaron los tres de teatro, luego de matemáticas, el tema común preferido de Louis y el marqués.
Montauzier, aunque muy joven, formaba parte de la élite científica de Francia, una condición muy rara entre la nobleza. En cuanto a Julie y Louis, sin ser tan sabios como él, ambos tenían sólidos estudios y podían comprender, incluso participar, en muchas de las sesudas controversias que tenían lugar en los salones.
A menudo eran interrumpidos en su discusión por murmullos y gritos que provenían de su derecha. Así que se volvieron en esa dirección. Un grupo se había formado alrededor de un hombre muy elegante de marcado acento italiano.
—¿Quién es? No lo conozco —preguntó en voz baja Louis a Montauzier.
—Es Giustiniani, el embajador del senado de Venecia. ¡Está muy bien informado de lo que pasa en la Corte! Mirad, vamos a ver qué dice nosotros también… Será ciertamente interesante.
El veneciano, satisfecho de ser el centro de atención, hablaba haciendo muchos aspavientos con los brazos.
—… El cardenal Mazarino se eleva y vuela, tiene todos los favores del rey, así como su confianza y su estima…
Louis vio que el rostro de Enghien, que también se había acercado, permanecía serio. Recordó que, unos meses antes, había surgido un asunto de protocolo entre el italiano y el príncipe de sangre. Y que Richelieu lo había zanjado: un cardenal pasaría siempre por delante de un príncipe de Condé.
Enghien nunca había aceptado esta humillación. Giustiniani seguía:
—Su Majestad goza de una completa y excelente salud. Se halla muy tranquilo; se ha instalado en Saint-Germain, donde trabaja y recibe a sus ministros. Puedo confiaros un secreto: el rey duerme como un niño todas las noches. ¡Se anuncia un nuevo reinado!
»Recientemente ha invitado a monseñor Mazarino a cenar con él, ¡un gran honor!
Se oyeron unos murmullos de reprobación. El rey, de cuarenta y dos años, no era muy amado.
Tuberculoso, atrabiliario, cruel, hipócrita, avaro, celoso y desconfiado, sus defectos llenarían libros. Luis XIII había estado siempre en manos de favoritos o favoritas, cuando no era esclavo del cardenal. Incapaz de expresarse correctamente —¡no en vano le habían puesto el sobrenombre de Luis el Tartamudo!—, sólo era respetado por su sentido del honor y la justicia.
En ese momento de la conversación intervino el príncipe de Marcillac:
—¿Y los que han sufrido la cólera del Gran Sátrapa? Vos, que estáis tan bien informado, ¿podéis decirme qué papel representan en todo esto?
—Escuchad… Os confiaré otro secreto… —Giustiniani hizo una señal con el índice para que el príncipe se aproximase a él.
Todo el mundo se echó a reír.
—Monseñor Mazarino insiste ante el rey, desde hace tres días, para que le conceda la gracia al señor de Tréville para que pueda regresar…
El veneciano añadió en voz más baja y entrecerrando los ojos, como si hablase en una alcoba a un conspirador de la Serenísima:
—… ¡Y esta mañana, la señora de Vendôme y su hijo François de Beaufort han llegado a París! Cuando el rey se enteró, se lo tomó con calma y sólo pidió que regresen a Vendôme. Es demasiado pronto para que vuelvan a la Corte.
»En cambio, Su Majestad prohibió que su hermanastro[19] volviese a Francia, y no creyó en el arrepentimiento del duque de Guisa, escrito en los términos «más conmovedores del mundo…», ¡el portador de la carta del duque ha sido encerrado en la Bastilla!
Esta vez se produjo un considerable murmullo entre los asistentes al oír tan asombrosas noticias: Tréville, capitán de los mosqueteros comprometido en el complot de Cinq-Mars, había intentado asesinar a Richelieu unos meses antes de la muerte del ministro. El capitán había informado de ello a Luis XIII y entonces se decía que el rey se había opuesto al asesinato únicamente por razones religiosas: «Es un cardenal. Seré excomulgado…», había objetado Su Majestad.
Richelieu había tenido conocimiento de la tentativa fracasada y había expulsado a Tréville y a sus cómplices de la Corte. Pero todos sabían que el rey echaba de menos a su fiel capitán. El próximo retorno de Tréville era, pues, más que probable.
Respecto a los Vendôme, la descendencia bastarda de Gabrielle d’Estrés y de Enrique IV, ¡eso era harina de otro costal!
Las relaciones entre los bastardos y el rey —su hijo menor, no lo olvidemos— eran detestables. César y Alexandre, los hijos de Gabrielle —a quien el Viejo Verde había prometido matrimonio—, ya odiaban a Luis XIII cuando eran niños.
Entonces, el futuro rey tildaba a su madre de puta.
Los Vendôme, que se consideraban los herederos legítimos, conspirarían durante todo el reinado, y Alexandre —El Gran Prior del Temple— acabaría sus días en prisión en 1629, después de la conspiración de Chalais.
César, más afortunado, había estado también implicado en 1641, y había tenido que huir a Inglaterra. Nadie lo había echado de menos. César no era amado ni respetado. «Era un hombre malvado, de costumbres licenciosas y conducta laxa», decían de él. Pero era temido tanto por su violencia como por su maldad e hipocresía.
Su hijo mayor, François, duque de Beaufort, afortunadamente no se parecía en nada a su padre. Bueno, valiente, diestro en el oficio de las armas —era el mejor tirador de pistola de Francia—, quería que se le considerase un nuevo Enrique IV y era idolatrado como un dios por el pueblo de París.
Beaufort, ciertamente, hubiera sido un buen rey, pero con una única condición: ¡que cerrase la boca! Porque cuando hablaba, el encanto se rompía y estallaban las carcajadas: educado de cualquier modo, nunca tuvo profesor ni preceptor, Beaufort no sabía expresarse y sólo utilizaba el argot parisino, el único lenguaje que aprendió en los campamentos militares donde había pasado su infancia.
¡Además, se decía que ni él ni su hermano sabían leer!
Pero a Beaufort las burlas le importaban un comino; se consideraba un caballero. En el imaginario popular, deseaba ocupar el lugar del señor conde —el famoso conde de Soissons—, el último héroe, según el abad de Retz, que había muerto desgraciadamente cuando intentaba arrebatar el poder a Luis XIII, el año anterior, a la cabeza de las tropas españolas.
Beaufort, nieto de rey, era también un excelente capitán; había sido el vencedor de Arrás en 1640. Enghien repetía con fatuidad que sólo había desempeñado un papel secundario. Y si su vuelta a la Corte no era más que cuestión de horas, Beaufort podía esperar el primer puesto junto al rey.
Y de este modo, acercarse también al trono.
Todo el mundo lo pensaba oyendo a Giustiniani.
Enghien, pálido y con cara de preocupación, se dio la vuelta, seguido por su hermana.
La maniobra del príncipe no se le había escapado a Fronsac. Él también podía tener razones para preocuparse por la vuelta de los Vendôme. Razones privadas temibles para su familia[20]. Había que seguir escuchando al embajador.
—… Sí, monseñor Mazarino asciende, pero Du Noyers también asciende, el Jesuita Galocha, como le llaman, tiene el apoyo del rey, ¡que no puede trabajar sin él! Du Noyers es, de facto, el primer ministro. Debo decir que tiene el apoyo del confesor del rey, que también es el director espiritual de la reina: el padre Vincent.
El veneciano sonrió con malicia.
—Incluso tengo la impresión de que esto fastidia un poco al señor Chavigny…
»… Pero de ningún modo a monseñor Mazarino, que parece apreciar mucho al señor Du Noyers. ¿Vos comprendéis algo?
—¿Y monseñor? —preguntó alguien.
Louis se volvió hacia el que acababa de hablar: era el abate de la Rivière, el consejero del hermano del rey.
Giustiniani hizo una mueca, dudando si contrariar al poderoso abate.
—El rey está muy resentido con su hermano…
Julie, que había dejado a Louis un momento, volvió a buscarlo y no pudo oír lo siguiente.
—La marquesa desea vernos —le susurró al oído—, creo que quiere presentarte a unas amigas suyas.
Así que Louis la siguió.
Cruzaron la cámara azul y se dirigieron a un pequeño salón apartado, donde la marquesa de Rambouillet, rodeada de algunos íntimos, lo esperaba, con las piernas y los pies embutidos en una gruesa piel de oso para protegerse del frío, porque la salita no estaba caldeada, ya que la marquesa no soportaba las chimeneas.
Louis reconoció cerca de ella a la señora princesa, madre de Enghien y la mejor amiga de la marquesa, todavía tan hermosa como cuando Enrique IV se había enamorado de ella treinta y tres años antes.
Louis conocía bien la historia de Charlotte-Marguerite de Montmorency; su madre se la había contado muchas veces. A los dieciséis años, Charlotte se había casado con el príncipe de Condé; mas perseguida por el Viejo Verde, había tenido que huir a los Países Bajos con su marido. Los esposos habían regresado a Francia hasta que Ravaillac fue ajusticiado.
Pero la desgracia la había perseguido; diez años más tarde, su hermano Henry de Montmorency, duque y par de Francia, primer barón de la Cristiandad, ahijado de Enrique IV y amigo íntimo del rey, se había puesto en contra de Richelieu con el apoyo de Gaston de Orleáns con motivo de un edicto real que se negaba a aplicar en su Estado del Languedoc.
Gobernador del Languedoc, el hermano de Charlotte-Marguerite había sido cogido con las armas en la mano. Juzgado inmediatamente, fue ejecutado ignominiosamente en Toulouse. Su proceso, ordenado por el Gran Sátrapa, había sido instruido por Châteauneuf, el ministro de Justicia de la época[21].
Como anécdota, tenemos que precisar que este mismo Châteauneuf había estado a su vez implicado en una conjura y hacía nueve años que se pudría en prisión. Saber que el hombre que había hecho condenar a su hermano sufría encerrado en un calabozo era una satisfacción para la esposa del príncipe de Condé.
Entre la marquesa y la princesa se sentaba, muy comedida, una hermosa joven de unos dieciséis años. Rubia y de ojos azules, tenía una expresión pudorosa, pero su pronunciado escote con vuelo revelaba un opulento pecho que atraía las miradas masculinas. A su lado había un joven de mirada penetrante.
Cuando la marquesa vio a Louis y a Julie, tomó la palabra:
—Amigos míos, he aquí al caballero Louis Fronsac del que tanto os he hablado. Para mí es el hombre más valioso de París.
—Louis, vos conocéis a la señora princesa, pero a Marie de Rabutin-Chantal, que vive en la Plaza Real, creo que no. Marie fue alumna de Ménage y ahora de Chapelain, que le ha enseñado latín, italiano, castellano, gramática y literatura. Es una mente brillante y una belleza que iluminará este siglo, creedme.
La joven enrojeció mientras la marquesa proseguía:
—Junto a Marie está Gédéon Tallemant des Réaux. Ya os lo advierto, tiene dos graves defectos que a menudo intenta ocultar: es hugonote y banquero. Pero, sobre todo, desconfiad de él, porque lo sabe todo sobre nosotros, lo observa todo y se acuerda de todo. Le gustaría ser el cronista del siglo. Así que, si necesitáis información, o simplemente dinero, ¡id a visitarlo!
Louis se quedó un momento con el grupo. Descubrió que Tallemant y él tenían varios conocidos comunes. En primer lugar, Vincent Voiture, el poeta que curiosamente los había introducido a los dos en el palacio de Rambouillet, pero sobre todo Paul de Gondi, abad de Retz, el sobrino del arzobispo de París. Louis estuvo en el colegio de Clermont con él y Tallemant lo había acompañado a Roma unos años antes. Intercambiaron algunas anécdotas y recuerdos sobre el joven prelado en el que ambos habían adivinado una ambición desmedida.
Marie de Rabutin-Chantal los escuchaba, interviniendo a veces con agudeza y sentido del humor, descubriendo unos dientes de nácar cuando reía a carcajadas. Louis se enteró de que la joven también conocía a Paul de Gondi, de que su padre había muerto cuando tenía un año, y de que había sido su abuelo quien la había educado.
Entre tanto, otras personas se habían acercado porque todos querían hablar con la marquesa de Rambouillet, y Louis tuvo que irse de mala gana.
Cuando se alejaba, Julie, que había advertido la gran impresión que había causado la espléndida Marie en su prometido, le dijo en tono irónico:
—Es una joven excepcional, ¿verdad? Pero, por desgracia, no podrás casarte con ella porque pronto se casará con el marqués de Sévigné, al que puedes ver allí en compañía de Pisany.
Louis sonrió. Le gustaban esas pequeñas indirectas pérfidas que sacaban a la luz los celos de Julie, y no respondió.
* * *
La velada prosiguió con un baile. La marquesa había contratado una orquesta de violines y oboes, como se estilaba en la época, y los que no bailaban, cantaban, por turno, acompañados por la música. La mayoría sólo sabían berrear y chillar, y las canciones, a menudo de su cosecha, provocaban las carcajadas y los gritos de los asistentes.
Otros jugaban a juegos más refinados entonces en boga: anagramas, letrillas o la búsqueda de enigmas en verso.
Sólo Pisany parecía disgustado. Daba vueltas como un tigre enjaulado. En un determinado momento se cruzó con Louis rugiendo y éste lo reprendió. Se explicó con rabia:
—Mi madre ha prohibido los juegos de mesa esta noche, con el pretexto de que Voiture y yo perdemos mucho. Creo que nos vamos a ir los dos a un garito…
Louis y Julie pasaron finalmente el fin de la velada escuchando a un grupo de amigos de Montauzier que discutían acerca de los últimos descubrimientos científicos.
Era un grupo dividido entre los que estaban a favor de la circulación de la sangre y los que estaban en contra. El gran problema del momento era el descubrimiento que había hecho Harvey, el célebre médico inglés, acerca de esa cuestión. Ahora que la teoría se había extendido, e incluso parecía aceptada, los últimos oponentes se manifestaban con una extraña violencia, como antes habían hecho los adversarios de Copérnico o de Galileo.
También hablaron de un magistrado tolosano, matemático aficionado, del que Louis no sabía nada: Louis de Fermat. Un hombre que pronto haría formidables descubrimientos[22].
Esa noche, Louis se quedó en el palacio de Rambouillet con la autorización de la marquesa.
* * *
Habían pasado dos días. Aquella mañana apenas había salido el sol cuando Gaufredi entró en la habitación de Louis para despertarlo:
—¡Esta noche detuvieron al Catador en nuestra calle! —anunció sin miramientos.
Una hora más tarde, Louis se hallaba en el Châtelet. Gaston lo estaba esperando, terriblemente excitado.
—¡Por fin el monstruo atacó a mis agentes! Por suerte, llevaban camisas de malla de acero y no han sido heridos… Efectivamente, todo ha ocurrido en la calle de los Blancs-Manteaux; el hombre, por lo visto, vivía cerca de allí, aunque no se sabe exactamente dónde. Parecía un poco desaliñado y había estado en el sur de Francia. Sólo llevaba en París unos meses. Será interrogado en los próximos días, pero su caso no parece relacionado con el asesinato del pobre Babin du Fontenay. Estoy convencido de que Fontrailles era el organizador del tráfico de armas y de la moneda falsa y que dentro de poco podremos cerrar el expediente del asesinato de Babin.
No pudo darle más información y Louis abandonó el despacho algo decepcionado.
Hasta varias semanas más tarde no tendrían asombrosas noticias del Catador.