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Lunes, 15 de diciembre de 1642

Como muchas viviendas de la época, el apartamento de Louis Fronsac era minúsculo. La exigüidad de las casas —y la incomodidad que suponía— era uno de los sinsabores que compartía casi toda la población. Así no era raro que una familia entera ocupase una sola habitación en la que los jergones no tenían cortinas y los utensilios de cocina estaban mezclados con las bacinillas[11].

Louis Fronsac era, sin embargo, más afortunado. En su casa la pieza principal hacía de salón, de gabinete de trabajo, de cocina y de comedor. Esta sala de varios usos estaba amueblada con una mesa, seis sillas y, en una de las paredes, un tapiz con un paisaje campestre. La chimenea y la leñera se hallaban al mismo lado que la puerta de entrada. Para la estación fría, como la leñera era muy pequeña, una pila de leña se amontonaba en un rincón de la pieza. La ropa blanca estaba guardada en un gran armario de nogal con dos puertas, y un baúl hondo contenía papeles y armas.

También, como se puede uno imaginar con esta breve descripción, quedaba algo de sitio para moverse.

Frente a la puerta de entrada se hallaba la habitación de Louis, de la que acababa de salir precisamente; una pieza estrecha, muy larga, de apenas una toesa de ancho.

Estaba amueblada con una única cama con cortina, de columnatas, con un colchón de plumas y un edredón. Contra un rincón, una minúscula mesa hacía de tocador donde colocaba las cajas de peines y los lazos. Por fin, al fondo había un viejo baúl y algunos escabeles. Las paredes eran blancas y únicamente un espejo de Venecia dorado con dos velas decoraba esta habitación. Por suerte, como en la otra pieza, el piso de roble, ennegrecido y deformado por la pátina del tiempo, armonizaba elegantemente con el techo.

Finalmente, en el cuarto donde vivía se abría un pasaje que daba a un cuartucho —casi un armario— donde dormía Nicolas, el criado que se ocupaba del gobierno de la casa, de la comida y de ir a buscar leña y agua.

Gaufredi, creo que ya lo hemos dicho, ocupaba otro cuartucho en el desván, encima del apartamento del segundo piso, donde vivía también en un reducido espacio un inspector de vinos con su familia.

Daban las seis en el campanario de la iglesia de los Blancs-Manteaux en el momento en que Nicolas, a punto de retirar la mesa del desayuno, que consistía como todas las mañanas en carnes asadas frías, mermelada, sopa y panecillos de Gonesse, vio salir a su amo de la habitación.

Louis llevaba las calzas marrones y un jubón de terciopelo negro de Flandes con las mangas acuchilladas —es decir, abiertas y dejando la camisa a la vista.

En la mesa, cerca de la cama, Nicolas vio la bacía que su amo acababa de utilizar, así como los barreños y cántaros de agua que había llenado la víspera.

Disponía allí también de ungüentos, toallas y todo lo necesario para su aseo, peines y brochas. Dejó instalarse a Louis y se dirigió hacia la habitación para vaciar el agua sucia.

Louis se lavó somera pero completamente. Esto era poco frecuente en una época en la que, siendo el agua escasa, se practicaba sobre todo el aseo seco, que consistía únicamente en frotarse con una tela. Esta regla de limpieza —adquirida en su infancia para luchar contra la propagación de piojos— traía a mal traer al criado porque suponía un exceso de trabajo e, in petto, maldecía a la señora Fronsac, ¡una mujer que no creía en los riesgos provocados por la porosidad de la epidermis! Sin embargo, ¿quién podía ignorar que era la porosidad la que, dejando pasar el agua, traía la peste? En cuanto a los piojos, ¡se podía convivir perfectamente con ellos!

Para Nicolas y sus padres, y también para la mayoría de la gente acomodada, perfumes y ungüentos eran suficientes para tapar la suciedad y los olores. Una limpieza completa era inútil, incluso peligrosa. Y todos aprobaban que el pequeño Luis XIII no hubiese tomado su primer baño hasta los siete años.

Si Louis estaba dispuesto a desafiar así el frío desde las seis de la mañana, es porque la jornada de trabajo empezaba siempre muy temprano en esa época. Los habituales de Palacio: magistrados, abogados, procuradores y litigantes, llegaban en general con las primeras luces del alba. Para ciertos oficiales, su presencia era incluso obligatoria desde las cinco de la mañana. Era en particular el caso de Gaston, y Louis tenía prisa por encontrarlo, porque desde que había recibido su breve mensaje no hacía más que preguntarse: ¿qué querrá?

Tomando rápidamente su colación, se dirigió a Nicolas, que estaba a punto de vaciar los orinales y las aguas fecales por la ventana gritando alegremente: «¡Agua va!», para advertir a los transeúntes, pero en realidad para burlarse de ellos.

—Nicolas, espero que no sigas intentando manchar a nuestros vecinos con el contenido de los orinales. —Louis ya había tenido problemas porque a Nicolas le gustaba mucho divertirse de ese modo—. ¡Ya puedes ir preparándote si recibo nuevas quejas!

»Acabo el desayuno y salgo hacia el Grand-Châtelet, tú vete a la calle de los Quatre-Fils y dile a mi padre que no lo veré antes de esta noche, y tal vez en todo el día. No sé qué es lo que Gaston quiere de mí, pero puede que esté todo el día ocupado con él.

Nada más acabarse la sopa, se calzó sus botas bajas de vuelta, luego se puso el sombrero de castor de torzal —muy usado, pero todavía en buen estado— que le tendió Nicolas, que había terminado de regar a los transeúntes. Por fin, Louis se envolvió en una gruesa capa de lana. Después de haber verificado por última vez que sus cintas negras estaban correctamente anudadas a los puños, bajó la escalera corriendo y se dirigió hacia la Grande Nonnain, la posada donde dejaba su montura. Mandó a un chico del establo, que todavía estaba dormido, que la ensillase y se encaminó hacia el Grand-Châtelet.

A aquella hora la animación comercial acababa de empezar; las calles, todavía oscuras, estaban sobre todo ocupadas por carretas de aprovisionamiento y cargamento de toneles o barricas. Sin embargo, poco a poco surgía la bandada negra de los agentes de justicia que se dirigían a su trabajo. Se reconocían por su traje negro y su mula, a menudo del mismo color. Todos ellos debían estar en sus puestos imperativamente antes del amanecer y era un curioso espectáculo ver a esta multitud sombría moverse suavemente, casi en completa oscuridad, en dirección del Palacio de Justicia.

A medida que se acercaba al centro de la ciudad y al Louvre, Louis avanzaba cada vez más lentamente, porque el ejército de mulas y de hombres de leyes era cada vez más nutrido.

Ahora había que evitar otros carruajes, pero también los puestos de los comerciantes que se instalaban en la calzada, fuera de los límites en los que estaban autorizados.

Al acercarse al Grand-Châtelet las calles formadas por casas de adobe eran todavía más estrechas y estaban llenas de mendigos, ganchos, ladrones de capas y mujeres desvergonzadas; todos muy espabilados y dispuestos a poner manos a la obra: robar al curioso distraído.

A partir de ahí, el caminante tenía que andar con mil ojos si no quería ser desvalijado o agredido. Pero era muy difícil ver al truhán entre el bullicio de los mozos de cuerda, los aguadores, los descargadores o los buscavidas que alquilaban su fuerza en los muelles.

A veces, en este dédalo infernal, alguien de importancia o de calidad trataba de abrirse paso con un numeroso séquito de gentileshombres, pajes o mayordomos. Entonces, el amontonamiento se volvía inextricable porque los curiosos y los mirones, ya numerosos pese a hora tan temprana, no dudaban en permanecer inmóviles para poder divertirse con algo de tan poco interés.

Durante tales espectáculos las bolsas cambiaban de bolsillos y las joyas abandonaban a sus propietarias. Los gritos de las víctimas resonaban entonces y tapaban los aullidos o los chillidos de los tenderos, los limpiabotas o los vendedores ambulantes.

Como todos los lunes, se celebraba la feria del Espíritu Santo en la plaza de la Grève, una gran ropavejería donde lacayos y criados intentaban revender gorros, sábanas o casaquillas robadas a sus dueños. Louis azuzó su montura para cruzar rápidamente la plaza sin ser importunado por los pillos y los ropavejeros.

Finalmente, gracias a Dios, a su agilidad y a su cuidado, Louis llegó sin tropiezo al Châtelet, donde, después de haber dejado su caballo en la cuadra interior, se dirigió rápidamente al despacho de Gaston.

* * *

—¡Ah, por fin has llegado! Hace más de una hora que te espero —le reprochó el joven comisario, sentado en su mesa ante una pila de expedientes mal iluminados por dos velas.

—Es cierto, reconozco que me he retrasado un poco… Ya han dado las seis y media en el reloj de Saint-Germain-l’Auxerrois —admitió Louis con tono contrito, simulando excusarse—. ¿Debo ponerme a trabajar inmediatamente? —preguntó, sin dejar el tono de burla y sin quitarse la capa porque hacía mucho frío en la vieja torre helada.

—No vas a creértelo —replicó su amigo con sequedad—. He examinado cuidadosamente todos los asuntos que llevaba Babin du Fontenay. En mi opinión, sólo tres investigaciones podían ser tan importantes como para que alguien quisiera impedir que las terminase. Me ocuparé de dos que parecen competer realmente a la policía. Pensaba confiarte la tercera porque implica a gente de leyes y tú conoces mucho mejor ese medio que yo. Pero como la mayoría de ellos dejan de trabajar a mediodía, no disponemos de demasiado tiempo…

—Bien, dame alguna información más —pidió Louis, esta vez serio.

Gaston se inclinó sobre sus notas.

—Los dos casos de los que me voy a ocupar conciernen en primer lugar a una operación de falsificación de moneda que Babin había descubierto. Se trata de escudos de plata fabricados con una pintura plateada de tan buena calidad que era difícil reparar en el fraude. Fue un prisionero, interrogado por otro delito, quien confesó haber puesto en circulación esas piezas. No sé más, el bribón está encerrado en la Bastilla y voy a interrogarlo esta mañana.

Gaston hizo una corta pausa y miró fijamente a su amigo. Añadió entonces en tono de confidencia:

—La vuelta del Catador será la segunda causa a la que me voy a dedicar.

—¿De qué se trata? —El interés de Louis se había despertado ante el curioso nombre—. ¿Quién es ese Catador? ¿Una de tus historias burlescas?

Gaston hizo un mohín de preocupación para recriminar la hilaridad que producía el nombre a su compañero de colegio y le explicó doctamente:

—El Catador ha actuado durante treinta años antes de ser finalmente detenido, torturado y ejecutado. El bribón, ocultándose bajo un inmenso sombrero, por la tarde o por la noche, atacaba a las mujeres, robándoles todas sus joyas, pero aprovechando también para tocarlas y marcarlas por todo el cuerpo, principalmente en el pecho y la garganta, con guanteletes de hierro muy afilados. «El daño que hacía era inimaginable», está escrito en el expediente[12].

Señaló un voluminoso documento lleno de hojas amarillentas que descansaba sobre la mesa y prosiguió:

—Hace mucho tiempo sembró el terror en París, porque dejaba a las personas que agredía terriblemente malheridas. Con los senos marcados o desgarrados, las mujeres no se atrevían a quejarse. Parece que un nuevo Catador ha aparecido varias noches cerca de la calle Saint-Avoye y alrededores, pero mi única pista son los escasos testigos de las víctimas que han declarado. Muchas otras, avergonzadas y mortificadas, no se han dado a conocer.

Frunció las cejas en señal de inquietud:

—Este nuevo Catador es algo diferente del antiguo —el tono de Gaston era ahora de franca perplejidad—, pues no ha dudado en dos ocasiones en matar a sus víctimas estrangulándolas, mientras que su predecesor no lo había hecho nunca; se limitaba a hacerlas aullar.

—Es una historia espantosa —reconoció Louis estremeciéndose—. Pero ¿qué papel desempeño yo en este asunto?

—Ahora te lo digo. Babin también investigaba —éste es el tercer caso— un envenenamiento. La posible víctima era un tal Cléophas Daquin, ujier de Palacio. Pero sólo tengo esa información. Así que te toca a ti investigar. Tienes que informarte sobre ese Daquin.

—Es poco lo que tengo —replicó Louis, que pensaba todavía en el Catador—, por suerte para ti tengo algunos amigos en Palacio.

Cogió el sombrero y los guantes que había dejado en una silla.

—Me voy ahora mismo y te tendré informado.

La investigación que Gaston le pedía a Louis no era algo nuevo para él. Generalmente, cuando los despachos de notario necesitaban información sobre personas, familias e incluso filiaciones, utilizaban agentes a los que pagaban. Pero estos encargados a menudo carecían de competencia, a veces de honestidad y normalmente de rigor.

Por gusto, Louis se había especializado en las investigaciones difíciles y en parte gracias a él el despacho tenía una magnífica reputación. Durante todos los años en los que había trabajado en el despacho de su padre, como notario juramentado ante el Grand-Châtelet, había investigado para las grandes familias del reino, así como para numerosas instituciones de justicia, que confiaban en el despacho de Fronsac los asuntos delicados o complicados.

Gaston cogió también su capa.

—Te acompaño —le dijo—. Voy a la Bastilla.

En el patio, Luis desató su caballo, montó y salió del Châtelet por la puerta de atrás, en dirección al Valle de la miseria, mientras Gaston subía a su carruaje.

* * *

La parte trasera del Grand-Châtelet, hasta el Sena, era conocida en efecto como el Valle de la miseria. Se trataba de un grupo de casas sucias, un entramado de callejuelas oscuras, fétidas e inquietantes, donde malvivía una población de necesitados, repelente y temible.

Pero Louis no entró en el valle propiamente dicho. Ninguna persona sensata lo habría hecho sin tener poderosas razones para ello. Cabalgó directamente sobre el puente de los Molineros, que debía conducirlo al centro de la ciudad.

En la otra orilla pasó por delante de la antigua prisión siguiendo una calle atestada de hombres de traje negro —muchos cubiertos de lodo—, mulas, sillas con porteadores y carruajes, para desembocar finalmente ante el Palacio, llamado también el Parlamento.

Fue Felipe el Hermoso el creador de esta institución. En efecto, el susodicho había dividido su Consejo en tres partes: el Gran Consejo para la política real, el Parlamento para los asuntos judiciales y la Cámara de Cuentas para los asuntos financieros.

Progresivamente, la gran nobleza, demasiado poderosa, había sido apartada del Parlamento y de la Cámara de Cuentas. De modo que era la burguesía, más maleable y sobre todo más competente, la que gobernaba estas dos instituciones.

Poco a poco el Parlamento había adquirido importancia para convertirse en una de las principales —pero no la única— instituciones judiciales del reino. En efecto, otros parlamentos existían en otras regiones, las provincias que se habían reservado el derecho de votar sus impuestos. El Parlamento de París quedaba como una especie de corte de apelación suprema.

La complejidad de las leyes, las costumbres y las jurisprudencias locales o nacionales era tal que los magistrados de París se habían acostumbrado no sólo a juzgar sino también a aceptar los nuevos textos, ordenanzas y decretos reales para evitar que se contradijesen.

Así, cuando una nueva ley real era considerada válida, la anotaban en un registro. Se decía entonces que la registraban.

Con los años, se consiguió que mientras una decisión real no fuese registrada, no tenía carácter de ley.

Este rumbo dio enseguida un formidable poder a la burguesía judicial, y como las palabras llevaban aparejadas las atribuciones, el Parlamento había decidido progresivamente que era el representante del pueblo y aseguraba la permanencia de los Estados Generales. Se arrogó, pues, el derecho a amonestar al rey, e incluso juzgar su política.

* * *

Sobre el derecho de amonestación, Luis XIII había recordado a los magistrados de París el año anterior que no disponían de él en modo alguno. Porque era el rey quien dictaba la ley, y el trono real, vacío pero siempre presente en Palacio, estaba allí para que nadie olvidase que Su Majestad por derecho divino podía juzgar en su Palacio y que la justicia se dictaba en su nombre.

En calidad de depositario del poder real, el Palacio era uno de los más bellos y más grandes monumentos de la ciudad. Las cámaras de justicia, en particular la Gran Cámara, eran inmensas y estaban suntuosamente decoradas. La fachada del edificio, rodeada por la gran galería a la derecha y la santa capilla a la izquierda, con su escalinata y su pórtico, era majestuosa.

* * *

Después de haber entrado en el patio de Palacio, el patio de Mayo, y de haber atado el caballo a una argolla, Louis subió rápidamente los escalones de la escalinata para dirigirse a la gran galería, la inmensa sala de arquitectura imponente que había sido reconstruida unos años antes por Salomon de Brosse tras un terrible incendio. En este lugar, siempre lleno de gente, es donde el notario esperaba encontrar a su informador.

Las dos bóvedas centrales de la galería, separadas por enormes columnas, eran tan altas como las de una catedral. La iluminación —muy mediocre— se limitaba en los extremos a una especie de cristalera. Un tropel de hombres de toga, pero también litigantes, y sobre todo curiosos se dirigían allí ruidosamente.

A la galería se accedía por un ancho pasillo, la galería Mercera, donde estaban instalados de manera estable un montón de comercios de mercería.

El Palacio era también un inmenso mercado donde se encontraban principalmente dos clases de tiendas: mercerías y librerías.

Los despachos de pasamanería y mercería constituían la primera y principal actividad de los puestos. No dejaba de resultar curioso, porque los magistrados y los oficiales tenían la obligación de ir vestidos siempre de negro, incluso en su vida privada. En Palacio debían llevar toga negra cerrada; en sus casas, un simple traje con cuello les estaba permitido; en el exterior debían llevar capa negra.

Era una autorización real que databa de 1406 la que había acordado la apertura de las tiendas encargadas únicamente de vender togas y birretes de magistrado. Pero poco a poco los comercios de mercería se habían especializado en el bello sexo, las mujeres, hijas o amantes de los hombres de leyes y juristas. Además, muchas mercerías se dedicaban a vender joyas y orfebrería e incluso abanicos y pantuflas, hasta el punto de asegurarse que una pantufla de calidad sólo podía venir de Palacio.

En fin, que la gran galería se había convertido al mismo tiempo en un mercado de lujo, agradable, protegido de la intemperie, y un lugar de paseo y de encuentro para los ociosos. Se galanteaba, se exhibían los modelitos, se divulgaban rumores y se propagaban secretos imaginarios.

Racine había escrito:

Todos los encantos de la gracia y la belleza

se presentan a nuestros ojos en esta galería.

Y además las guapas merceras tenían fama de ser algo salvajes, lo que atraía la presencia de jóvenes desocupados que sólo iban a Palacio para verlas, cambiar miraditas y tratar de seducirlas.

Por todas estas consideraciones, el comercio de mercería, que ocupaba inicialmente la única galería Mercera, se había extendido por las alas transversales. De este modo hacía competencia al otro negocio, también instalado desde antiguo en Palacio: la librería.

Al principio se trataba únicamente de libros de derecho. Pero desde que numerosos libreros y editores, como Pierre Rocolet con su establecimiento Aux armes de la Ville, Guillaume Loyson con el letrero de Nom de Jesus, y muchos otros, se habían instalado en la gran galería, se vendían allí toda clase de obras.

Louis, más ducho en libros que en artículos femeninos, se dirigió a las librerías. Allí había una docena de puestos en medio de los cuales buscó uno que conocía. De repente, su mirada reparó en una joven morena de unos veinte años, ataviada con un sencillo vestido azul oscuro con falda más clara y una basquiña de tela blanca. Estaba peinada con un moño muy tirante. Tenía un rostro anguloso y poco agraciado, pero curiosamente dulce y fino con una expresión melancólica que la hacía muy atractiva. Louis estaba seguro de conocerla, pero no conseguía dar nombre a esa cara.

Examinó el letrero del puesto. Era el Écu de France, la librería de Antoine Sommerville. Entonces la joven le hizo una seña.

Se acercó, algo intrigado por su llamada. Las prostitutas y las cortesanas eran numerosas en Palacio.

—¿No me conocéis, señor? —le preguntó la joven, con una sonrisa burlona.

—A decir verdad, señorita… —farfulló embarazado.

—Soy la hija de Morgue Belleville —le anunció, con un tono a la vez seco y triste.

Louis se acordó y de repente se sintió incómodo.

Morgue Belleville era un librero que había conocido el año pasado y al que había —justamente— acusado de robo. El susodicho había actuado como intermediario en la venta de una biblioteca entre el duque de Vendôme y el mariscal de Bassompierre, actualmente prisionero en la Bastilla. Como Belleville no había sido pagado por sus servicios, se había servido directamente en la lujosa biblioteca del duque[13].

Louis lo había obligado a devolver los libros robados pero también le había aconsejado un abogado para perseguir a Vendôme. Pero el duque fue quien encontró al librero ladrón. Lo había mandado torturar y finalmente asesinar. Ciertamente, aun siendo culpable, el pobre hombre no merecía semejante castigo. Por eso, después de su muerte, Louis había jurado ayudar a su hija y luego había olvidado su promesa.

Balbució:

—¡Margot Belleville! Claro que me acuerdo de vos… ¡Dios mío! Estoy terriblemente desolado… avergonzado… tenía pensado venir a veros para tratar de arreglar la deuda que Vendôme tiene con vos y no lo he hecho. Pero os prometo que lo haré… Os lo juro…

El rostro de la hija del librero se ensombreció.

—No es grave, señor. De todos modos, no podríais hacer nada.

Louis echó una ojeada al puesto.

—¿Pero qué hacéis vos aquí, señorita?

—Cuando murió mi padre —respondió Margot tristemente— no tenía medios para vivir. Uno de sus amigos libreros, Antoine Sommerville, me autorizó a vender nuestros libros en su tienda. Ya casi he terminado. Ahora no sé qué sucederá. Iba a casarme, mi prometido es carpintero, pero no tenemos dinero y él sólo gana veinte sueldos por día de trabajo; así no podemos vivir.

Louis se sintió avergonzado, consternado y casi deshonesto. Debería haberse interesado antes por la huérfana.

—Veré lo que puedo hacer. No me olvidaré de vos, ¿seguís viviendo en la calle Dauphine?

—Sí, de momento…

El rostro de la joven cambió de golpe y de nuevo esbozó una sonrisa pícara, teñida sin embargo con una punta de tristeza.

—Pero vos, ¿qué buscabais? Me dio la impresión de que mirabais a todos los individuos presentes en esta sala. ¿Estáis buscando a alguno? ¿Tal vez a una joven? Mirad, puedo indicaros algunas no muy caras…

—Hum… Efectivamente, busco a alguien, ¡pero no sé a quién! En realidad me gustaría encontrar a una persona que conociese a un ujier de Palacio, Cléofas Daquin.

—Ese nombre no me dice nada. —La joven frunció el ceño sacudiendo la cabeza—. ¿Pero veis ahí abajo el letrero de la librería Le Sacrifice d’Abel? Hay un grueso poste que hace esquina, contra el que se apoya un abogado a la espera de clientes. Ese hombre conoce a todo el mundo. A cambio de unas monedas para la cena os lo indicará de buena gana.

Louis le agradeció la información con una calurosa sonrisa y se dirigió hacia el hombre de ley que le había indicado.

Era delgado y ligeramente cargado de espaldas. La pobreza parecía ser su única posesión. Su ropa negra, manchada y gastadísima, su rostro con los pómulos hundidos y mal afeitados, sus cabellos desgreñados mal cortados y sus manos sucias con las uñas negras dejaban adivinar que sus clientes serían o escasos o pobres, o probablemente ambas cosas.

Louis lo abordó circunspecto.

—Maese, necesito un consejo.

El abogado lo miró, primero sorprendido y luego largamente con un insolente descaro.

—Vos sois Louis Fronsac —declaró al cabo de un instante con aire experto—, exnotario y en la actualidad caballero de San Luis. ¿Qué podéis necesitar de mí?

Louis intentó en vano disimular su estupefacción. Preguntó maquinalmente fingiendo serenidad:

—Antes de nada, maese, ¿cuáles son vuestras tarifas?

El aludido lo consideró de nuevo con una expresión desdeñosa tan poco adecuada a su condición que resultaba cómica.

—Eso depende, señor. Por un litigio o un expediente poco complicado cobro cinco libras al día. Es una tarifa elevada, es cierto, pero me permite seleccionar a mi clientela, que deseo conservar honorable y de calidad. Y luego, tengo mucho trabajo…

—Evidentemente… evidentemente… tenéis razón. Os propongo un escudo de plata de tres libras por darme simplemente una dirección. Busco a la viuda de Cléophas Daquin, un ujier muerto recientemente.

El abogado movió la cabeza con lentitud cerrando los ojos.

—Lo conocía. Era un mal hombre, siempre en la taberna con las sifilíticas y los fulleros de los dados. Su muerte ha librado a la justicia de un ser que la desacreditaba. Su mujer vive con su hermano, que trabaja en el Louvre, en la calle de Petits-Champs. ¿Alguna otra cosa?

Le tendió su mano derecha. Louis, desconcertado por haber conseguido tan rápido lo que buscaba, le dio el escudo prometido. Conocía la calle de los Petits-Champs, ubicada entre la calle Saint-Martin y la calle Beaubourg. Sus habitantes dependían del comisario de la calle Saint-Avoye.

Dio las gracias a su informador, hizo un último gesto a Margot, que no lo había perdido de vista, y salió de la gran galería. Cogió su caballo en el patio de Mayo —había encargado que se lo vigilasen a una banda de arrapiezos a los que dio un sol— y se dirigió al Sena.

Louis subió durante un momento las orillas enlodadas del río para coger el puente de Notre-Dame, bordeado a cada lado por construcciones verdaderamente dispares e irregulares de las que siempre se preguntaba cómo podían mantenerse en pie. Al llegar a la otra orilla subió la calle Saint-Martin. En esta arteria las construcciones eran casi todas de piedra, por lo menos en su base. Los pisos, sin embargo, estaban cubiertos de madera, con los espacios entre las vigas llenos de adobe de cal.

El sol todavía estaba alto pero la calle se hallaba en penumbra por los saledizos que a veces casi unían las dos partes, constituyendo una extraña bóveda incompleta. Por fin desembocó en la calle de los Petits-Champs. Aquella travesía señalaba el emplazamiento de las antiguas fortificaciones de la Edad Media. Más allá se encontraban las parcelas de los hortelanos, de ahí el nombre de la calle.

Louis advirtió que la mayoría de las casas eran nuevas y relucientes. Sabía que desde hacía años este rincón de París se había convertido en el barrio exclusivo de los financieros hugonotes. En la posada La fleur de lys rouge preguntó por la casa de los Daquin. Cléophas era conocido del local, y el tabernero, singularmente amable, pidió a uno de sus ayudantes «que acompañase al gentilhombre».

El ayudante, que sólo era un chiquillo, corrió a toda velocidad delante del caballo y, por un instante, Louis creyó perderlo de vista, pero el niño, satisfecho de su travesura, lo esperaba finalmente al cabo de la calle. Riéndose, le señaló la casa. Louis le dio una blanca y medio sol a cambio de su servicio.

La casa de los Daquin era una vieja construcción estrecha de una sola planta, con un techo muy inclinado. El inmueble podría llamar la atención en aquella calle donde había tantas casas nuevas y tan bonitas. Sin embargo, no era así, porque el edificio era sólido, limpio y francamente lujoso.

Louis llamó a la puerta de roble claveteado, sólida y recién encerada. Al cabo de un buen rato alguien abrió. Era un hombre joven de unos treinta y cinco años, de mirada honesta y leal. Vestido completamente de gris oscuro, con los cabellos cuidados y la mirada firme, desde luego no parecía un criado. ¿Tal vez un amigo o pariente?

—Quiero ver a la señora Daquin —dijo Louis en tono neutro.

—Excusadme, señor, pero ha fallecido un familiar y no puede recibir —replicó el joven.

Mientras hablaba empujó la puerta. Louis la bloqueó con el pie.

—¡Esperad! Vengo por orden del Grand-Châtelet. Me envía el teniente civil, el señor Laffemas.

Ante estas terribles palabras, la puerta se abrió al instante de par en par. El joven se había puesto pálido.

—Seguidme —farfulló. Lo condujo a una pieza con una alcoba al fondo que debía hacer las veces de dormitorio—. Voy a llamar a mi hermana.

Se dio la vuelta y subió una pequeña escalera que Louis no había visto al principio.

Así que es el hermano, pensó Fronsac, el que trabaja en el Louvre. Es curioso lo aterrado que está, se dijo.

La pieza adonde lo habían hecho pasar estaba limpia y los muebles eran de nogal o cerezo; Louis se fijó en la tapicería de seda, el vasar labrado y los dos espejos de Venecia. No pudo seguir con sus observaciones porque la persona por la que había preguntado bajaba.

Anne Daquin era alta, pelirroja, hermosa y entrada en carnes. Pasaba de los cuarenta, pero aparentaba muchos menos gracias a su rostro enérgico y gracioso y su aspecto alegre y benévolo. Unos abundantes tirabuzones dorados le caían con gracia sobre los hombros. Vestida con un sencillo traje negro recogido en los extremos por anchas cintas que dejaban ver una falda de terciopelo más clara, estaba resplandeciente mientras se acercaba lentamente hacia Louis con amabilidad y cortesía. Louis se fijó también en el corsé muy escotado que dejaba ver un busto blanquísimo más realzado que disimulado por un ancho cuello de encaje. La vestimenta de una viuda, ciertamente, pero no de viuda afligida.

—Señor, mi hermano me ha dicho que insistís en verme. Desde la muerte de mi esposo prefiero estar sola, pero haré una excepción con vos.

Ahora que se encontraba cerca de ella, Louis podía oler su perfume. Vio que tenía los ojos enrojecidos. Debía de haber llorado mucho y el hecho de que lo recibiera era muy generoso por su parte.

—Señora, estoy efectivamente desolado por haber insistido. Me llamo Louis Fronsac y soy caballero de San Luis. Lo que me trae hasta aquí es que la muerte de vuestro esposo ha dado lugar a una investigación policial; desgraciadamente, el comisario del barrio que la llevaba ha sido asesinado y yo me ocupo de ella por encargo de un amigo, el comisario de policía que lleva este asunto. Intento conocer mejor los expedientes en los que trabajaba. ¿Podríais facilitarme las circunstancias de la muerte de vuestro esposo?

—¡Mi esposo! —La señora Daquin hizo un ligero gesto, más bien una mueca—. Debéis de estar al tanto de que no era… muy agradable. Bebía, me pegaba y abusaba de mí. Sin embargo, cuando cayó enfermo lo cuidé hasta que se murió…

Dejó de hablar un instante y luego añadió con la mirada perdida:

—No sé por qué… debería estar contenta, y sin embargo estoy afligida. Yo…

Se volvió, y sosteniendo la cabeza entre las manos, se puso a sollozar. Louis no sabía qué hacer. Al cabo de unos instantes, se dio la vuelta enjugándose los ojos con un pañuelo de encaje.

—Excusadme. Creo que, a pesar de todo, todavía lo amo… ¿Qué queréis saber?

—Qué clase de trastornos sufría y de qué murió.

Anne Daquin contuvo los sollozos y, respirando profundamente, respondió:

—Hace tres meses se vio obligado a guardar cama a causa de dolores en el vientre y un fuerte acceso de fiebre. El médico le diagnosticó cólico estomacal. Luego tuvo una ligera mejoría, pero seguía cansado. Apenas comía y vomitaba frecuentemente. A veces, la fiebre desaparecía durante unos días, pero volvía a aparecer con accesos más fuertes. Al cabo de un mes estaba totalmente debilitado y ni siquiera podía levantarse. Adelgazó muchísimo.

De nuevo, la mujer ahogó un sollozo con aquellos terribles recuerdos:

—Pronto no quedó de él más que la piel y los huesos. El médico me dijo que no tenía salvación. Y dos días antes de morir…

Anne hipó y no pudo continuar. Louis le cogió la mano y se la apretó animándola a seguir.

—Por favor, seguid, es importante.

Ella lo miró un instante y luego prosiguió dulcemente:

—… vomitó unos enormes gusanos rojos… El médico nunca había visto nada igual. Después siguió vomitando más gusanos. En efecto, esos horribles bichos lo estaban devorando vivo. Por último, privado de órganos, murió.

Louis retrocedió maquinalmente, petrificado por el abominable relato. Sin embargo, acertó a preguntar:

—Pero ¿por qué hubo una investigación policial?

—Antes de morir, mi esposo pasaba las horas con un compañero de borracheras llamado Picard. Este Picard, un antiguo artillero de marina, les había propuesto a varios de sus compañeros de juerga una pócima infalible para librarse de los que te molestan; la había traído de las islas cuando estaba en la marina. El médico que atendía a mi esposo se enteró de ello y, como esta muerte era al mismo tiempo abominable, repugnante y excepcional, avisó al comisario Du Fontenay. A decir verdad, me dijo que Picard era sospechoso de haberle dado su brebaje a mi marido. Pero no me enteré de nada más. No conozco a Picard y todo lo que sé es que frecuentaba la taberna del Grand Cerf.

Louis sacudió la cabeza maquinalmente. La historia de la hermosa viuda era coherente.

—Bien, desde luego iré a dar una vuelta por allí. ¿Podríais darme también la dirección del médico que atendió a vuestro esposo? Puede serme útil.

Louis se detuvo, dudando un poco en insistir.

—Creo que no tengo más preguntas que haceros. Ahora debo irme. —Dudó un momento y luego le preguntó—: ¿Necesitáis algo?

Esta vez la mujer lo miró con una mezcla de veneración y de gratitud.

—Gracias, señor. Mi hermano vive conmigo y se ocupa de todo lo que necesito.

Añadió con una triste sonrisa, bajando los ojos:

—El médico se llama Guy Renaudot, vive en la calle de la Cristalería.

—Vuestro hermano trabaja, ¿verdad?

—Si, en el Louvre, es empleado de despacho. Me ayuda mucho y no necesito nada. Os lo aseguro.

Louis no insistió. Se dio cuenta entonces de que todavía tenía cogida la mano de la mujer; de hecho, era Anne quien retenía la suya. Se soltó suavemente y ya se iba cuando se le ocurrió una última pregunta.

—Disculpad mi indiscreción, pero… esta casa… Señaló los muebles y la casa. ¿Vuestro marido era rico?

—No —respondió la mujer, sacudiendo la cabeza de un modo adorable—. Esta casa es mía, la heredé de mis padres junto con una confortable renta.

Y añadió suspirando:

—Desgraciadamente, ahora tendré muchos pretendientes…

De nuevo miró afectuosamente a Louis, que dijo con tono desabrido.

—Me alegro por vos. Gracias de nuevo.

Y se fue. Pero una extraña emoción lo turbaba. En la calle se dio cuenta de que había dejado a la mujer de mala gana, que le habría gustado consolarla. Y que ella hubiera aceptado.

Disgustado consigo mismo y con ella, se dirigió a la posada vecina.

Sí, conocían la taberna del Grand Cerf: estaba detrás del ayuntamiento.

—Pero… —hizo una mueca burlona el tabernero—… Es un sitio con mala fama, sucio y frecuentado por un hatajo de crápulas y bandidos. No os aconsejo que vayáis, ¡salvo que os gusten los problemas!

¡Diablos!, se dijo Louis subiendo a su caballo, Gaston me ha enredado en una curiosa aventura.

Desoyendo el consejo del tabernero, se dirigió al tugurio. Estaba acostumbrado a este tipo de investigaciones y no le preocupaba demasiado, aunque había decidido ser prudente.

* * *

El lugar no era como se lo habían descrito. ¡Era mucho peor!

Una parroquia de estudiantes, truhanes, pícaros y mozos de cuerda estaba sentada armando barullo en los bancos que habían conocido tiempos mejores. Camareras, o mejor dicho desvergonzadas con las blusas escotadas hasta la cintura, armaban jaleo en medio de los gritos y los cantos de borrachos. Grupitos más silenciosos jugaban a las cartas o a los dados, sentados en toneles cortados por la mitad.

Nadie prestó atención a Louis, que se dirigió al que parecía ser el patrón. Era un hombrecillo grueso con un delantal de cuero marrón. Los cabellos cortados al cero como un galeote. ¿Tal vez a causa de los piojos? A menos que fuese un antiguo galeote de verdad, porque le faltaba una oreja, o se la habían arrancado, castigo frecuente entre los fugados de la chusma real.

Louis adoptó su aspecto concienzudo de notario escrupuloso dirigiéndose a él.

—Señor… Me ocupo de la herencia de Cléophas Daquin, que frecuentaba vuestra taberna. He encontrado entre sus papeles un reconocimiento de deuda hacia un tal Picard. Me han enviado para pagarla.

El otro lo miró estúpidamente.

—¡Vaya! ¿Daquin entonces tenía dinero?

Luego adoptó un aire taimado y añadió cerrando los ojos, sin disimular su codicia:

—Pero… Daquin tenía también una deuda conmigo… ejem… de treinta sueldos. ¿Vais a pagármela?

Louis movió la cabeza muy serio.

—En cuanto haya pagado a Picard, preparadme una memoria escrita y llevádmela a mi despacho.

El tabernero, que seguramente no sabía escribir, se encogió de hombros comprendiendo que no conseguiría nada.

—¡Ah! Por desgracia, Picard ha desaparecido, señor mío, hace una semana que no lo vemos…

—¿Dónde vive?

El dueño del figón lo miró un instante, con desconfianza, y luego le dio la espalda para subir un tonel.

—¿Sabéis dónde puedo encontrarlo? —insistió Louis.

—Haced la ronda por los garitos y los burdeles de París —le espetó sin darse la vuelta.

Y bajó a la bodega.

Louis comprendió que no sacaría nada más y salió del tugurio.

Lo único que podía hacer era volver al Grand-Châtelet. Gaston podría estar satisfecho de él, porque le llevaba hechos tangibles y el nombre de un criminal. Pero todavía quedaban muchas preguntas sin responder.

Picard había asesinado a Daquin envenenándolo con la pócima que había traído de las islas. Pero ¿por qué? ¿Cuál era el motivo de este crimen?

Luego, Picard había desaparecido. Louis podía comprender los motivos, si la policía lo buscaba. Pero ¿dónde estaba?

Por otra parte, Fontrailles había asesinado al comisario que precisamente investigaba y buscaba a Picard. ¿Por qué razón? ¿Para proteger a Picard?

¿Qué relación había entre el marqués de Fontrailles y el ujier Daquin?

Por otra parte, Fontrailles había tomado prestado un fusil de aire con una orden del Santo Oficio. ¿Esta orden era verdadera o falsa? ¿Tenía alguna relación con España?

Finalmente, después de haberlos dado vuelta y mezclado todos los hechos de los que tenía conocimiento, Louis no veía ningún hilo conductor entre el marqués de Fontrailles, Picard y los Daquin. Tal vez Gaston descubriera algo más, se dijo.

Durante el camino se puso a pensar en la bella Anne Daquin.

Todavía estaba bajo su embrujo. Esa mujer también era un misterio. Tenía la fugaz impresión de que si hubiese sido un poco más galante, la seduciría sin ninguna dificultad. Vivía en una hermosa casa. ¿La habría heredado realmente de sus padres o de otra actividad más relacionada con sus vestidos y sus encantos?

Pensó entonces en Marion de Lorme, tan seductora como Anne. Pero era su oficio.

Se prometió comprobarlo.

En el Châtelet, Louis tuvo que esperar más de una hora a que llegase su amigo. Una vez reunidos en su despacho, el comisario lo escuchó atentamente tomando notas. Sin embargo, cuando habló, resultó evidente que tenía más datos que Louis.

—He interrogado a varias mujeres atacadas por el Catador y todavía vivas —explicó—, pero los testimonios eran confusos e insuficientes. Sin embargo, he podido delimitar con bastante facilidad las calles donde cometía sus sevicias. Voy a vestir con ropa de mujer a una patrulla de veinte arqueros y vigilarán por parejas todas las noches, armados hasta los dientes. Tarde o temprano cogeremos al Catador.

La idea hizo sonreír a Louis.

—No te olvides de coger a hombres imberbes, si no, podría desconfiar, salvo si le gustan las mujeres peludas…

Gaston no hizo caso de la broma y prosiguió, impasible:

—En la Bastilla, mi prisionero no ha dicho nada a pesar de que sabe lo que le espera: los falsificadores de moneda todavía son sumergidos en agua hirviendo, ¡no es un baño muy agradable, te lo aseguro! Tal vez no sepa gran cosa, después de todo. He analizado la situación con Laffemas y hemos acordado que un juez criminal venga a interrogarlo dentro de dos días. Si quieres, puedes asistir al interrogatorio. De momento, la pista de Daquin no me parece muy prometedora. Te aconsejo que la dejes. ¿Por qué iba a estar Fontrailles interesado en el tal Daquin y en su guapa mujer?

Louis no le contestó inmediatamente, luego propuso de un modo conciso:

—Quizás temiese que Daquin descubriese que visitaba con frecuencia su casa.

—¿Qué? ¿Ese monstruo con la belleza que me has descrito? ¡Estás soñando! —exclamó Gaston.

Louis se encogió de hombros. Es cierto que su hipótesis no era muy verosímil. Salvo si la señora Daquin vivía de sus encantos. Pero entonces, su marido no tendría nada que censurarle…

Quedaron en verse de nuevo el miércoles. Louis decidió que mientras tanto sacaría adelante el trabajo atrasado en el despacho.