CAPÍTULO NUEVE

Se hizo un profundo silencio en el que únicamente se oía el largo e incesante gemido del viento. Rudy era consciente de una luz difusa, del olor a sangre y de la fría humedad de la tierra bajo su magullada mejilla. Suspiró y el dolor en la costilla rota le hizo contener el aliento. Trató de moverse, pero no pudo. «¡Al demonio con todo!», pensó, y permaneció inmóvil. Le dolía la cabeza, pero la confusión de los espantosos sueños de la noche anterior había desaparecido. En su cerebro se mezclaban los caballos con los gritos y hasta con el lento y hermoso vuelo de la flecha dibujada contra el oscuro cielo, pero la última imagen clara que conservaba era la de la monstruosa montaña de carne agonizante al precipitarse sobre él enterrándolo vivo. Lenta y cuidadosamente, inspiró dos veces y realizó un examen mental de todo su cuerpo, miembro a miembro, como Ingold le había enseñado.

Primero, estaba vivo, circunstancia que le sorprendió bastante. Le dolía la cabeza y tenía un enorme chichón en una sien. Le dolía la pierna izquierda, pero no más que el día anterior. Por lo demás, hubiera jurado que se había roto alguna costilla más, aunque no podía estar seguro de ello porque era incapaz de mover las manos para comprobarlo. Ésta era la cuestión: no podía mover las manos. Las tenía atadas a la espalda.

Durante unos momentos, se preguntó si los Jinetes Blancos no lo habrían abandonado allí maniatado para ser pasto de las ratas carroñeras, pero le llegó el olor a humo desde el lado opuesto del refugio donde se encontraba y oyó el agudo relinchar de los caballos. Estaba tumbado boca abajo al abrigo de unos arbustos; de eso podía darse cuenta, pero estaba de cara a la pared y todo lo que podía ver era una maraña de ramas sin hojas y una fila de hormigas que se afanaban en sus labores. Se preguntó si estaría solo, pero no quiso mirar por no arriesgarse a llamar la atención.

Decidió escuchar, para lo cual relajó la mente e intentó respirar acompasadamente. Descubrió que le resultaba fácil dejar la mente en blanco después de los días que había pasado solo en el desierto. Todo quedó como diluido menos su sentido del oído. Poco a poco los sonidos se fueron haciendo más audibles: el rumor de la hierba agitada por el viento, el susurro de las hojas secas, el leve crujido de los pies pasando cerca de su refugio y el sedoso siseo del cuchillo al separar el pellejo de la carne, acompañado del cálido olor a sangre. «¿Están desollando el mamut? —Oyó el débil roce de una prenda de vestir y el crujir del cuero cuando el guardián cambió de posición a su espalda—. Así que hay un guardián».

Rudy expandió sus sentidos e intentó registrar con ellos ciegamente la naturaleza y los límites del campamento. Algunos sonidos le resultaron extraños, como el leve ruido de alguien que se afeitaba o el sordo golpeteo de una piedra sobre madera. Sintió más pisadas y el olor a humo y leña de una hoguera. Una ráfaga de viento frío azotó el campamento y llevó hasta él el lejano olor de la ventisca; entonces oyó una especie de seco tintineo que le resultó familiar: era el entrechocar de huesos sacudidos por el viento.

Por alguna razón, aquel sonido le asustó.

Suaves pisadas hollaron la arena. Rudy volvió a oír el casi inaudible crujido del cuero cuando el segundo guardián se puso en pie. Hasta entonces no había oído ninguna voz. «¿Hablarán por señas?», se preguntó; pero sabiendo que el techo de su guarida era demasiado bajo para incorporarse, giró la cabeza con disimulo y vio dos pares de botas a través de la abertura semicircular de su celda; más allá se distinguía el fantasmagórico parpadeo de un pálido fuego. Al otro lado de la hoguera se alzaba un poste mágico adornado con colgantes de espejillos, cuentas y plumas que se agitaban al viento. Parecía un extraño espantapájaros destinado a ahuyentar a las legiones del infierno. Delante del poste, una amazona de largas trenzas pajizas clavaba estacas en el suelo, sin duda para un sacrificio.

Rudy tuvo un mal presagio respecto a la víctima de la ofrenda.

«Mantén la calma —se ordenó a sí mismo, aterrorizado—. Ingold te enseñó un hechizo para escapar y en el campamento funcionó». No obstante, tuvo que intentarlo tres veces antes de sentir que las ligaduras se deslizaban de sus muñecas. También tenía los pies atados, pero era más rápido deshacer los nudos a mano, así que economizó al máximo sus movimientos por temor a que los guardianes notaran algo. Estaba aterrado, pero sabía exactamente lo que tenía que hacer.

Le habían quitado la espada y el cuchillo, la capa y los guantes. Si conseguía acercarse a los caballos sin ser visto, podría quedarse con dos y soltar de estampida al resto. Así tendría una oportunidad de escapar… A caballo quizá consiguiera llegar hasta la cordillera Marítima. Aunque usara un simple hechizo ilusorio, sabía que le resultaría imposible pasar sin ser visto entre el guardián que estaba de pie vigilando la entrada y el siguiente más próximo; la celda era un simple cobertizo de matorrales y ramas secas, abierta al frente y precariamente cerrada por la parte posterior. No oyó nada en las cercanías.

El hechizo ilusorio era sencillo, como todas las ilusiones. «Una chinche del bosque —decidió Rudy—. Inofensiva, negra y pequeña. ¿Quién demonios se va a fijar en una chinche del bosque?». Había practicado muchas ilusiones bajo el examen crítico de Ingold y se había sentido bastante satisfecho de los resultados. Rodearse de una ilusión era sentir contra la piel un viento de frío fuego, una suave y brillante capa de engaño que le hacía aparentar, como tantas cosas en este mundo, algo que no era.

Apartó unos matojos y salió del refugio.

Si no se encontrara de pie en medio del campamento podría haberle pasado éste totalmente inadvertido. Estaba el campamento situado en un llano cubierto de maleza, y los refugios improvisados se confundían con los macizos de arbustos. Desde donde se encontraba él sólo se veía un fuego; pero por el olor supuso que había más, fogatas de maderas que no despedían humo, medio enterradas en agujeros, como los fuegos que solía hacer Ingold. Había Jinetes Blancos a la vista, hombres y mujeres. Éstas le recordaron a Jill. Eran vírgenes guerreras, vestidas y armadas como los hombres, de ojos fríos como los del mercenario más curtido. Todos vestían de la misma manera, con camisolas ceñidas y calzones de piel de lobo o de puma. Su atuendo gris y ocre se confundía con los colores del terreno. Algunos llevaban casacas de piel de lobo o búfalo. Delante de varias chozas vio lanzas clavadas en el suelo, listas para ser empuñadas. Como ya había visto antes, el poste mágico se erguía en el centro del campamento. Un anciano lo estaba decorando como si se tratara de un árbol de Navidad, con tiras de huesos y hierba trenzada, trozos de cristales y flores. A los pies del poste, una mujer afilaba un largo cuchillo de desollar; detrás estaban los caballos, agrupados de tal manera que desde lejos pareciesen una manada de potros salvajes pastando.

Casi a hurtadillas, Rudy, la chinche, comenzó a atravesar el campamento.

Caminaba con lentitud, dentro de los parámetros de la ilusión. Pasó a pocos metros de un guardián que hablaba con una mujer a las puertas de la que había sido su prisión. Ninguno de los dos le vio. El plateado sol había hecho su aparición por primera vez en muchos días, y la sombra que Rudy proyectaba en la tierra era la sombra de un insecto. Los helados vientos del desierto enredaban los colgantes del poste mágico. El Jinete acabó de adornar con plumas el poste y se retiró. Era un hombre mayor, de cabellos tan blancos que parecían azules, y cuyo rostro se asemejaba a un nudo ennegrecido de madera de roble. Rudy se detuvo para cederle el paso.

Pero no pasó.

A Rudy se le heló la sangre. El anciano guerrero miraba al suelo donde se proyectaba la ilusión de la chinche, pero había una nota de desconcierto en su correoso e impasible rostro. Sin apartar los ojos de Rudy, dio uno o dos pasos en dirección a uno de los refugios y les hizo señas a un hombre y a una mujer para que se acercasen.

Un sudor frío cubrió el cuerpo de Rudy. «Vamos, no podéis sospechar de una pequeña e inocente chinche…». Pero, por supuesto, el Halcón de Hielo siempre sospechaba de todos y de todo. Rudy caminó tan deprisa como le fue posible para rodear al anciano, pero los tres jinetes mantuvieron una rápida y silenciosa conversación haciendo signos con los dedos y emitiendo leves susurros; entonces volvieron a obstaculizar el paso a Rudy. «¡Esto no es justo!», pensó Rudy muy nervioso. Miró a su alrededor en busca de algo que pudiera utilizar como arma e hizo un último intento por esquivarlos, pero el anciano guerrero volvió a interponerse en su camino.

El nerviosismo fue lo que perdió a Rudy. La ilusión se desvaneció, y el Jinete de cabellos blancos dio un salto atrás, desconcertado, como si Rudy hubiera salido de la nada. Aquel instante de sorpresa le ofreció a Rudy una oportunidad. Cogió un palo del suelo e hizo aparecer en su punta una bola de fuego blanco, de modo que cuando los Jinetes lo rodearon golpeó al hombre en el rostro con él y, al romper el círculo, emprendió la huida.

El campamento despertó instantáneamente. Delgadas y pálidas figuras parecían salir de la nada tras él. Rudy los esquivó en una asombrosa carrera mientras llegaba hasta sus oídos el suave silbido de una flecha y sentía la mordedura de ésta al rozarle el tobillo, pero consiguió mantener a raya con su flameante palo a los hombres que trataban de capturarlo. El fuego los contenía. Uno de los guardias de los caballos consiguió agarrarle, pero Rudy se revolvió y le propinó una patada en la entrepierna. Cuando se apoderaba de las riendas de un asustado potro, unas manos le asieron el brazo. Él siguió asestando golpes a ciegas con el palo y el círculo se abrió durante un instante. No necesitaba más. Se subió como pudo a la grupa del caballo, dando gracias a Dios porque el animal no era muy grande, y agitó el palo ante los Jinetes que le rodeaban. Vio su oportunidad, tiró de las riendas del caballo en dirección al desierto y lo espoleó con todas sus fuerzas.

Al cabo de diez metros el potro se encabritó y tiró a Rudy sobre los matorrales.

El impacto con el suelo fue increíble. Rudy se quedó sin respiración durante unos instantes y las costillas rotas se le clavaron en el pecho como cuchillos. Trató de ponerse en pie, pero una lanza se clavó a pocos milímetros de él después de atravesar su oscura túnica. El círculo se cerró a su alrededor. La siguiente lanza iba dirigida a su pecho, pero no dio en el blanco. Aunque la habían arrojado desde menos de tres metros de distancia, de repente se desvió y siguió una trayectoria imposible hasta caer cerca de él. Los Jinetes se quedaron petrificados y comenzaron a señalar algo en la lejanía con gritos de espanto.

«Es el fantasma», pensó Rudy con desesperación al tiempo que volvía la cabeza para mirar. Pero sólo vio una oscura silueta que casi se confundía con el viento y el silencio: un viejo vagabundo de ojos feroces que avanzaba hacia el campamento como si le perteneciese. Un Jinete, el que había disparado al ojo del mamut, apuntó su arco cuidadosamente y le lanzó una flecha, que también se desvió antes de llegar a su destino. Rudy casi se echó a llorar de alivio.

Ingold se detuvo junto a Rudy, arrancó la lanza que lo sujetaba al suelo y le tendió la mano huesuda y callosa para ayudarle a levantarse.

—¿En qué te transformaste? —preguntó la familiar voz rasposa y suave.

—¡En una chinche, por Dios santo! —gimió Rudy—. ¿Cómo demonios han podido sospechar de una simple chinche?

Bajo la sombra de la capucha, los ojos de Ingold brillaban con malicia.

—¿Has visto alguna chinche desde que llegaste a este mundo?

Rudy guardó silencio. Ingold continuó:

—No, porque no existen. Lo habrías sabido si hubieras prestado más atención a lo que te rodea. —Ingold miró a los Jinetes Blancos que cerraban el cerco a su alrededor sin dejar de apuntarlos con sus lanzas como si estuvieran acorralando a un oso de las cavernas. Ingold sostenía boca abajo la lanza que había arrancado del suelo, y no hizo el menor movimiento para defenderse.

—Y aunque existieran —continuó Ingold como si estuviesen a solas—, podrías haber utilizado un simple encantamiento de cobertura para ocultarte, abandonar el campamento por la parte de atrás y desaparecer entre los matorrales sin hacer una exhibición de fuegos artificiales como la que has hecho. No necesitabas ningún caballo, Rudy. Pero claro está, ahora, después de ponernos en evidencia, será mejor que pensemos en otra cosa.

El círculo se cerraba sobre ellos. Era un encrespado anillo de puntas de acero y piedra semejante a las fauces de un tiburón. Ingold contempló a los guerreros sin hacer un solo movimiento.

—Lo siento —murmuró Rudy.

—Antes de que todo esto acabe es posible que los dos lo sintamos mucho más —repuso el mago.

Un leve sonido hizo a Ingold mirar a sus espaldas. Varios Jinetes retrocedieron apresuradamente y Rudy sintió la tensión del mago al liberar el deslumbrante poder que, por lo general, escondía detrás de aquella expresión apacible y retraída.

Entonces el círculo se abrió y un alto Jinete avanzó hasta el centro con las manos levantadas para mostrar que no iba armado.

Era musculoso, de unos cuarenta años, con bigotes que le caían hasta las clavículas. Sus cejas parecían las de un lince, y debajo brillaban unos ojos gélidos y ambarinos. El apagado gris oro de sus ropas de piel de puma carecía de todo símbolo de rango; pero sin duda alguna, era el jefe de la partida.

Unos ojos fríos y penetrantes capaces de adivinar el paso de una manada o la proximidad de una tormenta con una simple ojeada a una brizna de hierba, contemplaron a Ingold y a Rudy calmadamente. Cuando por fin habló, lo hizo en lengua wathe con voz áspera y fuerte.

—¿Sois hombres sabios?

Yo soy un hombre sabio —respondió Ingold secamente—. Él no es más que un aprendiz.

Aquellos ojos helados se clavaron un instante en Rudy y perdieron el interés por él casi de inmediato. Rudy sintió que el rostro le ardía y deseó poder desaparecer o volver a convertirse en una chinche y perderse para siempre en el desierto.

—No había otra explicación —dijo el Jinete—. Es raro que Yobshikithos, Flecha Danzarina, yerre un disparo. Pero dicen que a veces es imposible acertar a los hombres sabios. Mi nombre es Zyagarnalhotep, Huella del Viento, jefe del pueblo de las colinas Rugosas, de las tierras de los lagos Blancos.

—Os halláis lejos de vuestra tierra —dijo Ingold con gravedad—. ¿Acaso el mamut ha abandonado las praderas del norte para arrastraros tan lejos al sur?

La voz áspera y fuerte rugió:

—Cabalgamos adonde cabalgamos. Las llanuras y los desiertos nos pertenecen, y no tenemos por qué dar explicaciones a los que viven con los pies hundidos en el barro del río, por sabios que sean. Pero tú —continuó, haciendo un gesto con una mano marcada por una profunda cicatriz—, tú leíste nuestro poste mágico en el camino hace nueve noches, pero no huiste, como suelen hacer los de los Caminos Rectos. ¿Eres tú, acaso, aquel hombre sabio que se hizo famoso en el sur hace muchos años, el Caminante del Desierto, amigo de Ave Blanca y su tribu?

Ingold guardó silencio durante unos instantes, como si el nombre, al igual que las piedras del desierto o las señales de grilletes de sus muñecas, le recordase el sabor de otra vida y de otro Ingold.

—Soy el Caminante del Desierto —dijo por fin—, pero debo decirte, Huella del Viento, que Ave Blanca murió por conocerme.

—Yo era amigo de Ave Blanca —dijo el jefe con voz tranquila—, y los hombres mueren, tanto si te conocen como si no, Caminante del Desierto. —Sus descoloridas pestañas velaban entre sombras el fulgor de sus ojos—. Pero si eres quien dices ser y Ave Blanca me dijo la verdad, me alegro de que mi gente no te haya matado y haya esperado a que viniera yo.

—Ha sido una suerte para ellos no intentarlo —respondió Ingold con cortesía.

Los ojos dorados se enfrentaron a los azules en arrogante desafío, pero al momento la boca del hombretón se curvó en una sonrisa apreciativa.

—Sí —dijo quedamente—. Sí, en verdad eres el mismo Caminante del Desierto que robó los caballos de Ave Blanca…

—¡No hice tal cosa! —protestó Ingold con súbita indignación.

—… y que hizo cierta apuesta en relación a los pájaros cazadores…

—No fui yo.

—¿… y perdió?

—Gané. Y además —continuó Ingold con suavidad—, de eso hace muchos años y por aquel entonces yo era un Caminante del Desierto joven y estúpido.

—¿Y ahora eres lo bastante anciano y sabio para vagar por estos campos en guerra ahora, cuando los espíritus del mal recorren la tierra?

Como si hubiesen sido convocados al pronunciar su nombre, los vientos batieron los cristales y las plumas del poste mágico, la blanca luz del sol parpadeó en el metal y las pequeñas flores rojas trenzadas en los adornos cayeron sobre la hierba como si fueran la sangre de un sacrificio. Los Jinetes se movieron inquietos; una o dos cabezas se volvieron, no hacia el poste sino en dirección a la inmensidad del desierto. Sin embargo, allí no había nada, salvo el viento y el frío.

Ingold se apoyó en la lanza.

—Háblame de esos espíritus del mal —dijo.

Zyagarnalhotep se quedó contemplando en silencio a aquel par de peregrinos harapientos que venían de las tierras de sus enemigos, como si juzgara el valor de cada uno de ellos. Rudy tuvo la desagradable impresión de que aún no habían salido del atolladero.

—Venid —se limitó a decir el jefe—. Comeréis conmigo tú y tu Pequeño Insecto y hablaremos de todo esto.

La choza de Huella del Viento era mayor que las demás, pero, como ellas, estaba perfectamente oculta entre los matorrales. El humo casi imperceptible y un leve olor a carne guisada eran los únicos indicios de una hoguera. Ingold localizó la entrada sin dificultad y abrió el camino hasta la estancia medio excavada en el suelo.

—¿No es arriesgado? —preguntó Rudy lanzando una preocupada mirada hacia atrás, donde los guerreros seguían agrupados hablando en voz baja.

—¿Acaso no lo ha sido todo lo que has hecho durante los últimos cuatro días? —respondió Ingold ásperamente—. Siéntate y deja que te vea la pierna.

La habitación era estrecha y el techo bajo, olía a artemisa molida, a tierra y a madera quemada. Pieles de bisonte y mamut cubrían el suelo. Rudy se acomodó sobre una de ellas mientras Ingold revolvía en los diferentes bolsillos y bolsas que siempre llevaba disimulados entre las ropas.

Otra horrible sospecha asaltó a Rudy.

—¡Eh!

Ingold alzó los ojos.

—No ha sido una prueba, ¿verdad? Es decir, ¿no lo has hecho para ver qué tal me las arreglaba solo?

—No lo ha sido —afirmó el mago secamente mientras comenzaba a quitar las vendas del tobillo y la pierna de Rudy—. Primero, porque aún no estás preparado para someterte a ninguna prueba y una prueba de este tipo sería un asesinato; cuando quiero asesinar a mis ayudantes lo hago deliberadamente y con previo aviso. Segundo, te habría suspendido en el momento en que saliste del campamento y te adentraste en la tormenta sin asegurarte de que yo había desaparecido realmente.

—Sí, pero yo… —Rudy comenzó a asimilar el sentido de lo que el anciano acababa de decir—. ¿Eh?

Ingold lanzó un suspiro y se sentó sobre los talones.

—Es el truco más antiguo del libro, Rudy —explicó con paciencia—. Si quieres separar a dos personas, una de las formas más rápidas de hacerlo consiste en formular un encantamiento de invisibilidad sobre una de ellas sin que la otra se dé cuenta. Tú estabas dormido, ¿no es así? Lo imaginaba. La otra persona se irá sin duda alguna en la dirección opuesta, gritando el nombre de su compañero sin examinar el lugar minuciosamente. Lo habrían conseguido incluso con sólo que nos hubiéramos despistado unos minutos. La tormenta empeoró aún más la situación.

—Pero ¿de quiénes hablas? —Rudy hizo una mueca de dolor mientras Ingold extendía sobre sus heridas a medio cicatrizar una pasta de hierbas machacadas y agua.

El anciano le volvió a mirar y se secó las manos con la punta de su capa remendada.

—Los Seres Oscuros —dijo simplemente—, los mismos, creo, que nos han seguido desde Renweth. No eran muchos, pero sí los suficientes para mantenerme encerrado en una cueva de las márgenes del río hasta el amanecer. Voy a necesitar otra tira de tu capa, Rudy, no tenemos otra cosa con que vendarte.

Rudy obedeció mientras pensaba resignadamente que ya poco importaban unos jirones más o menos. Sabía que debía parecer un vagabundo de una película de Ingmar Bergman, envuelto en sucios harapos, con los cabellos largos, el rostro magullado y una negra barba de cuatro días. El aspecto de Ingold no era mucho mejor, cansado, sucio y andrajoso como un san Francisco después de una pelea en un bar. Los últimos cuatro días tampoco debían de haber sido muy fáciles para él.

—No ha sido por negligencia por lo que no te he seguido y alcanzado inmediatamente —continuó diciendo Ingold mientras le vendaba las heridas—. Los Seres Oscuros me persiguieron durante dos noches y no pude alejarme de mi escondrijo. Conseguí liquidarlos a casi todos, y en mi opinión ésa es la razón por la que vinieron desde Renweth y nos siguieron todo el camino.

—¿Eh? —dijo Rudy, y a continuación gritó de dolor cuando los dedos de Ingold le palparon suavemente las costillas rotas.

—Estate quieto y no te dolerá.

—¡Demonios con que no me dolerá! ¿Cómo sabes lo de Renweth?

—Siempre resulta difícil contar a los Seres Oscuros, Rudy. —El mago interrumpió su tarea. Se arrodilló delante del joven y su expresión se tornó grave en la oscuridad del refugio—. Pero sin duda había menos la segunda noche que la primera, y menos todavía la tercera. Si los Seres Oscuros pueden comunicarse entre sí y hubiera habido otros a quienes llamar, habría habido más, no menos. De ahí su interés por separarnos. No querían arriesgarse a tener más bajas, y eso era lo más probable si nos presentaban batalla abiertamente.

Ingold rebuscó algo en su bolsa de medicamentos.

—A propósito, sólo tienes fisuras en las costillas. Te las inmovilizaré con yeso para que no se muevan mientras sueldan, lo que llevará unas semanas siempre y cuando no intentes nada espectacular como lo de hoy. También tuve problemas para ponerme a buscarte porque debía seguir el rastro de Che.

—¿Todavía tienes a Che?

—Sí —respondió Ingold apaciblemente—. En estos momentos lo tengo escondido en la manga. —Al ver la expresión de Rudy, el anciano sonrió por primera vez desde su reencuentro—. Está escondido en el desierto, no lejos de aquí. No podía perderlo, y no quería perder tiempo buscando comida durante el resto del viaje hasta la cordillera Marítima. Tenemos demasiada prisa como para entretenernos en eso. Además Govannin me excomulgaría por segunda vez si perdiera su burro.

—Ingold, escucha —dijo Rudy mientras se abrochaba la maltrecha capa—. Has dicho que los Seres Oscuros estaban aislados. Yo he pasado cuatro días solo en el desierto y no he visto ni a uno de ellos. —Ingold asintió y Rudy tuvo la curiosa sensación de que, por un momento, el anciano veía aquellas solitarias horas como si hubieran quedado impresas en las líneas de su rostro—. ¿Y sabes otra cosa? Tampoco he visto a ese espíritu.

—No —dijo Ingold quedamente—. Yo tampoco. —Con meticulosidad, Ingold fue recogiendo sus hierbas y medicinas con manos seguras mientras seguía hablando con el rostro en sombras—. Y lo extraño es que ni siquiera he sentido su presencia. He pasado la última noche sentado en la oscuridad, sin fuego, escuchando, observando y sintiendo los hilos y las fibras del aire en una gran extensión de desierto, en busca de la mínima señal que me indicara que los Seres Oscuros aún sabían dónde me encontraba. Pero no he percibido rastro de ellos… ni de nada. Ni un aliento, ni un signo, ningún espíritu moviéndose por la arena, salvo esas criaturas que caminan en la noche y forman parte de la tierra.

Rudy asintió, comprendía lo que Ingold había hecho. Como él, que había extendido sus sentidos para reconocer el campamento más allá de su prisión en el refugio, Ingold había hecho lo mismo pero a mayor escala. Había examinado e identificado, con la telaraña de su conciencia lanzada como una red sobre cientos de kilómetros de desierto, cada vibración de una brizna de hierba agitada por el viento, la disposición de la arena que formaba cada huella, y cada aroma que los aires de la noche transportaban.

—Pero en ese caso, ¿dónde está y qué es el espíritu? —preguntó Rudy.

—Eso es lo que mi gente se pregunta —retumbó una voz grave.

Rudy alzó la mirada y vio que Huella del Viento acababa de entrar en el refugio. Olía fuertemente a gamo guisado y madera quemada. Los guerreros que entraron detrás de él, jefes menores de la partida probablemente, llevaban una cesta de tejido tupido cubierta por dentro con una capa de arcilla y llena de trozos de humeante carne. Otros portaban cuencos más pequeños llenos de una especie de puré verde. Rudy echó una segunda mirada y vio que algunos de los pequeños cuencos eran calaveras de dooico. Otros, a juzgar por la forma del cráneo y de los arcos supraciliares, no lo eran.

Los jefes menores se sentaron aparte sobre las pieles y hablaron con voz queda entre sí en su propia lengua. Rudy oía de vez en cuando un tranquilo murmullo semejante al suspiro del viento, puntuado por signos y marcado por sutiles cambios de inflexión en la voz. Sólo Huella del Viento se sentó con él y con Ingold y les llevó carne y puré y una botella de una bebida con un desagradable sabor dulzón y un traicionero contenido alcohólico.

—Ahora —dijo el jefe una vez que acabaron de comer y la semioscuridad del refugio aumentaba con el atardecer—, hombres sabios que leéis todos los papeles de los que viven entre el barro más allá de las montañas, ¿podéis decirme quién es este espíritu que es más terrible que los Asesinos de la Noche, hombre sabio?

—¿Más terrible? —preguntó Ingold con voz tranquila.

Rudy percibió en la suave y granulosa voz no sólo aprensión sino una sobrecogedora curiosidad. «Una vez que descubra su origen —pensó Rudy—, no se detendrá hasta desentrañar el misterio o morir».

—Eso es.

—¿Por qué? ¿Lo has visto?

Negó con un movimiento de cabeza y un gesto significativo, y brilló la plata en una espesa trenza reluciente.

—Entonces, ¿cómo sabes que es más terrible?

El Jinete encogió los hombros en un leve gesto de despreocupación que hizo pensar a Rudy en el Halcón de Hielo.

—Los Asesinos de la Noche huyen ante él —dijo Huella del Viento—. Todas las cuevas subterráneas en las que vivían han quedado desiertas y ya no se los ve por esta parte de las llanuras. Si ese espíritu ha devorado a los Asesinos, ¿no nos devorará a nosotros también? Cuando la presa escasea, ¿no busca otra el cazador? No sabemos nada sobre esta cosa y nunca la hemos visto. Sin embargo, ¿por qué se han ido los Asesinos? ¿Quién puede haberlos hecho huir? ¿Conoce tu ciencia, Caminante del Desierto, el nombre de esta cosa?

—No —dijo Ingold—. Nunca he oído nada sobre ella. ¿Cuándo desaparecieron los Asesinos de la Noche?

Huella del Viento se quedó pensativo. Fuera, el viento soplaba violentamente y la temperatura descendía con rapidez. A pocos centímetros por encima de sus cabezas, el techo de ramas del refugio temblaba con fuerza.

—Fue en el primer cuarto de luna de otoño —dijo finalmente el bárbaro; y Rudy, gracias a su visión de mago, observó que Ingold alzaba la vista súbitamente y que una extraña ansiedad iluminaba su rostro.

—Sí —continuó el jefe—. Aparecieron en la última luna llena del verano, allá lejos en el norte, y cazaron en nuestras tierras, las de los Stcharnyii, las de los Cazadores de Mamuts, el Pueblo de las Llanuras. Y todos partimos hacia el sur, el Pueblo de las colinas Rugosas, el Pueblo de los lagos Blancos, el Pueblo de las colinas de Lava y todos los que formamos los Stcharnyii. Hemos cazado en los desiertos y vivido de raíces e insectos, como los dooicos. Y ahora, los Asesinos de la Noche se han ido y ya no salen de sus cuevas. ¿Qué los ha espantado, Caminante del Desierto? ¿Qué es ese espíritu al que temen? Porque ahora ha llegado hasta aquí y ha echado a los Asesinos de sus agujeros, incluso en el desierto. Acampamos una noche junto a una de sus guaridas y no vinieron. Ahora, ¿qué haremos si esa cosa decide cazarnos a nosotros?

Ingold permaneció inmóvil durante un rato. Parecía haberse convertido en piedra, pero Rudy pudo sentir la tensión que crecía en su interior como una corriente eléctrica, y pudo oírla con claridad cuando volvió a sonar su voz profunda y rasposa.

—Cuando el ciervo se marcha, el león no come la hierba con que aquél se alimentaba —dijo con voz suave—. Tampoco el hrigg, el pájaro cazador, come los insectos y lagartijas de que subsisten sus presas. Es posible que el hombre no tenga nada que temer de este espíritu. Pero dime, Huella del Viento. ¿Dónde está esa guarida junto a la que pasasteis una noche tranquila?

—Desde aquí —dijo el jefe de los Jinetes—, podríamos llegar mañana mismo si montásemos caballos veloces.

Sus ojos ambarinos brillaban suavemente, como los de las bestias en la oscuridad.

—¿Y no tienes caballos veloces? —preguntó Ingold, como sin darle importancia.