CAPÍTULO OCHO

Una sofocante sensación de pánico sacó a Rudy de su profundo sueño. El viento rugía en lo alto, pero el arroyo en el que habían acampado estaba protegido y relativamente tranquilo. Se incorporó. La roca en la que se había apoyado mientras hacía su turno de guardia se le había clavado en la espalda; respiraba fatigosamente y tenía las manos húmedas y frías. Se le heló el corazón al comprobar que Ingold no estaba allí.

Una rápida mirada a su alrededor se lo confirmó. A la trémula luz del fuego pudo ver que el mago había desaparecido.

Rudy se puso en pie de un salto. En su interior luchaba el terror de verse solo en medio de la desapacible noche del desierto con el horror nacido del sentimiento de culpa por haberse quedado dormido durante la guardia. Lo sacudió una ráfaga de viento, pero no fue eso lo que le hizo estremecerse. Sabía que no era capaz de sobrevivir sin el mago. ¿Qué o quién podía haber hecho que Ingold desapareciese tan sigilosamente?

El pánico se apoderó de él. Cogió el arco y las flechas y ascendió la inclinada y rocosa margen del río. Al llegar a lo alto, un agitado torbellino lo azotó con fuerza pero su visión de mago no le mostró nada más que el salvaje movimiento de los matorrales y la oscuridad.

—¡INGOLD! —gritó desesperadamente, pero los vientos sólo le devolvieron el eco de su voz.

Arriba, el frío era espantoso. Le quemaba el rostro y las manos y le hería los pulmones como si se los atravesaran con una espada de hielo. Furioso, el viento le arrebató de los labios el sonido de su grito y lo arrojó caprichosamente a la oscuridad.

—¡INGOLD! —Su voz se ahogó en el torbellino de la noche.

¿Qué debía hacer? ¿Regresar al campamento o esperar? ¿Para qué? ¿Volver al camino que se encontraba a unas docenas de metros de donde él estaba, en busca de algún rastro del anciano? ¿Esperar a que amaneciera? En ese caso, bien podía abandonar toda esperanza, pues la tormenta borraría de la faz de la tierra todo vestigio de Ingold. Una especie de frenesí se apoderó de él al saber que se hallaba solo en la oscuridad. Sabía que no tenía salvación sin Ingold, que no podía seguir su camino ni tampoco regresar a Renweth; estaba solo y abandonado en una tierra terriblemente hostil. Se debatió contra un irresistible deseo de correr, de escapar a cualquier parte. El viento gritaba maldiciones en sus oídos y le desgarraba el rostro con garras de hierro helado. Ingold no estaba… Rudy sabía que sin él moriría.

Oyó entonces que la áspera y poderosa voz del mago, desgarrada y distorsionada por la engañosa furia de los vientos, le llamaba. Rudy se volvió hacia lo que le pareció ser el lugar de procedencia de la voz. Forzó los ojos, pero no pudo ver nada en la absoluta oscuridad de la rugiente noche del desierto. Los vientos bramaban con tal fuerza que apenas se habría oído a sí mismo gritar; sin embargo, volvió a oír la llamada.

Inclinándose contra la fuerza del viento, se adentró en la oscuridad.

Le llevó no menos de media hora darse cuenta de que había cometido una estupidez. Dondequiera que Ingold se hallase y fuera lo que fuese que le hubiese ocurrido, buscarlo en la salvaje negrura de la tormenta equivalía a un suicidio. Tambaleándose, andando a ciegas, víctima de la furia de los elementos, helado hasta los huesos, jadeando por el solo esfuerzo de mantenerse en pie, Rudy maldijo el pánico que le había alejado de la protección del campamento en el arroyo. Había perdido el rastro y erraba sin esperanza en pos de cualquier movimiento que creía ver o de cualquier sonido del viento que tomaba por la voz de Ingold.

Desesperado, intentó volver sobre sus pasos hasta donde creía que se encontraba el campamento, pero, en aquel paisaje asolado por el viento, nada le era familiar. Por muy mago que fuese, no podía ver en la oscuridad cuando el viento le cegaba. La nieve en polvo le mordía las adormecidas mejillas sin piedad.

«Si te abandonas, morirás —se dijo a sí mismo, descorazonado—. Sigue moviéndote hasta que amanezca, por Dios, si no quieres ser pasto de los chacales». Pero el sueño le vencía lentamente. Pensó en la cálida habitación de la Fortaleza entre sus muros oscuros. Pensó en Minalde, en la dulzura de sus brazos; en las cálidas y doradas tardes de California bebiendo cerveza con sus amigos… «Sigue andando —se ordenó a sí mismo resistiendo la tentación—. Recuerda el chirrido de una uña en una pizarra. Piensa en una ducha helada. Piensa en cualquier cosa menos en dormir».

Y logró seguir caminando.

Era incapaz de seguir una dirección o buscar nada… Sólo podía pensar en poner un pie delante de otro, en mantener la sangre circulando hasta el amanecer. Por la mañana tendría tiempo suficiente… ¿Para qué? ¿Para encontrar a Ingold cuando, probablemente, el anciano estaría caminando en dirección completamente opuesta a la suya durante las horas que faltasen hasta el amanecer? Se preguntó si aquélla sería la tormenta de hielo de la que Ingold le había hablado, el temible huracán helado que podía congelar a un mamut antes de que cayera al suelo.

El sueño volvió a tentarle, le vino a la memoria la imagen de Jill gritándole en medio de otra tormenta de nieve, cuando estaban cubriendo los últimos metros que los separaban de la Fortaleza de Dare. ¿Hacía un mes de esto, o quizás un año? Recordó que Jill le había arrastrado, le había dado patadas, le había insultado para obligarle a moverse cuando él ya había renunciado a vivir. «No me importa que seas un maldito mago, eres un cobarde y un desertor», le había dicho. Y lo era. Siempre lo había sido, pero ahora no podía permitírselo. Ni él ni nadie podían permitirse el lujo de dejarse morir ahora. Si los Seres Oscuros se habían llevado a Ingold, sólo quedaba él, Rudy Solis, el mago pintor de motos, para encontrar la Ciudad Oculta y a Lohiro.

La desesperación que sintió al ser consciente de la situación en la que se encontraba fue suficiente para tentarle a tumbarse allí mismo y permitir que la nieve le arrebatase la vida.

Ya no sentía ni las manos ni los pies; su cuerpo entero estaba insensible y adormecido, su mente se debilitaba por momentos bajo la garra inexorable del frío y la fatiga. Tropezó y cayó, y sintió que el viento helado le cubría como un sudario y que Jill le llamaba cobarde y desertor.

Fue el picor de las yemas de sus adormecidos dedos lo que le despertó. Sin abrir los ojos movió la mano; oyó el crujido del hielo en el guante al romperse y el leve roce de las patas de un animal corriendo por la nieve. Entreabrió los párpados y al ver la luz del día supo que lo había conseguido.

Suspiró. El frío y la humedad le habían calado hasta los huesos, pero el tremendo frío de la tormenta de la noche anterior había aminorado y el viento volvía a ser un simple gemido constante y familiar. Estaba muerto de hambre, le dolía todo el cuerpo, y se encontraba extenuado. Sintió la tentación de quedarse allí tumbado, en aquel refugio relativo, y esperar a que alguien lo encontrase. ¿Había llegado por su propio pie al abrigo de aquel lecho desecado?

Pero nadie iba a rescatarle. La idea brotó en su cerebro con estremecedora y horrible certeza: Ingold había desaparecido.

«Si Ingold no está —pensó con repentino horror—, ¿cómo demonios voy a regresar a California?».

«Lohiro —pensó—. Lohiro es el archimago y la cabeza del Consejo. Es el superior de Ingold. Él tiene que saberlo».

Pero la pena se apoderó de su corazón. El anciano no estaba allí para sentarse al otro lado de la mortecina luz del fuego de campamento con aquella mirada de humor corrosivo y cansado, ni para reprenderle con sarcasmo cuando confundía el hinojo con el romero; ya no lo vería de pie con una bola de luz blanca entre las manos, envuelto en su radiante aura. Había llegado a sentir un profundo afecto por el anciano, no por su magia ni porque fuese su maestro. Sabía que le habría querido aunque Ingold hubiera sido un viejo obrero pensionista de San Bernardino.

Rudy pensó en Lohiro y en la visión que había tenido en la mesa de cristal de la Fortaleza; el rostro sereno e impasible enmarcado por la cabellera de oro y fuego, el vacío de aquellos ojos azules caleidoscópicos. ¿Qué le había dicho Ingold de Lohiro? Que era un dragón, una criatura de fuego, de poder, de oro y luz, pero el archimago no se asemejaba en nada al anciano andrajoso y rebelde que bebía cerveza y a quien Rudy vio por primera vez saliendo de una nube de luz para entrar en la quietud de un atardecer en el desierto californiano.

Rudy sabía que debía proseguir la marcha.

Abrió los ojos y se encontró tumbado al abrigo de las márgenes de un río seco. La nieve se había acumulado a su alrededor; pero en el centro se había derretido al calor de su cuerpo hasta formar una especie de hueco que le había procurado una mayor protección contra los vientos. Rudy estaba tendido sobre la larga franja del lecho del río. Al otro lado, donde el sol resplandecía sobre la nieve, descansaban media docena de pequeños animales de piel marrón y blanca. Eran, aproximadamente, del tamaño de un gato; pero tenían el hocico afilado, los morros arrugados y los brillantes ojos, rojos como los de las ratas. Descansaban sobre las patas traseras, se atusaban los bigotes y le contemplaban con malicia. Rudy recordó el picor en los dedos que le había despertado y se los miró rápidamente. Los extremos de sus guantes de piel estaban roídos.

Le sacudió un estremecimiento de repulsa, y cogió una piedra para lanzársela a las ratas que, casi con desdén, se desvanecieron entre los matorrales nevados. De modo inconsciente se limpió la roída piel de los guantes en los pantalones. Tenía el desagradable presentimiento de que no sería la última vez que vería a aquellos animales.

Por precaución cogió su arco. Había logrado conservarlo durante la noche, al igual que el carcaj y las flechas. Aún tenía agua y había suficiente nieve en el suelo para que la sed no constituyese un problema. También le quedaba un poco de carne curada y algo de fruta seca en el morral que pendía de su cinturón. Además, tenía un cuchillo, una espada y cuerdas de arco. Se envolvió en la capa sin conseguir dejar de temblar bajo la luz mortecina del día. El frío que penetraba sus humedecidas ropas le restaría energías, pero no había forma de secarse. Trepó hasta lo alto del torrente para echar un vistazo a los alrededores.

Sus ojos sólo encontraron desolación. No había ni rastro del camino. El cielo encapotado de nubes se iba abriendo suficientemente para dejar ver el sol de vez en cuando, como una mancha blancuzca en medio de la interminable bóveda celeste. El viento seguía arreciando, el terreno se prolongaba delante de él como una extensión pálida y rojiza de tierra pedregosa, matojos, cactos y hierba. Aquí y allá se veían manchas de nieve diseminadas sobre el terreno.

El viento del norte y el sol en el este constituían los únicos puntos de referencia en aquella desolada región. Rudy trató de recordar si había cruzado la carretera la noche anterior y si se hallaba al norte o al sur de ésta; trató de recordar el mapa que Ingold trazara para él una noche junto a la hoguera. Todo lo que podía recordar era que habían tenido que abandonar la carretera de Dele y seguir a campo traviesa, hacia el oeste, para alcanzar la cordillera Marítima y la Ciudad Oculta de Quo.

Eso era lo único que podía hacer. Continuar hacia el oeste, y luego… Luego, ¿qué? ¿Llegar hasta la cordillera Marítima? ¿Cuánto tiempo le llevaría? ¿Dos semanas caminando, perdido y supuestamente indefenso? «Sigue soñando». Aún en el caso de que lo lograra, la cordillera Marítima estaba protegida por una inmensa telaraña de sortilegios. La cordillera Marítima no era ahora más que una gran telaraña de ilusiones. «¿Qué demonios voy a hacer, quedarme al pie de las montañas y gritar: Dejadme entrar, Ingold me envía?».

Pero aquél era precisamente el motivo por el que Ingold le había llevado consigo. Él, el melenudo decorador de motos californiano, era el único mago que parecía quedar en el occidente de aquel mundo. Ingold, que podía estar siendo devorado en aquel momento por las ratas carroñeras, había confiado en él.

Y además, ¿adónde iba a ir sino?

Emprendió el camino hacia el oeste. La desolación del desierto le envolvía por completo.

Había pensado con anterioridad, mientras cruzaba los páramos con Ingold, que había llegado a comprender la soledad y el silencio de aquella tierra estéril, pero ahora veía que había sido un espejismo. Se encontraba totalmente solo, completamente olvidado, era el único ser humano en aquel inmenso vacío. El sol seguía su ascenso y parecía cobrar un poco más de fuerza. La capa se secó y su sombra, pálida e imprecisa, precedía sus pasos. En una o dos ocasiones vio fugazmente unas liebres y lagartos del tamaño de su brazo y también, a cierta distancia, oyó el inconfundible zumbido seco de una serpiente de cascabel. Avanzaba a través de aquel vacío como una tortuga, con paso lento y tenaz en una sola dirección, sin desviarse.

En la lejanía, una concentración de acacias y matorrales le indicó la proximidad de agua; encontró un hueco como una bañera de rocas medio llena de nieve derretida. En el silencio del mediodía, comió tan poco como le fue posible de la carne y las frutas que llevaba, descansó y dejó que su mente divagase un rato. Se preguntó qué estaría haciendo Minalde, cómo estaría Tir. Pensó en los Jinetes Blancos y en el fantasma a quien temían. ¿Habría sido eso lo que se había llevado a Ingold de su campamento con tanto sigilo? ¿Habían sido los Seres Oscuros, que los habían seguido desde Renweth? ¿Estaría Lohiro enterado? ¿Le habría visto Lohiro, que era como un hijo para Ingold, en el fuego, como Rudy veía a Alde? La imagen del cristal centelleó inquietante en sus pensamientos: los ojos azules, fríos y vacíos, y el borde de una capa rozando a un esqueleto medio enterrado en la playa por el que trepaban los cangrejos.

Una leve agitación en las acacias atrajo su atención; un momento después, un conejo apareció tímidamente a la vista, sus orejas y su hocico se retorcían con recelo. «Pobre bicho», pensó Rudy mientras llevaba la mano al arco cautelosamente. Durante muchas noches había observado a las liebres y sentía cierta solidaridad con ellas. No hacían daño a nadie y, como en su propio caso, sus únicas preocupaciones eran comer, fornicar y evitar problemas. Las orejas del conejo se agitaron como las antenas de un radar; la tímida criatura lanzó una mirada a su alrededor con la vana esperanza de que la situación no desembocara en su muerte. «La vida es muy dura —pensó Rudy—, pero se trata de ti o de mí, y te ha tocado a ti».

Mientras colocaba el arco en posición de tiro, uno de sus extremos se enganchó en una raíz y la flecha cayó al suelo. El conejo, espantado, emprendió una salvaje carrera, y Rudy volvió a quedarse solo.

«El Gran Cazador Blanco vuelve a estropearlo todo», refunfuñó para sus adentros.

Al final consiguió matar tres conejos: uno, desde donde estaba sentado y los otros dos al atardecer. Encontró otro macizo de matorrales y acacias, esta vez entre unas rocas.

Después de borrar sus huellas, se construyó una especie de refugio con ramas de arbusto entre las rocas. Preparó un fuego y pensó en la posibilidad de quedarse dormido. Probablemente no fuese seguro, reflexionó; sin embargo, sabía que sería incapaz de permanecer despierto toda la noche. Tras un día de ayuno casi completo, le resultó difícil no comerse los tres conejos de una vez, pero se recordó a sí mismo que no sabía cuándo volvería a conseguir comida y se acomodó en el espinoso cobertizo para soñar con hamburguesas gigantes bajo el sol californiano.

En mitad de la noche, las ahogadas pisadas de un animal y los suaves arañazos de sus garras en las rocas le despertaron. Permaneció acostado y sudoroso en la oscuridad, sin ver nada más que la maraña entretejida de ramas espinosas. Por la mañana vio, alrededor del refugio, huellas de lobo tan grandes como sus propias manos.

El día siguiente fue más frío, más gris y nublado. Por el olor del aire supuso que aún no iba a llover, así que llenó la cantimplora con la nieve que recogió de un hueco entre las rocas. Ahora el terreno era más bajo, cubierto por un manto vegetal de arbustos hirsutos y resecos. El viento volvió a soplar con redobladas fuerzas, arañándole el rostro y las manos. No vio nada que pudiera considerarse comestible y comenzó a sentirse desesperadamente solo y asustado.

Al mediodía notó que le seguían.

Fue dándose cuenta de ello gradualmente. Al principio, fue sólo una vaga sensación, como cierta aprensión respecto a aquel terreno abierto y un registro subliminal de crujidos anómalos de la maleza a su alrededor. Había convivido con el viento el tiempo suficiente para reconocer sus sonidos, y sabía cuándo éstos eran extraños.

Se quedó inmóvil, contuvo la respiración para absorber los sonidos y el olor de la tierra y no pudo oír nada salvo el gemido del viento a través del chaparral que se extendía como una selva enana sobre la llanura por la que había caminado todo el día. Lanzó una mirada cautelosa a su alrededor en busca de una pista que le indicara contra qué se enfrentaba y en qué dirección tenía que huir. Como los conejos, no podía hacer otra cosa; sólo deseó poder correr por entre las artemisas a ochenta kilómetros por hora como aquellos pequeños roedores.

Un ruido atrajo su atención. Volvió los ojos a un arbusto que ya había observado antes y en el que no había visto ningún movimiento, pero ahora sí, ahora vio a un gran dooico macho agazapado en su refugio, con una roca en las manos, mirándole con la misma perfidia que había visto en los ojos de las ratas carroñeras. Al igual que éstas, retrocedió lentamente y se ocultó entre los arbustos.

Rudy giró sobre sus talones y oyó más ruidos furtivos entre los arbustos. Otro cuerpo encorvado retrocedía también. Un sudor pegajoso le cubrió el cuerpo.

Se dio cuenta de que le rodeaban. Ingold le había dicho que en cierta ocasión había viajado con una manada de dooicos; sin embargo, las intenciones de éstos no parecían ser igual de amistosas; estaban armados con hachas de mano burdamente talladas y tenían largos colmillos semejantes a los de los jabalíes. Rudy continuó su marcha desconfiado. Había estado a punto de morir en varias ocasiones desde su llegada a aquel mundo; pero morir de frío, ser exterminado por los Seres Oscuros o incluso atravesado por Ingold con su propia espada, le pareció de pronto mucho más cómodo y digno que ser devorado crudo por una banda de mugrientos hombres de Neanderthal. Examinó los alrededores con disimulo y por fin encontró lo que buscaba; a cierta distancia, había un grupo de árboles que debían rodear una charca. Al menos en los árboles podría cubrirse la espalda y defenderse. Pero, desde luego, en campo abierto llevaba todas las de perder.

Mientras caminaba, fue consciente de que le estaban rodeando. Podía oírlos correr a través de los arbustos para adelantársele. Si dejaba que eso ocurriese, posiblemente estaría perdido. Apresuró el paso y por fin pudo distinguir los árboles: eran álamos, y estaban a unos tres kilómetros. Sin interrumpir el paso, se desabrochó el cinturón de la espada y se echó el arma a la espalda para poder correr mejor si era necesario. A continuación se quitó la capa, la enrolló y se la ató en bandolera. Todo lo que necesitaba ahora era llegar hasta aquellos árboles. Trató de medir la distancia que le separaba de la arboleda, pero no pudo; el aire seco y claro del desierto hacía que las cosas pareciesen más próximas de lo que realmente estaban. Sabía que, una vez que echase a correr, más le valía ir por delante de la manada.

Percibió un fugaz movimiento en los arbustos de Artemisa que tenía delante y a ambos lados. Eran formas encorvadas y huidizas que corrían a campo traviesa. «No sé a qué espero», pensó Rudy. Y echó a correr.

Los dooicos parecieron brotar de todas partes. No se le había ocurrido que pudieran ser tantos. Había por lo menos veinticinco, y se lanzaron en su persecución profiriendo aullidos estridentes, algunos de ellos más cerca de lo que había supuesto. Los que iban por delante de él trataron de acorralarlo sin éxito. Las piernas de Rudy, más largas, imprimieron mayor velocidad a su carrera, y los adelantó sin demasiada dificultad. Entonces apretó el ritmo y corrió hacia los árboles como alma que lleva el diablo.

Una vez, de niño, le había perseguido una jauría de perros. Todavía recordaba las palpitaciones que le provocó la carrera, aunque sólo fue de unos cientos de metros.

Al instante comprendió que tenía que aminorar la marcha. Los dooicos se habían quedado rezagados, pero sus jadeantes gruñidos aún llegaban hasta sus oídos y sabía que le alcanzarían si se cansaba demasiado. Trató de calcular la velocidad de la manada y acompasar su paso al de los dooicos. Los árboles parecían estar más lejos que antes y se dio cuenta de que iba a ser una larga carrera. «¿Por qué no me dedicaría yo al jogging en vez de a las motos? —pensó fugazmente. Le dolía el pecho. Todos los músculos, endurecidos por las interminables marchas, le ardían de fatiga—. ¡Y pensar que hay gente que corre cuarenta kilómetros por puro placer…!».

Antes de haber recorrido la mitad de la distancia sintió que se le acababan las fuerzas. Los roncos gruñidos se hicieron más audibles; arriesgó una mirada atrás y vio que el primero de la manada estaba a unos doce metros de él. La fugaz visión de sus colmillos amarillentos le produjo una descarga de adrenalina que le permitió aumentar en unos cuantos metros la distancia que le separaba de los dooicos; pero las piernas empezaban a flaquearle, y el agotamiento crecía a cada zancada.

Alcanzó los árboles con una ventaja de apenas tres metros sobre la manada, sin poder apenas respirar o tenerse en pie; desenvainó la espada y asestó un poderoso golpe de arriba abajo al más próximo de sus perseguidores. El tajo le cortó el brazo de cuajo, pero la hoja se encajó entre las costillas y el esternón de la criatura, que cayó al suelo aullando en medio de un surtidor de sangre mientras el resto del círculo se rompía y retrocedía. Con pánico enfermizo, para extraer la espada Rudy puso un pie sobre el pecho del primate que se retorcía agonizante, y en aquel momento la criatura hundió los dientes en su tobillo, traspasando el cuero de la bota y penetrando en la carne antes de que pudiera sacudírselo. Rudy se apoyó contra el árbol mientras el círculo se cerraba a su alrededor. Lanzaba golpes con la espada a diestro y siniestro, cortando desesperadamente peludas manos y rostros, jadeando de fatiga y terror, cubierto de sangre y polvo. Los dooicos parecieron retroceder, pero en aquel momento una piedra le alcanzó en un hombro. Rudy se revolvió, aunque no quería abandonar la relativa protección que le ofrecía el árbol. Sus atacantes le lanzaban piedras desde todas partes con mortal precisión. Una piedra del tamaño de sus dos puños chocó contra el árbol a escasos centímetros de su cabeza; otra le golpeó violentamente el codo, insensibilizándole el brazo, y una tercera le alcanzó las costillas. Con más precipitación que eficacia, se sujetó la espada en el cinturón. ¿De quién habría sido la brillante idea de echarse la vaina a la espalda? De un salto se encaramó a la rama más baja, y mientras trepaba desesperadamente rezó para no cortarse una pierna con la mortal hoja desnuda de la espada. Los dooicos se arracimaron en torno al árbol y comenzaron a sacudirlo sin dejar de gritar y lanzar piedras. Rudy se aferró a las cimbreantes ramas e hizo un esfuerzo por recordar la profundidad de las raíces de los álamos. Al cabo de un rato, los dooicos parecieron calmarse, sus aullidos se tornaron en amenazadores gruñidos y poco a poco se acomodaron alrededor del árbol a esperar.

«Fantástico». Rudy se puso cómodo en la horquilla que formaban las ramas y, con cuidado, cambió la espada de posición. «Perdido, abandonado y acorralado. Si no existe el azar, no tengo ni la más maldita idea del significado cósmico de todo esto. Es una forma de morir de lo más estúpida».

Levantó el pie izquierdo y se examinó las heridas de la pierna. La bota y las polainas estaban empapadas de sangre, pero aún podía mover el pie, y los tendones no parecían dañados. Sin embargo, las heridas podían infectarse si no las cauterizaba adecuadamente, aunque por el momento iba a ser imposible. Flexionó el brazo izquierdo y descubrió que le dolía bastante, aunque también se movía; se palpó las costillas con cuidado y se encogió de dolor al sentir una aguda punzada en el pecho. Los dooicos le observaban desde abajo con ojos codiciosos. Rudy se preguntó durante cuánto tiempo permanecerían allí y qué ocurriría si se quedaba dormido.

La fría tarde avanzaba lentamente. Los dooicos estaban acurrucados en el suelo en torno al árbol; de vez en cuando, alguno de ellos se alejaba en busca de lagartijas o gusanos. Rudy se desató la capa y se envolvió en ella para intentar entrar en calor. La pierna le palpitaba terriblemente, y se preguntó cuánto tiempo podría tardar en gangrenarse. Finalmente la aprensión lo impulsó a asentarse mejor en la horquilla del árbol y, tras descalzarse, empapado de sudor frío y mareado, llamó al fuego sobre la hoja de su cuchillo hasta que el metal alcanzó la temperatura necesaria para cauterizar la herida. Fue un proceso sumamente doloroso y prolongado, dado que Rudy no tenía la suficiente resolución como para hacerlo de golpe. Al final se le cayó el cuchillo y acabó vomitando colgado de las ramas del árbol, aterrado ante la posibilidad de desmayarse y caer para ser devorado por aquellas bestias. En aquel momento deseó estar muerto.

Así permaneció hasta que se hizo casi de noche.

Enfebrecido, Rudy apenas advirtió que la luz disminuía hasta que un repentino concierto de gruñidos le despertó.

Los dooicos se estaban levantando entre gruñidos y carraspeos. Sus pequeños ojillos brillaban inquietos y parecían tensos y nerviosos. Desde su elevada posición, Rudy divisó un par de grandes zancudas semejantes a avestruces que se acercaban sigilosamente entre las sombras de los arbustos de artemisa, apenas visibles, a pesar de su tamaño, debido a su plumaje marrón ceniciento y a su suave paso felino. Había visto a aquellas criaturas en otra ocasión, desde muy lejos, y también sus huellas. Esta vez pudo ver que tenían un pico curvo y que los ojos les sobresalían del cráneo; como Ingold le señalara, aquéllos eran rasgos propios de un depredador.

Los dooicos guardaron silencio. Comenzaron a ocultarse en los arbustos hasta que Rudy apenas pudo distinguirlos a pesar de la altura a la que se encontraba. Con un mínimo de movimientos, se sentó, se arrancó una tira de los bajos de la capa y se vendó el hinchado destrozo de la pierna izquierda; a continuación se ató la bota con fuerza. Mientras realizaba la tarea, se maldijo a sí mismo por dejarse herir; ahora, sus probabilidades de supervivencia se veían reducidas a la mitad. La idea de intentar caminar con la pierna en aquel estado le producía escalofríos, pero tenía la certeza de que los dooicos volverían por la mañana.

No tenía ni la menor idea de dónde estaba el oeste, pero se puso en pie sobre una rama y pudo divisar, en la lejanía, un alto promontorio rocoso que podría ofrecerle alguna protección, si era capaz de alcanzarlo y escalarlo. Prefirió no pensar qué ocurriría si no lo conseguía. Lo que tenía que hacer era alejarse del árbol y encontrar un lugar donde los dooicos no le buscasen cuando aquella especie de avestruces desapareciera.

Pero de repente se armó un gran revuelo a sus pies. Una hembra de la manada fue descubierta y echó a correr a una velocidad de la que Rudy creía incapaces a dichas criaturas. El ave se lanzó en su persecución con largas y ágiles zancadas, y en plena carrera su enorme pico desgarró el cuello de la hembra, que cayó violentamente al suelo hecha un amasijo de brazos, piernas y sangre. La otra zancuda había iniciado la persecución de un joven dooico que se encontraba a unos cien metros de distancia. Rudy contempló estupefacto cómo el extraño pájaro alcanzaba al dooico sin ningún esfuerzo y lo abatía en plena huida. Luego, el ave se plantó sobre una sola pata y, con un miembro del dooico en la garra libre, lo picoteó con maestría, como si fuera un loro comiéndose una fresa. El miedo mantuvo a Rudy inmóvil en el árbol hasta que las aves terminaron su cena con toda tranquilidad y se perdieron en la oscuridad. Los cuerpos medio destrozados de los excazadores de Rudy estaban cubiertos de ratas carroñeras que parecían haber brotado de debajo de la tierra para disputárselos.

Las ratas apenas le prestaron atención cuando por fin bajó del árbol. Mostraron cierto interés en el momento en que los pies de Rudy tocaron el suelo y se le doblaron las rodillas, pero al verle incorporarse de nuevo reanudaron su festín. Rudy se imaginó lo que podía haberle ocurrido de no haberse levantado y le recorrió un escalofrío todo el cuerpo. El dolor y la debilidad de la pierna izquierda le preocupaban. Rodeó el árbol cojeando y encontró el cuchillo; después, cortó una rama con la longitud precisa para hacer las veces de bastón. Miró el arco y por un momento pensó en matar un par de ratas para comer. Lo más sencillo del mundo, hubiera sido comerse a aquellos repugnantes animales pero no era capaz. Además, habría tenido que disputar con las demás ratas las piezas cobradas, y en aquel momento lo único que quería era alejarse de allí.

Emprendió el camino con paso lento y vacilante apoyándose pesadamente en su improvisado bastón.

Se despertó al oír un extraño mugido distante. Por un momento se sintió desconcertado y se preguntó si no lo habría soñado, como la fugaz y clara visión que había tenido de Ingold sentado como de costumbre junto al fuego de campamento dibujando runas en la tierra con un palo. Ahora, el dolor del despertar llegó acompañado de calambres, el ardiente palpitar de las heridas, el punzante dolor de la costilla rota y el enfermizo martilleo del tobillo desgarrado. Había dormido en una posición semifetal dentro de una hendidura en lo alto de las rocas, medio helado después de una caminata que parecía haberse prolongado durante la mayor parte de la noche.

El mugido no se desvaneció como un sueño, sino que se repitió clara y estridentemente.

«¿Elefantes? ¿Qué demonios pueden hacer unos elefantes en medio de los desiertos de Gettlesand? ¿O acaso estoy delirando?».

Se puso en pie con dificultad y ascendió a lo más alto de las rocas.

Una vez, en la carretera de Karst a Renweth, hubiera dicho que hacía siglos, aunque sabía que había pasado apenas un mes, la caravana se había detenido en una alta y verde colina. La lluvia había cesado, el velo plateado de la niebla se había replegado hasta revelar las hermosas tierras bajas, nacaradas de lluvia y escarcha. Él estaba de pie junto al carruaje en el que ondeaba el negro estandarte de la Casa de Dare, apoyado en la rueda mientras Alde, con el pequeño Tir en brazos, se inclinaba sobre su asiento para hablar con él. Entonces la joven reina le había señalado unas grandes figuras marrones que se movían a lo lejos y había dicho: «Mamuts. No se han visto mamuts en los valles fluviales desde hace… ¡Oh! Cientos de años».

Pues allí los tenía.

Avanzaban por la fría y pálida llanura como montañas andantes, mucho más grandes que cualquier elefante que Rudy hubiese visto jamás. Tenían un aspecto absurdo, como las ilustraciones de las enciclopedias: enormes masas peludas de desmesuradas cabezas y lomos, orejas semejantes a abanicos y larguísimos colmillos curvos. Sus pequeños ojillos relucían como botones de azabache. Tenían el espeso y enmarañado pelaje marrón salpicado de copos de nieve que habían comenzado a caer. Rudy identificó a los machos de la manada, tan grandes como un camión de carga; las hembras, algo más pequeñas, y las crías, obstinadamente agarradas a la cola de sus madres. Una helada ráfaga de viento y nieve azotó el rostro de Rudy. La manada de mamuts cambió de rumbo y continuó avanzando lentamente en dirección sur. «Siguen alejándose de su hogar —pensó Rudy—, de las inhóspitas tierras altas del norte».

Se preguntó hasta dónde conseguiría llegar en aquella fútil e insensata búsqueda y se estremeció. Al oeste, el horizonte se extendía recto, como una línea trazada con regla. Posiblemente le quedaban semanas de camino hasta la cordillera Marítima, y sabía que no sería capaz de durar tanto.

«Pero Ingold me trajo precisamente por esto. Sabía que existía la posibilidad de que uno de los dos desapareciese y temía que fuera él. Y sabía que debía haber otra persona que concluyese la búsqueda».

Desesperado, Rudy hundió el rostro entre las manos y deseó estar muerto. «¿Por qué yo?».

«La respuesta es la pregunta, Rudy. La respuesta siempre está en la pregunta. ¿Por qué tú? Porque eres un mago. Viniste para ser mago y él te trajo porque sólo un mago podía concluir aquella búsqueda. Se lo debes».

«¡Yo no deseaba esto!», exclamó interiormente.

«¿No recuerdas cómo te sentiste cuando llamaste al fuego en la oscuridad?».

«Maldición —pensó Rudy, agotado—. Maldición, maldición, maldición. Ni siquiera después de desaparecer, de perderse, de ser devorado por la Oscuridad, se puede ganar una discusión con Ingold».

Un cambio en la dirección del viento llevó hasta sus oídos el rápido y constante tamborileo de cascos de… caballos. Y muchos. El distante golpeteo hizo vibrar las rocas en las que estaba escondido. Asomó la cabeza con precaución y volvió a verlos, como grises fantasmas que galopaban en la niebla llevados por el viento cargado de nieve.

¡Jinetes Blancos!

Ingold estaba en lo cierto. Indudablemente eran los compatriotas del Halcón de Hielo. Los esbeltos guerreros cabalgaban ligeramente inclinados sobre sus potros con las largas trenzas ondeando al viento. Los caballos avanzaban en línea recta lanzando chorros de vaho por los ollares. Estaban a menos de un kilómetro de donde Rudy se encontraba, y apenas eran visibles más que como una palpitante sensación de movimiento en las desnudas tierras. Nada en ellos atraía la mirada; las monturas eran, en su mayoría, del mismo gris pardo que la tierra; los jinetes tampoco se distinguían de ella. Incluso el rubio ceniciento de sus trenzas asemejaba el reflejo descolorido del sol en la hierba seca. El aleteo de los flecos, plumas y trozos de cristal que decoraban los arneses recordaba al caprichoso movimiento de las hojas agitadas por la brisa. Después de describir una amplia curva, siguieron las huellas del rebaño de mamuts y se desvanecieron hacia el sur como arrastrados por el viento.

Rudy dejó escapar un suspiro. Tenía que cazar algo, pues la carne de conejo ya casi se le había terminado. Se cambió el vendaje del tobillo con otra tira que arrancó del bajo de la capa tras volver a examinar la herida. No tenía ni idea de cómo se manifestaba la gangrena ni cuánto tardaban las líneas rojas en aparecer. Ingold le había enseñado unos encantamientos mágicos para estos casos, pero Rudy no sabía si los había ejecutado correctamente. Estaba cobrando conciencia de su enorme ignorancia y de lo mucho que le quedaba por aprender, en el caso de que sobreviviera. Se estremeció al pensar en la cantidad de conocimientos que había despreciado ciegamente en los maravillosos días en los que podía ir al médico, a la tienda de comestibles o a la policía, si era necesario. Mientras descendía las rocas que le habían cobijado, recordó que Ingold le comentó que había vagado por aquel desierto, solo, durante quince años. Ahora comprendía que el mago fuera tan autosuficiente. Después de recoger sus escasas pertenencias, Rudy reemprendió la marcha hacia el oeste.

Anduvo todo el día. Con el viento a su derecha, sabía que iba hacia el oeste, aunque el sol no atravesó ni por un instante la persistente bóveda de nubes. Se preguntó qué haría cuando la cordillera Marítima apareciese ante sus ojos. Pero… ¿por qué demonios se preocupaba? «Estarás muerto mucho antes de poder verlas». No encontró razón para continuar, pero lo hizo, como una hormiga que pretendiera atravesar un campo de fútbol. Se preguntaba qué le habría ocurrido a Ingold, si lo habrían atrapado los Seres Oscuros o el invisible Poder al que tanto temían los Jinetes Blancos. ¿Y qué sería de Jill al quedar atrapada para siempre en aquel extraño universo?

Cruzó una extensa franja rocosa desprovista de árboles y se encontró rodeado por todos lados de piedras y arena. La tierra y la nieve le azotaban el rostro, el frío traspasaba el vendaje torturándole la pierna. Apenas notaba los dedos dormidos dentro de los raídos guantes. Llevaba tres días solo, sin dejar de caminar como un fantasma por aquellas tierras desiertas. Pensó que nunca había pasado solo tanto tiempo. Aunque nunca le había importado la soledad, aquellos tres días había añorado como nunca la compañía de algún ser humano, alguien, cualquiera, un extraño; incluso su hermana Yolanda. Pero descubrió que se estaba acostumbrando a la compañía de su propio espíritu, aunque aún temblaba ante la idea de pasar meses y años solo, como Ingold había hecho. Ahora ya podía incluso imaginarlo.

De nuevo caía la tarde y comenzó a preocuparle dónde pasar la noche. El lugar era llano y desolado, sin una piedra, sin un árbol, sin nada más que algún matorral aislado. Estaba débil y agotado, pero sabía que tenía que continuar hasta encontrar cobijo. Si se tumbaba a dormir en campo abierto no vería el día siguiente.

Un movimiento llamó su atención. Era algo que se movía de forma extraña sobre la cima de una pedregosa loma; sin embargo, poseía una curiosa cualidad felina… Rudy se quedó helado. La luz era engañosa a aquella hora del día. La luz gris desdibujaba las cosas y el movimiento del viento en los matorrales no le dejaba distinguir de qué se trataba. «¿Dooicos? Dios mío, otra vez, no».

Entonces lo vio, una simple mancha gris que se movía a lo lejos. Corría con agilidad sobre la arena con una fugaz ondulación de plumas de color lobuno y el pálido brillo de un pico como la hoja de una cimitarra.

No había a donde huir ni tampoco esperanza de correr más que el ave, pero Rudy emprendió una carrera desenfrenada. Sintió un agudo dolor en la pierna herida y en el pecho, pero continuó corriendo sin pensar en otra cosa que en la imposible fuga. Las piedras le herían los pies y el aire no llegaba a sus pulmones. A sus espaldas oía el suave golpeteo de unas pezuñas con garras. No pudo mirar atrás. Sólo pensaba en mantenerse en pie y seguir corriendo. No sentía dolor, ni cansancio, solamente un terror desesperado. Corría a ciegas en la semipenumbra del crepúsculo.

Cuando cayó, su primer pensamiento fue que le había fallado la pierna herida. Pero sus manos no encontraron el suelo mientras se precipitaba en un foso oculto por una maraña de ramas. Los cabellos se le enredaron en algo espinoso y una madera de dura corteza le desgarró la piel del rostro antes de tocar un suelo removido recientemente. Demasiado confuso para comprender, giró, tumbado como estaba, y miró hacia arriba. A unos tres metros por encima de él, en el borde de la hondonada, el horrible avestruz le miraba fijamente, como si no comprendiese cómo había ido a parar de repente allí. Durante unos momentos aterradores, Rudy se preguntó si saltaría tras él. En tan reducido espacio no podría defenderse del animal, suponiendo que no se le hubiera roto la espada, el brazo o ambas cosas a la vez. Pero lo único que hizo el ave fue agitar las plumas con fuerza, abrir el largo pico de guadaña, lanzar un ronco graznido colérico y perderse en el crepúsculo.

Rudy se apoyó en un poste que había a sus espaldas y cerró los ojos. Quería dormir, desmayarse o morir, le daba igual. Al cabo de un rato, se dijo a sí mismo que aún no había salido del atolladero y que haría mejor en espabilar si no quería acabar mal.

Abrió los ojos y miró en torno a sí.

«Fantástico. He caído en una trampa para mamuts».

No podía ser otra cosa. La mayor parte de la cubierta de matorrales había caído con él, y por encima de su cabeza el agujero se recortaba contra el oscuro cielo. Olía a tierra removida y de las negras paredes del foso brotaban los dedos blanquecinos de las raíces. En medio había tres enormes estacas clavadas en la tierra, y era con una de ellas con lo que había chocado al caer. Se valió de uno de los palos para incorporarse y se palpó la mejilla.

«Anímate. Podías haber caído sobre una de las estacas —se dijo—. Y ahora… ¿Quién demonios puede haber construido aquí una trampa para mamuts? ¿Habrá algún pueblo o una especie de…?».

«¡Los Jinetes Blancos!».

«Fantástico».

Con la espalda apoyada en la estaca, se deslizó hasta el suelo cubriéndose el rostro con las manos. «Quizá hubiera sido mejor morir empalado —pensó—. Al menos, habría sido rápido. ¿Cómo es posible que las cosas puedan empeorar siempre un poco más?».

«Lo único que me hace falta para que todo sea perfecto es un mamut», pensó con amargura.

El suelo tembló violentamente.

En la lejanía, el desesperado y estridente barrito de una bestia herida llegó hasta sus oídos acompañado del retumbar de un cuerpo enorme corriendo y el suave golpeteo de los cascos de caballo.

«Si me quedo donde estoy —reflexionó Rudy cansadamente—, esa maldita mole aterrizará encima de mí y todo se habrá acabado».

«No. Según me van las cosas, quedaré malherido y luego tendré que entendérmelas con los Jinetes. Por Dios, pero si tienen caballos. Aunque estuviera fresco como una lechuga sería imposible escapar».

«¡Pero qué diablos!». Se arrastró gateando hasta el rincón del foso más próximo a la dirección de donde venía el mamut, donde tenía más probabilidades de no recibir el golpe. El galope suicida del animal hizo retumbar el suelo con violencia; el sonido martilleaba en el cerebro de Rudy. Era como si se estuviera acercando una división blindada, una pesadilla de ruido y miedo. La vibración hizo que le temblaran hasta los huesos. Entonces miró hacia arriba y durante un instante lo vio dibujado contra el cielo: una enorme cabeza marrón, una montaña de carne tan grande como una casa de dos pisos y unos ojos diminutos enrojecidos de furia y dolor. Un líquido caliente y pegajoso le salpicó desde los doloridos pies hasta las rodillas. Atrapado en el foso, Rudy contempló aquel horror. La cabeza le daba vueltas con el retumbar de las pezuñas del animal, su furibundo barrito y el caos de relinchos y cascos de caballo. Un Jinete pasó con su montura como un rayo por el mismo borde del foso. Sus trenzas plateadas brillaron en la oscuridad. Como hipnotizado, Rudy vio al mamut tambalearse al borde del hoyo. Sus vacilantes pezuñas provocaron una avalancha de tierra y piedras sobre Rudy. Como a cámara lenta, vio al Jinete sacar un flecha de su carcaj con un movimiento fluido y ajustarla en el arco mientras el mamut sacudía la cabeza barritando desesperadamente. El caballo relinchó de pánico a escasos centímetros del borde de la fosa y se encabritó. El jinete apuntó al centro mismo del caos de sombras, peso y movimiento, de crines y pieles. La flecha partió del arco flotando con tranquila deliberación, según le pareció a Rudy, y cruzó los escasos metros que la separaban de su objetivo para enterrarse en el chispeante y enrojecido ojo del mamut. La enorme bestia se alzó sobre las patas traseras con un último ronquido de agonía, y pareció planear, como flotando, sobre el foso en el que Rudy estaba acurrucado. Entonces, como un alud, cayó sobre él.