CAPÍTULO SIETE

Jill fue recuperando el conocimiento lentamente, hasta darse cuenta con asombro de que había estado durmiendo. Sintió un penetrante olor a incienso que le recordó algo que creía haber soñado, si es que aquello había sido un sueño. Dulces cánticos y extrañas letanías se confundían en sus oídos. Sabía que se hallaba en una especie de oscura antesala octogonal desierta y sombría. Después de intentar ordenar sus confusos pensamientos, llegó a la conclusión de que había debido de ir allí a descansar después de que los otros miembros de la comitiva volvieran de la ejecución a la puesta del sol.

Quizá la ejecución sólo había sido un sueño.

No lo creía así. El barro y la nieve de sus botas estaban frescos, goteando al derretirse sobre la lisa piedra negra del suelo. Recordó haber tropezado con todos los hombres, mujeres y niños de la Fortaleza por el camino que lleva al montículo que se alzaba frente a los portones mientras se escuchaba el aullido de los lobos, el silbar del viento en el bosque y el llanto solitario de las tres o cuatro mujeres que guardarían luto por Bendle Stooft y Parscino Pral.

Como contrapunto a esta melodía, le quedaban los murmullos de la gente que la rodeaba.

—Sí, tampoco estuvo mal. Cuando salimos de Gae para refugiarnos en Karst, ese usurero me cobró un penique por una barra de pan. ¡Un penique! ¡Y yo con seis niños muriéndose de hambre y ni un techo donde resguardarnos!

—¿Un penique por un pan? —había exclamado otro hombre con amargura—. Él y Pral me cobraron seis monedas de cobre por un rincón en el suelo de un lavadero donde dormir, y aquella noche perdí a mi mujer. Por lo que a mí respecta, esa guardia podía haberle cortado las manos y la cabeza, además del pie.

«Viva la policía», pensó Jill con un mohín de cansancio mientras levantaba la cabeza para mirar a su alrededor. Ahora lo recordaba todo mucho mejor. Había estado con Janus y Melantrys. Alwir los había convocado en el Sector Real y ella los había seguido, con la vista nublada, hasta el territorio de la Iglesia, y luego se había quedado atrás. «Que Janus se las arregle con él —pensó—. No voy a subir todos esos malditos escalones porque Alwir lo diga».

Observó que la antesala del templo había sido construida como una torreta contra el negro muro de la Sala Central mucho después de la construcción original de la Fortaleza como recinto de entrada al propio santuario. Para el ojo de historiadora de Jill, este tipo de apéndice era indicativo de una época de superpoblación en la historia de la Fortaleza, época en la que posiblemente también habían proliferado las divisiones de los corredores y celdas originales hasta desfigurar por completo la planta original. La antesala no contenía mucho, apenas unos bancos de piedra y un icono de una especie de santón al que devoraban las serpientes. En el muro del fondo se abría la puerta que conducía al santuario.

Se abrió una puerta en algún sitio. Los cantos procedían del santuario, cuya bóveda amplificaba las voces de los monjes que invocaban a Dios en una lengua arcaica. A Jill le resultaba extrañamente familiar, como un reflejo distorsionado de sus estudios medievales, un extravagante recuerdo del Vacío que había cruzado para llegar a aquel mundo, como quizás hubieran hecho otros antes que ella. Las preces que había leído Govannin antes de la ejecución le eran familiares y le producían la sensación de encontrarse entre dos planos diferentes de la realidad.

Volvió a ver mentalmente a Govannin, perfilada contra el cielo rojizo del atardecer, de pie entre los macizos postes de los pilares, como un tótem negro y enhiesto, con su capa flameando al viento; los postes se erguían como el punto de mira de un arma de fuego entre los portones de la Fortaleza y el oscuro paso de Sarda, y los brazos en cruz de Govannin formaban con ellos una definida retícula que enmarcaba el pequeño y siniestro ojo del sol poniente. Parscino Pral quedaba amarrado a uno de los postes con cadenas, medio muerto por el horror y la pérdida de sangre. Bendle Stooft lloraba, gritaba y suplicaba clemencia incesantemente durante el oficio de la obispo. Alrededor de ellos, los pobladores de la Fortaleza permanecían de pie, como un lago oscuro de ojos abiertos. A esa silenciosa compañía se unieron desde el otro lado de la loma un grupo más reducido de refugiados, unos dos mil hombres, mujeres y niños hambrientos y cubiertos de harapos que habían acudido en silencio a observar la justicia de la Fortaleza.

El viento azotaba el valle y arrastraba la cellisca. Las cadenas resonaban al chocar contra los postes y las llaves temblaban en manos de Janus. Alwir leyó en voz alta los cargos con su potente y elegante voz y Govannin recitó sus plegarias y cumplió con la formalidad de pedir misericordia al Señor por los pecados de aquellos hombres, aunque su tono denotaba lo poco que le importaba el resultado. Luego, cuando el sol desapareció fundiéndose en la aplastante oscuridad de los bancos de nubes, todos dieron la espalda a los condenados y regresaron a la Fortaleza al tiempo que el crepúsculo invernal se extendía sobre el valle.

Jill creía haber visto a Maia de Thran, apoyándose en su bastón mientras subía los escalones que conducían a la Fortaleza entre Alwir, Govannin y Minalde. No creía haber visto a nadie tomar el embarrado camino de vuelta hacia la Gran Puerta.

Pero quizá también eso hubiera sido un sueño.

Agitada por la fiebre, Jill se puso en pie y se encaminó a la puerta del santuario. Desde sus sombras echó un vistazo a la enorme estancia. Tenía una altura doble de la habitual y una superficie de unos tres mil metros cuadrados, aunque Jill nunca había tenido mucho ojo para las medidas. La enorme nave sólo estaba iluminada por tres velas que ardían sobre la piedra desnuda del altar central; a la luz de su difusa y diminuta llama, la descomunal cámara se disolvía en una confusión de celosías superpuestas. Columnas, galerías y balcones formaban un elaborado encaje de piedra, con capillas en miniatura talladas en fantásticas torretas colgantes y plataformas irregulares con escaleras de caracol; sobre todo ello se cernían ejércitos esculpidos de demonios, santos, ángeles, animales y monstruos que se asomaban desde junglas de tracería. En la densidad de las sombras no se veía ni un alma, pero Jill podía oír los salmos de una capilla a otra.

Ya los había oído antes, durante el viaje desde Karst: letanías y réquiems, maitines y vísperas. ¿Qué relación había entre diferentes culturas a través del Vacío?, se preguntaba. ¿Y cuáles influían en cuáles? ¿Hacia dónde evolucionaban las ideas? ¿Se transmitían en líneas paralelas o formaban ramas diferentes de una raíz platónica prototípica? ¿O era algo distinto, algo totalmente inconcebible? Se preguntó quién sería aquel santo de la antesala, cuyos ojos curiosamente sesgados tenían más expresión de desconcierto que de dolor. ¿Existía algún santo cristiano que hubiera terminado sus días sirviendo de pasto a las víboras?

Eran juegos de erudito, lo sabía, y no alterarían lo más mínimo la amenaza de los Seres Oscuros o el encuentro inevitable entre Alwir, Govannin y el archimago. Pero Jill era una erudita, y la vida con los guardias, por muchos hombres que hubiera matado y por mucho que hubiera sentido lo que hubiera sentido, no iba a cambiarlo. Aquello era lo que nadie, a excepción de Ingold, había comprendido sobre Jill: el placer del saber por el saber, de la reconstrucción detectivesca de hechos pasados hace mucho tiempo y la sedienta búsqueda de las raíces del mundo.

Jill-shalos

Jill se dio la vuelta sobresaltada. Entre la bruma febril que ofuscaba su mente, vio aparecer a la obispo Govannin, recortada contra las luces de la antecámara como el ángel de un delirio febril, adusta e implacable, ataviada con sus hábitos episcopales, como una criatura de inhumana belleza, inteligencia y fidelidad a su Dios. Pero su voz era la voz seca de una mujer.

—¿No te encuentras bien? —preguntó suavemente—. En el juicio parecías enferma y tu aspecto no ha mejorado mucho.

—La herida me ha dado un poco de fiebre, eso es todo —respondió Jill—. Se me pasará en un día o dos.

Los dedos largos y sarmentosos señalaron, sin rozar, el cabestrillo y las vendas que cubrían el hombro de Jill.

—Algo más, me temo —dijo—. Los hombros pueden dar muchos problemas.

Lejos de ellas, en el recinto sagrado, se escuchaba la elegante melodía de un cántico piadoso. «Por el alma de Bendle Stooft», supuso Jill. A su lado, la obispo levantó la cabeza, escuchando con espíritu crítico. Entre la dorada bruma de la luz de la lámpara, Jill estudió su cara: unas cejas altas, inteligentes, que daban sombra a unos ojos tremendamente fanáticos; la testarudez quedaba marcada en las duras y profundas líneas de las mejillas y los labios. Sus orejas, pequeñas y bonitas, delicadas como conchas, contrastaban con la suavidad de la despejada nuca, que descendía hacia los fibrosos músculos del cuello. Jill pensó que, en su juventud, Govannin Narmenlion debía de haber sido una mujer muy atractiva, incluso adorable, aunque una mujer con aquella inteligencia fría y manipuladora, a duras penas podría ser adorada por nadie.

—Ilustrísima —preguntó Jill tímidamente con sus ojos oscuros fijos en ella como volviendo de un sueño—, ¿cómo se construyó la Fortaleza?

La obispo meditó la pregunta con detenimiento, no como los guardias compañeros de Jill cuando les había preguntado.

—No lo sé, lo que no deja de ser extraño —añadió, mientras acariciaba la piedra negra de la puerta de entrada con sus largos dedos—, puesto que es nuestro refugio y nuestra casa.

—¿Alguien lo sabe?

Govannin sacudió la cabeza negativamente.

—No que yo sepa. Mi educación fue muy profunda para una rica heredera, y sin embargo no recuerdo haber leído nunca una línea sobre esto.

Jill sonrió.

—Sí, yo también tuve una educación bastante amplia.

El fantasma de una ligera sonrisa se dibujó en los duros labios de Govannin.

—Ah, ¿sí?

—Sí. En mi país era una mujer de letras. Supongo que en cierto modo eso es lo que siempre seré. ¿Es posible que las crónicas de la Iglesia mencionen algo sobre la construcción de la Fortaleza?

La obispo cruzó los brazos, pensativa. Detrás de ella, Jill vio movimiento en el santuario: monjes de hábitos pardos subiendo los estrechos escalones, tenuemente iluminados bajo el brillo ámbar de un incensario. Desaparecieron entre las sombras, pero sus voces quedaron flotando en el aire, como el ronco son del viento contra las rocas.

—Quizá —dijo por fin Govannin—. La mayoría de las Escrituras proceden de la Edad Antigua, pero contienen más enseñanzas y sabiduría que datos sobre ingeniería. Las crónicas que trajimos a la Fortaleza, y no gracias a mi señor Alwir, se remontan a la época en la que la sede estaba aquí, en Renweth, pero no creo que lleguen hasta la Edad Oscura. Aunque quizás algunos sí. —Debió de percibir el resplandor que iluminó los ojos de Jill—. ¿Es importante para ti?

—Podría serlo —respondió Jill—. Esas crónicas podrían contener alguna pista, alguna información, no sólo sobre la Fortaleza sino sobre los Seres Oscuros. Qué son, por qué vinieron, por qué se marcharon…

—Quizá —volvió a decir la obispo después de meditarlo un largo rato—, pero en general creo que sólo encontrarás meras relaciones sobre las cosechas, nacimientos y defunciones, o si las lluvias fueron escasas o abundantes ese año. Por lo que respecta a la primera venida de los Seres Oscuros… —Frunció el entrecejo, con lo que se aproximaron sus oscuras y finas cejas y se endurecieron las líneas de su severo rostro—. Al parecer, las civilizaciones antiguas eran perversas y degeneradas. En medio de su orgullo y esplendor, cometieron grandes atrocidades. Mi opinión es y siempre ha sido que la Edad Oscura fue un castigo que duró lo que marcó Dios. El Libro de Iab nos dice que Dios permitirá en una ocasión que el Mal se adueñe del mundo para sus propios e insondables designios. —Pareció estremecerse imperceptiblemente—. He vivido mucho y he aprendido a no cuestionar jamás las motivaciones de Dios.

—Quizá —dijo Jill—, pero parece que es soportar demasiado sufrimiento y dolor que tal vez podría evitarse. Si Dios no quisiera que aprendiéramos de la historia, no tendríamos manos para escribir ni ojos para leer.

—Los típicos sofismas de un mago —respondió la obispo con calma—. No, no es que critique el argumento, aunque sé que eres fiel a tus amigos magos, pero dudo de la utilidad de luchar contra la voluntad de Dios. Sus designios son lentos, pero tan firmes e inevitables como el avance de los hielos del norte.

—Pero ¿quién —insistió Jill— puede conocer la intención de Dios?

—Yo no, desde luego. Y no creo que sea malo aprender de la historia. No soy uno de esos monjes que predican la quema de todos los libros y la transmisión oral de las Escrituras. El conocimiento es poder, ya sea el conocimiento de los Seres Oscuros, de los reyes que usurparon lo que por derecho le pertenecía a Dios o de los hechiceros y los magos que no creen en Dios para nada y a quienes el diablo utiliza para sus fines particulares. Podemos combatir el conocimiento con el conocimiento y su poder con el nuestro.

—¿Con armas como la Runa de la Cadena? —preguntó Jill con cierta amargura.

La obispo le dirigió una profunda y enigmática mirada.

—El uso de esos objetos no es lícito —dijo la obispo—. La Runa de la Cadena es capaz de obstaculizar y anular el poder de un mago; he oído que a veces se ha usado para ello, pero emplear las artes del Maligno en cualquiera de sus formas va contra nuestros principios. Esta búsqueda del archimago de Quo sólo nos traerá males.

—¿No crees que un mago pueda recibir su poder de Dios?

El tono de Jill se había acalorado quizá más de lo que era su intención. Govannin la contempló durante unos segundos sin ninguna emoción, pero a través de la neblina provocada por la fiebre y la luz de la lámpara parecía una mera sombra sin cuerpo dotada de unos ojos fríos y luminosos.

—Te apresuras a salir en su defensa —dijo, por fin, y su voz tenía la calma de una serpiente pitón que observa el paisaje en busca de su presa—. Cuídate de él, hija mía, tiene mucha habilidad y un gran encanto personal para ser un hombre que ha vendido su alma a Satán, que es lo que ha hecho, aunque jamás lo reconocerá. Satán también usa a los hombres que, por ignorancia o por orgullo, no comprenden lo que significa ceder a la tentación del Poder. Pero yo soy vieja, Jill-shalos, y he visto también al otro tipo de magos: magos perversos, retorcidos, ambiciosos y egoístas. Si tú hubieras conocido a alguno de ellos, de los que admiten abiertamente su alianza con el Maligno, no pensarías que los poderes de un mago le han sido concedidos por Dios o que procedan de Él.

—¡Pero él no es así! —protestó Jill con vehemencia, y acudieron a su mente imágenes y palabras que era imprudente pronunciar. Recordó a Ingold erguido a la luz azulada de su báculo, conteniendo la tormenta y la Oscuridad hasta que los guardias pudieron llegar con Tir y Alde a la Fortaleza; lo recordó entrando en un pasaje de misteriosas tinieblas, rodeado de runas de Poder que nadie más que él podía ver; y recordó su mirada cuando le entregó su refulgente báculo y le pidió que permaneciera con él ocurriera lo que ocurriese.

—Nunca cedería al mal, nunca usaría sus poderes para causar daño. Puede haber magos buenos y malos, al igual que hay hombres buenos y malos… —Govannin alzó sus oscuras y elegantes cejas. Jill se atropelló con sus propias palabras y se detuvo en seco. Sentía un ardor en las mejillas que no se debía sólo a la fiebre, y se alegró de que las sombras lo disimularan—. Lo siento —tartamudeó de pronto confundida—. Te he hablado irrespetuosamente y hasta ahora nunca me has mostrado más que amabilidad. —Jill pensó que probablemente ningún plebeyo se había atrevido a hablar así a Govannin Narmenlion desde hacía muchos años.

Pero la obispo simplemente guardó silencio un momento, observando a Jill con una mirada curiosa y reflexiva. Cuando habló, su voz, seca y desafinada, parecía incluso comprensiva.

—Me gustas, hija mía —dijo—. Eres tan guerrera como sabia. Eres decidida y siempre sigues un objetivo marcado. Tu corazón es muy puro, puro en su erudición y en su violencia, puro también en su amor. Los corazones como el tuyo pueden hacer un bien y un mal incalculable, pero nunca podrán ser comprados ni intimidados. —Posó sus helados dedos sobre la mejilla de Jill—. Te dejaré los registros de la Iglesia, si lo deseas, y también a alguien para que te interprete las lenguas antiguas. El conocimiento es el regalo que te ofrezco, con todas las consecuencias que pueda acarrear.

Extendió su huesuda mano y Jill se arrodilló sobre una pierna para besar la oscura piedra que remataba el anillo pastoral.

Más tarde, al despertarse en la sala de guardia tras un sueño febril, Jill se preguntó si también aquello habría sido un sueño. Después de la cena, Minalde apareció con un pesado libro que, según dijo, Govannin le había dado para ella.

—Iba a venir de todos modos —explicó mientras se sentaba a los pies del destartalado catre de Jill.

A través de la puerta, Jill escuchó los ruidos de la guardia que salía a hacer la vigilancia nocturna, el crujido de los correajes, el débil tintineo de las hebillas y las bromas de Melantrys.

Minalde pasó los dedos por el borde de los cierres metálicos de las cubiertas.

—¿Qué es?

Jill le explicó brevemente su deseo de investigar los orígenes de la Fortaleza para intentar averiguar algo sobre sus secretos.

—Verás —dijo—, hay tantas cosas incomprensibles en la Fortaleza… Por ejemplo, ¿cómo es que hay agua corriente en los canales y letrinas? Incluso aunque se hubiera construido sobre un río subterráneo, el agua no sube por sí sola. ¿Por qué en la mayoría de los sitios el aire es fresco y no está enrarecido? ¿Cómo fue la construcción inicial de la Fortaleza? Sé que fue construida hace tres mil años por Dare de Renweth, en la época de la primera venida de los Seres Oscuros, pero ¿cuánto tiempo tardó en construirse? ¿Dónde vivía la gente durante la construcción, si ésta no comenzó hasta que atacaron los Seres Oscuros? ¿O es que el peligro sólo existía en los valles fluviales, y no en las montañas?

—No —contestó Alde con sencillez—, porque hay una guarida de Seres Oscuros a menos de treinta kilómetros de aquí, como sabrás.

Jill recordó el inmenso bloque de piedra incrustado en la ladera de un valle silencioso y fantasmal, en medio de aquellas mismas montañas, y se estremeció.

—En cuanto al resto —prosiguió Alde— me has contado más de lo que yo sabía. He oído que la magia en la Edad Antigua era diferente a la de ahora, pero no sé qué significado pueda tener. Sé que hace siglos existían centros de magia, una especie de templos de prácticas mágicas, en muchas ciudades, no sólo en Quo, así que quizás entonces era igual. Rudy dice que la magia está fundida con los muros de la Fortaleza.

Al mencionar el nombre de su amado, las mejillas de Alde se sonrojaron y Jill disimuló una sonrisa. En muchos sentidos, aquella chica de pelo negro le recordaba a los jóvenes universitarios a los que había dado clase; era dulce, tímida, guapa y muy insegura de sí misma. En aquel momento era difícil creer que aquella muchacha de suave voz había pasado por batallas y masacres, había visto morir a su marido entre las ruinas en llamas del palacio de Gae y se había enfrentado a las fuerzas de la noche, armada sólo con una antorcha y con su enorme valor. Era la reina de Darwath, la auténtica autoridad de la Fortaleza, y estaba allí sentada al borde de su mísera yacija con las piernas cruzadas bajo sus faldones multicolores de campesina.

—De todas formas, la obispo se ofreció a prestarme los libros para ver si encontraba alguna respuesta —dijo Jill mientras se recostaba sobre las almohadas que le habían prestado—. Gnift me ha dicho que estoy exenta de entrenamientos y guardias hasta dentro de tres semanas. Supongo que tiene razón —añadió con pesar, y se miró el hombro vendado—. De todos modos, tendré que encontrar a alguien que me los lea y me enseñe el idioma.

—Yo puedo hacerlo —dijo Alde—. De verdad, me encantaría. Conozco el wath antiguo y el lenguaje de la Iglesia, que es muy diferente del wathe actual. Creo que sería la primera vez que me sirviera algo de lo que aprendí en la escuela.

Jill la contempló durante un instante a través de la penumbra de la sala de guardia, fascinada.

—¿Qué aprendiste en el colegio?

Alde se encogió de hombros.

—A tejer —explicó Alde—, canciones y distintos estilos de poesía. Una vez hice un tapiz completo sobre el tema de Shamilfar y Syriandis, unos famosos amantes, pero fue un trabajo ímprobo, y no hice ninguno más. También danza y música, e instrumentos como el arpa o el dulcímer. Algo sobre la geografía del reino y un poco de historia. Lo que menos me gustaba era la historia —reconoció con cierta vergüenza.

—A casi nadie le gusta —dijo Jill con tono comprensivo.

—A ti sí.

Alde pasó sus menudas y cuidadas manos sobre el repujado de la cubierta de cuero.

—Yo siempre he sido un poco rara en ese sentido.

—Bueno, es como si para ti fuera muy importante —dijo Alde—. Como si estuvieras buscando algo. Todo lo que a nosotros nos enseñaron de nuestra historia fueron episodios supuestamente edificantes, como el de un hombre que murió heroicamente cubriendo la retirada de sus compañeros, o el de unos soldados de la antigüedad que prefirieron incendiar su ciudad y morir antes que ser esclavizados. Cosas de ésas que probablemente no ocurrieron jamás.

—Quizá —dijo Jill con una sonrisa.

—Pero si necesitas alguien que te interprete los libros, me encantará poder ayudarte.

Jill estudió en silencio el rostro de Alde durante un momento. Así que iba a tener a una reina como ayudante. «Seguramente Alwir ni la echará en falta», pensó para sí.

—Desde luego —dijo pausadamente—, siempre que tengas tiempo suficiente.

Se adueñaron de la pequeña habitación del fondo de la sala de guardia, la misma en la que Ingold se había instalado al llegar a la Fortaleza. Era una habitación privada que estaba cerrada al resto del personal. Y según observó Jill, se encontraba en el lado opuesto al Sector Real de la Fortaleza, que representaba el centro político. Alde acudía allí todos los días, por regla general con Tir, para trabajar sin descanso en las crónicas mientras Jill garabateaba notas en unas tablillas de madera cubiertas de cera de abeja que había descubierto en un trastero abandonado. En otro había encontrado una mesita de delgadas patas, de un tamaño ideal para el espacio disponible en su nuevo estudio, y para asiento se apropió de un barrilete de manzanas que encontró vacío.

De esta forma Jill entró en una etapa de apacible estudio, en la que alternaba horas de trascripción y clasificación de notas con largos y solitarios paseos por los rincones traseros de la Fortaleza en busca de algún indicio de la misteriosa cámara circular que le había descrito Rudy antes de marcharse. De uno de estos recorridos venía un día cuando se encontró a Alde sentada en su escritorio, estudiando una de las tablillas a la tenue luz de las velas.

—¿Es esto lo que haces? —preguntó la joven, pasando el dedo tímidamente sobre la suave superficie—. ¿Esto es todo?

Jill miró por encima del hombro de Alde. En general escribía con una horquilla de plata, que utilizaba como estilete, combinando el inglés con las runas wathes. En la tablilla había escrito lo siguiente:

Swarl (?) h. de Tirwis, hs. Aldor, Bet, Urgwas —hambre, nieves Paso 2, fort. Gr. Pta. 4 (-) —no menc. S. Osc.

—pob. Fort. 12000 + 3 asent. (Gran Circo,??)—enterrado gaenguo (?) —Obs. Kardthe, Tracho.

—Claro —contestó Jill animadamente—. Es sobre lo que me estuviste leyendo ayer. No es más que una síntesis. Mira: Swarl, que gobernó Renweth no sabemos cuándo, tuvo tres hijos llamados Aldor, Bet y Urgwas…

—Bet es nombre de mujer —puntualizó Alde.

—Ya. —Jill hizo una anotación. En wathe los nombres de personas no tenían género—. De cualquier forma, en el segundo año de este reinado hubo una época de hambre y las nieves llegaron a cerrar el paso de Sarda. La población de la Fortaleza en aquellos momentos era de unos doce mil habitantes, repartidos en tres asentamientos en el valle, uno de ellos el llamado Gran Circo, y no me preguntes por qué. En la crónica no hay ninguna mención de los Seres Oscuros, lo que no es insólito, habida cuenta que aún no hemos encontrado ni una palabra sobre ellos en ninguna de las crónicas, y alrededor del cuarto año de este reinado se dice que la Gran Puerta se fortificó, aunque puede que hubiera estado así durante años. Los obispos durante su reinado fueron Kardthe y luego un hombre o mujer de nombre Tracho.

—Es la forma antigua de Trago. Es un nombre de varón.

—Gracias. —Jill hizo otra anotación—. Y durante su reinado enterraron el «gaenguo», algo que quería consultarte. ¿Gaenguo no es una palabra antigua que significa «lugar de suerte» o «lugar bueno»?

—Es más que eso. Creo que la palabra adecuada sería «lugar afortunado». —Alde extendió el pie y empujó con suavidad una pelota hacia Tir, que jugaba alegremente en el suelo—. En teoría eran sitios donde se manifestaban ciertos poderes, donde la gente podía ver cosas lejanas o tener visiones.

Jill reflexionó sobre todo esto mientras Tir se entretenía en gatear por la crujiente alfombra de paja y juncos que cubría el suelo. Alde se inclinó hacia adelante para que el niño se agarrara a sus dedos, y tiró de él hasta ponerlo de pie entre sus rodillas. Tir reía con ganas y chapurreaba con su media lengua palabras, encantado.

—¿Sabes? —dijo Jill, pensativa—, juraría que lo que enterraron fue la antigua guarida de los Seres Oscuros. —Cogió la tablilla y le dio la vuelta entre los dedos distraídamente; el tacto de la cera era frío y satinado como el del mármol—. Dios sabrá. El sitio es lo bastante siniestro, pero parece todo lo contrario a un «gaenguo». Ese lugar repele la magia en vez de canalizarla. Interesante.

—¿Interesante en qué sentido? —Alde miró con curiosidad a Jill sin soltar las manos de su hijo.

—Porque parece que en esa época ya no asociaban a los Seres Oscuros con los nidos o Escaleras, lo cual es menos sorprendente de lo que parece —y continuó—, si tenemos en cuenta que el fuego era la única defensa conocida contra los Seres Oscuros. Sin ninguna duda, por este motivo no hay dato alguno de la Edad Oscura.

Alde bajó a Tir y el niño se marchó gateando muy decidido hacia su pelota.

—¡Qué pena! —dijo Minalde.

—Bueno, algo más que eso. —Jill se sentó en la estrecha cama de sacos de grano y se cubrió los pies con la capa—. Ésa fue la causa de que nadie supiera qué hacer cuando volvió a ocurrir. Antes del verano pasado prácticamente nadie había oído hablar de los Seres Oscuros.

—¡Oh, sí! —protestó Alde—. En realidad, por eso fue por lo que nadie creyó a Ingold. Cuando yo era pequeña, Medda, mi niñera, me solía decir que no saliera de la cama ni paseara por la casa de noche porque los Seres Oscuros me comerían. Creo que todas las niñeras les contaban a los niños lo mismo —su voz se quebró; al final, había sido a Medda a la que habían devorado los Seres Oscuros—. Era algo con lo que uno crecía. La mayoría de los niños pequeños creíamos en los Seres Oscuros. Eran nuestros padres los que no creían.

Por un momento, Jill se imaginó la suerte que habría corrido cualquier peregrino andrajoso que intentara convencer a las autoridades americanas de que el «hombre del saco» existía de verdad.

—Me sorprende que Eldor le creyera —murmuró.

—Eldor —Minalde hizo una pausa—. Eldor era un hombre extraordinario, y confiaba a ciegas en Ingold. Ingold fue su tutor cuando era pequeño.

Jill levantó rápidamente la vista al percibir la repentina tensión que ahogaba la voz de Alde. La joven tenía la mirada clavada en la lejanía e intentaba contener las lágrimas que habían inundado sus ojos. «Por mucho que ame a Rudy —pensó Jill—, ahí hay un amor que no se puede negar». En el tenso silencio que siguió, se pudo oír la voz de Melantrys, que discutía con Seya sobre si era conveniente o no quitarse la capa durante un combate a espada.

Alde esbozó con esfuerzo una triste sonrisa y se restregó los ojos con los puños.

—Lo siento.

—No pasa nada.

—No —dijo Alde—. Es sólo que a veces no comprendo qué era lo que había entre Eldor y yo. Es como si nunca lo hubiera comprendido. Pensaba que conseguiría que me amara si yo le amaba lo suficiente. Quizá no fui más que una estúpida. —Volvió a secarse las lágrimas—. Pero duele, ¿sabes? Cuando das todo lo que tienes a alguien y él simplemente lo mira y se aleja… —Volvió a apartar los ojos, incapaz de afrontar la mirada de Jill. Ésta, siempre torpe a la hora de hablar de sus propias emociones o las de cualquier otra persona, no supo qué decir.

Pero a Alde pareció no molestarle el silencio. De hecho, hubiérase dicho que lo agradecía. Tir, que había llegado al extremo de la habitación, volvió gateando hacia las dos mujeres con su habitual decisión, y Alde sonrió al inclinarse para ponerlo en pie una vez más. Jill observó a la madre y al hijo y pensó que Tir se parecía mucho a Alde. Su constitución era menuda y compacta, y tenía los mismos ojos grandes de un azul intenso. «Menos mal —se dijo— que su único hijo ha sacado tan poco de Eldor. Cuando se tiene una relación con un hombre que según la Iglesia es un siervo de Satán, no ayuda mucho ver a un recordatorio del antecesor cada vez que una se da la vuelta».

De pronto, Alde levantó la mirada, como si quisiera apartar deliberadamente de su mente el dolor y la confusión de ese primer e inútil amor.

—¿Y dónde has estado tú? —preguntó a Jill—. Los guardias dijeron que habías desaparecido nada más desayunar.

—Por ahí. —Jill se encogió de hombros—. Explorando, buscando algo. Oye… No habrás oído hablar alguna vez de una habitación circular, una especie de observatorio, aquí en la Fortaleza, ¿verdad? Una habitación circular con una mesa de piedra negra, y algo parecido a un cristal en el centro.

—No. —Alde frunció el entrecejo y sus negras cejas formaron como dos alas plegadas para lanzarse al ataque—. Pero, es extraño, me resulta muy familiar. Una mesa… ¿Tiene un disco de cristal incrustado en el centro?

—Sí —dijo Jill—. Como si formara parte de la mesa. ¿Cómo lo sabías?

—No lo sé. Tengo la sensación de haber visto algo así, pero debo de haberlo soñado, porque estoy segura de que nunca he visto nada parecido. Es extraño… —murmuró Alde en voz baja, mientras se sentaba con la espalda contra el escritorio. Parecía confundida. Tir, al que había sentado sobre sus rodillas, no tardó en lanzarse por el pasador adornado con piedras preciosas que le sujetaba el pelo. Ella se lo quitó y se lo dio; su negra cabellera cayó como una cascada sobre sus hombros.

Jill apoyó en las rodillas el brazo vendado.

—¿Qué es extraño? —preguntó.

—Que he sentido esto mismo muchas veces en la Fortaleza —contestó Alde con voz preocupada—. Es… como si recordara cosas, como si hubiera estado aquí antes. A veces estoy bajando por una escalera o paso por una sala y tengo la sensación de haber estado allí anteriormente.

—¿Una especie de déjà-vu? —Existiría un término en la lengua wathe para el mismo concepto, circunstancia que Jill encontró interesante.

—No del todo.

—¿Como los recuerdos heredados que pasan de padres a hijos en algunas familias? —preguntó Jill lentamente—. Me dijiste que tu familia estaba relacionada con la Casa de Dare.

Alde la miró con una expresión de preocupación bajo la tenue luz amarillenta de las velas.

—Pero los recuerdos sólo pasan de padres a hijos —dijo pausadamente—. Y Eldor me dijo una vez que sus recuerdos de otras vidas eran como sus propios recuerdos. Muy claros, como visiones. Los míos son sólo sensaciones.

—Quizá las mujeres guarden los recuerdos heredados de forma distinta —dijo Jill—. Quizá sea menos evidente en las mujeres y no haya salido a la luz durante siglos porque siempre ha habido un heredero masculino en la Casa de Dare. Puede que tú no hayas recordado nada hasta ahora porque no ha habido necesidad. —Jill se inclinó hacia adelante y el grano de los sacos sobre los que estaba sentada crujió suavemente, desprendiendo un ligero olor a rancio por la minúscula habitación—. Recuerdo que en una ocasión Ingold dijo que el padre de Eldor, Umar, no conservaba en absoluto recuerdos de Dare porque no lo necesitaba, que los recuerdos heredados se saltan generaciones, una, tres o incluso más. Pero que habían despertado en Eldor porque era necesario.

Minalde permanecía en silencio, con la mirada fija en el niño que jugaba sobre su regazo ajeno a todo. El pelo suelto ocultaba su expresión, pero cuando habló, su voz era débil y vacilante.

—No sé —dijo.

Jill se puso en pie en un enérgico movimiento.

—Creo que es una gran noticia —anunció.

—¿Tú crees? —preguntó Alde con timidez.

—¡Desde luego que sí! Ven a explorar conmigo y veremos lo que puedes recordar.

En lo más duro del invierno, cuando la nieve selló el valle convirtiéndolo en un mundo blanco, silencioso y aislado, Jill y Minalde emprendieron su propia y poco sistemática exploración de la Fortaleza de Dare. Recorrieron las partes más altas de los niveles cuarto y quinto, donde Maia de Thran había establecido su cuartel general. El obispo las saludó amistosamente desde su propia iglesia, abajo, cerca del extremo oeste, rodeado de soldados. Exploraron los atestados almacenes que había alrededor de la escalera del nivel quinto, donde sólo se escuchaba el fluido acento sureño de los penambrios, e inspeccionaron las oscuras y vacías salas que se extendían más allá. Armadas, como Teseo, con un ovillo de hilo, atravesaron kilómetros de oscuridad, salas abandonadas que apestaban a putrefacción seca o enmohecida, cubiertas por el polvo acumulado que se levantaba con sus pisadas formando una especie de niebla baja.

Encontraron despensas, capillas y depósitos llenos de armas ya oxidadas en las salas interiores de todos los niveles. Vieron restos de puentes que en un tiempo habían atravesado la Sala Central a la altura de los niveles cuarto y quinto, y finas redes de cables ocultos por las densas sombras del techo. Encontraron celdas abarrotadas con montañas de muebles, tallados en estilos desconocidos y decorados con finas líneas de corazones y diamantes resaltados en láminas de oro. Pasaron por otras celdas cerradas, en las que se escuchaba correr a las ratas, posiblemente almacenes de comida escondidos por anónimos especuladores. Descubrieron cosas que no comprendían: pergaminos que se deshacían, escritos con una letra tosca e ilegible, o lo que parecían extraños poliedros pequeños fabricados con cristal lechoso, algo más pequeños que el puño de Jill, cuya utilidad desconocían por completo.

—Deberías contarle a Alwir que hemos encontrado pergaminos —observó Jill cuando volvían sobre sus pasos desde un remoto rincón del quinto nivel. El círculo de luz amarilla de la lámpara vacilaba alrededor de sus pies. En lo alto el aire era más cálido y las paredes a las que se abrían laberintos de celdas vacías producían una sensación de sofoco. El muro bullía de sombras grotescas que se cernían sobre la llama como polillas gigantes que revoloteasen alrededor de una vela diminuta. Jill sintió una irónica envidia de la alegre e irreflexiva capacidad de Rudy e Ingold para llamar a la luz o ver en la oscuridad. «Estos malditos magos probablemente irían por aquí tan tranquilos».

—Lo haré —asintió Minalde mientras alzaba más la lámpara para ver mejor—. La obispo Govannin y él ya se están peleando por el material de escritura. Alwir quiere hacer un censo de la Fortaleza.

—Debería hacerlo, y también debería llevar sus propias crónicas.

—Lo sé. —Alde había asimilado lo suficiente el sentido histórico de Jill para darse cuenta de que las crónicas de la Iglesia sobre ciertos acontecimientos diferían totalmente de las seculares—. Pero como no hay casi nada sobre lo que escribir, nadie lleva ningún tipo de crónicas.

—Fantástico —dijo Jill—. A este paso, cuando esto vuelva a suceder dentro de tres mil años, todo el mundo va a estar tan despistado como nosotros ahora.

—¡No! —protestó Alde—. Eso no puede ser; quiero decir…

Jill levantó las cejas y se detuvo ante una puerta oscura.

—¡Y un cuerno que no! Todo esto podría ser parte de un ciclo periódico. No sabemos por qué vinieron los Seres Oscuros antes o cuántas veces ha ocurrido. Sabemos que en sus ciudades subterráneas tienen esclavos humanos. ¿Son ésos los descendientes de los prisioneros que cogieron hace tres mil años? ¿Fueron los hombres los que los obligaron a desaparecer bajo tierra o fueron ellos mismos los que se marcharon?

—Pero ¿por qué iban a hacerlo? —exclamó Alde angustiada.

—No tengo ni la menor idea. —Jill se detuvo al entrever algo junto a una puerta abandonada. Recogió otro de aquellos pequeños poliedros de cristal y lo hizo girar entre sus dedos—. Pero eso es lo que tenemos que averiguar, Alde. Hay que desentrañar el enigma de algún modo, y por ahora, todo lo que tenemos para empezar es la Fortaleza y las crónicas. —Se encogió de hombros—. Quizás estemos perdiendo el tiempo y el archimago nos dé todas las respuestas cuando vuelva con Rudy e Ingold. Sin embargo, también es posible que no las tenga.

Continuaron por el corredor. Jill se guardó el poliedro en el cabestrillo para investigarlo más tarde. A su paso susurraban los ecos de sus propios pasos, sombras y respiraciones. Pero la Fortaleza escondía bien sus secretos, encerrados dentro de las espirales y contraespirales de sus sinuosas salas, o los revelaba de forma enigmática e incomprensible.

Casi desde que empezaron su tarea, decidieron preguntar a Bektis por el observatorio con la mesa de cristal, por si existía la remota posibilidad de que su ciencia hubiera conservado alguna pista sobre su localización.

Sin embargo, el mago de la corte de Alwir tenía poco tiempo que perder en juegos de niñas. Levantó la vista con gesto malhumorado cuando entraron sigilosamente en su habitación, una celda amplia escondida en el laberinto del Sector Real. La luz azulada que resplandecía por encima de su cabeza se reflejaba en su elevada y calva coronilla y en el puente de su pronunciada y ganchuda nariz. Se levantó e hizo una rígida y breve reverencia a la reina.

—Ruego aceptes mis disculpas, señora —dijo con voz suave y meliflua—. Con esas faldas de campesina cualquiera podría confundirte con una plebeya. —La rígida desaprobación parecía habérsele incrustado en la espina dorsal. A pesar de todo, escuchó la descripción que Jill le hizo de lo que buscaban sin dejar de asentir lentamente con aquella expresión de grave reflexión que, según sospechaba Jill sin ninguna compasión, debía practicar diariamente ante un espejo. Mientras hablaba, Jill observó los pocos libros de tapas negras que ocupaban las estanterías del extremo opuesto de la celda y la suntuosidad de la cama. A diferencia del mobiliario de su minúsculo estudio, el voluminoso lecho era nuevo y la decoración era moderna. Era evidente que lo habían traído desde Karst desmontado, ya que no era del tipo de muebles que se podían encontrar en los viejos almacenes de la Fortaleza. La lástima que alguna vez había sentido por los problemas de transporte de Alwir desapareció por completo. Era indignante pensar que alguien hubiera tenido que arrastrar aquel peso inútil desde Gae. Bajo el frío brillo de la luz azulada que flotaba sobre el viejo mago relucían los bordados escarlata de las mangas de su túnica, que representaban los signos del Zodiaco. Vio el suyo, el de Virgo, antes de caer en la cuenta de que se hallaba ante otra coincidencia inexplicable entre dos mundos separados por el Vacío.

Bektis carraspeó solemnemente.

—Los hombres de la Edad Antigua, mi señora —acentuó—, tenían poderes muy superiores a los nuestros. Se sabe muy poco de ellos o de sus obras.

Alde le interrumpió con impaciencia.

—Mi señora obispo dice que la gente de la Edad Antigua era mala y que practicaba atrocidades.

Un destello de rencor apareció en los oscuros ojos del hombre.

—Eso es lo que dice de todo lo que desaprueba. En aquella época, la brujería era parte de la vida del reino, no algo que se practicara de forma clandestina. Entonces había más magos que ahora y sus poderes eran mucho mayores. Incluso en nuestros tiempos, mi señora, la magia no ha estado nunca prohibida. ¿O acaso no existían centros mágicos en todo el reino, no sólo en Quo, sino también en Penambra, y hasta en Gae, en el mismo lugar donde hasta hace poco se levantaba el palacio?

—¿Es eso cierto? —preguntó Jill con curiosidad.

Los oscuros ojos del hombre se volvieron lateralmente a ella.

—Es cierto que existían, Jill-shalos. Entonces se nos respetaba. La magia fue la herramienta que permitió construir el reino, pero la Iglesia puso al pueblo en contra nuestra jugando con los sentimientos de los ignorantes y, uno a uno, todos aquellos centros fueron clausurados y los magos que vivían en ellos tuvieron que echarse a los caminos. Esto ocurrió hace siglos —dijo con palabras suaves y ligeras que de repente sonaron llenas de resentimiento—. Pero nosotros no olvidamos.

Jill cambió la postura del brazo envuelto en sucias vendas.

—¿Y vuestro saber no conserva ningún dato sobre las obras de aquellos hombres?

—Ni nuestro saber ni el de nadie, Jill-shalos. —El viejo bajó la mirada y su voz volvió a suavizarse—. El archimago Lohiro estudió diferentes obras de la Edad Antigua, pero hasta sus conocimientos en esta materia son fragmentarios.

«Probablemente porque partió de una visión mecánica del mundo», pensó Jill mientras se ponía en pie e indicaba a Alde con un gesto que allí no iban a averiguar nada y dejaron al mago de la corte mezclando perlas molidas con hinojo para hacer una pócima contra la indigestión. La suave luz azulada iluminaba sus manos, que se movían como las patas de una araña.

Jill y Alde siguieron explorando sistemáticamente las oscuras salas de la Fortaleza y examinando todas las crónicas antiguas que caían en sus manos. Pero lo que interesa a los cronistas de una época no siempre es lo que buscan los historiadores. Jill se sumergió en un segundo montón de información trivial sobre las vidas y amoríos de monarcas desaparecidos, duelos de poder con dignatarios olvidados, notas sobre las épocas de escasez, las buenas y malas cosechas y el nivel que habían alcanzado las nieves en el paso de Sarda. Con frecuencia, los esfuerzos de Jill tenían un aire extrañamente surrealista, como si vagara a través del tiempo y el espacio, cruzando una y otra vez las infinitas capas del universo en una búsqueda a ciegas cuyo significado sólo comprendía vagamente.

Era en aquellos momentos cuando más añoraba la presencia de Ingold. Se sentía perdida en un mar de hechos, idiomas y conceptos que apenas comprendía. La ayuda de Alde era incalculable, pero su educación era la típica en una joven de clase alta, y por tanto ortodoxa; había infinidad de datos básicos sobre la historia de la Iglesia, del reino y de la magia que desconocía. Mientras descifraba con paciencia montañas de legajos sucios y emborronados en su minúsculo estudio hasta altas horas de la noche, Jill echaba de menos la presencia de Ingold, más que por sus conocimientos sobre el tema, por su apoyo moral y su compañía. Había momentos en los que se escuchaban las voces lejanas de los cambios de guardia a través de lejanos pasillos, y cuando el cansancio desfiguraba ante sus ojos los textos escritos con extraños lenguajes a la luz amarilla y turbia de la lámpara, Jill apoyaba el brazo que tenía inmovilizado sobre la inclinada superficie del escritorio y se preguntaba cómo había llegado allí. Cómo, en cuestión de unas seis semanas, había pasado de la soleada California y los pantalones vaqueros a vivir en una gélida fortaleza rodeada de peligros en medio de una cordillera extraña, buscando en ilegibles pergaminos una mención de algo que Ingold le había pedido que buscara. También se preguntaba si él la observaría con su pequeño cristal mágico, o si se preocuparía por ella. Entre los dos laberintos del presente y el pasado había un tercero, mucho más intangible y, según presentía, mucho más importante que los otros dos. Era un laberinto de recuerdos, tan escurridizo como una bocanada de humo o como los vagos sonidos que uno cree oír por la noche; un laberinto que sólo podía vislumbrar ligeramente a través de las visiones retrospectivas de Minalde.

—Esto es interesante —dijo Jill cuando Minalde y ella salieron de una celda abarrotada hasta el techo de muebles viejos y docenas de inútiles y enigmáticos poliedros lechosos. El polvo se adhería a sus ropas y Alde estornudó e intentó quitarse el polvo de la cara. Ambas estaban cubiertas de polvo, como dos niñas que hubieran estado jugando en el desván familiar—. Por los muebles que hemos encontrado allí, parece como si esta zona se hubiera ido superpoblando mientras que el nivel quinto quedaba desierto.

—Eso no tiene sentido —dijo Alde, perpleja, mientras intentaba sacudirse el polvo de los brazos sin conseguir nada más que mancharse las mangas blancas de la túnica—. Si tenían problemas de espacio, ¿por qué no alojaban a la gente en el quinto nivel?

Jill se encogió de hombros y pintó otra flecha en la pared.

—Se tarda muchísimo en ir y volver de allí —dijo—. El segundo nivel debía de ser más popular. En mi tierra, la gente vive en sitios mucho más poblados que éste sólo por estar en la zona de moda de la ciudad. —Miró a su alrededor—. Pero ¿dónde demonios estamos?

Alde levantó la lámpara. Frente a ellas partía un corto tramo de pasillo que acababa en un muro liso unos diez metros más allá; por su composición, formaba parte del diseño original de la Fortaleza. Con el movimiento de la lámpara, las sombras cambiaban de forma a su alrededor y Jill se estremeció al sentir la corriente de aire fresco.

Una ráfaga de aire más cálido, procedente de algún sitio cercano, llevó hasta ellas las voces de los monjes que entonaban salmos.

—Cerca del Sector Real, creo —contestó Alde—. Debe de haber una escalera… No, Jill, espera un momento. —Alde se quedó inmóvil. Estaba muy pálida, y las impenetrables sombras la hacían parecer más menuda de lo que realmente era—. Conozco este sitio. Estoy segura. He estado antes aquí.

Jill permaneció en silencio, observando la confusión que afloraba al rostro de Alde. La joven reina pareció buscar a tientas entre sus recuerdos, sin ningún resultado. De repente sacudió la cabeza con desesperación.

—No consigo recordar nada —susurró—, pero intuyo que está cerca. Siento que he pasado por aquí antes muchas veces. Era parte de mi vida; iba a hacer algo… en un sitio al que he ido tantas veces que podría llegar con los ojos cerrados.

—Entonces cierra los ojos… —sugirió Jill suavemente— y ve.

Alde le pasó la lámpara y permaneció de pie, con los ojos cerrados, sumida en la oscuridad. Dio un paso vacilante y luego otro. De pronto, cambió bruscamente de dirección, caminando con suavidad mientras sus ligeras faldas azules y moradas barrían el polvo acumulado en el suelo. Por un momento, Jill creyó que iba a chocar contra la pared, pero el ángulo que quedaba entre la sombra y la luz de la lámpara era engañoso. En el momento en que iba a advertírselo, las sombras parecieron tragarse a Alde, que dio un traspié y maldijo con el tono recatado propio de una dama. Una vez a su lado, Jill vio que allí se abría un breve tramo de escalones negros que llevaban a una puerta oscura con una cerradura rota y oxidada.

—¿Es éste el sitio? —preguntó Alde. Jill inclinó la lámpara para intentar ver con claridad la pieza de cristal incrustada en el centro de la mesa.

—Desde luego —dijo—. Ésta es la especie de observatorio que encontró Rudy la noche antes de marcharse; esto es lo que Ingold me pidió que buscara, y tú lo has encontrado. —Jill vaciló un instante al percibir la inseguridad de Alde—. ¿No era éste el sitio que buscabas?

Alde recorrió la habitación deslizando sus dedos lentamente por el liso muro. Cogió un poliedro blanco que había sobre el banco y el reflejo de la lámpara le arrancó un débil destello rosa.

—No —dijo pausadamente.

—¿No reconoces este sitio? —Jill se volvió hacia ella y se sentó en el borde de la mesa negra.

Alde apartó la mirada del pequeño objeto que estaba examinando. Su cabello negro, cubierto de polvo, caía en desordenados mechones sobre su rostro.

—Sí —dijo con tono seguro—, pero tengo la impresión de haber pasado por aquí de camino a algún otro sitio.

Jill echó un vistazo alrededor de la habitación. Sólo había una puerta. Sus miradas se volvieron a encontrar. Alde parecía convencida de que tenía que encontrar algo más. El silencio se prolongó durante una eternidad, y Jill se estremeció con la repentina sensación de estar acercándose a lo desconocido. En medio de aquel silencio fue dándose cuenta de algo más: a través de la oscura piedra de los muros llegaba hasta ella un zumbido o latido débil y apenas perceptible. Jill frunció el entrecejo al percibirlo con mayor claridad. Era algo familiar, tan familiar como el latido de su corazón, algo que debía reconocer, pero que no recordaba haber oído desde…

¿Cuándo? Desconcertada, se levantó y fue hacia la pared de enfrente de la puerta, donde el suave zumbido parecía oírse con más fuerza. Extendió la mano por encima del estrecho banco y apoyó los dedos contra la piedra.

—Dios mío —susurró, al darse cuenta repentinamente de la posibilidad de haber encontrado algo para lo que no estaba preparada, algo que pareció abrirse ante sus pies como un abismo.

Alde vio su mirada, cogió la lámpara y se apresuró a acercarse.

—¿Qué es esto?

Jill volvió la cabeza para mirar a Alde y el gris frío de sus ojos brilló con fuerza en la vacilante penumbra.

—Toca la pared —susurró.

Alde obedeció, y al instante frunció el entrecejo, desconcertada pero con la sensación de estar a punto de reconocer algo.

—No, no entiendo.

La voz de Jill sonó como un susurro imperceptible.

—Son máquinas.

La trampilla no estaba oculta, como Jill había temido. Simplemente estaba discretamente disimulada. El banco, construido siglos después, estaba colocado delante. Al otro lado del grueso muro distinguió el principio de una escalera de caracol que parecía ascender hasta el infinito.

Cuando por fin emergió en el vasto espacio cálido y polvoriento, en el que palpitaba el denso y constante zumbido del metal y el aire, Jill pensó que acababa de cruzar el umbral de un territorio desconocido para todos los habitantes de aquel mundo, incluido el propio Ingold, de eso estaba segura. Se le ocurrió que la Fortaleza de Dare, lejos de ser una simple fortificación, era toda ella un enigma, tan negro e impenetrable como los Seres Oscuros.

Extendió el brazo y Alde, que la seguía de cerca, le pasó la lámpara. Al proyectar aquel débil punto de luz, multitud de formas oscuras se perfilaron en medio de la negrura que la envolvía: enormes tuberías negras, engrasadas y relucientes, bobinas de cable retorcido que colgaban del techo como enormes enredaderas, y las abiertas fauces de gigantescos conductos que expulsaban aire caliente como la nariz de una bestia monstruosa. El ruido, aunque no era fuerte, retumbaba en sus huesos como el latido de un enorme corazón.

Alde salió de la escalera de caracol y contempló boquiabierta la visión laberíntica que se ofrecía ante sus ojos, apenas visible entre las densas sombras. Tenía los ojos muy abiertos, y parecía incluso asustada. De pronto Jill se dio cuenta de que aquella sociedad tenía un nivel tecnológico similar al del siglo XIV. Unos minutos antes no existía ninguna diferencia entre ellas, como si fueran contemporáneas. Pero de repente el abismo del tiempo y la cultura se hacía insondable. Hasta ella misma, en teoría familiarizada con las maravillas de la tecnología de su época, enmudeció ante la interminable sucesión de elevadores, planchas y tuberías cuyas formas la luz de la lámpara apenas dejaba adivinar. Para Alde debía de ser como otro mundo.

—¿Dónde estamos? —susurró Alde—. ¿Qué es esto?

—En principio —contestó Jill con un tono igualmente bajo, como si temiera romper el silencio que flotaba sobre la tenebrosa jungla de metal—, yo diría que estamos en la parte más alta de la Fortaleza, mucho más arriba del quinto nivel. La subida por la escalera ha sido larga, y en cuanto a lo que esto pueda ser… —Levantó la lámpara y olfateó el sutil olor a aceite del lugar. No había polvo, según pudo observar, ni tampoco ratas. Sólo oscuridad y el suave y constante latir del corazón secreto de la Fortaleza—. Tienen que ser las bombas.

—¿Las qué?

—Las bombas que hacen circular el aire y el agua —dijo con tono pensativo—. Sabía que tenían que estar en algún lado.

—¿Por qué? —preguntó Alde, perpleja.

—El aire y el agua no se mueven solos. —Se detuvo y se inclinó para recoger otro pequeño poliedro de cristal blanco, medio oculto entre las sombras de una masa de bobinas de un diámetro como el de su cintura.

—Pero ¿por qué no se menciona nada de esto en las crónicas? —preguntó Alde.

—Ésa es una buena pregunta. —Jill rodeó una enorme tubería de metal negro y liso y pasó la mano por la boca de un conducto gigantesco. En lo profundo de las sombras pudo ver una rejilla de malla fina. Evidentemente, no era ella la única persona que había pensado en la posibilidad de que los Seres Oscuros entraran por los conductos del aire—. Y a mí se me ocurre otra: ¿dónde está la fuente de energía?

—¿La qué?

—La fuente de energía…, lo que hace que todo esto se mueva.

—A lo mejor se mueve solo, porque es su naturaleza el moverse. —Era una respuesta perfectamente racional, si se tenía en cuenta que su visión del mundo era similar a la medieval.

—Nada que esté por debajo de la luna puede hacerlo —explicó, por seguir las teorías de Aristóteles y su física sublunar—. Todo, absolutamente todo, necesita algo que lo haga moverse.

—¡Ah…! —dijo Alde, convencida con la explicación. Las invisibles paredes recogían el murmullo de sus voces y lo repetían una y otra vez por encima del monótono zumbido de las tuberías.

—Alde… —Jill se dio la vuelta, y el resplandor de la lámpara le iluminó el rostro y el uniforme negro, sucio y polvoriento—. ¿Te das cuenta de que podría haber en la Fortaleza otros lugares como éste, habitaciones, laboratorios, defensas y mil cosas más, todo oculto y olvidado? Si pudiéramos encontrarlos… ¡Dios, ojalá Ingold estuviera aquí! Él sabría qué hacer.

Alde levantó la mirada bruscamente.

—Sí —dijo—, sí que lo sabría. Porque, escucha, Jill, dime si esto tiene sentido: ¿podría esa fuente de energía ser mágica?

Jill se detuvo a pensarlo y luego asintió con la cabeza.

—Debe de serlo —dijo. «Después de tres mil años es más probable que sea eso, que un reactor nuclear oculto», concluyó para sí.

—Eso explicaría que nada de esto se mencione en las crónicas. —Alde se inclinó hacia adelante y sus negras trenzas cayeron sobre sus hombros. Tenía los ojos muy abiertos y, según pensó Jill, parecía algo asustada—. Tú dijiste que la Fortaleza había sido construida por magos que también eran ingenieros. Pero las Escrituras de la Iglesia datan de mucho antes de la Edad Oscura. La Iglesia tenía mucho poder, incluso entonces. —Su voz era grave e intensa—. Es lógico que la gente tema a los magos, Jill. Si ellos guardaban el secreto de la construcción de la Fortaleza, era fácil que se perdiera en medio de una época de catástrofes… Y eso es lo que debió de suceder. Son tan pocos… Si algo les ocurriera antes de poder transmitir sus conocimientos a sus discípulos…

Jill guardó silencio. Recordaba a Ingold ante los portones de la Fortaleza y el fanático odio que irradiaban los ojos de serpiente de Govannin.

Alde levantó la vista y la luz de la lámpara brilló en sus ojos.

—Siempre me enseñaron a desconfiar de los magos y a temerlos. Sé que Rudy tiene Poder, Jill, pero aún así tengo miedo de lo que le pueda pasar. Está allí afuera, en algún sitio, no sé dónde. Le quiero, Jill —dijo en voz baja—. Puede que no sea legítimo y que sea estúpido e inútil y todo eso, pero no puedo evitarlo. Hay un dicho en el reino: «La mujer de un mago es viuda». Yo siempre pensaba que era porque los excomulgaban. —Puso el pie sobre el primer peldaño de la larga escalera que bajaba hacia el segundo nivel. Sus ojos se encontraron con los de Jill—. Ahora sé lo que significa. Que la mujer que se enamora de un mago sólo puede esperar sufrimiento.

Jill apartó la mirada, abrumada por una repentina oleada de comprensión. Tenía ganas de llorar.

—Me lo vas a decir a mí, tesoro —murmuró para sí.

Alde, que ya había comenzado a descender, miró hacia arriba.

—¿Qué?

—Nada —mintió Jill.