Como su hermano había ordenado, Minalde no regresó al campo de refugiados de la Gran Puerta. Jill, sin embargo, una semana después de haber ido allí por primera vez, volvió a emprender el descenso a la entrada del valle con el sigilo de un cazador de leopardos, consciente de la advertencia de Maia sobre quién podía sucederle al mando de los penambrios.
Se mantenía la vigilancia en el camino, pero de forma mucho menos rigurosa. El número de penambrios había disminuido alarmantemente; un guardia llamado Caldern, un hombretón de las provincias norteñas, de aspecto engañosamente torpe, había visitado el campo y volvió declarando que ya no quedaban más que un puñado de supervivientes agrupados en torno a sus mortecinas hogueras, cocinando un zorro que habían cazado, y que no había visto ni rastro de Maia, noticia que hizo llorar a Minalde.
Jill, de pie en la penumbra que lo invadía todo bajo los silenciosos árboles, se preguntaba por qué tenía aquella sensación de peligro, de que alguien la vigilaba. A su alrededor, los árboles imponían su silencio en un mundo sombrío de cortezas húmedas sepias y pardas, de agujas de pino negras cargadas de nieve, de ramas retorcidas y desnudas, de arbustos que se elevaban entre la nieve como si fueran manos congeladas de cuerpos muertos. No había nevado en tres días y la tierra se había cubierto de barro donde todavía eran visibles las huellas de los penambrios que habían salido en busca de comida. En el aire inmóvil, Jill podía oler el aroma de la leña quemada procedente del campo de refugiados.
¿Por qué la desolación producía esa sensación de vida oculta, de constante vigilancia? ¿Qué signos subliminales, se preguntaba, provocaban tanta tensión en sus nervios? ¿O sencillamente se trataba de los rumores sobre los Jinetes Blancos y las huellas de lobos que había visto más arriba del camino?
«El Halcón de Hielo lo sabría», pensó. El joven capitán no sólo presentiría el peligro, si de verdad existía, sino que podría identificar de dónde procedía.
Pero el Halcón de Hielo estaba intentando abrirse camino por los valles inundados por el río y debía de tener bastantes cosas en qué pensar.
A través del silencio del bosque espeso le llegaron ruidos procedentes del camino; ruidos de pisadas sobre el terreno helado, chirridos de ruedas, voces de hombres y mujeres y un ligero tintineo de espadas y cotas de malla, que sólo por su familiaridad le confortaron. Jill corrió hacia el camino, dando gracias al cielo interiormente: la caravana de aprovisionamiento volvía sana y salva de los valles.
Desde lo alto del montículo que dominaba la carretera los vio claramente. Los caballos hacían esfuerzos titánicos por no resbalar en el barro medio helado. En la primera figura reconoció a Janus, a la cabeza del grupo; con su caballo al límite de sus fuerzas arrastraba una carreta de sacos mohosos de grano y carne ahumada de media docena de cerdos. En esta parte la carretera estaba en mal estado y los Monjes Rojos y las tropas de Alwir estaban intentando calzar las ruedas de los carros para evitar que resbalaran por la acusada pendiente. Todas las carretas venían cargadas.
Vio cómo Janus se detenía y levantaba una mano en señal de parada general. Estaba casi debajo de ella y observó que, después de la semana que habían pasado buscando comida en los valles, volvía visiblemente más delgado; en su angulosa cara, bajo la desaliñada barba rojiza, se reflejaban noches de insomnio y amargura, y de trabajo constante y agotador. Dio un paso adelante y tanteó el camino con el palo que llevaba, que se hundió en el barrizal al quebrarse la delgada capa de hielo. Al igual que el resto de su tropa, Janus estaba cubierto por una capa de barro medio seco y helado. Su capa oscura apenas se distinguía de las capas escarlatas de los soldados de Alwir, salvo en aquellas zonas donde se había desprendido el barro. Con expresión de fastidio, llamó a su tropa para que se acercara. Jill pudo oír que ordenaba a los hombres que buscaran ramas de pino para extenderlas sobre el camino, facilitando así el paso de los carros.
Hombres y mujeres se dispersaron por los helados montículos y desaparecieron en la profundidad del bosque. Eran menos de los que habían bajado a los valles fluviales y parecían exhaustos. Janus retrocedió y permaneció con los pocos que quedaban, sin dejar de lanzar miradas inquietas al bosque oscuro. Había algo en aquella situación que evidentemente no le gustaba. De repente vio a Jill y la tensión de su mirada se relajó un poco.
—¡Jill-shalos! —exclamó—. ¿Qué tal por la Fortaleza?
—Todo sigue igual —gritó ella hacia abajo—. Pocas novedades sobre los Seres Oscuros, y la situación tres cuartos de lo mismo. ¿Has pasado por el campo de la Gran Puerta?
Él sacudió la cabeza y su rostro, tenso y preocupado, pareció endurecerse por el resentimiento.
—Sí —dijo bajando la voz—. Maldito Alwir, podría hacerse cargo de los que quedan. Ya son tan pocos que no le darían problemas.
Otra voz, amable y suave, aunque algo apesadumbrada, contestó:
—Quizá más de los que crees.
Jill miró hacia arriba. Maia de Thran estaba en lo alto del terraplén, al otro lado de la carretera, y parecía el cadáver de un mendigo cubierto de harapos al que le hubiera crecido el pelo y la barba después de muerto. Algo se removía entre los árboles. Vestidos con pieles de animales, con el cabello enmarañado como si ellos mismos fueran bestias, aparecieron unos cincuenta de sus hombres emergiendo de la monocroma oscuridad del bosque. Entre todos empujaron a una docena de Monjes Rojos atados y amordazados que habían ido a buscar pinaza.
El grito de advertencia no llegó a salir de los labios de Janus.
—Resulta sencillo —siguió diciendo con calma el obispo—, incluso para unos pobres muertos de hambre, tender una emboscada a un guerrero o dos solos. De hecho, aún más fácil de lo que ha sido sembrar de obstáculos la carretera para que no pudieran pasar las carretas cargadas e impediros escapar. Si hubierais tardado tres días más, dudo de que hubiéramos podido mantenerlo así, pero, ahora, como veis, ya tenemos comida… —hizo un gesto indicando las carretas cargadas—… y en cuanto hayamos recuperado las fuerzas lo suficiente, iremos a buscar más.
Jill oyó un ruido detrás de sí. Del bosque salieron más penambrios, todos mugrientos, con aspecto lobuno, tan famélicos que las mujeres sólo se distinguían de los hombres por la ausencia de barba; los que no llevaban armas de acero portaban garrotes o armas improvisadas. Una mujer blandía una sartén de hierro, cuya base, manchada de sangre, debía de haber sido utilizada con éxito. Todos empezaron a bajar por los terraplenes hacia la carretera para llevarse el contenido de las carretas.
—En otros tiempos, solíamos entrenarnos juntos como guerreros, Janus de Weg —continuó Maia, que se aferraba desesperadamente a su bastón, que, según sospechaba Jill, debía de ser lo que lo mantenía en pie—. Quizá podrías llevar al Señor de la Fortaleza de Dare un mensaje de mi parte.
Jill suspiró y se restregó los ojos enrojecidos.
—Vendería a mi hermana a los árabes —anunció a la vacía oscuridad de la Sala Central que la rodeaba— por una taza de café. —Pero nadie pareció oír la sugerente oferta y sólo le respondieron los rumores de la quietud de la noche.
En la Fortaleza siempre era de noche. Los oscuros muros guardaban la oscuridad de su interior tan celosamente como protegían a sus pobladores de los Seres Oscuros. Pero, durante el día, el laberinto de pasillos bullía en una confusión de luces, de lámparas de aceite, de fogatas de ramas de pino, de brasas de diminutos fuegos hechos en sucias celdas atestadas de gente. Resonaban voces, entremezcladas con risas, canciones, riñas y el chismorreo de la Fortaleza y su política. La Sala Central estaba siempre llena de gente que ocupaba su tiempo fabricando todo lo que pudiera cambiarse por comida o por bienes, o sencillamente por un favor. Había gente lavando la ropa en las piletas junto a los canales de agua y otros se reunían a charlar o a jugar por placer, dinero o amor. En las noches calladas se podía sentir el peso, la antigüedad, la masa de la Fortaleza, y ese vacío silencio recordó a Jill las descripciones que Ingold le había hecho de los nidos subterráneos donde habitaban los Seres Oscuros.
El silencio la oprimía multiplicando la soledad de su alma. Desde el desvencijado balcón del segundo nivel donde se encontraba, Jill no podía ver muy bien los espacios cavernosos que tenía delante, pues sólo estaban iluminados por las antorchas de la puerta, débiles y empequeñecidas por la distancia, y por algún que otro candelabro de pared que había abajo, junto a las puertas del santuario. Una corriente de aire le pasó por el rostro, fría y húmeda como el dedo de un fugaz fantasma. Un homenaje, al igual que el murmullo del agua de los canales, a las habilidades constructoras de algún gran ingeniero de los tiempos pasados.
¿Quién?
Jill relajó sus tensos músculos e intentó no bostezar. Los dos últimos días habían sido agotadores.
No había participado en las reuniones del Consejo convocadas con motivo del mensaje que le había traído Janus a Alwir de parte de Maia de Thran, pero sí estuvo presente cuando el canciller y Govannin se encontraron con Janus en las escaleras de la Fortaleza; allí vio reflejada la rabia en el rostro congestionado de Alwir al enterarse de que el obispo de Penambra y su gente se habían apoderado de varias toneladas de comida, además de casi todas las carretas y caballos de la Fortaleza. La situación no mejoró cuando, después de un segundo de asombrado silencio, se escuchó la seca voz de Govannin.
—Te dije que enviaras más guardias.
Si Alwir hubiera sido mago, pensó Jill, la obispo de Gae habría caído fulminada por su fiera mirada en vez de alejarse un par de pasos tranquilamente.
—Mi señor —intervino con voz melosa un obeso comerciante vestido con un traje de terciopelo verde, miembro del séquito de Alwir—, ¿existe alguna posibilidad de que los Seres Oscuros hayan destruido a ese miserable bandido?
—El obispo de Penambra está demostrando ser un comandante bastante hábil capaz de haber previsto hace ya tiempo esa posibilidad —intervino Govannin secamente.
El comerciante jugueteó unos instantes con las colas de armiño que decoraban su jubón.
—Mmmm, entre los guardias de Gae y tus tropas, mi señor Alwir, creo que podríamos reunir una fuerza bastante considerable…
—No. —La dureza de aquella voz dejó a todos paralizados. En la nublada tarde gris sin sombras el rostro de Alde parecía de mármol, con la boca apretada y las aletas de la nariz palpitantes de rabia. Nadie la había visto subir, sigilosa como la sombra de Alwir, hasta reunirse con el grupo en los anchos escalones de la Fortaleza—. Son nuestra gente, Bendle Stooft, y van a compartir esta fortaleza con nosotros. Te agradeceré que no lo olvides.
Nadie se atrevió a abrir la boca, ni siquiera Alwir.
Naturalmente, ya se habían celebrado consejos al respecto y mantenido negociaciones. El sistema antiguo de distribución de alimentos, basado en trueques, subsidios y caridad al azar tenía que desaparecer. Govannin luchó con toda su alma contra la propuesta de hacer un inventario general de los alimentos de la Fortaleza, pero ese mismo día se construyeron fuera unos recintos cerrados para que sirvieran de almacenes. Todos los hombres, mujeres y niños de la Fortaleza, ya fueran guerreros o civiles, acabaron ayudando a construirlos y a transportar comida para dejar libres los niveles superiores. Fue una tarea agotadora para los que también montaban guardia en las oscuras horas de la noche, pero era necesario. Jill sabía que, dijera lo que dijese Alwir durante las conversaciones, Maia y sus penambrios serían admitidos en la Fortaleza.
«Y así es como debe ser», pensó Jill mientras estiraba los brazos para relajar la tensión y aliviar el dolor de músculos producidos por la falta de sueño y de comida. Aparte de la necesidad de contar con los guerreros de Penambra para contrarrestar el número de soldados del imperio de Alketch que estaban a punto de llegar, había sido monstruoso negar cobijo a los refugiados.
Ella misma había pasado demasiadas noches en el camino de Karst a Renweth y conocía muy bien el horror de estar a la intemperie en la oscuridad. Pensó en el Halcón de Hielo, que estaría abriéndose paso por los peligrosos valles inundados, tan sólo con el signo de la Runa del Velo para protegerle, y pensó en Rudy y en Ingold, en medio de las llanuras desiertas. Descubrió que echaba de menos a Ingold más de lo que nunca hubiera imaginado y deseó poder ver rostros y personas en las llamas de un fuego, igual que los magos. No sería igual; nada era como la presencia de Ingold, con su irónica visión del mundo que lo rodeaba, pero al menos así hubiera estado segura de que seguía con vida.
No recordaba ninguna persona de su mundo cuya ausencia le hubiera afectado tanto. Sí, echaba de menos su mundo, la tranquilidad soleada de las explanadas de césped de la Universidad de Los Angeles, la luz de las tardes otoñales, la cálida paz de la biblioteca a media noche, rodeada de polvorientos volúmenes mientras buscaba una referencia en los libros de latín medieval y francés antiguo. Para entonces, sus amigas y su tutor, el señor Smayles, ya habrían denunciado su desaparición y sus padres habrían iniciado una investigación. Le preocupaba lo que podían estar pasando todos ellos. Desde luego, en su desordenado apartamento no habrían encontrado nada que hiciera pensar en su intención de marcharse. A lo mejor hasta habrían encontrado su viejo Volkswagen rojo, abandonado en las colinas cerca del lugar donde se había visto por última vez a un pintor de motos caradura llamado Rudy Solis.
¿Cómo iba a explicárselo cuando regresara?
Una corriente de aire agitó la llama de su antorcha e hizo que su sombra se alargara nerviosamente por la pared. El aire transportaba un vago olor a nieve fresca.
¡Los portones de la Fortaleza estaban abiertos!
Intentó ver algo a la luz de la antorcha, y sus ojos tendieron a cerrarse con la oscuridad y la distancia. De pronto, su corazón empezó a latir con fuerza. Afuera era noche cerrada; los Seres Oscuros podrían estar en cualquier parte. A esa distancia no podía ver si las sombras de los portones se ensanchaban, pero observó que el aire arrastraba las llamas de las antorchas de las paredes dejando ver trozos irregulares de la oscura pared del fondo. No había ni rastro del guardia del portón.
El miedo la hizo estremecerse. ¡Mira que si hubieran entrado los Seres Oscuros y hubiesen raptado al guardia…! «Tiene que ser Caldern», pensó con rapidez, mientras corría esquivando las piedras que formaban laberintos por los corredores. Iba dejando tras sí el humo de su antorcha como la cola de un cometa. «Si hubieran entrado los Seres Oscuros y se hubieran llevado a Caldern… Pero ¿cómo pueden haber entrado?». Contó los giros a la derecha y a la izquierda y corrió por un pasillo de entrada improvisado, bajando finalmente por una escalera astillada, con la espada desenvainada. La luz de su antorcha centelleaba alrededor de la sombra de su espada cuando llegó a la Sala Central y corrió hacia los portones.
Las puertas interiores estaban a medio metro de ella, dejando en medio una oscuridad que parecía como una abertura a un infierno negro. Jill se aproximó furtivamente hacia ella, y sintió que la sangre se le aceleraba como si tuviera fuego en las venas. Los escalones donde había estado con Ingold, donde él le había pedido que sujetara la luz por detrás, estaban vacíos. Jill frunció el entrecejo por lo anormal que resultaba aquello. Si los Seres Oscuros hubieran entrado y hubieran cogido a Caldern, habría quedado algún resto de huesos o de sangre, o al menos su espada. Incluso si lo hubieran atrapado y se lo hubieran llevado vivo…
Jill se dio media vuelta de repente. La vacía Sala Central se extendía unos trescientos metros a su espalda.
«No empieces —se amonestó con acritud—. Lo primero es lo primero».
Empujó los portones interiores un poco más y se detuvo un momento en la negra abertura.
La tenue luz de las estrellas que se vislumbraba por el estrecho rectángulo de los portones exteriores abiertos no iluminaba mucho, pero sí lo suficiente para dejarle ver el espacio de la entrada. Las oscuras sombras de las esquinas y del techo abovedado estaban inmóviles y, lo que para Jill tenía más importancia, no se sentía la presencia de los Seres Oscuros. Levantó la antorcha y aunque con la corriente de aire se movía agitadamente, no se veía nada delante. Sin embargo, su cuerpo seguía tenso como el de un gato, descendió con sigilo por el túnel y se detuvo en los portones abiertos a la noche.
Por primera vez desde que llegara a Renweth, la masa de nubes que cubría el cielo se había abierto y la helada luz de la luna bañaba el mundo exterior, y hacía del hielo diamantes y de las sombras terciopelo. Una capa de escarcha cubría la piedra negra de los escalones como encaje, las huellas de tres pares de pesadas botas bajaban por los escalones y se perdían en el barro helado del camino, describiendo un círculo hacia los almacenes de alimentos que se acababan de construir aquella misma semana y de llenar en los dos últimos días.
Jill suspiró con un deje de cansancio. Ahora estaba todo claro.
Maia y los penambrios llegarían a la Fortaleza en pocos días. Para hacerles sitio, se había traslado a los recintos de fuera la comida almacenada por el Consejo de Alwir y cientos de pequeños y grandes comerciantes de la Fortaleza. Probablemente no todo, supuso Jill; posiblemente aún quedaban provisiones en rincones y en celdas vacías, escondidas por los que no confiaban en la suerte y preferían conservar lo que tenían. Los guardias, los hombres de Alwir y las tropas de la Iglesia tenían la obligación de guardar aquellos recintos exteriores durante el día, y el miedo a los Seres Oscuros lo hacía durante la noche.
La humedad de las huellas aún no se había congelado. Era fácil que hubieran quitado del medio a Caldern; desde la noche del gran asalto de los Seres Oscuros a la Fortaleza no había vuelto a producirse ninguna ofensiva, y el puesto de la puerta solía encomendarse al jefe de guardia con el único fin de que los otros vigilantes supieran dónde encontrar a su jefe. «¿Quién iba a imaginarse —pensó Jill—, que alguien dejaría los portones abiertos para salir por la noche afuera a robar comida?».
«Por las pisadas son tres —pensó—, y un cuarto para distraer al capitán». Eso suponía una banda, no una sola persona temerosa de que su familia pasara hambre tras la llegada de los penambrios a la Fortaleza, sino un grupo organizado que robaría lo más posible y lo escondería hasta poder hacer el suficiente beneficio con el botín.
Estaba todo tan claro como la luz de la luna que perfilaba los escalones como si fueran de cristal.
Jill permaneció bajo la noche de diamante durante un tiempo que a ella le parecieron años, aspirando el fresco olor a tierra mojada y a pinos. En un tiempo, recordaba, había sido una investigadora incapaz de hacer daño a una mosca. Todas sus aspiraciones habían consistido en la limpia soledad del conocimiento, la paz de espíritu y mente necesaria para leer, pensar, descubrir enigmas y reconstruir épocas pasadas, llegar al fondo de las polémicas creadas por aquellos cuyo trabajo consistía en mentir sobre los muertos. Sola, en el frío de la noche helada, podía recordarlo perfectamente, pues el conocimiento era todo lo que siempre había querido. Era lo que había escogido, renunciando al marido que podría haber tenido, si se hubiera tomado la molestia de buscarlo, y a la tranquilidad de la herencia familiar que había dejado escapar ante el horror de sus padres por el camino que había escogido en la vida.
Pero desde entonces, había alcanzado otro tipo de conocimiento.
Retrocedió sigilosamente hacia la oscuridad de los portones, apoyó el hombro contra el macizo hierro de los pestillos y empujó el portón.
La débil luz de su antorcha arrojó un fugaz y tenue resplandor sobre las anillas y palancas que accionaban la cerradura. Escuchó el sordo chasquido del mecanismo y, como apresurándose por escapar de lo que acababa de hacer, cogió su antorcha del soporte de la pared y regresó corriendo por el corredor. Caminó sin hacer ruido, con todos los sentidos alerta. No era imposible que los Seres Oscuros hubieran entrado por los portones abiertos y estuvieran acechando en algún lugar de la oscuridad de la Fortaleza. Sobreponiéndose a su propio miedo, sentía ira contra la irresponsabilidad de los hombres que habían hecho aquello, que habían puesto en peligro no sólo sus vidas sino las de todos los de la Fortaleza y la seguridad del último refugio seguro en el mundo, simplemente por dinero.
Durante las semanas transcurridas desde que los guardias le pidieron que fuera una de ellos, Jill había matado a docenas de Seres Oscuros. El Halcón de Hielo le había dicho que servía para matar, un cumplido un tanto siniestro que no estaba muy segura de querer aceptar. Quizá sólo significaba que por naturaleza era de sangre fría y de ideas fijas y que, ante la elección, prefería matar a que la mataran. Pero ahora se sentía como si hubiera cortado la cuerda de salvamento y hubiera dejado ahogarse a tres hombres. Se alegraba de no haber visto sus caras y de no saber quiénes eran.
Al cruzar los portones interiores, escuchó un ruido que no pudo identificar del todo. Podía tratarse del crujido de una tela o del zumbido agudo de algo duro y pesado silbando por el aire. Pero las semanas pasadas junto a los guardias le habían hecho desarrollar al máximo sus reflejos, y el palo destinado a romperle el cráneo se desvió y la golpeó en el hombro, provocándole un dolor lacerante y haciéndola caer al suelo. La antorcha se le escapó de la mano y la oscuridad pareció cernirse sobre ella, mientras rodaba sobre sí misma. Sintió pasos que se aproximaban a todo correr y lanzó un poderoso tajo de lado a la altura del suelo con todas sus fuerzas. Una de las figuras que se perfilaban de pie en la oscuridad dio un salto, la otra gritó y cayó sobre Jill. Pataleaba y se retorcía de dolor, chillando con una voz que resonaba estrepitosamente en la hueca enormidad de la abovedada Sala Central. Cayó sobre el hombro herido de Jill, y ésta sintió que el grito retumbaba en sus oídos; una pegajosa humedad los cubrió a los dos.
Con una furia irracional hacia el hombre que se revolcaba encima de ella de aquella forma, Jill se revolvió hasta liberarse de él. El hombro le dolía horriblemente. De repente se le aclaró la vista. Un hombre de luenga barba que apenas reconocía daba saltos a su alrededor con un cuchillo en la mano y, detrás de él, en las sombras, había otro hombre de cara redonda y nauseabunda, también armado con cuchillo. Sin detenerse a pensarlo, Jill intentó ponerse de pie, pero el hombre de la barba aprovechó la ocasión para asestarle un golpe de arriba abajo con su espada. En medio de la confusión que le producía el dolor y la oscuridad, Jill reconoció el golpe como la «finta del ataúd», un movimiento estúpido, y su reacción fue tan automática como un parpadeo: lanzarle un golpe al esternón sosteniendo la espada con ambas manos y ver salir la sangre de su pecho y de su boca, todo fue uno. Los ojos del hombre la miraron fijamente con el asombro, casi cómico, de aquel que se enfrenta a la muerte sin esperarlo.
El hombre gordo y pequeño recogió su cuchillo y huyó, pero Jill, de rodillas en el suelo, con la cabeza dándole vueltas como un trompo, lo vio alejarse por toda la Sala Central; se sintió indiferente, con una fría y extraña indolencia mezclada con un ligero desprecio por la cobardía de aquel hombre. El que estaba detrás de ella seguía agitándose en el suelo, gritando como un salvaje, como un cerdo, y aferrándose inútilmente a su pierna. Jill giró lentamente la cabeza y vio que le había cortado el pie a la altura del tobillo. Allí seguía el pie, con la zapatilla de cabritilla verde y costuras doradas aún puesta, a unos dos metros de distancia. Entonces se desmayó.
—¿Se pondrá bien?
Las voces que se oían a su alrededor eran confusas y se entremezclaban.
—¿Ingold? —susurró Jill con labios pegajosos mientras intentaba distinguir algo entre las sombras que se cernían sobre ella.
—Te pondrás bien, palomita —dijo la suave voz de Gnift, y una mano le acarició el pelo con cariño—, no te preocupes, todo irá bien.
Jill suspiró y cerró los ojos ante el daño que le hacían a la vista las tenues luces. «Supongo que, después de todo, el Halcón de Hielo tenía razón». Demasiadas preocupaciones por haberles cerrado la puerta a los tres pobres ladrones que habían quedado fuera y demasiadas tonterías sobre el valor de la vida humana. En la práctica, había matado a un hombre sin pensar demasiado si era correcto o no.
Jill tenía la certeza de que en aquel momento sabía perfectamente lo que hacía. Salvar su propia vida.
«Con seguridad, cuatro, y uno más si esa rata se ha desangrado».
Jill se echó a llorar, como cuando perdió la virginidad. Entonces traspasó una línea que nunca podría volver a cruzar. Ya no podría ser la mujer que había sido antes.
—Eh, cara de Ángel —exclamó la voz de Gnift, y su mano callosa y cubierta de cicatrices le secó las lágrimas de los ojos—. Ya ha pasado todo. Sólo te has roto la clavícula. No es nada.
Pero Jill no podía dejar de llorar; no lloraba de dolor, sino por una sensación de pérdida y de compasión de sí misma.
Lentamente, la vista se le fue aclarando. Estaba tumbada en su catre de la sala de guardia y la estrecha habitación estaba abarrotada de compañeros suyos que descansaban bajo la borrosa luz amarillenta de las lámparas de sebo. Tenía el hombro vendado y atado, y en el catre contiguo Gnift recogía su precario equipo médico y la contemplaba cariñosamente con sus brillantes ojos de duende. Melantrys estaba de pie junto a él, con una toalla manchada de sangre en el mano. Caldern, que había sustituido al Halcón de Hielo como capitán de la guardia nocturna, se asomaba por encima de ambos.
Melantrys dirigió una mirada aprobadora a Jill.
—Lo has hecho muy bien —dijo—. Limpiamente. Ya te dije que tenía fuerza en los cortes laterales, Gnift. Le cortó todo el pie, y la hoja se clavó hasta la mitad del otro tobillo. —Su fría e indiferente mirada volvió a Jill—. ¿Lo hiciste con una sola mano?
Jill tomó aliento con un estremecimiento y asintió. Se preguntaba si su padre habría llorado la primera vez que mató a un japonés que no conocía.
—Sí —dijo simplemente—. ¿Qué te pasó, Caldern?
El corpulento capitán se rascó la cabeza.
—Me la jugaron —dijo lentamente con su fuerte acento norteño—. Ese pájaro apareció gritando: «¡Asesinos, asesinos!». El caso era que no podía dejar a nadie en la puerta, así que lo seguí, y me hizo correr detrás de él un buen rato. Después lo perdí de vista. Lo siento mucho, chica.
Jill sacudió la cabeza y cerró los ojos. La luz le hacía daño.
—Cómo ibas a saberlo.
—Es algo que a nadie se le hubiera ocurrido —dijo la voz de Janus, y el jefe de la guardia apareció súbitamente junto a ellos—. Nuestra intención al poner guardias en el portón nunca fue evitar que lo dejaran abierto de noche. —Se abrió camino entre la gente hasta colocarse detrás de ella, grande y macizo como un camión de mudanzas—. ¿Te encuentras bien, Jill-shalos?
—Sí —contestó ella en voz baja. La única persona que podría haber consolado su dolor estaba acampada en algún lugar en medio de las llanuras; en aquel momento lo único que quería era dormir.
Oyó cómo Janus les decía a los otros:
—Se acabó el espectáculo por hoy. Es hora de desalojar la enfermería. La alarma ya ha pasado; seguramente no hay un solo Ser Oscuro en muchos kilómetros a la redonda, pero hemos formado una patrulla conjunta entre todos los cuerpos de la Fortaleza para asegurarnos.
Se oyeron protestas, gemidos, bromas y maldiciones en la resonante lengua wathe. Con los ojos cerrados, Jill percibió cómo se alejaban, mientras Gnift coqueteaba descaradamente con Melantrys, y Janus y Caldern charlaban en su ininteligible dialecto norteño. Los ruidos fueron apagándose entre el crujir de cinturones y el tintineo de cotas de malla. Jill volvió a quedarse a solas en la oscuridad.
—¿Quieres que te traiga algo?
Jill abrió los ojos sorprendida. Minalde, con sus finas faldas de campesina y su capa negra, estaba sentada en el catre contiguo.
—Si no te importa, puedes traerme un poco de agua. —La joven se dio la vuelta para cogerla del depósito comunitario—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Me dijeron que estabas herida —contestó con sencillez Alde—. Me despertaron para firmar la orden de arresto de Parscino Pral. —Volvió al momento con una taza que goteaba—. ¿Puedes incorporarte para beber?
—Creo que sí. ¿Quién es Parscino Pral?
—El hombre al que le cortaste el pie. —La voz de Alde no denotó ninguna emoción mientras ayudaba a Jill a incorporarse y a recostarse en las almohadas que habían reunido entre toda la sala de guardia. El menor movimiento podía despegar los dos extremos de la clavícula rota, entre la carne desgarrada y contusionada—. Era uno de los comerciantes más ricos de Gae. El hombre que mataste era Vard Webbling, su socio. Pral dice que el tercer hombre era Bendle Stooft.
—Sí, era él. —Ahora Jill podía recordarlo y las caras encajaron perfectamente en su esquema mental. Pral era uno de los comerciantes que acompañaban a Alwir el día que los penambrios se apoderaron de la caravana de provisiones. Bendle Stooft también estaba allí, vestido de terciopelo verde y armiño. De quien no lograba acordarse era de Vard Webbling, pero ya no tenía importancia. Alde no parecía en absoluto preocupada. «Sin embargo —pensó Jill—, ha visto morir a más hombres de los que yo podría imaginar. Desde la caída de Gae, su vida ha estado repleta de luchas y de horrores». Era poco probable que sintiera ninguna pena por un muerto más o menos y tres más que habían quedado fuera.
—¿Podrías identificarlos ante un tribunal? —preguntó Alde.
—Desde luego que sí —dijo Jill—. Sin ningún problema.
Alde sopló dos de las tres lámparas de la habitación.
—¿Quieres que me quede un rato? —preguntó.
Jill volvió a cerrar los ojos.
—No, pero gracias de todas formas —dijo en voz baja.
Sintió que la chica vacilaba y luego escuchó sus ligeras pisadas alejarse por los barracones desiertos y perderse en la Sala Central.
A última hora de la mañana siguiente se juzgaba a Bendle Stooft en la amplia celda que había ocupado Alwir como sala de audiencias en el Sector Real. Jill lo reconoció inmediatamente. Su blanda y fláccida cara había aparecido entremezclada en la confusión de sueños de la noche pasada. Ahora estaba sentado en una silla tallada y jugueteaba nerviosamente con las piedras de sus anillos cuajados de topacios que despedían un brillo amarillo pálido a la cálida luz mortecina de las velas. Se trataba de una ocasión formal: había candelabros desplegados por toda la gran mesa de ébano a la que se sentaban los miembros del tribunal, que recordaban a santos iluminados con cirios votivos. El fuego del oro y la plata refulgían como tatuajes en los bordados del pecho y de las mangas de Alwir y alrededor de los nudillos de sus guantes negros de piel. La llama reflejaba el rojo vivo y púrpura de la amatista del anillo episcopal de la obispo Govannin y proyectaba un gran resplandor sobre el carmesí de su hábito. Entre ellos, Minalde tenía un aspecto pálido y sereno.
Jill estaba de pie detrás del prisionero, flanqueada por Janus y Caldern. Estaba agotada por el largo camino hasta la sala, y la cabeza le zumbaba por efecto de la fiebre. Veía la estancia en la que se encontraban como en dos dimensiones, irreal y plana. Los colores parecían derramarse como la sangre sobre la oscuridad del terciopelo y los sonidos tenían un eco extraño, como distorsionado.
—Ése es el hombre —dijo, y su propia voz le retumbó en la cabeza como algo extraño.
—¿Estás segura? —preguntó Alwir. Junto a él, la obispo estiraba los dedos largos y sarmentosos y los volvía a entrelazar de forma diferente, como si observara con gran interés las formas de sus nudillos.
—Sí —dijo Jill—. Desde luego.
—¿Eres consciente de la gravedad de los cargos? —preguntó Alwir con su voz suave y melodiosa—. Debes estar segura de no cometer ningún error.
Jill frunció el entrecejo.
—Sus amigos y él trataron de matarme —dijo—. No es fácil que me olvide de él.
—Y si el cargo es grave —dijo Janus en voz baja a su lado—, las consecuencias por tener abiertos los portones de la Fortaleza después del anochecer lo son aún más.
—En efecto —dijo Alwir mostrándose de acuerdo—. Y, de hecho, ha de imponerse algún tipo de castigo.
—¿Algún tipo? —ronroneó Govannin torciendo la mirada hacia él, con los ojos oscuros como ágatas ennegrecidas—. Según la Ley de la Fortaleza sólo hay un castigo.
La luz de las velas brilló con mil destellos en el oscuro azul de sus ojos. La garganta del canciller emitió un vago gruñido y Stooft se puso pálido como el vientre de un pez.
—Sin embargo —continuó Alwir—, puesto que no existen pruebas contundentes de que la Fortaleza estuviera en peligro…
—Mi señor —interrumpió Janus—, esta mañana encontramos los huesos de los tres hombres de Stooft junto a los almacenes de comida. Es seguro que los Seres Oscuros estuvieron anoche en el valle.
—Pero ¿a qué hora, Janus? —preguntó Alwir—. Puede que eso fuera horas después. Queremos que se haga justicia.
«¿Justicia?». Jill sintió que la rabia le subía a las mejillas, a la vez que notaba un punzante dolor en la clavícula al moverse. «Ese hombre ha intentado matarme». Y miró a Stooft en el momento en que se arrellanaba en su silla; aquel gesto imperceptible de relajación lo delataba. Había hablado con Alwir de antemano y sabía que no iba a morir. La rabia invadió a Jill como un río de sangre, una rabia mayor de la que había sentido durante la lucha en el portón. Sintió que los dedos de Janus apretaban su brazo sano, recordándole que aún estaba en presencia del Consejo de Regentes.
—De hecho —continuó Alwir suavemente—, creo que todo el asunto de los robos y ocultación de provisiones se puede solucionar poniendo todos los almacenes bajo una custodia única. Con Maia y su gente en la Fortaleza, el peligro de contrabando es mucho mayor. Una buena vigilancia cortará de raíz el problema y no volveremos a tener más complicaciones de este tipo.
—¿Custodia única? —La obispo arqueó sus delgadas cejas, pero sus ojos permanecieron fijos como pequeños cantos rodados en el lecho de un arroyo, inmóviles como los de un tiburón—. ¿Bajo la tutela del Consejo y contigo a la cabeza, mi señor canciller?
Alwir tensó los hombros, aunque mantuvo relajado el tono de su voz.
—Es obvio que eso sería preferible al caos actual…
—No puedo decir lo mismo. —El seco susurro de la obispo era bastante suave, si se tenía en cuenta lo que había en juego—. Pero si te interesa crear un único almacén de alimentos, mi señor, ¿qué mejor organismo de control que la Iglesia, más experta en las labores administrativas que tus soldados, y que además posee un cuerpo de ejército propio?
—¡Jamás! —exclamó Alwir, furioso.
—Entonces, no es una auténtica custodia a lo que te refieres, ¿no?
—Ya hemos pasado por esto antes —dijo el canciller con un tono de voz repentinamente tenso—. Se establecerían unas normas adecuadas…
—¿Quién establecería esas normas? —contestó secamente la obispo—. ¿Gente como Bendle Stooft, tu viejo amigo de Gae?
—En otros tiempos éramos amigos —dijo Alwir con cierto nerviosismo—. Pero de ningún modo dejaré que esa amistad influya en mi juicio sobre este caso.
—Entonces cumple con la Ley de la Fortaleza —dijo ella— y abandónalo fuera, encadenado a la puesta del sol.
—¡Mi señor! —murmuró Stooft incorporándose en su silla con agilidad felina poco habitual en un hombre tan gordo, según apreció Jill distraídamente.
—¡Cállate! —le gritó Alwir.
El comerciante se echó al suelo de rodillas delante de la mesa de ébano.
—Mi señor, por favor, no lo volveré a hacer. Lo juro. Los otros me incitaron. Lo juro, todo fue idea de Webbling, de verdad. De Webbling y de Pral; me obligaron a acompañarlos… —Sus nerviosas manos se restregaban por el suelo abrillantado y el oro de sus anillos tintineaba sobre la pulida madera. Su voz era temblorosa y chillona como la de una vieja—. Por favor, mi señor, no lo volveré a hacer. Me dijiste que no dejarías que me ocurriera nada. Prometo que haré todo lo que me digas…
—¡SILENCIO! —rugió Alwir.
Los dos guardias, como autómatas inclementes, se adelantaron al unísono para levantar al hombre por los brazos y ponerlo de pie. Bajo la pálida luz, Jill pudo ver cómo temblaba y cómo le resbalaba el sudor por la cara como si se derritiera bajo el calor de la llama. Se quedó colgando de los brazos de los guardias, sollozando.
Alwir continuó más calmadamente.
—Aquí no se ha hablado de ejecución, aunque, desde luego, habrá que aplicar un severo castigo.
Govannin se miró las manos.
—Sólo hay un posible castigo.
—Considera, mi señora obispo —dijo Alwir—, que no debemos sentar precedentes…
Ella levantó la vista hacia él.
—Creo que sería un admirable precedente. —A la luz de los candelabros su rostro parecía el de un antiguo dios-buitre—. Sin duda hará que los posibles ladrones reconsideren sus actos con mucha atención.
Con sus largos y fríos dedos se estiró una arruga de la manga escarlata.
—Si se pusieran bajo única custodia los almacenes de comida…
—¿Quieres decir si se confiscaran? —Sus negros ojos brillaron con malicia—. Cientos de personas de la Fortaleza vinieron arrastrando sacos de grano, harina y carne salada desde Gae. Otros van a realizar por su cuenta misiones de aprovisionamiento. ¿Cuántos mostrarían ese tipo de iniciativas si todo fuera a parar a gente como Stooft? Si después de todos sus esfuerzos vieran que se les roba, podrían llegar a rebelarse.
—¡Rebelarse sería una locura!
Ella encogió sus angulosos hombros.
—Por tanto, en mi opinión, eso sería una confiscación.
—¡No es confiscación!
—Simples palabras, mi señor —dijo ella sin interés. Con un visible esfuerzo, Alwir se contuvo. La obispo clavó la vista en sus manos con una fría sonrisa de ofidio y no dijo más.
—Supongo que será mera coincidencia que el mayor de esos comerciantes sea la propia Iglesia, que a pesar de los piadosos discursos sobre las almas, su auténtica preocupación es acaparar riquezas.
—Las almas habitan cuerpos, mi señor canciller. Nosotros siempre nos hemos preocupado por ambos. Como tú, sólo buscamos el bien de aquellos que Dios nos ha dejado a nuestro cargo.
—¿Es por eso por lo que tú, representante del buen Dios, pides la cabeza de este hombre?
La obispo alzó el rostro, y los ojos oscuros que se escondían bajo sus pesados párpados se encontraron con los del canciller.
—Desde luego. —Stooft emitió un débil gemido gutural—. Y ése es mi voto final, como miembro del Consejo.
—Y mi voto final —dijo Alwir crispadamente— es que el comerciante Bendle Stooft sea flagelado públicamente con treinta latigazos y encarcelado a pan y agua durante treinta días. ¿Minalde? —Lanzó una mirada de soslayo a su hermana, que había permanecido en absoluto silencio sin dejar de observar al comerciante, a la prelado y a su hermano.
Levantó la cabeza, y sus negras trenzas enmarcaron el suave rostro de pálidas mejillas.
—Voto por la pena de muerte.
—¡¿QUÉ?! —Alwir se puso medio en pie, mudo de conmoción y de rabia.
Stooft emitió un grito inarticulado y se habría tirado al suelo de nuevo si no se lo hubieran impedido Janus y Caldern. Entonces comenzó a sollozar.
—¡Mi señor! ¡Mi señora! —Las lágrimas resbalaban por sus temblorosas mejillas. Alde levantó la vista y lo contempló con una calma mantenida a duras penas, con los labios tensos y blancos, como si estuviera a punto de desmayarse.
Jill se preguntó qué significaba haber matado a un hombre y mutilado a otro en defensa propia. En ningún momento se había cuestionado la legalidad de su acción. Ninguna voz de protesta se había alzado en su contra. El hombre no había estado colgado entre dos guardias, pidiendo clemencia, rogando por su vida… Jill había actuado movida por la desesperación y la rabia. En cambio Minalde tenía que hacer justicia fríamente.
Alwir comenzó a susurrar algo a su hermana con voz tensa e impaciente, pero ella elevó el tono de la suya, fría y distante.
—Al hacer lo que hiciste, Bendle Stooft, pusiste en peligro mi vida y la vida de mi hijo, además de la de mi hermano, que, en mi opinión, ha mostrado una enorme compasión al rebajarse a abogar por tu perdón. Has puesto en peligro las vidas de tu propia mujer, de tus hijas, de tu hijo pequeño y de todos los habitantes de la Fortaleza, del primero al último.
Su voz fue cobrando fuerza y volumen, pero Bendle Stooft no escuchaba.
—¡Por favor, no! ¡Por favor, no! —gemía entre sollozos una y otra vez.
—Como reina de Darwath y regente del príncipe Altir Endorion —prosiguió Alde—, decreto que esta noche a la puesta del sol seas encadenado entre los dos pilares que se alzan frente a los portones de esta Fortaleza y abandonado a los Seres Oscuros. Que Dios tenga piedad de tu alma.
—¡Tú eres madre, mi señora! —gritó el comerciante—. ¡No dejes a mis hijos sin padre!
Ella mostraba una expresión tan serena y fría como una laguna helada, pero Jill apreció la pequeña arruga que había aparecido entre sus dos cejas. Janus y Caldern se vieron obligados a levantar al prisionero de su silla y llevárselo medio a rastras de la habitación, mientras él chillaba como un poseso.
Mareada y débil, Jill salió tras ellos. Al cruzar la puerta de la sala y adentrarse en la oscuridad del pasillo, se giró y pudo ver fugazmente a Minalde sentada a la luz de la hilera de velas. Tenía el rostro oculto entre las manos y lloraba.