—¡Cielo santo!
—La verdad, Rudy —repuso Ingold con un tono de voz que era la viva imagen de la inocencia— es que no hay razón para preocuparse. No son más que dooicos.
—Me suena la frase. —Rudy se mantuvo firme en mitad del camino que discurría por el centro de una vaguada, sin dejar de mirar con desconfianza al grupo de semihumanos que había aparecido repentinamente en lo alto a ambos lados—. Lo mismo dijo Custer de los indios. —Ingold enarcó las cejas sin comprender—. No importa. —Desenvainó la espada y se dispuso a pelear.
En Karst, Rudy había visto a dooicos dóciles y esclavizados arrastrándose tras sus amos, con ojos asustados. Entonces le habían parecido patéticos. Pero ahora, salvajes y desnudos, enseñando los colmillos amarillentos y gruñendo, producían un sentimiento muy diferente. Debía de haber al menos veinte machos de gran tamaño en la manada. El más alto de ellos estaba plantado en el centro del camino y aferraba una gran piedra en la mano. Tenía aproximadamente la estatura de Rudy. En una ocasión Ingold le había dicho que los dooicos comían prácticamente de todo, y posiblemente también carne humana. Se preguntó si sus espadas los impresionarían lo suficiente.
Ingold chasqueó la lengua con tono de reprobación y posó una mano tranquilizadora sobre la cabeza de Che. El burro estaba impaciente y asustadizo, pero el contacto de la mano del anciano lo calmó de inmediato. Rudy, que estaba un poco más adelantado, miró hacia atrás de reojo.
—¿Crees que nos atacarán?
—¡Oh, es posible! —Ingold cogió del ronzal a Che y echó a andar tranquilamente hacia los seis o siete primates que les cerraban el paso—. En esta parte del reino suelen capturarlos y ponerlos a trabajar en las minas de plata. No creo que éstos sepan adónde llevan a los cautivos, pero asocian a los humanos con caballos, redes y fuego, y con eso basta.
El gran macho que se encontraba frente a ellos alzó la piedra con un aullido amenazador. Ingold señaló despreocupadamente a los grupos de hembras y crías que contemplaban la escena desde las laderas.
—¿Ves? Los miembros más débiles de la tribu siempre van rodeados por los más fuertes. Es para protegerse de los lobos de las praderas y de los brigg, unas aves muy agresivas.
Rudy respiró profundamente. «Muy bien, vamos allá», pensó sombríamente, y alzó la espada, dispuesto a vender cara su vida.
Ingold, que iba varios pasos por delante de él, ni siquiera volvió la cabeza.
—Tranquilo, Rudy. No luches nunca cuando puedes pasar inadvertido. —Según se iban acercando a ellos, los dooicos parecieron olvidar todo lo que estaba ocurriendo. Algunos se pusieron a mirar al cielo, a la tierra o a sus compañeros. Otros se alejaron del camino y se pusieron a escarbar en busca de raíces y lagartos. Ingold, Rudy y Che pasaron plácidamente entre ellos como si hubieran sido invisibles.
—Busca siempre la salida más fácil —dijo Ingold de buen humor mientras rascaba al asno entre las orejas una vez que los dooicos habían quedado atrás—. Es mucho mejor para la salud y para los nervios.
Rudy volvió la cabeza una vez más hacia el grupo de hombres de Neanderthal que habían vuelto a sus ocupaciones habituales.
—¡Puaf! —dijo con una mueca de disgusto.
Ingold alzó las cejas con gesto divertido.
—¡Oh, vamos, Rudy! Aparte de sus malos modales, no son la peor compañía que podríamos tener. En una ocasión viajé por la parte norte del desierto durante casi un mes con una banda de dooicos, y aunque no eran demasiado elegantes, se encargaron muy en serio de que no me ocurriera nada.
—¿Quieres decir que hiciste un viaje con esas bestias?
—¡Oh, sí! —dijo Ingold sonriendo—. A la sazón yo era hechicero en una aldea de Gettlesand. Estábamos a cientos de kilómetros de sus rutas habituales, pero debían de saber que yo era mago, porque cuando la única fuente de agua de sus territorios se secó, vinieron a buscarme para que la hiciera manar.
—¿Y lo hiciste?
—Por supuesto. El agua es la vida en el desierto y no podía obligarlos a acercarse más a los asentamientos humanos, porque los habrían capturado o exterminado.
Rudy sacudió la cabeza asombrado.
Ya habían dejado atrás las tierras altas y se habían adentrado en el desierto. Atravesaban lentamente un mundo seco y frío en el que había que medir muy bien las etapas entre pozo y pozo y donde el viento provocaba incesantes tormentas de arena. Había llanuras hundidas que parecían lechos de lagos desecados, y el viento interpretaba siniestras melodías entre los arbustos espinosos y los cactos, pero en las zonas elevadas no había más que masas de piedra, arenisca y lava que habían tomado formas fantásticas por efecto de la incesante erosión de los elementos. En algunos lugares las dunas cubrían por completo el camino, y en la arena podían verse las huellas de grandes reptiles. En una ocasión, Rudy vio un grupo de grandes aves zancudas, semejantes a avestruces, corriendo velozmente en el rojo horizonte. Era una tierra extraña. Días enteros pasaron sin oír más sonidos que los de sus propias voces, los rebuznos de Che y el persistente silbido del viento. Era como el silencio de las colinas de California, el silencio que Rudy siempre había buscado en sus excursiones solitarias. En aquella calma infinita, el zumbido de un insecto era como el rugido de un avión, y los únicos sonidos audibles eran los que uno mismo producía: el crujido de un cinturón de cuero o la propia respiración.
En aquel yermo interminable los viajeros no se encontraron con nadie, y la soledad, en lugar de nostalgia y tristeza, provocó en Rudy una extraña paz de espíritu. Aquellos días hablaron poco, pero ninguno de los dos hombres parecía necesitarlo. En medio de una conversación podía haber silencios de dos o tres días. De cuando en cuando Ingold le señalaba una tarántula o las huellas de un pequeño roedor. A veces Rudy le hacía al anciano alguna pregunta sobre un cacto o un tipo de roca. En dos ocasiones sintieron la proximidad de los Seres Oscuros, cuando de repente el viento cesó y un extraño silencio cayó sobre ellos; pero, por lo demás, no vieron otros seres vivos.
—¿Cuánto tiempo estuviste en el desierto? —preguntó Rudy al anciano después de muchas horas de silencio.
—Todo —respondió Ingold, y sonrió ante la mirada de desconcierto del joven. Desde el principio del viaje la pálida manta de nubes que cubría el cielo no se había roto ni una sola vez. Bajo la difusa luz gris las arrugas del rostro atezado de Ingold parecieron mucho más profundas—. El desierto ha sido siempre mi hogar. Quo es el hogar de mi corazón, el lugar donde querría estar, pero crecí en el desierto. Lo he recorrido de punta a cabo, desde las selvas de Alketch a las colinas de Lava que bordean los desiertos helados del norte, y aún así, tengo la impresión de no conocerlo lo suficiente.
—¿Eso ocurrió cuando eras hechicero de aquella aldea?
—¡Oh, no! Eso fue mucho después, a continuación de que el rey Umar, el padre de Eldor, me expulsara de Gae. No. Durante quince años viví como un ermitaño entre rocas y colinas polvorientas. Pasaba muchos meses solo, sin más compañía que el viento y las estrellas. Creo que llegaron a transcurrir cuatro años sin que viera el rostro de un ser humano.
Rudy contempló con asombro al mago. No podía creerlo. Como casi todos los miembros de su generación, rara vez había pasado más de doce horas sin hablar con nadie. Simplemente era incapaz de imaginar cuatro años de soledad absoluta.
—¿Y qué hacías?
Su voz debió de delatar sus pensamientos, ya que Ingold volvió a sonreír.
—Buscar comida. Es una actividad que ocupa gran parte del tiempo. Y observar a los animales, mirar el cielo, pensar. Sobre todo pensar.
—¿En qué?
Ingold se encogió de hombros.
—En la vida. En mí. En la estupidez humana. En la muerte, en el miedo, en el Poder. Pero esto fue… ¡oh, hace muchos años! Entonces vivía por allí otro ermitaño, un hombre de gran poder y generosidad que me ayudó en una época en la que yo necesitaba ayuda desesperadamente. —El anciano frunció el entrecejo al recordarlo. Rudy vio en sus ojos el reflejo del joven que había sido, un vagabundo solitario del desierto, e Ingold sacudió la cabeza, como si rechazara una idea imposible—. Probablemente estará muerto. Ya era muy viejo cuando lo conocí, y entonces yo era sólo un poco mayor que tú.
—¿Puedes entrar en contacto con él? —Preguntó Rudy—. Si es mago, quizá sepa algo del Consejo de Quo.
—¡Oh, Kta no era mago! Era… Realmente no sé lo que era. Simplemente un viejo. Pero no, me resultaría imposible encontrarlo. Él se deja encontrar si lo desea, y si no… —Ingold extendió las manos abiertas en un gesto de impotencia—. Hace más de quince años que no he sabido nada de él.
Siguieron caminando en silencio. Rudy dejó vagar sus pensamientos, mientras sus ojos buscaban huellas de animales en la arena o formas de plantas conocidas o desconocidas. Intentó imaginarse a Ingold a su edad, en alguna situación en la que necesitase ayuda desesperadamente, y también a la persona que fuera capaz de proporcionarle lo que él no pudiera conseguir por sí mismo.
El camino remontaba una suave loma y seguía su curso sobre una cresta al final de cuya pendiente se extendía otra llanura de piedras y arbustos. El viento azotó el rostro de Rudy, que por un momento no supo si había visto un reflejo brillante en la lejanía o sólo lo había imaginado. Ni siquiera cuando se detuvo e hizo visera con la mano pudo ver claramente de qué se trataba. Sólo era evidente que los buitres describían amplios círculos en el aire por encima de lo que fuera.
—¿Qué es? —preguntó en voz baja cuando Ingold llegó a su lado.
El anciano tardó en responder. Se quedó inmóvil, con los ojos entornados, sin mostrar reacción alguna. Pero Rudy percibió la tensión que crecía en su interior, como si esperase un ataque en cualquier momento.
—Jinetes Blancos —dijo Ingold por fin.
Rudy apartó los ojos de los horrendos restos del sacrificio celebrado por los Jinetes Blancos. Debían de llevar allí casi una semana. Lo que no se habían comido los buitres y los chacales, había sido presa de las hormigas, pero todavía era lo suficientemente reciente como para producir náuseas. Rudy intentó concentrarse en la cruz que habían erigido detrás de la cabeza de la víctima. Tenía unos dos metros de altura y estaba decorada con cintas a las que habían atado plumas, hierbas trenzadas, huesos tallados y trozos de cristal. La cruz era de madera, algo insólito en aquellos páramos en los que apenas se encontraba más vegetación que arbustos espinosos, y en el centro habían clavado un cráneo humano. Las cintas de plumas y hierbas trenzadas se agitaban siniestramente por el viento.
—Es un poste mágico. —Ingold dio una vuelta lentamente a su alrededor, como un gato, sin apenas dejar huellas en la quebradiza tierra. Sus dedos acariciaron suavemente la madera pulida y los extraños adornos, como si intentara leer algo mediante el tacto.
—Es raro —susurró, como para sí mismo, como si hubiera descubierto en su jardín unas flores que no recordara haber plantado. Rudy se estremeció y recorrió el horizonte con la vista, como si esperara ver aparecer los Jinetes Blancos en cualquier momento.
—¿Lo han hecho los Jinetes Blancos?
—¡Oh, claro! —Ingold se acercó a examinar los restos de la víctima, y se agachó para observar de cerca sus huesos. Rudy tuvo que apartar la mirada—. Los Jinetes Blancos hacen sacrificios para ahuyentar a alguien o a algo que temen. Ya lo viste en los valles fluviales que atravesamos en el viaje a Renweth. Y en general, aunque no siempre, erigen una de estas cruces para que retenga el alma atormentada de la víctima. —Se puso en pie con dificultad, y con el entrecejo fruncido continuó—: Lo más normal es que con estos sacrificios intenten librarse de las tormentas de hielo, a las que consideran espíritus malignos. Y últimamente han empezado a ofrecerlos también a los Seres Oscuros. Pero esto… —Volvió a acercarse a la cruz, y él mismo pareció un fantasma a la luz pálida de la tarde—. Esto no lo había visto nunca. —Se apartó un poco y dio unos golpes con el báculo en la tierra dura y agrietada—. Tienen mucho miedo de algo, Rudy, tanto como para sacrificar a uno de los suyos para ahuyentar el peligro. Pero tan al sur no puede ser una tormenta de hielo, ni tampoco los Seres Oscuros.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé por las colgaduras de la cruz y los dibujos que han grabado en la madera. Éste no es territorio de caza de ninguna tribu de Jinetes que yo conozca. No suelen adentrarse en el desierto. Permanecen en las llanuras y siguen los rastros de bisontes y mamuts. Sólo la dureza del invierno y quizá la llegada de los Seres Oscuros pueden haberlos empujado hasta aquí. —Retrocedió unos pasos y tomó el ronzal de Che. Rudy pensó que parecía un viejo buscador de oro—. A partir de ahora debemos tener cuidado de no dejar huellas —siguió diciendo mientras volvía a salir al camino—. A los Jinetes Blancos les encantan las armas de metal. Nos rebanarían el cuello solamente por las espadas.
—¡Fantástico! —dijo Rudy con tono fatalista—. Un problema más.
—Dos —le corrigió Ingold—. Los Jinetes Blancos y lo que sea que tanto temen.
Pero en los dos monótonos días que siguieron no vieron el menor rastro de Jinetes Blancos. A media tarde del segundo día, Rudy creyó distinguir a lo lejos una nube de polvo y signos de movimiento, y preguntó a Ingold si no serían los temidos guerreros bárbaros.
—¡Tonterías! —dijo Ingold—. Cualquier Jinete que levante polvo por encima de las rodillas sería inmediatamente expulsado de la tribu.
—¡Ah! —Rudy entornó los ojos e intentó ver qué era lo que se dirigía hacia ellos por el camino—. Pues a juzgar por el revuelo, no es una sola familia.
Según se fueron acercando, Rudy vio que en realidad se trataba de mucho más que una familia. Era toda una comunidad en movimiento, semejante a las caravanas de refugiados de Karst, Gae o Penambra. La larga columna de carros iba rodeada por dos filas de jinetes y precedida por un grupo de exploradores que avanzaban desplegados. Los crujidos de los arneses y los ladridos de los perros resultaban extraños a los oídos de Rudy. Hasta entonces no se había dado cuenta de cómo se había acostumbrado al silencio del desierto. A la cabeza de la caravana caminaba una mujer envuelta en una capa que al verlos apretó el paso para salir a su encuentro mientras los exploradores se replegaban desde ambos lados. Algo en la disposición de la caravana recordó a Rudy el comentario que Ingold le había hecho sobre los dooicos.
La mujer echó hacia atrás la capucha de su capa al acercarse a ellos. Su rostro era alargado y enjuto, y debía haber sido casi agraciado antes de que los latigazos de los Seres Oscuros y las salpicaduras de ácido lo surcaran de cicatrices. Los soldados que se aproximaron tras ella eran hombres y mujeres sombríos y cubiertos de polvo, vestidos con chalecos de piel de borrego y armados con arcos de dos metros. La mujer empuñaba una alabarda, que a la vez usaba a modo de cayado, y cuya hoja metálica reflejaba con fuerza la luz de la tarde.
—¡Os saludo! —les gritó al acercarse—. Es un placer encontraros en el camino, peregrinos. —Al acercarse, Rudy observó que la mujer debía de tener unos cinco años más que él mismo, una cabellera larga y negra recogida en una cola de caballo y los ojos almendrados tan comunes entre la gente de Gettlesand—. ¿De dónde venís, que os dirigís al oeste? ¿Venís del reino? —La esperanza y la ansiedad afloraron a su rostro y a los de sus acompañantes.
Ingold le ofreció la mano e hizo una leve inclinación de cabeza en señal de respeto.
—Venimos del reino —respondió—, pero temo que somos portadores de malas noticias, señora. Gae ha caído, y el rey Eldor ha muerto.
La mujer guardó silencio; la esperanza desapareció de sus ojos y a su alrededor hombres y mujeres intercambiaron miradas sombrías. En la caravana un niño se echó a llorar y una mujer comenzó a cantarle una canción de cuna.
—Ha caído —repitió ella al cabo de un momento—. ¿Cómo?
—La ciudad está en ruinas —dijo Ingold quedamente—. Fueron los ataques de los Seres Oscuros por las noches, y los saqueadores, los dooicos salvajes y las fieras durante el día. El palacio ardió por completo y el rey Eldor pereció entre sus cenizas. Lo siento; lamento ser el portador de tan trágicas nuevas.
Ella bajó la vista y Rudy vio que sus manos grandes y huesudas apretaban el mango de la alabarda, como si intentara mantener la calma o sujetarse para no caer. Finalmente volvió a levantar la vista. Sus ojos estaban hinchados de cansancio.
—Entonces, ¿venís de Gae? —preguntó—. Porque si os dirigís a Dele, si esperáis encontrar allí un refugio… —Hizo un gesto hacia la caravana, muchos de cuyos miembros se habían acercado al grupo—. Unos dos tercios de esta gente vienen de Dele. El resto es de Ippit, o de las tierras que rodean el río Llano. Mi nombre es Kara de Ippit. Era…, soy la hechicera del pueblo.
Ingold la observó fijamente.
—¿Eres hechicera?
Ella asintió.
—El clérigo de Ippit siempre me respetó. Y he intentado ayudar a esta gente con mis reducidos poderes…
—¿Estudiaste en Quo?
—Sí y no. Sólo un año. Después tuve que volver junto a mi madre, que estaba enferma. —De repente miró a Ingold con ansiedad, al comprender el significado de su pregunta—. ¿Eres tú también hechicero?
—Sí. ¿Y tu madre?
Ella asintió, y Rudy vio que el mortal cansancio de su rostro daba paso a una nueva animación.
—¿Has tenido alguna noticia de Quo? —preguntó llena de ansiedad—. Yo lo he intentado muchas veces, pero ni siquiera he conseguido ver la ciudad. Tú eres el primer mago que he visto desde que todo esto empezó. —La mujer tomó la mano de Ingold—. No sabes la alegría que me produce…
—Lo sé muy bien —repuso el anciano, con una sonrisa—. Yo tampoco he tenido ninguna noticia de Quo ni de ningún mago más que tú desde la caída de Gae. Ahora nos dirigimos a Quo con la intención y la esperanza de encontrar a Lohiro y pedirle ayuda.
Un leve rubor cubrió las curtidas mejillas de la mujer.
—Creo que llamarme a mí maga es como llamar pura sangre a vuestro burro. Quizá pertenecemos a la misma familia, pero a diferentes categorías. —Volvió a mirar a Ingold frunciendo levemente las cejas, como si buscara el hilo de un recuerdo perdido.
El mago volvió a sonreír.
—Quizá seas un potro pura sangre —dijo Ingold—. ¿Adónde os dirigís ahora, Kara?
Ella suspiró y sacudió la cabeza con tristeza.
—A Gae —dijo simplemente—. O quizás a los valles fluviales. Abandonamos Ippit para ir a Dele, que era la ciudad más cercana; no podíamos resistir más en nuestro pueblo. Demasiados edificios habían quedado destruidos, y los ataques de los Seres Oscuros eran constantes. A tres días de Dele nos topamos con toda una caravana que huía de allí, casi todos medio congelados y muertos de hambre. Compartimos con ellos nuestras provisiones… Ya hace tres semanas que estamos en camino. Creímos que si conseguíamos llegar a los valles… —La voz le flaqueó de cansancio.
—Los valles están infestados de Seres Oscuros. Hay muchos más que en las llanuras. Llevamos a la vieja Fortaleza de Dare al príncipe Altir, hijo de Eldor, y desde allí el canciller Alwir gobierna lo poco que queda del reino. Pero también allí hay muchos problemas —prosiguió Ingold, sin mencionar la escena que Rudy y él habían visto en el fuego, la visión de Alwir rechazando a los refugiados de Penambra.
Kara asintió sombríamente.
—Me lo temía —susurró—. ¿Sabes de algún lugar a donde podamos dirigirnos, cualquier lugar…?
—Pudiera ser. Tomec Tirkenson, el Señor de Gettlesand, ha reconstruido la torre de la Roca Negra. No sé cuántos son ni qué provisiones tienen, pero quizá si os dirigís allí y le pedís asilo, pueda acoger a algunos de vosotros.
Kara miró por encima del hombro a los famélicos pastores que la acompañaban, y a Rudy le pareció que sin decir una palabra se sometía a votación la alternativa. No tenían elección. Sus ojos volvieron a clavarse en los de Ingold.
—Gracias —dijo quedamente—. Allí iremos. Aunque nos rechace, es mejor que quedarnos aquí a esperar la muerte. —La mujer se irguió de nuevo y con un gesto de la cabeza se apartó la espesa melena de la cara.
—Tirkenson tiene mala reputación entre los miembros de la Iglesia —dijo Ingold—, pero es un hombre justo y clemente, y reconocerá lo que significa disponer de la ayuda de un mago en la torre. ¿Viene tu madre contigo?
Kara dijo que sí con un movimiento de cabeza.
—¿Y fue ella también a la escuela de Quo?
Una ráfaga de buen humor atravesó los ojos de Kara.
—¿Y mezclarse con todos aquellos remilgados ratones de biblioteca? En la vida.
Ingold sonrió, y la suave calidez de su expresión cautivó por completo a la mujer, que siguió estudiando sus rasgos con intensidad. Sus ojos pasaron del desconcierto a la sorpresa, y finalmente a la reverencia.
—Tú eres Ingold Inglorion —murmuró.
El anciano suspiró suavemente.
—Ése es mi triste destino.
Kara pareció completamente confundida.
—Perdona, mi señor —balbuceó—. No sabía…
—Por favor —dijo Ingold—, haces que me sienta horriblemente viejo. —Le tomó las manos y las apretó entre las suyas—. Una cosa más, Kara. Hay una banda de Jinetes Blancos por la zona. Parece una partida de caza de unos treinta. Hace unos días encontramos un poste mágico. Te sugiero que dobles las guardias y disperses más a los exploradores. Los Jinetes Blancos tienen miedo. Puede que quieran capturar a alguno de los tuyos para ofrecer otro sacrificio, y desde luego les interesarán vuestros animales.
—¿Miedo? —preguntó con gesto preocupado uno de los pastores—. ¿De qué, de los Seres Oscuros?
Al oír el nombre de los Jinetes Blancos la inquietud se extendió entre el grupo como el olor del lobo entre un rebaño de ovejas.
«Bien —pensó Rudy—, son habitantes del desierto. Quizás algunos de ellos hayan visto ya los restos de algún sacrificio de los Jinetes».
—Puede ser —repuso Ingold—, pero el poste mágico que hemos encontrado no lo habían levantado para los Seres Oscuros. No tengo la menor idea de qué es lo que tanto temen, pero lo temen mucho.
Kara frunció el entrecejo, pensativa.
—En esta época del año no hay incendios —dijo—. Y tan al sur tampoco se producen tormentas de hielo. A no ser que se trate de una banda de muy al norte que se haya perdido…
—Me cuesta creer que una partida de Jinetes se pierda bajo ninguna circunstancia —dijo Ingold—. Pero he visto muchos sacrificios y esto era nuevo para mí. ¿No habéis oído algún rumor, alguna historia sobre algo que haya ocurrido por estas tierras?
Un granjero de larga barba sonrió.
—¿Algo que asuste a los Jinetes? Quizás una estampida de mil mamuts seguida de una bandada de pájaros carniceros…
Ingold sacudió la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—No. Nunca hacen un sacrificio a algo que pueden matar.
—¿Alguna enfermedad? —dijo Kara sin convencimiento.
Ingold pareció dudar.
—Quizá. Pero los Jinetes Blancos tienen una manera más sencilla de tratar las enfermedades.
—Ya —admitió ella—, pero si es una gran epidemia no pueden dejar atrás a todo el mundo.
—Han llegado a abandonar hasta a veinte miembros de una tribu de una sola vez, señora —dijo el granjero mientras se rascaba la cabeza—. Y ha habido mucha hambre y muchas enfermedades este invierno con este maldito tiempo.
—Quizá —dijo Ingold de nuevo—. Pero en general los Jinetes Blancos desprecian a la enfermedad porque la consideran una debilidad de la voluntad, más que un problema externo. Ellos no ven el mundo como nosotros, y a veces tienen miedo de cosas extrañas, pero hay algo muy peligroso por ahí. Que no os toque ése ni otros peligros, Kara de Ippit —dijo Ingold mientras hacía unos signos en el aire por encima de la cabeza de la mujer—, ni a ti ni a los que te acompañan.
Ella sonrió tímidamente y repitió sus gestos.
—Lo mismo te digo, señor.
Así se despidieron y siguieron cada uno su camino. La nube de polvo que levantaba la caravana engulló a los dos peregrinos, que durante un rato se vieron envueltos en una espesa niebla blanca mientras avanzaban en dirección contraria a la columna de carros, mujeres, niños, cabras y ovejas. Pasaban por su lado artesanos cargados con las herramientas de sus oficios, granjeros que cargaban con las rejas de sus arados y soldados improvisados armados con espadas y alabardas. Los perros pastores conducían a los rebaños entre el monótono sonar de los cencerros. Algunos aldeanos alzaron un brazo para saludar a los dos magos, y una anciana que tejía sentada en un carro se dirigió a ellos con voz cascada y alegre.
—¡Vais en dirección contraria, muchachos!
A lo lejos se oyó la voz indignada de Kara.
—¡Madre!
Rudy sonrió.
—Dijiste que no había nada más peligroso en el mundo que un mago ignorante…
—Ella conoce sus limitaciones —dijo Ingold sonriendo al recordar el rostro de la tímida mujer—. En general, los magos medio formados son peores que los ignorantes, pero ella posee la bondad de corazón de la que carece la mayoría de los magos. Te diría que Kara es una excepción entre nosotros.
—¿De verdad?
Ingold se encogió de hombros.
—Los magos no somos buenas personas, Rudy. La bondad no suele ser uno de nuestros rasgos de carácter más habituales. Casi todos somos orgullosos como Satán, en especial los que llevan pocos meses de formación. Ésa es una de las razones de que exista el Consejo. Debe haber algo que contrarreste los efectos de la conciencia de que uno puede alterar el universo. ¿No has sentido tú mismo la euforia de saber que puedes llamar al fuego o hacer cambiar los vientos de dirección a tu antojo?
Rudy dirigió al anciano una mirada avergonzada y se encontró con unos ojos sabios y con una sonrisa de maliciosa satisfacción por haberle leído los pensamientos una vez más.
—Sí, algo así. ¿Y qué?
Pasaron junto a los últimos rebaños, y la nube de polvo blanco fue difuminándose lentamente. Bajo el cielo nublado del desierto, el vacío volvió a abrirse ante ellos.
—¿Y qué? —reiteró Ingold con una sonrisa—. Que el éxtasis del Poder tiene unos efectos devastadores. El Consejo y el archimago tienen la obligación de controlar no sólo el Poder en sí, sino también las almas de los que lo poseen.
Rudy pensó por un momento en aquello. Recordaba la sensación que le invadió cuando se dio cuenta de que podía llamar al fuego, el rápido y brillante chispazo de triunfo que siempre sentía cuando conseguía hacer bien un encantamiento. Y de repente vislumbró el principio de un camino que podía conducir a un mal inimaginable. Buscar el conocimiento por el conocimiento y el Poder por sí mismo, dejar a Minalde para ir en busca de su destino, o permanecer en una habitación oscura contemplando un cristal reluciente mientras Ingold se enfrentaba solo a la muerte y a la destrucción de la Fortaleza. Súbitamente vio en sí mismo el potencial de un poder ilimitado.
«¿Lo sentirá también Ingold? —se preguntó—. ¿Y Lohiro?». —La imagen del archimago, semejante a un dragón dorado, con aquellos ojos vacíos y brillantes, volvió de nuevo a su mente—. «¿Habrá luchado él contra el éxtasis del Poder total?».
«Si lo han nombrado archimago, debe de haberlo hecho —reflexionó—. El mago más poderoso del mundo, el jefe supremo de todos ellos. Debe de ser difícil resistir el peso de algo así. Poder, Poder absoluto. Más fuerte que cualquier droga conocida o por conocer».
—¿Cuánto tiempo hace falta? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo hay que estudiar en Quo?
—Casi todos pasan allí entre tres y cinco años —dijo el anciano—. Pero como ves, no todos los magos pasan por Quo. En tiempos pasados hubo otros centros de magia, el mayor de ellos en Penambra. Y también otros magos que se instruyeron como aprendices de hechiceros nómadas, como posiblemente la madre de Kara. Y el tercer escalón, el de los que llaman al fuego, encuentran cosas perdidas o echan la buenaventura, operan por puro instinto. Pero el centro del saber está en Quo. Sus torres son nuestra patria.
La tarde ya caía, y en la Fortaleza cerrarían los portones, entre las oraciones de Govannin y los conjuros de Bektis.
—¿Y dónde encaja Bektis en este esquema? —preguntó Rudy pensativo—. ¿Estuvo él también en Quo?
—Sí, desde luego. De hecho Bektis es unos diez años mayor que yo. Piensa que me he echado a perder.
—Así que tú también te convertiste en mago en Quo.
—Bueno, no exactamente. —Ingold miró de soslayo a Rudy, y las sombras de la capucha desdibujaron sus facciones—. Yo estudié siete años en Quo, y aprendí mucho sobre la magia, sobre el Poder y sobre el tejido del que está hecho el universo; pero, desgraciadamente, nadie consiguió quitarme la vanidad, ni la estupidez, ni el deseo de jugar a ser Dios. Por todo ello, mi primera acción al volver a mi hogar fue desencadenar irresponsablemente una serie de acontecimientos que acabaron con todos los miembros de mi familia, la mujer que amaba y unas setecientas personas inocentes, a casi todas las cuales conocía desde la infancia. Entonces —prosiguió ante el horror de Rudy—, me retiré al desierto y viví como un ermitaño. Y fue en el desierto, Rudy, donde aprendí a ser mago. Como creo que ya te he dicho alguna vez, el ser un verdadero mago tiene muy poco que ver con la magia.
Rudy no supo qué contestar.