CAPÍTULO CUATRO

—No creí que esto ocurriera tan pronto. —Jill lanzó una bola de nieve apelmazada al camino que se extendía a sus pies. Seya se apoyó en el arco y suspiró, se sacudió la nieve de la capa y oteó los oscuros pinares que cubrían la montaña a espaldas del pequeño puesto de vigía.

—¿Que ocurriera qué? —preguntó por fin.

Jill se levantó y se desperezó, dolorida por la inmovilidad de la larga guardia de la tarde.

—Que tuviéramos que defender la carretera de nuestra propia gente.

Seya no dijo nada.

—He estado viendo el humo de sus hogueras —siguió diciendo Jill al desgaire mientras recogía sus armas: el arco, la espada y la lanza—. Supongo que han acampado en las torres de vigía que hay a la entrada del valle, la Gran Puerta, como la llamaba Janus. Cuando llegaron ayer al valle había varios miles de refugiados; pero a juzgar por el humo, hoy debe de haber bastantes menos. Los Seres Oscuros los habrán atacado durante la noche. —Se volvió hacia Seya, algo molesta por su silencio—. ¿Sabes? Creo que no debíamos haberlos expulsado como a mendigos.

Seya parecía incómoda, pero tampoco había sido decisión suya. Los nuevos refugiados habían llegado al valle casi helados, envueltos en andrajos y muertos de hambre. No había sido necesario hacer mucho uso de la fuerza para obligarlos a seguir su camino.

—Mira, Jill-shalos —dijo Seya simplemente—, cuando vistes el uniforme de la guardia renuncias al derecho a opinar. Servimos al rey de Gae. En este caso al príncipe Altir. O a la reina.

Jill se cruzó de brazos en un vano intento de calentarse las manos bajo la capa oscura y raída. A lo lejos todavía podía ver las finas columnas de humo azulado. «No fue la reina quien dio la orden —pensó—. Fue Alwir. Pero al fin y al cabo, el resultado hubiera sido el mismo».

Pensó en la reina, una muchacha tímida de cabellos oscuros, erguida a la sombra de su imponente hermano. Así los había visto la tarde anterior, ante la oscura puerta de la Fortaleza, rodeados de guardias. Sus capas bordadas de oro refulgían con fuerza a la luz anaranjada del atardecer. «No tenemos alimentos ni espacio para más gente —había dicho Alwir al monje alto y harapiento, envuelto en un hábito sucio y rojo como la sangre, que había conducido al nuevo grupo de refugiados hasta allí—. Con las reservas que quedan apenas podremos llegar a la primavera».

Entre los guardias se había producido un leve batir de armas y fundas de cuero, como el roce de las escamas de un dragón al despertar; los recién llegados habían desandado sus pasos en silencio por la nieve helada.

—Mira. —La voz de Seya sacó a Jill de sus pensamientos; sus ojos siguieron el gesto de su compañera que le mostraba un jinete solitario aparecido en la carretera. Su esbelto caballo avanzaba soberbio entre la masa engañosa y quebradiza de la nieve congelada. Aunque no hubiera visto las trenzas blancas que caían sobre los anchos hombros del jinete, Jill habría reconocido al Halcón de Hielo por su cuerpo delgado y fibroso y por su forma de montar a caballo. Sus ojos translúcidos encontraron a las dos mujeres; una mano enguantada se alzó en un gesto de despedida.

Jill alzó la suya, sin saber muy bien si sonreír o sentir pena. Era ésta la típica manera del Halcón de Hielo de despedirse de sus amigos más íntimos al emprender un viaje del que quizá no volvería. Iba a ser un viaje largo y penoso, ya que sólo contaba con aquella montura. Los animales eran un preciado tesoro en la Fortaleza.

Mientras los oscuros bosques volvían a engullir al jinete, Jill observaba con inquietud las finas columnas de humo que se alzaban a lo lejos.

—¿Crees que tendrá problemas para atravesar el campamento?

Seya enarcó las cejas con incredulidad.

—¿Él?

Teniendo en cuenta la ferocidad y la sangre fría del Halcón, Jill tuvo que admitir que no era muy probable.

—Pero Janus y su destacamento sí podrían tenerlos —añadió Seya—. Cuando salí de la Fortaleza, Alwir y Govannin todavía discutían a voces sobre el número de soldados y caballos que debían acompañar a Janus con los carros. Alwir seguía empeñado en que no se puede debilitar más la defensa de la Fortaleza y no le falta razón, después del último ataque de los Seres Oscuros. Govannin se subía por las paredes porque la mayoría de los carros que van a llevarse son suyos.

—En parte Govannin tiene razón —dijo Jill. Entregó las armas a Seya y sacudió la nieve que se había acumulado en la manta—. No parece que los refugiados del campamento estén en condiciones de oponer mucha resistencia a la caravana, pero cuando Janus llegue a los valles tendrá que vérselas con los Jinetes Blancos. Se supone que ahora están ahí abajo.

Seya se puso cómoda al abrigo del viento en una pequeña oquedad excavada en la piedra desde la cual se dominaba la carretera. Las cuatro horas de guardia solitaria habían permitido a Jill examinar detenidamente los alrededores.

—Todo el mundo se pregunta qué ocurre ahora en los valles —dijo Seya con voz débil—, pero sin duda ya tendrán bastantes problemas con los bandidos, los lobos y los Seres Oscuros.

—¿Sabes hacia dónde se dirigen? —preguntó Jill mientras volvía a ceñirse la espada al cinto.

Seya se encogió de hombros.

—A cualquier sitio donde haya comida almacenada: a los pueblos abandonados, a las granjas…, a cualquier lugar donde pueda haber grano o animales. —De pronto se echó a reír, y las finas arrugas de su rostro enjuto se profundizaron sensiblemente—. Y hay otra cosa que indigna terriblemente a Alwir y a Govannin. Que Tomec Tirkenson y los suyos se han puesto en marcha finalmente hacia el paso de Sarda, rumbo a Gettlesand.

—Todos sabíamos que pensaban irse en cuanto dejara de nevar. —Jill se envolvió en su capa y sintió el olor a humo que impregnaba sus oscuros pliegues—. Alwir debería estar contento. Al fin y al cabo, son menos bocas que alimentar.

—Y menos defensores. —Seya se cubrió los pies con la manta—. Pero lo que realmente le dolía a Govannin era que Tirkenson se llevaba todo su ganado. Se lo prohibió argumentando que los pobladores de la Fortaleza tenían mayor necesidad, y hasta lo amenazó con excomulgarlo. Pero Tirkenson se echó a reír y dijo que ya lo había excomulgado hacía diez años, que estaba condenado de todas formas, que el ganado era suyo porque lo había comprado en Gae y que le rompería el cuello al primero que intentara impedirle llevárselo a Gettlesand. De su parte estaban todos sus vaqueros, así que Su Eminencia no tenía nada más que decir, y Alwir no iba a desencadenar un conflicto con el único señor feudal que sigue siendo fiel al reino. Cuando nos fuimos, la obispo estaba haciendo votos porque Tirkenson se pudriera en el infierno.

Jill se echó a reír. Le caía bien el Señor de Gettlesand. Pero si se había ido con todos sus hombres, sus caballos y su ganado, no era extraño que Govannin temiera por los que quedaban. Con el campamento de los nuevos refugiados tan cerca, pronto intentarían matar a los caballos para comérselos.

La ventisca azotaba la ladera de la montaña y levantaba nubes de nieve sobre los riscos más altos. El cielo seguía encapotado, y al mirar hacia las cumbres Jill vio los leves destellos plateados de los glaciares. «¿Se acercan o se retiran? —pensó distraídamente—. Seguramente se acercan. Con un invierno como el que empieza, era el único problema que nos faltaba. Una maldita glaciación».

Jill miró la carretera desde lo alto del paso, el paisaje agreste y estéril, blanco y negro, y la sombra siniestra de aquellos bosques que hasta los ciervos habían abandonado. A lo lejos seguían elevándose las columnas de humo del campamento de los refugiados.

—¿De dónde vendrán? ¿Lo sabes? —preguntó a Seya.

Su compañera se encogió de hombros.

—De Penambra, quizás. El monje que habló con Alwir tenía acento sureño. Probablemente muchos de ellos llevan semanas enteras cruzando los valles.

Quizás Alwir tuviera razón, pensó Jill mientras subía por el sendero que conducía a la Fortaleza a través del bosque. Las grandes cantidades de trigo, harina y carne curada almacenadas en los niveles más altos, junto con las provisiones ocultas en la zona de la Iglesia, parecían ser suficientes para mucho tiempo, pero la realidad era que habría que dar de comer a unas ocho mil bocas hasta el final del invierno. Y estaban a principios de octubre. Además no era probable que Janus y sus hombres consiguieran muchos más víveres. Quizás había sido correcto que la guardia negara alimentos y cobijo a aquellos seres desvalidos y exhaustos y los dejara a merced de los Seres Oscuros. Era el lado sórdido y feo de la vida de soldado. El puro placer del combate formaba parte de un cuadro mucho más amplio, y lo que para ella era una forma de vida, para otros no era más que un simple instrumento político.

Mientras pensaba que en realidad aquello no era ninguna novedad, Jill comenzó a tararear distraídamente «Qué triste es la vida del policía», y el viento se llevó la melodía de Gilbert y Sullivan hacia los bosques nevados de aquel mundo extraño.

La carretera rodeaba una densa masa de pinos, y Jill sintió desde allí los olores de la Fortaleza, del humo de las fogatas, de la grasa que fundían las mujeres para hacer jabón, y el fuerte olor del ganado. Oyó las risas de los niños mezcladas con los confusos balidos de las ovejas y en algún lugar del bosque a alguien que cortaba leña con secos y vibrantes golpes de hacha. Por otro lado, una fuerte voz de barítono que, como Jill, cantaba en solitario. Dobló el último recodo del camino y ante ella apareció la masa negra y pulida de la Fortaleza.

Quizá no fuera tan grande como los enormes rascacielos entre los que ella había crecido, pero la estructura erigida en la montaña tenía más de ochocientos metros de longitud por unos trescientos de anchura y treinta de altura. Las enormes puertas parecían pequeñas comparadas con el inmenso monolito negro al que daban acceso. Negra y enigmática, la Fortaleza de Dare guardaba celosamente sus secretos.

«¿Qué secretos? —Se preguntaba Jill—. ¿Quién la construyó? ¿Y cómo?». Era consciente de que aquella construcción, dotada de un extraordinario sistema de ventilación y de corrientes de agua, estaba muy por encima del nivel tecnológico de la época. ¿Era obra de un mago o de un soberbio ingeniero? Entonces entró en funcionamiento el instinto investigador de Jill. «¿Quién podría saberlo?».

«Quizás Eldor». Durante un sueño que había tenido en California, mucho tiempo atrás, Jill había oído al difunto rey hablar de los recuerdos que había heredado de sus antepasados de la Casa de Dare, cuyo fundador, Dare de Renweth, había erigido la Fortaleza. Pero Eldor había muerto en la masacre de Gae. «¿Su hijo, Altir?». Él también había heredado recuerdos ancestrales, y por ello era el objetivo principal de los Seres Oscuros, pero todavía era un niño, demasiado pequeño para hablar. «¿Lohiro?». Quizá. Pero el archimago estaba oculto en Quo, y pasarían muchas semanas, quizá meses, antes de que llegara a la Fortaleza, si es que consentía en acompañarlos.

Jill reflexionó. Ingold había dicho que no se conservaban crónicas de la época en que se construyera la Fortaleza. El caos que siguió a la primera invasión de los Seres Oscuros había sumido a la humanidad en siglos de ignorancia, hambre, violencia social y oscurantismo. Pero ¿hasta qué punto era aquello cierto? ¿Es que no había una tradición oral? ¿Qué había realmente en los carros que tan celosamente habían protegido los monjes de Govannin desde la salida de Gae?

Por el rabillo del ojo Jill percibió un leve movimiento que la apartó de sus pensamientos. Alguien se movía entre los árboles a su derecha, alguien que intentaba pasar inadvertido sin demasiado éxito. Jill atisbó los vivos colores de una falda de campesina, que la amplia capa oscura no conseguía ocultar del todo. Se preguntó si realmente aquello era asunto suyo.

La sombra saltaba de un árbol a otro, avanzando paralela a la carretera. «Probablemente va al campamento de los refugiados —pensó Jill—. Es lo único que hay en esa dirección. Al menos alguien siente compasión por esa pobre gente».

En este caso, sí era asunto suyo. Apenas quedaba tiempo para ir y volver antes de que cayera la noche. Jill se detuvo en la carretera y, para no llamar la atención si algún vigía la veía volver atrás, se dio una palmada en la frente como si hubiera olvidado algo y dio media vuelta. Cuando estuvo fuera de la vista de los vigías, se internó en el bosque y avanzó con paso rápido hasta llegar a un punto por el que debía pasar la fugitiva. Se ocultó entre dos troncos caídos y se envolvió en la capa negra que ostentaba el cuadrifolio blanco de la guardia como una mancha de nieve sobre madera ennegrecida por la humedad. Al cabo de pocos minutos vio aparecer una figura entre los árboles. Miraba hacia atrás continuamente e intentaba protegerse del frío entre los pliegues de una gruesa capa de piel negra. La capucha había caído hacia atrás, y una gran diadema enjoyada relucía entre los negros y largos cabellos.

Fue la capa lo primero que Jill reconoció. Sólo había una como aquélla en la Fortaleza.

—¡Señora! —gritó.

Minalde se detuvo, se volvió con los ojos sobresaltados por el miedo y Jill salió de entre los árboles.

—Por favor, vuelve —dijo Alde apresuradamente mientras se apartaba los mechones de pelo que le tapaban la cara—. Yo no tardaré, y…

—No podrás ir hasta allí y volver antes de que caiga la noche —dijo Jill secamente.

—Yo… no voy al campamento de los refugiados. —La reina se irguió con toda su majestuosidad. Su expresión hizo pensar a Jill en su hermana pequeña cuando estaba mintiendo.

—Y además no deberías ir sola —añadió Jill, como si no hubiera oído nada.

Alde jamás podría ganarse la vida mintiendo.

—Pero tengo que ir —protestó—. Por favor, no me detengas. Hay tiempo suficiente…

—Están acampados a la entrada del valle, en la Gran Puerta —insistió Jill con firmeza—. Oscurecerá en poco más de dos horas. Y además… —Dio un paso hacia Alde, y la muchacha retrocedió, como un cervatillo a punto de emprender la huida. Jill se detuvo y su voz se suavizó—. Y además, si supieran quién eres, quizá no llegaras a salir de allí.

—No lo sabrán —insistió Alde sin acortar las distancias—. No pasará nada.

Jill suspiró.

—Eso no puedes saberlo. —Dio un paso más hacia ella, pero Minalde volvió a retroceder.

Rudy le había dicho en una ocasión que sólo el valor de la reina igualaba a su tozudez. Ahora comprendía a qué se refería su amigo.

—Al menos no vayas sola —dijo por fin.

Alde se sonrojó levemente.

—No tienes por qué…

—¡Por Dios! Alguien tiene que hacerlo. —Jill volvió sobre sus pasos y emprendió la marcha hacia la entrada del valle a través del bosque nevado—. Por aquí es más corto, y podremos evitar que nos vean los vigías de la carretera.

Alde la siguió sin decir una palabra.

Tardaron algo más de una hora en llegar al campamento. Como Jill había imaginado, los refugiados se habían instalado en la Gran Puerta, las antiguas torres de vigía que en tiempos pasados habían guardado la entrada a los territorios de la Fortaleza. Al extenderse el reino desde aquel núcleo, la Gran Puerta había dejado de ser necesaria y había quedado abandonada. Ahora no era más que un montón de ruinas cubiertas de maleza dominando el estrecho cuello de botella por el que pasaba la carretera, y donde no habitaban más que cuervos y alimañas.

Las dos mujeres fueron recibidas por un hombre flaco de cabellos grises que, a juzgar por los fláccidos y abundantes pliegues de su papada, había conocido mejores tiempos. Iba armado con una lanza y cubierto de harapos y una capa de terciopelo mugriento bordado en oro. Dieron los nombres de Alde y Jill-shalos, de la Fortaleza de Dare, y pidieron permiso para hablar con el señor del campamento.

Cruzaron la plaza cuadrada que se abría ante la torre norte hundiendo los pies en el barro hasta los tobillos. La plaza olía a suciedad y humo de leña. Sobre la nieve sucia se veían bultos con escasas pertenencias y fogatas en las que preparaban algo parecido a comida. Hombres y mujeres se arracimaban alrededor de las hogueras o deambulaban cansinamente entre ellas. El lugar parecía tranquilo, si no fuera por los persistentes llantos de los niños. Jill sintió vergüenza de su capa, de su salud, de la ración de comida que había engullido a mediodía. Alde estaba muy pálida.

El hombrecillo de cabellos grises se detuvo ante un cobertizo formado con ramas de árbol. Entre las sombras del fondo Jill creyó ver una figura pequeña y rígida envuelta en una manta; era un hombre sentado en una yacija de agujas de pino sosteniendo las manos de dos niños dormidos. El hombre levantó la vista hacia las dos mujeres, cuyas siluetas se recortaban contra la entrada del refugio.

—¿Señor?

El hombre se levantó despacio, con cuidado de no despertar a los niños. Jill reconoció de inmediato al monje que había hablado en nombre de los refugiados cuando Alwir les impidió la entrada a la Fortaleza.

—¿Sí, Trago? —Sus ojos oscuros, hundidos en cuencas profundas y rodeadas de arrugas, pasaron del hombrecillo a las dos mujeres, y se mantuvieron fijos en el rostro de Alde—. Sí —dijo con suavidad—. Puedes irte, Trago. Busca a alguien que se quede con los niños, por favor.

Trago asintió y se retiró.

El monje se volvió hacia ellas, y Jill observó la profunda palidez de su piel bajo la hirsuta barba negra.

—Soy Maia de Thran —se presentó, con la misma voz suave y calmosa—, obispo de Penambra. —Alde abrió la boca, asombrada, y él sonrió. Sus blancos dientes destacaban contra el negro de la barba—. Creo que mi antecesor asistió a tu boda, señora —dijo. Las mejillas de Alde se arrebolaron. Él siguió hablando con suavidad—. Entonces yo era capitán de sus guardias. —Inclinó lentamente la cabeza en un gesto de respeto y acatamiento—. Os doy la bienvenida a lo que queda de la ciudad de Penambra —añadió sin asomo de ironía.

—Lo siento —dijo Alde con voz débil—. Por favor, no me juzgues mal. No he venido…

—Lo sé —dijo él con tono tranquilizador—. Pero supongo que, ya que has venido de incógnito y sin tu séquito, ésta no es una visita oficial.

Sólo un idiota podía haber visto la escena que se había desarrollado ante la puerta de la Fortaleza el día anterior sin darse cuenta claramente de quién ostentaba toda la autoridad. Y aquel hombre alto y flaco envuelto en un hábito sucio no parecía ser ningún idiota. Sin duda sabía que Alde había ido al campamento sin permiso ni conocimiento de su hermano.

Alde miró al monje a los ojos.

—Lo siento —volvió a decir—, pero no podía dejar de venir.

—Te entiendo —repuso Maia—, y te agradezco tu compasión. —Miró lentamente a su alrededor. Hombres vestidos con andrajosos uniformes estaban fabricando flechas junto a las fogatas; las mujeres atendían a los niños lo mejor que podían y por todos lados se extendía el olor a rancho, el borboteo de la sopa boba y los penetrantes llantos de los niños—. Sin embargo, te aconsejo que no vuelvas aquí. Como máxima autoridad de este campamento, todavía puedo evitar que esta gente se lance al bandidaje, pero en tu próxima visita puede que haya muerto o que me hayan derrocado. Mañana podrías tener que tratar con cualquiera. Los Seres Oscuros nos han hostigado terriblemente.

—Entonces, ¿no queda nada de Penambra? —preguntó Alde con voz tímida.

—Nada —dijo el obispo con toda la calma de que fue capaz—. Salimos de la ciudad unos nueve mil, con carros de ropa, alimentos y todo lo que pudimos llevar. Tú conoces Penambra, es una ciudad de puentes, construida sobre los más de cien islotes de la bahía. Las lluvias inundaron la ciudad y nos atraparon en los sótanos; pues bien, los Seres Oscuros dominan esos sótanos, incluso en pleno día. La mitad de las provisiones se perdieron en las inundaciones, y los Seres Oscuros acabaron con más de la mitad de mi gente antes de que consiguiéramos escapar de la ciudad. En todo el delta la situación era la misma. Todo quedó inundado por las lluvias y a merced de los Seres Oscuros, que han reventado los puentes que cruzaban los ríos. Lo que antes era la parte más rica del reino ha quedado desierta, o poblada por saqueadores y bandidos. El terror a la Oscuridad lo domina todo. Además, hemos comprobado que a muchas de sus víctimas las arrastran con vida a sus madrigueras. ¿Sabías eso?

—Sí —dijo Alde—, lo sé.

El obispo la miró fijamente y asintió.

—Si lo sabes, mi señora, y todavía estás entre nosotros, eres más afortunada de lo que pensaba.

Cruzó sus brazos largos y huesudos. Era un hombre extraordinariamente amable para haber sido comandante de las tropas de la Iglesia. Un grupo de soldados vestidos de harapos pasó por delante de ellos para hacer el cambio de guardia. Eran hombres y mujeres pálidos y famélicos armados con arcos y hachas. Al pasar saludaron al obispo.

Maia suspiró.

—En fin, la gente hablaba de la antigua Fortaleza de Dare, en el valle de Renweth. En algunos sitios, grupos de aldeanos han erigido pequeñas torres, edificios fortificados cerca de las márgenes del río. Tu hermano no es el primero que nos ha rechazado, pero sus defensas no parecen haber significado mucho para los Seres Oscuros. Hemos encontrado muchas fortificaciones destruidas y a sus pobladores muertos o vagando como fantasmas por los campos. Nos han atacado manadas de lobos y perros asilvestrados; incluso hemos oído rumores de que los Jinetes Blancos estaban en los valles… Durante el camino hasta aquí, a veces he pensado que había llegado el fin del mundo. —Sus blancos dientes brillaron un instante bajo la barba—. En cierto modo pensaba que sería algo más sencillo. Si lo que cuentan las Escrituras es cierto, al menos sería más rápido.

—Oh, sí ha sido rápido. —Alde miró a su alrededor los campos desolados. Las piedras preciosas que adornaban sus cabellos refulgieron a la luz de la tarde—. Este verano todos estábamos sentados en las terrazas, viendo al sol jugar con las hojas de los árboles y soñando con los banquetes y las celebraciones de la Fiesta de Invierno. Y sin embargo puede que para entonces hayamos muerto todos. Eso es bastante rápido.

El obispo sonrió con un deje de amargura y de tristeza.

—Es posible, es posible. —El cielo gris comenzaba a oscurecerse. Maia se envolvió en su vieja capa para protegerse del frío—. Pero venir hasta aquí para que un noble orgulloso, rodeado de gordos mercaderes vestidos de armiño nos diga desde la puerta de su Fortaleza que no tiene sitio ni comida para nosotros… No sé lo que esperaba, señora, pero no era esto.

Alde no dijo nada, pero Jill vio que el fuego de la vergüenza afloraba a sus mejillas.

Una muchacha llegó corriendo entre la confusión del campamento.

—¡Señor! ¡Señor obispo! —gritó. Él dio un paso hacia ella y la tomó por los hombros para tranquilizarla—. ¡Tropas, mi señor! ¡Bajan por la carretera!

Maia lanzó una rápida mirada interrogante a Alde y se encontró con el gesto de genuina sorpresa de la reina. Los tres se apresuraron a averiguar qué ocurría.

Antes de llegar a la carretera, Jill oyó el ruido de la caravana de aprovisionamiento, que destacaba claramente sobre el silencio antinatural del campamento. Chocaban las espadas en los remaches de hierro de las vainas, chapoteaban suavemente las botas y los cascos de los caballos en el barro y tintineaban las cotas de malla. Jill reconoció los jadeantes resoplidos de las bestias de tiro. Las torres de vigía se alzaban en un promontorio que dominaba la carretera. Ahora estaba repleto de silenciosos y harapientos espectadores que abrieron paso al obispo y a las dos mujeres. Más abajo, Jill vio al destacamento que avanzaba con toda la rapidez posible a la luz del crepúsculo. Janus iba en su robusto caballo bayo, con su cota de malla y la cabellera roja oculta por el yelmo. Sus vivos ojillos se movían sin cesar en busca de la más leve señal de peligro en el campamento o en los bosques. Los soldados de Alwir, con sus libreas rojas, conducían a los caballos que tiraban de los carros vacíos y miraban de soslayo y como avergonzados a los silenciosos espectadores de ojos hambrientos. La fila de carros iba flanqueada por dos columnas de Monjes Rojos, impasibles y ocultos bajo las viseras de sus cascos. Los hombres y mujeres que rodeaban a Jill contemplaron en silencio la demostración de fuerza. Sólo se oyó la voz de un niño que preguntaba a su madre si aquellos hombres iban a darles de comer.

—Es una locura salir hacia cualquier sitio a esta hora del día.

Alde negó con la cabeza sin comprender.

—Pensaban salir hacia el mediodía. No sé qué los habrá retrasado.

Jill lo sabía, pero no tenía sentido explicárselo en aquel momento. La última discusión entre Alwir y Govannin había tenido sus consecuencias. Aunque la dotación que protegía a los carros vacíos parecía impresionante, la opinión de Jill era que debía haber sido muy superior. Todavía no había olvidado el aspecto de las granjas arrasadas por los Jinetes Blancos.

El obispo de Penambra permaneció inmóvil hasta que la retaguardia de la caravana hubo desaparecido entre los bosques nevados.

—Así que no es suficiente con la cosecha propia. Salen a buscar la ajena, y para los demás no quedarán más que las sobras.

Alde miró al religioso y su rostro enrojeció de vergüenza.

—Creo… que necesitamos todas las provisiones que sea posible reunir. Alwir quiere formar un gran ejército. Ha mandado a un mensajero al imperio de Alketch para pedir ayuda. Entre todos arrasarán la guarida de los Seres Oscuros en Gae para establecer un lugar seguro desde el que reconquistar el reino.

Las cejas hirsutas del monje se arquearon, y su frente se pobló de profundas arrugas.

—En diferentes ocasiones se ha comparado el imperio de Alketch con el diablo, señora. Dicen que el Maligno no puede entrar en un hogar si antes no ha sido invitado, pero que una vez está dentro, es imposible hacerlo salir. Creo que tu hermano haría bien en emplear a los setecientos soldados que me quedan, y que siguen siendo fieles a la Casa de Dare, antes de dar su pan al enemigo.

—Mi hermano dice… —comenzó a explicar Alde, pero se detuvo, demasiado avergonzada para continuar.

—Tu hermano es un hombre que no escucha consejos —concluyó Maia con calma. Alzó la mano larga y huesuda y la posó sobre el hombro de la reina—. Te entiendo, señora. Pero tienes que hablarle en nuestro nombre. Dile que necesitará nuestras espadas. Dile lo que quieras. No podremos resistir mucho tiempo aquí, y no hay otro lugar en el mundo a donde podamos dirigirnos.

—Se lo diré. —Alde miró con decisión el rostro enjuto y pálido que tenía delante.

—Habla en nuestro nombre —dijo Maia—, y no olvides que si algún día necesitas nuestras espadas, siempre podrás contar con ellas y con nuestros corazones.

—¡No podemos dejarlos morir de hambre! —exclamó, furiosa, Alde. El crepúsculo había caído sobre la carretera. La tarde se apagaba lentamente.

—Alwir puede hacerlo —señaló Jill.

—¡No lo hará!

—Ya lo ha hecho. Para admitir a los penambrios sin que mueran de hambre los nuestros, Alwir tendría que establecer un sistema de racionamiento, y eso Govannin nunca lo aceptará.

—¡Pero ella es la obispo! —insistió Minalde con voz apasionada—. ¡Es la cabeza de la Iglesia!

—Ya —le espetó Jill fríamente—. ¿Crees que va a estar encantada de tener que admitir a otro obispo en su sacristía? ¿Y además plebeyo? —Jill se había familiarizado con la lengua wathe lo suficiente para reconocer lo que significaba «de Thran» a continuación del nombre del obispo: labrador, jornalero o algo parecido. Alguien a quien miraban por encima del hombro los miembros de la vieja aristocracia, que ostentaban la distinguida terminación «ion» en sus apellidos.

Alde suspiró.

—Por favor, no hables así.

—No puedo evitarlo —dijo Jill encogiéndose de hombros—. Me gusta hacer de abogada del diablo. No digo que sea imposible. —Algo se movió entre los árboles, y Jill concentró toda su atención en el menor ruido. Un búho echó a volar silenciosamente desde la copa de un árbol. Jill siguió caminando como si el corazón no le latiera al doble de velocidad—. Alwir tiene sus razones. Hay que establecer un límite —siguió diciendo—, pero en la Fortaleza hay sitio suficiente, si a los recién llegados no les importa vivir en el fondo del cuarto nivel o en las buhardillas del quinto. Y no estoy segura de que la expedición consiga muchas más provisiones. Si encuentran alimentos abundantes en los valles, todo cambiaría, pero eso es algo que no entra en los planes de Alwir. No sé, quizá prefiere pensar en lo peor. —Volvió a encogerse de hombros—. Pero estoy segura de que no toda la comida que hay en la Fortaleza está controlada, y, desde luego, muchas provisiones no están en el depósito principal. Durante las patrullas de reconocimiento he visto docenas de celdas cerradas a cal y canto. No me extrañaría que cuando la comida empiece a escasear, gente como los amigos de Alwir, Bendle Stooft y Mongo Rabar, obtengan buenos beneficios, pero tampoco soy adivina.

Alde frunció el entrecejo.

—Si admitimos a los penambrios, ¿dónde almacenaremos la comida? Necesitaremos todo el espacio para viviendas.

—Fácil —dijo Jill—, fuera de la Fortaleza. Ya se ha hablado de esa posibilidad. Construir un granero junto a los cercados del ganado y fortificarlo contra lobos y bandidos. Los Seres Oscuros no comen grano ni carne curada.

—¿Crees que Alwir accederá?

—A Alwir le encantará. Se volvería loco de alegría si pudiera saber dónde se encuentran todas las provisiones de la Fortaleza. Govannin dirá que ni hablar, y empezarán otra vez a discutir si la Fortaleza necesita a todos esos civiles incapaces de sostener un arma.

Alde le lanzó una mirada de reproche.

—¿Alguna vez te ha dicho alguien que tienes una lógica aplastante?

Jill sonrió en la semipenumbra.

—¿Por qué crees que nunca he llegado a casarme? —Se detuvo bruscamente y tomó a Alde por el brazo para que hiciera lo mismo. El ruido que había oído no era más que el viento al agitar las ramas de los árboles, pero de repente la oscuridad era mucho mayor. Siguieron andando a pasos más acelerados.

—Allí —dijo Jill cuando doblaron una curva de la carretera. A lo lejos, en la negra ladera de la montaña, se distinguía un cuadrado de luz roja—. Han encendido hogueras para proteger las puertas y las han dejado abiertas.

—¡No pueden hacerlo! —protestó Alde—. ¡Va contra la Ley de la Fortaleza! ¡Si atacaran los Seres Oscuros…!

—Eso significa que han descubierto que te has escapado —dijo Jill con calma, y levantó la vista hacia el cielo plomizo. A ambos lados de la carretera el bosque se había sumido en una oscuridad total. Parecía como si avanzaran por la nave de una siniestra catedral flanqueada por irregulares y negras columnas. Cuando desaparecieran los últimos rayos de luz solar, quedarían sumidas en una oscuridad casi total.

—¡Pero Tir está ahí dentro! ¡Alwir debería…! —insistió Alde.

«Típico de ella —pensó Jill—. Le importa más la seguridad de su hijo que la suya propia».

—¡Oh, vamos! —dijo Jill con sequedad—. ¿En realidad piensas que lo haría? —Entonces se detuvo bruscamente. Esta vez estaba segura. Lo sentía en las venas. Era como una corriente eléctrica que no tenía nada que ver con el miedo. Sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Como si fuera el aliento de la noche, notó que el aire se movía levemente a su alrededor.

Percibió un movimiento en el aire por encima de su cabeza, pero al alzar los ojos sólo vio la negrura de las nubes. Sin embargo había algo en las sombras que se movía silenciosa y sinuosamente. En el mortal silencio que las rodeaba, la espada de Jill hizo un ruido ensordecedor al salir de su vaina.

—¡Allí! —susurró Alde.

Jill giró en redondo y vio una mancha negra moverse como un fantasma sobre la nieve. Sinuoso, inhumano, apareció ante sus ojos fugazmente y desapareció. Sin saber bien por qué, Jill se volvió y creyó ver algo, un atisbo de un movimiento extraño, un remolino de nieve que se alzaba a su derecha, pero también se desvaneció, como una palabra susurrada en la oscuridad.

Fue entonces cuando algo cayó sobre ellas desde el aire, algo cuya boca monstruosa salpicaba gotas de ácido que fundían la nieve con un siseo, algo que olía a sangre y a tinieblas. La espada de Jill silbó suavemente al describir un arco y el vientre de la criatura se abrió dejando caer una lluvia de líquido negruzco y maloliente. Ahora se veía bien al monstruoso ser retorcerse en el aire, agitar las patas como pinzas y restallar una cola puntiaguda y articulada más gruesa que el brazo de un hombre. Jill le asestó un nuevo golpe y cercenó unos dos metros de aquella cola, que comenzó a desintegrarse instantáneamente. Como si una furiosa tormenta se hubiera desencadenado, la criatura se revolvía imponente y alargaba hacia Jill los húmedos tentáculos que rodeaban su boca. La mujer lanzó un nuevo mandoble en el centro mismo de aquella boca horrenda, e instantáneamente supo que lo había conseguido, que había acabado con ella: los pegajosos restos del Ser Oscuro humeaban y se retorcían a sus pies derritiendo la nieve y liberando un hedor indescriptible.

Alde comenzó a levantarse. Muy sensatamente, se había dejado caer al suelo al comenzar la pelea para dejarle a Jill espacio libre para maniobrar. Su rostro estaba mortalmente pálido, pero sereno.

—No —dijo Jill en voz baja—. Espera. —Sin mediar una palabra más Minalde obedeció. Nada se movía en las tinieblas, pero Jill todavía sentía la amenazadora presencia de los Seres Oscuros. Por encima del hedor de la nieve sanguinolenta y humeante, todavía podía percibir el olor de las criaturas vivas. Con un solo movimiento, se volvió y descargó un golpe a su espalda. Su cuerpo había reaccionado antes que su mente registrara el movimiento, pero la criatura que saltaba sobre ellas en aquel preciso momento se encontró con un certero golpe lateral de la espada enviado con una sola mano. Aquella misma mañana Gnift le había dicho al verla practicar aquel movimiento que parecía una abuela sacudiendo una alfombra.

«Al diablo Gnift y su abuela», pensó Jill mientras se revolvía en la tormenta de limo hediondo y descargaba un tajo mortal al tercer Ser Oscuro, deleitándose, como siempre, en la limpia y terrible precisión del movimiento. Con las manos y el rostro cubiertos de una masa viscosa y negruzca, Jill se mantuvo en guardia, a la espera de un nuevo ataque.

La noche se había calmado. Ayudó a Alde a levantarse y las dos echaron a correr hacia aquel cuadrado rojo que constituía su único punto de referencia en medio de las tinieblas.

—¿No habrá más? —susurró Alde mientras miraba con ojos desencajados la masa negra de los bosques circundantes—. ¿Puedes…?

—No lo sé —jadeó Jill a su lado. Corría con todas sus fuerzas mientras sostenía la espada desenvainada en una mano y el brazo de Alde con la otra—. Hay uno de sus nidos en un valle cercano, a unos treinta kilómetros al norte. Supongo que estos tres se habían separado del grupo principal. —La claridad era cada vez mayor, y la nieve que pisaban tenía un suave tono anaranjado. Se aproximaban a la puerta de la Fortaleza. A través de la ambarina luz de las hogueras, Jill distinguió la figura de Alwir, envuelto en su capa como Lucifer, la calva mollera de Gnift, el maestro de armas, que refulgía brillante de sudor, a Seya, a los guardias…

—¿El grupo principal? —preguntó Alde horrorizada—. Pero ¿entonces…?

—¿No te imaginas adónde se dirigen los demás? ¿Por qué sólo nos han atacado tres? —Comenzaron a remontar la última cuesta, y a la luz de las hogueras Jill pudo ver el rostro arañado, pálido y sucio de Alde. Su mirada delataba una confusión total.

—Se dirigen a la Gran Puerta —dijo Jill quedamente.

Alde pareció horrorizada.

—¡Oh, no! —susurró.

Oscuras figuras envueltas en capas salieron a su encuentro. Delante de todos iba Alwir, con gesto de preocupación y de alivio, y sólo ligeramente indignado. No sirvió de mucho que Alde aceptara inmediata y automáticamente la responsabilidad de lo ocurrido y se encogiera como una colegiala sorprendida haciendo una travesura. Su hermano la tomó por el brazo con suavidad y la condujo hacia la Fortaleza.

En el vestíbulo de la entrada la confusión era absoluta. Se cerraron las puertas. Seis toneladas de acero giraron sobre sus goznes y se encajaron con un chasquido seco y preciso. A Jill le pareció que había cientos de personas en aquel estrecho pasillo: guardias, soldados de Alwir, voluntarios y huérfanos, y otros pobladores de la torre que estaban allí por curiosidad o simplemente estorbando. El estrecho corredor era un maremágnum de voces estridentes, rostros y antorchas. Jill explicó a voces a Seya y a Gnift lo que había ocurrido. Recias manos se posaron sobre sus hombros y la abrazaron. Sus amigos la rodeaban. Ante ella, apenas visibles entre las sombras, estaban la reina y el canciller, la frágil muchacha y el alto aristócrata, ambos envueltos en la gran capa negra de Alwir.

Según pasaban todos a la Sala Central, Jill los adelantó. Oyó hablar a Alde con voz muy grave, con los cabellos revueltos sobre el rostro y a Alwir, que se detuvo sin dejar de mirarla fijamente.

—Alde, lo siento, no puedo hacer nada…

—¡Puedes intentarlo! —exclamó con vehemencia la reina—. ¡Al menos habla con él! ¡No puedes rechazarlos como si fueran apestados!

—Eres madre —dijo el canciller suavemente—, y por ello sensible a la compasión, pero yo soy un jefe. Janus y sus hombres salieron esta tarde hacia los valles fluviales, y quizá cuando regresen podamos volver a plantear la situación.

—¡Entonces será demasiado tarde! —insistió ella. Su hermano la cogió por los hombros y clavó la mirada en sus ardientes ojos azules.

—Alde, por favor, compréndelo —intentó apaciguarla. Ella apartó la cara, y apoyó la mejilla en el brazalete de cuero que protegía la muñeca de Alwir. Él tomó su rostro en la mano y la obligó a mirarle—. Alde, hermana mía, no me atormentes, por favor. Si te pones en mi contra, la Fortaleza será presa del caos, y todos pereceremos. Por favor, no vuelvas a actuar a mis espaldas.

Ella asintió con un movimiento de cansancio, y Alwir pasó un brazo por sus hombros. Alde se recostó en su hermano como si estuviera exhausta, y sus cabellos negros se esparcieron sobre el terciopelo que cubría el hombro de Alwir mientras éste la conducía hacia el Sector Real, a su hogar.

Jill los vio alejarse; eran dos figuras oscuras que se recortaban contra la luz titilante de las antorchas. «Ahora que Rudy se ha ido, él es todo lo que tiene. Y en parte es comprensible que Alwir se resista a dejar entrar a los que lo odian por haberles cerrado ya una vez las puertas».

Sin embargo, se sentía como si acabara de ver firmar la sentencia de muerte de aquel amable religioso y sus harapientos feligreses entre las ruinas de la Gran Puerta.