CAPÍTULO TRES

A partir de entonces, los únicos recuerdos que Rudy conservaba del viaje a Quo eran recuerdos del viento. Era una presencia incesante que parecía formar parte de aquellos campos llanos, pardos, siempre iguales, cubiertos de hierba reseca y la lejana línea recta del horizonte separando las oscuras planicies del cielo y formando un helado vacío infinito. El viento siempre soplaba del norte, helado como el aliento procedente del espacio exterior, y venía de las vastas extensiones heladas donde, según le explicó Ingold, el sol no había brillado desde hacía miles de años y donde ni el más robusto mamut podía sobrevivir. El aire rugía como un impetuoso torrente de la montaña y mordía sin piedad la carne y los huesos. Ingold no recordaba ningún invierno en que el viento hubiera sido tan frío y tan cortante, ni que hubiera nevado tan al sur. Ni él ni nadie de cuantos conocía.

—Si habitualmente no hace ni la mitad de frío, no es extraño que no hayamos visto a nadie —comentó Rudy mientras se acercaba a la pequeña fogata todo lo que podía sin que sus ropas se quemaran. Habían acampado en una pequeña vaguada del terreno que ofrecía un abrigo relativo—. Aun sin los Seres Oscuros, debe de ser una locura intentar vivir en esta parte del país.

—Pues hay quien lo hace —respondió Ingold sin levantar la vista. El viento jugaba con las llamas amarillas, que lamían el suelo con voracidad. A la luz vacilante de la fogata sólo se veían los rasgos más destacados de su rostro: la punta de la nariz, los pómulos salientes, la boca fuerte y apretada—. Estas tierras son demasiado duras para el arado y demasiado secas para el cultivo, pero más al sur y en el desierto hay colonias de mineros que extraen plata, y aquí, cerca de las montañas, se cría gran parte del ganado y de los caballos del reino. Los hombres de las llanuras son una raza muy resistente —explicó el mago mientras trenzaba unos juncos con sus ágiles dedos—. No tienen más remedio que serlo.

Rudy le observó atentamente juguetear con las plantas e intentó memorizar la forma de sus hojas, los pétalos de sus flores y las propiedades curativas que Ingold le había explicado de cada una.

—¿Estamos todavía en el reino de Darwath? —preguntó al rato.

—Oficialmente, sí —dijo Ingold—. Los grandes señores de las llanuras siempre han obedecido al Gran Rey de Gae. De hecho, en teoría el reino se extiende hasta el océano Occidental, ya que el príncipe-obispo de Dele acata, o acataba, las leyes de Gae. Pero Gettlesand y las tierras que limitan con Alketch han mantenido una larga pugna con el imperio del sur y dudo de que puedan olvidarlo a pesar de los intentos de aproximación de Alwir. —El anciano levantó la vista, y un reflejo azul cristalino apareció entre las sombras de su capucha y la bufanda que ocultaba la parte inferior de su rostro. La luz rojiza del fuego tiñó levemente sus largas pestañas—. Pero, como puedes ver, las llanuras están prácticamente deshabitadas.

Rudy cogió un palo largo y avivó el fuego.

—¿Por qué? No sé, hemos visto muchos animales: antílopes, bisontes y millones de especies de pájaros. No debería ser difícil sobrevivir en esta parte del país.

—Quizá —concedió Ingold suavemente—. Pero es muy fácil morir en las llanuras. ¿Has visto alguna vez una tormenta de hielo? En el norte son frecuentes. Una vez, en las tierras que rodean los lagos Blancos, encontré los restos de una manada de mamuts. La tormenta había destrozado literalmente sus cuerpos. He oído decir que en el centro de esas tempestades hace tanto frío que los animales quedan congelados antes de caer al suelo. Y con frecuencia se desatan sin previo aviso, y hasta en días claros.

Rudy se estremeció. Un recuerdo indefinido se agitó en su memoria, algo que había leído, o que alguien le había contado que había leído… El taller de Wild David en Fontana apareció en su mente. Se vio entre el desorden de piezas grasientas y viejas carrocerías del taller, sentado en la mecedora de David hojeando revistas del Reader’s Digest mientras un puñado de motoristas barbudos discutían acaloradamente sobre lo que había que pintar en el depósito de una Harley Davidson…

—Y aunque no hayas visto los efectos de una tormenta de hielo —siguió diciendo Ingold—, sí que has visto el rastro de los Jinetes Blancos.

Un recuerdo casi físico brotó violentamente en su cerebro. El dulzor de la niebla refulgente en los valles que se extienden al pie de Karst, el sabor agrio de las náuseas en la garganta, la columna de humo en la lejanía, los restos sangrientos de lo que había sido un ser humano, la risa bronca del graznar de los cuervos, e Ingold, como un fantasma gris a la luz plomiza de la tarde, envuelto en su vieja capa, sosteniendo en la mano una cinta de cuero ensangrentado. «Esto es obra de los Jinetes Blancos», había dicho a Janus.

Rudy se estremeció.

—¿Quiénes son los Jinetes Blancos? —preguntó.

El anciano se encogió de hombros.

—¿Qué puedo decirte de ellos? —respondió—. Son los pueblos de las llanuras, los señores del viento. Dicen que en épocas remotas habitaban en el lejano norte, en las altas praderas que bordean el desierto de hielo. Hace años descendieron al sur y, como hemos comprobado, ahora han llegado hasta los valles del mismo centro del reino.

Al borde del círculo iluminado por la fogata, el asno, al que Rudy había dado el nombre de Che Guevara, resopló suavemente y golpeó el suelo con los cascos mientras agachaba las orejas, asustado por algún ruido de la noche. A lo lejos, Rudy identificó los aullidos de los lobos de las praderas.

—¿Sabes? —dijo con tono deliberadamente despreocupado—. Creo que en todo el viaje desde Karst hasta la Fortaleza no llegué a ver ni a uno solo de esos Jinetes. Sabía que nos seguían, pero nunca llegué a verlos.

—Sí. Son mucho más peligrosos cuando no se los ve. —Ingold sonrió—. Y en cualquier caso, te equivocas. Has visto a uno. El Halcón de Hielo es un Jinete Blanco.

«Claro», pensó Rudy, más sorprendido de comprender que los Jinetes Blancos no se parecían a los hunos ni a los sioux, que de enterarse de que el Halcón de Hielo era un extraño entre las gentes de cabello oscuro y ojos azules de Darwath. En realidad Rudy sabía que el Halcón no profesaba la fe de la obispo Govannin. Recordaba haberle visto esbozar una mueca de desprecio cuando Jill se lo preguntó. Rudy volvió a recordar los restos calcinados de la granja entre la niebla y se estremeció de nuevo.

—Ésa es la razón principal de que Alwir lo haya elegido para ir a Alketch —prosiguió Ingold, dejando a un lado las hierbas que había limpiado y levantándose—. Un Jinete siempre sería el que más posibilidades tuviese de sobrevivir en las llanuras. —Recogió su báculo y se dispuso a inspeccionar los alrededores del campamento, como hacía habitualmente antes de sentarse a hacer su turno de guardia.

—Sí, pero si es enemigo del reino, ¿cómo ha llegado a formar parte de la guardia? —preguntó Rudy, e Ingold se detuvo un instante antes de alejarse de la hoguera.

—¿Que es un enemigo? —Su voz áspera pareció flotar en la oscuridad—. La guardia está formada por hombres y mujeres de muy diferentes orígenes. Estoy seguro de que si el Halcón quisiera que lo supieras, te lo contaría. —Aunque Rudy no le vio moverse, el mago acababa de desaparecer.

El joven sacudió la cabeza, asombrado. Ingold parecía tener la capacidad de aparecer cuando quería que lo vieran o de desvanecerse cuando deseaba pasar inadvertido. El mago observaba el mundo como un cazador al acecho que podía fundirse con el paisaje a su antojo. Rudy se preguntó si todos los magos serían iguales.

Sin dejar de tiritar, se arropó con su capa y se aproximó al fuego todo lo que pudo. El frío de la noche era tan intenso que apenas sentía el calor de las llamas, a pesar de estar tan cerca del fuego. Ya estaban en las llanuras, y los árboles eran cada vez más escasos. Por esta razón se veían en la necesidad de quemar matorrales y excrementos de búfalo. Éstos, al contrario que la hojarasca y los arbustos, formaban un rescoldo duradero y de un rojo brillante que convertía el centro de la fogata en un foco de luz roja y de calor. En aquellas brasas comenzaron a formarse imágenes de manera casi imperceptible: la penumbra de la habitación de Alde en la Fortaleza, iluminada por una simple vela en cuyo extremo flotaba una pequeña esfera dorada, tan pura y bella como un fruto de la luz o como una nota musical, y el rostro de Minalde, inclinado sobre un libro. De repente, una lágrima rodó por su mejilla.

Aunque estaba casi seguro de que la lágrima no era por él, sino por el destino de la protagonista de su libro, Rudy sintió un doloroso deseo de correr junto a ella y consolarla. Al principio se había resistido a buscar su imagen en el fuego. Le parecía mal, porque era como si estuviera espiándola. Pero la añoranza, el ansia de saber que se encontraba bien, habían sido más poderosas que él. Se preguntó si Ingold lo sabría.

«¿Habrá buscado Ingold alguna vez en el fuego la imagen de su amada?», se preguntó.

De repente un golpe de viento agitó el fuego y la imagen se desvaneció. Como un trozo de seda rasgado por un ciclón, el fuego se retorció hacia un lado, y después hacia otro… Rudy se dio cuenta de que aquel viento no procedía del norte.

Soplaba sin dirección. Era un aire frío, seco y cambiante. Rudy levantó al cielo los ojos, cegados por la luz, pero cuando se acostumbró a la oscuridad, sólo pudo ver la negrura de la noche. Intentó levantarse, pero una voz susurrante sonó a su espalda.

—No te muevas.

Atisbó por el rabillo del ojo el revuelo de una bufanda y el reflejo de unos ojos azules. El viento azotó el fuego una vez más, y en las brasas, repentinamente avivadas, relucieron los grandes ojos verdes del asno. Rudy volvió a mirar al cielo y fue entonces cuando los vio. Era como un movimiento sinuoso y ondulante de la misma oscuridad, en el que se adivinaban garras y lomos húmedos y brillantes. Los Seres Oscuros avanzaban como una nube en dirección norte, planeando contra el viento.

Rudy se dio cuenta de que tenía la mano en el puño de la espada, y se obligó a relajarla. Todo había pasado. El corazón le martilleaba desacompasadamente y un sudor frío cubría su cuerpo.

—Hemos tenido suerte —susurró.

—De verdad, Rudy —dijo el mago mientras surgía de la oscuridad y se reunía con él—, la suerte no ha tenido nada que ver.

—¿Quieres decir que nos has hecho invisibles?

—¡Oh, no, invisibles no! —Ingold se sentó junto al fuego y dejó el báculo al alcance de la mano—. Sólo he hecho que pasáramos inadvertidos.

—¿Eh?

Ingold se encogió de hombros.

—Supongo que te habrá ocurrido alguna vez el no reparar en alguien. A lo mejor vuelves la cabeza sin saber por qué, o te distrae algo de repente, o se te caen las llaves, o estornudas. Es fácil hacer que eso suceda.

—¿A todo el mundo a la vez? —preguntó Rudy, admirado ante la posibilidad de una ilusión colectiva de tal magnitud.

Ingold sonrió.

—Desde luego.

Rudy se estremeció.

—Éstos son los primeros Seres Oscuros que hemos visto en las llanuras, ¿no es así?

—Es comprensible. —El mago rebuscó en sus bolsillos hasta que encontró el cristal amarillento que siempre escudriñaba en busca de imágenes lejanas en el espacio y en el tiempo—. Tengo razones para creer que nos han seguido desde que salimos de las montañas, o por lo menos que han estado vigilando la carretera que atraviesa las llanuras.

—¿Quieres decir que nos están buscando?

—No lo sé. —El anciano le miró a través del pálido resplandor del fuego—. Pero si es así, significaría que saben que hemos perdido contacto con los magos de Quo.

—Pero ¿cómo pueden saberlo?

Ingold se encogió de hombros.

—¿Cómo saben las cosas? —Se preguntó en voz alta—. ¿Cómo las perciben? ¿Cuál es la naturaleza de su conocimiento? Son inteligencias ajenas a nosotros, Rudy, se rigen por leyes diferentes a las del pensamiento humano.

Rudy guardó silencio un momento.

—Pero estoy pensando que si saben que hemos perdido contacto con Quo, quizá sea porque conocen el destino de los magos. —Rudy miró al anciano con ansiedad—. ¿Me entiendes?

—Te entiendo —asintió el anciano—. Podría ser, menos por una cosa. No sé qué ha sido de Quo, ni si los Seres Oscuros han sido los causantes de su prolongado silencio. Pero si Lohiro hubiera muerto, lo sabría. Lo sentiría.

—¿Qué piensas que ha ocurrido? —insistió Rudy.

Ingold no tenía respuesta a su pregunta.

Tampoco pudieron dársela los escasos grupos de refugiados que encontraron en la carretera y que huían hacia el este muertos de frío y de hambre. Estos fugitivos viajaban sin descanso por unos desolados campos de hierbas secas, de tierra parda y agua, unas veces en forma de espesas cortinas de lluvia que les azotaba sin piedad, otras veces en forma de tormentas de nieve y granizo. Pero a lo largo de aquellas primeras semanas, Ingold y Rudy se encontraron en dos ocasiones con los restos diezmados de clanes o aldeas que huían del frío, de la oscuridad y la muerte. Las historias que aquellos hombres y mujeres les contaron eran siempre parecidas: hablaban de pequeños seres que se deslizaban por las chimeneas apagadas o entre los barrotes de las ventanas; de grandes monstruos que arrancaban las puertas de sus goznes y derribaban muros con la furia de todos los demonios de la noche; del viento helado y cambiante, y de los huesos de los cadáveres esparcidos por el suelo.

—¿Y los magos? —preguntó Ingold al grupo con el que estaban hablando alrededor de una hoguera.

—Los magos… —Una mujer gruesa y fuerte cuyo rostro se asemejaba a una patata arrugada escupió en el fuego—. De mucho nos ha servido su magia. Yo hablé con un estudiante que venía de Quo. Todos han desaparecido o se han escondido, protegidos por sus anillos de sortilegios, la cosa es que nos han dejado a nuestra suerte. No volveremos a verlos hasta que los Seres Oscuros hayan desaparecido.

—Ah, ¿sí? —dijo Ingold mientras acababa de ordenar y guardar sus hierbas medicinales. Había correspondido a la hospitalidad del grupo curando a los heridos en los combates contra los Seres Oscuros y los Jinetes Blancos, y a los que estaban demasiado enfermos de frío y debilidad—. ¿Cuándo fue eso?

La mujer se encogió de hombros.

—Hace semanas —dijo—. Pasó una noche con nosotros. Enterramos sus huesos y los de mi marido a la mañana siguiente. No llegué ni a saber su nombre.

—Os digo que han huido —gruñó el fornido patriarca del clan. A la luz del fuego, sus ojos verdosos, comunes entre las gentes de Gettlesand, observaron a Ingold con desconfianza. Pero no le preguntó la razón de que viajaran solos hacia el oeste en aquellas circunstancias—. Han huido al sur, a las selvas, al imperio de Alketch.

Ingold enarcó las cejas en un gesto de sorpresa.

—¿Dónde has oído eso?

El hombretón sacudió la cabeza.

—Es lo más lógico —dijo gravemente. A lo lejos se alzó el prolongado aullido de los lobos a la luna. Los hombres que hacían guardia se desplazaron, calculando las distancias. A pocos metros de allí un buey mugió y tiró pesadamente de su cadena—. Dicen que en Alketch no hay Seres Oscuros. Pero desde luego, yo prefiero morir libre que vivir allí.

—¿Por qué dices que no hay Seres Oscuros en Alketch? —preguntó Rudy, sorprendido.

—Eso dicen —repuso el patriarca—. Pero para mí que ése es el tipo de bulo que el emperador ha hecho correr para conseguir esclavos más fácilmente.

La segunda banda que encontraron, muchos días después, era menos numerosa: dos hombres y dos niños famélicos. Eran los únicos supervivientes de una aldea minera con yacimientos de plata procedentes del sur. Los niños miraban a Ingold y a Rudy con desconfianza a través de largas y rubias greñas, y cuando Rudy se volvió de espaldas le robaron un cuchillo y una bolsa con avena. Ingold les preguntó si habían visto a algún mago.

—Muertos, a lo mejor —repuso el mayor.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Ingold con suavidad. El niño le miró con gesto de amarga burla.

—¿Es que no está muerto todo el mundo?

—En cierto modo no es sorprendente —dijo Ingold más tarde, mientras caminaban hacia el oeste por un mar de hierba crujiente. La nieve de la noche anterior se había acumulado en las quebradas del terreno y las cunetas que flanqueaban la carretera, donde el viento la barría como si fuera arena—. Lohiro convocó a todos los magos a que se reunieran con él en Quo. No me extraña que no se haya sabido nada de ellos.

Rudy guardó silencio un rato. Recordaba el largo viaje desde Karst, y a Ingold, erguido ante las puertas de la Fortaleza, defendiéndola de la Oscuridad.

—¿Eso quiere decir que ya no se puede contar con la ayuda de la magia?

—Hmmm… No necesariamente. —El anciano observó con cuidado el horizonte durante un momento, y volvió los ojos hacia Rudy—. Hay magos que nunca han estado en Quo, hechiceras de aldea, brujos autodidactos, aprendices de magos que no han llegado a desarrollar sus poderes, adivinadores del porvenir cuyas artes y ambición fueron insuficientes para impulsarles a hacer el largo viaje a Quo. Y por debajo de ellos todavía hay una tercera categoría, las personas nacidas con un solo don: gente que puede llamar al fuego, encontrar objetos perdidos o dar la buena suerte con una simple bendición, curanderos que pretenden que su poder procede de su sabiduría, y no de las palmas de sus manos; personas que reprimen sus poderes durante la infancia y que los niegan en el confesonario; y otras cuyo poder es tan débil que prefieren renunciar al dudoso prestigio de la condición de mago para no ser rechazados por la sociedad. Ésos son los únicos magos que quedan para hacer frente a los Seres Oscuros.

—Y tú —dijo Rudy.

—Y yo —asintió el anciano.

Mientras los días se sucedían y la carretera del oeste serpenteaba interminable bajo el cielo encapotado, Ingold siguió hablando de magia. Explicó a Rudy con detenimiento el largo conflicto que enemistaba a la Iglesia con los magos, le habló de sus antiguas fortalezas y de los grandes magos de épocas pasadas, de Forn, de Kedmesh y de Pnak, que vivía con las manadas de caballos salvajes de las llanuras del norte. A veces Ingold le señalaba rastros de animales o le hablaba de las escasas criaturas lo bastante resistentes para sobrevivir en aquellos terrenos yermos: grandes y peludos bisontes, camellos sin jorobas, caballos salvajes de piel rayada e innumerables aves de las llanuras. Le hablaba de sus hábitos y costumbres no como lo haría un cazador, sino como lo hubieran hecho los mismos animales, con su simple inteligencia y su cautelosa filosofía de la vida. Con el paso de los días, Rudy se dio cuenta de que incluso comprendía mejor las reacciones de Che, el burro, y de que le resultaba más fácil manejarlo. De vez en cuando el anciano le preguntaba sobre algo que le había explicado previamente. Las primeras veces Rudy tuvo que reconocer que no había prestado suficiente atención, y desde entonces escuchó al mago con mucho mayor cuidado, hasta el punto que cuanto más escuchaba, más sentido iba teniendo todo, como ocurre con cualquier rama del saber.

En el transcurso del viaje, Rudy se arrepintió a menudo de haber puesto tanto empeño en evitar que la educación que había recibido rindiera sus frutos. Casi nada de lo que aprendió parecía tener relación alguna con la magia. Más bien era una necesaria introducción a conocimientos que hubiera debido poseer pero que no tenía: cómo crecen las plantas y por qué; la forma de la tierra y el cielo; las leyes del movimiento el aire y de los vientos; cómo meditar, cómo calmar la mente y centrarla en una estrella, en una llama o en una simple brizna de hierba agitada por el viento; cómo escuchar; cómo distinguir los sutiles cambios en el silencio y la quietud de las llanuras, las variaciones en las formas y colores de las piedras y de la tierra. Rudy pensó que Ingold debía de ser un gran explorador, además de mago, ya que sabía establecer un campamento en un lugar invisible o encontrar agua y alimentos donde aparentemente no los había.

A veces Ingold se detenía en medio del camino y recogía una planta al borde de la carretera o le señalaba otra que crecía en alguno de los arroyos que surcaban la llanura hacia el sur. Le explicaba su crecimiento y sus propiedades, y con el tiempo Rudy comprendió que valía la pena memorizar cuidadosamente toda aquella información. Poco a poco fue desarrollando la memoria y la capacidad de observación, de modo que después de estudiar varias docenas de plantas empezó a saber lo que tenía que buscar cuando se tropezaba con otras nuevas. No mucho después, el aprendizaje se convirtió en un juego, y Rudy empezó a observar las plantas por sí solo, y a preguntar a Ingold cada vez que se tropezaba con algo nuevo o extraño. De esta forma llegó a la repentina iluminación que cualquier profesor de ciencias naturales podía haberle infundido sin demasiado esfuerzo muchos años antes: que existen similitudes en la estructura y funciones de los diferentes grupos de seres vivos. El descubrimiento de esas leyes fue extraordinariamente placentero, como si después de vivir durante veinticinco años en un mundo en blanco y negro, al doblar una esquina hubiera descubierto el color.

—La magia es conocimiento —le dijo Ingold una tarde, sentados en unas rocas blancas al borde de un arroyo seco, donde se habían resguardado del viento para descansar. El terreno iba ascendiendo progresivamente y cada vez era más seco. Los campos ondulados de altas hierbas parduscas daban paso a una vegetación baja y raquítica. Los lechos secos de los torrentes de montaña atravesaban el terreno como cicatrices de piedra y grava. Por el fondo del torrente en el que se habían refugiado apenas si corría un hilo de agua. Rudy sintió que se le helaban los dedos de frío mientras llenaba las cantimploras. Ingold estaba sentado a su espalda en las rocas, y jugueteaba con un tallo de hierba mientras inspeccionaba distraídamente los alrededores—. Incluso el mago de mayor talento es inútil si no tiene conocimientos, si ignora las diferentes facetas del mundo en el que debe trabajar y vivir.

—Sí —repuso Rudy, recostándose contra una roca redondeada mientras ponía el tapón a la última cantimplora—. Pero muchas cosas de las que me has enseñado a veces parecen inútiles. Como esa hierba que tienes en la mano. No sé, no tiene nada que ver con la magia. Tú me dijiste que no servía para nada.

—No nos sirve a nosotros ni a los animales, ni cura ni alimenta —concedió Ingold mientras hacía girar el tallo entre los dedos—. Pero nosotros también somos inútiles para las demás formas de vida… Excepto como alimento para los Seres Oscuros. Esta hierba, como tú y como yo, existe para sí misma, y debemos tener eso en cuenta al relacionarnos con el mundo que nos rodea.

—Te entiendo —dijo Rudy tras recapitular cuánto de lo que amaba y apreciaba era objetivamente inútil—. Pero yo no sabía nada de eso cuando empecé a hacer magia. Llamé al fuego porque tenía que hacerlo.

—No —le corrigió el mago—. Lo hiciste porque sabías que podías hacerlo.

—Pero no lo sabía.

—Entonces, ¿por qué lo intentaste? Estoy seguro de que en el fondo de tu corazón sabías que podías hacerlo. Incluso es posible que alguna vez lo hicieras de pequeño.

Rudy guardó silencio, sentado sobre el montón de piedras. El viento gemía suavemente por encima de sus cabezas, y las orejas de Che vibraron ligeramente. En el fondo del torrente estaban al abrigo del viento. La calma era tal que se podía oír claramente el gorgoteo del agua.

—No lo sé —dijo finalmente con voz débil y algo temblorosa—. Me imagino que lo soñaría. Soñaba mucho con cosas de ese tipo cuando era pequeño, a los tres o cuatro años. Recuerdo que soñé… Supongo que era un sueño. Cogí una rama seca del patio de casa, y al sostenerla en alto supe que podía hacerla florecer. Y lo hice. Se llenó de flores blancas porque yo lo quería, porque sabía que podía hacerlo. Entonces fui corriendo a contárselo a mi madre, y ella me dio un cachete y me dijo que me dejara de tonterías.

El recuerdo volvió a su mente con total claridad, pero parecía muy distante, como si le hubiera sucedido a otra persona. No había dolor en su voz, ni ira, sólo sorpresa ante la viveza del recuerdo.

Ingold sacudió la cabeza.

—¡Qué manera de tratar a un niño!

Rudy se encogió de hombros.

—Pero siempre me interesó saber cómo funcionaban las cosas. Como los coches. Supongo que por eso era buen mecánico. Quería saberlo todo sobre ellos. Me imagino que el cuerpo humano es igual. Y creo que por eso me gustaba pintar. Por saber cómo es, cómo encaja todo.

Ingold dejó escapar un suspiro y depositó el tallo de hierba sobre las rocas.

—Quizás es parecido —dijo finalmente—, pero la cuestión es saber. Hay pocas cosas más peligrosas que un mago ignorante. —El viento seguía soplando por encima del torrente. Ingold se levantó, se frotó los brazos para entrar en calor y tras cubrirse con la capucha, se envolvió la gruesa bufanda al cuello de modo que apenas se veía de su rostro más que el profundo brillo de sus ojos azules. Rudy también se puso en pie, colgó las cantimploras en la albarda de Che y comenzó a ascender por la ladera del torrente de nuevo hacia el camino. Ingold avanzaba cansinamente delante de él.

Remontaron en silencio los últimos metros que los separaban del camino. Una bandada de perdices de las praderas echó a correr con gran revuelo al verlos aparecer. Che cabeceó sobresaltado. El cielo se había ensombrecido perceptiblemente, y a lo lejos se veía caer una cortina de agua.

—Ingold… ¿por qué es tan peligroso un mago ignorante?

El mago volvió la cabeza y le miró fijamente.

—El mago encuentra la magia —dijo quedamente—. Es como el amor, Rudy. Lo necesitas, y al final siempre lo encuentras. Todo te lleva hacia él. Y si no encuentras un buen amor, encontrarás un mal amor, o lo que algunos entienden por amor. Y puede hacerte daño y destruir a todos los que se te acerquen. Por eso hay una escuela en Quo. Y un Consejo.

»La magia que se enseña en Quo es la más pura, la más limpia. Desde que Forn el Viejo se estableció allí y comenzó a reunir todo el saber mágico en su torre negra, junto al mar, el archimago y el Consejo de Quo se han dedicado a instruir a todos los que eran capaces de comprender lo que allí se enseñaba. Sus principios son los que establecieron los antiguos magos, el legado de los imperios que florecieron antes de la primera invasión de los Seres Oscuros. Y esos principios son más antiguos que cualquier reino de la tierra, más incluso que la Iglesia.

—¿Por eso la tienen tomada con nosotros?

La lluvia llegaba hasta ellos arrastrada por el viento, y las finas gotas de agua se les clavaban en el rostro y en las manos como alfileres. Rudy se protegió resignadamente bajo su capucha. Ya se había acostumbrado a que cuando llovía uno se mojaba, y en las praderas no había lugar alguno donde guarecerse.

—La Iglesia no nos soporta —dijo Ingold suavemente—. Dicen que nuestro poder es la manifestación de los engaños del diablo, pero es porque podemos alterar el universo material, y no se lo debemos ni a ellos ni a su supuesta alianza con Dios. Como habrás imaginado, nos excomulgan y nos comparan con los herejes, los parricidas o los médicos que envenenan los pozos para conseguir clientes. Si la Iglesia quisiera, podría dar muchos problemas a Alwir por emplear los servicios de Bektis o por relacionarse conmigo. Prohíben el matrimonio cuando uno de los contrayentes es mago, y cuando uno de nosotros muere, lo entierran como a un criminal, fuera de lugar sagrado, cuando no bajo unas cuantas piedras, como un animal apestado. No olvides nunca, Rudy, que no hay ninguna ley que proteja a los magos.

Rudy recordó la oscuridad de los sótanos del palacio de Karst, la pequeña celda sin puerta y la Runa de la Cadena. Alguien había intentado eliminar a Ingold encerrándolo hasta que muriera de hambre.

«No es raro que casi nadie se atreva a declararse mago, —pensó—. Lo raro es que alguien lo haga abiertamente».

El repiqueteo de la lluvia los rodeaba por todos lados. Era oscura y fría, como el cielo. Rizaba los charcos de la carretera, alfombraba los campos y caía en finos regueros por la capa de Rudy, empapándolo lentamente. Intentó recordar cuándo había visto por última vez un cielo azul y despejado, y se preguntó sombríamente si volvería a ver algún día algo parecido.

Ingold seguía hablando, más para sí que para su compañero.

—Por eso los lazos que hay entre nosotros son tan fuertes. Somos los únicos que nos entendemos realmente, igual que Lohiro y yo comprendemos instintivamente nuestras mentes. Por eso él y yo viajamos juntos, como dos aliados solos contra el mundo, por eso es como un hijo para mí, y por eso me eligió él como su padre. Sólo podemos confiar en nosotros mismos, Rudy. En los magos y en los pocos que, aunque no han nacido magos, nos entienden. Quo es más que el centro de la magia de este mundo. Es nuestra patria. Es todo lo que tenemos.

Las nubes se espesaban por momentos. La luz y la niebla rodaban en lo alto, pero no se veía ni rastro del cielo azul ni del sol.

—Entonces, ¿los magos… se casan entre sí? ¿Pueden casarse con una persona normal?

Ingold sacudió la cabeza negativamente.

—No legalmente. No existe un matrimonio legal para los excomulgados como nosotros, aunque en otros tiempos sí lo hubo. —El mago volvió la cabeza y miró a Rudy con insistencia. El joven tuvo una vez más la incómoda sensación de que Ingold le leía el pensamiento—. Hubo una época en que se decía: «La esposa de un mago es viuda». Somos vagabundos, Rudy. Aceptamos esa condición al elegir el Poder, al reconocer que somos magos. Hay personas normales que nos comprenden, pero casi todos entienden que nunca podremos ser como ellos. Es raro encontrar un hombre o una mujer que acepte una relación duradera en estas condiciones. En cierto sentido nacemos malditos, aunque no en el sentido que pretende la Iglesia.

—Pero ¿aman los magos?

Un relámpago de dolor hirió los ojos de Ingold, como una flecha de plata en un mar azul.

—Que Dios nos ayude, desde luego.

Toda aquella extraña miscelánea de conocimiento e información servía a Rudy para acallar su mente y ayudarle a comprender. El paso que había entre la comprensión del mundo y la comprensión de la magia era muy pequeño.

Una noche Ingold estuvo dibujando runas en la tierra junto a la pequeña fogata, y Rudy, que ya sabía bien que al mago no le gustaba repetir las cosas, pasó la noche estudiando sus formas y secuencias a la luz suave y trémula de las llamas. A partir de entonces se acostumbró a dibujarlas de vez en cuando él mismo durante sus guardias, y a memorizar cuidadosamente sus formas, sus nombres y atributos, así como las constelaciones de fuerzas que se combinaban en cada símbolo por separado. A veces Ingold le hablaba de ellas mientras cenaban o se preparaban para dormir, y le explicaba cómo podían utilizarse para la meditación o para la adivinación, su procedencia, su autor y los fines con que habían sido creadas. Poco a poco sus formas fueron cobrando sentido a los ojos de Rudy, hasta que vio cómo una simple runa dibujada apropiadamente y acompañada de las palabras y pensamientos adecuados, podía atraer un gran poder. Así aprendió que Yad brindaba protección y desviaba los ojos de los perseguidores de aquel que la llevaba, que Traw hacía invisibles las cosas o personas, que Pern infundía razón, justicia y rectitud en el corazón de quien la contemplaba.

Pero el anciano mago no volvió a dibujárselas nunca más.

A lo largo del viaje por las praderas, Ingold enseñó a Rudy otras muchas cosas, como simples trucos de ilusionismo que se podían usar para hacer creer a la gente que veía cosas inexistentes. Rudy aprendió que la mayoría de la gente se mueve entre impresiones superficiales, y que por ello era fácil para un mago hacerles creer que veían a una persona con un aspecto diferente, o un árbol, o un animal, o un torbellino de fuego. O simplemente nada. En realidad aquello se parecía más al teatro o al dibujo que a la magia. Ya había aprendido a llamar al fuego sin dificultad y a formar una bola de luz blanca y fría en la punta de su báculo. También podía ver mejor en la oscuridad y hacer con los dedos dibujos visibles en el aire. Cuando llegaron al desierto y el agua empezó a escasear, Ingold le enseñó a hacer una horquilla para buscar agua con las ramas de cierto arbusto y a diferenciar mediante la magia las plantas venenosas de las que no lo eran.

Una noche estuvieron hablando del Poder, de la llave central de cada persona y de cada ser vivo. Y la definición de Ingold de un ser vivo era muy diferente de la de Rudy. Habló del núcleo de todo ser, de la verdad interior que Platón había definido como «esencia», y explicó al joven que la comprensión de aquella esencia era la clave de la Gran Magia, y que la habilidad de captarla instintivamente era lo que distinguía a un verdadero mago. Al contemplar sus brillantes ojos azules a través del fuego Rudy vio reflejarse en ellos su propia alma, la que yacía oculta, como las runas plateadas de los portones de la Fortaleza de Dare, bajo la superficie visible.

Entonces vio con calma y frío distanciamiento sus propios sentimientos hacia sí mismo, la estrecha relación entre vanidad y amor, entre añoranza y pereza, el sorprendente motor compuesto de afecto, cobardía e indolencia que hacía moverse a su alma. Y vio todo aquello con los ojos puros y sinceros de Ingold, que no dejaban escapar ni virtudes ni faltas, y que nunca se sorprendían ni se escandalizaban. Simplemente existía, era lo que era. Y en aquel momento ajeno al tiempo y al espacio Rudy fue consciente de otra esencia, como una roca inamovible, incandescente, cargada de una magia que emanaba de su núcleo visible. «Es Ingold», pensó con asombro, pues la visión momentánea de aquellos abismos de amor, pena y soledad convertían sus propias emociones, intensas y abrumadoras, en algo insignificante. Su admiración por el mago creció inmensamente, más que cuando lo había visto erguirse ante las puertas de la Fortaleza ante la amenaza de los Seres Oscuros, más que cuando Ingold le había preguntado si realmente quería ser mago. Era una admiración reverente que Rudy normalmente ocultaba, y que casi llegaba a olvidar a causa de la sencillez y familiaridad de aquel anciano de manos sarmentosas y humor flemático y sarcástico, pero que afloraba con fuerza cada vez que miraba a los ojos al viejo vagabundo. Ya no le cabía ninguna duda de que Ingold sabía perfectamente si Lohiro de Quo estaba vivo o muerto.

—La magia no es como yo pensaba —dijo Rudy horas después, mientras se envolvía en su capa para pasar la noche e Ingold se acomodaba junto al fuego para hacer el primer turno de guardia—. No sé, yo creía que era hacer cosas como convertirse en lobo, matar dragones, derrumbar muros, volar por los aires, caminar sobre el agua… Cosas así. Pero no es eso.

—En realidad sí lo es —dijo Ingold de buen humor mientras atizaba las brasas con un palo—. Ya sabes que uno no debe convertirse en lobo porque transformar el propio ser en el de un animal puede ser muy peligroso para la estructura del universo y una tentación demasiado fuerte para uno mismo.

A lo lejos los lobos respondieron a sus palabras con prolongados aullidos que arrastró el viento nocturno. En la oscuridad del campamento Rudy percibió de nuevo el poderoso brillo de los ojos de Ingold.

—A los lobos les gusta ser lo que son, Rudy. Ser fuertes, matar, vivir con el viento y la manada. Si te convirtieras en uno de ellos afloraría el lobo que hay en tu propia alma. Siempre existiría el peligro de que no quisieras volver a ser humano. En cuanto a matar dragones… —siguió diciendo con tono animado—, en realidad, éstos son criaturas bastante huidizas, tramposas y relativamente peligrosas, pero que rara vez atacan al hombre si no es por hambre.

—¿Quieres decir… que existen dragones de verdad? ¿Dragones de carne y hueso?

El mago lo miró con gesto sorprendido.

—Claro. De hecho hace años yo maté a uno de ellos. En realidad yo hice de señuelo y Lohiro se encargó de manejar la espada. En cuanto a lo demás, derrumbar paredes o caminar sobre el agua… —sus labios esbozaron una sonrisa— todavía no ha surgido la necesidad de hacerlo.

—¿Quieres decir que podrías hacerlo si fuera necesario?

—¿Caminar sobre el agua? Seguramente encontraría una barca.

—¿Y si no hubiera barca? —insistió Rudy.

Ingold se encogió de hombros.

—Soy bastante buen nadador.

Rudy guardó silencio durante un rato con las manos cruzadas bajo la nuca, y contempló el negro cielo nocturno mientras imaginaba a los lobos libres y solitarios, siguiendo una pista en silencio. Entonces le vinieron a la memoria los hombres que había conocido en California y que habían elegido vivir como lobos humanos y seguir un camino de acero, gasolina y muerte. «Vivir con el viento y la manada…». Sí, lo comprendía, lo comprendía muy bien. Entonces surgió en su mente otra idea.

—Ingold… Cuando dijiste que los Seres Oscuros son «inteligencias ajenas a este mundo» querías decir que los humanos no podemos comprender su esencia, ¿no es así? Y que por eso no podemos captar la esencia de su magia.

—Exacto.

—Y si te convirtieras en un Ser Oscuro, si adoptaras la esencia de uno de ellos, ¿no podrías comprenderlos? ¿No sabrías entonces qué son y cómo piensan?

Ingold guardó silencio durante tanto rato que Rudy empezó a preguntarse si le habría ofendido con su pregunta. Pero el mago simplemente miraba el fuego mientras hacía rodar una brizna de hierba entre los dedos. Cuando volvió a hablar, su voz suave y áspera apenas se alzaba sobre el ulular del viento.

—Podría hacerlo —dijo por fin—. De hecho lo he pensado muchas veces. —En el brillo de sus ojos Rudy vio la poderosa tentación del conocimiento, el ansia de aprender que en un mago llegaba a ser casi una pasión incontrolable—. Pero no lo haré. Nunca. El riesgo sería demasiado grande. —Dejó caer en el fuego el tallo que tenía entre los dedos y lo vio retorcerse y desaparecer entre las brasas doradas del fuego como un cadáver en una pira—. ¿Sabes una cosa, Rudy? Es posible que me gustara ser uno de ellos.