—Maldito muchacho… —murmuró Ingold, y al verlo entre las sombras que danzaban con furia salvaje a su alrededor, Jill pensó que el mago estaba demasiado pálido. La primera acometida contra las puertas exteriores, increíblemente violenta, había sacudido las antorchas y los hachones, y ahora la luz parecía temblar de miedo ante la llegada de la Oscuridad. En la gran Sala Central reinaba el caos más absoluto.
Hombres con teas encendidas corrían de un lado para otro, se transmitían rumores contradictorios y empuñaban armas improvisadas con manos temblorosas. Pequeños grupos de niños y de ancianos, que habían huido aterrados de sus cubículos al comenzar el ataque, se arracimaban como pájaros asustados entre los canales de agua, lo más cerca posible del centro de la vasta sala. Otros, padres y madres que habían dejado a sus pequeños en sus cubículos, se arremolinaban alrededor de Janus y el grupito de guardias que permanecía en la Sala Central, haciendo aspavientos, exigiendo que se les informara de lo que ocurría, o suplicando entre lágrimas una vana promesa de seguridad. Janus intentaba tranquilizarlos con su voz profunda y bien timbrada y reclutar voluntarios en medio del caos de gritos, luces y sombras.
Jill pensó que era una escena propia del infierno de Dante. «Gracias a Dios, la Fortaleza es de piedra. Quizá consigamos resistir hasta que llegue el día».
«Si los Seres Oscuros no acaban antes con nosotros», añadió para sí. Pero Ingold estaba allí, y Jill nunca había sentido verdadero miedo cuando el mago estaba junto a ella.
En aquellos momentos sólo sentía una especie de frío distanciamiento, aunque la sangre corría desbocada por sus venas y sentía un hormigueo de excitación en todo el cuerpo. La sensación de aislamiento era tanto física como emocional, ya que los dos estaban solos en lo alto de la escalinata que conducía al portón, a espaldas del fragor de las voces y las armas. Nadie se atrevía a acercarse tanto.
En la gran sala el estruendo era ensordecedor, y las voces y los golpes de las armas rebotaban en las altas bóvedas hasta originar un solo eco amplificado. Hombres y mujeres corrían enloquecidos de un lado para otro, con propósito o sin él, y el movimiento de sus antorchas parecía el de una bandada de luciérnagas en una noche de verano. Delante de Jill, la presión de los Seres Oscuros contra la puerta exterior era como la profunda vibración de un contrabajo que le hacía estremecer la médula.
Ingold se volvió hacia ella.
—¿Está Bektis por aquí? —preguntó en voz baja. Se refería al mago de la corte del canciller Alwir, el único mago que había en la Fortaleza además de él.
—¿Estás bromeando? —murmuró Jill, ya que Bektis parecía sumamente preocupado por su seguridad personal. Ingold no sonrió, pero sus ojos se iluminaron fugazmente con un brillo de buen humor que hizo que por un momento el rostro del viejo mago recuperara la juventud. Pero al momento, la tensión volvió a apoderarse de su semblante.
—Entonces temo que no voy a tener elección —dijo la voz suave de Ingold. El resplandor blanco azulado que emitía la punta de su báculo envolvía su rostro en sombras. Quizá fue el temblor de las antorchas lo que hizo pensar a Jill que la expresión del mago era de remordimiento, pero no hubiera podido jurarlo—. Jill, preferiría no tener que pedirte esto, porque tú no has nacido con el don de la magia y el peligro es muy grande.
—Me da igual —dijo Jill con calma.
—Ya. —Ingold la miró fijamente durante un instante, y en su rostro apareció una expresión de curiosidad—. Ya, a ti te da igual. —Cogió las manos de Jill y puso en ellas su báculo. La suave luz blanca siguió brillando en su punta, aunque ella no sintió ninguna vibración, ninguna sensación de poder en el báculo. Era simplemente un trozo de madera, pulido y brillante por el uso, en el que todavía se notaba el calor de las manos del mago—. La luz puede desvanecerse si la magia de los Seres Oscuros me debilita demasiado —le advirtió—. No me abandones.
—No —dijo Jill, sorprendida de que Ingold pensara en la posibilidad del abandono.
Ingold sonrió al percibir el tono de seguridad de su voz.
—No puedo asegurarte que vayamos a sobrevivir ninguno de los dos —siguió diciendo el anciano—, pero si la puerta exterior no resiste, las interiores cederán como hojas de papel. ¡Halcón! —El joven capitán corrió hacia ellos desde donde estaban los guardias de Janus.
Así los vio Rudy desde los últimos peldaños de una escalera de madera que descendía del segundo nivel. Parecían un grupo de exploradores en territorio enemigo, iluminados a ráfagas por la trémula luz de las antorchas y por el suave resplandor blanco del báculo de Ingold. El estruendo que sacudía las puertas se había redoblado. Los golpes rítmicos se habían convertido en un martilleo continuo que hacía vibrar los portones interiores. Rudy, horrorizado, contuvo el aliento.
Cerca de él alguien gritó. El Halcón de Hielo subió la escalinata del portón en dos zancadas. Sus trenzas blancas resplandecían en la penumbra contra su peto negro. La idea de la furia malévola que rugía al otro lado de las puertas hizo que a Rudy se le helara la sangre en las venas. Pensó que por nada del mundo hubiera salido al exterior a combatirlos. Las puertas se abrieron hacia dentro sin un chirrido. El furioso atronar del ataque de la Oscuridad retumbaba en el pasadizo de unos cinco metros que separaba las puertas interiores de las exteriores.
Bajo el círculo mágico de luz blanca, Ingold y Jill se mantenían erguidos, pegados como dos amantes, mago y guerrera, y sus curtidas manos de soldado unidas sobre la madera del báculo. Entonces Rudy, con el corazón encogido, vio que Ingold se daba la vuelta y se dirigía al pasaje. Jill le siguió con el báculo iluminado en alto, como si fuera una prodigiosa antorcha.
«¡No puede hacer eso! —Pensó Rudy, desesperado, mientras intentaba abrirse paso entre la multitud aterrada que se concentraba en el gran salón—. ¡Jill no posee el don de la magia! Si los Seres Oscuros acaban con el poder de Ingold, estará completamente indefensa…».
Pero no podía llegar hasta ellos. La muchedumbre le impedía avanzar.
La negra boca del pasadizo enmarcó al anciano, envuelto en su vieja y polvorienta capa marrón y a la muchacha enfundada en un uniforme negro descolorido que sostenía en alto el báculo iluminado. El rugido infernal de los Seres Oscuros los envolvió en la medianoche de aquel estrecho espacio, pero ninguno de los dos miró a su alrededor. Los ojos de Ingold estaban fijos en la puerta exterior; los de Jill, tranquilos y serenos, se clavaban en la espalda del mago.
«Está loca —pensó Rudy, horrorizado—. Nunca, nunca, nunca…».
Ingold había llegado al final del estrecho túnel. A la luz del báculo, que se debilitaba por momentos, Rudy le vio extender las manos y tocar con ellas el acero vibrante de las puertas exteriores. Sólo unos centímetros de metal los separaban de los monstruos sedientos de sangre que se agolpaban en el exterior y de la destrucción total. La luz blanca del báculo parpadeó, a punto de desvanecerse…
Y de repente Rudy vio que de los dedos del anciano brotaban hilos de fuego que dibujaban de nuevo las runas protectoras de la puerta de la Fortaleza. Al principio su brillo era débil, como siluetas de peces luminosos que nadaran bajo el agua, sólo visibles a quien poseyera vista de mago. Pero la magia de Ingold hacía que su brillo aumentara y volvieran a brillar con fuerza en todo el portón y en los muros que lo rodeaban. Eran signos incomprensibles que se iban tejiendo lentamente por toda la superficie de metal. Su resplandor dibujaba en plata la silueta del anciano y bañaba sus manos sarmentosas. Enmudecido por la belleza de la escena, Rudy olvidó el peligro y la furia desatada que bramaba al otro lado de las puertas. Sus ojos seguían los movimientos de las manos de Ingold, que recorrían la superficie de aquella galaxia fosforescente volviendo a trazar los nombres de antiguos magos y entrelazando el suyo propio entre ellos.
Sin explicación posible, Rudy oía la voz rasposa y a veces aterciopelada del mago por encima del clamor de la muchedumbre. Estaba pronunciando sus encantamientos de protección y defensa y transmitiendo su poder a las puertas. Igual que en la carretera de Karst, Rudy volvió a sentir con fuerza el poder de aquel extraño anciano.
—Pero ¿qué piensa ese viejo loco que está haciendo?
Las palabras estallaron a unos centímetros de los oídos de Rudy y le hicieron perder la concentración. Por un momento vio a Ingold como le verían los demás, como a un viejo envuelto en una raída capa marrón trazando dibujos imaginarios en la puerta con los dedos. Rudy se volvió en redondo y vio a su lado al canciller Alwir, furioso y congestionado.
—¡Está protegiendo las puertas! —gritó Rudy.
El canciller pasó por delante de él y corrió hacia la escalinata.
—¡Nos va a matar a todos! —gritó mientras avanzaba con enérgicas zancadas entre la muchedumbre. Cuando llegó junto a la puerta interior apoyó las manos sobre ella para cerrarla y la gran plancha de acero comenzó a moverse silenciosamente, pero otra mano la detuvo. Fríos y arrogantes, los ojos del Halcón de Hielo se clavaron en los del canciller.
Rudy no pudo oír las palabras que se cruzaron. Los gritos de Alwir se perdieron en el bramido que llegaba desde el túnel, y el Halcón de Hielo no se molestó en alzar la voz para responder. Al resplandor enfermizo del báculo que sostenía Jill, la escena que se estaba desarrollando tenía algo de pesadilla irreal, teñida de un rojo sucio por el brillo de las antorchas. Los dos hombres vestidos de negro se miraban en silencio, uno rojo de furia, el otro pálido como el hielo.
Aunque Jill debía de oír lo que estaba sucediendo a sus espaldas, ni siquiera se dignó volver la cabeza un instante. La luz del báculo se desvanecía lentamente.
Al mirar al fondo del túnel, Rudy vio con horror que la luz de las runas se había extinguido por completo. Ingold seguía erguido delante de la puerta de cara al fragor de los atacantes. Las únicas marcas visibles en el acero de las puertas eran las de sus propios encantamientos. Y sin embargo Rudy observó que seguía moviéndose en la semipenumbra, trazando símbolos que brillaban débilmente antes de desaparecer engullidos por la fuerza de la Oscuridad. Por encima del furioso martilleo que sacudía las puertas, Rudy oyó gritar a Alwir.
—¡Cierra la puerta! ¡Te ordeno que te apartes y la cierres!
El Halcón de Hielo se mantuvo firme sin dejar de mirarle con sus ojos fríos y transparentes. A su espalda, el túnel se había oscurecido por completo.
El canciller bramó algo y se llevó la mano al puño de la espada. El metal resplandeció fugazmente a la luz de las antorchas al salir de su vaina, y el silbido de la hoja fue claro y agudo como una nota musical.
El repentino silencio que se hizo en el salón tuvo el mismo efecto ensordecedor que una explosión. De los varios cientos de personas que se habían concentrado en el gran espacio central en busca de seguridad, nadie se atrevió ni a suspirar por temor a romperlo. La calma que cayó sobre todos ellos era tan profunda que Rudy pudo oír con claridad los pasos suaves y ligeros de Ingold por el túnel.
El mago cruzó el portón interior seguido de Jill, apoyó la mano en la puerta que sostenía Alwir y la empujó lentamente. El suave y profundo crujir de la puerta al cerrarse retumbaba hasta el último rincón del gran salón.
—Las puertas resistirán el ataque de los Seres Oscuros. —Igual que el crujir de las puertas, la áspera voz de Ingold sonó apagada, pero llegó al último rincón de la sala—. Quizás intenten atacar por algún otro lugar esta noche, pero… creo que el peligro ha pasado.
—¡Maldito… viejo… idiota! —Era la voz resonante de Alwir la que escupía las palabras lentamente—. ¡Podríamos haber muerto todos por tu insensatez!
—No habrían resistido si los Seres Oscuros hubieran vencido los encantamientos de las puertas exteriores —respondió con calma el anciano. Estaba muy pálido, y tenía los cabellos empapados de sudor; Jill era la única que estaba lo bastante cerca de él para ver que sus manos temblaban ligeramente. Le devolvió su báculo y se mantuvo a su lado.
La voz de Alwir resonó como el chasquido de un látigo.
—¿Es ésta otra de las cuestiones en las que sólo cuenta tu opinión? Como único mago de la Fortaleza, ¿crees que tienes carta blanca para poner en práctica cualquier locura que se te ocurra?
Los brillantes ojos azules de Ingold se clavaron en los de Alwir.
—No soy el único mago —respondió la voz tranquila del anciano—. Pregúntale a Bektis, tu mago cortesano.
Alwir giró sobre sus talones.
—¡Bektis!
La palabra resonó como el restallido de una fusta en la bota de un cazador que espera ver aparecer a su perro con las orejas gachas. El mago cortesano se separó de la muchedumbre con gran dignidad y avanzó hacia el grupo mientras la luz trémula de las antorchas jugueteaba con los bordados de su túnica de terciopelo.
—No sé si las puertas habrían resistido —dijo mientras se acariciaba la larga barba blanca con dedos finos y pálidos—, pero quizás hubiera sido mejor que nos hubieras consultado antes de tomar ninguna decisión. —El mago cortesano miró a Ingold con aire altanero y superior, pero Rudy observó que su alta y despejada frente estaba perlada de sudor.
—Seguramente lo habría hecho… —ronroneó una nueva voz, seca y afilada como el viento que silba entre las rocas— si tú hubieras estado aquí.
Bektis se volvió como si le hubiera mordido una serpiente. Govannin Narmenlion, la obispo de Gae, ascendió lentamente las escaleras hasta reunirse con el grupo. La seguía una pequeña compañía de Monjes Rojos, soldados de la Iglesia con el cráneo relucientemente afeitado. El rostro fino y afilado de la obispo destacaba sobre su manto púrpura. Parecía un esqueleto de ojos de fuego, y tan sólo los labios carnosos delataban su sexo. Su voz áspera y siseante cortó con facilidad las protestas de Bektis.
—Tengo que alabar tu coraje, Ingold Inglorion, pero, al fin y al cabo, dicen que el diablo cuida de los suyos.
Ingold hizo una reverencia.
—Al igual que el buen Dios, mi señora —respondió con suave voz—. Y sabes tan bien como yo que en este momento todas nuestras vidas están en sus manos. —Ingold parecía estar sumamente débil, pero hizo frente con firmeza a aquellos ojos brillantes y fanáticos, y fue Govannin la que acabó apartando la mirada.
—Y no ha sido Bektis el único que ha brillado por su ausencia, mi señora obispo —añadió Alwir, meloso.
—En efecto —respondió la obispo calmadamente—, muchos estaban ausentes de sus puestos. Otros han permanecido en ellos, guardando sus bienes para evitar que los saquearan en su ausencia.
Los severos ojos del canciller relampaguearon peligrosamente. Eran del mismo color azul celeste que los de su hermana Minalde, pero duros como los zafiros que llevaba al cuello.
—¿Saquearlos?
—O requisarlos… —precisó la obispo suavemente— para su futura… redistribución.
La boca de Alwir se endureció amenazadora.
—¿Y crees que en medio de un ataque de los Seres Oscuros…? —bramó el canciller.
—La Fe debe protegerse con todos los medios a su alcance —respondió ella con brusquedad—. Para mantener nuestra independencia no debemos mendigar nuestro pan al poder secular.
—¡Como Señor de la Fortaleza tengo derecho a controlar…!
—¡Señor de la Fortaleza! —gruñó Govannin con sorna—. Hermano de la regente del verdadero rey, mi señor, simplemente eso. Un hombre que se alía con magos, que pretende traer a nuestra Fortaleza al archimago, la mismísima mano izquierda de Satán… Si esperas que el Dios de los justos bendiga tus maquinaciones…
—Los caminos de Dios son tortuosos —la interrumpió Alwir—. Si queremos derrotar a los Seres Oscuros en sus madrigueras necesitaremos la ayuda del imperio de Alketch y de los magos del oeste.
Sus palabras hicieron saltar chispas de rabia en los ojos de Govannin como si fueran de pedernal.
—El Dios de los justos no tiene tratos con los siervos de Satán —repuso la obispo—. Ni con los que acuden a ellos en busca de ayuda.
—Han quedado muy lejos los tiempos en los que un gobernante podía elegir a sus aliados.
—Nunca será justificable alinearse con las huestes del Maligno.
Con gran suavidad, Jill tomó del brazo a Ingold y ambos descendieron a la Sala Central. El anciano se movía lenta y trabajosamente, apoyando su peso en el báculo. Los que se habían arracimado alrededor del grupo de dignatarios para presenciar la discusión se apartaron a su paso haciendo signos de protección contra el Maligno. Rudy se reunió en silencio con ellos.
—No puedo creerlo —dijo sacudiendo la cabeza mientras hacía un gesto de asombro en dirección al grupo, que seguía discutiendo acaloradamente.
—¡Oh, vamos, Rudy! —Dijo Ingold con tono paciente—. A sus ojos yo no he hecho más que poner en peligro la Fortaleza al abrir las puertas interiores.
—¡Pero yo vi las runas! —explotó Rudy—. ¡Y desaparecieron, maldita sea!
—Ah, ¿sí? —dijo Jill, que le miraba con gesto curioso—. Yo no he visto nada. Nada en absoluto. Sentí en el aire algo así como… cosas, fuerzas. Pero no veía más que… oscuridad.
Rudy se volvió al mago, con expresión frustrada, en busca de apoyo.
—Eso es lo que ocurrió —reconoció el mago—, pero tú eras el único en la Fortaleza que podía verlo. Tú… y Bektis.
—Bektis debería haberte apoyado —añadió Jill secamente.
Parecía cansada, pensó Rudy, y no era de extrañar. Desde que salieron de Karst y comenzó a entrenarse con los guardias, Jill había empezado a parecer un gato callejero medio muerto de hambre. Rudy jamás la había comprendido, ni cuando era una intelectual intolerante en California, ni ahora, como soldado de la guardia. Pero después de verla enfrentarse con Ingold a los ejércitos de la noche, no podía evitar sentir hacia ella una admiración que rayaba en el miedo.
—Por acciones como ésta se nos tacha de excéntricos a los magos —prosiguió Ingold con voz cascada y suave—. Hacemos cosas que la gente no entiende, porque vemos cosas que ellos no ven y actuamos según consideramos apropiado. Los que no han nacido con el don de la magia no pueden entendernos, y por fuerza desconfían de nosotros. No es extraño que los magos tengamos pocos amigos, y los pocos que tenemos sean otros magos. —Al cruzar uno de los puentecillos que salvaban los canales pudieron oír el murmullo del río de ébano líquido que fluía bajo sus pies—. Además, es cierto que a veces han sucedido cosas horribles a los amigos de los magos.
Los grupos de refugiados se dispersaban lentamente, perdiéndose en las entrañas de la Fortaleza. Desde las puertas que conducían a los niveles más bajos se oían las voces de las patrullas que se iban comunicando las novedades. Alwir y Govannin, cada uno rodeado de sus fuerzas, cruzaban el gran espacio central. Todavía se podía percibir el rencor en sus voces, aunque la distancia y el eco impedían escuchar sus palabras. Frente a las puertas había quedado un contingente de guardias, y sus espadas desnudas reflejaban la luz roja de las antorchas. Los terrores opuestos del estruendo y del silencio parecían haber abandonado la Fortaleza. Rudy se preguntó cuánto faltaría para que amaneciera.
—No consigo imaginarme lo que puede pasar si conseguís traer al archimago y al Consejo de Quo a la Fortaleza —dijo Jill mientras se acercaban al recinto de la guardia—. Alwir va a intentar utilizarlos en contra de Govannin, al igual que utilizaría a los ejércitos del imperio de Alketch si pudiera.
—No tengo ninguna duda de que acudirán —dijo Ingold con calma—, pero teniendo en cuenta que Alketch es, prácticamente, una teocracia, tendrá suerte si sus queridos aliados no le arrebatan el poder y lo ponen en manos de la Iglesia. Necesitará que Lohiro esté de su parte para contrarrestar la amenaza si espera derrotar a los Seres Oscuros en sus subterráneos y tener después un reino que gobernar.
—Ingold —dijo Rudy con tono vacilante—, creo que he visto al archimago.
Los ojos del anciano se entornaron y se clavaron en los del joven como un rayo láser.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—Aquí, en la Fortaleza. En un cristal incrustado en la roca. El caso es… que me perdí. —El mago enarcó las cejas, pero no dijo nada. Rudy le describió la habitación, la mesa, el cristal y las visiones que había tenido.
Ingold escuchó el relato en silencio hasta el final.
—¿Dónde está esa habitación?
—No lo sé —dijo Rudy, avergonzado—. En algún lugar del segundo nivel, supongo.
Ingold guardó silencio un buen rato, hasta que Jill comenzó a preguntarse qué misterios arcanos rondarían su cabeza. Finalmente dejó escapar un largo suspiro.
—Se trata de Lohiro, sin duda —dijo con lentitud—. Yo le he visto pasear por la playa de Quo tal y como lo describes. Pero jamás he visto nada como lo que me cuentas. —Se detuvieron delante del cuartel de la guardia. Ingold lanzó una última mirada a la gran Sala Central, que había vuelto a ser invadida por las sombras. Todavía se veían algunas lucecillas que atravesaban con rapidez el gran espacio y se perdían en la oscuridad—. He estado buscando un mensaje, algún contacto con Lohiro, desde hace más de un mes, desde que cayó Gae.
—¿Podríais aplazar el viaje? —preguntó Jill—. En el peor de los casos, no tardaríais más de dos días en encontrar esa habitación.
El anciano parecía dudar, pero finalmente sacudió la cabeza en un claro gesto de que lo negaba.
—Dentro de dos días los aludes de los glaciares volverán a caer sobre el paso de Sarda. —El mago suspiró con suavidad—. Si salimos mañana, conseguiremos cruzar el paso con relativa facilidad. Si esperamos, pasarán semanas antes de que podamos volver a salir.
—¿No crees que valdría la pena? —Jill miró a su alrededor como si intentara ver el mundo exterior más allá de los sólidos muros de la Fortaleza—. Si pudieras entrar en contacto con el archimago, quizás él podría emprender viaje mañana mismo, y ganarías un tiempo precioso.
—Quizá —dijo el mago lentamente—. Si encontramos la habitación y ese cristal es un medio de comunicación, y no simplemente de observación, siempre y cuando la imagen que vio Rudy sea real, y no el reflejo de sucesos acaecidos hace mucho tiempo, o parte de las ilusiones que protegen la ciudad de Quo. La adivinación a través de cristales ya no es un medio de información seguro. Recuerda la Escalera de los Seres Oscuros que vimos en aquel valle al norte de la Fortaleza. Según el fuego y el cristal, aparentemente sigue sellada, pero nosotros comprobamos que llevaba años abierta. Después de todo eso —prosiguió el anciano con tono sombrío—, creo que debemos emprender ese viaje, aunque el invierno haya caído sobre las llanuras, pero tengo que pedirte una cosa, Jill…
Los ojos de la joven y los del anciano se encontraron; el mago sonrió con cierta timidez.
—Parece que esta noche no hago más que pedirte favores.
Jill le devolvió la sonrisa.
—Algún día te pediré yo algo a cambio.
Los ojos de Ingold brillaron por un instante como los de un niño travieso.
—Que Dios me ayude —dijo sin dejar de sonreír—. Cuando nos vayamos, y siempre que tus deberes como guardia te dejen tiempo libre…, busca esa habitación. Sin duda, Lohiro querrá verla cuando venga.
—De acuerdo —asintió Jill.
—Sí, pero le va a ser muy difícil encontrarla —intervino Rudy—. No sé, Jill no posee el don de la magia…
Ingold y Jill intercambiaron una rápida mirada a la luz del báculo que se alzaba entre ellos. Entonces el mago sonrió.
—Eso nunca la ha detenido.
Se produjo un breve silencio; poco después el mago se volvió bruscamente y desapareció en el cuartel de la guardia.
Jill suspiró y lanzó una última mirada a la sombría extensión de la Sala Central. Al mirarla, Rudy observó que alrededor de sus ojos había aparecido una trama de finas arrugas. Aquélla no parecía la tímida y malhumorada intelectual que había conocido en California al volante de un Volkswagen rojo. Había sido una noche larga, y se aproximaban las primeras luces del alba. Si los Seres Oscuros esperaban fuera, lo hacían en silencio.
«No hay nada como emprender una marcha de mil quinientos kilómetros después de dormir un par de horas», pensó, y se dispuso a entrar en los aposentos de la guardia para preparar el equipaje. Pero otro pensamiento cruzó su mente y le hizo detenerse en seco.
—¡Eh, Jill…!
La joven pareció volver de muy lejos. Sus ojos pálidos de niña estudiosa se volvieron hacia él.
—¿Qué pensarías de quien abandona a la persona que ama para partir en busca de lo que desea?
Jill pareció pensarlo un momento.
—No lo sé —dijo finalmente—. Quizá sea porque no entiendo el amor demasiado bien. Veo que la gente actúa movida por lo que dicen que es amor, pero es como si les moviera una profunda convicción religiosa. No lo comprendo. Mi padre y mi madre querían para mí ciertas cosas, pero no precisamente que fuera historiadora. No podían comprender que yo prefiriera vivir en un cuartucho del departamento de Historia Medieval de la Universidad de Los Ángeles antes que en la mejor mansión de Orange Country. Y una y otra vez me decían que me amaban. Me parece que no soy la persona más apropiada para hablar de amor, Rudy. En cuanto a dejar a la persona que quieres para ir en busca de lo que deseas… ¿Dejarla por cuánto tiempo? ¿Hasta qué punto necesita que te quedes? Es relativo. Todo es relativo.
Rudy se resistió a personalizar.
—Bueno, es como si hubierais pasado un tiempo juntos y de repente tuvieras que elegir entre quedarte con ella o partir en busca de…, de algo que deseas. Algo que deseas más que nada en el mundo… salvo esa persona.
Jill se echó la trenza a la espalda con un movimiento de la cabeza.
—¿Y qué te hace pensar que tienes elección?
Rudy tragó saliva.
—¿Qué?
La voz de Jill era fría y neutral, como sus ojos.
—Sólo un mago puede encontrar la ciudad de Quo, Rudy. Los Seres Oscuros van en busca de Ingold, sólo Dios sabe por qué. Necesita a otro mago para que le apoye. Si tú no te hubieras ofrecido voluntariamente para acompañarle en el viaje, probablemente él te lo habría pedido.
Un largo silencio siguió a sus palabras, que Rudy digirió con dificultad. El amor y la soledad del exilio pugnaban en su interior contra el recuerdo ardiente del primer instante en que había sentido su poder, el momento en que había convocado al fuego en la oscuridad. La doble necesidad de amor y poder se revolvía en su interior como una marea hirviente de recuerdos: Ingold erguido ante una resplandeciente telaraña de runas; la profundidad de los ojos de Minalde cuando le miraba; el brillo de la espuma que bañaba un esqueleto medio enterrado en una playa.
Al final todo significaba muy poco. Iría, porque era necesario que lo hiciera.
—Se te da muy bien analizar las cosas, niña bien —murmuró.
Jill se encogió de hombros.
—Es de leer tantos libros —explicó—. Se pudre el cerebro. Vete a dormir, maleante. No vas a poder descansar mucho a partir de mañana.
Era un grupo reducido y sombrío el que se reunió junto a las puertas, tres horas después. Amanecía. La mañana era gris y fría. Rudy estaba junto a Ingold, sin poder dejar de tiritar, diciéndose que en algunos casos era mejor no dormir nada que dormir demasiado poco. Por lo que él había podido ver, Ingold no había pegado ojo. En efecto, recordaba que cada vez que entreabría los párpados, veía al mago sentado junto al fuego con una jarra de té humeante en las manos y la vista clavada en su viejo cristal amarillento, mientras Jill y el Halcón de Hielo preparaban las provisiones para el viaje con su habitual y silenciosa eficiencia.
Después de tres días de continuas tormentas, el valle de Renweth estaba enterrado en nieve. Era un mar blanco y ondulado que se rompía contra las escarpadas paredes de roca. Al oeste se distinguía la carretera serpenteante que subía al gigantesco y sombrío desfiladero del paso de Sarda, cubierto por espesas nubes; por el este descendía hacia lo que una semana antes eran extensas praderas y manchas doradas de bosque, hacia el puente derruido del río de la Flecha y las llanuras arrasadas por los Seres Oscuros. Por el norte el terreno se elevaba, cubierto de espesos bosques, como un fiordo que avanzara entre los altos riscos y la imponente mole de la Gran Cordillera Blanca hasta los muros de los glaciares.
Alrededor de la Fortaleza el terreno estaba despejado. Algunos montones de nieve sucia mezclada con restos de cercados eran el único rastro del furioso ataque de los Seres Oscuros. Los muros de la Fortaleza estaban intactos, igual que las negras puertas que la noche anterior habían estado a punto de ceder.
El viento soplaba por todo el valle silbando entre las ramas de los árboles. Envuelto en su húmeda capa, Rudy se estremeció y se preguntó si algún día volvería a sentir calor. A su lado, el Halcón de Hielo hablaba con Ingold.
—Supongo que llevaréis palas —decía el joven capitán—. A no ser que penséis convertiros en águilas y cruzar el paso volando. El invierno no ha hecho más que empezar, y dicen que Gettlesand, al otro lado de las montañas, está enterrado en la nieve.
Aunque era un novato en las artes de la magia, Rudy sabía que muy pocos magos se arriesgarían a adoptar la forma de un animal, y eso, sólo en condiciones de extrema necesidad.
Pero para los que no poseían el don de la magia, aquello podía parecer tan simple como un juego de manos. Por otra parte, personalmente Rudy hubiera preferido poder sacarse de la manga un trineo a motor.
El Halcón de Hielo continuó hablando con su habitual tono frío y despreocupado.
—Supongo que mi viaje será más fácil, siempre que no me roben el caballo.
—¿Qué viaje? —preguntó Jill, sorprendida.
Las pálidas cejas del Halcón se arquearon una fracción de milímetro.
—¿No lo sabes? Me han elegido para ir al sur y llevar al emperador de Alketch el mensaje de mi señor Alwir para pedir ayuda y tropas.
Ingold puso delicadamente la mano sobre el hombro de Jill para acallar sus airadas palabras de protesta.
—La elección es lógica —dijo con tono apaciguador—. Alwir ha elegido al mensajero con mayores posibilidades de supervivencia.
«¡Qué coincidencia!, es el mismo hombre que le impidió cerrar las puertas anoche», se dijo para sus adentros Rudy. Sin embargo, al igual que Jill, se guardó sus opiniones para sí mismo.
Con gesto tranquilo, Ingold rebuscó entre los voluminosos pliegues de su túnica y al cabo de unos segundos extrajo un objeto pequeño de madera tallada que le entregó al joven capitán.
—Llévatelo contigo —le dijo. El Halcón de Hielo lo cogió y lo examinó con curiosidad. La madera era muy antigua y estaba ennegrecida por el humo. Rudy tuvo la impresión de que estaba tallada a semejanza de algo vivo, pero que no era humano ni tampoco un animal conocido—. Está imbuido con el poder de la Runa del Velo —explicó Ingold—, la runa que desvía la atención de la mirada y de la mente. No es que te haga invisible, pero te será de ayuda en tu viaje.
El Halcón de Hielo se lo agradeció con una inclinación de cabeza, en tanto que el mago se ponía los guantes de lana azul y se enrollaba al cuello lo menos tres metros de bufanda gris, de modo que las puntas ondeaban al viento como estandartes. Un grupo de chiquillos apareció por la esquina de la Fortaleza; eran los huérfanos que cuidaban del ganado. Casi todos corrían con alegre despreocupación en medio de gritos y risas y se arrojaban bolas de nieve como si la noche anterior no hubieran participado en un escalofriante juego al escondite con la Oscuridad. Un par de ellos, sin embargo, tiraban de un burro, una pobre bestia escuálida con la Cruz de la Fe marcada a fuego en una de las huesudas ancas. Este animal representaba la mayor victoria obtenida por Alwir e Ingold, puesto que la Iglesia poseía la mayor parte del ganado de la Fortaleza. Rudy sospechaba que Govannin había exorcizado y bendecido al infeliz pollino.
Otra sombra apareció en la penumbra de las puertas. Alwir salió a la suave luz de la mañana, bronceado, elegante y tan aseado y pulcro como los muros de la Fortaleza. Tras él iban Janus, Melantrys, Gnift, el maestro de armas, y Tomec Tirkenson, que también pensaba partir a los pocos días con sus tropas, su ganado y sus hombres hacia el paso, rumbo a Gettlesand. Sin embargo, no había señal de Govannin, la obispo de Gae. Fiel a su palabra, se negaba a tener tratos con los siervos de Satán.
Ingold se apartó de sus amigos y ascendió la escalinata lentamente hacia el canciller. Rudy oyó desde lejos sus voces: la de Alwir, profunda y melodiosa; la de Ingold, grave y rasposa. Miró de reojo a Jill y vio que también estaba contemplando la escena con el rostro tenso y los ojos entornados y fríos. Sintió la tensión que se acumulaba en el cuerpo de la joven, y también la tristeza, la preocupación y el miedo.
«Tiene sus razones —pensó—. Al fin y al cabo, si el viejo no consigue llegar a su destino y volver, va a pasar aquí una larga temporada».
«Y yo también», añadió con un escalofrío.
—¡Eh, niña bien!
Jill le miró con gesto preocupado.
—Cuídate mientras estemos fuera, ¿de acuerdo?
Evidentemente, Jill hizo un esfuerzo por relajarse.
—No soy yo la que tiene que cuidarse —le dijo—. Todo lo que tengo que hacer es mantener la puerta bien cerrada.
Rudy estuvo a punto de pedirle que cuidara de Alde por él; pero, pensándolo bien, no era probable que una persona tan dura y fría como Jill se llevara bien con la tímida y retraída Minalde.
Jill suspiró.
—Buen viaje, maleante. A ver si vas a meter la pata y te conviertes en rana.
—Por el momento, dudo de que fuera capaz incluso de eso —intervino Ingold, que había vuelto a juntarse con ellos en silencio. Las autoridades de la Fortaleza habían desaparecido entre las sombras de la puerta. Al cabo de un rato el Halcón de Hielo los siguió. Su larga capa barrió suavemente la nieve en polvo que se había acumulado en los peldaños—. Ahora mismo es prácticamente inofensivo.
—¡Oh, muchas gracias! —gruñó Rudy.
—Disfrútalo mientras puedas —respondió Ingold—. Al menos ahora eres incapaz de destruir por descuido a aquellos que amas. Y puedes estar seguro de que cuando volvamos serás cualquier cosa menos inofensivo. Si es que volvemos.
—Vosotros dos sois la pareja más pesimista que me he tomado en mi vida —suspiró Rudy—. No me extraña que os llevéis tan bien.
Jill e Ingold cerraron filas instintivamente contra el enemigo común.
—A menudo se confunde el análisis realista de las situaciones con el pesimismo —declaró Ingold.
—Y son dos cosas diferentes —añadió Jill—. Algún día te explicaré la diferencia.
—Gracias —dijo Rudy sombríamente—. No sé si podré dormir hasta que lo hagas.
Dio media vuelta y comenzó a descender los escalones. Jill e Ingold quedaron a solas un momento ante la puerta de la Fortaleza. Rudy se acercó a los niños y se hizo cargo del burro, por lo que no pudo ver lo que sucedía entre ellos, si es que sucedió algo. Unos instantes después el mago se reunió con él, envuelto en su gruesa capa que le protegía del viento helado. Mientras avanzaban lentamente hacia la carretera que conducía al paso de Sarda, Rudy miró hacia atrás. Jill seguía mirándolos desde lo alto de la escalinata con las manos cruzadas sobre el puño de su espada. Un golpe de viento llenó de nieve los ojos de Rudy, que parpadeó varias veces. Entonces creyó ver entre las sombras de la puerta otra silueta menuda, envuelta en una capa negra, pero cuando volvió a mirar, había desaparecido.