CAPÍTULO DIECISÉIS

Al contrario que el mensajero de Alketch, Rudy e Ingold no fueron considerados merecedores de una recepción oficial, pero dos figuras se separaron de la multitud que aguardaba junto a las puertas, descendieron apresuradamente la escalinata y se detuvieron al final, tímidas y confusas.

Los ojos de Rudy y Alde se encontraron, y el joven mago sintió que el corazón le daba brincos en el pecho y le transportaba a las puertas de la Fortaleza. Sin saber cómo, se vio sosteniendo las manos de Minalde mientras la luz de las antorchas iluminaba sus cabellos negros. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que se preguntó si no lo estarían oyendo todos. «Es un secreto —se repetía—; nuestro amor es un secreto que nadie debe saber». No se atrevió a hablar por miedo a delatarse, y por ello permaneció en silencio, bañándose en las profundidades de aquellos maravillosos ojos azules.

Sólo salió de su ensueño al oír el grito de alegría que lanzó Jill cuando Ingold la abrazó y le propinó un sonoro beso entre los vítores de los guardias reunidos en lo alto de la escalinata. Al levantar la vista, Rudy reconoció muchos rostros familiares: Janus, Seya, Melantrys, Gnift… También había multitud de civiles que, desafiando los preceptos de la Iglesia, habían salido a recibir a los magos. Era muy emocionante, pero Rudy los hubiera mandado a todos al infierno con tal de poder quedarse a solas con la mujer que tenía delante.

—Alwir está dentro —dijo Alde mientras se separaba ligeramente de él. El contacto de sus dedos provocaban un incendio en todo el cuerpo de Rudy, y los ojos de la joven delataban la misma pasión. Pero junto con el júbilo y el deseo, Rudy percibió algo más en su rostro: aquella curiosa sensación de seguridad de una mujer que desde el principio ha sabido que su hombre volvería.

—Ha estado todo el día encerrado con Stiarth de Alketch —dijo Jill, todavía ruborizada y confusa—. Creo que no os da demasiada importancia. —Se soltó del abrazo de Ingold y dio a Rudy un beso en la mejilla—. Bienvenido de vuelta a casa, maleante.

«A casa —pensó Rudy—. He estado en mi casa, junto al océano Occidental, y no había más que ruinas».

—Supongo que ya lo sabes, ¿no? —dijo a Jill, y vio en sus ojos que comprendía.

Ella asintió y miró de reojo a Ingold, que seguía abrazado a Kta sin dejar de hablar atropelladamente con Thoth y Kara y los demás magos. Rudy había descubierto que para muchos de ellos Ingold era una leyenda viviente. Lo leía en sus ojos. Todos se arremolinaban alrededor de los más ancianos. Rudy reconoció a la madre de Kara (había oído que alguien la llamaba Nan), una frágil anciana de cabellos blancos y voz cascada que no parecía especialmente impresionada por Ingold. Tampoco lo parecían Kta, que mostraba una resplandeciente sonrisa desdentada, ni Thoth. Pero los demás, desde el grueso hombrecillo ataviado con una recargada túnica bordada y un gran turbante, a la adolescente de cabellos rojos cubierta de harapos; desde el majestuoso negro ataviado con una exótica toga blanca y dorada, al alegre juglar, todos miraban a Ingold con una admiración que rondaba la idolatría.

—¡Ingold, Ingold, escucha! —exclamó Alde de repente. Sus grandes ojos azules resplandecían de entusiasmo. Evidentemente su desconfianza hacia el anciano se había esfumado por completo. Se abrió paso entre el grupo de magos y lo cogió del brazo con la expresión de eufórica ansiedad de una niña en Navidad—. ¡Hemos encontrado muchas cosas, cosas maravillosas!

—Los antiguos laboratorios están intactos —añadió Jill mientras se introducía en el círculo y arrastraba a Rudy con ella. Las dos mujeres no paraban de hablar a la vez entre exclamaciones de júbilo—. Aunque no entendemos nada…

—Jill ha encontrado las viejas crónicas…

—… conductos de aire y bombas de agua, y los antiguos observatorios…

«Como colegialas —pensó Rudy con una sonrisa—. Colegialas que han puesto la Fortaleza patas arriba y que quizás han encontrado las armas necesarias para destruir a los Seres Oscuros, las armas que Ingold y yo fuimos a buscar a Quo y no encontramos».

—¡Y Alde también tiene recuerdos heredados de la Casa de Dare! —exclamó Jill triunfante—. Así fue como empezamos a averiguar cosas.

Ingold observó con curiosidad a la joven reina, que le miraba como una niña que espera con ansiedad un gesto de aprobación de alguien a quien admira.

—¿Es eso cierto?

Alde asintió con súbita timidez.

—Eso creo. Recuerdo cosas cuando las veo, pero no son… visiones, como las de Eldor. —Su voz tembló imperceptiblemente al mencionar a su marido muerto.

—¿Son los recuerdos de un hombre o de una mujer?

Ella pareció dudar, como si no se hubiera planteado la cuestión hasta aquel momento.

—No lo sé. Supongo que de un hombre, si son los recuerdos de Dare de Renweth. En realidad más que recuerdos son sensaciones de haber visto o experimentado algo, o de haber estado ya en un lugar. Pero lo que más nos ha ayudado han sido los conocimientos de Jill, y sus mapas.

—Interesante —dijo Ingold pensativo—. Interesante. —Se quedó mirando durante un momento a aquella muchacha, la viuda de su amigo, que ahora se aferraba desesperadamente a la mano de Rudy, medio oculta entre los pliegues de su capa. Las cejas del mago se fruncieron imperceptiblemente, como si sintiera una repentina punzada de dolor, pero su rostro volvió a relajarse en un instante. Se volvió hacia Jill y rodeó con un brazo sus hombros huesudos—. ¿Y dónde has metido todo eso?

Janus y los guardias habían descendido al pie de la escalinata y se habían reunido con el grupo. Fue Janus quien respondió la pregunta del mago.

—Han ocupado las habitaciones del fondo de nuestro cuartel. Al principio Jill-shalos se apropió de una como estudio, pero ahora ya es todo un complejo.

—Los magos empezaron a llegar la semana pasada —les informó Jill mientras el grupo ascendía la escalinata hacia las grandes puertas de la Fortaleza y se adentraba en el estrecho pasaje que conducía a la Sala Central—. El primero fue Dakis, el juglar, y después llegaron Gris y Nila, las dos brujas…

—Bektis se quedó de una pieza —exclamó el juglar mientras hacía una graciosa pirueta sobre uno de los puentecillos que cruzaban los canales—. Creímos que le iba a dar un ataque.

Mientras atravesaban la Sala Central, ojos curiosos, hostiles o amistosos los siguieron, quizá tomando nota del número de guardias que los acompañaban, o de cuáles eran los civiles que se acercaban a ellos. El grupo avanzaba rodeado de una difusa nube de luz azulada.

Ingold se detuvo en seco al ver el caos que reinaba en la habitación de los magos.

—Todavía no hemos tenido tiempo de organizar esto —se disculpó Jill.

—Eso me tranquiliza —dijo el anciano mientras recorría con la mirada la estrecha estancia. Mantas, pieles y cajas eran casi todo el mobiliario que había. Los báculos se alineaban apoyados en las paredes como rifles. Se habían montado estanterías improvisadas que ya estaban repletas de libros polvorientos. La luz rodeó como una pieza de seda la caja ovalada de un laúd y parpadeó en las aristas de los poliedros de cristal gris y blanco esparcidos por las mesas y el suelo. Legajos, tablas enceradas con inscripciones, crónicas polvorientas y rollos de pergamino amarillento se amontonaban en cualquier superficie horizontal. En una de las pocas sillas de la habitación había un montón de paños marrones y sobre él un acerico de satén que relucía como un puercoespín en miniatura.

Era evidente que los magos se habían instalado a sus anchas.

—Y también tenemos que enseñarte… —comenzó a decir Alde, pero Thoth la interrumpió.

—Muchacha, déjalos que descansen y coman algo. —Su voz era seca y dura como la de un buitre. Miró brevemente el báculo rematado por una media luna que Rudy había apoyado en la pared y volvió a fijar la mirada en Ingold—. Entonces encontrasteis Quo.

Ingold cerró los cansados ojos y asintió con la cabeza.

—Sí.

—¿Y Lohiro?

—Ha muerto.

Los ojos de Thoth pasaron del báculo a los paquetes de libros que Rudy y varios voluntarios estaban colocando en un rincón que habían despejado previamente, y otra vez se clavaron en el rostro avejentado de su amigo.

—Ya —dijo simplemente.

Ingold abrió los ojos y estudió el rostro de Thoth.

—¿Qué ocurrió, Thoth? Lohiro dijo que habías muerto.

—No. —El cronista de Quo posó una mano huesuda en el hombro de Ingold—. Los demás… sí. Tus amigas me han hablado de sus descubrimientos acerca de los lugares afortunados de la Edad Antigua. Supongo que son similares a los tuyos.

Ingold asintió.

—Pero más amplios, ya que ellas tuvieron acceso a documentos que tú no viste.

Sólo los que estaban más cerca oyeron el susurro de Ingold.

—Debí imaginármelo.

—Quizá —repuso Thoth con gravedad—. Pero te equivocas si supones que Lohiro no poseía esos conocimientos.

Ingold levantó la vista. Aunque ya había pasado lo peor, de repente su rostro reflejó la tensión y el cansancio soportados.

—Desde el principio, como sabes, estuve buscando referencias a los Seres Oscuros en las crónicas más antiguas sin ningún resultado —continuó Thoth—. No había datos anteriores al tiempo de Forn, pero tu mención de los nidos de Gae, Penambra y Dele (todos los grandes centros de la magia de la Edad Antigua) parecía encajar en un esquema inquietante. Poco después de que Lohiro y el Consejo decidieran cerrar Quo al mundo, le conté mis suposiciones, y él, Anamara y yo rastreamos la ciudad entera y gran parte de la cordillera Marítima. Sospechábamos que debía de haber una madriguera bajo la fortaleza misma, bajo las bóvedas de los antiguos sótanos, pero no encontramos nada. Sin embargo, los tres forjamos conjuros sobre los cimientos de la torre. Créeme, Ingold, ni siquiera el viento de los Seres Oscuros podría haber atravesado aquellos encantamientos si no nos hubieran traicionado.

Los extraños ojos del cronista descansaron un instante en los de su viejo amigo.

—Creo que fue cuando estábamos protegiendo las montañas con encantamientos cuando Lohiro habló por primera vez de la esencia de los Seres Oscuros. Encontramos muy poco al respecto en los libros, aunque mis alumnos revolvieron las bibliotecas, rompieron conjuros que protegían libros escritos en lenguas ya olvidadas y leyeron todo, absolutamente todo en busca de alguna pista. Pero Lohiro estuvo mirando el espejo de Anamara y vio a los Seres Oscuros atacar Penambra y Gae. Dijo que su fuerza radicaba en su número y en sus movimientos y añadió que lo que sabía uno de ellos, lo sabían todos. Eso quedó claro cuando abandonaron los nidos de las llanuras para unirse al ataque de Gae.

»Al principio nuestra preocupación era el laberinto. Pensábamos que no debíamos permitir que uno solo de ellos consiguiera atravesarlo. Pero después, según fueron cayendo ciudades y al darnos cuenta de que seguíamos sin acercarnos a una solución que nos permitiera emplear la magia contra ellos, Lohiro empezó a decir que debíamos comprender a toda costa su esencia, su naturaleza. Dijo que hasta que uno de nosotros no los estudiara mediante la transfiguración, no podríamos pensar en derrotarlos.

Ingold palideció visiblemente.

—¡Qué locura!

—Eso le dije yo —expuso secamente el cronista— pero recuerda que estábamos entre la espada y la pared. Se había hablado de salir a luchar con ellos en campo abierto, sin plan alguno y sin esperanza. Lohiro dijo que era una locura que un ser débil se transformara en otro más fuerte, pero que él podría resistirlo. Era orgulloso, Ingold. Era orgulloso y estaba desesperado. Sabes que siempre fue de los que emplean todas sus fuerzas en la batalla. Quizá pensó que su propia muerte era lo peor que podía acontecer.

»Entonces cayó Gae. Lo vimos en el espejo de Anamara. Os vimos a Eldor y a ti, y a los demás, acorralados en el palacio en llamas, y dejamos de mirar. Era noche cerrada, no tardaría en amanecer. Lohiro nos dejó sentados en la biblioteca, y no sé si se dirigió a su estudio o a los sótanos. Tampoco importa mucho.

»Aquél fue un día amargo para nosotros, Ingold. Todo el día estuvimos buscándote en los cristales, Anamara, Hasrid y yo, y no encontramos el menor rastro. Te dimos por muerto.

—Podría haberlo estado —suspiró Ingold—. Había cruzado el Vacío. Estaba en otro universo con el príncipe Tir. ¿Me buscó Lohiro?

Thoth se encogió de hombros.

—Eso no lo sé. Nadie lo vio en todo el día. Al atardecer se habló de ir a defender Karst. Habíamos visto que se estaban reuniendo allí todos los refugiados y sabíamos que los Seres Oscuros atacarían, y que el único mago que había en muchos kilómetros a la redonda era Bektis. Todavía estábamos pensando en ello cuando cayó la noche.

El viejo cronista guardó silencio, y sus extraños ojos amarillentos parecieron más pálidos y distantes. Bajo el suave resplandor azul se habían reunido a su alrededor muchos de los magos. Guardaban silencio y sólo se oían sus respiraciones contenidas. Ingold tenía la boca apretada y el rostro muy pálido, como si estuviese sufriendo un dolor interior insoportable. Al mirarle, Rudy volvió a ver las ruinas de la pequeña y pacífica ciudad, sintió el dulce olor otoñal de las viñas que habían crecido salvajes sobre piedras multicolores y oyó el acompasado susurro del mar.

—No sé a qué hora se convirtió Lohiro en un Ser Oscuro —siguió diciendo Thoth con voz cansada—. Sólo sé que a medianoche seguíamos reunidos en la biblioteca, discutiendo lo que debíamos hacer. Entonces los muros temblaron con los ecos de una explosión que sacudió los cimientos de la torre, como si la tierra hubiera reventado bajo nuestros pies. Creo que me levanté, pero nadie tuvo tiempo de moverse. Las puertas de la biblioteca estallaron, y vi a Lohiro enmarcado entre ellas, con los ojos vacuos y ausentes. Tras él se alzaba un muro hirviente de Seres Oscuros como no he visto jamás. Pero era el archimago: detentaba los Hechizos Maestros sobre todos nosotros. —Thoth sacudió la cabeza con tristeza—. Y todo acabó.

»Creo que Anamara intentó luchar contra él. Vi por un momento su rostro brillar con fuerza en la oscuridad, pero supe que si Lohiro había tomado la esencia de la Oscuridad, no había esperanza. Por eso, mientras aquel terrible torbellino de Poder inundaba la biblioteca, me convertí en una serpiente, la criatura más insignificante y rápida en que pude pensar. Mi percepción de lo que ocurrió después no es humana. Sólo recuerdo oscuridad, gritos, fuego y explosiones. La torre se hundió bajo nuestros pies. Lohiro se transfiguró en un Ser Oscuro y se perdió en la noche. Recuerdo haber visto que la Oscuridad se apoderaba de la ciudad y que por todos lados surgían columnas de humo negro y fuego. Hasrid se había convertido en dragón, y otros adoptaron diferentes formas para luchar, pero el poder de Lohiro y los Seres Oscuros los confundió por completo, aunque a mí ya no me importaba nada. Era una insignificante culebra, con los miedos y apetitos de una de ellas. Me escondí entre los escombros y esperé la llegada del día.

Se volvió a hacer el silencio. Entre las pálidas sombras azuladas, Rudy vio que algunos de los magos reunidos tenían los ojos llenos de lágrimas por el archimago, por el mundo que corría peligro de desaparecer, por la destrucción de la ciudad con la que todos habían soñado. Pero las lágrimas de Ingold se habían agotado en las montañas de la cordillera Marítima, y su rostro sólo tenía una expresión ausente y cansada.

Los ojos dorados de Thoth volvieron al presente.

—¿Alguna vez has pasado mucho tiempo en otro ser, Ingold?

Ingold asintió. Nadie hizo el menor movimiento.

—Entonces comprenderás que, después de aquello, el tiempo significara muy poco para mí. No sé cuánto tardé en salir de la cordillera Marítima. Los reptiles no cuentan los días. De algún modo sabía que era hombre y mago, pero en el fondo no me importaba. Quizás era una forma de llorar a los seres perdidos. Me ocultaba entre las rocas y los matorrales. Yo no era nada, nada, pero en realidad debía saber que era un hombre, porque viajé lentamente hacia el este, y estaba en medio del desierto cuando brotó en mí el ansia de buscar la Fortaleza de Dare, en el paso de Sarda. Era el anhelo de un hombre, mucho más intenso que cualquier cosa que una serpiente pueda sentir. Y era tal la fuerza de la llamada, que supe que sólo podía ir hasta allí como hombre. Y así fue como recobré mi naturaleza humana. Entonces no sabía que eras tú quien me llamaba, mi buen amigo.

Ingold suspiró.

—Quizás hubiera sido mejor que hubieras mantenido el vientre pegado al suelo, hombre serpiente.

Algo parecido a una sonrisa, una única línea, fina como un corte de navaja, apareció en la comisura de la boca seria y alargada de Thoth.

—Así es más fácil sobrevivir —respondió—, pero la compañía acaba siendo aburrida. Sin embargo, me llevaré a la tumba el horror que me hizo pasar una de esas malditas zancudas de pico de sable.

—Sí —comentó Ingold con gesto ausente—. Recuerdo que yo tuve pesadillas con perros durante muchos años.

—¿Eh? —graznó una voz. Nan, la hechicera, apareció de repente en medio del círculo, con ojos centelleantes de malicia—. Entonces, ¿quieres que te prepare una buena sopa de moscas, hombre serpiente? ¿Y tú quieres unos ratoncitos, don gato? ¿O preferís quedaros aquí hablando hasta morir de hambre?

—¡Madre! —dijo Kara, horrorizada—. ¿No sabes quién es?

—Sé quién es, niña —repuso la vieja secamente—. Y os digo que es mejor que comáis algo antes de seguir con bravuconadas y hazañas de guerra. —Su estatura y la espalda encorvada la obligaban a torcer la cabeza para hablarles. Rudy pensó que sólo le faltaba un gorro y una escoba.

—Gracias —dijo Ingold con tono grave—. Tu preocupación por nosotros me llega al corazón.

—¡Bah! —gruñó la anciana, y se alejó hacia el cubículo donde aparentemente se encontraba la cocina comunal. Al llegar al umbral se dio media vuelta y alzó la gran cuchara de madera que llevaba en la mano. El cabello gris desgreñado caía sobre sus huesudos hombros y sus ojos centelleaban hundidos en el enjuto rostro—. ¡Con que al corazón! ¡Los magos no tienen corazón! Y digo la verdad, porque yo lo soy y no tengo más corazón que un grajo.

Sin más, desapareció en la cocina.

—Alwir está financiando a la Asamblea de los Magos del mismo modo que a la guardia —explicó Jill mientras Kara, su madre y una muchacha de cabellos rojos les servían un plato de gachas y estofado de carne de una olla común—. Bektis sigue comiendo en el Sector Real. Supongo que la comida es mejor, pero me imagino que luego bajará con Alwir. —A través de la mesa sonrió a Alde, que estaba sentada entre Rudy y el príncipe Tir sobre un montón de pieles de bisonte y mamut, compartiendo la fiesta improvisada de los magos. El fuego crepitaba alegremente en el hogar. Era la única iluminación de la sala, y teñía de un brillante rojo anaranjado los rostros de los presentes.

Sentado junto a Alde, Rudy pensó que si se descuidaba iba a ponerse a ronronear como un gato. Era la primera vez en más de dos meses que iba a irse a dormir sin hacer primero una guardia de cuatro horas. Se había bañado, lavado y puesto ropa limpia, y sólo eso hubiera sido suficiente para hacerle feliz. Pero además estaba con su amada y entre los suyos, por fin, y acababa de culminar un viaje del que no pensaba que fuera a volver. Iba a resultarle extraño dormir bajo techo.

Su mano buscó la de Alde entre las pieles. Ella le miró por el rabillo del ojo y sonrió.

Rudy la observó de perfil, y vio que Alde había cambiado, parecía más segura de sí misma. «Menos guapa y más hermosa», fue el absurdo pensamiento que acudió a su mente. Jill también había cambiado. La delgada joven, como un adolescente despeinado, estaba sentada en el suelo junto a la silla de Ingold. Parecía haberse suavizado, aunque su cuerpo era más fuerte y fibroso que nunca. Sus ojos tenían una nueva dulzura, pero en su boca había una nueva firmeza que hablaba de experiencias amargas y sufrimiento.

«Qué demonios —pensó—. Todos hemos cambiado. Hasta el viejo Ingold».

Quizás algún día el anciano recuperase el sereno humor con que siempre se había enfrentado al mundo. Rudy sabía que en Quo se había roto algo en su interior que todavía no había cicatrizado del todo. Después de la primera avalancha de abrazos e intercambios de información, Ingold había vuelto a mostrarse abatido. Habló poco a lo largo de la cena, aunque no era ése el caso de los demás. Se habían contado muchas anécdotas, acontecimientos y aventuras, y Rudy, Jill y Alde apenas habían parado de hablar.

De vez en cuando los ojos del anciano vagaban de rostro en rostro, como si quisiese ir conociendo al extraño grupo de sus compañeros: adivinadoras y hechiceras, muchachos con poderes que apenas conocían y curanderos, además del único superviviente de Quo, un ermitaño de edad indefinida y un joven melenudo californiano que se había unido a su destino por casualidad. Aquéllas eran sus fuerzas, los únicos magos que quedaban en el mundo.

«Tampoco es tan extraño que tenga esa cara», pensó Rudy.

—Muy bien —dijo Ingold por fin tras una tranquila y cálida sobremesa mientras apretaba ligeramente la mano que desde hacía un rato descansaba sobre el hombro de Jill—. Ahora quiero que me enseñéis todas esas maravillas que habéis encontrado.

Jill y Alde se levantaron como movidas por un resorte.

—Están aquí detrás —dijo Jill, e hizo un gesto hacia una puerta lateral—. Por ahí se va a la habitación donde encontramos la escalera que conduce a los laboratorios. Normalmente la mantenemos cerrada con llave. Hemos guardado allí todo… —Casi todos los congregados ya habían visto el contenido de los laboratorios y almacenes, y permanecieron en la sala común. Sólo Thoth, Kta y Kara siguieron a Rudy, Ingold y las dos chicas a un reducido y polvoriento cubículo que daba paso a un almacén. Allí, en una gran mesa, se encontraban los misterios rescatados de los laboratorios. Al entrar en la habitación se vieron envueltos en un suave resplandor azul de luz mágica. Evidentemente, las salas de la Asamblea de los Magos eran las únicas de la Fortaleza que gozaban de buena iluminación. La mesa estaba cubierta de frascos, cajas, burbujas de cristal, extraños aparatos de oro y cristal, estructuras hechas con tubos de metal, objetos de formas sinuosas y montones de poliedros de cristal blancuzco.

—Esto es lo que más nos intriga —dijo Jill mientras tomaba uno de aquellos pequeños objetos y se lo lanzaba a Ingold—. Los encontramos por todos lados… Bajo las máquinas de la sala de bombeo, amontonados en los almacenes y en los jardines de hidrocultivos. Y hasta el momento, para lo único que han servido es para que Tir juegue con ellos.

—Ya veo —dijo Ingold mientras daba vueltas al poliedro entre sus dedos, como si intentara evaluar su peso y proporciones. De repente, su interior comenzó a iluminarse con una luz blanca y suave que bañó el rostro curtido del anciano. Entonces se lo lanzó a Jill, que lo cogió con manos inexpertas. Estaba frío.

—¡Son bombillas! —exclamó Jill como hipnotizada—. ¡Oh…, es preciosa! Pero ¿cómo se encendían y apagaban? ¿Cómo funcionan? —Jill miró a Ingold con el fino rostro iluminado por el resplandor del objeto que tenía entre las manos.

—Supongo que simplemente las tapaban cuando querían estar a oscuras —dijo Ingold—. Los cristales poseen un encantamiento para conservar la luz durante mucho tiempo, y es muy sencillo encenderlos. Cualquiera que tenga el menor poder mágico puede hacerlo.

—Hmmm… —Rudy cogió de la mesa uno de aquellos cristales blancos y señaló una de sus caras—. No sé cómo no lo adivinaste, Jill. Aquí pone «cien vatios».

—Dale una bofetada de mi parte, Alde. Pero la verdad es que debería habérmelo imaginado, porque no dejaba de preguntarme cómo iluminaban la Fortaleza en los tiempos antiguos. Y en los subterráneos están los jardines de hidrocultivos, docenas de ellos, sin ninguna fuente de iluminación aparente…

—¿Nunca has cultivado marihuana en un armario? —preguntó Rudy tontamente.

—Donde yo vivía lo único que se cultivaba en armarios eran champiñones. Lo importante es que con este tipo de luz podemos volver a poner los jardines en funcionamiento. Con los hidrocultivos podríamos producir grandes cantidades de alimentos en un espacio mínimo, y ahí abajo la temperatura es perfecta.

—Se podría extraer energía de las bombas para calentar los tanques —añadió Rudy—. Y para calentar agua, por ejemplo.

—Sí, pero todavía no hemos conseguido encontrar la fuente de energía.

—Seguramente está oculta por sortilegios —intervino Ingold—. Supongo que las bombas funcionan de forma similar a los poliedros, y que los magos de la antigüedad podían alterar la esencia de los materiales y conformarlos para contener cualquier cosa, luz, o alguna otra energía, durante largos períodos.

Jill le miró con gesto pensativo.

—¿Quieres decir que toda la Fortaleza funciona como si fuera una especie de brasero?

—Básicamente, sí.

—Fantástico —dijo Rudy mientras curioseaba entre los diferentes objetos expuestos en la mesa.

Con gesto tímido, Alde cogió el cristal encendido de las manos de Jill.

—¿Sabes lo que esto significa? —preguntó con voz suave—. Significa que se acabó el recorrer los pasillos a oscuras, que ya no hay que temer los incendios…

—Significa —intervino Jill— que ya no tendré que dejarme los ojos para leer libros a la luz de una lamparilla de aceite. Eso es lo que significa. —Iba a coger otro de los pequeños poliedros de la mesa cuando se quedó como petrificada—. ¿Qué demonios…?

Rudy se volvió hacia ellos con el rostro resplandeciente de orgullo. Había montado cuatro o cinco de los extraños objetos que Alde había subido del laboratorio. Ahora encajaban perfectamente entre sí, formando algo que parecía un rifle.

—¿Qué es eso? —Alde se acercó a Rudy y se puso a mirar el cañón con la despreocupación de quien no ha visto jamás un arma de fuego.

Instintivamente, Rudy levantó el cañón hacia el techo para no apuntarla con él.

—Es un… un… —No había en la lengua wathe ninguna palabra que lo describiera—. Dispara cosas por este agujero.

—¿Qué dispara? —preguntó Jill presa de la excitación mientras acariciaba la gran burbuja de cristal que encajaba en la suave forma de la culata—. ¿Qué tipo de proyectiles serán?

—No lo sé, pero me lo imagino —dijo Rudy mientras se echaba el artefacto al hombro como si fuera a desfilar—. Yo creo que lanzaba fuego. ¿Qué otro tipo de arma podría usarse contra los Seres Oscuros?

—¡Es un lanzallamas! —Aquella palabra sí existía en wathe.

—Sí. Y apuesto lo que quieras a que también funciona con magia.

—¿Quieres decir que ese… lanzallamas lanza fuego por la punta? —intervino Alde, entusiasmada.

—Se dirige con ese tubo hueco —explicó Ingold mientras examinaba el arma con dedos diestros—. Así la llama puede llegar mucho más lejos de lo que un mago podría lanzarla. Pero ¿cómo alimentarían la llama?

—No lo sé —dijo Rudy con voz temblorosa y excitada—, pero si hay un laboratorio ahí abajo, voy a averiguarlo. ¡Ingold, piénsalo! Toda esa gente que puede llamar al fuego, o encontrar objetos perdidos, todos los que no han desarrollado su poder por miedo al castigo de la Iglesia y a la incomprensión, podrían formar un cuerpo de lanzallamas. ¡Es la solución! ¡El viaje hasta Quo era innecesario! ¡La respuesta estaba aquí desde el principio!

—Si ésa era la respuesta —intervino Thoth con voz seca—, ¿por qué no se utilizó contra los Seres Oscuros hace tres mil años? —Rudy, desconcertado, no supo qué decir. El cronista de Quo entrelazó sus huesudos dedos. Sus ojos dorados brillaron en la penumbra—. En todas las investigaciones que realizamos en Quo nunca apareció mención alguna de que se hubiera utilizado algo como esto contra los Seres Oscuros. Mi teoría es que lo que tienes en las manos es un modelo experimental que no funcionó.

—O que no tuvieron tiempo de terminar —dijo Alde de repente—. Porque… Bueno, cuando Jill y yo descubrimos los laboratorios de abajo y las salas de las bombas, todo parecía haber sido abandonado a toda prisa, como si de repente hubieran tenido que huir y simplemente hubieran cerrado las salas sin tocar nada.

—Pero ¿por qué? —preguntó Kara, que había estado observando en silencio cómo Kta examinaba las cajas de pequeñas piedras preciosas.

—No lo sé —respondió Alde—. Pero juraría que a los magos-ingenieros que construyeron la Fortaleza les ocurrió algo. Yo diría que la Iglesia los encarceló o los mató. Si todo ocurrió de repente, puede que dejaran los lanzallamas abajo y no pudieran volver a terminarlos.

—Pero eso hubiera sido absurdo por parte de la Iglesia.

—También lo fue encerrarme a mí en los sótanos de Karst en vísperas del ataque de los Seres Oscuros —señaló Ingold agriamente—. Pero se trata de fanáticos… o, en este caso, al menos de un fanático.

Se produjo un incómodo silencio. Rudy se aclaró la garganta.

—¡Eh…! ¿Qué posibilidades hay de que eso vuelva a suceder?

Los ojos de Ingold chispearon de malicia.

—¿Preocupado?

—No. Quiero decir, sí. Quiero decir…

—No tienes por qué estarlo… todavía. Ahora Alwir piensa que podemos serle útiles, y que nos necesita si quiere que triunfe la ofensiva contra las madrigueras.

—¿Qué? —preguntó Rudy—. Nosotros somos los únicos magos con los que puede contar, y sin ánimo de ofender, no somos gran cosa.

—Vamos a ver, Rudy —replicó Ingold pacientemente, y en su voz se percibía un eco de su antigua serenidad y control—. ¿Para qué podría ser perfecto un cuerpo formado por magos? Es evidente que para formar un servicio de inteligencia militar.

—¡Claro! —murmuró Rudy para sí.

—¡Ingold! —gritó la voz de Dakis, el juglar, desde el pasillo de acceso a la sala. Otras voces se añadieron a la suya—. ¿Mi señor Ingold?

Se oyó un rumor de faldas y la hechicera adolescente de cabellos rojos apareció en el umbral con los ojos muy abiertos.

—Mi señor Alwir está ahí fuera —dijo en voz baja—. También pregunta por mi señora Minalde.

Alde suspiró, y Rudy observó que se abrazaba a sí misma ligeramente. Un levísimo pliegue de cansancio apareció en los bordes de sus ojos.

Rudy esbozó una sonrisa irónica.

—Hogar, dulce hogar —dijo en voz baja, y vio con alivio que ella también sonreía.

—¡Cógelo! —dijo Ingold mientras lanzaba a Rudy un poliedro de lechosa luz blanca. Encendió otro y se lo lanzó a Alde, y un tercero a la muchacha de cabellos rojos. Un halo de luz blanca los envolvió mientras salían de la habitación, seguidos de Kara, Kta y Thoth. Desde la sala común llegaban voces, y las risas se mezclaban con los sarcásticos cacareos de Nan y los límpidos acordes del laúd de Dakis. Ingold se acercó a la mesa, encendió un cuarto cristal y se lo dio a Jill.

—Gracias —dijo suavemente—. Lo has hecho muy bien.

Ella lo cogió, como había cogido en otra ocasión su báculo iluminado.

—Ingold…

—¿Sí, pequeña mía?

—Hace tiempo que quería preguntarte algo.

—¿De qué se trata?

Comenzó a hablar, pero se interrumpió confundida, incapaz de expresarse. Sus ojos pálidos e intolerantes tenían un extraordinario brillo azul a la luz del cristal. Lo que dijo quizás era lo que pretendía decir, o puede que no lo fuera.

—La noche del ataque de los Seres Oscuros, ¿me pediste que permaneciera a tu lado en las puertas por alguna razón?

Ingold guardó silencio durante un rato, sin hacer frente a la mirada de Jill.

—Sí —dijo finalmente—. Y creo que no tengo perdón por haberte pedido que me acompañaras. En primer lugar, fui yo quien te arrastró aquí, y no tenía ningún derecho a hacerte correr más peligros de los imprescindibles.

Ella se encogió de hombros.

—No importa.

—No sé —dijo él amargamente—. Dios sabe que ya lo he hecho más de una vez.

El tono de culpabilidad y autorreproche de su voz preocupó a Jill. Le tomó la mano con la que tenía libre y la apretó para atraer su mirada.

—Tú haz lo que tengas que hacer —le dijo dulcemente—. Sabes que te seguiré al fin del mundo.

—Ésa es precisamente la razón de que te lo pidiera —dijo el anciano con voz repentinamente tensa. Pero era una tensión que procedía de su interior, y su tono volvió a suavizarse—. Eras la única persona en la que podía confiar, Jill. Sabía que jamás huirías.

—Eso es tener mucha confianza —dijo Jill quedamente— en alguien a quien sólo conoces desde hace un mes poco más de dos meses.

Ingold asintió.

—Pero hay veces, querida mía, que creo que te he conocido desde siempre.

Mago y guerrera permanecieron en silencio durante un instante más, con los dedos entrelazados. Jill veía en sus ojos las huellas del viaje: dolor y soledad, y apenas el fantasma de la antigua serenidad que le caracterizaba. Y percibió en él también una emoción que era nueva.

Jill no supo qué había leído él en sus ojos, pero le hizo apartar la mirada rápidamente y pasarle el brazo por los hombros. De esta forma, la condujo despacio por el pasillo hacia las voces y la luz.