El fuego iluminaba las piedras del arroyo y hacía vibrar las cuerdas del arpa de Rudy. Respetaba la orden de Ingold de no tocar, pero noche tras noche, en la desapacible oscuridad del desierto, se sentía impulsado a desempolvarla y palpar en silencio sus cuerdas. Aprendió a identificarlas del mismo modo que se había familiarizado con las runas; cada nota en su secuencia, cada una con su distinta belleza y su distinto uso.
Al otro lado del fuego, Ingold permanecía en silencio, como durante los cinco días últimos.
A pesar de todo, Rudy prefería el silencio del viejo a su amargo sarcasmo o a la desgarradora descortesía con la que respondía a cualquier comentario consolador sobre lo que había sucedido en Quo. Si en algún momento Rudy había dudado de que la naturaleza de Ingold tuviese su lado cruel, aunque debía tenerlo en su juventud, ahora ya no le cabía ninguna duda. Hubo días en que, si Rudy no hubiese temido al viejo, le habría dicho que se fuera al infierno y que le dejase en paz, pero no existía lugar alguno a donde ir en medio de la helada y desierta llanura.
El invierno caía con todo su peso sobre las planicies. El cielo y la tierra parecían de hierro, el avance era lento y la caza pobre. Rudy se encargaba prácticamente de todo. Él era quien pasaba horas arrastrándose entre los matorrales para conseguir carne que Ingold ni siquiera tocaba. Él fue quien limpió la sangre de Lohiro de la túnica del viejo y quien remendó los desgarrones de su manto. Si Ingold comía era porque Rudy le obligaba; y si hablaba, lo hacía con una amargura impersonal muy cercana al desprecio. Parecía retirarse cada vez más hacia alguna remota parte de sí mismo, atrincherándose en un infierno privado de culpa, pesar y dolor.
«¿Y por qué no?», se decía Rudy. Su mente retornaba a la ciudad rodeada de encantamientos a orillas del océano Occidental y al cadáver del archimago de cabellos dorados, renegrido como un tizón. «¿Quién iba a pensar que Lohiro no tenía la respuesta? Quizá la sabía, pero no pudo dárnosla cuando los Seres Oscuros liberaron su mente».
«Eso, si lo habían liberado realmente».
«¿Y si Ingold no le hubiese dejado morir y le hubiese salvado la vida?», siguió preguntándose.
Rudy volvió a mirar al mago a través del fuego. Ingold seguía con la mirada fija en las llamas que se multiplicaban en sus ojos fríos. Se le veía viejo, exhausto y desgastado, con la despeinada melena blanca agitándose alrededor de sus mejillas hundidas y sus ojos melancólicos. Fuera, en la oscuridad, tan sólo se escuchaba el aullido agudo y lastimero de un coyote, como el llanto de un alma errante en mitad de aquella inmensa soledad. Las nubes se había retirado, la luna llena brillaba en el firmamento sobre el perfil abrupto de las colinas. Rudy se preguntaba qué vería Ingold en el fuego.
¿Contemplaría Quo a la cálida luz del último verano, ignorante del horror que latía en sus entrañas? ¿O los ojos inexpresivos de Lohiro? ¿Pensaría en lo que podía haber ocurrido si les hubiera advertido del peligro? ¿O acaso veía la Fortaleza de Dare, negra bajo las remotas y gélidas estrellas, ahora que los magos del mundo podían contarse con los dedos de una mano?
«Ingold, Bektis, Kara y su madre, y yo», contó Rudy sombríamente. «¿Qué posibilidades podemos tener contra los ejércitos de la Oscuridad? ¿Qué posibilidad tiene nadie?».
No era extraño que Ingold guardase silencio, como un fantasma de los caminos.
Sólo de vez en cuando se dignaba Ingold darle alguna lección de magia. Durante muchos días aquélla fue la única comunicación entre los dos hombres, pero sus enseñanzas eran como todo lo demás, secas, amargas y crueles. Parecía importarle muy poco que Rudy pudiese aprender algo. En realidad, aquellas lecciones no eran para él más que una forma de olvidar por un rato el horror que había vivido. Ponía a Rudy a prueba con inexplicables ilusiones, o se envolvía en un conjuro de enmascaramiento y dejaba que Rudy lo buscara. Llegó a vendarle los ojos al joven durante dos días, obligándole a confiar en sus otros sentidos mientras caminaban en silencio. Sin previo aviso, desencadenó una tormenta de viento, lluvia y trueno en la que Rudy debía sobrevivir o perecer. Con desprecio, sarcasmo y cubriéndolo de insultos, hizo al joven aprender hechizos de gran poder y le enseñó numerosas trampas y terribles secretos.
Cuando le enseñaba algo, Ingold le hablaba como si fuera un extraño. Por lo demás no se molestaba en hablar.
Rudy seguía ejercitándose con el arpa. Ya había conseguido sacar algunos acordes, y su sonido parecía correcto. «Un arpa mágica —pensaba—. Un arpa hecha en la Ciudad de los Magos». Quizá fueran los mismos encantamientos que la habían protegido de la destrucción los que hacían que estuviera siempre afinada. Delicadamente, primero punteando la melodía y después acompañándola con inseguros acordes, fue aprendiendo a tocar las baladas más bellas y tristes de Lennon y McCartney, con la mente y el cuerpo volcados sobre ella, los ojos fijos en el fuego y la luz de las estrellas prendida de las cuerdas metálicas. La música era limpia, pura y delicada. A menudo Rudy se sentía ignorante e indigno de poner sus manos en tan refinado instrumento.
Los coyotes gemían de nuevo formando un coro lastimero que flotaba en el viento nocturno. Rudy levantó la vista y vio que Ingold había desaparecido. La luna había salido. No había rastro de Seres Oscuros ni de ninguna otra criatura, excepto las que habitualmente poblaban aquellas extensiones desiertas. En un rincón, Che dormitaba apaciblemente.
Dejó el arpa a un lado y examinó lenta y cuidadosamente el campamento. La seguridad era absoluta dentro de los anillos mágicos de protección y enmascaramiento. El báculo de Ingold había desaparecido y también uno de los arcos.
Seguir a un mago bajo la luz de las estrellas era extremadamente difícil, pero el brutal entrenamiento a que le había sometido Ingold había sido muy provechoso. Rudy reparó en una ramita doblada y en unos granos de arena removidos. Se ciñó la espada y recogió el báculo rematado por una media luna que había pertenecido a Lohiro, el archimago. Salió del círculo de encantamientos que protegían el campamento, se detuvo un instante y formuló un conjuro de protección adicional. Se había alejado unos cuantos metros cuando miró atrás y comprobó que no se veía rastro del burro, de la hoguera ni de los equipajes.
Avanzó como un fantasma a través de la tormentosa oscuridad. Desplegó sus sentidos en todas direcciones y poco a poco fue encontrando pistas apenas perceptibles dejadas involuntariamente por Ingold, como un cambio de dirección brusco en las huellas de un zorro o el roce de una capa sobre una roca. No se oía ningún ruido, ni se veía nada en movimiento en todo aquel vasto horizonte rocoso. Pero sus ojos se volvieron en dos ocasiones hacia una forma negra agazapada donde los cantos rodados interrumpían el brillo plateado de la llanura arenosa. Estaba lejos de la pista de Ingold, y no había rastro del mago entre aquel grupo de rocas. Pero las largas jornadas de meditación le habían dado la capacidad de distinguir lo vivo de lo carente de vida. Y en una ocasión, cierta noche de tormenta en el desierto, vislumbró la figura del alma de Ingold, cosa que no olvidaría jamás.
Sin embargo, tuvo que acercarse mucho para estar seguro.
Acechó a Ingold como un soplo de viento en la noche, igual que acechaba a los huidizos conejos, pues para entonces ya tenía una notable experiencia como cazador, y antes de llegar a las rocas vio moverse a Ingold: tan sólo un leve movimiento de cabeza y el destello de uno de sus ojos amargados en la oscuridad. A continuación el anciano apartó la mirada de nuevo sin mostrar el menor interés.
Rudy salió de entre las sombras.
—¿Piensas volver esta noche al campamento?
—¿Te importa mucho?
Rudy se apoyó en su báculo, molesto por la arrogancia de su amigo.
—Hombre, si se te zampan los Seres Oscuros me gustaría enterarme.
—No seas imbécil. En este momento es más fácil encontrar violetas que Seres Oscuros en este desierto. ¿O es que no te has dado cuenta?
—Sí. Me he dado cuenta. —Hablaban en susurros, sus cuerpos mezclados con las rocas y la sombra. Cualquiera que hubiera pasado a dos metros de distancia no hubiera reparado en ellos—. Pero no me considero mucho más inteligente que los Seres Oscuros.
—¿Qué pasa, Rudy? —se burló Ingold—. ¿Crees que no puedo enfrentarme a ellos?
—No, no lo creo —dijo Rudy. El mago apartó el rostro con manifiesto desinterés y continuó acariciándose la barba—. Lo que creo es que en el fondo te encantaría que te devorasen —continuó Rudy fríamente—. De esa forma no tendrías que volver para contarle a Alwir que todo fue un fracaso ni tampoco perderías tu prestigio por haber abandonado.
Ingold suspiró.
—Si piensas que puedo sentir algo tan ridículo como eso ante alguien tan insignificante como Alwir, tu sentido de la proporción es casi tan pobre como tu destreza con el arpa. —Sin rastro de emoción alguna, concluyó—: Sí, vuelvo esta noche.
—Entonces, ¿por qué has cogido un arco?
Ingold no respondió.
—¿O piensas que a partir de aquí puedo hacerme yo cargo de todo?
—Eso es cosa tuya —le espetó el anciano secamente—. Ya tienes lo que querías. Ya eres mago. O tan mago como yo he podido hacerte. Ahora vuelve tú y dedícate a jugar a los políticos con Alwir. Vuelve y sigue manteniendo la ilusión de que la magia te da el poder o el derecho de alterar los acontecimientos. Vuelve para ver morir a los que quieres, por tu propia mano o por culpa de tus malditos manejos, y verás cómo te sientes dentro de sesenta y tres años. Pero hasta entonces no te quedes ahí sentado cómodamente juzgándome a mí o a mis actos.
Rudy se cruzó de brazos y miró en silencio al viejo bajo la luz de las estrellas. Entre las sombras de su capucha, el rostro de Ingold parecía una escultura de huesos, magulladuras y cicatrices enmarcada por una áspera melena de sucio pelo encanecido.
«Así que otra vez quieres retirarte al desierto como un ermitaño —pensó Rudy—. ¿Y por qué no? Estamos perdidos. Los magos han perecido. Y ya no sabremos nunca si Lohiro sabía algo que pudiera ayudarnos, si es que en realidad los Seres Oscuros habían liberado su mente».
—Entonces, ¿qué les digo a los de la Fortaleza? —preguntó Rudy con voz melosa.
Ingold se encogió de hombros.
—Lo que te apetezca. Diles que me mataron en Quo. De todas formas, no sería del todo mentira.
—¿Y le digo lo mismo a Jill? —continuó Rudy con voz vibrante de indignación.
El viejo levantó la vista y Rudy vio furia y vida en sus ojos, por primera vez desde hacía varias semanas.
—¿Y qué tiene que ver Jill?
—Tú eres el único que puedes devolverla al mundo al que pertenece —dijo Rudy despacio, y empezó a darse cuenta de la rabia que le poseía—. Tú eres la única persona en el mundo que puede atravesar el Vacío, y tú eres el responsable de que ella llegara a este mundo. No tienes derecho a dejarla encerrada aquí para siempre.
Rudy sintió cómo la rabia y alguna otra emoción indefinible surgían en el corazón del viejo y rompían el caparazón de fría pasividad en que había quedado atrapado desde Quo. Pero, igual que su dolor, la cólera de Ingold era silenciosa e interior.
—Quizá Jill prefiera quedarse en este mundo —dijo con voz extrañamente tensa.
—¡Y una mierda! —exclamó Rudy—. A mí me da absolutamente igual, pero ella tiene su vida allí, con una profesión y un sitio en su mundo. Si se queda aquí, nunca será nada más que un soldado de a pie. Y eso hasta que los Seres Oscuros, el frío o la próxima guerra estúpida en la que Alwir decida meter al reino acaben con ella. Esa mujer es mi amiga, Ingold, y no voy a permitir que la dejes aquí atrapada en contra de su deseo. No tienes ningún derecho a hacerlo.
El mago suspiró y la vida pareció volver a abandonarle, despojándole incluso de su amarga ironía.
—No, tienes razón —dijo el mago, mientras hundía la cabeza lentamente entre las manos—. Supongo que debo volver. Aunque sólo sea por eso.
Rudy iba a decir algo más pero soltó el aire sin pronunciar las palabras. La ira de Ingold le había desconcertado y su repentina capitulación le enfurecía incluso más. En el corazón de Ingold acababa de romperse un nudo amargo, un odio hacia sí mismo que le confería cierta fuerza. Y ahora ya no había nada.
—Estaré en el campamento —dijo Rudy sin levantar la voz.
Ingold asintió con la cabeza sin alzar los ojos del suelo. Rudy le dejó allí y regresó siguiendo su propio rastro invisible. Al rato volvió la vista atrás y vio que el viejo no se había movido. La oscura silueta apenas se distinguía de las rocas, como una más de las formas oscuras e indefinidas de la noche. Mientras reanudaba el camino hacia el campamento, Rudy pensó que no había visto en toda su vida a nadie tan solo y desgraciado.
—¿Crees que habrá alguien dentro?
La luna bañaba la aldea que tenían delante. Una sucesión de chozas de adobe se extendía hacia el alcor que se alzaba a espaldas del camino. El lejano rumor del agua y las abundantes palmeras indicaban el curso del río que bajaba de las montañas. Muchas casas parecían haber sido destrozadas por los Seres Oscuros, pero no parecía que hubiese sido recientemente. «¿En el primer cuarto de la luna de otoño?», se preguntó Rudy. Habían aprovechado la mayoría de los escombros para reforzar las casas que habían quedado en pie, convirtiéndolas en pequeñas fortificaciones separadas, cubiertas de arriba abajo de pinturas y símbolos religiosos. Sobre la más cercana se veía la representación de una mujer que pisaba el cuello de un diablo jorobado. Su mano izquierda se alzaba contra una bandada de Seres Oscuros, incorrectamente representados con forma pisciforme, mientras protegía a una muchedumbre de fieles suplicantes bajo su manto. A la suave luz de la luna, la pintura adquiría una belleza primitiva. Los colores no se distinguían con claridad, pero las siluetas de las figuras eran sorprendentemente claras. Por alguna razón, a Rudy le vinieron a la memoria las runas trazadas en los portones de la Fortaleza.
—Posiblemente —replicó Ingold en respuesta a su pregunta—, aunque no creo que nadie vaya a abrirnos la puerta a estas horas de la noche.
—Entonces, habrá que ir a la iglesia —suspiró Rudy, y se puso en camino a través de las sombras de las angostas calles. Ingold le seguía como un fantasma. «Se diría que el veneno está desapareciendo de sus venas», pensó Rudy. Aunque apenas hablaba, ahora parecía saber con quién lo hacía. De todos modos, Rudy echaba de menos su humor, el malicioso fatalismo de su actitud y aquella escueta sonrisa burlona que hacía cambiar su rostro de forma indescriptible.
Como quiera que fuese, cuando alcanzaron la iglesia, Ingold sorprendió a Rudy yendo a la cabeza por el camino. Había una estrecha celda en la parte posterior de la estructura fortificada y el anciano golpeó la pesada puerta. Se escuchó movimiento en el interior y el ruido de los cerrojos al descorrerlos. La puerta se abrió para darles paso y se cerró rápidamente tras ellos.
Un sacerdote joven, menudo y rechoncho, con una vela en su mano, los invitó a entrar.
—Sed bienvenidos… —empezó diciendo, pero al ver el rostro de Ingold, el color desapareció del suyo.
El repentino silencio del sacerdote sacó de sus pensamientos a Ingold, que miró con curiosidad al joven.
—Eres tú —susurró el sacerdote.
Ingold frunció el entrecejo.
—¿Nos hemos visto antes?
El sacerdote apartó la mirada precipitadamente y dejó la vela sobre la mesita de la habitación con movimientos nerviosos.
—No, no, claro que no. Por favor, sed bienvenidos a esta casa. Es muy tarde para viajeros… como vosotros. —Atrancó la puerta y Rudy pudo ver cómo temblaban sus manos—. Soy el hermano Wend —dijo mientras volvía hacia ellos un rostro excesivamente serio para un hombre de unos veinte años. Llevaba la túnica gris de siervo de la Iglesia y la cabeza afeitada, pero a juzgar por el color de sus cejas y por sus sinceros ojos castaños, Rudy supuso que debía de tener el pelo negro o castaño como el suyo.
—Soy el sacerdote de este pueblo —dijo el hermano Wend tratando de disimular su nerviosismo y su miedo—. Me temo que ahora soy el único. ¿Queréis cenar?
—Ya hemos comido, gracias —dijo Rudy—. Sólo pedimos un lugar en el suelo para dormir y un establo para nuestro burro.
—Claro, desde luego.
El sacerdote los acompañó a los establos. Mientras Rudy acomodaba a Che para pasar la noche, puso al sacerdote al corriente de todo lo que podía decir: la retirada a Renweth, el ejército que quería formar Alwir, la caída de Gae y Karst y la destrucción de Quo. No mencionó que Ingold fuera mago, ni tampoco que él tuviese poderes mágicos. Después de intercambiar varias frases, Ingold fue a sentarse junto al pequeño hogar y meditó en silencio. Mientras Rudy y el hermano Wend charlaban en voz baja entre las sombras del cuarto, los ojos del joven sacerdote se clavaban en Ingold una y otra vez, como si intentara encajarlo en sus recuerdos, y era evidente que aquellos recuerdos le aterraban.
Rudy acababa de tumbarse a dormir cuando se oyeron golpes insistentes en la puerta. El hermano Wend se levantó sin prisa y desatrancó los cerrojos. Dejó pasar a dos niñas de ocho o nueve años, pelo arenoso y ojos avellanados como los de la gente de Gettlesand. Atropellándose al hablar, perfilaron una historia confusa sobre enfermedad y fiebre amarilla, sobre su madre y su hermanita Danila mientras tiraban de las mangas del joven e imploraban su ayuda con enormes ojos asustados. Wend asintió con la cabeza e intentó calmarlas. Luego se dirigió a sus invitados.
—Tengo que salir —dijo suavemente.
—Uno de los dos te abrirá cuando vuelvas —le prometió Rudy—. Ten cuidado.
Cuando se hubo marchado el sacerdote, Rudy se levantó para atrancar la puerta.
—¿Vas a dormir? —preguntó a la silenciosa figura que estaba sentada junto al hogar. Ingold, con la mirada fija en el fuego, negó con la cabeza distraídamente.
Rudy se apresuró a meterse entre sus mantas antes de que se enfriaran y utilizó como almohada uno de los pesados bultos que había acarreado desde Quo. Desde entonces aquélla era la única utilidad que habían tenido.
—¿Conoces al sacerdote de algo? —preguntó a Ingold.
El mago volvió a negar con la cabeza.
Rudy mantenía con Ingold diálogos, o más bien monólogos similares, desde hacía tres semanas. De vez en cuando obtenía alguna respuesta, normalmente a base de monosílabos, pero aquella noche estaba demasiado cansado para insistir. Cuando cerró los ojos, Ingold seguía meditando sobre lo que fuera que estuviese viendo en las llamas.
Rudy se puso a pensar en lo que él mismo había visto en el fuego últimamente. En su mayoría eran visiones de Minalde, dispersas pero agradables: peinándose a la luz de los rescoldos de su pequeño hogar; arrebujada en su túnica de lana, cantándole una canción de cuna a Tir, que gateaba por la habitación sombreada; sentada en el pequeño estudio de la sala de la guardia; leyendo en voz alta mientras Jill tomaba notas, rodeada de libros y tablillas, hacía algún comentario, y Alde sonreía. Y también tuvo la visión de una apasionada discusión de Alde con su hermano Alwir, que la miraba fríamente, con los brazos cruzados, negando con la cabeza. Aquellas imágenes se mezclaban con otras en la oscuridad: el nido vacío en medio del desierto; las ruinas de Quo; los ojos grandes y asustados del hermano Wend y su desconcierto cuando murmuró «eres tú».
—Sí —dijo la voz de Ingold, débil y cansada—, era yo.
Sorprendido, Rudy sintió en la boca la pesadez del sueño perdido y vio que el sacerdote había regresado. Ingold estaba atrancando la puerta; entre las sombras del fuego medio apagado, su túnica parecía teñida con sangre.
—¿Qué quieres de mí? —dijo el sacerdote con voz trémula.
El desafío y el terror se confundían en la voz del joven. Ingold lo observó un momento con los brazos cruzados.
—Está mejor, ¿verdad? —le preguntó Ingold.
—¿Quién?
—La madre de esas niñas.
El sacerdote se humedeció los labios nerviosamente.
—Sí, gracias a Dios.
Ingold suspiró y volvió a sentarse junto al fuego. Dijo:
—No fue sólo gracias a Dios. Al menos en el sentido que suele decirse. Las niñas no vinieron a pedir los sacramentos, aunque tú sabes tan bien como yo que la fiebre amarilla, cuando se manifiesta, suele ser mortal. Te pidieron que la curases, igual que curaste a su hermanita hace unos meses. —Se levantó, cogió el atizador y se puso a avivar el fuego—. Es así, ¿verdad?
—Fue la voluntad de Dios.
—Quizá te consuele decirlo, pero no lo crees. —El sacerdote se levantó como si se hubiera quemado—. Si lo creyeras, no me tendrías miedo —añadió Ingold.
—¿Qué es lo que quieres? —dijo Wend, angustiado.
Ingold dejó el atizador.
—Creo que lo sabes.
—¿Quién eres?
—Soy un mago. —Ingold se recostó en la pared, envuelto en sombras.
El sacerdote habló otra vez con su voz tensa y apasionada:
—Eso es mentira. Están todos muertos. Él lo dijo.
Ingold se encogió de hombros.
—Él también es mago. Se llama Rudy Solis, y yo Ingold Inglorion.
Rudy podía escuchar la respiración agitada del religioso, que tenía el rostro oculto entre las manos. Su cuerpo temblaba débilmente.
—Él dijo que habían muerto —repitió Wend con voz quebrada—. Y que Dios me perdone porque me alegré al oírlo. Es terrible, pero doy gracias al Señor por haberme librado de la tentación después de todos estos años. No tienes derecho a tentarme de nuevo.
—No —asintió Ingold con calma—, pero tú sabes tan bien como yo que Dios no puede librarte de la tentación porque la tentación está en tu interior y no tiene causas externas y la sentirás mientras vivas. Siempre aparecerá alguien buscándote para que le cures con tus poderes. Y en días venideros, cuando tu gente te pida que dibujes las runas protectoras en sus puertas para mantener a raya a los Seres Oscuros, ¿cómo podrás negarte?
El joven sacerdote alzó el rostro de entre sus manos.
—No lo haré jamás.
—¿No?
—No tengo ningún poder —musitó el sacerdote con desesperación—. Renuncié a él, lo sacrifiqué. No tengo ningún poder. —Miró a Ingold cara a cara, con los labios apretados y temblorosos—. Ese poder procede del diablo, el Señor de los Espejos. ¡Que Dios me ayude! La tentación me persigue, siempre lo hará. No venderé mi alma a cambio del Poder, ni siquiera para ayudar a quien lo necesite. Ese poder es diabólico. No haré ningún trato con el Maligno. Pero de repente soñé…, vi aquella ciudad que mi corazón ha añorado durante toda mi vida… Y tú estabas allí.
—¿Sabes el porqué de ese sueño? —La voz de Ingold era suave, inmaterial como las sombras. Un destello azul relampagueó en sus ojos.
—Era una llamada —susurró Wend—. Una petición de ayuda. Para que fuera a algún sitio…
—Para que fueras a la Fortaleza de Dare, en el paso de Sarda —dijo Ingold, y su voz profunda y calmada pareció llenar la habitación—. Para que nos ayudes a Rudy y a mí, y a todos los que acudan a la llamada, a derrotar a los Seres Oscuros.
—¿Para qué más? —El rostro del joven relucía sudoroso, y sus negras cejas contrastaban con la blancura de su cabeza rapada—. ¿Para entregarme voluntariamente al diablo? ¿Para que diga a mi obispo, si es que aún vive, que soy un apóstata? ¿Para que me acusen de herejía?
Rudy recordó un par de oscuros ojos acerados hundidos en un cráneo afeitado y pensó que el muchacho también tenía razón.
—No puedo —continuó Wend con un hilo de voz—. No puedo. ¿En el fondo qué es este mundo más que una ilusión? Al final seguirá su curso sin mí. Mi alma es todo lo que poseo, y si la pierdo, será para siempre.
Siguió un largo silencio. El sacerdote y el mago se miraban cara a cara a la trémula luz del hogar. Curiosamente, Rudy pensó que se parecían, envueltos en sus túnicas descoloridas. Recordó sus largos vagabundeos por las autopistas de California, arrastrado por anhelos inalcanzables, proscrito, incapaz de dar sentido a su vida con algo verdadero, real. Intentó imaginarse una vida entera luchando por realizar esos anhelos renunciando deliberadamente a los poderes mágicos. «El que es mago poseerá la magia…». Jamás podría renunciar a sus poderes. Ingold se levantó.
—Lo siento —dijo con calma—. Ya tienes suficientes tentaciones. Agravarlas más sería un pago injusto a tu hospitalidad. Nos iremos ahora.
—No. —El hermano Wend le sujetó por la manga cuando se disponía a levantar a Rudy, aunque un instante antes se hubiese cortado una mano antes que tocar al viejo—. Mago o diablo, no puedo echarte en una noche como ésta. Lo siento, pero he luchado demasiado tiempo contra estas cosas.
Ingold alargó la mano para apoyarla en el hombro del hermano Wend, pero el joven sacerdote se apartó bruscamente, retrocediendo entre las sombras hasta el fondo de la habitación, donde estaba su duro camastro. Rudy oyó el roce de las ropas al desnudarse. Ingold volvió a su asiento junto al hogar y adoptó de nuevo su actitud meditabunda. El silencio se adueñó de la estrecha celda mientras el fuego se debilitaba. Rudy no oía la respiración del hermano Wend, y comprendió que no estaba dormido.
—Y tenía razón —concluyó Rudy, cuando sacó el asunto a colación muchos días después—. ¿Recuerdas lo que decía siempre Govannin? «El diablo cuida de los suyos». Bien, pues parece que ya no es así. —La nieve caía en abundancia cubriendo los valles que habían tardado dos largos días en cruzar. Ante ellos se alzaban las negras montañas, atravesadas por blancos dedos de nieve y cubiertas por el manto de oscura vegetación. Una espesa masa de nubes ocultaba los picos más altos y desdibujaba el rocoso desfiladero del paso de Sarda.
A Rudy le ardían los pulmones. Sus largos y húmedos cabellos caían en pegajosos mechones sobre su rostro y el cuello del capote de búfalo. La media luna de su báculo brillaba suavemente. Le dolían los hombros por el peso del fardo de libros que había acarreado todo aquel largo camino desde Quo, pero su mente volaba como un águila en un torbellino de pensamientos.
«Por fin en casa».
Allí espera Minalde.
¿Y quién más?, o ¿qué más?
Ya estaba acostumbrado a llevar él solo todo el peso de la conversación.
—Me dijiste una vez que no debíamos olvidar que somos proscritos, pero eso era antes, cuando creíamos que el archimago nos ayudaría. Y ahora no tenemos nada; literalmente nada. Nadie se atreverá a declararse mago. Y no culpo a Wend por negarse a hacerlo.
—Ni yo.
Rudy miró a su alrededor, sorprendido por la respuesta. Ingold no hablaba desde hacía dos días.
Aún se sorprendió más cuando el viejo siguió hablando.
—De hecho, me extrañaría que apareciese alguien en la Fortaleza. Quizá Kara y su madre —añadió pensativo—, si es que todavía viven. Pero la oposición a la magia se habrá redoblado, y supongo que los que hayan oído mi llamada no serán capaces de superar el miedo a esa oposición. —Ingold se acercó a Rudy apoyándose en su báculo, encorvado bajo el peso de los libros, como un viejo mendigo. Apenas se veían sus ojos hundidos y cansados entre el borde de su capucha y la andrajosa bufanda. Pero al menos estaba hablando—. Quizás ahora comprendas que quisiese retirarme al desierto.
—Si te soy sincero, a juzgar por tu comportamiento en las últimas semanas, me vi tentado a dejarte que lo hicieras.
El mago bajó la cabeza.
—Lo siento —se disculpó con voz suave—. Te agradezco que hayas soportado el dolor de un viejo.
Rudy se encogió de hombros.
—Bueno —dijo sentenciosamente Rudy—, puesto que yo siempre he sido perfecto, supongo que puedo perdonarte.
—Gracias —contestó el mago con prosopopeya—. Eres muy amable, pero después de haberte oído tocar el arpa, me temo que hablar de perfección es un poco exagerado.
Sus ojos se encontraron. Rudy sonrió.
—De alguna forma tenía que vengarme.
Los ojos de Ingold se dilataron de inquietud.
—En ese caso me disculpo doblemente. Si lo hacías por desquitarte, mi conducta ha debido de ser verdaderamente execrable.
—¡Eh! —protestó Rudy.
—Es la primera vez en mi vida que me he alegrado de tener tan mal oído —dijo el mago, aunque Rudy sabía que no era cierto—. Hay que buscar el lado bueno de las cosas.
—Bueno, pues habrá que ver cuál es el lado bueno del encuentro con Alwir —dijo Rudy con gesto preocupado—, porque estoy seguro de que nos va a armar una buena cuando se entere de lo que pasó en Quo. —A continuación, con distinto tono le preguntó—: ¿Qué pasó en Quo, Ingold? —El viento hizo agitarse las copas de los árboles, pero sólo un soplo llegó hasta los dos peregrinos que avanzaban fatigosamente por la nieve. Las nubes bajaban de las montañas, tan grises y frías como las brumas que rodeaban Quo—. ¿Crees que Lohiro actuaba dominado por los Seres Oscuros, o era realmente uno de ellos?
—Creo que era un Ser Oscuro. Todavía no sé con seguridad si en realidad dejaron libre a Lohiro al final. Si fue así, podría haberlo traído de vuelta con nosotros. Por lo menos, tendríamos el beneficio de su sabiduría y habríamos averiguado qué habían conseguido desenterrar los magos antes de ser destruidos. Pero no podía correr el riesgo —dijo con cierta desesperación—. Era demasiado peligroso.
—¡Desde luego! —asintió Rudy—. Con todo su poder unido al de los Seres Oscuros, no me extraña que no quedara un ladrillo en pie en Quo. Si tu poder pudo mantenerlos a raya ante las puertas de la Fortaleza, el de Lohiro tenía que multiplicar el de la Oscuridad.
—Al igual que el poder de la Oscuridad amplificaba o canalizaba la fuerza de la magia humana que se desarrollaba alrededor de sus madrigueras; debí sospecharlo cuando Huella del Viento habló del nido como lugar de visiones. Así se hablaba de Quo hace años, y también de Gae hace muchos más. Necesitaron unir todas las fuerzas de la Oscuridad para destruir Gae —añadió—. No estaba mal planeado, Rudy, arrasar en el espacio de pocos días Quo, Gae, Penambra, y también Dele, por lo que dijo Kara. Así impedían que se pudiera organizar la resistencia, y destruían toda esperanza de intervención mágica.
Ingold suspiró, y de su boca brotó una leve nubecilla de vapor.
—Tenía que matarlo, Rudy. No podía dejar que los Seres Oscuros obtuviesen sus poderes. Quizá de alguna forma Lohiro todavía estuviese prisionero en su propio cuerpo. El ser que vimos, fuera lo que fuese, tenía su lenguaje, su forma de actuar, su destreza, pero no tenía sus recuerdos. Lohiro sabía que Anamara la Roja y yo habíamos sido compañeros de aprendizaje hace muchos años. —Ingold mostró a Rudy las manos abiertas y la primera sonrisa que Rudy veía en su rostro desde hacía mucho tiempo—. Ella me tejió estos guantes el año que fuimos amantes allá en Quo. Para ser la cuarta persona con mayores poderes mágicos del occidente del mundo, era de lo más hogareño. Lohiro no me habría contado su muerte con tanta ligereza.
—¿Fue eso lo que te hizo sospechar? —preguntó Rudy.
—En parte. Tampoco me gustaron sus ojos, pero después de lo que debía de haber sufrido, no podía estar seguro.
—Así que le tendiste una trampa.
Ingold asintió tristemente mientras avanzaba con dificultad por la nieve. Che se detuvo bruscamente y ambos tuvieron que tirar del cabestro para hacerlo andar. Después del largo viaje, seguían sin lograr que el obstinado pollino los siguiera voluntariamente, cosa que en los peores momentos Rudy atribuía a la malicia de la obispo de Gae.
—Le tendí una trampa —dijo Ingold— y lo maté. Puede que al final liberaran su mente. Habló de los Seres Oscuros antes de morir. Dijo que no eran muchos, sino uno solo. Quizá si le hubiera salvado habríamos averiguado qué era lo que saben, por qué atacaron a la humanidad y por qué se fueron.
—Claro —asintió Rudy—, pero también puede que si lo hubieses curado, no habríamos llegado a salir jamás de allí.
Ingold suspiró.
—Es posible.
—¿Qué más podías hacer?
Ingold negó con la cabeza.
—Para empezar, haber sido más inteligente. Haber visto la relación entre los llamados lugares afortunados y los Seres Oscuros. Seguir mis investigaciones en Quo, en lugar de jugar a la política por todo el continente. Pero ya no hay respuesta, si es que alguna vez la hubo. Los Seres Oscuros se han encargado de ello, y quizá, lo que ocurre es que nunca hubo una respuesta.
—Seguro que sí —dijo Rudy. Miró al viejo mientras emprendían el ascenso del último repecho de la carretera. La nieve crujía suavemente bajo sus botas—. Tiene que haberla.
—¿Sí? —preguntó Ingold—. Yo antes creía que existía una razón para que las cosas ocurran como ocurren y que de alguna forma todas las preguntas tienen su respuesta. Pero ya no estoy tan seguro. ¿Por qué piensas que en este caso la hay?
—Porque incluso después de la destrucción de Quo, los Seres Oscuros siguen buscándote. Te han perseguido sin cesar para evitar que encuentres esa respuesta. Los Seres Oscuros creen que la tienes, y han estado durante todo el juego un turno por delante de nosotros.
Ingold suspiró y se detuvo. Tenía la cabeza inclinada y el rostro oculto por la capucha. Una ráfaga de nieve agitó sus cabellos. Traía el olor de las cumbres y los glaciares. La niebla los envolvía en un manto fantasmal a la luz mortecina del paso.
—Así que estamos otra vez en el punto de partida —dijo por fin—. Preguntas y respuestas. Es a mí a quien buscan, y sin embargo han acabado con todos menos conmigo. ¿Es eso una pregunta o una respuesta?
Rudy se encogió de hombros.
—¿Qué es para ti?
Ingold le lanzó una mirada penetrante y reanudó la marcha en silencio. Rudy le seguía, tanteando la solidez del terreno con su báculo. Caía la tarde. La humedad de la niebla les calaba hasta los huesos.
El viejo se detuvo de nuevo delante de él. Siguiendo su mirada, Rudy contempló el imponente paso de Sarda, amortajado de nubes.
Entra la niebla vespertina se materializaban oscuras formas, mezcla de sombra y viento. Un golpe de aire hizo flamear una capa como si fuera una gran ala oscura. Las formas se fueron solidificando entre la niebla. Ingold seguía inmóvil. Su capucha había caído hacia atrás, y su rostro reflejaba duda, temor y una salvaje y extraña esperanza.
Rudy se acercó a él.
—¿Será la gente de la obispo?
—No lo sé —susurró Ingold.
De repente el grito de una voz masculina resonó en todo el paso. Era una voz profunda y dura, y retumbó entre los muros de roca como una piedra desprendida en una avalancha.
—¡INGOLD! —gritó la voz, y el rostro del viejo mago pareció anormalmente blanco a la luz gris de la tarde mientras miraba fijamente al grupo que los aguardaba en lo alto del paso.
—¡Thoth! —gritó de repente, y echó a correr a una velocidad que Rudy supo inmediatamente que no podría igualar. Como una negra ave de rapiña, la figura más alta del grupo se separó de éste y avanzó hacia Ingold a grandes zancadas entre un revuelo de negros ropajes. Se abrazaron entre la niebla y la nieve como dos hermanos que se reencuentran tras muchos años, mientras los demás bajaban tras los pasos de Thoth.
Según se iban acercando, Rudy pudo distinguir a Kara entre ellos. En su rostro surcado de cicatrices había una tímida sonrisa. Aunque no conocía a los demás, imaginó quiénes podían ser. Había por lo menos treinta, de uno y otro sexo y todas las edades. La mayoría eran viejos, pero había también algunos jóvenes. Thoth e Ingold seguían abrazados. Cuando Thoth se quitó la capucha, Rudy vio que era un anciano sombrío cuyo cráneo afeitado y nariz aguileña recordaban a Govannin. Sus ojos eran del color de la miel pálida.
Otra figura se adelantó hacia los dos ancianos. Era un diminuto y esquelético ermitaño, tan reseco y apergaminado por la edad que parecía haber pasado cien años secándose bajo el sol del desierto.
—¡Kta! —gritó Ingold lleno de gozo mientras pasaba el brazo libre por los estrechos hombros del ermitaño—. ¡Así que al final has venido!
La boca desdentada del viejo se curvó en una sonrisa de sorprendente dulzura.
—Rudy —dijo Ingold, y Rudy se aproximó a él—. Rudy, ésta es nuestra gente. —Ingold abrazaba a Thoth con un brazo y a Kta con el otro, y entre ellos y el abigarrado grupo de extraños pareció forjarse un vínculo indestructible, una cadena de luz que los unía a todos ellos. Ingold resplandecía de alegría—. Éstos son los magos que han respondido a mi llamada. Han estado esperándonos aquí para darnos la bienvenida a la Fortaleza. Amigos míos —dijo dirigiéndose al grupo—, éste es Rudy, mi discípulo. Es uno de los nuestros.