CAPÍTULO CATORCE

Rudy Solis e Ingold Inglorion entraron en la Ciudad de los Magos a eso del mediodía del día siguiente. Desde lo alto de las colinas vieron despejarse la bruma marina y aparecer ante sus ojos la ciudad, en realidad no mayor que un pueblo agrupado en torno a su famosa escuela, entre jirones de niebla plomizos, blancos y perlados.

Incluso desde las colinas, Rudy pensó que nunca había visto un lugar tan absolutamente devastado por la Oscuridad.

En Gae las casas habían sido arrasadas y los tejados y muros socavados. Pero en Quo no podía encontrarse una simple morada que se tuviese en pie, ni un tejado que no hubiese sido arrancado de cuajo de sus muros y arrojado con violencia sobre las calles llenas de escombros. Por el efecto del húmedo ambiente marino las malas hierbas habían proliferado cubriéndolo todo.

Ingold y Rudy permanecieron largo rato en el último repecho de la colina. La hierba plateada se rizaba en torno a sus pies, pero no se escuchaba más ruido que las voces de las aves marinas y el romper de las olas en el acantilado. El aire olía a sal. Una masa de niebla oscureció el poblado y siguió su camino, como si desvelase los huesos desnudos de los cadáveres. Estridentes torbellinos de gaviotas se alzaban de entre las ruinas para volver a posarse poco después. Rudy se preguntó qué aspecto habría tenido la ciudad al día siguiente del ataque. ¿Habían tomado las gaviotas el poblado como un ejército de ángeles de la muerte, o quizá las ratas habían llegado primero?

Apenas se atrevía a mirar a Ingold.

El anciano parecía petrificado. Daba la impresión de que el gris del cielo se derramaba sobre el paisaje, y que sólo los brillantes ojos azules del mago conservaban su color bajo sus cortas pestañas rojizas. Su rostro no tenía expresión. En aquel momento Rudy no le hubiera hablado por nada del mundo. Después de un rato, Ingold se puso en camino sin decir palabra.

Había cadáveres abandonados por toda la ciudad. Por cómo aparecían los huesos desperdigados, estaba claro que las alimañas se habían disputado los cuerpos sin vida hasta descuartizarlos. Mecánicamente Rudy identificó rastros de zorros, ratas, coyotes y cuervos. Ingold examinaba los restos de la masacre con la frialdad de un inspector de seguros. Los magos, o al menos eso parecía, no habían tenido ni siquiera tiempo para reunirse y organizar la defensa.

A Rudy no dejaba de sorprenderle el pequeño tamaño de Quo. La población de la Ciudad de los Magos no debía de haber superado los dos mil habitantes, un tercio de los cuales, según Ingold, eran aprendices o estudiantes de magia.

Pequeñas y fantásticas casitas de piedra se disponían agrupadas en torno a la plaza mayor o bordeaban los sinuosos senderos que salían del poblado en todas las direcciones. Sólo en el centro de Quo había restos de grandes edificaciones, cuyos desmoronados entramados todavía se distinguían entre los escombros. La escuela propiamente dicha se encontraba a orillas de la ensenada. Los diferentes edificios estaban flanqueados por una columnata por entre cuyos pilares policromos podía verse la plateada superficie del mar. A la izquierda, en la lejanía, estaban los restos del edificio de entrada, semejante a un castillo de arena desmoronado, flanqueado por las maltratadas ruinas de alguna vasta construcción de múltiples plantas, niveles y torretas. La vegetación había brotado por todos lados y cubría la mayor parte de las ruinas. A la derecha, al final del largo arco de la ensenada, el negro muñón de una torre trucada se erguía solitario al borde del mar. A aquella torre Ingold se dirigió sin vacilar.

Desde que entraron en Quo el anciano no había pronunciado una sola palabra. Su rostro estaba sereno y calmado, como si aquellas ruinas hubieran pertenecido a extraños, y no a él mismo y a sus hermanos. Los desgarrados faldones de su capa, corroídos por la sangre del dragón, rozaron momentáneamente una calavera y un bastón roto que yacían semienterrados entre escombros y yerbajos. Detrás de él, Rudy tuvo una aterradora sensación de déjà-vu.

La torre de Forn era también más pequeña de lo que Rudy había imaginado. Las edificaciones que la circundaban eran poco mayores que un par de casas de buen tamaño juntas, y daban a la plaza mayor, que se abría frente al mar.

La planta de la torre no parecía mayor que una habitación amplia. El esqueleto negro y combado de sus muros todavía se alzaba a unos diez metros de altura. Desde la plaza, Rudy intentó reconstruir mentalmente la escalera de caracol que ascendía por el costado de la torre. Mientras seguía a Ingold en el ascenso, contempló la ensenada en forma de media luna y reparó en la estrecha escalera de piedra labrada que descendía desde la escuela hasta la playa. Entonces vio medio enterrados en la arena y bañados por las olas los restos de un esqueleto devorado por los cangrejos.

Los dos hombres alcanzaron la cima de la pequeña colina sobre el que había estado la torre. Ésta y los edificios circundantes habían sido arrasados con especial violencia, y los restos de piedra negra yacían desperdigados por todos lados. «Evidentemente, todo esto fue construido mucho después que la Fortaleza de Dare, y con tecnologías mucho menos sofisticadas —pensó Rudy mientras se detenía a recoger un pedazo de roca negra. Cuando se incorporó tuvo que apresurar el paso para dar alcance a Ingold—. Pero la magia del archimago tendría que haber podido detener a los Seres Oscuros, igual que Ingold los detuvo en las puertas de la Fortaleza».

Por delante de él, Ingold caminaba entre las ruinas de lo que en otro tiempo había sido su hogar con el paso vivo y ligero de quien tiene prisa por llegar a algún lugar, pasando junto a las puertas destrozadas de las antiguas viviendas de sus amigos sin apenas detener la mirada.

«Es como un hombre herido de muerte —pensó Rudy, asustado—. Todavía está aturdido por la impresión. Todavía no ha empezado a sentir el dolor. Y cuando eso ocurra, que Dios le ayude».

Frente a ellos el pavimento desaparecía.

Había reventado de abajo arriba, a juzgar por los escombros. Al mirar por el negro agujero, Rudy pudo ver el laberinto formado por las bóvedas de los sótanos y un suelo de baldosas rojas desgastadas. Todo el polvo acumulado durante siglos desde la fundación de la torre se había convertido en fango por efecto de las lluvias. Más abajo se distinguía otra bóveda, excavada en las mismas entrañas del montículo. Pero al fondo, en lugar del gris de la roca viva vieron el brillo acerado del negro y pulido basalto. Desde las profundidades de la tierra sopló sobre el rostro de Rudy una corriente de aire cálido que portaba el hedor de unas tinieblas aún más profundas.

—Debería haberlo imaginado.

Rudy giró la cabeza rápidamente.

El mago parecía tranquilo y más bien indiferente, pero su enredada barba se agitaba por efecto del siniestro aliento del subsuelo.

—No tenías forma de saberlo.

—¡Oh, no lo sé! —dijo el mago como ausente—. Ya me busqué bastantes problemas por querer advertir a todo el mundo de la posibilidad de la catástrofe. Debería haberme dado cuenta de que en todas las ciudades que fueron destruidas había habido en la antigüedad grandes centros de magia.

—Sí, pero los Seres Oscuros han destruido muchas ciudades —argumentó Rudy, nervioso. Había detectado en la calmada voz del mago un tono extraño, como el primer temblor que precede a un terremoto—. En realidad cualquiera de ellas…

Ingold suspiró y cerró los ojos.

—Déjame, Rudy.

—Mira, Ingold… —comenzó a decir Rudy y los ojos del anciano se abrieron. En ellos había un oscuro pozo de dolor que rozaba casi la locura.

—Déjame —repitió aquella voz rasposa y cansada.

Rudy se alejó apresuradamente. Cuando llegó al pie del altozano volvió la vista atrás. Ingold no se había movido.

A Rudy le pareció que vagaba por las ruinas de la Ciudad de los Magos durante una eternidad con el constante bramido del mar como fondo. El romper de las olas era en cierto modo reconfortante, como un eco de los inviernos californianos. Ya fuera por la fría y familiar humedad de la costa y su olor salado, ya por la magia que todavía parecía impregnar la ciudad, se sintió en paz, como si hubiera vuelto a su hogar.

«El hogar —pensó. Sus botas apenas hacían ruido sobre el mármol policromo del pavimento—. Llegar al hogar y encontrarlo en ruinas, y a la familia…, la familia que ya no llegaré a conocer…, muerta». Miró hacia la solitaria y oscura figura que se recortaba contra el pálido cielo en lo alto de la colina.

«Quo…, desaparecida; todos los que conocías y amabas, muertos; el archimago, desaparecido; ¡Lohiro, a quien amabas como a un hijo!; ya sólo quedan aprendices como yo, charlatanes como Bektis y curanderas como Kara y su madre. El ejército de Alwir está desmantelado, y va a presentar batalla a los Seres Oscuros dejando desguarnecida la Fortaleza, a merced de los Jinetes Blancos y del imperio de Alketch, si los Seres Oscuros no acaban antes con todos. Y sólo quedas tú, el último mago, un alma tan perdida como lo estaba yo en California.

»Sí, podrías haberlo adivinado; pero no, no fue culpa tuya. Aunque no lo aceptarás jamás».

Con el corazón encogido, Rudy siguió caminando. Exploró durante un rato las ruinas de la vieja escuela: aulas cuyos bancos y mesas habían sido pasto de las llamas; laboratorios y talleres cuyos contenidos habían sido destrozados y pisoteados por una salvaje e incomprensible violencia, sembrados de cristales y piedras preciosas hechos pedazos; y las bibliotecas, con sus mesas y sus sillas carbonizadas, despedazadas y corroídas por el ácido; las páginas de los libros diseminadas por los rincones, medio podridas por la humedad. En una de esas salas encontró un arpa, semiescondida en un nicho de la pared y protegida por vigas caídas, el único objeto intacto en aquel mundo de ruina y desolación.

Mientras se alejaba por los corredores en los que ya empezaba a crecer el musgo para dirigirse adonde habían dejado a Che, comprendió la verdadera dimensión de aquel desastre: sin la escuela, los magos de las siguientes generaciones serían como él mismo, simples invocadores del fuego, soñadores desesperados en busca de una forma de expresión que no pueden encontrar.

«O peor —pensó—. El que es mago poseerá la magia…». «Si no puedes encontrar un buen amor lo encontrarás malo».

El viento jugueteaba con su larga melena. Tenía los dedos helados cuando guardó el arpa en una de las alforjas de Che. Pensó que al menos podría llevarse algo de la vieja ciudad de Quo, algo que había sobrevivido a toda aquella destrucción. Se envolvió en la tosca y pesada piel de su capa de búfalo y permaneció inmóvil contemplando durante un momento la cambiante luz del sol y la niebla opalina. Pensó en la Fortaleza de Dare.

No como a menudo la había recordado: la penumbra de la silenciosa habitación de Alde y los sombríos laberintos que encerraban aquellos gigantescos muros. Esta vez la veía desde lejos, como sólo recordaba haberla visto una vez: la mañana en que él e Ingold emprendieron el viaje a Quo. Una imagen casi real de la Fortaleza se formó en su mente, una masa negra y sólida rodeada de nieve, impenetrable, enigmática, autosuficiente. También veía con claridad la oscura silueta de la Gran Cordillera Blanca, y podía sentir el olor del frío, el cortante azote de los helados vientos glaciares… Y con aquella imagen comenzó a florecer en su corazón el deseo de estar allí, un deseo tan apremiante como la lujuria. Sin embargo experimentaba aquel sentimiento como algo ajeno, como si los pensamientos de otro se hubieran proyectado en su corazón.

Volvió a dirigir la mirada hacia la negra silueta de la colina que se elevaba sobre el mar y el oscuro muñón de la torre de Forn. A través del encaje que formaban las ramas de los árboles secos vio al anciano con los brazos elevados al cielo. Sobre sus hombros ondeaba su vieja capa con la refrescante brisa del mar. Y entonces comprendió que lo que sentía era una llamada, y que quien la lanzaba a los vientos era el hombre que estaba erguido entre las ruinas de la última ciudadela mágica del mundo, el último mago, un vagabundo exiliado con una espada a la cintura y la espalda contra la pared. Desde lo alto de la colina Ingold convocaba a todos los hechiceros de pacotilla, a los expulsados de Quo por ineptos, a los charlatanes y a las curanderas. Su llamada iba dirigida a todos los que pudieran oírla, y el mensaje era que se reunieran con él en la Fortaleza de Dare.

Ingold bajó después de la colina a grandes zancadas, el rostro inescrutable, los ojos amargos y aterradoramente fríos, como los de un extraño. Rudy se acercó a la columnata para saludarle, pero aquélla no era la persona que él había conocido.

—Ven conmigo —ordenó Ingold con sequedad—. Todavía nos queda una cosa por hacer.

El mago apenas cruzó cuatro palabras con Rudy en toda la tarde. Éste desató el burro, en silencio, y en silencio siguió al anciano por la devastada orilla hacia las ruinas de la puerta principal de la ciudad. Las terrazas escalonadas del edificio habían soportado pisos y pisos de jardines incomparables que se habían hundido unos sobre otros. Un maremágnum de árboles, mampostería, flores, tierra, columnas y travesaños partidos formaban una colosal pirámide de ruinas, efecto de la catástrofe. Ingold estuvo buscando hasta que encontró un gran ventanal por el que acceder a la devastada sala inferior. Se deslizó entonces como un gato entre los semiderruidos bloques de granito y fue despejando un camino de acceso; Rudy le seguía en silencio, aunque Ingold parecía haberse olvidado de su existencia. En ocasiones tenían que andar bajo techos que crujían a punto de desprenderse bajo el peso de los escombros. Mientras seguía al anciano como podía, Rudy temió que en realidad estuviera buscando su propia muerte. Era posible, comprensible incluso, que hubiera decidido perecer con sus amigos en la ciudad que había sido su hogar; pero, cuando consiguieron llegar a la sala medio enterrada bajo las resquebrajadas bóvedas, Rudy comprendió por qué Ingold había ido allí.

El fulgor azulado de la luz mágica bañó lentamente la larga y estrecha sala y dibujó con sus reflejos las encuadernaciones doradas de interminables filas de viejos volúmenes. Como un fantasma que regresa al mundo de los vivos, Ingold paseó entre las filas de mesas de lectura, acariciando con sus manos fuertes y cubiertas de cicatrices los libros como un hombre acaricia el rostro de la mujer amada.

Era obvio que no podían llevárselo todo. Había centenares de volúmenes, toda la sabiduría mágica acumulada durante siglos; una sabiduría que, sin embargo, había quedado fatalmente deteriorada. El conocimiento había sido la razón de ser de Quo, como lo era de la magia. Proteger todo aquel saber había sido el porqué de su existencia, la justificación de los anillos de encantamientos que protegían la ciudad, la causa por la cual había muerto tanta gente. ¡Y ahora Quo se había perdido para siempre!

Silencioso, Ingold pasó las manos por los candados y las cadenas que custodiaban los libros en sus estantes, y las cadenas tintinearon débilmente al abrirse. Llevó dos volúmenes al umbral de la biblioteca, donde le esperaba Rudy, y se los entregó como si fuera un criado desconocido.

—Tendrás que volver luego a por más —dijo Ingold secamente antes de alejarse.

En total seleccionaron dos docenas de libros. Rudy no sabía cuáles de ellos eran de interés, ni por qué Ingold había escogido aquéllos y no otros, pero todos eran voluminosos y pesados. Cuando Che no pudo aguantar más peso, Ingold hizo dos grandes hatillos con los restos de una cortina para transportar entre él y Rudy lo que no podía llevar el burro. Después de ver la expresión del anciano, Rudy no se atrevió a quejarse del peso. Cuando salieron por última vez del montón de escombros, Ingold se volvió y formuló conjuros de vigilancia y protección sobre la totalidad de las ruinas para que ni la lluvia, ni la descomposición, ni las bestias penetrasen en ellas, para que todo quedase tal y como estaba hasta que él pudiese volver.

Para entonces ya había anochecido.

Acamparon en la playa. Si los Seres Oscuros rondaban todavía por la ciudad muerta, las ruinas ofrecían escondrijos más que suficientes para ellos. Mientras Ingold protegía el campamento con círculo tras círculo de protección, Rudy pensó que debían de vagar muchos fantasmas entre las ruinas de la ciudad. La noche era fría y olía a hierba mojada; pero sobre el océano, las nubes revelaron una luna llena y luminosa como una gran fruta blanca que bañaba todo con su luz escarchada. El crepitar del fuego se mezclaba con el lento susurro de las olas, y Rudy volvió a recordar California.

«El hogar —pensó Rudy—. El hogar».

Sacó el arpa que había encontrado y recorrió con dedos indecisos sus oscuras y armoniosas curvas. El fuego se reflejaba en la plata de sus cuerdas y en los dibujos de esmalte rojo de la caja.

Rudy apenas sabía rasguear en una guitarra media docena de canciones de los Rolling Stones, pero sabía que aquel instrumento estaba diseñado para música de una clase y belleza superior a sus conocimientos.

Rudy percibió una chispa de luz en los ojos de Ingold.

—¿Sabes cómo se toca esto? —le preguntó tímidamente—. ¿O cómo se afina?

—No —dijo ásperamente Ingold—. Y te agradeceré que no la toques hasta que no sepas lo que estás haciendo. —Sin una palabra más se dio la vuelta y siguió mirando al mar.

Rudy envolvió de nuevo el arpa cuidadosamente.

«Seguro que Alde puede enseñarme —se dijo—. De todas formas, alguien habrá en la Fortaleza que sepa tocarla». Imaginaba perfectamente cómo debía ser el sonido del arpa y comprendía que Ingold no quisiera que lo mancillasen unas manos inexpertas.

—Se llama Tiannin —añadió Ingold un momento después sin mirarle.

«Tiannin», pensó Rudy. Le hacía pensar en el fresco viento del sur que en las noches de verano alegra el corazón. La guardó en las alforjas de Che y volvió junto al fuego. A lo lejos pudo ver la línea quebrada de la columnata, y su vista de mago siguió la decoración de flores, corazones y ojos labrados en la barandilla. El bulto oscuro de la torre de Forn se alzaba contra el cielo como el tocón de un árbol y bajo el resplandor azulado del mar. Hacia el oeste la luz de la luna se reflejaba en las olas, como un bordado de encaje opalino sobre el blanco pecho de la playa.

En un instante Rudy detectó el brillo de un objeto de metal afilado sobre la mesa negra del acantilado.

Parecieron detenerse al unísono la respiración de Rudy, su corazón, y el tiempo; en cambio Ingold levantó la mirada y la dirigió a la oscuridad. El brillante resplandor del fuego mostró en el rostro del mago una esperanza casi dolorosa. Durante un buen rato no sintió nada más que el oleaje del océano y el salvaje martilleo de su corazón.

A lo lejos volvió a aparecer aquel breve centelleo dorado, acompañado de algo que se movía entre las sombras a lo largo de la playa. Intentó moverse, pero la mano de Ingold le cogió por la muñeca impidiéndole levantarse.

En lontananza vio el brillo de la media luna que remataba un largo báculo y una cabellera dorada. El viento ondeaba orgullosamente la capa del hombre que caminaba por la orilla del mar hacia ellos. Rudy sabía que el campamento estaba totalmente protegido por los círculos de encantamientos de Ingold, tan difíciles de atravesar como las murallas de aire que todavía rodeaba el cementerio de Quo. La mirada del hombre estaba clavada en ellos. A la luz de la luna, Rudy vio que sonreía. Caminaba a grandes zancadas. La mano de Ingold se cerró como un doloroso cepo en torno a la muñeca de Rudy.

Cuando se hallaba a una docena de metros, Lohiro echó a correr hacia ellos. Ingold se puso en pie instantáneamente y corrió a su encuentro. Los dos hombres se cogieron de las manos afectuosamente y la luz de la luna mostraba al viejo y al joven juntos y se reflejaba en los cabellos plateados de uno y en los dorados del otro y en el esqueleto que yacía medio enterrado en la arena a sus pies.

—¡Ingold, viejo vagabundo! —dijo Lohiro cariñosamente—. Sabía que vendrías.

—¿Por qué te quedaste? —le preguntó Ingold más tarde, cuando se sentó con ellos frente al fuego. Lohiro levantó los ojos del plato de tasajo y pan que acababa de devorar. A Rudy le pareció que estaba muy demacrado, a pesar de lo elegante de sus facciones. Sus ojos eran tal y como Rudy los había visto en el cristal de la Fortaleza, grandes y de un azul confuso, como caleidoscopios salpicados de manchas y con aquella extraña carencia de expresión que Rudy ya había notado entonces. Después de ver a Ingold ante las ruinas de la torre de Forn, todo tenía sentido.

—Porque no pude escapar —rió Lohiro breve y amargamente bajo la dura mirada de Ingold—. ¡Ah, los Seres Oscuros se han ido! —les aseguró con voz tensa e irónica—. Se fueron aquella misma noche, como una nube gigantesca que cubría el cielo, pero yo… Recuerda que tuvimos que unir todas nuestras fuerzas para tejer el laberinto. Para un hombre solo es muy difícil desentrañarlo.

—Y sin embargo ellos sí lo hicieron.

Los finos dedos de Lohiro señalaron hacia arriba.

—Por el aire —explicó—. Por encima del laberinto.

Ingold frunció el entrecejo.

—¿Cómo puede ser? El laberinto se alza sobre la ciudad a kilómetros de altura.

Lohiro guardó silencio un momento.

—No lo sé —dijo—. No lo sé.

—¿Os cogieron por sorpresa? —le preguntó Ingold quedamente.

El archimago asintió con la cabeza. Detrás de él, su báculo estaba clavado en la arena como una lanza, y su media luna relucía con un brillo azul.

—¿También los Seres Oscuros que venían de la madriguera de las llanuras?

—No. —Lohiro levantó la cabeza, algo sorprendido por la pregunta—. No, abandonaron aquel nido para unirse al ataque a Gae. ¿Pero no…? Claro, no podías saberlo. —Suspiró y se frotó los ojos—. Supimos que habían partido de las llanuras para atacar Gae… ¡Oh, creo que fue la misma noche que ocurrió! Hacía semana que estábamos como locos. Hubo consejos y asambleas, investigábamos día y noche, equipos de estudiantes de primer año buscaron en los libros más viejos de la biblioteca y Thoth, el cronista, desempolvó sus documentos más antiguos, libros tan viejos que no se deshacían gracias a las telarañas y a los encantamientos. Me recordaba al viejo avaro del chiste cuyo camello predilecto se había comido un diamante. Pero el caso es que no encontramos nada. Sólo… —Lohiro pareció indeciso, como si estuviese luchando consigo mismo. Su frente se contrajo momentáneamente en un gesto de dolor.

—Sólo que… ¿qué?

Lohiro levantó otra vez la mirada y sacudió la cabeza.

—Era muy tarde. Thoth, Anamara y yo estábamos despiertos todavía, pero me parece que casi todos los demás ya se habían ido a dormir. Todos nosotros habíamos visto la caída de Gae de una forma u otra. Había una gran pesadez sobre la ciudad. No creo que ninguno de nosotros temiese todavía por su seguridad. Ocurrió… de repente. —El archimago hizo chasquear sus largos dedos—. Así. Una increíble explosión. Nunca había visto nada parecido. Ya visteis cómo quedó la torre.

Ingold asintió con la cabeza. En su voz había un cansancio infinito.

—Como con los experimentos que hacía Hasrid con los polvos explosivos. ¿Te acuerdas de cuando hizo volar aquella casa de piedra?

Lohiro sonrió levemente.

—Aquello no fue nada comparado con esto. Fue como… No sé. Sacudió hasta los cimientos de la torre. Creo que no reaccioné. Me quedé allí sentado como un tonto y probablemente eso me salvó. En cambio, Anamara corrió hacia la puerta, la abrió y los Seres Oscuros cayeron sobre ella como una gran ola. Creo que no tuvo tiempo ni de pronunciar una palabra.

Ingold apartó la mirada y Rudy pudo ver a la luz ambarina del fuego que todos los músculos de su rostro, desde las sienes a la mandíbula, se tensaban con repentina violencia.

Lohiro siguió hablando:

—Creo que Thoth consiguió formar una bola de fuego… no lo sé. No lo sé. Luego… —Se detuvo al ver la expresión de Ingold—. Lo siento —dijo suavemente, con los ojos bajos. Se hizo el silencio durante un momento interminable, un silencio sólo roto por el batir de las olas en la brillante y húmeda arena—. No lo sabía.

Ingold se volvió hacia él. Su rostro estaba tranquilo, pero algo había cambiado en sus ojos.

—No es nada —dijo simplemente—. Nunca lo fue.

Lohiro esbozó una sonrisa de alivio. Rudy observó que las sienes del viejo mago estaban perladas de sudor.

—Y eso fue todo —continuó el archimago con calma—. Formulé el conjuro de enmascaramiento más poderoso que conocía, me escondí debajo de la mesa y me puse a rezar. —Sus largos dedos se entrelazaron lentamente y empezaron a acariciar inconscientes los fuertes huesos de las manos exageradamente finas—. Un segundo después se produjo una explosión aún mayor que la primera, y pareció que la mitad de la torre se venía abajo, que es realmente lo que ocurrió. Desde donde yo estaba no pude ver nada, ya que una especie de huracán arrasó la habitación en pocos segundos. No había nada que yo pudiera hacer, ni siquiera salir y hacerles frente. La habitación estaba invadida de Seres Oscuros que zumbaban como un enjambre de abejas. A través de un boquete en el muro de la torre pude ver que toda la ciudad estaba envuelta en una nube, como si estuviese en el centro de una tormenta. —El viento marino volvió a soplar y agitó suavemente su rubia y espesa cabellera. Lohiro sacudió la cabeza y alzó los ojos cansados y vacíos hacia los de Ingold—. Nadie tuvo la menor oportunidad —dijo en voz baja—. Vi luces, fuego; pude oler el Poder que alguien lanzó contra la tormenta, pero no sirvió de nada. Había tal cantidad de Seres Oscuros, tantos… Sé que alguien se transfiguró en dragón. Desde donde estaba pude verlo, como una gigantesca águila roja rodeada de avispas. Pero supongo que la mayoría ni siquiera llegó a enterarse de lo que ocurría.

El viento marino soplaba con fuerza y Rudy vio que las nubes se cernían sobre la resplandeciente luna.

—Y después —dijo Ingold con calma—, ¿por qué no te pusiste en contacto conmigo?

—Lo intenté —dijo el archimago con un suspiro—. Los que forjaron el laberinto estaban muertos, pero el laberinto seguía en pie. Estuve intentando contactar contigo durante dos semanas.

Ingold empezó a decir algo más, pero se detuvo. A la luz del fuego parecía súbitamente más viejo y agotado, y las oscuras líneas de amarga preocupación cortaban su boca y sus ojos como alambre.

La oscuridad cubrió la playa como una cortina, la luna se perdía con rapidez ahogada entre las nubes. Su mortecina luz se reflejaba en las blancas crestas de las olas. Incluso con la protección de las rocas, el fuego empezó a temblar con el viento.

—Sí, pero ¿por qué no…? —empezó a decir Rudy.

Ingold le cortó en seco.

—¿De qué has vivido hasta ahora?

Lohiro se rió amargamente entre dientes.

—De musgo.

—¿Del nido?

Lohiro asintió, y su larga boca triangular se desencajó en una mueca de ironía.

—Oh, quedaban algunos víveres, pero había que luchar contra las ratas por ellos. Viví así algunos días, sólo al final bajé a la guarida de los Seres Oscuros, y viví del musgo, como sus pobres y desventurados esclavos. Y no ha sido peor que… —Se interrumpió otra vez con una fugaz mueca de dolor. Sus manos se entrelazaron con fuerza.

—¿Sí? —preguntó Ingold suavemente.

Los cambiantes ojos de Lohiro parpadearon, brillantes y ausentes.

—¿Qué estaba diciendo?

—Hablabas del musgo.

—¡Ah! —Lohiro volvió a encogerse de hombros—. A veces me pregunto… He vivido como una bestia, solo. En la oscuridad. Como un topo. Creía que me iba a volver loco.

—Sí —intervino Rudy—. Pero ¿por qué no te…?

—¡Rudy, silencio! —le espetó Ingold secamente. Rudy, sobresaltado por la dureza de su tono, guardó silencio. El perfil de Ingold se recortaba contra el oscuro mar, y Rudy observó que las aletas de la nariz le vibraban imperceptiblemente, como si estuviera conteniéndose—. ¿Qué decías de los esclavos de los Seres Oscuros?

Los ojos de Lohiro se agitaron en sus oscuras y profundas órbitas.

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Estaban allá abajo? —El olor de la tormenta que venía del mar se hizo repentinamente intenso, como las continuas ráfagas de viento.

—No —dijo Lohiro después de un momento—. No. Ya no estaban. No sé qué fue de ellos. No encontré el menor rastro.

Ingold parecía meditar. Se inclinó hacia adelante y cogió un palo para avivar el fuego. Los rescoldos resoplaron y el viento pareció estirar las llamas.

—Tenías razón acerca del dragón —comentó casualmente—. También quedó atrapado en el laberinto. Tuvimos que matarlo.

—¿Sabéis quién era?

—Creo que Hasrid —dijo Ingold—. Siempre le gustaron los dragones.

El archimago asintió.

—Así es…

Confuso, Rudy miró a uno y a otro a la luz del fuego. Todo lo que no había podido decir bullía en su cabeza. De repente y sin motivo aparente sintió miedo, miedo de Ingold, duro, distante y retraído sobre sí mismo; miedo del alto y delgado archimago, que se retorcía las manos sin parar y hacía chasquear los dedos, sentado en el mismo borde del círculo de la luz del fuego; miedo de la tensión que se percibía entre ellos dos; miedo de las cosas que no se decían y que ambos sabían, y de un peligro que no podía definir.

—Mira —dijo finalmente—, me voy a pasear por la playa…

Ingold no movió ni un solo músculo.

—¡Cállate y quédate donde estás! —Levantó la vista del fuego y miró a Lohiro de nuevo—. ¿Sabes? Rudy no es mal discípulo. Hizo de señuelo tan bien como tú lo hiciste con el dragón que matamos en el norte.

Lohiro asintió con varios movimientos lentos de cabeza.

—Sí —dijo—, lo había olvidado.

Sus ojos se encontraron a través del fuego. El silencio se tensó como un cable de acero a punto de romperse. Una señal de alarma atravesó como un rayo la mente de Rudy advirtiéndole de un peligro escondido; pero igual que cuando se quedó paralizado mirando fijamente a los ojos del dragón, fue incapaz de moverse. En el brillo cambiante de los ojos de Lohiro no había nada de humano, nada en absoluto.

—Tú no has hecho de señuelo en tu vida —dijo Ingold quedamente.

Los ojos del archimago aparecían inexpresivos, ausentes. Su inmovilidad era como la de un autómata; sus manos dejaron de agitarse nerviosas y convulsas y los músculos de su rostro se tensaron bruscamente. Durante un tiempo que pareció una eternidad no se oyó más que el rugido del océano y la ronca respiración de Ingold.

Entonces, Lohiro atacó con una velocidad vertiginosa. La media luna de metal de su báculo pareció arder al proyectarse por encima del fuego hacia la garganta de Ingold, el cual ya tenía la espada en las manos presto a esquivar el golpe, que hizo rodando hacia un lado mientras Lohiro se abalanzaba sobre él. La capa del archimago hizo volar una nube de arena y ceniza, sus ojos estaban aterradoramente vacíos y Rudy paralizado por la impresión, contemplaba horrorizado el combate.

Ingold esquivó el golpe de Lohiro por tan poco que una de las puntas de la media luna del báculo dibujó una fina línea roja en su mejilla derecha. Trabó la espada en la otra punta de la media luna y, aprovechando la fuerza del golpe hizo saltar el arma de las manos del archimago. El báculo cayó sobre la arena. Rudy lanzó un grito indefinido de terror y alarma mientras Lohiro se abalanzaba con las manos vacías sobre Ingold… ¡y se transformaba!

El cuerpo largo y esbelto del archimago parecía ahora encogerse entre los pliegues de su túnica desgarrada, y sus blancas manos se multiplicaron hasta convertirse en afiladas garras. Sin interrumpir el movimiento se convirtió en una masa viscosa y oscura con una boca rodeada de tentáculos que chorreaban ácido sobre la arena y una gruesa cola espinosa que serpenteaba buscando el cuerpo de Ingold. Entonces se desataron los vientos y una tormenta como una avalancha helada se apoderó del ingrávido cuerpo oscuro como si fuera una inmensa cometa y se perdió con él en la noche.

El viento rugía alrededor de Ingold y de Rudy; las nubes de arena ahogaban el fuego; Rudy seguía sentado con la boca abierta, horrorizado y conmocionado, hasta que Ingold llegó a él a grandes zancadas entre el salvaje caos de los elementos y tiró de él para levantarlo. El anciano recogió su bastón del suelo, tomó las riendas de Che y empujó a Rudy hacia las ruinas de Quo en medio del huracán.

Lohiro estaba esperándolos en lo alto de la escalinata que subía desde la playa. Su cara aparecía tan pálida como la de un cadáver de ojos de cristal en medio del salvaje torbellino de viento y magia, y la cabellera dorada le caía sobre la frente confiriéndole un aspecto de animal salvaje. Sobre el estruendo de las olas al romperse, su voz resonó clara, fría y burlona.

—Bien, Ingold, ¿de verdad vas a matarme? —Y empezó a bajar los escalones, con su lanza de dos puntas lista para atacar—. ¿A mí?

—A ti con más razón, hijo mío.

Con un súbito movimiento, Lohiro hizo girar el báculo y lanzó un golpe a la sien de Ingold con el extremo inferior, reforzado con hierro. El anciano se agachó, veloz como el rayo, y atacó al instante. Rudy vio una delgada línea de sangre sobre la piel blanca mientras el archimago se echaba atrás esquivando la hoja de la espada y descargando el báculo como un hacha. Ingold paró el golpe con la cruz de la espada, desvió el asta silbante y atacó al archimago en la fracción de segundo en que el báculo golpeaba el suelo y su oponente perdía el equilibrio. Una poderosa llama de fuego brotó de la mano de Lohiro hacia la cara del anciano. Ingold se cubrió los ojos con un brazo y el archimago blandió de nuevo el báculo, lo enganchó entre los pies de su adversario y lo hizo rodar sobre la arena. Con el mismo movimiento, volvió a hacer girar el báculo y atacó a la garganta del viejo como si empuñara un tridente. La maniobra fue increíblemente rápida y fluida, tan mortal como la mordedura de una serpiente, pero, de alguna forma, el viejo ya no estaba en la trayectoria de la afilada punta del arma. Mientras rodaba por el suelo, agarró el asta del báculo con las dos manos, apoyó los pies en el vientre de Lohiro y lo arrojó por encima de su cabeza sobre la oscura playa. Ingold se arrodilló, jadeante. De la palma de su mano brotaba un chorro de fuego, pero Lohiro había desaparecido.

El mago se puso en pie con un esfuerzo sobrehumano, la lluvia empezaba a caer a raudales del cielo negro y rugiente, Rudy corrió hacia él como si despertara de un trance y, sin decir palabra, Ingold le cogió del brazo y lo arrastró hacia las escaleras. Los truenos bramaban en el cielo y los relámpagos revelaban los huesos desnudos de la ciudad desierta y cegaban a los fugitivos. La cortina de agua les pegaba los cabellos a la cara y les impedía ver en la huida a ciegas. Las columnas que flanqueaban la escalinata saltaban ante sus ojos con brillo azul eléctrico y volvían a perderse en la oscuridad con los estallidos de los truenos. El aguacero empapaba sus capas, seguían corriendo, pero apenas avanzaban. Che rebuznaba y tiraba de las riendas, aterrorizado por el olor a electricidad y poder mágico. Rudy se preguntó angustiado qué iban a hacer si aquella estúpida bestia se perdía con todos sus víveres y los libros que Ingold había recuperado poniendo sus vidas en peligro.

Pero entonces una luz cegadora le quemó los ojos, el hedor del ozono se introdujo hasta sus pulmones y se le erizaron los cabellos con el aterrador chasquido del rayo. El impacto dio en la pared desmoronada que tenían delante y al volverse, Rudy vio a Lohiro detrás de él, con los ojos inexpresivos y la sonrisa burlona.

Un relámpago iluminó la mano blanca de Lohiro, alzada en medio de la lluvia. El trueno que siguió fue una explosión blanca y ardiente. La columna junto a la que se encontraban saltó en pedazos y la lluvia arreció. A través de la cortina de agua el archimago era una mancha, una figura desvaída. Sus cabellos rubios colgaban pegados a su cabeza, y avanzaba despacio enarbolando su lanza de dos puntas. Rudy retrocedió, demasiado asustado para salir corriendo.

Ingold se interpuso entre Rudy y el archimago. La hoja de su espada centelleaba fantasmagórica bajo la lluvia torrencial.

El viento sopló con renovadas fuerzas y los dos magos giraron sobre el pavimento inundado, tanteándose.

«Metro y medio de hoja —pensó Rudy como en sueños— contra dos metros de asta de madera dura como el acero. El piso resbaladizo y una lluvia de mil demonios».

Ingold giraba lentamente a la derecha, haciendo una finta tras otra, tentando a su contrincante, pero el archimago se balanceaba como una serpiente y atacaba con rapidez. Ingold respondía bien, pero un nuevo trueno hizo temblar el suelo y el aire.

Pero había dos Lohiros. Rudy vio el segundo a un paso, agazapado junto a la columna destrozada a menos de un metro de él. Raudo y sigiloso, el doble del archimago saltó sobre la espalda desprotegida de Ingold con su lanza de dos puntas.

—¡Ingold, cuidado! —aulló Rudy como un poseso.

El mago se giró. Medio cegado por el viento, Rudy atacó con su espada al segundo Lohiro, que se esfumó en el aire en un instante. Vio que Ingold se apartaba demasiado tarde del recorrido de la lanza y se tambaleaba llevándose las manos al costado cuando el báculo de Lohiro silbó al girar en el aire y golpeó con su extremo inferior la sien del anciano. Rudy quedó por un instante paralizado de horror mientras Lohiro arrancaba sin esfuerzo la espada de las manos de Ingold. El archimago se inclinó sobre el cuerpo encogido de Ingold con una mirada despiadada de satisfacción en los ojos de autómata. Entonces fue cuando, con un aullido de furia, Rudy se abalanzó sobre el archimago sin pensar en las consecuencias. Su espada rasgó la cegadora cortina de lluvia, pero sólo encontró oscuridad y el eco de la risa burlona de Lohiro a lo lejos.

Rudy regresó junto a Ingold, que luchaba por incorporarse de un gran charco de lluvia ensangrentado. Che había desaparecido por una de las oscuras puertas medio derruidas. Rudy tiró del anciano para levantarle, recogió la espada del suelo y arrastró al viejo como pudo al abrigo de la puerta.

Debía de ser uno de los pocos edificios de Quo que todavía conservaba el techo. Rudy temblaba de miedo cuando dejó a Ingold sobre un montón de hojas secas y restos de libros empapados. Formó una pequeña bola de luz mágica y su resplandor azulado mostró dos esqueletos acurrucados en la otra esquina de la habitación.

El rostro de Ingold, pálido, ensangrentado y dolorido, parecía un cadáver a la trémula luz del ambiente. Rudy pudo ver dónde se habían clavado las puntas de la lanza al volverse distraído por su estúpido grito.

«Justo lo que Lohiro quería que hiciese, Dios le maldiga», pensó Rudy con furia mientras intentaba aflojarle la ropa a Ingold para verle la herida.

—No —musitó Ingold desesperadamente.

—Estás herido —susurró Rudy—, tengo que…

—No. Soy un sanador, Rudy. Me curaré.

El viejo jadeaba al respirar y se apretaba la zona herida.

—¡Vas a desangrarte! ¡Déjame…!

—¡No seas imbécil! —Los ojos de Ingold se abrieron como platos, y una vez más eran los ojos de un extraño, duros, brillantes, inyectados de rabia. Su respiración era ronca, pero Rudy podía ver los hilos de sangre que chorreaban entre sus dedos—. ¿Quién te ha dicho que me metieras aquí dentro?

Su arrogancia hizo perder los estribos a Rudy.

—¡Tenía que hacerlo! ¡Estabas sangrando como un cerdo!

—¿Y de quién es la culpa? —dijo secamente Ingold—. Caer en una de las trampas más baratas inventadas por el hombre… Y además en una de sus peores versiones.

—¡Muy bien, lo siento! —gritó Rudy con furia—. ¡La próxima vez te dejaré que hagas la guerra por tu cuenta!

Igualmente furioso, Ingold insistió:

—Y además, si no eres capaz de distinguir…

Los dos levantaron la vista al desvanecerse la luz mágica. Rudy sintió la presencia del mismo Poder sobrecogedor que en el bosque encantado le había arrebatado las fuerzas. En la creciente oscuridad sintió cómo el poder de Ingold se expandía en un intento desesperado de convocar a la luz, pero tropezó con la misma fuerza inexorable. Gracias a su visión de mago, vio incorporarse a Ingold y oyó su dolorosa y áspera respiración. En el exterior la tormenta de granizo repiqueteaba en el pavimento. Un relámpago iluminó la tromba de agua torrencial y silueteó la figura alta y angulosa que se erguía delante de la puerta.

La luz mágica volvió a brillar de nuevo en la habitación, jugando como un fuego de San Telmo sobre los tapices de hilo fino y los restos de sillas carbonizadas, sobre los cabellos dorados y los ojos extraviados de Lohiro. Su larga boca triangular se torció en una sonrisa burlona ante la visión de los dos fugitivos ensangrentados y acurrucados en una esquina. Descendió lentamente los escalones que bajaban a la habitación.

Rudy hizo un torpe intento de desenvainar la espada, pero Ingold tiró de él hacia atrás.

—No seas estúpido. —El anciano herido se puso en pie con dificultad apoyándose en los restos de una silla. La hoja de su espada brillaba con una súbita luz fría.

«Mira quién fue a hablar», pensó Rudy.

Ingold se tambaleó y se apoyó en la pared. Rudy no supo si estaba fingiendo, pero consiguió engañar a Lohiro. La hoja bífida de la lanza centelleó a pocos milímetros de los ojos de Ingold, pero el anciano desvió en el último instante el golpe con el puño de la espada y la lanza se clavó profundamente en la madera del suelo. Lohiro soltó la empuñadura del arma y saltó limpiamente con las manos libres.

Ingold acometió contra él. El filo de su espada parecía arder. Rudy comprendió con horror la ira de Ingold por haberle puesto a cubierto, y también la causa de que hubiera desencadenado la tormenta. A salvo del viento y de la lluvia, Lohiro volvió a transfigurarse en un Ser Oscuro. Después de esquivar el arco luminoso de la espada de Ingold, se abalanzó no sobre él, sino sobre Rudy.

No tuvo tiempo de desenvainar la espada, así que se tiró de bruces al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos, medio asfixiado por el olor a piedra, moho, sangre y ácido; sólo sintió que una áspera capa le rozaba la cabeza y en la oscuridad oyó cerca el silbido del metal. Cuando abrió los ojos, vio que Ingold estaba a su lado. La mancha carmesí de su costado seguía creciendo. A pocos metros, Lohiro extraía su lanza del suelo, sonreía, pero su mirada seguía siendo la de un muerto.

El archimago se puso otra vez en movimiento con la agilidad de un gato. La Oscuridad podía haberse apoderado de su mente, pero el cuerpo y la destreza eran los suyos. Y estaba fresco, pensaba Rudy. En cualquier caso, más que Ingold. Además, el archimago no era consciente de que quería matar al que había sido su mejor amigo.

Rudy vio fugazmente a Ingold. Sus ojos inyectados en sangre brillaban en el fondo de su rostro herido. No había lástima en ellos, ni tampoco remordimiento. Como Lohiro, Ingold era una máquina de matar.

Se revolvió con una ágil finta ante el ataque de la luminosa hoja del báculo y esquivó las afiladas puntas que buscaban su vientre. Lohiro esquivó la embestida del anciano, y saltó atrás para recuperar la distancia que le convenía antes de volver a atacar. Las puntas de la media luna se trabaron en la espada de Ingold y la hicieron saltar con saña por los aires. La hoja de acero relampagueó al chocar contra la pared e Ingold, desarmado, dio un paso atrás.

Lohiro saltó como un puma dorado. Rudy no vio mover las manos a Ingold, pero debía haberlo hecho, ya que, aunque Lohiro no tenía ningún obstáculo delante, pareció tropezar y tambalearse. Aprovechando el instante ganado, Rudy desenfundó su espada y se la lanzó a Ingold. Si el mago hubiese estado menos agotado habría reaccionado más rápido, pero Lohiro consiguió evitar la caída y recuperó el equilibrio. Una confusa explosión pareció estallar entre ellos, e Ingold cayó de espaldas contra la pared más lejana del habitáculo. Una fracción de segundo después la lanza surcó el espacio con un silbido y clavó la mano derecha de Ingold contra la madera. Entonces el Ser Oscuro que había sido Lohiro el archimago un instante antes, se lanzó sobre su adversario. Entre la bruma tenebrosa que rodeaba al Ser Oscuro y el anciano clavado a la pared, Rudy creyó ver que la mano izquierda de Ingold se hundía entre sus ropas en busca de la daga. En medio de la mancha de sombra, vio el fugaz destello del acero. Después se escuchó un grito, mezcla de chillido y gemido, y, por un momento, Rudy no supo quién había gritado ni por qué.

La oscuridad retrocedió. Rudy vio a Ingold de nuevo, aplastado contra el muro y con la mano aún inmovilizada. Los ojos le ardían como dos carbones y el rostro le relucía de sudor. Lohiro parecía abrazarle. Sus largas manos blancas intentaban aferrarse a los hombros del anciano, pero ya se le doblaban las rodillas. Su dorada cabeza estaba apoyada en el pecho de Ingold, se deslizó con suavidad hasta el suelo y quedó hecho un ovillo a sus pies.

Ingold dejó caer la daga ensangrentada y alargó el brazo libre para liberarse la mano derecha de la mortal lanza bífida. Cuando Rudy llegó junto a ellos, el mago estaba arrodillado y sostenía el cuerpo ensangrentado del archimago en sus brazos.

Los ojos de Lohiro se abrieron y parpadearon ausentes, intentando enfocar el rostro que tenía delante.

—¿Ingold? —susurró. Tosió secamente y un hilo de sangre cayó por la comisura de sus labios. Bajo el resplandor de la luz mágica su rostro tenía un aspecto fantasmal, bañado en sudor, todo descompuesto. Incluso a los ojos de un aprendiz como Rudy la herida era, con toda certeza, mortal.

Ingold no dijo ni palabra; tenía la cabeza inclinada y el rostro oculto entre las sombras.

—… te mentí. Los Seres Oscuros están aquí… abajo —susurró el archimago; intentó llevar aire a sus pulmones, pero fue presa de otro acceso de tos con cuajarones de sangre; y sus huesudos dedos agarraron ansiosamente la manga de Ingold—. Atrapados… en el laberinto. Van a venir… —Carraspeaba entre convulsiones cuando un doloroso espasmo recorrió sus rasgos finos y afilados—. Tú eres sanador…, puedes curarme… Me han dejado libre… Soy libre.

—Lo siento, Lohiro —dijo Ingold suavemente.

—Yo no quería…, me atraparon…, me obligaron. —Entre convulsiones, Lohiro se esforzaba por respirar fatigosamente. Sus dedos treparon por el harapiento manto de Ingold y tiraron de él, como si fuera un niño desvalido—. Sáname… Puedes hacerlo… Me han dejado libre.

—Lo siento —murmuró la voz de Ingold al oído del agonizante—. Podrían volver a dominarte, ¿sabes?

—No… —dijo Lohiro dando unas bocanadas. Por un instante su rostro se contrajo tanto de ira como de dolor físico. Volvió a toser, vomitando más sangre—. No sé… —musitó—. Qué estúpido… Jamás podría… vencerte. Ellos te dominan… pero no lo saben. —Tosió una vez más y se debatió por incorporarse. Por encima del hombro de Ingold, Rudy pudo ver el oscuro y brillante río de sangre que corría por el pecho de Lohiro—. Te quieren a ti —dijo con un hilo de voz—. A ti…

—¿Por qué?

Los ojos azules se cerraron y sus pestañas doradas contrastaban con su blanca piel, que ya tenía el color y el brillo de la cera. Lohiro sacudió la cabeza de lado a lado con el rostro contraído por el dolor.

—Uno de ellos —susurró—. Me convertí en uno de ellos. No son muchos… Son sólo uno. Te quieren a ti…

—¿Por qué? —insistió Ingold.

Lohiro continuó como si no hubiese oído.

—Yo lo sé…, soy un estúpido. Lo siento. Sé que… El musgo… Los esclavos de los Seres Oscuros… —volvió a toser una vez más como si se ahogara en sangre—… los hielos del norte…

La dorada cabeza cayó hacia atrás. Un momento después los dedos largos y blancos soltaron las mangas de la túnica de Ingold y el cuerpo alargado y flexible de Lohiro se convirtió en un peso muerto en sus brazos. Durante un rato Ingold permaneció sentado en la oscuridad, abrazando el cuerpo del hijo que había matado. Finalmente dejó el cadáver dulcemente en el suelo y se puso en pie con el rostro terriblemente contraído, tan rígido como el de una estatua de piedra.

—Ven —dijo con calma—. Si los Seres Oscuros están ahí abajo, pronto vendrán a buscarnos. —Desapareció por la puerta y regresó unos momentos después tirando de las riendas de Che. Recogió su espada y la enfundó mientras Rudy recogía su arma y el báculo con la hoja de media luna de Lohiro.

Afuera, la tormenta continuaba incansable: la lluvia y el viento azotaban la ciudad con furia redoblada. Ingold se puso la capucha, que envolvió su rostro en sombras, y se arrolló al cuello la húmeda bufanda desflecada. Entonces se detuvo y se volvió para echar una última mirada al cuerpo de Lohiro. Yacía desplomado en el lugar donde había caído, y su sangre formaba un gran charco sobre el suelo pulido.

Ingold permaneció así un buen rato, como si quisiera grabar fielmente aquella escena en su memoria. De repente el cuerpo del archimago muerto comenzó a arder. La roja luz dorada mostró claramente sus afilados rasgos, sus largas y elegantes manos y su brillante cabellera mientras se transformaban en fuego. La pira alcanzó el cielo raso y lamió las vigas del techo. Su resplandor iluminó el rostro tranquilo y los ojos torturados de Ingold. Rudy mantuvo la vista clavada en la tea ardiente del cadáver hasta que la carne empezó a retorcerse entre los huesos ennegrecidos, y apartó la mirada, incapaz de resistir la visión. El olor de la carne achicharrada era sofocante.

Al poco rato, oyó a Ingold tirar de Che hacia las escaleras y salió tras él al exterior bajo la tormenta.

De este modo se marcharon de Quo, como ladrones que huyen al amparo de los vientos huracanados. Los Seres Oscuros quedaron atrapados dentro de las murallas de aire y atrás quedaron también las ruinas del mundo de los magos y las esperanzas de que la magia pudiera ayudar al género humano. Cuando amanecía acamparon en lo alto de las colinas, y Rudy durmió el profundo sueño del agotamiento más absoluto. Se despertó por la tarde y vio a Ingold en la misma postura en que lo había visto por última vez. Se abrazaba las rodillas, y sus ojos ausentes seguían clavados en las ruinas que se extendían a la orilla del océano gris, llorando en silencio.