CAPÍTULO TRECE

La noche recorría los pasillos de la Fortaleza de Dare transportando la oscuridad y la suave agitación de los durmientes de celda en celda y de corredor en corredor por aquellos antiguos laberintos. Aparte de las suaves e inquietas corrientes de aire, la calma reinaba en la fortificación. Sólo se oían de vez en cuanto los gemidos y los gritos sobresaltados de los que sufrían espantosas y posiblemente idénticas pesadillas.

El leve resplandor de la lámpara iluminaba las ampollas de un reloj de arena, y lamía la horquilla de plata de Jill y se reflejaba en la cera gastada de las tablillas con un tono amarillento y en la intrincada decoración del estrecho candelabro con un rojo caoba, como el de un vino tinto añejo. En el estudio reinaba un silencio absoluto.

Era el nuevo estudio donde Alde y ella habían trasladado la creciente colección de tablillas de cera y documentos, así como la gran cantidad de extraños objetos que habían recuperado del sótano. La luz de la lámpara dibujaba los contornos de los objetos que había sobre la mesa: poliedros color blanco lechoso o gris transparente, unos cuantos cristales tallados, extraños artefactos tubulares de oro y cristal, y objetos indefinibles de metal y madera con extrañas formas, algunas duras y angulares, otras sinuosas y de líneas suaves, pilas de tablillas de cera y montones de pergaminos sucios, emborronados y descoloridos. Eran las piezas del rompecabezas que Jill luchaba por desentrañar, y empezaba a temerse que la respuesta llegaría demasiado tarde.

Para ella, el mensaje estaba ahora muy claro. Lo había ido rastreando como una pista largamente olvidada, a través de sus notas, de las palabras y las lenguas antiguas, de la evolución de los dialectos… Las correlaciones no eran invariables, pero allí estaban. No habían existido ciudadelas mágicas junto a todos los nidos de los Seres Oscuros en los tiempos antiguos, cuando los hechiceros, videntes y grandes magos ostentaban en las tierras del norte un poder comparable al de la poderosa Iglesia en el sur. Pero, sin embargo, todas las ciudadelas de los magos, y las grandes ciudades que habían crecido a su alrededor, habían sido erigidas cerca de un nido.

Jill dejó la horquilla de plata sobre la mesa y comenzó a caminar por la habitación. Le dolía la espalda y sus músculos protestaban violentamente por los renovados rigores del entrenamiento; le dolían las manos, encallecidas de tanto empuñar la espada, y tenía los dedos tan rígidos que le resultaba difícil hasta escribir. Una descuidada maraña de pelo le enmarcaba el rostro y caía por su espalda en una apretada trenza. Le dolía la cabeza de fatiga, de miedo y de preocupación. Imaginaba cómo debía sentirse Ingold después de intentar inútilmente contactar con Lohiro, de conducir la caravana de supervivientes de Gae y Karst hasta la Fortaleza cuando debía haber emprendido ya el camino hacia Quo. «¿Y quién le agradece todo lo que está haciendo?», se preguntó amargamente. «¿Y a mí qué me importa? —Se preguntó con desesperación—. ¿Por qué me preocupo, por qué sufro por él y comparto su dolor? Este mundo no tiene nada que ver conmigo, y al final volveré al mío, a un lugar donde brilla el sol y nunca falta la comida. ¿Por qué me hace sufrir tanto todo esto?».

Pero como Ingold siempre decía, la pregunta es la respuesta. «Si es que tanta falta te hace una respuesta», añadió irónicamente ella.

—¿Jill?

Alzó la vista. Minalde sopló la vela que llevaba y entró en el estudio. Estaba pálida y cansada, como después de una jornada de trabajo extenuante. En cuanto entró en el pequeño círculo de luz, Jill observó que había estado llorando.

No había necesidad de preguntarle por qué. Jill sabía que se había celebrado una sesión del Consejo por la tarde, y Alde todavía llevaba el vestido que se había puesto para la ocasión.

Era un vestido de terciopelo negro de cuello alto, con las águilas doradas de la Casa de Dare bordadas en oro, relucientes como el fuego. Las trenzas enjoyadas brillaban con fuerza. Así era Alde la reina, una mujer distinta de la chica con vaporosas faldas de campesina y gastado corpiño que recorría los pasillos de la Fortaleza como si siempre llegara tarde.

Se sentó en una silla baja y se quitó mecánicamente los anillos y los pendientes. Su rostro estaba rígido y blanco. Jill se sentó frente a ella y se puso a jugar distraídamente con su horquilla de plata.

—No sé cómo es capaz de hacerme esto —dijo Alde, muy nerviosa, al cabo de un rato.

Un anillo de sello tallado en un solo rubí como la sangre resbaló entre sus dedos y cayó sobre la mesa con un ruido duro y seco.

—¿Cómo fue el Consejo? —preguntó Jill suavemente.

Alde sacudió la cabeza y se tapó la boca con las manos para evitar que temblara. Finalmente, se aclaró la voz.

—No sé por qué insiste en hacerme daño cuando se pone así, pero lo hace. Jill, sé que tengo razón. Quizá quiera… nadar y guardar la ropa a expensas de nuestros aliados. Pero ellos pueden alimentar a sus propias tropas, y nosotros no. No, si queremos tener el suficiente grano para sembrar en primavera. Y sí, ya sé que teníamos compromisos comerciales con ellos sobre el grano y el ganado, pero se firmaron hace muchos años, y todo ha cambiado por completo, y sé que estoy intentando aplazar el pago de una deuda cuando las cosas van peor; pero ¡maldita sea, Jill!, ¿qué podemos hacer? —Su voz enronquecida se alzó casi imperceptiblemente—. ¡No pienso ceder una parte del reino para pagar esas malditas deudas! He aprendido bastante de ti y de Govannin sobre los precedentes legales. Si firmo ese tratado…

—Espera un momento —repuso Jill mientras intentaba evitar que la rabia y el dolor se apoderaran de su corazón—. ¿Qué tratado? ¿Qué parte del reino quieren que les des?

Sus palabras interrumpieron el torrente de emociones de Alde como la arena que para la llegada de una ola y mitiga su ímpetu. Se quedó inmóvil un momento, sus dedos blancos jugueteando con el montoncillo de joyas que tenía delante, una diminuta hoguera de brasas púrpura, azul celeste y dorado.

—Penambra —dijo finalmente.

—¡Penambra! —exclamó Jill, horrorizada—. ¡Es una locura! Ese puerto de mar es la llave de todo el mar Circular. Si firmas y lo entregas al imperio de Alketch, dominarán toda la costa.

Alde la miró desesperada.

—Lo sé —dijo—. Y sé que está inundada y que ahora no hay allí nada más que Seres Oscuros, ruinas y bandidos. Ni siquiera podremos conservarla si no conseguimos crear una…, una cabeza de puente en Gae. Alwir dice que simplemente sería pagar al emperador de Alketch en moneda falsa, y que siempre podríamos recuperar Penambra más adelante. Quiere cerrar un trato con Stiarth a toda costa.

—No has firmado, ¿verdad? —preguntó Jill, preocupada. Alde sacudió la cabeza.

—Después dijo que estaba firmando la sentencia de muerte del reino. —Se enjugó las lágrimas y se sonó la fina nariz, enrojecida e irritada—. Dijo que yo había condenado a mi pueblo a pudrirse aquí en la Fortaleza mientras el reino estaba siendo despedazado entre los Jinetes Blancos y Alketch, y que todo era porque me aferraba… al orgullo de ser reina.

El temblor con que pronunciaba aquellas palabras dio a Jill la clave del problema. Las acusaciones de Alwir tenían generalmente su pizca de verdad, al menos la suficiente para sembrar la duda en la mente de su oponente sobre sus motivaciones. Al principio probablemente Minalde se había jactado de ser reina, el orgullo formaba parte del papel. Y, conociendo a Alde, seguramente se sentía culpable por ello, e incluso al admitirlo había puesto un arma en manos de su hermano.

«Cerdo», pensó Jill fríamente.

—Mira —razonó Jill—. Si Stiarth decide retirarse, cosa que tardará en hacer, ya que al emperador le encanta la idea de que otros luchen por él, ¿qué hemos perdido? Para empezar, todo el plan de invadir las madrigueras es una jugada demasiado arriesgada.

Las mejillas de Alde enrojecieron y ella apartó la mirada rápidamente.

—Eso es lo que él dijo —murmuró—. Que yo… quería arruinar la expedición.

—¿Por qué? —preguntó Jill secamente.

Alde ocultó la cara entre las manos.

—Dice que Ingold me ha estado emponzoñando el alma. Y a lo mejor tiene razón. Hace un año…

—Hace un año tenías a alguien que tomaba las decisiones del reino —dijo Jill de mal humor.

Alde sacudió la cabeza tristemente.

—Jill, él sabe más que yo de estas cosas.

—¡Y un cuerno! Tu hermano sabe mucho, pero sólo de lo que quiere saber, y ésa es la verdad, por mucho que te duela. —Alde parecía petrificada, y Jill continuó con más suavidad—: Oye, ¿has cenado algo…? Entonces tu nivel de azúcar en la sangre debe de estar por los suelos. Te buscaré algo de comer en la sala de guardia, y deberías tomarte un vaso de vino e irte a la cama.

Pero Alde no se movió.

—Él me quería, Jill —murmuró en voz casi imperceptible—. El antes me quería.

«Te quería como un hombre quiere a un destornillador de veinte dólares —pensó fríamente Jill— porque es una buena herramienta».

Pero como sabía que en el fondo de su corazón su amiga era consciente de ello, guardó silencio.

—¿Cómo se lo tomó Maia? —preguntó para cambiar de tema.

Alde la miró con ojos muy abiertos.

—Estaba furioso —dijo—. Nunca lo había visto tan enfadado, ni siquiera cuando Alwir les negó la entrada en la Fortaleza. No lo mostró claramente, al menos en presencia de Stiarth, pero después… Siempre ha sido tan amable… Govannin usará esto contra Alwir. —Sacudió la cabeza lentamente, con gesto cansado—. Y por otra parte, no puedo provocar un cisma en la Fortaleza poniéndome del lado de ellos y en contra de él. No sé por qué me preocupa tanto todo esto…

«Estás preocupada porque él así lo quiere», pensó Jill sombríamente. Se volvió hacia la puerta al oír que se aproximaban unas suaves pisadas.

—¿Quién anda ahí? —preguntó. Los pasos eran de mujer, y no era una guardia.

—¿Jill-shalos? —Una lucecita sucia y mortecina apareció en el oscuro marco de la puerta. Iluminaba débilmente una descuidada trenza roja—. Me han dicho que mi señora Alde estaba aquí.

—Pasa, Lolli. —Alde se irguió en su silla mientras la corpulenta penambria entraba en la habitación como de puntillas—. ¿Cómo está Snelgrin?

A Jill nunca dejaba de sorprenderle cómo incluso el más humilde de los habitantes de la Fortaleza parecía aceptar a Minalde como reina y como amiga a la vez. Con frecuencia veía a Alde recorrer la Fortaleza durante el día, casi siempre con Tir, y sentarse en los bancos que flanqueaban los canales de la gran Sala Central a charlar con las mujeres mientras lavaban; o entrar en las salas de la guardia o de las tropas de Alwir y conversar tranquila y animadamente con algún viejo veterano cubierto de cicatrices.

—Mi señora, no está bien —dijo Lolli en voz baja—. Por eso he venido. Tú conoces a las personas. ¿Sabes de enfermedades también?

Alde negó con la cabeza.

—Pero ¿no has estudiado? ¿No has leído libros?

—Algunos, un poco. Pero no podría…

—He hablado con Maia, pero no ha podido darme una solución. Y ese Bektis, el brujo… Perdóname, señora, ya sé que pertenece a tu Casa, pero no sabe ni cómo quitar verrugas, así que esto…

—¿Cómo? —preguntó amablemente Alde—. ¿Qué le ocurre a Snelgrin? ¿Está enfermo?

—¡No! —exclamó desesperada la mujer—. Está fuerte, tan fuerte como un roble, pero ha cambiado. Después de aquella noche.

—Después de pasar una noche fuera —comentó Jill con voz suave—, no es de extrañar.

—No —insistió Lolli—. Eso dice Bektis, pero no es así. —Sus ojos zarcos buscaban los de Alde, imploraban su comprensión—. A veces pienso que no es Snel. Que no es él.

—¿Qué? —gritaron las dos jóvenes casi al unísono. Alde preguntó—: ¿Cómo puedes decir eso?

—No lo sé. Si lo supiera, sería más fácil. —Lolli escondió el rostro entre sus manos de nudillos enrojecidos—. Se olvida de cosas, de cosas que debería saber, como… dónde vivía en la Fortaleza, o por qué salió fuera aquella noche. Hay días que sólo vagabundea. ¡No sé qué hacer, mi señora! Y casi no habla. Sólo de vez en cuando, pero es… diferente.

Los ojos de Jill se encontraron con los de Alde por encima de la cabeza pelirroja.

—¿La impresión? —preguntó Jill en un susurro, y Alde asintió con la cabeza.

—No es sólo por la impresión. —Lolli levantó la cabeza y miró a las dos mujeres con ojos suplicantes—. No es sólo por la noche que pasó fuera, esperando que los Seres Oscuros se lo llevaran. Es que cuando me toca… —Una mirada de aversión se le dibujó en el rostro, y los labios esbozaron una mueca de horror—. No puedo soportarlo. No llevamos casados más que unas pocas semanas, y sólo queríamos ser felices. Ahora parece… No puedo soportar que me toque. No es él, y por Dios que no sé lo que es. ¡Oh, Snel! ¡Snel! —susurró desesperada.

Alde puso sus manos en los hombros de la mujer y le frotó los músculos temblorosos y tensos. Lolli volvió a bajar la cabeza y siguió llorando suavemente, como un animal asustado. Durante un buen rato se hizo el silencio, roto sólo por sus gemidos, pero había algo en la calidad de aquel silencio que hizo alarmarse a Jill. La luz dorada se proyectaba en su enredado pelo cobrizo, en los nudillos de Alde, y en el azul oscuro del iris de sus ojos. Su mirada se cruzó con la de Jill. Era una mirada preocupada, interrogante.

—Lolli —preguntó Jill al cabo de un momento—, ¿dónde está ahora? ¿Dónde está Snel?

La mujer sacudió la cabeza en gesto cansado, dando a entender que lo ignoraba.

—Sólo el Señor lo sabe —murmuró—. Se pasa las noches vagando por la Fortaleza. No sé por dónde. Tiene los ojos muertos y en su cara no hay expresión. Es mi marido, y yo le quería, pero no me atrevo a quedarme a solas con él.

—No, por supuesto que no —asintió Alde—. Escucha, Lolli, todavía vives en la misma celda que antes, en el quinto nivel, ¿verdad? Lo que tienes que hacer es irte a otro lado. Coge tus cosas y busca otra celda, preferiblemente con alguien. ¿Crees que Winna te dejaría dormir en el suelo de su celda esta noche? —Winna era la muchacha que se había hecho cargo de los huérfanos de la Fortaleza, en cuya compañía habían visto a menudo a Lolli—. Le pediré a Janus que sus guardias busquen a Snel, y cuando lo encuentren, Jill y yo hablaremos con él. A lo mejor es sólo algo pasajero. Sólo ocurrió hace dos días…

—Dos días —susurró la mujer—. Y dos espantosas noches.

—Ven —dijo Alde pasando sus brazos por los hombros de Lolli cariñosamente—, ahora necesitas descansar.

«Alde acaba de soportar un duro combate político y el hombre cuya opinión más le importa la ha maldecido —pensó Jill—. Y todavía tiene fuerza para ser amable y preocuparse por los problemas conyugales de sus súbditos».

Mientras seguía a las dos mujeres con la lámpara en la mano para localizar las celdas de los huérfanos, Jill sacudió la cabeza, sorprendida ante la capacidad de la joven reina para ayudar a los demás.

A aquellas horas los corredores estaban desiertos y las celdas que los flanqueaban silenciosas. Jill se estremeció, oprimida por la terrible oscuridad, y al mismo tiempo sorprendida por su propia reacción. Había recorrido los pasillos de la Fortaleza muchas veces y nunca había sentido el peso de aquel extraño temor. En dos ocasiones volvió la vista atrás como un gato asustado, pero la luz de la lámpara no reveló nada en las espesas sombras, sin embargo se sentía a merced de una curiosa sensación de horror inminente, y se encogía de miedo ante cualquier recoveco ciego de los pasadizos.

El recinto de los huérfanos estaba en el nivel cuatro. Había luces encendidas. Winna, una muchacha de diecisiete años, estaba sentada entre las mantas apiladas con un camisón raído, intentando sin éxito calmar a un niño no mucho mayor que Tir que lloraba desconsoladamente. Otros niños de ojos soñolientos los rodeaban, llorosos e inquietos, todos con aspecto de haber tenido pesadillas. Cuando Tad, el pastor, el segundo de Winna, las invitó a entrar, la adolescente levantó la vista.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alde.

Winna sacudió la cabeza.

—Parece que ésta es la noche de las pesadillas. Primero Lydris, luego Tad, y ahora Prognor.

—Yo no he tenido pesadillas —protestó Tad, ansioso por diferenciarse de sus inferiores.

—No —corrigió Winna—, tú eres mayor para llamarlo pesadilla, pero digamos que ha sido un mal sueño. ¿Qué puedo hacer por ti, Alde?

«Aquí hay otra persona —pensó Jill—, que a pesar de todos sus problemas todavía se busca más».

Winna escuchó atenta las explicaciones que Alde le susurró y los menos coherentes comentarios de Lolli mientras asentía lentamente y acariciaba los rubios cabellos del niño que tenía en el regazo. Los pálidos rostros y los grandes ojos que flotaban incorpóreos en las espesas sombras de la habitación pertenecían a los huérfanos cuyos padres había perecido en las ruinas de Gae y en la masacre de Karst. «Los niños descarriados de Peter Pan —pensó Jill—, pequeños sobrevivientes de la destrucción del mundo». Cuando tanto ella como Alde se marcharon, lo último que vio en la celda fue a Winna haciendo sitio a Lolli entre los demás niños mientras Tad y algún otro de los mayores les ofrecían compartir sus mantas.

—¿Tú qué piensas? —preguntó Jill cuando ambas volvieron a internarse en la oscuridad del laberinto. El propio movimiento de la lámpara reflejaba en las paredes monstruosas repeticiones de sus dos siluetas, que las seguían como espías inexpertas.

Alde se encogió de hombros mientras intentaba recomponerse con los dedos la gruesa trenza cuyos nudos enredados caían como seda enmarañada sobre la negrura y el fuego de su vestido.

—No lo sé —dijo, titubeante, Alde—, pero Lolli tiene miedo. ¿Es posible que el miedo a los Seres Oscuros haya vuelto loco a Snelgrin?

—Es lo que yo temía —dijo Jill—. Y créeme, la idea de un loco suelto en la Fortaleza en plena noche no me tranquiliza demasiado.

—Al menos tú estás armada —añadió Minalde—. Creo que el siguiente paso debería ser hablar con Janus. Pero si Snelgrin está loco, ¿qué vamos a hacer? ¿Encerrarlo? ¿Alimentarlo durante todo el invierno con un grano que podría plantarse en primavera? ¿Hacer que alguien le corte el cuello, como…? —Se detuvo en seco, pero Jill adivinó el final de la frase. «Como el Halcón de Hielo hizo con Medda». Medda, cuya mente había sido trastornada por los Seres Oscuros, había sido la niñera de Alde. En el camino de Karst a Renweth nadie hubiera podido hacerse cargo de una pobre loca, ni tampoco hubiera tenido ningún sentido. Alde lo sabía, y lo comprendía. Pero de lo que Jill estaba segura era de que nunca había llegado a perdonar al Halcón de Hielo por haber sido elegido para realizar el trabajo.

—¿Será peligroso?

—No lo sé. ¿Hay alguna manera de averiguarlo?

—Claro —dijo Jill cínicamente—. Las autoridades de mi país la utilizan mucho. Cuando alguien pierde la cabeza, esperan a que mate a alguien, y entonces lo encierran. Si no, no podrían estar seguros.

Alde la miró, incrédula.

—No hablas en serio.

—Te lo juro.

—¡Pero es horrible!

Jill, a cuya abuela habían matado unos drogadictos, conocidos en todo el barrio, por el dinero que llevaba en el bolso, se encogió de hombros.

—Sí.

Pasaron por una escalera que llevaba a los niveles superiores, en cuyo vano alguien había tendido ropa a secar aprovechando el aire más cálido de la noche. No se veía luz arriba, pero en la siguiente escalera pudieron ver el débil resplandor de una vela, procedente de la puerta con cortina de una celda, y al fondo se oía la voz de un hombre cantando una nana. Las chicas bajaron las escaleras, y la oscuridad del corredor las recibió como si fuera un gran bostezo. Cuando el aire de la ventilación jugó con su pelo, Jill volvió a experimentar aquella sensación de horror indefinido, como un ultrasonido que se percibe pero no se puede llegar a oír. Recordó lo que dijo Winna acerca de los tres niños que habían tenido pesadillas.

—Alde —preguntó en voz baja—, ¿no sientes nada?

—¿Como qué? —Alde se detuvo. Las sombras del pasillo se cerraron en torno a ellas.

—Quédate quieta un momento.

Transcurrieron sus buenos cuarenta segundos, el silencio era espeso y casi palpable. Jill, consciente por un instante de la enormidad de la Fortaleza y de la oscuridad que envolvía sus pasillos y celdas, se estremeció.

—No —dijo—. Vámonos, Jill. ¿Tú qué sientes?

—Creo que los Seres Oscuros están ahí afuera —dijo Jill—. Sentí lo mismo la noche en que atacaron. Rudy también lo sintió, e Ingold. Tad me contó después que había tenido pesadillas aquella noche.

Alde echó un vistazo rápido a su alrededor.

—¿Y las puertas? —susurró—. ¿Aguantarán?

—Eso creo. Los conjuros de Ingold están en ellas. —Jill no pudo reprimir un temblor al recordar la terrible oscuridad del pavoroso túnel. Ahora, más que nada en el mundo, deseaba que Ingold hubiera estado de vuelta en la Fortaleza, por su poder, por la simple fuerza de su presencia y por su capacidad de ahuyentar al miedo.

—¿Dónde estará Janus?

—En la sala de la guardia. —Caminaban de prisa por pasillos secundarios y escaleras, doblando esquinas ciegas que parecían adentrarse más y más en la oscuridad. Bajaron otro tramo de escaleras, esta vez construidas en la piedra original de la Fortaleza, negra, suave y pulida. Los ojos verdes de los gatos brillaban con intensidad en los rincones, más allá del haz de luz de la lámpara. Jill sintió el impulso de desenvainar la espada—. Y deberíamos despertar a Alwir y contárselo también a él.

—Sí. —Alde caminaba en silencio delante de Jill con la lámpara en alto—. No debe llevar mucho tiempo dormido, y si los Seres Oscuros están fuera… ¡Oh…! —exclamó cuando tomaban el corredor principal del Sector Real. Algo pequeño y blanco avanzaba decidido hacia ellas reptando por el suelo—. ¡Oh, eres un demonio!

A lo lejos, Jill reconoció al pequeño Tir que se arrastraba con su habitual osadía en busca del precipicio más cercano. Todavía no sabía caminar, pero había perfeccionado sus técnicas de locomoción notablemente. Sólo se veía el camisón blanco en la oscuridad como un contorno borroso, como si fuera un conejito correteando alegremente en una noche de lobos.

Entonces vieron moverse algo en la oscuridad, detrás de él.

Al principio Jill no estaba segura. «Un hombre», pensó. Tenía algo en la mano, y había salido sigilosamente de la habitación de Minalde. Jill no hubiera sabido decir después cómo pudo ver aquellos ojos en la oscuridad, pero los vio.

Cuando Alde gritó, Jill ya estaba a medio camino del corredor, con la espada en la mano, desde donde distinguió borrosamente a Snelgrin, y vio que lo que tenía en la mano era un hacha. Él debió verla venir y oír el grito de Alde, pero tenía los ojos fijos en el bebé que gateaba a pocos metros y se movió con rapidez. Instintivamente Jill cogió a Tir por el extremo del camisón y tiró de él. El niño se deslizó suavemente por el suelo hasta tropezar con la pared en el momento justo en que el hacha golpeaba haciendo brotar chispas de la piedra donde había estado un momento antes. Jill estaba demasiado cerca del hombre como para herirle con la espada, y sin pensarlo golpeó al hombre en la cara con la pesada empuñadura. Vio cómo se partía la nariz y se abría la carne, pero aquellos ojos muertos no parpadearon ni una sola vez. El miedo le paralizó sus miembros y un frío helado se apoderó de ella. Intentó retroceder, pero él la cogió por el pelo, como si fuera una pluma, y Jill sintió que su cabeza golpeaba la pared con un crujido. Tir lloraba aterrorizado con gritos salvajes y agudos, ya que Snelgrin se había vuelto hacia él empuñando el hacha, con el rostro ensangrentado.

Alguien le arrancó la espada a Jill de las ateridas manos. Era Alde, que, como una fiera, cayó sobre el hombre blandiendo la espada, inexperta pero ferozmente, ardiendo de rabia. Snelgrin retrocedió, levantando los brazos convulsos para protegerse la cara. El corredor se estaba llenando de gente, de gritos, de luces que bailaban enloquecidas por las paredes. El llanto de Tir se introducía en el cerebro de Jill como un taladro. Medio inconsciente, Jill vio al enloquecido Snelgrin barrer a Minalde de su camino como si se tratara de una polilla, agachar la cabeza, y correr ciegamente hasta desaparecer en la oscuridad.

Jill corrió hacia Tir, que lloraba desesperadamente junto a la pared, y lo cogió en sus brazos. No parecía estar herido. Entonces una mujer de cabellera revuelta y rostro ensangrentado le arrebató el niño y se arrodilló despacio en el suelo, meciéndolo contra su pecho y arrullándolo.

—Alde —susurró Jill mientras rodeaba los hombros de la chica con un brazo—. Tir está bien, está perfectamente. ¿Tú estás bien?

La oscura y enmarañada cabeza asintió, y alguien cogió violentamente a Jill por el brazo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alwir con expresión demudada. Por el corredor se acercaban ya sus soldados. No todos estaban vestidos, pero sí armados. Stiarth también estaba allí, todavía oliendo a mujer, envuelto de cualquier manera en una bata. Así no parecía tan digno.

—Snelgrin —dijo Jill secamente—. Está loco.

—¿Quién? —preguntó el sobrino del emperador.

—El hombre que se quedó fuera la otra noche se ha vuelto loco —explicó Jill entrecortando las palabras mientras Alwir se arrodillaba para abrazar a su sollozante hermana. No hizo ademán de ayudarla a levantarse, simplemente la mantuvo abrazada mientras ella se aferraba a él con desesperación.

—Pero ¿por qué?

—Porque… —empezó a decir Jill, y se detuvo en seco. Su mente ya estaba pensando en otra cosa. Casi sin darse cuenta de que hablaba en voz alta, murmuró—: Ha ido a abrir las puertas.

—¿Qué?

Pero Jill ya había echado a correr y se alejaba a toda velocidad por los negros corredores.

«¿Hasta qué punto conoce Snelgrin la Fortaleza? —preguntaba sin dejar de correr a ciegas por aquellos enredados laberintos que tan bien conocía después de semanas de investigación—. ¿Se arriesgará a atajar por la Sala Central para ahorrar tiempo? ¿Podrá detenerlo Melantrys en la puerta? ¿Hasta dónde llega la locura de Snelgrin? ¿Irá por delante de mí, o por detrás?».

No había tiempo para pensar. Entró como una flecha en una de las celdas vacías donde sabía que había una escalera que llevaba a la gran Sala Central, sin hacer caso de su vértigo ni del hecho de que la madera de la escalera tenía al menos varios cientos de años. «Es el camino más corto —se dijo a sí misma secamente—, y lo más que te puede ocurrir es que te rompas una pierna».

La madera crujió débilmente al empezar el descenso y la escalera se tambaleó bajo su peso. La gran sala era un inmenso vacío que se extendía a su alrededor, a través del cual podía oír débilmente voces, carreras y los agudos y distantes gritos de algún niño aterrorizado. Los entrenamientos con la guardia habían mejorado sus reflejos: cuando un peldaño cedió bajo su pie, Jill saltó limpiamente y aterrizó con las piernas flexionadas en el suelo. Miró a su alrededor y escuchó los sonidos de la oscuridad.

Todo estaba en calma, todo tranquilo, las antorchas iluminaban las puertas, pero no había rastro de la guardia. «¿Se habrán incorporado a la búsqueda? —se preguntó Jill—. Que Dios nos ayude, es lo único que faltaba». La idea de un loco homicida suelto en los laberintos de la Fortaleza era tan aterradora como el pensar que los Seres Oscuros podían anidar en su interior. Si Snelgrin había subido en vez de bajar, podía vivir durante años en el quinto nivel sin que nadie pudiera verlo.

«Excepto sus víctimas», pensó Jill.

Sin embargo, tenía razón, Snelgrin no había subido. Desde donde ella estaba, junto a las puertas del santuario, podía ver los portones interiores infinitamente lejanos bajo el parpadeante halo de luz de las antorchas. Sin saber bien por qué, echó a correr otra vez.

Estaba en el centro de la Sala Central cuando lo vio. Debía de conocer bien los laberintos de la Fortaleza, porque apareció por una pequeña puerta situada a la derecha de los portones, con el rostro desfigurado y cubierto de sangre. Jill vio que ahora llevaba un hacha mucho más grande y pesada. Agazapado como un animal, descorrió los cerrojos de las puertas interiores y las empujó. Se abrieron suave y silenciosamente. Las abrió del todo y calzó una cuña metálica bajo la hoja derecha de la puerta. El sonido del metal contra el metal resonó débilmente en toda la sala.

«¡Por Dios, va a abrir las puertas exteriores!».

Jill lanzó un grito de furia salvaje e incoherente, y cubrió a toda velocidad los últimos treinta metros que la separaban de los portones.

Snelgrin miró hacia arriba, todavía agachado al pie de los portones. Jill tuvo una confusa visión de su rostro. Era aterrador por lo extraño de su expresión, como si un ser sin músculos faciales intentara gesticular, porque de la boca floja le caía la baba a chorros. El hombre lanzó un feroz gruñido y se adentró en el tenebroso pasaje que conducía a los portones exteriores, unos instantes antes de que Jill lo alcanzara.

«¿Podrá ver en la oscuridad?», se preguntó en el momento en que de un salto alcanzó los últimos escalones y se internaba en el pasaje tras él. Pero con las puertas interiores ya abiertas, no había tiempo para especulaciones ni demoras.

Jill sabía dónde estaban los cerrojos de las puertas exteriores, así que se lanzó hacia ellos y de repente tocó carne. Ella ya había sentido en su anterior encuentro la fuerza de Snelgrin, que en la más completa oscuridad era avasalladora, aplastante. Unas manos de hierro la agarraron y la sacudieron violentamente y hasta sintió que el hacha le rozaba la pierna mientras intentaba hacer presa en alguna parte del cuerpo de su adversario. Jill gritaba enloquecida y rezaba para que los guardias aparecieran cuanto antes. El pesado cuerpo de Snelgrin cayó sobre el suyo, y entonces sintió junto a su oído la respiración áspera y ronca, y el apestoso olor a sudor rancio del hombre. Por un instante Jill pensó que había llegado el final. No podía respirar, una avalancha de estrellas brillantes pareció agitarse ante sus ojos, como si aquellas constelaciones cegadoras iluminasen realmente la escena: el rostro de Snelgrin crispado como el de un cerdo sobre el suyo, los ojos vacíos y abiertos de repente con algo parecido a una expresión de sorpresa. Una flecha le había atravesado la nuez. Con un ronco estertor se llevó las manos a la garganta, avanzó uno o dos pasos hacia la puerta para intentar abrir los cerrojos de los portones exteriores, pero como por arte de magia otra flecha silbó en el aire y se hundió en su nuca.

«Diez puntos para alguien», pensó Jill, y se desvaneció.

Cuando volvió en sí, toda la población de la Fortaleza parecía haberse reunido a su alrededor. Las voces eran un puro rugido doloroso en el interior de su cráneo. La luz de las antorchas era cegadora. Cerró otra vez los ojos e intentó volver la cara hacia otro lado.

Alguien le había puesto una toalla húmeda sobre la frente. Sorprendida, Jill intentó quitársela, y una mano huesuda le cogió por la muñeca.

—Tranquila, niña —susurró la voz seca de la obispo Govannin. Jill intentó incorporarse, pero rodó sobre un costado y de repente vomitó. Las fuertes manos de la obispo la cogieron por los hombros y la sujetaron firmemente.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jill cuando finalmente pudo hablar. Sentía que la cabeza le daba vueltas y le dolía el cuerpo. Notó que tenía el rostro cubierto de rasguños y magulladuras de las que no había tenido conciencia hasta entonces.

—Snelgrin ha muerto. —Los dedos esqueléticos de Govannin apartaron un húmedo mechón de pelo de la frente de Jill—. Como habríamos muerto todos si tú no le hubieras detenido.

Más allá del rostro grave y estrecho de Govannin, Maia de Thran atravesó el halo de luz de la antorcha, con el arco todavía en las manos.

—Snelgrin desaparecía por las puertas cuando yo salía de la iglesia —dijo—. Temí no llegar a tiempo.

—Sí, yo también. —Jill miró a su alrededor. Parecía que una muchedumbre se había reunido allí para verla. Estaba la mayor parte de la guardia, la mayor parte de los Monjes Rojos, el ejército privado de Alwir, y la mayor parte de los hombres de Maia; Melantrys con una herida en la cara, y un bulto del tamaño de una nuez en la sien derecha; Stiarth de Alketch vestido ahora con una especie de sarong floreado, y Alwir con su capa de terciopelo sobre el largo camisón, un poco abatido y algo más humano con los pies desnudos. Aparentemente tres cuartas partes de los hombres, mujeres y niños de la Fortaleza habían salido en ropa de dormir, si la tenían, o escasamente envueltos en sábanas. Jill vio al joven Tad, a la corpulenta viuda de Bendle Stooft, y a Winna, con la melena dorada recogida en apretadas trenzas. Y todos hablaban a la vez.

Janus salió del pasaje de los portones. Caldern y Bok, el carpintero, estaban todavía intentando sacar la cuña a martillazos. El cuerpo de Snelgrin yacía en el suelo a la luz de las antorchas, pero su expresión no tenía nada de humano. Jill sintió nuevas arcadas y se apartó.

Entonces oyó la voz de Bektis, que hablaba alto y rápido.

—Estoy seguro de ello, mi señor. Hay una gran concentración de Seres Oscuros ahí fuera. Las emanaciones de su perfidia han debido volverle loco…

Jill volvió la cabeza y lo vio junto a Alwir. Bektis estaba impecable con su capa de terciopelo gris y la larga barba plateada perfectamente peinada. «Interesante —pensó—. Alwir ha acudido inmediatamente y en camisón, mientras que Bektis se ha quedado tranquilamente en el Sector Real hasta estar seguro de que el peligro ha pasado. Probablemente con la cama cruzada tras la puerta. Bien, bien».

—No —dijo una suave voz a sus espaldas. Al mirar hacia arriba se encontró con los ojos de Maia. El obispo de Penambra se agachó junto a Jill y observó cómo Alwir, Bektis y Govannin empezaban a discutir a la luz de las antorchas.

—Snel no llegó a recuperarse de la noche que pasó fuera de la Fortaleza ¿no es así, Jill-shalos?

Jill asintió.

—Su mujer vino a hablar con nosotras.

—También habló conmigo —dijo el obispo. Miró a Lolli con ojos tristes y afectuosos. Cuando él y los penambrios se instalaron en la Fortaleza, Maia había vuelto a practicar la costumbre eclesiástica de afeitarse el rostro y el cráneo. Jill no se había acostumbrado todavía a ver aquella cara alargada, estrecha y de pómulos salientes sin la enmarañada barba negra—. Lolli es penambria y, como yo, sabe lo que es dormir fuera y esperar la llegada de los Seres Oscuros. Yo pensaba que podía haber sido porque estaba solo… pero yo conocía un poco a Snel. Era un hombre sin imaginación, y se necesita cierto grado de eso para volverse loco. Pero entonces yo no lo sabía. —Se sentó sobre los talones, puso sus manos deformes sobre las rodillas y apoyó el mentón sobre ellas; su largo y desgarbado cuerpo quedó enrollado como en un saco de huesos. Jill se apoyó en la pared. Le dolía la cabeza, le temblaba todo el cuerpo y no podía controlarlo. El obispo de Penambra continuó hablando en voz más baja—. Bektis, por supuesto, es un inepto en cuanto a sanar mentes. Pero he oído que Ingold Inglorion sí sabe hacerlo. Yo no debería decir esto —concluyó, y a través de su sonrisa brillaron sus blancos dientes—, pero lamento que no esté aquí.

—Ya somos dos, amigo mío —suspiró Jill.

Él la miró con curiosidad un momento, luego miró otra vez al cuerpo desmadejado, de gesto contraído y tenso y ojos inexpresivos.

—Todos sabíamos que los Seres Oscuros aniquilan la mente de los hombres —dijo—, pero ésta es la primera noticia que tengo de que son capaces de poner otra cosa en su lugar.