—¿Lo ves?
—¿Qué?
Ingold no respondió. Hundió las manos enguantadas en las anchas mangas de su túnica y observó a Rudy con expresión calculada recordando su propia juventud, cuando ensayaba nuevos encantamientos, como por ejemplo hacer que las aguas de un canal subieran o bajaran.
Una ligera brisa agitó las ramas de los álamos sobre sus cabezas, y la lluvia acumulada en las hojas amarillas los salpicó ligeramente.
—Quieres decir, el camino, ¿no? —preguntó Rudy mientras volvía la vista atrás. El recodo que había visto, o que creía haber visto, había desaparecido. Sólo se veía la carretera principal, con sus adoquines hexagonales desgastados que se alejaban serpenteando por el húmedo y sepulcral silencio del bosque.
Rudy miró inquisitivamente a Ingold, pero comprobó que el anciano no tenía la menor intención de ayudarle. Volvió a mirar los terraplenes enmarañados que se elevaban a los lados de la carretera, preguntándose cómo estaba tan seguro de haber visto allí un camino; pero no se veía nada. Sólo una loma de arcilla negruzca y húmeda, cubierta de hiedras y oscuros helechos, coronada por una fina pantalla de fantasmagóricos y sombríos abedules.
En algún punto lejano un caudaloso río bramaba por entre los árboles. El rumor del agua y la fragancia de la vegetación llenaban el aire. Con precaución, Rudy se arrastró por el manto de hojas amarillas hacia el borde del camino. Un canal rebosante de agua de las fuertes lluvias, impropias de la estación, separaba la carretera de la abrupta ladera.
Impulsado por no sabía qué fuerza (quizá sólo era la curiosidad de mago), Rudy comenzó a vadear el caudal de agua. Su pie tocó algo que parecía piedra y se preguntó cómo no había visto el puentecillo cubierto de musgo que cruzaba el canal ante sus mismos pies. Apenas tenía un par de metros de longitud y menos de uno de anchura, y salvaba el canal como si fuera un enano jorobado. Las primeras piedras del puente estaban casi cubiertas por la maleza, pero observando detenidamente el granito gastado, Rudy distinguió la runa que Yad había grabado en ellas. Era la Runa del Velo.
Más allá del puente, estaba el camino.
Rudy estaba seguro de que no lo había visto jamás, pero al mirarlo supo que lo conocía. La sensación de déjà-vu abarcaba todos los detalles: la forma en que las enredaderas cubrían los bordes del acantilado, como las cortinas de una casa poco cuidada, la alfombra de hojas amarillas que cubría el sendero y las grandes setas de sombrerillo negro que crecían por todas partes. Con un pie sobre el puente de piedra, Rudy miró hacia atrás, hacia donde estaba Ingold con el burro. El mago sonreía sin poder disimularlo.
—¿Lo ves? —dijo Rudy entusiasmado.
La sonrisa de Ingold se ensanchó aún más.
—Por supuesto. —Se dirigió hacia él con Che pegado a los talones.
Había llovido todo el día, y a pesar del relativo abrigo de los árboles, las gotas de lluvia, como temblorosas hojitas de plata, empapaban las ropas de los viajeros. Las estribaciones orientales de la cordillera Marítima estaban cubiertas de un espeso bosque, y el estruendo de la lluvia al caer sobre las hojas hacía pensar en el rugido del mar en medio de una tormenta. Había llovido durante los dos últimos días y los riachuelos habían crecido hasta convertirse en ríos y las llanuras en pantanos grisáceos que hacían el camino aún más difícil. Sobre los árboles, el cielo estaba todavía gris, frío y amenazador, pero aún así, resultaba más acogedor que las heladas extensiones de la llanura o que la amargura del desierto azotado por el viento. Rudy se estremeció bajo el capote de piel de búfalo y se preguntó si volvería a sentirse seco o caliente alguna vez en lo que le quedase de vida.
Incluso a finales de año, la cordillera Marítima seguía siendo hermosa, imponente y exuberante, en contraste con la grandeza estéril del desierto. Mientras avanzaba sobre la mullida alfombra de hojas empapadas del camino, Rudy sintió que aquella belleza le reconfortaba el alma. Disfrutó de la calma del bosque, de la riqueza de color y vida que le rodeaba, del contraste del negro de la corteza húmeda de los pinos y el rojo oscuro de los robles, y también de los extraordinarios juegos de luces y sombras. Por todas partes los rodeaba la vida y el movimiento: la rápida carrera de una ardilla roja de ancha cola al desaparecer detrás de un árbol o la risa aguda y áspera de un arrendajo. El sendero coronaba el terraplén y se alejaba por entre los árboles; luego subía la cresta de una loma cubierta de tamarindos amarillos para finalmente descender a través de un pequeño pasaje que Rudy hubiera jurado que no existía hasta que prácticamente estuvo delante.
El suelo, cubierto de hojas húmedas, estaba resbaladizo. La pierna apenas le dolía, pero seguía usando como bastón la lanza que le habían dado los Jinetes Blancos, y aún llevaba encima el capote de búfalo que le regalaron. Una nueva racha de viento hizo caer sobre ellos una nueva cortina de finas gotas de agua de los árboles y les llevó la fragancia húmeda y fría de las alturas. Las cumbres se escondían tras grandes masas de nubes, pero el penetrante perfume era como una música lejana que cautivaba el alma.
Contra todo pronóstico, habían llegado a la cordillera Marítima. Ya sólo les quedaba encontrar la entrada de Quo.
—¡RUDY!
El grito desesperado de Ingold lo devolvió bruscamente a la realidad, y una fracción de segundo más tarde algo chocó contra su cabeza, algo que para él no era más que un furioso revoltijo de plumas negras con pico, que al arremeter contra su rostro le rozó un ojo. De un manotazo Rudy apartó las garras de su cara, pero enseguida oyó el silbido de la flecha de Ingold que cortaba el aire y se hundía muy cerca de su cabeza. El enorme cuervo esquivó la flecha con un ronco graznido burlón, aleteó con fuerza hacia atrás y, con el pico ensangrentado, se alejó hacia los árboles de los que había echado a volar. Rudy permaneció tembloroso y jadeante mientras recordaba estúpidamente una película de Hitchcock que recordaba haber visto en su otra vida. Se llevó los dedos a la herida del pómulo y los retiró cubiertos de sangre. A su lado, Ingold escudriñaba los árboles con furia contenida; de sus ramas desnudas se elevó un torbellino de cuervos negros y el eco de su risa fue apagándose mientras el batir de sus alas hacía caer una lluvia de plumas negras y hojas muertas.
—¿Estás bien? —Ingold se volvió hacia Rudy, extrajo un pañuelo de entre sus ropas, y le limpió suavemente la herida.
—Sí —susurró Rudy—. Supongo que sí. ¿Por qué demonios me habrá atacado ese pájaro?
El mago sacudió la cabeza.
—Eso suele ocurrir por aquí en cuanto bajas la guardia. Eso, o algo peor.
Rudy cogió el pañuelo con manos temblorosas. Le escocía la herida por el frío. En cierto modo, se sentía peor que cuando el dooico le mordió la pierna. Por lo menos aquello se lo había esperado.
Nunca se estaba bastante preparado para atravesar las murallas de aire que rodeaban la ciudad de Quo.
Con frecuencia tenían la sensación de que los estaban siguiendo. Rudy se dio cuenta de que miraba constantemente a su espalda, incómodo por el espeso silencio del bosque. A veces, en algunos lugares, estaba convencido de que había cosas que no conseguía ver. Entonces se detenía y buscaba ese estado mental de calma que hace posible ver todo con la claridad del cristal, como aquella vez en el desierto, cuando tuvo la oportunidad de vislumbrar su propia alma. Y veía la forma de las hojas amarillas contra el sepia del suelo, y la tierra bajo el manto de los helechos, pero muchas veces no lograba desentrañar el misterio de aquellos puntos del bosque, aunque en una ocasión descubrió un camino que se alejaba de la carretera principal y rodeaba una alameda sinuosa que parecía mucho más alta y ancha de lo que en realidad era. Ingold le había seguido sin decir palabra. Otras veces, aquel punto extraño le producía un miedo irracional, una insuperable aversión a seguir adelante o a pasar junto a cierto árbol. En una ocasión, pasado uno de aquellos lugares, Rudy miró hacia atrás y distinguió el tenebroso contorno de la Runa de la Cadena en la oscura corteza de un árbol.
Al cabo de un rato Ingold lo detuvo y le enseñó un recodo del camino que atravesaba una cañada oscura y que él, por alguna razón, había sido incapaz de detectar. Una vez en el camino, se veía perfectamente, y entonces tuvo la desconcertante sensación de que lo había visto desde el principio.
—Me parece que debe de ser de lo más fácil perderse en este bosque —murmuró Rudy.
Ingold hizo ademán de cubrirse los ojos ante una luz cegadora.
—Deslumbrante —susurró—. La inteligencia de este chico es simplemente deslumbrante.
—¿De qué tienen miedo? —preguntó Rudy sin hacer caso al anciano.
—¿Miedo? —Ingold arqueó las cejas.
—No sé, se supone que ellos usan su magia para protegerse porque lo necesitan, cosa que dudo. ¿Quién podría atreverse a desafiar a los magos?
—Nunca subestimes las motivaciones humanas —le aconsejó Ingold—. Sobre todo si están inspiradas por la Iglesia. Recuerda cómo llaman al archimago: la mano izquierda de Satán. No hace tanto que el príncipe obispo de Dele declaró la guerra al Consejo y envió una expedición militar a Quo con las órdenes expresas de incendiar la ciudad y quemar a tantos magos como pudieran encontrar.
—¿Y les vencieron los magos? —preguntó Rudy con admiración.
—No fue necesario. La expedición no pudo ni acercarse a Quo. La lluvia y la niebla hicieron al grupo perderse en las estribaciones de las montañas. Finalmente volvieron a aparecer en la carretera principal, pero a pocos metros del lugar por donde se habían internado en las colinas. Los magos luchamos cuando es necesario, pero tenemos otras muchas formas de solucionar los conflictos. Espera un momento.
Rudy se detuvo, perplejo. Ingold lo tomó por el brazo y lo condujo por el estrecho sendero hacia el borde de un acantilado que se distinguía a través de los desnudos y suaves troncos de los árboles grises. Ingold se detuvo unos instantes y luego avanzó con una precaución que a Rudy le pareció ridícula, hasta que repentinamente se dio cuenta de que el borde del desfiladero estaba mucho más cerca de lo que él se había imaginado. Se asomó a un precipicio de paredes negras y amenazadoras del que la bruma apenas dejaba entrever su fondo erizado de rocas y árboles enanos. Mareado, retrocedió de golpe. Le parecía haber visto algo más entre las rocas, allí abajo, algo como las ramas rotas de los árboles, pero más blanquecino.
Miró con rapidez a su alrededor. El sendero mismo había cambiado. La niebla descendía lentamente sobre ellos desde los picos más altos, y los árboles que los rodeaban parecieron retroceder, como espíritus burlones de la niebla.
—Ya estamos muy arriba —dijo Ingold con voz tranquila y áspera, extrañamente incorpórea en aquel mundo frío y bidimensional—. A partir de ahora el camino será más difícil. Los encantamientos que hemos encontrado hasta ahora ya se habrán encargado de apartar a los indeseables o a los curiosos. Hasta aquí sólo llega quien quiere ser mago y puede detectar las trampas antes de que se cierren, o quien tiene poder y realmente busca hacer el mal a los magos.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —susurró Rudy, temeroso.
—¿Hacer? —La niebla se había cerrado sobre ellos, e Ingold era apenas una forma plana en la bruma con el rostro oculto por una capucha de sombras—. Disipar la niebla, por supuesto.
Vacilante, Rudy balbuceó las palabras que Ingold le había enseñado para convocar o alejar la niebla. Como un fantasma frío y pegajoso, la espesa bruma le acarició el rostro. Podía sentir el encantamiento que hacía concentrarse la niebla a su alrededor. Intentó vencerlo con todas sus fuerzas, pero era mucho más fuerte que su propio poder, más viejo e infinitamente más complejo. Se sintió solo, envuelto en una sofocante y húmeda mortaja.
El sudor y la humedad le empapaban la cara. Sintió el impulso de salir corriendo despavorido en cualquier dirección con tal de estar lejos de la maligna fuerza que mantenía la red de niebla cerrada a su alrededor.
—No puedo hacerlo —gimió desesperado.
Ingold chasqueó la lengua, dando a entender con ello que no estaba de acuerdo con su conclusión.
—«¡No puedo!». Si no puedes, nos tendremos que quedar aquí, o seguir el camino a ciegas. Pronto anochecerá.
—Maldita sea —se lamentó Rudy—, ¿no puedes enseñarme un hechizo más poderoso?
—¿Por qué? El que sabes es perfectamente adecuado.
—¡No, no lo es! Tú sí que podrías quitarte esto de encima como si fuera una telaraña…
—Con el mismo encantamiento, Rudy. —Ingold no era más que un contorno borroso en la niebla, pero su voz era reconfortante, como un fuego en medio de la nieve—. La fuerza de tus encantamientos es la fuerza de tu alma. ¿No te has dado cuenta? —Ingold se le acercó. Su capa de tosca fibra parecía bordada con perlas de rocío—. Según creces, tus hechizos crecen contigo.
—Pero ¿no te das cuenta? —dijo Rudy con desesperación—. Es…, es como si un niño tuviera que luchar contra un hombre. Nunca podría…
—Si sigues diciendo nunca —replicó Ingold suavemente—, terminarás por creértelo. Si está entre la espada y la pared, el niño tendrá que luchar contra el hombre, ¿no? Y puede vencer.
Rudy guardó silencio. En lo alto, el cielo se oscurecía perceptiblemente, y los primeros vientos helados de la noche caían desde las alturas invisibles…
Vientos. Los vientos interminables de las llanuras.
Con meticuloso cuidado, Rudy pronunció el hechizo que conocía para convocar a los vientos.
Eran fríos como el hielo, pero olían a piedra y glaciares de las cumbres. Soplaban con fuerza y regularmente, como guerreros lanzados al galope, haciendo huir a la niebla que los envolvía cual fantasmas asustados. Las nubes se dispersaron lentamente hasta dejar libre el sendero. Con fuerza renovada, los vientos azotaron el rostro y los ojos de Rudy con sus propios cabellos, y los árboles, como si estuvieran enfadados, dejaron caer una nueva cortina de finas gotas de agua sobre los peregrinos. Rudy emprendió de nuevo la marcha seguido de Ingold, que conducía al burro.
Aquella noche acamparon al raso, al abrigo de los picos más altos. Ingold rodeó el lugar con un conjuro de protección, visible para los magos como un débil anillo de fuego azulado, pero nada turbó su merecido sueño en toda la noche. Por la mañana el cielo estaba despejado. Ingold señaló a Rudy el pasaje que habían estado buscando, un estrecho corte en el muro aparentemente infranqueable de la montaña. A lo largo del día, el paso pareció desplazarse imperceptiblemente hacia el norte, y a veces la dirección escogida por Ingold parecía no llevar a ninguna parte.
Estaban atravesando una zona elevada, sin árboles, donde las rocas se alzaban sobre ellos como orgullosas diosas de piedra. Algún retorcido roble o matas de perfumado brezo crecían en las áridas pendientes de la montaña y los torrentes de agua descendían por ella como si fueran los hilos de un delicado encaje o rugían al abrirse paso entre las rocas en medio de una sinfonía de colores: ocre y dorado sobre el fondo del terciopelo verde del musgo. El camino era cada vez más peligroso. Subía y bajaba por el flanco escarpado de la montaña entre grandes cantos rodados, prestos a perder el equilibrio. En algunos lugares, el sendero estaba obstruido por grandes rocas o por grandes cantidades de piedras, posiblemente consecuencia de derrumbes anteriores. Rudy pensó hasta dónde habría llegado él solo si Ingold no hubiera estado a su lado.
Ahora Ingold abría la marcha, y distinguía los espejismos y los engaños del camino con una habilidad sobrenatural. Rudy estaba sorprendido de su propio cansancio, después de los esfuerzos del día anterior. A pesar de que intentaba concentrarse con todas sus fuerzas, no podía ver ni la mitad de los encantamientos que vio Ingold. Por ejemplo, a él nunca se le hubiera ocurrido cruzar los hirvientes rápidos de un furioso torrente, como hizo Ingold, a través de un vado que parecía el lugar más profundo y peligroso. Ni hubiera encontrado la senda que conducía a un extraño acantilado.
Porque allí había un puente.
—¿Qué problema hay con el puente? —preguntó Rudy.
El gran arco de piedra, verde de musgo y agua, se arqueaba orgulloso sobre el desfiladero; desde los arbustos espinosos y las rocas que tapaban el río se distinguía débilmente su sombra curva y azulada.
—Que no está ahí —respondió simplemente Ingold.
Rudy miró otra vez, luego caminó hacia el borde y golpeó la roca con su lanza. La madera resonó sólidamente en la roca.
—Hay partes de este camino que no me son familiares —continuó el mago—, y además creo que ha cambiado recientemente. Ahora es más peligroso, pero he cruzado este desfiladero docenas de veces y no había ningún puente.
—¿No pueden haberlo construido desde la última vez que estuviste aquí?
—¿Al principio del verano? No lo creo, el musgo está demasiado crecido. Mira cómo están de desgastadas las piedras a lo largo del pretil. Parece como si el puente hubiera estado ahí desde el principio de los tiempos. Y como yo sé que no ha sido así… —se encogió de hombros—, es que nunca ha estado ahí.
—Creo recordar —dijo Rudy con voz meliflua— algo que me dijiste una vez sobre negarte a creer a tus sentidos simplemente por estar convencido de que no puede ser verdad…
Ingold rió levemente al recordar la primera conversación que tuvieron en la vieja cabaña de las colinas de California.
—Un tanto a tu favor —dijo humildemente—, pero en este caso el problema es al contrario. Si después de cruzar el desfiladero por otros medios el puente resulta ser real y no una ilusión, admitiré que me llames todo lo que quieras y reconoceré mi necedad.
Pero cuando, magullados y exhaustos, coronaron el terrible ascenso después de tener que empujar al aterrado Che por la senda casi inexistente, Rudy miró atrás y vio que el puente de piedra no era más que una delgada cuerda, frágil como el hilo de una telaraña, alrededor de la cual los magos habían forjado la ilusión. Desde allí pudo ver también claramente el montón de huesos desperdigados en el fondo del precipicio.
Kara había hecho aquel mismo camino, pensó Rudy. Y también Bektis, e Ingold en su juventud. ¿Habría sido tan terrible entonces? El precio por alcanzar la sabiduría era muy alto.
—Oye, Ingold. Si Quo está a orillas del océano Occidental y las murallas de aire la protegen por el interior, ¿no ha intentado nadie asaltarla desde el mar?
—Sí, claro —dijo el mago—. Lo han intentado.
Rudy se lo imaginó, y recordó el horror que le producían el mar y las aguas oscuras, y pensó en las muchas cosas que podían ocurrir en aquellas profundidades tenebrosas. Y no eran pensamientos muy agradables.
Por otro lado no podía dejar de pensar en la otra cara del Poder, la que aislaba a los magos, la que los convertía en proscritos, en exiliados en su propio mundo, la que los mantenía unidos. Recordó la expresión de Alde la primera vez que él convocó al fuego.
«Tú mismo quisiste buscar la magia —se dijo a sí mismo—, pues aquí la tienes. Un puente inexistente, y abajo un montón de huesos».
Caminaron durante horas por estrechas gargantas o siguiendo los salientes de las rocas de los altos picos, traicioneros y resbaladizos a causa del hielo. Dos veces intentaron acortar por el desnudo y tostado flanco de la montaña, pero el terreno era demasiado abrupto. Al final, el camino desaparecía totalmente entre el caos de piedra. Mientras recuperaban el aliento sentados en una ladera desmoronada, Rudy miró hacia arriba intentando distinguir el paso, y vio con desesperación que habían calculado mal y que ahora estaba a varios kilómetros más al sur, coronado por glaciares que brillaban pálidamente en el cielo frío.
Ingold se apoyó en su báculo, inmóvil como una estatua. Sólo la tirantez de la boca y el brillo iracundo de sus ojos traicionaban sus pensamientos. A lo lejos, Rudy oyó el quejido del viento y el nervioso castañeteo de una serpiente de cascabel. Todo lo demás estaba completamente muerto, desprovisto de vida. El mago se dio media vuelta y desanduvo el falso camino sin decir palabra.
La tarde los sorprendió en un valle estrecho y profundo, cubierto de árboles, en cuyo extremo había un pequeño lago negro de aguas estancadas y aceitosas.
—Este lugar no me resulta familiar en absoluto —dijo Ingold con voz queda mientras observaba el espeso muro de árboles enmarañados que se alzaba a ambos lados del camino sin dejar apenas ver el cielo—. Sospecho que el bosque es más grande de lo que creemos. ¿Ves allí, aquel contorno borroso a lo largo de la ladera? Me sorprendería que pudiéramos cruzarlo antes de que caiga la noche.
Rudy miró por enésima vez a su espalda. Empezaba a odiar el olor del bosque, pero aquellas aguas le repugnaban aún más. Una bruma húmeda y blanca empezó a extenderse sinuosamente desde su oscura superficie. Alrededor de los árboles comenzaban a enredarse jirones de niebla.
—Sí —dijo—, pero yo preferiría intentarlo antes que acampar cerca del agua.
—Yo también, a decir verdad. —Ingold tiró del ronzal del burro y reanudó la marcha a través del bosque sin dejar de pronunciar en voz baja conjuros de escape.
La masa negra de árboles se hacía más y más densa, y el poco espacio del camino estaba cada vez más invadido de acebo, oscuras enredaderas y viñas silvestres cuyas raíces se esparcían por el sendero dificultando el avance de los peregrinos. Las nieblas del valle parecían seguirlos, como si fueran gatos blancos que se deslizaran sigilosamente por entre los troncos espinosos. La oscuridad se cerró aún más y Rudy, al intentar añadir sus propios conjuros a los de Ingold, sintió la magia que envolvía aquel lugar y lo convertía en una sola entidad tenebrosa, un laberinto de hostilidad y maldad. Dos veces perdieron el camino por completo, y Rudy empezó a preguntarse si los mismos árboles no se estarían moviendo.
—Esto se hace cada vez más monótono —jadeó Rudy después de haber tenido que detenerse por cuarta vez para limpiar de zarzas las alforjas de Che con la hachuela. El burro temblaba de pánico y tenía los ojos fuera de las órbitas—. Tenemos que retroceder y salir de aquí, e intentar dar un rodeo. Así nunca llegaremos a ninguna parte.
—Ya estás con tus «nuncas» —le reprochó Ingold. Pero en la oscuridad creciente Rudy pudo ver que el rostro del viejo tenía una expresión de preocupación bajo los rasguños sangrantes de los espinos. Avanzaron unos cuantos pasos y miraron hacia atrás. A su espalda no había ni el menor rastro de sendero alguno.
Rudy maldijo entre dientes, pero Ingold, más observador y más paciente, cerró los ojos, como si meditara, con la cabeza levemente inclinada. Después de un rato, Rudy vio cómo fruncía el entrecejo y notó que su respiración se hacía más profunda y acompasada. La oscuridad parecía espesarse como una red. Rudy empezó a oír constantes crujidos en la penumbra que los rodeaba. Algo silbaba entre los árboles, como si pasara una contraseña.
Finalmente los tensos hombros de Ingold se relajaron, y abrió los ojos.
—En mis tiempos había un bosque encantado en estas montañas —dijo—, pero no como éste. Por desgracia, como habrás podido comprobar, este valle está ocupado por uno de ellos, y las montañas que nos rodean son muy escarpadas, pero si seguimos adelante, tenemos la posibilidad de caer en una trampa, y si eso ocurriera, preferiría que fuese de día.
Volvieron sobre sus pasos, y Rudy vio que el camino que habían tomado al internarse en el bosque ahora había desaparecido. Murmuró unas cuantas maldiciones dirigidas a Lohiro y compañía, seguidas de unos cuantos conjuros de escape que Ingold le había enseñado. Era tan difícil salir del bosque como entrar, y cuando llegaron al extremo ya era noche cerrada. Acamparon entre los árboles, al lado de un río, e Ingold forjó a su alrededor un círculo protector dos o tres veces más grueso de lo habitual.
Hacía ya muchas noches que Rudy no buscaba la imagen de Alde en las llamas, pero Ingold seguía estudiando su cristal a la brillante luz del fuego. Rudy lo observaba, agotado física y mentalmente, y seguía el movimiento de sus ojos azules de tiburón imaginando qué vería entre las facetas centelleantes de su cristal. Recordó las visiones que había tenido en la mesa de cristal de la Fortaleza. Unos ojos azules tan intensos y fríos como el cielo le miraban, brillantes como la espuma diamantina de las olas que bañaban un esqueleto blanqueado. La imagen le acompañó hasta que se quedó dormido.
Soñó con huesos, huesos flotando en la oscuridad, aunque en el sueño él podía verlos en las tinieblas; el débil resplandor de la luz mágica iluminaba repetidamente las curvas de una calavera, de una costilla y de una pelvis. El moho seco y oscuro que cubría los huesos era resbaladizo y bullía con indescriptibles gusanos blancos. A su alrededor, los ojos de las ratas carroñeras brillaban en la oscuridad. Algo se movió pesadamente. Un sapo blanco sin ojos eructó groseramente desde lo alto de un cráneo deformado. Había muchos más sapos entre los huesos, revolcándose en la inmundicia mientras intentaban evitar la luz azulada. Rudy gimió e hizo un esfuerzo por escapar del horror del sueño, por apartar los ojos del odioso espectáculo que ahora cubría el suelo de la oscura e inhóspita caverna como un pantano putrefacto. Por todos lados se elevaban estalagmitas semejantes a árboles fantasmagóricos, rodeados de ojos rojos que centelleaban y parpadeaban inquietos. Oyó que unos pies furtivos pisaban el musgo seco y oscuro que se desmoronaba bajo su peso convirtiéndose en un polvo gris, cuando no estaba asquerosamente húmedo. Gimió otra vez, débilmente, asqueado. Esta vez, sin embargo, no fue él quien gritó sino el hombre que vio inclinado sobre la oscura entrada de alguna caverna un poco más allá. Rudy no podía ver su cara, pero lo conocía, lo hubiera reconocido en cualquier parte, pasara lo que pasase. La luz mágica brillaba en su pelo blanco y en la cicatriz de los grilletes, visible entre el guante y la manga de su túnica. Sólo se oía el rumor de millones de pequeñas patas que corrían entre el musgo y los huesos…
¡… entre la alfombra de hojas del bosque!
El agudo rebuzno del aterrorizado Che despertó a Rudy, empapado en sudor. El burro tiraba con fuerza del cabestro con las orejas echadas hacia atrás y pegadas al estrecho cráneo y los ojos desorbitados. Detrás de él, Rudy vio a Ingold de pie, al borde del pálido reflejo del círculo protector. Y más allá todavía, entre los árboles, se extendía un ilimitado mar de ojos rojos.
—¡Dios santo! —Rudy se puso en pie de un salto y buscó su bastón.
—Nada de luces —dijo Ingold en voz baja sin volver la cabeza. No había viento, pero aquel murmullo de pequeñas patas era capaz de destrozar los nervios de cualquiera. A pesar de no poder verlas, Rudy podía sentir el roce de sus cuerpos al retorcerse. Su olor seco y pútrido lo inundaba todo.
—¿Pueden atravesar el círculo? —susurró Rudy. Le pareció que la suave línea de luz brilló más fuerte entre las hojas del suelo.
—No —dijo Ingold suavemente.
Se oían crujidos sobre sus cabezas. Rudy miró hacia arriba. Las ramas de los árboles estaban repletas de ratas, como si fueran fruta podrida a punto de caer.
—¡Ingold, tenemos que salir de aquí!
—No haremos nada de eso —aseguró el mago con voz firme—. Mientras no se rompa el círculo, estamos a salvo.
«Confía en él —pensó Rudy desesperado mientras intentaba dominarse—. El sabe mejor que tú lo que hay que hacer». Todo el bosque parecía hervir de roedores, y los helechos parecían estar vivos y moverse con procacidad. De repente las vio claramente. Se movían como un río gris pardo sobre los nudos de las raíces de los árboles y en los troncos huecos. Con las narices arrugadas y enseñando los agudos y blancos dientecillos, trepaban por encima de la montaña que formaban sus propios congéneres y se revolcaban unas sobre otras. Che rebuznaba con desesperación y tiraba frenéticamente del ronzal.
Rudy vio horrorizado cómo la estaca a la que estaba atado el burro se salía de la tierra e intentó apoderarse del animal. Éste lanzó un gemido casi humano y reculó. El cabestro se deslizó por los dedos de Rudy y el burro sacudió la cabeza antes de echar a correr hacia la oscuridad.
Fue como si el círculo de luz nunca hubiera existido, hasta el punto que no habían terminado todavía de caer al suelo las hojas que Che había revuelto cuando las ratas se lanzaron sobre ellos como un río sucio, estridente y furioso. Rudy oyó los rebuznos agónicos de Che y corrió en su ayuda sin dejar de dar mandobles a los animales asquerosos y peludos que se le pegaban como lapas a las botas, al capote y a los brazos. Una rata se lanzó desde un árbol en la oscuridad y le golpeó la cara; gritó, pero no podía jurarlo, ya que en aquel momento escuchó a sus espaldas el inconfundible crepitar del fuego, y percibió su poderosa luz. Las llamas se extendían con rapidez entre aquel mar gris que estaba a punto de engullirlos. Al volverse vio que Ingold blandía su báculo como un arma que escupía un fuego blanco y mortífero.
Che rebuznaba y rebuznaba, cubierto de sangre y con tres enormes ratas colgándole del hocico herido. Rudy las apartó de un golpe con su lanza mientras sentía las uñas y los dientecillos afilados en las pantorrillas. Las apartó a manotazos y cogió del cabestro al animal, sofocado por el asco y el pánico, desesperado por liberarse de aquellos seres repugnantes.
El fuego se extendía incontrolable entre la vegetación otoñal. Ya había prendido en la hojarasca del suelo, y la humedad se convertía en enormes oleadas de humo blancuzco y asfixiante. Las llamas de los helechos lamían la cortina de humo en una escena dantesca. Las ratas, despavoridas, huían envueltas en llamas en medio de chillidos estridentes, extendiendo aún más el incendio por el bosque. Rudy sintió que el humo le quemaba los ojos y los pulmones en medio de un infierno del que no sabía cómo salir. Che se revolvía incesantemente, y al tirar del ronzal Rudy sintió en las manos el tacto pegajoso de la sangre mientras luchaba por sacar al aterrorizado animal de aquella mortífera trampa de calor, asfixia y fuego.
Ingold salió jadeando de la envolvente cortina de humo, con la larga bufanda cubriéndole la nariz y la boca, cogió a Rudy del brazo y lo arrastró por el camino. Avanzaron juntos entre las llamas, sobre un suelo cubierto de brasas en medio de la humareda asfixiante y entre los ecos de los chillidos de las ratas que se habían convertido en teas vivas. Sobre la maleza en llamas se alzaban los húmedos troncos de los árboles como pilares negros y humeantes. Incapaz de respirar o distinguir una dirección u otra, Rudy sólo era consciente de su lucha desesperada por llevar aire a sus pulmones y de la mano de Ingold, que aferraba su muñeca como un grillete de hierro. Mientras dejaban atrás el bosque, pudieron ver el reflejo del fuego sobre las oscuras aguas del pequeño lago, como una espesa corriente de oro y sangre.
No se detuvieron casi hasta el amanecer. El resplandor del incendio del bosque estaba ya muy lejos, pero el olor a humo y a carroña seguía pegado a sus ropas, y el lejano y sordo rugido de las llamas se oyó aún durante varias horas. Medio inconsciente por la asfixia, Rudy sólo alcanzó a seguir el camino que le indicaba Ingold, subiendo y bajando por las rocas en la ciega oscuridad, vadeando riachuelos que le empapaban los pies helados y doloridos. El alba los sorprendió tumbados sobre la tierra pedregosa, exhaustos y chamuscados. Rudy se sentía demasiado cansado como para continuar huyendo e incapaz de dormir por miedo a las pesadillas. La luz gris que emergía en el horizonte reveló ante sus ojos la vieja carretera de adoquines hexagonales, casi invisibles bajo la capa de vegetación muerta acumulada por los años. Ante ellos se recortaba la masa oscura de la cordillera Marítima, coronada de nubes y envuelta en la niebla que recogía los primeros tintes coralinos de la mañana. Detrás, yacían las arenas pardas del desierto, la vegetación rojiza y espesa azotada por los fríos vientos del norte.
Estaban donde habían estado tres días antes, antes de internarse en las murallas de aire.
Rudy suspiró profundamente. «Muy bien, tío. Tú mismo. Te puedes quedar con tu maldita Ciudad de los Magos. El año que viene me voy a Disneylandia».
Pero Ingold se puso en pie con lentitud y se apoyó cansadamente en su báculo y se quedó mirando fijamente la masa oscura e imponente de las montañas. Rudy pensó que el viejo parecía muerto, y súbitamente sintió preocupación por él, ya que se tambaleaba como un borracho. Los primeros rayos de sol centellearon en sus cabellos blancos. Ingold alzó la cabeza al cielo y su voz retumbó en la extensión boscosa de las montañas.
—¡LOHIRO! —gritó, y las rocas se hicieron eco de su voz—. LOHIRO, ¿ME OYES? ¿SABES QUIÉN SOY? —Los matorrales, las rocas y el agua susurraron una respuesta ininteligible a sus palabras. En algún sitio chilló un arrendajo. Más arriba, una columna de humo adquirió un tinte rosáceo con los primeros rayos de sol. Su grito rebotó de roca en roca—. LOHIRO, ¿DÓNDE ESTÁS?
Pero los ecos se apagaron y las imperturbables montañas parecieron mofarse de sus sufrimientos.
Volvieron a emprender el ascenso.
Al principio el camino era igual que el día anterior, y el avance fue más rápido, ya que conocían los encantamientos que protegían el sendero. Rudy observó en varias ocasiones alguna desviación que no había visto la vez anterior. El tiempo volvió a empeorar, y el cielo amenazaba lluvia. Rudy envió el frente frío varias millas al norte, para que descargara sus aguas en los barrancos rocosos de las estribaciones de la cordillera. Supuso que tendrían bastantes problemas sin necesidad de una tormenta. Llegaron al valle medio calcinado y el pequeño lago de aguas estancadas a media tarde y emprendieron sin dilación el ascenso de la montaña.
Las nubes ocultaban todavía los picos más altos y las rocas grises estaban húmedas y heladas. Rudy subía por donde le indicaba Ingold, exhausto y medio congelado, tirando del ronzal del tozudo asno hasta que la noche los sorprendió en un bosque envuelto en brumas, muy por encima del valle. Rudy estaba tan cansado que apenas podía mantenerse en pie y le dijo a Ingold que le despertara a medianoche para la segunda guardia antes de dejarse caer al suelo, pero lo que lo despertó fue la fría humedad del rocío y la escarcha de la mañana. A través de la niebla se abría paso la luz rosácea del amanecer.
—Eh, deberías haberme sacudido, o algo así… —se disculpó mientras se incorporaba entre el suave crujir de la escarcha en sus mantas.
—Lo hice —respondió Ingold, sosegadamente—. Y varias veces. Aunque hubiera dado lo mismo si te hubiera apaleado. —Había encendido un fuego y estaba haciendo tortas de maíz en el trípode de hierro que usaban para cocinar. Las oscuras manchas amoratadas que rodeaban sus ojos tenían el aspecto de unos cardenales. Parecía que acabara de salir de una pelea—. Pero no importa. Necesitaba tiempo para pensar.
Rudy se preguntó cuánto habría dormido el viejo desde que salieron del nido desierto de las planicies. Se desperezó lentamente y pensó en hacer un agujero en el hielo del riachuelo cercano para afeitarse. El aire olía a hierba húmeda, a nieve y a cielo, pero del valle que se extendía a sus pies el viento traía otro olor indefinido que le hizo torcer el ceño. Miró a Ingold. El viejo rebuscaba algo entre las bolsas de carne curada que les había dado Huella del Viento. Sus movimientos eran lentos y cansados. «Puede que necesites tiempo para pensar —se dijo Rudy—, pero va a ser una larga jornada de escalada, y más bien parece que lo que necesitas son seis tazas de café, diez horas de sueño y un puñado de estimulantes».
—Ya he estado explorando este camino a primera hora —comentó Ingold mientras volvía junto al fuego—. El sendero termina a un par de kilómetros de aquí; a partir de ahí es mucho más difícil. Nosotros dos podríamos hacerlo, pero tendríamos que dejar a Che. Y aparte de que, probablemente, él solo no tardaría en morir, ya tenemos suficientes problemas sin tener que buscar comida por ahí.
Rudy suspiró. Le dolía todo el cuerpo sólo de pensar volver a emprender el camino, y más aún si iba a ser peor que el día anterior. En realidad no se le había ocurrido que el terreno podía ser peor que el del día anterior.
—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó entre dientes.
—Volver atrás.
El alivio fluyó por los músculos de Rudy como un bálsamo caliente.
—De acuerdo —dijo—. Puede que sea más fácil atravesar el bosque durante el día.
No lo era.
El fuego había arrasado buena parte del bosque desde el río, aunque las cortezas húmedas y las hojas mojadas de los árboles habían resistido a las llamas. Al principio los árboles cedían sin dificultad a los conjuros de Rudy, pero a través de la magia podía sentir su fuerza, y el implacable poder que percibió en aquellos árboles le asustó. Al cabo de un rato los árboles comenzaron a espesarse, las zarzas y las hiedras a enredarse en la ropa y en los pies de los viajeros, haciendo el avance extremadamente penoso, y la vegetación a cerrarse detrás del anciano, hasta que Ingold se vio obligado a abrir un camino y Rudy tuvo que luchar frenéticamente contra la maleza que le cerraba el paso solamente para no perder de vista a su guía. La pálida luz del día encapotado se convirtió en una semipenumbra ahogada por el espesor del techo de ramas y enredaderas, hasta que pareció que había vuelto a caer la noche en el bosque.
Rudy lanzó una maldición cuando la carga de Che se enganchó por enésima vez en los espesos laberintos de zarzas, así que sacó su hacha y empezó a cortar con furia las espesas ramas y la hiedra enredada en las zarzas, hasta que la cabeza del hacha también se enganchó. Cuando tuvo deshecho el enredo, las manos y la cara las tenía cubiertas de arañazos y de sangre. Cuando se volvió para seguir adelante, descubrió que el sendero había desaparecido por completo.
—¡Ingold! —gritó—. ¡Ingold, espera un momento! ¿Dónde estás?
Por toda respuesta obtuvo el silencio de los negros árboles. Zarzas y espinos lo rodeaban como una red sibilina e impenetrable. No se veía el menor rastro de camino, ni detrás ni delante.
—¡Maldita sea! ¡INGOLD! —aulló con desesperación. En algún punto del bosque oyó un crujido subrepticio, pero no por donde Ingold había desaparecido, ni tampoco cerca de él. Intentó dominar el pánico, se concentró y con todas sus fuerzas formuló un conjuro para escapar de la maraña espinosa que se cernía sobre él, pero la oscura y poderosa magia del bosque le dejó rápidamente sin fuerzas. Los árboles parecían susurrar algo muy parecido a una risa sardónica.
Gritó durante casi una hora, con la voz quebrada por el horror y el esfuerzo, tembloroso y empapado en sudor. Se empezó a preguntar si le habría pasado algo a Ingold y si volvería a verlo. Las ratas volvieron a su memoria.
—¡Ingold! —gritó al borde de la histeria.
Repitió una vez más los conjuros para abrir un camino, cualquier camino. Estaba tan dominado por el pánico que se hubiera lanzado contra los espinos con tal de salir de allí. Pero entonces oyó un susurro de las hojas a su espalda, y al volverse vio que había aparecido un camino. Era un sendero bastante ancho, y creyó ver los débiles resplandores del sol entre la espesa cubierta de ramas. Se lió el ronzal de Che con fuerza en la muñeca… y se detuvo.
«¿La luz del sol? Hace días que no para de llover».
«No te muevas —le había dicho Ingold—. Es la regla número uno».
Rudy se mantuvo inmóvil y siguió llamando a Ingold como un niño perdido. Al final oyó una respuesta ahogada, una voz ronca y quebrada que le llamaba.
—¿Rudy?
—¡Aquí estoy!
Se oyó un ruido pesado y una gran agitación entre las oscuras ramas. Rudy imaginó por un momento que un increíble y espantoso monstruo con la voz de Ingold iba a caer sobre él, pero unos minutos después apareció el mago en un claro del bosque, con las manos y la cara cubiertas de sangre y arañazos y la capa y los cabellos llenos de espinas y ramas enganchadas. Estaba pálido, tenso y exhausto. Sin decir palabra, tomó a Rudy del brazo, cogió el hacha del equipaje, y comenzó metódicamente a abrir un camino a través de una auténtica pared de espinos. El bosque cedía a regañadientes, mellaba el hacha, les hacía jirones las ropas e intentaba sujetarlos con garras ásperas y ansiosas. Cuando finalmente consiguieron salir de la maraña de vegetación tambaleándose y cubiertos de sudor y sangre, se encontraron al borde de una profunda quebrada rodeada de rocas, con paredes de al menos veinte metros de altura que caían sobre un accidentado lecho de rocas erosionadas por el agua.
Ingold se apoyó pesadamente contra una de las rocas y cerró los ojos. Parecía medio muerto, así pensaba Rudy, que se sentó en silencio a su lado. El fresco del atardecer era una bendición después de la sofocante oscuridad del bosque encantado. Rudy cerró también los ojos, contento de poder descansar unos minutos sin pensar en lo próximo que podía ocurrir. El viento sopló ruidosamente e hizo que todos los árboles del bosque vomitaran airadas maldiciones. Unas gotas de lluvia fría le besaron la cara, pero no se sintió con fuerzas para alejar las nubes de allí. El cambio de dirección del viento trajo otro olor, amargo y metálico, un olor que ya había sentido antes.
Abrió los ojos y miró hacia el despeñadero que se extendía ante él. Ahora pudo ver que las rocas que bordeaban la corriente estaban teñidas de negro, y la maleza del fondo estaba podrida y chamuscada, como si algún líquido sucio y corrosivo hubiera bañado el desfiladero. El penetrante olor llegó de nuevo hasta ellos, potente y letal. Rudy tosió y miró a su compañero.
Ingold abrió los ojos; el sudor se le secaba en sus cabellos, y la sangre había formado pequeños regueros en sus manos arañadas. Miraba hacia el cielo, y en sus ojos había un infinito abatimiento y una especie de cansado pesar.
—¿Ingold? —Sólo se movieron los ojos del anciano, pero parecieron iluminarse y sonreír—. ¿Qué ocurre? —preguntó Rudy.
El viejo sacudió la cabeza.
—Sólo que tendremos que remontar el desfiladero. No podemos volver por el bosque. Es mucho más pernicioso de lo que pensaba, y no pienso arriesgarme a quedar atrapado allí hasta que caiga la noche.
—Ingold, esto no me gusta nada —dijo Rudy—. ¿Quién hace esto? ¿Qué está ocurriendo? ¿Fue realmente Lohiro quien creó todas estas trampas?
Ingold hizo un leve movimiento cansino con la mano.
—No, no sólo Lohiro. Yo mismo contribuí a crear parte de estas defensas cuando estuve en Quo. De hecho, muchos de los encantamientos del bosque eran míos, aunque ahora han cambiado, y son mucho peores. Todos los miembros del Consejo han puesto sus poderes en el laberinto, y el laberinto cambia. Las trampas e ilusiones cambian también con cada nueva mente que se incorpora a él. Pero nunca había sido tan difícil. Ni tan peligroso. Lohiro y el Consejo decidieron encerrarse ahí dentro y ahora sólo alguno de los forjadores del laberinto puede deshacerlo.
Rudy suspiró. Se preguntó qué hubiera quedado de él si los Seres Oscuros se hubieran llevado a Ingold en el desierto. ¿Podría haber llegado él solo al corazón del laberinto?
«En la vida —se dijo—. Hubiera estado merodeando al pie de las montañas hasta morir de hambre».
—Tú eres el que manda —dijo al cabo de un rato—, pero mi obligación es decirte que no me gusta nada ese desfiladero.
Ingold soltó una risa ahogada.
—Muy astuto. —Se agachó, recogió sus cosas y el cabestro de Che y comenzó a andar por el estrecho sendero para descender al fondo de la quebrada, donde el olor metálico y caliente era más fuerte, tanto que los vapores les quemaban las fosas nasales. Había charcos de agua negra estancada que brillaban grasientos a la mortecina luz del día, cubiertos de vegetación calcinada y maloliente. Incluso las plantas que crecían entre las rocas del desfiladero estaban marchitas con el aire enrarecido. En lo alto, los oscuros árboles del bosque encantado se erguían amenazadores; en las distantes laderas de la montaña, Rudy creyó vislumbrar el paso que buscaban.
Siguieron el tortuoso desfiladero durante un rato, entre fétidos charcos y árboles sucios y secos. Detrás de una última curva vieron el final, desolado y apestoso, y la boca de una cueva oscura entre un pedregal de granito y esquistos. La arena que rodeaba la cueva estaba surcada de sucias líneas de un lodo negro y amarillo. Una niebla verdosa y pútrida parecía flotar sobre el suelo. Más allá, sobre las lomas altas que coronaban la cueva, los árboles crecían limpios, pero el bosque permanecía en silencio, apenas roto por el canto de algún pájaro, y Rudy oyó la suave respiración de Ingold.
—¿Qué es? —preguntó en voz baja, y el mago se llevó un dedo a los labios.
—Tienen un oído excelente —dijo en un susurro indiscernible del sonido del viento sobre la hierba.
Aprensivamente, Rudy bajó el tono de voz hasta convertirlo en un murmullo inaudible.
—¿Quiénes?
El anciano comenzó a apartarse sigilosamente detrás de las rocas.
—Los dragones —respondió Ingold.
—¿No hay ninguna posibilidad de que haya salido a cazar? —susurró Rudy esperanzado.
Los dos permanecían juntos bajo la negra sombra de una gran roca de granito, desde donde podían ver la boca de la cueva sin ser vistos. Habían escudriñado las paredes del desfiladero cuidadosamente, pero el único sendero que había era el que los había llevado hasta allí.
—Claro que no —contestó el mago con un susurro débil, casi inaudible—. ¿No oyes el roce de sus escamas en las rocas de la cueva?
Rudy guardó silencio, todos sus sentidos atentos a aquel hoyo oscuro que se abría ante ellos. Parecía que en el mundo no se escuchara más ruido que el siseo del viento en el pellejo polvoriento de Che y los golpes secos de sus cascos sobre las rocas. Fue entonces cuando oyó el roce de un peso imposible de calcular y una pesada y fétida respiración.
—¿Qué tamaño tendrá? —preguntó horrorizado.
—Al menos unos quince metros. He oído decir que los viejos dragones llegaban a ser el doble de grandes.
—¡Treinta metros! —gimió Rudy sordamente.
—Puede estar durmiendo —continuó el mago—, pero lo dudo. A juzgar por el estado de los árboles, lleva por aquí algo más de dos meses. Probablemente se quedó atrapado aquí cuando los laberintos que rodean Quo fueron modificados y reforzados, pero hay poca caza en estas montañas, ciertamente no la suficiente para atraer a un dragón. Tú mismo puedes ver que no hay restos de huesos cerca de la boca de la caverna.
—Maravilloso —dijo Rudy con voz trémula—. Seguro que va a estar encantado de vernos. —Se deslizó hasta el borde de la roca y asomó la cabeza para inspeccionar el terreno que rodeaba la cueva.
Al final del desfiladero el hedor de la bestia era irresistible. El profundo lecho de arena del río estaba sucio, cubierto de árboles caídos y podridos: eucaliptos, álamos, robles, cuyas raíces habían desaparecido carcomidas por el fluido ponzoñoso que goteaba de la boca de la caverna. Zarzas enredadas y descoloridas y arbustos deshechos flanqueaban la entrada de la propia caverna, trepando sobre las rocas de las paredes. Rudy sintió un leve toque en el hombro.
—Tú sube por las rocas de la izquierda. Yo cogeré a Che y subiré por la pendiente de la derecha de la cueva. Ve lo más rápido que puedas y no hagas ruido. Si sale y te ataca, escóndete, escóndete en cualquier sitio, y yo trataré de distraerlo. En realidad, es más probable que me ataque a mí, ya que llevo el burro. Si eso ocurre, tendrás que ser tú quien lo mate. Hiérele detrás de las patas delanteras, en el vientre o detrás del cuello, si consigues acercarte lo suficiente. Y no pierdas de vista la cola. Puede partirte en dos antes de que te des cuenta de lo que te ha ocurrido.
Ingold se puso en movimiento, pero Rudy lo cogió de la manga.
—No…, no vuela, ¿verdad? —musitó con un hilo de voz.
El mago pareció sorprendido por la pregunta.
—Por Dios, ¡claro que no!
—¿Ni echa fuego por la boca?
—No, aunque su aliento y su saliva son venenosos y corrosivos, y su sangre quema. No, el dragón es peligroso por su velocidad, su fuerza y su magia.
—¿Magia? —murmuró Rudy, horrorizado.
—Después de tu experiencia con los Seres Oscuros —dijo Ingold con una de sus blancas cejas levantada—, no es posible que creas que la magia es sólo propiedad del género humano. Los dragones no tienen inteligencia humana; su magia es una magia animal, la magia que atrae a la presa hacia el cazador, una magia de ilusiones y mimetismo, en su mayor parte. Los hechizos de enmascaramiento no funcionarán contra un dragón; ninguna ilusión conseguirá engañarlo. No lo olvides.
Cogió el ronzal de Che con una mano y salió a la pálida luz del día, más allá del cobijo de las rocas. Rudy recogió su bastón y se dispuso a correr hasta la pared izquierda del desfiladero. La suave voz de Ingold lo detuvo.
—Y una cosa más: hagas lo que hagas, no mires nunca al dragón a los ojos.
Con paso rápido y sigiloso, Ingold comenzó a subir por la cuesta que formaba la sólida loma gris a la derecha de la cueva. Che estiró las patas y sacudió su corta crin, reacio a acercarse al sofocante hedor de la guarida del dragón, pero Rudy sabía que Ingold era mucho más fuerte de lo que aparentaba.
Rudy avanzó en dirección opuesta, sorteando con cuidado los charcos y los árboles secos que obstruían el fondo de la garganta, penosamente consciente de que podía haber serpientes entre las rocas por las que tenía que trepar. Ingold y Che se alejaban por la franja parda de arena que separaba las paredes del desfiladero, confundiéndose con ella hasta casi desaparecer.
Delante de él, Rudy oyó un ruido como de toneladas de hierro al moverse. Algo redondeado, dorado y vidrioso brilló en la oscuridad de la cueva, y se detuvo, paralizado por algo más cercano a la fascinación que al espanto. De la oscuridad brotaron un amenazador silbido y una bocanada de vaho y hedor aceitoso y le ardieron los ojos. Rudy, cegado y parpadeando frenéticamente, se enjugó las lágrimas ardientes…
Y allí estaba.
Nunca se había imaginado alto tan repugnante ni llamativo. Quizás esperaba encontrarse con algo verde, parecido a un cocodrilo, como los dragones de los cuentos, y no el producto de un cruce antinatural entre un dinosaurio y una arpía. Su color era como rojo lacado y amarillo brillante, surcado de rayas verdes, negras y blancas que teñían sus flancos. La cabeza era enorme, con cuernos, protegida por escamas de brillo metálico tornasolado de violeta, negro y amarillo. Tenía el largo cuello erizado de púas y una larga cresta que descendía a lo largo de todo el cuerpo, sobre las enormes y poderosas patas traseras hasta la punta de la mortífera cola espinosa. Le chorreaba una baba verde desde las fauces entreabiertas. Volvió la enorme cabeza, pero no con la lenta y torpe deliberación de los monstruos de las películas, sino rápido como un pájaro. Rudy se encontró mirando unos ojos redondos y dorados, y el brillo ámbar de aquellos dos espejos gemelos le sorbió el seso. No entendía la imagen que veía en ellos, distante y clara, que le llegaba hasta el corazón. Vio la imagen lejana de sus propias manos encadenadas, recortadas contra el arco gélido de las estrellas de la noche invernal. Un eco de frío amargo y ciega desesperación lo atravesó y supo, tan seguro como sabía su nombre, que lo que veía era su futuro. Hipnotizado, era incapaz de moverse o apartar la mirada. Tenía que ver, que entender…
Nunca pensó que algo tan grande podía moverse con tanta rapidez. El dragón atacó con la celeridad de un reptil. Rudy no hubiera podido moverse, aunque hubiera estado preparado para ello. Pero en vez de sentir la mordedura de aquellos colmillos de medio metro, Rudy sólo sintió que un montón de tierra le salpicaba el rostro. El dragón había dado media vuelta con un silbido metálico de furia y dolor. Rudy se echó a un lado para evitar el latigazo de la cola y levantó la cabeza del suelo a tiempo para ver a Ingold esquivar el humeante diluvio de sangre que brotaba del costado herido del monstruo. La cabezota del dragón se movía convulsa al final de aquel larguísimo cuello, como la de una serpiente. Ingold saltó fuera de su alcance mientras asestaba un golpe de espada en el morro escamoso del animal.
El dragón se alzó sobre sus enormes patas traseras, y su vientre brilló como si fuera de marfil sucio a la luz enfermiza y grisácea. Dio una zancada hacia adelante y volvió a ponerse a cuatro patas antes de revolverse para lanzar un coletazo con aquel látigo espinoso de siete u ocho metros. Ingold se apartó, al instante su espada silbó otra vez en el aire fétido de los sofocantes vapores de la respiración del dragón, para golpearle la boca protegida como una coraza.
«No ataques a la cabeza, maldita sea», pensó Rudy confusamente. «Por ahí es imposible». Entonces, mientras el mago esquivaba un nuevo latigazo de la cola del monstruo, Rudy comprendió lo que el anciano esperaba de él. Estaba intentando distraer la atención del dragón, que bajara la guardia, para que él pudiera rematarlo.
La hirsuta cobertura espinosa de la espina dorsal protegía el cuello del dragón por delante, haciendo imposible que su víctima le asestase cualquier tipo de golpe mortal, pero cada vez que el monstruo bajaba la cabeza para atacar a Ingold, todo su cuello tocaba el suelo. Desde donde estaba, boca abajo sobre la arena, Rudy podía ver cuán delicadas eran las escamas que cubrían las arterias bombeantes de la garganta. Un solo golpe sería suficiente, suponiendo que hubiera alguien dispuesto a introducirse bajo aquella ingente masa de carne, ciega de furia.
Le flaquearon las rodillas sólo de pensarlo, y Rudy escudriñó aquella montaña de hierro escarlata en busca de algún otro punto débil.
Pero no vio ninguno. Sus escasos conocimientos de anatomía no tenían utilidad alguna con los dragones. No tenía ni idea de dónde estaría el corazón; de todas maneras, dudaba que su espada pudiera atravesar la malla brillante y policromada de su costado.
El garrote erizado de la cola del dragón cortó el aire como un látigo. Cuando estaba esquivándolo, sus púas rozaron la espalda de Ingold con tanta fuerza que lo hizo rodar por la arena, cubierto de sangre. Las garras de la bestia le atacaban como espadas; desde el suelo, Ingold intentaba defenderse desesperadamente. Rudy supo entonces que si el dragón mataba al anciano, todo habría acabado. Se puso, pues, en cuclillas y empuñó la espada, esperando su oportunidad. El mago consiguió ponerse en pie y siguió retrocediendo para evitar que Rudy quedara a la vista del monstruo. Rudy oyó en su cabeza las palabras que Ingold le había dicho durante el viaje. «De hecho, yo mismo he matado un dragón. Mejor dicho, yo hice de señuelo, y Lohiro se encargó de la espada…».
«Si Lohiro lo hizo —pensó Rudy con determinación—, yo también puedo hacerlo». De todas maneras, era un curioso alivio pensar que el archimago también se había visto relegado a la posición de carnicero, en vez de ocupar la infinitamente más arriesgada posición de señuelo.
El dragón volvió a golpear con sus garras, e Ingold se agachó veloz como un rayo mientras su espada ensangrentada brillaba al volar de nuevo hacia la horrible boca del monstruo. La enorme sombra se extendió sobre él en la arena húmeda y aceitosa. Rudy saltó hacia adelante cuando la enorme cabeza tocó el suelo. Ingold lo vio acercarse, lanzó un nuevo golpe a la cabeza del dragón y rodó en dirección contraria a Rudy para obligar a la bestia a volver la cabeza y mostrar el cuello a su compañero. La espada de Rudy surcó el aire como si cortara madera. La hundió en la yugular del monstruo y apenas tuvo tiempo de saltar a un lado para evitar el chorro de sangre que brotó de la garganta cercenada y se estrelló pesadamente contra las rocas del desfiladero, a casi veinte metros de distancia. El dragón dejó escapar un agónico alarido, sin dejar de sacudir la cabeza y dar fuertes coletazos mientras se llevaba las garras a la herida borboteante.
Rudy reptó hacia Ingold para arrastrarlo fuera del alcance del monstruo agonizante. A su alrededor todo estaba empapado por la lluvia abrasadora de la sangre que manaba del dragón. Rudy tenía las manos quemadas y los pulmones le ardían por los vapores tóxicos. El siguiente latigazo de la cola golpeó tan cerca de ellos que los cubrió con una oleada de arena. Tambaleándose al pie del ribazo, Rudy miró hacia atrás, horrorizado al ver aquel enorme cuerpo multicolor retorcerse contra el pálido cielo azul.
El dragón se desplomó como un tren expreso al descarrilar, y el suelo tembló bajo el impacto de su peso. Intentó levantarse con un quejido áspero y metálico mientras la cresta se sacudía con los temblores de la agonía. Rudy arrastró a Ingold un poco más arriba de la loma con un esfuerzo sobrehumano, casi incapaz de mover un músculo por el terror y la tensión. Ingold era un peso muerto en sus brazos, y tenía la capa pegajosa por la sangre de las heridas ocasionadas por los zarpazos que había recibido.
Con el furor de la agonía, el dragón se irguió intentando arremeter una vez más contra ellos, chasqueando las enormes mandíbulas, de las que chorreaba una mezcla de sangre y babas. Luego el enorme cuerpo se retorció en un último y convulsivo esfuerzo, y quedó inmóvil.
—¡Dios mío! —murmuró Rudy.
—Calla —repuso Ingold suavemente.
Los ojos dorados se abrieron y miraron con un brillo siniestro e inhumano a los dos magos, fuera ya de su alcance. Luego parpadearon, como translúcidas joyas tras las que se apagaba rápidamente el fuego interior, y por un momento asomó a ellos un brillo de desconcierto, una pregunta. La horrible máscara rojiza era absolutamente inexpresiva; pero por un momento Rudy tuvo la impresión de que había otra personalidad detrás de aquellos ojos vidriosos. Rudy creyó ver un rostro barbado, oscuro y fino, cuya mirada de dragón se detuvo brevemente en Ingold antes de que aquellas pequeñas llamas ambarinas se extinguieran para siempre.
El silencio que reinaba a su alrededor era como una respiración expectante. Rudy sintió que el aire vibraba, aunque no había viento; era como atravesar el umbral de una percepción diferente.
—Mira a tu espalda —dijo Ingold con suavidad.
Rudy volvió la cabeza para mirar. Un camino de aspecto antiguo e invadido por la vegetación serpenteaba ladera arriba hasta el paso, que, como ahora pudo ver con claridad, estaba a menos de cinco kilómetros del final del desfiladero. Por primera vez desde que se habían internado en la cordillera Marítima no tenía la sensación de estar siendo víctima de espejismos o engaños. Miró hacia el cadáver púrpura que yacía entre los árboles quebrados y podridos y la arena negruzca, y vio que las brillantes escamas empezaban ya a ennegrecerse por la virulencia de la propia química de su cuerpo. Luego miró a Ingold, y vio su rostro blanco de espanto, hundido, arrugado y viejo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Rudy.
Los ojos azules del mago se clavaron en los suyos.
—Ése es el camino que conduce al paso, Rudy —dijo quedamente—. El camino de Quo.
—Pero antes no estaba.
—No. —Ingold se puso en pie lentamente—. Él deshizo el encantamiento antes de morir.
—¿Él? —repitió Rudy, confuso—. ¿Quién? ¿El dragón? Pero ¿cómo podía el dragón tener poder sobre el laberinto?
El mago se volvió lentamente y comenzó a caminar hacia la cima de la montaña, donde se podía oír a Che, que seguía lanzando agudos rebuznos de miedo y tirando del cabestro atado a un árbol. Ingold se agachó pesadamente a recoger su báculo del suelo y se apoyó en un roble hendido por el rayo para soltar al burro. Rudy recordó que su bastón había quedado abajo, carbonizado por el efecto de la sangre del monstruo.
—La deducción es obvia. Tú y yo, Rudy, acabamos de matar a uno de los creadores del laberinto, uno de los miembros del Consejo de los Magos. Ya sabes lo fácil que es olvidarse de la propia naturaleza una vez que has adoptado la de un animal. —Miró hacia abajo, donde el dragón seguía descomponiéndose—. Al convertirse en dragón se olvidó de lo que es ser hombre y ser mago. Se convirtió en un prisionero de su propia trampa. Sólo al morir me reconoció e hizo lo único que podía hacer por mí en nombre de nuestra vieja amistad. —Bajo la capa de lodo, sangre y suciedad, su rostro estaba magullado y pálido. La sangre chorreaba lentamente por su barba.
—¿Quieres decir que era un amigo tuyo?
—Eso creo —murmuró Ingold.
—Pero… ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se transformó en dragón?
Ingold suspiró, y el suspiro brotó de su garganta como un estertor. Se enjugó los ojos, y la manga se manchó de rojo.
—No lo sé, Rudy. La respuesta está en Quo. Y empiezo a temerme cuál es.