CAPÍTULO ONCE

El mensajero del emperador de Alketch llegó al valle una tarde soleada, después de una semana de nevadas. La mayoría de los habitantes de la Fortaleza estaba fuera, trabajando en la reparación de los corrales o en la construcción de nuevas defensas para los almacenes de alimentos, cortando madera o acarreando piedras para la construcción de una fragua. Grupos de soldados se entrenaban bajo la supervisión de diferentes capitanes, saltando y luchando con pesadas armas empapados de sudor. Niños de todas las edades se desperdigaban por el valle patinando, jugando con trineos o deslizándose por la helada superficie del río, que les servía de tobogán sin dejar de reír y lanzar gritos de júbilo como gorriones en verano.

Jill decidió hacer algunos experimentos aquella tarde con los pequeños poliedros blancos que habían encontrado en los viejos almacenes y en los sótanos de la Fortaleza. Aquellos objetos seguían siendo un misterio para Alde y para Jill; después de exámenes y de vueltas y más vueltas, continuaban pareciéndoles inútiles. Al igual que la Fortaleza, eran pulidos y herméticos enigmas.

Al principio, Jill le comentó a Alde que podían ser unos simples juguetes.

—Seguro que si se caen al suelo se rompen —objetó Alde.

Ambas jóvenes paseaban a lo largo del nuevo sendero que conducía al claro del bosque donde la guardia había pasado la mañana practicando. Jill, que había reanudado los entrenamientos, estaba cansada.

—¿Y alguna especie de ofrendas o exvotos? —sugirió.

—¿Para qué? —preguntó Alde y le sobraba razón—. Los exvotos suelen ser cosas como velas, perfumes, incienso, donaciones que se entregan a la Iglesia, o bien estatuillas de bronce, cera o estaño que representan el agradecimiento por el don recibido.

—Quizá sí eran juguetes —insistió Jill—. Se acoplan entre sí.

Y así era. Sus superficies ajustaban como si se tratase de una estructura celular o un panal tridimensional.

—¿De verdad se rompen? —preguntó.

Jill había decidido esperar a que el tiempo mejorase para experimentar con esos extraños objetos al aire libre, no sabía si por una vaga desconfianza ante lo que no podía comprender o, simplemente, debido a las películas de ciencia ficción que había visto en su propio mundo. Un día se encontraron con Seya y con Melantrys, y pusieron a las dos guardias al corriente de sus intenciones. En el centro del claro había una gran roca casi plana; en ella Jill colocó uno de los poliedros de cristal, lo cubrió con una tela de arpillera y lo golpeó con un martillo. El resultado no fue nada espectacular. El poliedro se rompió en siete u ocho pedazos irregulares, sin liberar ningún gas venenoso ni ningún embrión de alienígena. Jill se avergonzó de sus temores, pero también observó que Alde, Seya y Melantrys se habían mantenido durante todo el proceso a una distancia prudencial.

El material era una especie de cristal, pesado y resbaladizo, como el ópalo blanco, ligeramente translúcido cuando se miraba a la luz del sol, pero por lo demás no tenía nada de particular.

—No sé qué puede ser —comentó Melantrys mientras daba vueltas a un pedazo de cristal entre sus pequeños dedos marcados de cicatrices—. Ni siquiera había oído hablar de nada parecido.

—Lo sé —dijo Jill—. No se menciona nada en ningún archivo, pero los hemos visto por todas partes en la Fortaleza.

—Quizá tengas razón y sean juguetes —dijo Seya—. A Tir le gusta jugar con ellos.

Y así era. Tir, envuelto en un manto negro y diferentes pieles que le daban el aspecto de un repollo con piernas regordetas, hacía rodar con expresión concentrada uno de los lechosos prismas por la superficie de la roca. Alde, que estaba sentada a su lado y le devolvía el cristal cada vez que el niño lo tiraba, alzó los ojos al oír las palabras de Seya.

—Pero la Fortaleza fue construida por personas que huían de un holocausto —objetó de repente—, ¿crees que iban a traer juguetes consigo?

—Lo que no podemos saber es si estos cristales son tan antiguos como la Fortaleza —señaló Seya.

—Desde luego —dijo Jill—. Pero, por otra parte, tampoco hemos encontrado nada que nos muestre cómo los fabricaron.

Alde se volvió a tiempo de evitar que su hijo se cayese de la piedra. Tir se estaba convirtiendo en un niño callado y fuerte cuya apariencia tranquila escondía una increíble capacidad para las travesuras. Solía gatear largas distancias sin que nadie lo advirtiese, abriéndose paso silenciosa y eficazmente hacia cualquier peligro, y se metía en la boca trozos de cualquier cosa que encontrara a su paso sin que su madre fuese lo suficientemente rápida para quitárselos. A veces parecía observar con gesto preocupado los blancos poliedros; otras, los amontonaba o los esparcía; los que Alde guardaba en su dormitorio los examinaba fascinado durante horas. Jill se preguntaba si simplemente se debía a la fascinación que siempre obra la novedad sobre los niños o si guardaría algún recuerdo de sus ancestros relativo a aquellos objetos.

—Si la gente que construyó la Fortaleza llegó aquí en el mismo estado que nosotros —comentó Melantrys mientras se quitaba la pinza que le sujetaba el cabello castaño y éste caía en ondas sobre sus hombros— parece lógico pensar que estos cristales eran algo muy importante. Maia dice que cuando su pueblo cruzó el paso, encontraron un tesoro en joyas y oro que la gente de la caravana había tirado en la huida.

Oyeron unas voces aproximarse desde el bosque y al alzar el rostro, Jill vio pasar a Alwir. Sus finas manos eran dignas de su melodiosa voz. A su lado, Maia de Thran asentía; caminaba apoyado en un arco sin tensar de unos dos metros. El canciller alzó la vista y, entre los desnudos abedules, vio a las tres guardias enfundadas en sus negros y gastados uniformes y a la joven reina con su hijo. Pasó por su lado sin dirigirles la palabra y Jill oyó la agitada respiración de Alde; al volverse hacia ella, vio la angustia reflejada en el rostro de la muchacha.

Resonó en las laderas del valle una voz juvenil y estridente. Al rato vieron aparecer a Tad, el joven pastor, que corría por el camino en dirección al canciller con una bandada de huérfanos pegados a sus talones. Alwir bajó los ojos y esperó a oír lo que Tad tenía que decirle; luego, Jill le vio agacharse, repentinamente interesado. No pudo oír lo que Tad le dijo, pero vio la mirada que el obispo y el Señor de la Fortaleza cruzaban entre sí. Después, Tad y su grupo echaron de nuevo a correr hacia ellas.

—¡Mi señora! ¡Mi señora! —gritó el joven Tad.

Alde se puso en pie rápidamente.

—¿Qué pasa, Tad?

Los niños se detuvieron en seco, jadeantes y sofocados.

—Es el mensajero de Alketch, mi señora —dijo el chico jadeando—. Éste, Lyddie, lo ha visto subiendo el camino desde el valle.

Parecía como si toda la población de la Fortaleza se hubiera congregado en las escalinatas para recibir al mensajero de Alketch. Pero tanto los de Gae como los procedentes de Penambra guardaban silencio en medio de un mar de rostros expectantes. Desde su posición entre las filas de la guardia, Jill pudo ver que el mensajero cabalgaba solo. El Halcón de Hielo no regresaba con él.

Durante unos instantes el dolor ensombreció los ojos de la joven hasta cegarla por completo. El Halcón de Hielo era su amigo, el primer amigo que había tenido en la guardia. Frío, reservado, sólo una vez le había dedicado un cumplido, si por cumplido podía tomarse que le dijera que «había nacido para matar». Durante los entrenamientos de la guardia, el Halcón le había propinado tantos golpes y le había hecho tantos cardenales que bien pudiera considerarle su peor enemigo. Pero ambos eran extranjeros entre las gentes de Darwath, y eso era un lazo de unión, además que, había que tenerlo en cuenta, sólo ellos dos habían respaldado a Ingold la noche en que los Seres Oscuros atacaron la Fortaleza.

Precisamente por eso le había enviado Alwir al sur. Y él no regresaba.

El mensajero estaba desmontando. El murmullo de la concentrada multitud reunida a las puertas de la Fortaleza era como el rugido distante del mar. El mensajero era un hombre joven, de piel oscura, rostro altivo, nariz aguileña, espesa masa de rizado cabello negro. Bajo la capa escarlata, vestía una túnica estampada en oro que le llegaba a la altura de las rodillas, donde se juntaba con unas ceñidas botas carmesí de tacón alto. A la espalda llevaba colgado un pequeño arco de cuerno; en el arzón de la silla de montar, descansaba un yelmo con cimera de brillante acero y al costado colgaba un fino y largo espadón o mandoble. Sus ojos de un gris pálido destacaban en el cetrino rostro del joven.

El mensajero hizo una exagerada reverencia.

—Mi señor Alwir.

Desde su posición en el escalón más bajo, Alwir le indicó que se levantara.

—Me llamo Stiarth na-Salligos, sobrino y mensajero de Su Majestad Imperial, Lirkwis Fardah Ezrikos, Señor de Alketch y Príncipe de las Siete Islas. —Se incorporó y sus pendientes de diamantes relucieron con intensidad.

—Te saludo en nombre del reino de Darwath —dijo Alwir con voz profunda y melodiosa—, y a través de ti, a tu señor, el Emperador del Sur. Os doy la bienvenida a la Fortaleza de Dare.

Jill oyó un murmullo a sus espaldas apenas pronunciadas estas palabras.

—¿Sí? ¿Y a todas sus malditas tropas también? —gruñó una voz entre la multitud.

—Nos raciona la comida para alimentar a estos malditos sureños —se quejó alguien más, pero sus palabras se perdieron en el murmullo general.

Una tercera voz añadió:

—¡Asesinos!

Las palabras todavía le retumbaban en los oídos, cuando Jill vio a Minalde, pálido el rostro y la cabeza alta, descender los peldaños para saludar a Stiarth na-Salligos. El arrogante joven hizo una reverencia para besarle la mano y murmuró un saludo formal de cortesía. Ella le preguntó algo, pero Jill sólo oyó la respuesta.

—¿Tu mensajero? —Sus elegantes cejas se fruncieron en una expresión de pesar—. ¡Fue terrible! El viaje estuvo lleno de peligros. Nos atacaron unos bandidos en las tierras del delta, más abajo de Penambra. Esa región está repleta de malhechores que se esconden por la noche y asaltan los caminos durante el día, y roban y matan a todo el que encuentran. Yo tuve suerte y escapé con vida, pero tu mensajero… Era un hombre muy valiente, mi señora. Un digno representante del reino.

Volvió a inclinarse ante ella, esta vez con una reverencia más profunda, y al hacerlo se echó el manto escarlata hacia atrás, como un gallo que se pavonea ante las gallinas. Sus bordes parecieron manchar de sangre la nieve. Jill, aunque de una manera fugaz, vio el talismán que colgaba del cinturón del mensajero, un pequeño objeto de madera de roble. La cólera se apoderó de ella con más violencia que el dolor que experimentara un rato antes. Permaneció inmóvil mientras Alwir ofrecía el brazo a Minalde, y las tropas y la gente de la Fortaleza les precedieron a los oscuros portones, acompañados del refinado Stiarth de Alketch.

Lo que el mensajero llevaba atado al cinturón era el talismán con la Runa del Velo que Ingold le había dado al Halcón de Hielo para que le protegiera durante el viaje.

—Lo ha asesinado. —El taconeo de las botas de Jill retumbaba bajo el abovedado techo de la gran escalinata del oeste—. El Halcón de Hielo no se habría desprendido por nada del mundo de ese talismán.

—¿Ni siquiera para dárselo a alguien que tuviera el poder de proporcionarnos las tropas que necesitamos? —preguntó Minalde con tranquilidad.

Ella y Jill llegaron a un descansillo donde un hombre de Gae parecía haber establecido su hogar con dos mujeres y un gran número de jaulas con pollos.

—¿Ni siquiera en caso de emergencia? ¿Y si había que elegir entre uno de los dos? Él había cumplido su misión al convocar al mensajero.

—¿El Halcón de Hielo? —Jill pasó junto a dos jaulas y un gato y continuó descendiendo. La amarillenta y mortecina luz procedente del pasillo inferior ascendía por las escaleras e iluminaba la puerta trasera de las salas de la guardia, de donde salía un fuerte olor a rancho y humo—. Créeme, no había nadie a quien valorase tanto como a sí mismo —continuó Jill—. Y mucho menos a un…, a un mojigato sobrino del emperador a quien habría partido en dos con una sola mano.

Al pie de la escalinata giraron a la derecha, recorrieron un corto trecho de pasillo cuyas paredes parecían pertenecer al diseño original de la Fortaleza y luego atravesaron una puerta lateral, también a la derecha del pasillo, que desembocaba en un grupo de celdas de rudimentaria construcción.

—Nunca le dio por esa clase de altruismo, Alde. La única forma en que Stiarth ha podido hacerse con el talismán de Ingold es por la fuerza; en cuyo caso, ha tenido que asesinarle, probablemente a traición. Robárselo al Halcón de Hielo equivale a asesinarlo. Ese talismán era su principal defensa contra los Seres Oscuros.

Jill pronunció estas palabras con voz tranquila, pero la rabia le quemaba el pecho. Quizá se debiera al recuerdo de la suave y untuosa sonrisa del mensajero o a que las negociaciones fuera lo único que le importaba a Alwir, que utilizaba a Alde como una simple marioneta. Posiblemente fuera por el recuerdo de un despertar en la lluviosa penumbra de un establo en Karst, cuando el Halcón de Hielo con su voz fría e impersonal le preguntó si se encontraba bien. Su voz debió traicionar sus sentimientos, porque Alde le agarró el brazo para calmarla.

—Jill, tanto si el Halcón de Hielo se lo dio por voluntad propia como si no, dejémoslo estar.

—¿Qué? —resonó la voz de Jill, irritada y cortante, en la semioscuridad de los desolados corredores.

—Lo que quiero decir es que… Jill, eres la única persona que sabía lo del talismán. Pero no eres la única que cree que… Stiarth na-Salligos puede tener algo que ver con que el Halcón de Hielo no haya regresado. Y Jill, por favor… —De pronto la voz de Alde parecía ansiosa, casi atemorizada, y sus ojos cambiaron de color bajo la parpadeante y mortecina luz—. Alwir dice que no podemos permitirnos que fracasen las negociaciones por nada del mundo.

Jill reprimió una respuesta cruel. Durante unos momentos, luchó contra la cólera que la dominaba, consciente de que Alde tenía razón en parte. «Lo pasado, pasado está. El asesinato traicionero de uno de los pocos amigos que he tenido es un hecho. Se acabó».

—Quizá —dijo Jill—. Pero si esa clase de traición es habitual en ellos, ¿crees que realmente deben continuar las negociaciones?

Alde apartó el rostro.

—Eso no lo sabemos.

—¡Claro que lo sabemos! Alde, has leído esas crónicas e historias igual que yo. Comparado con todo lo que hicieron en el pasado para extender sus dominios más allá de la frontera de Gettlesand, asesinar al Halcón de Hielo sería algo insignificante.

Alde volvió a mirar a Jill con expresión suplicante.

—No estamos seguras de que haya asesinado al Halcón de Hielo.

—¿No? —preguntó Jill—. Sabes como yo que ha mentido. Si los bandidos lo hubieran asesinado le habrían quitado todo lo que llevaba encima, y Stiarth no tendría el talismán.

Minalde guardó silencio.

—De acuerdo —dijo Jill con calma—. No hablaré de ello con el resto de la guardia, aunque Melantrys piensa lo mismo que yo sobre este asunto. Y no emprenderé ningún tipo de venganza que eche a perder las negociaciones. Pero no puedo responder por los demás.

El silencio y las sombras las envolvieron durante unos momentos, sólo interrumpidos por voces distantes en los corredores más próximos al vestíbulo principal. Pronto se cerrarían los portones para la noche; la Iglesia había hecho sonar las campanas del santuario, y no pocas personas se habían dirigido al servicio vespertino en la gran estancia que se extendía bajo el Sector Real y donde la obispo Govannin tenía sus reales. Jill sabía que entre ellos se encontraría sin duda Stiarth de Alketch, que, al igual que todos los sureños, era un fanático seguidor de la Iglesia. Bok, el carpintero, le había dicho que el sobrino del emperador había cenado con la anciana prelado y había permanecido encerrado con ella durante varias horas antes de su reunión con Alwir, Minalde y los demás nobles de la Fortaleza. Ahora Alde parecía tensa y cansada. Unos cabellos sueltos caían por debajo de la diadema real. Era la reina y la fuente del poder de su hermano, pensó Jill observando el blanco y fatigado semblante. Y no era más que un simple peón, como cualquiera de los miembros de la guardia.

—Gracias —dijo Alde quedamente.

Jill encogió los hombros.

—Espero que valga la pena.

—¿Establecer una cabeza de puente para la humanidad en Gae? —Alde la miró perpleja—. Una vez que el nido haya sido arrasado…

—¿Lo será? ¿Mientras Govannin y las tropas de Alketch intentan deshacerse de los magos, del archimago y de Ingold? ¿Mientras los demás líderes conspiran contra Alwir para quitarle el poder? ¿Cuando los que llegaron primero desconfían de los penambrios de Maia y la gente acusa a los mercaderes de robarles el trigo? Alde, lo que tienes aquí es un saco de gatos, no una recua de mulas obedientes.

—Lo sé —dijo la reina en voz baja—. Y por eso te doy las gracias…, por no hacer las cosas más difíciles.

Jill detuvo sus pasos y miró con curiosidad aquel dulce y sensible rostro a la luz de la lámpara. Vio a una chica que, en su propio mundo, todavía estaría en el instituto. Y, sin embargo, aquellos cansados ojos azules habían visto la ruina, el horror y la muerte, y poseían sabiduría y una probada experiencia política. De repente, su resentimiento contra el sobrino del emperador le pareció un sentimiento demasiado personal y bastante trivial.

—Estoy a tus órdenes, cariño. —Jill lanzó un suspiro—. Sabes que te apoyaré hasta el final.

—Gracias —repitió Alde.

Sus pisadas resonaron al unísono mientras se adentraban en los negros pasadizos que conducían a la sala de guardia. Durante las largas semanas de invierno se hicieron más fuertes los lazos de amistad, una amistad nacida de la soledad y el respeto mutuo. A Alde le impresionaba la rapidez de Jill para aprender y su viva y fría inteligencia; Jill envidiaba la paciencia y compasión de Alde, consciente de que eran cualidades de las que ella carecía. Las dos mujeres reconocían su mutuo valor y Jill, debido a su desastrosa vida familiar, comprendía la tristeza y confusión de Alde ante la forma en que su hermano la apartaba de los asuntos políticos de la Fortaleza. Pero si Alde comprendía el problema que había surgido en el corazón de Jill a lo largo de aquellas semanas, no había hecho ninguna alusión al respecto.

—¿Vas a continuar con tus investigaciones esta noche? —preguntó Alde después de un rato.

Jill se encogió de hombros.

—Creo que no. He descifrado la mayor parte de la última crónica, y no hay demasiado en ella. Es de una época tardía… Parece ser que Drago III fue el último rey que gobernó en Renweth, y eso fue siglos después de la Edad Oscura. Cuando desapareció, trasladaron la capital de nuevo a Gae, donde por aquel entonces estaba la gran ciudad de los magos.

—¿Que desapareció? —preguntó Alde con perplejidad.

—Bueno…, se marchó con alguien llamado Pnak a un lugar denominado Maijan Gian Ko y nunca regresó. Se armó un buen alboroto. ¿Sabes dónde está Maijan Gian Ko?

—Era el antiguo nombre de Quo —dijo Minalde—. El lugar más afortunado o el lugar de Gran Magia, el centro mágico de la tierra. Si Drago se marchó a Quo, no me extraña que se armara un gran escándalo. Entonces…, ¿Drago también era mago?

Jill encogió los hombros.

—No lo sé, pero su hijo fue quien emprendió la campaña contra los magos de Gae y al final consiguió expulsarlos de la ciudad. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno —respondió Alde—, con frecuencia he pensado en la forma en que encontramos el observatorio; sólo tuve que cerrar los ojos y caminar. A veces, me quedo tumbada de noche en la cama y hago lo mismo, recuerdo que recorría pasillos y veía cosas a mi alrededor. La mayoría de las veces no pasa nada, pero en una o dos ocasiones, me ha dado la impresión de que había más niveles en la Fortaleza. ¿Crees que es posible que haya más niveles debajo de éste, excavados en la misma roca del promontorio?

—Parece lógico —asintió Jill—. A pesar de que la fuente de energía de las bombas sea mágica, tiene que estar en alguna parte, y aún no la hemos encontrado. Sin embargo, en cuanto a encontrar la vía de acceso…, no tengo ni idea de cómo podríamos hacerlo.

Atravesaron el ancho y oscuro arco que daba al vestíbulo principal y vieron que ya se habían cerrado las puertas de la Fortaleza. Los soldados de los turnos de día y de noche estaban reunidos junto a ellas, y el suave fluir de su charla sobresalía sobre el ruido general de la enorme Sala Central. Melantrys, ingeniosa, pequeña y arrogante, junto a Janus y el comandante de las tropas de Alwir, daba órdenes a los que iban a pasar allí la noche. A la sombra de los portones, los cuadrifolios blancos de los guardias brillaban como una fantasmagórica pradera de asfódelos sobre el negro apagado de sus capas; estrellas negras salpicaban los cielos escarlata de los uniformes de la Casa de Bes como una visión psicodélica de la Vía Láctea; los hombres de la Iglesia iban vestidos de un carmesí más intenso, sobrio y sin relieve.

Alde, pensativa, frunció el entrecejo.

—Creo que para empezar la exploración, lo mejor será que recojamos las tablillas en las que estás haciendo el mapa de la Fortaleza y luego nos vayamos al observatorio. Desde allí podemos ir…

—Adonde sea —concluyó Jill.

Se dirigieron a la puerta de los barracones y casi tropezaron con una mujer que vagaba entre las sombras. La mujer se alejó a toda prisa cuando las vio acercarse; tenía los cabellos rojizos y una raída capa marrón sobre las anchas espaldas. A Jill le resultó vagamente familiar. Unos momentos después, cuando salieron de los barracones con los mapas de Jill, volvieron a ver a la mujer ante el grupo congregado a las puertas de la Fortaleza. Su mirada reflejaba angustia, se frotaba los enrojecidos nudillos y retorcía los bordes de la capa entre los dedos; pero cuando Seya se le acercó para hablarle, volvió a alejarse precipitadamente.

Comenzaron la búsqueda en el pasillo donde se encontraba la puerta del observatorio. Exploraron sistemáticamente las vías que partían de allí comparando la composición y antigüedad de las paredes, de los suelos y de las puertas; se detuvieron en numerosas ocasiones para que Jill añadiera detalles a sus mapas en las tablillas de cera y para que Alde tuviera tiempo de pensar. Sus recuerdos no siempre eran seguros, pero las largas semanas de exploración y trazado de mapas habían dado sus frutos. En estos momentos, posiblemente nadie sabía tanto sobre la Fortaleza como ellas.

Cuando podían, se ceñían a las partes donde la estructura original de la Fortaleza permanecía intacta. Descendieron al primer nivel por una de las escalinatas originales y siguieron los pasillos primitivos.

—Parece que estamos volviendo a la zona de la guardia —señaló Jill cuando, después de girar, recorrieron un estrecho pasillo de acceso y salieron a una estancia larga que parecía ser el centro de un pequeño laberinto—. Creo que estamos en la parte suroeste de la Fortaleza.

—El observatorio estaba al sureste —añadió Alde—. Ahí es donde parece que está la salida de la bomba principal.

—Quizá… —Jill cruzó una puerta emplazada oblicuamente y miró a su alrededor, mientras Alde alzaba la lámpara cuanto podía para aprovechar la luz al máximo—. En cualquier caso, estamos cerca. Esto es parte del diseño original, y creo que esa pared de ahí es la parte interior del muro frontal de la Fortaleza. Puedes ver que no hay señal de las junturas de los bloques y si hemos recorrido tres hileras en… —Jill se volvió y señaló con su horquilla de plata—. Por ahí.

«Por ahí» resultó ser no una celda ni un armario, como Jill había imaginado, sino un pequeño pasaje que desembocaba en una sala cuadrada tan repleta de trastos que casi ocultaban por completo la trampilla de madera que había en el suelo. Con un grito de alegría y sin pensar por un momento en los horrores que pudieran acechar abajo, en la oscuridad, Jill tiró de la anilla metálica y se abrió a sus pies un pozo negro impregnado de sombras, de olor rancio y de una suave bocanada de aire cálido.

—Esto parece otro mundo. ¿Qué clase de sitio es éste?

El vasto espacio oscuro recogió la suave voz de Minalde y se la devolvió como el lastimero murmullo de un millón de voces milenarias.

La oscuridad cedía involuntariamente ante el débil resplandor de la lámpara. Las formas se materializaron: mesas, bancos, metales resplandecientes, poliedros blancos y grises y el transparente parpadeo del cristal tallado. Jill avanzó un paso y vio que la llama de la lámpara se reflejaba en innumerables espejillos. El pan de oro aparecía en los pliegues de un pergamino y flameaba en vasos de cristal medio llenos de polvos cenicientos. En el centro del negro pavimento se alzaba una especie de altar cuya superficie estaba rebajada como para contener algo y chapada en acero nielado.

Jill dio una vuelta completa sobre sus talones.

—A simple vista no parece un mundo tan diferente. Creo que está como cuando se construyó, como cuando lo abandonaron los magos de la Edad Antigua. —Jill pasó una mano por el suave borde del banco de trabajo de obsidiana—. Estamos en uno de los viejos laboratorios.

—¿Como el taller de Bektis? —preguntó Minalde, mientras avanzaba tímidamente hacia el centro de la estancia.

—Más o menos.

Jill acercó la lámpara al banco de trabajo y tocó con dedos vacilantes el helado cristal de los poliedros desordenados.

—¿Qué es todo esto? —Alde levantó un objeto parecido a unas pesas de oro con dos burbujas de cristal—. ¿Para qué sirve?

—No tengo ni idea.

Jill dio la vuelta a una escultura de madera mientras la luz de la lámpara acariciaba sus sinuosas curvas. Hizo rodar una especie de huevo de cristal bastante grande y vio que en su interior había cristales blancos que recordaban la sal.

—En el fondo tiene gracia encontrar los laboratorios de los antiguos magos precisamente cuando todos los actuales han desaparecido al otro lado del continente.

Alde se echó a reír. En la penumbra, sus ojos estaban muy abiertos e interrogantes, como si recordase lo que había visto en otra vida, con otra personalidad.

—Y hace calor aquí —continuó Jill, pensativa—. Creo que, desde que atravesé el Vacío, ésta es la primera vez que no siento frío.

Jill empujó las puertas de acero que había al fondo de la sala y éstas se abrieron sin el menor quejido de sus bisagras, ajustadas y perfectas como las de los portones de la Fortaleza. Se vieron delante de una estancia en la que se oía el débil eco de maquinaria en funcionamiento; la luz de la lámpara que llevaba Jill iluminó una fila tras otra de tanques empotrados en el suelo. Sus paredes estaban marcadas por restos de agua y cubiertas por una rejilla de acero. Jill se puso a recorrer los estrechos pasillos que separaban las filas de tanques.

—¿Podría tratarse de… hidrocultivos?

—¿Qué? —Alde se arrodilló y recorrió con un dedo curioso el rastro de agua.

—Cultivos en agua. Alde, ¿con qué demonios iluminaban este lugar? Es decir, ¿cómo obtenían la luz suficiente para que las plantas creciesen? —Jill abrió otra puerta y aparecieron más hileras de tanques vacíos entre las sombras. Se dio media vuelta y miró fijamente a Alde—. Si tuviésemos una fuente de iluminación se podría alimentar a toda la población de la Fortaleza con lo que hay aquí.

—¿Vamos a decírselo a Alwir? —preguntó Jill mucho más tarde, mientras subían la estrecha y recta escalinata que conducía al almacén oculto.

Alde llevaba ahora la lámpara e iba delante y Jill caminaba con las manos llenas de piezas de herramientas desconocidas, media docena de piedras preciosas de varios tamaños que había encontrado en una caja de plomo y dos o tres nuevos poliedros, grisáceos y no lechosos, pero igualmente enigmáticos. Al llegar al almacén volvieron a sentir el frío que reinaba en la Fortaleza.

—Mmm…, no —dijo Alde—. Todavía no…

Dejaron sus hallazgos sobre una mesa del polvoriento almacén y colocaron la lámpara en el centro. A través de la puerta vieron, al otro lado del pasillo, el resplandor de otra lámpara, oyeron el llanto de un bebé y la voz grave y profunda de un hombre entonando una nana. El aroma de algo que estaban guisando llegó hasta ellas junto con el olor a ropa sucia. Todos los sonidos y olores de la Fortaleza estaban ahí, como un resumen de lo que era la vida a salvo de los Seres Oscuros.

—Jill —dijo Alde—, creo que…, que no confío en Alwir.

Pareció costarle un esfuerzo sobrehumano aquella confesión de deslealtad hacia su hermano.

—Él…, él lo utiliza todo para sus intereses. Esto… —Alde puso la mano sobre un cristal que tenía delante, unas esferas unidas y un montón de tubos entrelazados sin aparente sentido—. Esto es parte de algo que podría ser muy importante cuando vengan los magos, pero sé que Alwir podría destruirlo o esconderlo si creyera que así iba a conseguir alguna concesión de Stiarth. Él es así, Jill. Para él todo son cartas que puede jugar.

La aflicción hizo que le temblara la voz. Incómoda, Jill habló con más dureza de la que quería.

—Por todos los diablos, no eres la única en la Fortaleza que piensa que Alwir no es una bendición para el reino.

—No —concedió Alde, y sus labios se curvaron en una involuntaria sonrisa que, instantáneamente, desapareció—, pero yo sí debería pensarlo. Siempre ha sido bueno conmigo.

—No le ha quedado otro remedio —comentó Jill—. Tú eres la fuente de su poder. Por sí solo no tiene ningún poder legítimo.

Alde sacudió la cabeza.

—Únicamente el poder real —asintió ella—. A veces pienso que su amistad con… Eldor formaba parte de una estrategia. Pero Eldor era lo bastante fuerte como para mantenerle a raya, para hacer que Alwir trabajase para él, como un hombre que monta un caballo salvaje.

Alde suspiró y se frotó los ojos con una de sus largas y blancas manos.

—Es posible que Eldor lo supiese —continuó con voz desmayada—. Quizá por eso se mantuvo siempre distanciado de mí. No lo sé, Jill. Cuando vuelvo la vista atrás y pienso en todo lo que ocurrió, empiezo a dudar de todo. A veces pienso que la única persona que me ha querido por lo que soy, y no por lo que pudiera sacar de mí, es Rudy.

Jill posó una mano en el frágil hombro de Alde.

—Eso es lo que ocurre cuando uno prueba el poder —dijo con voz suave—. Los humanos somos así. ¡Que Dios nos ayude!

Alde se echó a reír suavemente, pero los lágrimas aún humedecían sus ojos.

—En ese caso, ¿por qué voy a tener yo todos los sinsabores del poder y ninguna de sus ventajas?

Cogió la lámpara con expresión irónicamente filosófica.

—Mira —añadió Alde guiando el camino hasta el pasillo—, no creo que Alwir deba enterarse de nada de esto por ahora.

Salieron al vestíbulo principal y se encontraron con una gran confusión de luces y de voces. Delante, a la sombra de los portones, se había concentrado un grupito de gente. Desde donde se encontraban pudieron oír el llanto de una mujer. Cruzaron una rápida mirada y ascendieron precipitadamente los peldaños.

A esas horas de la noche no había muchos civiles en el vestíbulo. Jill supuso que sólo faltaban unas pocas horas para el turno de medianoche. Ella no tenía guardia hasta las ocho de la mañana siguiente, pero tenía entrenamiento a las seis; pensó de mala gana que debía dormir un poco.

Quien lloraba era la misma mujer pelirroja que vieron anteriormente. Estaba arrinconada contra la pared y un grupo de guardias la rodeaban. La antorcha que iluminaba la escena parecía incendiar la maraña de rojos cabellos de la mujer.

—Maldita sea, ¿es que vamos a tener que montar vigilancia para asegurarnos de que la gente no salga por las noches? —decía Janus—. Yo creía que con los Seres Oscuros bastaría.

—Es por la comida —dijo Gnift simplemente, y sus brillantes ojos de elfo se clavaron en los portones—. La gente tiene hambre y cuando vengan las tropas de Alketch…

—¡No esperará el emperador que alimentemos a su ejército! —protestó uno de los capitanes de Alwir.

—Espera y lo verás —dijo Melantrys con sorna.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alde—. ¿Qué pasa aquí?

La mujer alzó el rostro empañado en lágrimas bajo la amarillenta luz de la lámpara.

—¡Oh, mi señora! —susurró—. ¡Oh, que Dios se apiade de mí! Nunca pensé que hiciera esto. Me lo dijo, pero no le creí.

—Su marido —explicó Janus—, un hombre llamado Snelgrin, se escondió fuera de la Fortaleza para robar comida cuando cerráramos los portones y esconderla en el bosque.

—Creí que no lo haría —gimió la mujer—. Nunca pensé…

—Es evidente que él tampoco lo pensó —rezongó Melantrys en voz baja.

Jill recordó a la pareja… Lolli se llamaba la mujer. Eran el primer caso de matrimonio entre uno de los primeros pobladores de la Fortaleza y una penambria recién llegada. Maia celebró la ceremonia hacía unas tres semanas.

Lolli estaba hablando otra vez en voz baja y sofocada, como un animal herido. Alde acudió a consolarla y le pasó un brazo por los hombros, pero la mujer apenas pareció notar el gesto.

—Él no quería hacer mal a nadie —sollozaba ella—. Traté de impedírselo, pero me contestó que había luna llena, que el cielo estaba despejado y que no pasaría nada malo. Le rogué, le supliqué que abandonara la idea…

Jill giró sobre sus talones y se alejó. Ni ella ni nadie podían hacer nada y, personalmente, estaba de acuerdo con Melantrys. La estupidez de aquel hombre era asunto suyo y, evidentemente, no había pensado en el sufrimiento de su esposa. «Por otra parte —pensó cuando yacía despierta en su catre poco después—, la gente es capaz de hacer cualquier cosa por hambre o por amor». No conseguía apartar como habría hecho de su mente, en el pasado, la idea de que la gente cometiera toda clase de estupideces movida por esos sentimientos. El amor, el sufrimiento y el miedo estaban demasiado vivos en su propio corazón.

Al cabo de un rato oyó a Janus y a Gnift entrar y volver a ocupar sus respectivos catres en silencio. En alguna parte de la Fortaleza creyó oír los sollozos de Lolli, aunque debió de ser su imaginación u otro ruido cualquiera. Se preguntó cómo encontrarían a Snelgrin cuando abrieran las puertas por la mañana.

Pensó en el Halcón de Hielo, frío, altivo y joven, atravesando a galope tendido los valles fluviales. Después se acordó de Ingold y de Rudy, que como el desventurado rey Drago III había emprendido un viaje incierto al país de la magia.

Maijan Gian Ko.

Mientras el sueño obnubilaba su mente, comenzó a buscar mecánicamente conexiones etimológicas.

Gian Ko.

Gaenguo.

Abrió los ojos en la oscuridad. ¿Qué había dicho Bektis?: «¿… en Penambra y en el mismo Gae, en el mismo lugar donde ahora se alza el palacio?».

Sintió que la sangre se le helaba en las venas.

«Pero no tiene sentido», pensó. El terrible silencio del valle Oscuro que había visitado con Ingold volvió a su memoria, y con él la pesadez del aire y la sensación de que alguien la vigilaba. Recordó la horrible geometría del lugar, visible sólo cuando el sol brillaba en un ángulo determinado y si se miraba desde lo alto de los acantilados, la sensación de una sofocante confusión y el efecto negativo que obraba sobre los poderes de Ingold.

«Pero ¿sería siempre el efecto negativo con relación a la magia? ¿Podría haber sido positivo en otro tiempo? ¿Era por eso por lo que los magos construían sus ciudadelas y la gente sus ciudades cerca de los… lugares afortunados? Y en ese caso, ¿sería por eso por lo que aquellos lugares eran afortunados, positivos?».

Jill no consiguió pegar ojo aquella noche.

Nunca había tenido muy buena opinión del género humano, y esta vez bajó varios enteros cuando abrieron los portones al amanecer de la mañana siguiente. Evidentemente, se habían extendido por toda la Fortaleza los rumores de lo ocurrido la noche anterior, porque cientos de personas estaban congregadas en el vestíbulo principal antes de las siete de la mañana con el único propósito de ver lo que quedaba del desdichado Snelgrin. Jill tenía guardia de día. Atontada por la falta de sueño y magullada y cansada después del entrenamiento matutino, le entraron ganas de volver a la cama y mandarlo todo hacer gárgaras.

Tal y como había imaginado, Alde estaba allí, sosteniendo a la alta y corpulenta Lolli. Era evidente que ninguna de las dos había dormido. El rostro de Lolli estaba enrojecido e hinchado por el llanto; el de Alde, pálido, serio y tranquilo. Sólo su actitud evitaba que la gente se empujase y mirase con descaro. Para sorpresa de Jill, Alwir también había acudido, al igual que Govannin, que se mantenía atrás pero hacía sentir su presencia.

«¡Vaya una audiencia! —pensó Jill amargamente mientras Janus y Caldern hacían funcionar las pesadas ruedas que abrían los portones interiores antes de recorrer el oscuro túnel para abrir los exteriores—. Espero que no les compense la espera».

Pero al final, las morbosas esperanzas del público se vieron truncadas. Los Seres Oscuros debían de haberse dedicado a otros menesteres aquella noche, pues encontraron a Snelgrin con vida, aunque medio inconsciente, a las puertas de la Fortaleza. Estaba tendido en la nieve y medio congelado. A menudo los Seres Oscuros devoraban la mente de sus víctimas y dejaban sus cuerpos con vida. Snelgrin consiguió ponerse en pie con movimientos convulsos y vacilantes, y subió las escaleras sin ayuda de nadie. Su esposa gritaba y sollozaba de júbilo. En cierta forma, la escena era enternecedora, pensaba Jill temblando bajo el helado frío del amanecer. Sin embargo, para muchos de los espectadores debió de ser una desilusión.

Después de soportar tantas horas los olores a grasa, humo y sudor, la helada claridad de la mañana era un alivio. Nubes de color malva reposaban sobre las laderas de las montañas. Más allá, el cielo era de un pálido azul verdoso. El efecto de la luz sobre el marrón y escarchado terreno era fría y fantasmal. Jill estaba en la escalinata, envuelta en su capa, y se acordó de los tres hombres tras cuya partida había cerrado las puertas de la Fortaleza: el Halcón de Hielo, a quien habían robado la frágil protección de la Runa del Velo; Ingold, que había emprendido el viaje hacia el mayor nido de la Oscuridad en el occidente del mundo, con la esperanza de encontrar al archimago, y Rudy…

—¿Jill?

Alde se hallaba a su lado. Jill lanzó un suspiro de alivio.

—Eres justamente la persona a quien quería ver.

Mientras caminaban juntas en dirección al puesto de observación de Jill, entre los almacenes de alimentos, la historiadora hizo un rápido resumen de las conclusiones a las que había llegado en relación a los «lugares afortunados».

—De modo que ellos van directamente hacia allí —concluyó Jill mientras su aliento se convertía en un velo blanco contra la oscuridad de los árboles que tenían delante—. Bektis estará despierto ya, supongo. ¿Podrías preguntarle si puede ponerse en contacto con ellos? Ingold dijo que intentaba ponerse en contacto con Lohiro en Quo, así que debe de haber un modo de conseguirlo; me refiero a hablarles a través de uno de esos cristales. Dile que establezca contacto y que les diga que no sigan hasta que yo hable con ellos.

Jill levantó los ojos hacia la pálida claridad del cielo. Según sus cálculos estaban a mediados de noviembre, pero los días ya se acortaban en su transcurrir hacia las Fiestas de Invierno.

—Terminaré la guardia a la puesta de sol —añadió Jill.

—De acuerdo.

Alde se arrebujó en su capa y tomó el camino de regreso a la Fortaleza una vez más. Su gruesa capa de piel negra resplandecía a la luz del día, pero en menos de una hora volvió dando tropezones en el resbaladizo camino helado y levantándose las faldas del vestido campesino para no mancharlas de barro.

Jill, acurrucada como un pájaro en un rincón del almacén, desistió de intentar calentarse las manos y se dirigió hacia la joven.

—¿Qué ha dicho?

—Lo siento, Jill —respondió Alde.

Un grupo de chiquillos de la Fortaleza pasaron corriendo a su lado mientras se tiraban bolas de nieve y gritaban; iban al bosque a recoger leña. Una bocanada de humo procedente de los recipientes para lavar o de los ahumaderos llegó hasta ellas junto con el seco son del impacto de una flecha lanzada por alguien que practicaba.

—¿Qué?

—Dice que ya han cruzado las murallas de aire. No ha podido encontrarlos en las montañas con su cristal.

Jill masculló una maldición.

—¿Cuánto tiempo llevan allí? ¿O no lo sabe ese hechicero de pacotilla?

—No… A Bektis no le preocupan mucho esas cosas, pero apenas hace cuatro semanas que se marcharon. Deben acabar de llegar a la cordillera Marítima.

—¡Maldito…! ¡Qué idiota he sido…! —dijo Jill—, ¡qué ciega y estúpida! Debería haberme dado cuenta de la relación entre las palabras mucho antes.

Jill cogió un puñado de nieve y la arrojó con todas sus fuerzas contra la pared de adobe del almacén.

—En ese caso, si ya han cruzado las murallas de aire —continuó con voz más tranquila—, para cuando salgan ya sabrán todo lo que nosotras podíamos contarles.