A pesar de la voluntad que ponía por imitar a Errol Flynn, la verdad es que Rudy nunca había montado a caballo antes de llegar a aquel universo y sólo una vez en el viaje desde Karst, acompañando a una patrulla de la guardia a inspeccionar una granja que los Jinetes Blancos habían incendiado. El recuerdo de lo que allí había visto seguía poniéndole enfermo. Sin embargo, acostumbrado a ver películas del Oeste, se imaginaba que no tenía nada de especial subirse a la grupa de un caballo y desaparecer galopando hacia el atardecer. Ahora acababa de descubrir que estaba equivocado.
Los caballos de los Jinetes Blancos eran más altos, de patas más largas que los del reino de Darwath y, debido a que se alimentaban de los escasos pastos de las praderas, también eran más delgados e inquietos. Asimismo eran caprichosos y medio salvajes, y el bochorno de Rudy fue absoluto cuando, en la plomiza oscuridad previa al helado amanecer del desierto, la vieja yegua que Huella del Viento le había prestado por su docilidad le tiró a tierra por encima de las orejas, sin ningún miramiento. Rudy levantó la vista desde el suelo y, con amarga envidia, miró a Ingold, que parecía un jefe cosaco cómodamente montado sobre un soberbio semental bayo.
—¿Por casualidad no habrás estado en la caballería alguna vez? —preguntó Rudy mientras varios Jinetes iban a buscar a la yegua entre risas contenidas.
—En cierto modo —respondió el mago dejando en suspense la contestación.
El vaho de Ingold humeaba ligeramente a la luz de las estrellas. Una de sus manos sujetaba la rienda de cuero sin curtir; la otra descansaba, relajada, sobre su muslo.
Rudy recordó haber oído en alguna parte el rumor de que Ingold, en su juventud, había sido esclavo en Alketch, y también recordó la forma en que la caballería del imperio entrenaba a sus jinetes. No debía de haber aprendido a montar a caballo con una mano encadenada a un poste mientras los soldados cargaban contra él con sus sables, pero si eso era cierto, al menos explicaría con creces los nervios de acero del anciano.
Los Jinetes regresaron con la dócil y tranquila yegua, con una expresión de regocijo apenas disimulada en sus rostros solemnes.
Emprendieron el camino hacia el norte antes del amanecer y cabalgaron durante todo el día. Las nubes que se habían disipado la tarde anterior volvieron a espesarse. El pequeño grupo de jinetes galopaba bajo un pálido y helado cielo. Al mediodía, el aliento de sus respiraciones era visible a distancia al igual que el vaho que se desprendía de los sudorosos lomos de sus caballos. Las rojas arenas estaban cubiertas por manchas de nieve que aumentaban de tamaño a medida que avanzaban hacia el norte. Aquí y allá Rudy vio huellas que no conocía, de las que Ingold le dijo que eran los rastros de las criaturas de aquellas tierras norteñas. Pero más profundo y temible que el frío era el silencio que cubría el territorio. Nada parecía moverse ni vivir en los páramos de arena y nieve. A primera vista, incluso el viento parecía haber desaparecido. Cuando los jinetes se detuvieron para descansar o cambiar de caballos, ya que llevaban consigo un pequeño número de refresco, Huella del Viento se paseó inquieto entre el grupo; habló con una docena de sus guerreros en voz baja y trató de oír algún sonido, que Rudy no pudo percibir, en las praderas. Los guerreros que los habían acompañado guardaban silencio; nerviosos como los animales antes de una tormenta de verano, se mantenían próximos unos a otros en la interminable extensión de las llanuras nevadas.
—Allí —susurró el jefe señalando una lejana elevación del monótono terreno rojo y blanco—. Ahí está.
Rudy miró a lo lejos y vislumbró un brillo oscuro y liso parecido a un extraño lago de petróleo. Aunque llevaba un capote de piel de búfalo que le habían prestado los guerreros, de repente sintió frío.
—¿Hay sitios como éste en vuestro país, en el norte? —preguntó Ingold a Huella del Viento en el momento en que dirigieron los caballos hacia el oscuro resplandor.
—En nuestras tierras no —respondió el caudillo de las colinas Retorcidas—. El pueblo de las colinas de Lava, al sur de nuestro territorio, tenía un lugar así. Tuar, lo llaman; y otros, las gentes del este, de las llanuras de Sal, también hablan de él.
—¿Tuar? —dijo el mago, con curiosidad—. ¿Visión?
—Se dice que los chamanes, los hombres sabios de nuestros pueblos, iban a esos sitios y, después de hacer sus ofrendas a los espíritus de la tierra, podían ver cosas muy lejanas. Entre las gentes de las colinas de Lava, también se dice que en otro tiempo cazaban de esta manera. Los hombres sabios podían ver dónde estaba la caza y dirigían al pueblo en pos de sus huellas; pero ya no cazan así.
—¿Por qué no?
Zyagarnalhotep sacudió la cabeza.
—No nos lo han dicho. En esos lugares también se practicaban curaciones.
Meditabundo, Ingold se sumió en un profundo silencio hasta que llegaron a las puertas de la morada de la Oscuridad.
Era la primera vez que Rudy veía algo así, una construcción que parecía anterior a las primeras obras arquitectónicas de la humanidad. Frente a ellos se extendía una vasta plaza de cientos de metros de lado, como una plataforma negra, brillante y pulida como cristal. En el centro se abría un rectángulo de sombra semejante a una garganta abierta que gritase su ira al cielo. Desde allí unas desgastadas escaleras bajaban a las profundidades de la tierra. Rudy se estremeció. Sentía una repulsión y, al mismo tiempo, una curiosa atracción, un miedo que se parecía extrañamente al vértigo. Sintió un inquietante deseo de cerrar aquel oscuro pozo, de taparlo, de sellar la cubierta y marcarlo con la luna de Darb, la runa que no dejaba pasar al mal. Pero unido a su repugnancia estaba el temor a que, si se acercaba, descendería esas escaleras y, en contra de su voluntad, iría libremente a la Oscuridad.
Los jinetes tiraron de las riendas de sus monturas al llegar al borde de aquel pavimento liso y negro. Ingold espoleó a su caballo para que bajara la cuesta y los cascos resonaron en la piedra mientras cabalgaba hasta el mismo borde del pozo. Una vez allí desmontó y cogió su báculo, que llevaba atado a la silla de montar, y que había recogido la noche anterior, cuando fue a buscar a Che a su escondite para llevarlo al campamento. Desde el banco de nieve donde esperaba junto a los Jinetes, Rudy lo observó con vaga intranquilidad mientras Ingold se detenía durante unos momentos al borde de la escalinata y parecía escuchar el viento, como había hecho Zyagarnalhotep poco antes. Descendió entonces varios escalones y volvió a prestar atención a sus oídos; sus manos, enfundadas en sus guantes de lana multicolor, sujetaban con fuerza la madera del báculo.
—¿Qué piensas, Caminante del Desierto? —gritó Huella del Viento.
Ingold alzó la mirada y se retiró la capucha del rostro.
—No sé qué pensar —dijo Ingold. Regresó junto a los demás, como un fantasma en medio del frío desierto, seguido de su caballo—. Creo que se han ido. En realidad, no creo que haya nada vivo ahí abajo, ni bueno ni malo. ¿Quieres acompañarme para verlo por ti mismo, Huella del Viento, o prefieres quedarte aquí de guardia mientras yo bajo?
El guerrero parecía inquieto, un sentimiento, el de la inquietud, que Rudy compartía con todo su corazón. Confiaba en Ingold y nunca le había visto errar. Si el mago decía que no había nada ahí abajo, probablemente estuviese en lo cierto. Pero, por otra parte, Rudy sabía muy bien que los Seres Oscuros poseían su propia magia, y cabía la remota posibilidad de que Ingold estuviera equivocado. Si bien Rudy tenía sus dudas, no podía esperarse de alguien que sólo conocía al anciano de oídas le siguiese hasta el mismísimo corazón de la Oscuridad, por grande que fuera su valor.
—Si estás en lo cierto y no hay nada ahí abajo —dijo el jefe de los guerreros—, será mejor que me quede aquí vigilando el camino.
—Muy bien —replicó Ingold sin ironía ya que, después de todo, era él quien había querido ir allí—. ¿Rudy?
—¡Oh…, sí, claro! —dijo Rudy.
Rudy descabalgó y le sorprendió darse cuenta de lo dolorido que se encontraba. Nueve horas de galope a lomos de un caballo no eran ninguna broma para un novato. Se preguntó si se quedaría lisiado para siempre. Desenrolló de la manta que llevaba en la silla de montar el asta de lanza que había estado utilizando como muleta y bajó a reunirse con el mago con paso inseguro y renqueante.
Ingold giró en dirección a las escaleras, pero de repente se quedó inmóvil, como un zorro sorprendido por la trompa de caza, y alzó la cabeza como si buscara un olor lejano en el aire. La luz del día, diáfana y blanca, se reflejó en sus ojos mientras escudriñaban el cielo.
—No puede ser —dijo con voz queda, para sí mismo.
Rudy lanzó una mirada nerviosa a su alrededor.
—¿Qué es lo que no puede ser?
—Estamos demasiado al sur. —Ingold se dio media vuelta y contempló el horizonte con expresión preocupada y perpleja. En aquel mismo momento, uno de los caballos sacudió la cabeza, relinchó nervioso y comenzó a encabritarse.
—¿Demasiado al sur para qué?
Ingold se giró hacia los guerreros.
—No estoy seguro —dijo a Huella del Viento—, y puede que me equivoque, pero creo que se avecina una tormenta de hielo.
Fue la primera vez que Rudy vio a los feroces guerreros dar muestras de emoción. El miedo brilló en los ojos ámbar de su jefe.
—¿Estás seguro? —preguntó Huella del Viento.
Hizo una rápida señal a los guerreros, un leve gesto que provocó susurros de inquietud entre ellos. Los Jinetes Blancos también tenían miedo.
—No… Sí. Sí, estoy seguro. —Ingold miró en una y otra dirección, y la preocupación profundizó las arrugas de su rostro.
«Lo que le preocupa no es que vayamos a convertirnos todos en témpanos de hielo —pensó Rudy— sino el que ocurra tan al sur. ¡Dios mío!».
—¡No lo hagas! —gritó el mago cuando uno de los guerreros hizo ademán de espolear a su caballo para huir—. No conseguirás escapar.
—No —dijo Huella del Viento—. Después de todo, estamos contigo, Caminante del Desierto. —Bajó al trote la pendiente nevada y cruzó el pavimento hacia el pozo, seguido del resto de los Jinetes Blancos. Ingold le siguió andando, acompañado por el renqueante Rudy.
—¿Cuándo? —susurró Rudy mirando al pálido y desnudo cielo. No podía sentir nada que no fuese el frío que le había erizado el cabello durante todo el día.
—Muy pronto.
Rudy había oído hablar a Jill de las Escaleras de los Seres Oscuros, pero hasta aquel momento no había comprendido el misterio que las rodeaba, la sensación de estar ante un abismo extraño e incomprensible. Aunque no hubiera nada, ni ningún ser vivo, aquella escalinata tenía algo terrible, una sensación de iniquidad que le producía una extraña rigidez en la columna vertebral. La luz nunca había horadado aquella negrura, como tampoco había alcanzado la oscuridad de los más recónditos lugares de la Fortaleza de Dare. Aquélla era la morada de los habitantes de las tinieblas, que podían ir y venir a placer en la oscuridad, silenciosa y subrepticiamente, como el aire en el que se movían. Las escaleras se veían muy desgastadas. El desolado pavimento, suave y resbaladizo, no reflejaba la dura palidez del cielo. ¿Cuántos pies descalzos se habrían arrastrado por aquel espacio abierto? ¿Cuántos habrían escuchado aquella susurrante llamada a una muerte negra? ¿Y durante cuántos años?
Y, sin embargo, Rudy advirtió que los guerreros preferían descender al supuestamente vacío nido de los Seres Oscuros antes que hacer frente a la tormenta de hielo en la superficie, a pesar de que Ingold podía haberse equivocado.
La luz del báculo de Ingold osciló con espectral fulgor mientras descendía las escaleras a la cabeza del grupo. Su luz fosforescente iluminaba los estrechos muros, la bóveda del bajo techo, los interminables y retorcidos escalones. Cuando cruzó el umbral pegado a los talones del mago, Rudy pudo captar el olor procedente de las profundidades, un hedor a descomposición que intimidaba a los caballos y hacía que los hombres intercambiasen miradas de inquietud.
Al doblar una esquina, la luz del día quedó atrás. El pálido brillo del báculo lanzaba cristalinos destellos verdosos que se reflejaban en los grandes ojos de los caballos, y el silencio que los rodeaba se hacía eco de los temores de los hombres. Rudy miró al negro techo, y vio que había sido excavado a grandes golpes de cincel de abajo arriba. Los escalones eran rectos pero inquietantemente irregulares, como diseñados por seres que no poseyeran pies. Un aire frío y húmedo acarició su rostro como un estertor mortal, como el hedor de algo corrompido de hacía mucho tiempo. Rudy se estremeció. Trató de encontrar consuelo en el olor a vida de los hombres y animales que le acompañaban, en el calor de los cuerpos cercanos, en los susurros y en el ocasional relincho que rompió aquel silencio mortal. Una o dos veces oyó arañar las paredes; eran las garras de las ratas carroñeras que se deslizaban como sombras furtivas por entre las fisuras de las paredes.
Fuera lo que fuese lo que había abajo, estaba muerto. Muerto y corrompido. Parecía como si llevaran horas descendiendo. La escalera daba vueltas y más vueltas, la única luz visible era la suave fosforescencia que bañaba los hombros del anciano que le precedía. Las piernas le dolían, le quemaban, mientras forzaba sus sentidos para captar cualquier sonido, cualquier movimiento procedente de la oscuridad. Pero no había nada, sólo aquel hedor a podrido.
—¡Quietos! —dijo Ingold, y Rudy sintió que sus piernas no podían aguantar más. El mago se paró tan bruscamente que Rudy casi se dio de bruces con él.
Huella del Viento se apartó de sus hombres y se acercó a ellos con movimientos sigilosos. Rudy intentó bajar otro escalón para ver lo que había más abajo, pero Ingold le cerró el paso con un brazo.
—¿Qué pasa?
En silencio, el mago señaló con su báculo el vacío.
El escalón donde se encontraban era el último, más allá sólo había una oscuridad indefinible e infinita. Sin la luz del báculo de Ingold como guía, hubieran caído irremisiblemente al vacío. En las profundidades Rudy creyó distinguir los movimientos rápidos y los chillidos de las ratas carroñeras; el olor a podrido era ahora mucho más intenso. Entonces, Ingold alzó el báculo y su luz se intensificó lentamente hasta arder con el brillo incandescente de una lámpara de magnesio. Era la primera luz que penetraba en aquella oscuridad desde el principio del mundo, y lo hizo despacio, como palpando las líneas del suelo, de los arcos y pilares, como un amante tímido, delimitando involuntariamente el agua y la piedra de la noche.
—¡Por todos los demonios…! —susurró Rudy, e Ingold alzó las cejas en gesto interrogante.
—No sé lo que tienen que ver los demonios con esto —respondió el mago secamente—, pero lo que estás viendo ahora es algo que sólo yo he visto y he sobrevivido para contarlo. Éstos son los dominios subterráneos de los Seres Oscuros.
Unos siete metros más abajo se distinguía el suelo de la caverna, que se extendía en pequeños montículos hacia las tinieblas que la luz del báculo no podía penetrar. La cueva en sí tenía decenas de metros de altura y quizás el doble de anchura; la distancia a la que se encontraba el fondo era incalculable. Podían discernirse oscuras y estrechas entradas que conducían a otras cavernas entre los pilares de piedra caliza que poblaban la gruta. Enormes estalactitas colgaban como sombrías agujas góticas que brillaban a la suave luz blanca del báculo como si hubiesen sido cuidadosamente pulidas. El suelo estaba cubierto de una gruesa alfombra de líquenes marchitos, rota en algunos lugares por negras aguas cuya lisa superficie de ónix reflejaba trémulamente la luz. Tan completo era el silencio reinante en la fantasmagórica caverna, que las enormes bóvedas reproducían la respiración del pequeño grupo de invasores arracimados como mendigos en el umbral del abandonado reino de su enemigo.
—Mira —señaló Huella del Viento.
Algo se movió abajo. Eran las ratas carroñeras que se deslizaban con ojos relucientes por la orilla de una de las lagunas negras como obsidiana. Apenas discernibles entre el musgo amarillento del suelo de la cueva, se veían esqueletos humanos que brillaban pálidamente bajo la blanca luz del báculo del mago. No se podía apreciar su cantidad claramente, pero debían de ser incontables.
—¿No podría ser su cementerio, el lugar donde abandonan los restos de sus víctimas?
—En absoluto —respondió Ingold mientras alzaba la cabeza para intentar distinguir el techo de la cueva—. En primer lugar, hay demasiados. Si los Seres Oscuros hubieran almacenado aquí los restos de sus víctimas a lo largo de milenios, los restos se alzarían a muchos metros por encima de nuestras cabezas. —Ingold señaló el techo y todos los ojos siguieron el movimiento de la luz—. ¿No veis lo picadas y brillantes que están las estalactitas? Es obra de las garras de los Seres Oscuros. ¿Y veis lo profundo que es ese canal que va hasta aquel agujero del techo? Debió ser una de sus principales vías de comunicación. No, ni siquiera ellos habrían vivido junto a los cadáveres de sus «animales». Ningún ser vivo lo haría.
—¿Quieres decir que vivían ahí arriba? —susurró Rudy—. ¿Como los murciélagos, en el techo? Creía que habías dicho que eran inteligentes y que poseían una civilización.
—Y así es —dijo Ingold—. Una clase de civilización de tipo mental, sin manifestaciones externas. Una civilización impenetrable para nuestras mentes. E incluso en el caso de que no fuera así, no podríamos comprenderla, como tampoco un cerdo o una oveja pueden comprender un poema de amor, el dinero o el concepto del honor.
Rudy asintió y sus ojos se pasearon lentamente por aquellos oscuros y relucientes muros.
—Es posible que tengas razón. Aunque conozco a más de uno que tendría problemas para comprender dos de las tres cosas.
Rudy oyó a su lado la suave risa cascada de Ingold.
Mientras hablaban, Rudy fue cobrando conciencia del frío. Procedía del exterior y descendía por la escalinata, cada vez más intenso, hasta que Rudy se encontró tiritando bajo el grueso capote de piel de búfalo. Incluso los guerreros, acostumbrados a los fríos del norte, se acercaban unos a otros en busca de calor; el vaho de su aliento humeaba bajo el fulgor diamantino de la luz de Ingold. A través del interminable y retorcido túnel de escaleras que habían dejado atrás, Rudy oyó el gemido lejano del viento como un agudo grito salvaje capaz de helar el corazón a cualquiera. Habían pasado mucho tiempo descendiendo y sólo Dios sabía a qué profundidad se encontraban bajo la superficie. Sin embargo, la intensidad de la tormenta de hielo había penetrado hasta allí, y la humedad de su aliento se condensaba en las paredes y se congelaba de inmediato.
—Entonces, ¿por qué están esos huesos ahí? —dijo Rudy entre el sonoro castañetear de sus dientes—. ¿Podemos bajar a verlos?
Se le ocurrió que, si descendían más, cabía la posibilidad de que allí el frío fuera menos intenso.
Ingold apuntó al foso con su báculo. Casi al instante, Rudy vio que sería casi imposible descender hasta allí con los caballos. Se preguntó si los dooicos, o cualquier otra especie que los Seres Oscuros hubieran arrastrado a su nido, no se habrían roto por fuerza las piernas al saltar al foso.
El mago lanzó una fugaz mirada a sus espaldas, en dirección al jefe de los Jinetes Blancos.
—¿Tienes cuerdas? —le preguntó.
Bajo las espesas cejas, los ojos de pantera del caudillo se oscurecieron.
—Amigo mío, no creo que sea una buena idea —dijo Huella del Viento con voz queda—. Ahí abajo está la muerte. La cueva entera huele a muerte. Se puede oler en el viento que sube de los túneles inferiores. Será mejor que permanezcas aquí con nosotros hasta que pase la tormenta.
Ingold, inquieto, se dio la vuelta y se asomó una vez más al foso.
—¿Por qué están todos muertos? —preguntó Ingold—. ¿Cómo habrán muerto?
El jefe de los Jinetes Blancos resopló de impaciencia ante la pregunta.
—¿Tú que bajas a la morada de los Asesinos de la Noche preguntas cómo es que han muerto aquí tantos hombres? Quédate con nosotros, Caminante del Desierto. No es ningún secreto para nadie que los Asesinos comen hombres.
—Dadme una cuerda —dijo Ingold simplemente.
Alguien le tendió un mazo de cuerdas.
—¿Rudy?
Obediente, el californiano hizo que la punta de la lanza que estaba utilizando a modo de bastón se iluminase. Con los enguantados dedos casi insensibles la sostuvo en alto para iluminar el foso mientras Ingold arrojaba su báculo y comenzaba a descender por la cuerda con la tranquila maestría de un alpinista profesional. Mientras contemplaba al mago avanzar por el suelo de la caverna, Rudy observó que las ratas carroñeras se alejaban a su paso y se preguntó si habría formulado algún hechizo para rechazarlas. Desde donde él se encontraba, parecía simplemente un menudo anciano cuya cansada cabeza iluminaba la blanca luz del báculo al tiempo que sus marrones ropajes acariciaban el seco musgo que se deshacía en polvo bajo sus ligeros pies. Durante un espacio de tiempo, Rudy observó las sombras que la luz mágica del báculo de Ingold proyectaba en los muros y en las estalactitas mientras el mago exploraba lo que había entre ellas. De repente, Ingold se desvaneció al traspasar el vano de una puerta en busca del corazón de las tinieblas.
A sus espaldas, Rudy oyó la voz susurrante de Huella del Viento.
—Ni por todos los caballos, ni por todas las águilas, ni por todas las mujeres hermosas de este mundo iría así a enfrentarme con los Asesinos de la Noche. La muerte está en ese túnel. ¿Es que no la huele? Este espíritu que hasta los mismos Asesinos temen ha arrasado este lugar y los ha exterminado a ellos y a sus víctimas. Y pese a todo, este viejo va en su busca.
El frío se hizo más intenso y más crudo. Los hombres y los caballos se apiñaron como corderos buscando unir el calor de sus cuerpos. Rudy se preguntó si Ingold no acabaría congelado allí abajo, entre las ratas y la oscuridad. De vez en cuando, el viento rugía a lo largo del túnel resonando en la caverna hasta perderse en la alfombra de musgo mordido por el hielo. Rudy sospechó que había transcurrido aproximadamente una hora cuando volvió a ver luz en las cavernas y que Ingold regresaba temblando como un mendigo medio congelado en la nieve. Levantó el báculo para que Rudy lo recogiese y luego ascendió por la cuerda. Tenía la capa cubierta de hielo cristalizado que la hacía brillar como polvo de diamante. Los Jinetes Blancos le hicieron sitio entre ellos.
—Y bien, Ladrón de los Caballos de Ave Blanca —murmuró Huella del Viento—, ¿has encontrado lo que buscabas?
—Yo no robé los caballos de Ave Blanca —respondió Ingold mecánicamente.
A pesar del terrible frío, Rudy sintió el olor a putrefacción en el manto cubierto de hielo. Bajo la pálida luz mágica, se veía a Ingold blanco como el mármol y fatigado, como alguien que acabara de vomitar hasta los hígados.
—Y no —continuó el anciano—, no he encontrado más que muerte. La mayoría son esqueletos, pero se advierte que todos murieron al mismo tiempo, no espaciadamente. Hay ratas, gusanos y hasta sapos blancos, tan grandes como tu cabeza…, pero eso es todo. En lo más profundo de la caverna no he sentido la presencia de ninguna criatura viva, ni de los Seres Oscuros, ni de nada que pueda haberlos hecho huir.
Con un reflejo rápido, Rudy desechó las imágenes que su excesiva imaginación había conjurado. Sin embargo, algo en la cansada voz del mago le dijo que Ingold volvería a vagar por esas cavernas en sueños durante muchas noches más. La sensación de un furtivo correteo en las profundidades le hizo sentirse mareado.
—¿Por qué? —susurró Rudy.
—¿Por qué? —Ingold le lanzó una rápida mirada—. Si algo aniquiló a los Seres Oscuros, cosa de la que no estoy seguro, también habría matado a sus víctimas. Pero si sólo han abandonado el nido para ir a otro lugar, no podían llevarse a sus esclavos en esta época del año, ¿no crees?
—Pero ¿no puede ser que hayan tenido que defender este lugar contra algún espíritu? —preguntó Huella del Viento haciendo que el hielo en sus bigotes crujiera levemente.
—Quizá —respondió Ingold—, pero no podemos estar seguros de que haya habido un espíritu. Yo, personalmente, no lo creo. Ni siquiera estoy seguro de que se fueran por miedo.
El ensombrecido semblante del guerrero se tornó pensativo.
—Si no fue por miedo, ¿por qué, entonces?
—Quizás obedecían órdenes.
—¿Y de quién obedecerían órdenes los Seres Oscuros?
—Una buena pregunta —dijo el anciano—, cuya respuesta espero encontrar en Quo. Si los magos de allí no pueden ayudarme, es posible que esa pregunta y lo que he visto aquí sea útil. Todo lo que te pido, Huella del Viento, es que me des tu permiso para seguir mi camino.
El caudillo de los Jinetes Blancos se echó a reír.
—Como si algún hombre tuviese poder para interponerse en la senda del Caminante del Desierto. Es como si los Asesinos de la Noche pidieran permiso para hacer su voluntad. En cualquier caso, tienes mi permiso. ¿Y qué vais a hacer, Caminante del Desierto, tú y tu Pequeño Insecto, cuando encontréis a los hombres sabios del océano Occidental?
—Dar con la forma de acabar con la Oscuridad —contestó el mago en voz baja—, o perecer en el intento.
Cuando salieron al exterior, lo que vieron era un mundo árido y transformado. Mientras se abrían paso trabajosamente hacia los débiles reflejos de luz a través de la nieve que obstruía los últimos siete metros de escaleras, Rudy sintió como si el frío se le pegara a los huesos. A pesar de la intensidad del frío en la caverna, al salir al exterior le pareció que arreciaba. El grupo de jinetes y caballos salió a una llanura cubierta por una dura capa de nieve helada que crujía bajo sus pies y a un cielo encapotado de nubes. A lo lejos todavía se veían columnas espirales de tornados oscilando entre la oscura atmósfera y la tierra helada. Las ráfagas de viento se perseguían caprichosamente y sin rumbo a través de aquella desolación, como los últimos coletazos del huracán que había asolado la región.
—¿No dijiste que la tormenta ya había cesado? —consiguió decir Rudy con un temblor incontrolado.
—Ya ha cesado. —Ingold montó en su caballo y mientras hablaba se le iba encaneciendo de escarcha la venerable barba—. Esto es sólo el final.
De regreso hacia el sur en medio de la tétrica oscuridad de media tarde, vieron una manada de bisontes medio enterrados en la nieve. Los animales tenían las inclinadas cabezas congeladas, al igual que su carne y su sangre. «No me extraña que los Jinetes Blancos sean capaces de sacrificar seres humanos para aplacar al espíritu maligno que consideren responsable de esto», pensó Rudy.
Se detuvieron para acampar bastante después del anochecer. La fría noche del desierto era más cálida que el día después de la tormenta de hielo. Los Jinetes Blancos prepararon el sencillo campamento de guerra con silenciosa eficacia. Ingold permaneció sentado junto a la hoguera durante mucho tiempo hablando con Huella del Viento. Rudy los veía a través de la estrecha entrada de su refugio; la parpadeante luz dorada iluminaba los largos bigotes trenzados del jefe y las manos cubiertas de cicatrices de Ingold.
Al cabo de un rato, el mago entró en el refugio y se cubrió con las pieles. Afuera, del fuego apenas quedaban los rescoldos.
—¿Ingold? —susurró Rudy—. ¿Qué piensas?
—¿Qué pienso de qué? —murmuró Ingold en la oscuridad.
—¡Por todos los demonios, del espíritu!
Un ojo azul y parte de la barba aparecieron entre las pieles. El mago, apoyándose en un codo, se incorporó.
—No creo que haya ningún espíritu o, al menos, no en el sentido que piensan ellos. No sentí la presencia de ninguna criatura viva en las profundidades de la caverna.
—Entonces, ¿crees que los Seres Oscuros se marcharon por su propia voluntad?
—Es posible.
—¿Podría haberlos hecho huir una tormenta como la de hoy?
Ingold guardó silencio un momento.
—No creo —dijo por fin—. Por lo que sé, nunca se ha dado una tormenta así tan al sur, y según Huella del Viento los Seres Oscuros abandonaron sus nidos en las llanuras durante el primer cuarto de la luna de otoño, hace pocas semanas. Los Seres Oscuros no tienen conocimientos especiales sobre los elementos de la naturaleza, Rudy. Ni siquiera el mago más experimentado puede predecir cuándo y dónde habrá una tormenta de hielo, salvo pocos minutos antes de que ocurra.
Afuera, un caballo relinchó; era como un grito reconfortante. No se oía más ruido que el gemido del viento. Incluso los lobos guardaban silencio.
—¿Es a esto a lo que se refiere la gente cuando dice «tan seguro como los hielos del norte»? —preguntó Rudy.
—No, no se refieren a las tormentas —dijo Ingold—. En el norte está el desierto de hielo, donde nada puede vivir y donde no hay más que una infinita extensión de hielo. En algunos lugares, el nivel sube unos dos centímetros al año. En otros sitios, más.
—¿Has estado allí?
—Sí, claro. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Lohiro y yo tuvimos que hacer…, digamos que un trabajo en el hielo, y estuvimos a punto de no contarlo. Por aquel entonces, los límites del glaciar se encontraban a lo largo de una cadena montañosa que los viejos mapas llamaban la Barrera. La última vez que estuve allí las montañas estaban enterradas casi por completo en la nieve.
—Ingold —dijo Rudy con voz suave—, ¿cuál es la conexión? Hace siete semanas fue el primer cuarto de luna del otoño. Esos días cayó Gae. Lohiro y los magos interrumpieron el contacto con los demás. Los Seres Oscuros abandonaron sus guaridas de las llanuras después de aniquilar a sus esclavos. ¿Qué demonios está ocurriendo, Ingold? ¿Qué está pasando?
El anciano suspiró.
—No lo sé, Rudy. No lo sé. No sé si ésta es una catástrofe más en una serie de hecatombes debidas al azar o todo forma parte de un jeroglífico con una única respuesta. Sin saberlo, hemos compartido este planeta con los Seres Oscuros desde los albores de la humanidad; sin embargo, sólo sabemos de ellos que son nuestros enemigos. Si hay una solución, ¿está en Quo? ¿O son los mismos Seres Oscuros los que tienen la respuesta, incomprensible para el género humano? ¿O quizás está en el último lugar donde se nos habría ocurrido buscarla, en la Fortaleza de Dare?