CAPÍTULO UNO

Por escenario el bar Shamrock, en San Bernardino, una noche lluviosa de sábado. La lluvia tamborilea suavemente en las ventanas. El rojizo resplandor de las luces de la entrada se refleja en el pavimento encharcado de la calle. Dos motoristas con pobladas barbas y una rubia de aspecto desaliñado juegan al billar al fondo del local. Rudy Solis terminó de un trago la segunda cerveza de la noche y echó un vistazo a la sala. Sabía que había perdido algo, que le habían arrebatado algo que no podía recordar. Sólo sentía un dolor sordo e indescriptible.

Se le había acabado ya el dinero, pero no estaba lo suficientemente borracho. Al otro lado de la barra, Billie May iba de un lado para otro entre vasos vacíos y botellas de cerveza, y su imagen se reflejaba en el sucio espejo del fondo, mostrando su excesivo maquillaje y el encaje rojo de su sujetador, que se entreveía por el amplio escote de su blusa. El espejo reflejaba al público habitual de los sábados por la noche, gente que Rudy conocía desde la infancia, como Peach McClain, el Ángel del Infierno más gordo del mundo, acompañado de su novia; Crazy Red, el instructor de kárate; Big Bull, siempre con la banda de la fundición. Pero era como si todos fueran desconocidos. Rudy hizo un leve gesto con los dedos y una botella de cerveza salió de la estantería y voló por el aire hasta su mano. Nadie se dio cuenta. Llenó el vaso y se la bebió sin saborearla. En el tocadiscos automático un par de guitarras acústicas acompañaban a una voz dulzona y nasal que cantaba una balada country. El dolor de aquella pérdida que no podía recordar era insoportable.

Dejó la botella suspendida en el aire a un palmo por encima de la barra y siguió bebiendo. Nadie reparó en ello, o a nadie le importaba. Rudy se contempló reflejado en el espejo: el rostro enjuto de frente despejada, enmarcado por sus largos cabellos negros. Tenía las manos sucias de pintura y grasa de motor. En una de las muñecas ostentaba un tatuaje con su nombre escrito encima de una antorcha. A su espalda, el ventanal se había oscurecido de repente.

Se volvió, presa de un horror imposible de definir. No se veía luz alguna ni reflejos de neón en el exterior, sólo la noche negra, suave y palpitante que parecía apretarse contra la ventana, que se movía imperceptiblemente como si estuviera preñada de extrañas criaturas sinuosas. Intentó gritar, pero la voz se le quebró helada en la garganta. Intentó dar la alarma, pero nadie parecía verle, como si no estuviera allí. Un mazazo de energía semejante al puñetazo de un gigante furibundo reventó las paredes del bar en una explosión de piedras y ladrillos. La Oscuridad se metió por el boquete como una oleada de petróleo.

—¡Rudy! —Unas manos frías le atenazaban la muñeca—. Rudy, despierta. ¿Qué ocurre?

Se despertó jadeante, envuelto en un sudor frío. Gracias a su vista de mago pudo ver en la penumbra de la habitación a Minalde, reina de Darwath, madre del príncipe heredero, sentada en la cama a su lado. La colcha estrellada brillaba sobre sus hombros, el miedo que reflejaban sus ojos la hacía parecer de más edad, pese a tener sólo diecinueve años. La penumbra cálida y tranquila de la habitación olía a cera y al perfume de sus largos cabellos.

—¿Qué ha sido? —Volvió a preguntar en voz baja—. ¿Un sueño?

—Sí. —Rudy yacía a su lado temblando, presa de un frío mortal—. Sólo era un sueño.

En los oscuros aposentos de la guardia, en el primer nivel, Jill Patterson abrió los ojos. Sus sueños de tranquilidad y erudición en otro universo llamado California dieron paso a una intensa sensación de horror. Permaneció un rato tendida en su catre, escuchando con los ojos abiertos los lejanos sonidos de la Fortaleza de Dare y los latidos de su corazón. Se repitió a sí misma que la Fortaleza era segura, que era el único lugar del mundo donde los Seres Oscuros no podían entrar. Y, sin embargo, la sensación de terror crecía en su alma por momentos. Por fin se levantó, sigilosa como una pantera. El tenue brillo amarillento del hogar en la sala de guardia iluminaba débilmente la habitación que compartían las mujeres del turno de día. Apenas se distinguían los hombros anónimos, los ojos cerrados, los cabellos revueltos, las capas negras con el sencillo cuadrifolio blanco, emblema de la guardia. En la penumbra, Jill se puso la camisa y las polainas, se envolvió en su capa y se deslizó silenciosamente fuera de la habitación. Sintió en los pies descalzos el frío de las baldosas mientras se abría paso entre los bultos que atestaban la sala de guardia. Pensó que serían las dos o las tres de la mañana, pero era difícil medir el tiempo en aquella fortificación sin ventanas.

Apartó a un lado la cortina que colgaba en el fondo de la sala.

Ingold no estaba en su aposento. En realidad el mago dormía en una especie de pequeño almacén donde la guardia almacenaba parte de las provisiones que habían conseguido salvar al hundirse el reino. Jill pudo ver a la temblorosa luz de las llamas un hueco en los sacos de grano apilados al fondo, un par de pieles de búfalo apolilladas y una raída manta multicolor, pero no había rastro del mago. Su báculo también había desaparecido.

Atravesó rápidamente la sala de guardia y la antesala donde se guardaban las armas y las botellas de Muerte Azul y ginebra, y salió a la cavernosa extensión de la Sala Central de la Fortaleza, con sus trescientos metros desde el portón doble del oeste hasta el muro de la zona administrativa. Bien podía sentirse al aire libre, ya que las negras paredes de la nave se alzaban hasta perderse en la negrura. Numerosos canales de agua negruzca cruzados por pequeños puentes surcaban el pavimento como una telaraña. Jill sintió a su alrededor una calma semejante al inmenso silencio de las montañas que la rodeaban. Pero en vez de luna y estrellas, la única iluminación eran dos grandes antorchas situadas a los lados del gran portón. La tenue llama naranja definía un doble círculo que se reflejaba en el pulido pavimento, e iluminaba la figura de un hombre de largos cabellos plateados.

—¡Ingold! —dijo Jill en un susurro.

El mago volvió la cara y alzó una ceja interrogante. Jill se arrebujó en la capa y ascendió por los grandes escalones de piedra hacia el portón. No recordaba haber tenido calor ni una sola vez desde que cruzó el Vacío involuntariamente con Ingold para llegar a este universo desconocido.

—¿Sí, querida? —preguntó el anciano con voz a la vez ronca y aterciopelada. El rostro que reveló la inquieta luz de las antorchas era indescriptible. Unos sesenta años de existencia habían curtido su piel, arrugada tras una larga e hirsuta barba blanca. Se miraron a los ojos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jill quedamente.

—Creo que lo sabes como yo —respondió él.

Jill miró nerviosa las oscuras puertas de metal. Allí la sensación de horror era mucho más intensa, y al otro lado la noche parecía respirar con malevolencia. La joven sintió un fuerte y extraño terror helado, una sensación irracional de que algo dotado de inteligencia maligna e incomprensible los vigilaba desde el otro lado de un abismo sin tiempo.

—Han venido —susurró—, ¿verdad?

Ingold posó delicadamente una mano sobre su hombro.

—Creo que es mejor que vayas a buscar tus armas.

Minalde contemplaba a Rudy mientras éste se vestía a la tenue luz azulada del báculo.

—¿Qué sucede? —preguntó por fin.

—No lo sé. —Rudy hablaba en voz baja para no despertar al príncipe que dormía en su cuna dorada al otro extremo del pequeño aposento—. Pero creo que es mejor que vuelva. —Después de un mes en aquel mundo, las extrañas ropas ya le resultaban familiares y había dejado de sentirse incómodo con las polainas de cuero, la camisola, las botas altas y el manto bordado que había encontrado en la casa de un noble muerto en la gran masacre de Karst. Pero todavía echaba de menos la sencillez de los vaqueros y la camiseta. Se ciñó la espada a la cintura y se inclinó sobre la cama para besar a la muchacha, que le miraba en silencio.

—¿Saldrás a la puerta mañana para despedirnos?

Las manos de Rudy rodeaban su rostro. Ella le cogió las muñecas como si quisiera retenerle un instante más.

—No —dijo suavemente—. No puedo, Rudy. El camino hasta Quo es largo y peligroso. ¡Quién sabe si encontraréis la Ciudad Oculta o al archimago una vez que lleguéis allí! —De repente sus ojos azules relucieron a la pálida luz del báculo—. No resisto las despedidas.

—¡Eh…! —Rudy se inclinó sobre ella una vez más y apoyó las manos sobre los hombros y el cuello de la muchacha cuyos largos cabellos se derramaron sobre sus dedos mientras sus bocas se buscaban—. Eh, Ingold estará conmigo. No pasará nada. No creo que haya nada ni nadie lo suficientemente loco como para intentar acabar con ese viejo zorro. No será una despedida.

Alde sonrió maliciosamente.

—Entonces tampoco hay que darle mucha importancia, ¿no crees? —Sus labios volvieron a encontrarse con suavidad y Rudy sintió en el rostro la caricia de sus cabellos—. Ve con Dios, Rudy. Aunque sé que la obispo se moriría de indignación si me oyera decirle esto a un mago.

—No creo que fuera una gran pérdida —musitó Rudy cuando sus labios se separaron de nuevo, y enjugó con dulzura una lágrima que resbalaba por la mejilla de Minalde. En sus veinticinco años de vida no recordaba a nadie, ni hombre ni mujer, que se hubiera preocupado por él. «¿Por qué tiene que ser una mujer de otro universo? —se preguntaba—. ¿Por qué tiene que ser una reina?». Otra lágrima rodó por la mejilla de Alde—. ¡Eh, tienes que cuidar de mi pequeño amigo mientras yo no esté!

—De acuerdo —contestó ella con una sonrisa temblorosa.

—Encontraremos al archimago y al Consejo —murmuró Rudy en tono confiado—. Ya lo verás. —La besó brevemente una vez más y salió de la habitación seguido de la pluma de luz azulada.

Rudy corrió en silencio por los pasillos del Sector Real con el corazón encogido.

Alde tenía miedo de lo que pudiera sucederle, y es que él era todo lo que tenía; él y el pequeño Tir. En un mes había perdido al esposo idolatrado, su reino y el mundo en el que había crecido. Y, sin embargo, no le había pedido ni una sola vez que se quedara a su lado.

«Y tú, maldito egoísta, no has pensado ni una sola vez en hacerlo», se dijo sombríamente.

Alde nunca había puesto en duda que la necesidad de convertirse en mago fuera más importante que su amor por ella. Pero por muy dura que fuese la realidad, no tenía más remedio que reconocerla: en primer lugar era un mago, y de haber podido elegir cómo emplear el tiempo que le quedaba en aquel universo, hubiera preferido buscar las fuentes de su propio poder y aprender las enseñanzas de Ingold y los demás magos que permanecer con la mujer que amaba sinceramente.

«¿Por qué he tenido que encontrar las dos cosas al mismo tiempo? —se preguntó tristemente—. ¿Por qué tengo que elegir?».

Incluso la actitud comprensiva de Alde era como hiel en la herida abierta de su culpa.

Y sin embargo no había tenido elección.

Rudy se detuvo en lo alto de la gran escalinata que miraba al oriente y descendía al primer nivel.

La sensación de peligro, de que un horror que no podía nombrar se arrastraba por las negras profundidades de la Fortaleza, era más fuerte que antes, casi palpable. Se estremeció como un perro al oír un trueno y se le erizaron los cabellos de la nuca. A su alrededor, el silencio parecía deslizarse por el laberinto de corredores. Sin dejar de mirar nerviosamente a su espalda, emprendió el descenso.

Abajo alguien había abierto una puerta. Llegaron hasta él un vago olor a incienso y el sonido de cánticos: reconoció las melodiosas y profundas voces de los monjes, que entonaban los oficios divinos. Rudy se detuvo un momento al recordar que la zona de la Iglesia se encontraba exactamente debajo del Sector Real, y que para aquella mujer fanática, la obispo de Gae, los magos eran seres diabólicos.

Por lo que él sabía, nadie conocía su amor por Alde, salvo, quizá, su compañera de exilio, Jill. Rudy dudaba que, por eso, pudiera ocurrirle nada serio a Minalde. Después de todo, era la reina de lo que quedaba de Darwath, y el rey había perecido en el holocausto del palacio de Gae. Pero, por otra parte, sabía demasiado poco sobre las costumbres y tabúes de aquel mundo como para arriesgarse a averiguarlo.

Mas por el momento aquello era un problema secundario. Había otras muchas escaleras. Algunas formaban parte del plano original de la Fortaleza, y estaban construidas con los mismos bloques de negra obsidiana que los muros del edificio. Otras, evidentemente, habían sido abiertas por antiguos moradores de la fortificación, perforando agujeros en el suelo de los corredores y construyendo toscas escaleras de madera. Lo mismo ocurría con los muros y las habitaciones, ya que en algunos lugares se sucedían los muros lisos, negros y rectilíneos, y en otros reinaba un caos constructivo. Se habían cerrado pasillos para construir habitáculos, algunas nuevas vías de paso dividían otros recintos y las particiones de ladrillo, piedra y madera habían sustituido a la planta original haciéndola irreconocible.

Con un vago sentimiento de optimismo, Rudy se internó en el laberinto.

—Yo no he notado nada —dijo en voz baja Janus de Weg. El fornido jefe de la guardia de Gae estaba sentado sobre un saco en la sala de guardia. Su rostro, enmarcado por una espesa mata de cabellos cobrizos, mostraba un semblante preocupado. Miró fijamente a Ingold, sentado al otro lado de la chimenea—. Pero te creo. Si me dices que los Seres Oscuros están fuera, te creería aunque el sol estuviera brillando sobre nuestras cabezas.

Se produjo entre los demás capitanes un movimiento de inquietud y un murmullo de asentimiento.

—La noche misma huele a maldad —dijo suavemente el Halcón de Hielo, que parecía un extranjero de largas trenzas blancas entre los guardias. Melantrys, una mujer diminuta de ojos rasgados, miró nerviosamente a su espalda.

—Olor, no sé —intervino Tomec Tirkenson, Señor de Gettlesand, un robusto noble de las llanuras, cuyos dominios se encontraban al otro lado de las montañas—. Pero es como las noches en que el ganado huye en estampida sin razón.

El Halcón de Hielo miró a Ingold con gesto indiferente.

—¿Podrán entrar? —preguntó, como si se tratara del resultado de una carrera en la que hubiera apostado unas monedas.

—No lo sé. —Ingold cambió levemente de postura junto al fuego y cruzó las manos callosas y llenas de cicatrices sobre la rodilla—. Pero podemos estar seguros de que van a intentarlo. Janus, Tomec…, sugiero que patrullemos por los pasillos, en todos los niveles, hasta el último rincón de la Fortaleza. Así…

—¡Pero no tenemos hombres suficientes! —protestó Melantrys.

—Podemos patrullar —admitió Janus—. Pero si nos dispersamos tanto y los Seres Oscuros consiguen entrar, no seremos suficientes para oponer resistencia.

El Halcón de Hielo alzó sus pálidas cejas en tono interrogante.

—¿Vamos a luchar?

—Si podemos —repuso Ingold—. Podemos formar patrullas con voluntarios, Janus. Utilizad a los huérfanos de la Fortaleza como guías. Ellos la han explorado hasta el último rincón, así que pueden ser útiles. Necesitamos inspeccionar los pasillos, al menos para saber si los Seres Oscuros han entrado o por dónde van a hacerlo. No es muy probable que lo consigan —prosiguió el anciano—, ya que los muros de la Fortaleza están protegidos con los sortilegios más poderosos del mundo antiguo. Si se han debilitado, o si los Seres Oscuros son ahora más poderosos que entonces, no lo sé. —A pesar de la calma que respiraba su voz profunda y rasposa, Jill pensó que el mago parecía muy preocupado—. Pero sé que si entran en la Fortaleza, nosotros tendremos que abandonarla, y ése será nuestro fin.

—¡Abandonar la Fortaleza! —exclamó Janus.

—Tiene razón —dijo el Halcón de Hielo mientras apoyaba la espalda en la pared. Tenía una voz suave y fría que parecía indiferente incluso cuando se debatía la posible pérdida del último refugio de la humanidad—. Todas esas escaleras, los kilómetros y kilómetros de pasillos… Jamás podríamos expulsarlos.

Los capitanes se miraron unos a otros. Todos sabían que el Halcón de Hielo estaba en lo cierto.

—Eso no es todo —intervino Jill con voz suave. Todos los ojos se volvieron hacia ella—. ¿Qué hay del sistema de ventilación? El aire que respiramos tiene que entrar por algún sitio. Tiene que haber por toda la Fortaleza miles de agujeros demasiado pequeños para cruzarlos un hombre, pero los Seres Oscuros pueden cambiar de tamaño igual que de forma. Podrían introducirse por el agujero de una rata, y Dios sabe que hay ratas por aquí. Si uno solo pudiera entrar por los orificios de la ventilación… nos atacaría a placer, y jamás seríamos capaces de encontrarlo.

—Maldita sea —murmuró Janus—, ¡que hayan tenido que atacar precisamente al principio del invierno más frío que nadie recuerda…! Si abandonamos la Fortaleza, los que consigan salir no sobrevivirán ni una sola noche. Las montañas están cubiertas de nieve.

—Ingold —dijo Tirkenson suavemente—, ¿cómo sabemos que los Seres Oscuros no están ya ocultos en los niveles superiores? Esta Fortaleza ha estado deshabitada durante casi dos mil años.

—Lo sabríamos —respondió el mago—. Créeme, a estas horas ya lo sabríamos.

—Pero ¿y sus huevos? —Insistió Tirkenson—. ¿Cómo se reproducen los Seres Oscuros, Ingold? Como dice Jill-shalos, sólo sería necesario que uno de ellos entrara por los orificios de la ventilación y fuera dejando huevos por el camino como un salmón. Podríamos estar en este momento sentados sobre un criadero de Seres Oscuros. —Aunque los guardias no eran fáciles de impresionar, un escalofrío pareció sacudir a los capitanes. Gnift, el instructor de la guardia, intercambió con Melantrys una mirada sombría y preocupada.

—Al menos de eso no tenemos que preocuparnos —dijo Ingold con voz serena. Se sacudió de la capa una brizna de paja y bajó la mirada—. He visto las moradas subterráneas de los Seres Oscuros, y os aseguro que no se reproducen de una forma tan… limpia. —Volvió a levantar los ojos, y su expresión era tranquila—. Pero en cualquier caso, no podemos permitir que entren en la Fortaleza por nada del mundo. Hay que patrullar por los corredores.

—Podemos contar con las tropas de la Iglesia —dijo Janus—, y también con los guardias de Alwir.

—Yo tengo a mis hombres —añadió Tirkenson levantándose—. Nosotros nos haremos cargo del sector sur.

—Bien. —Ingold se levantó y pareció buscar a alguien entre los rostros de todas las personas que había en la sala débilmente iluminada—. Dudo de que sean capaces de derribar los muros por sí solos, pero si lo hacen, tenemos que saberlo.

—¿Podemos saberlo? —Melantrys se ajustó el cinturón del que pendía su espada mientras miraba a Ingold con sus fríos ojos negros—. Los Seres Oscuros pueden devorar el alma o la carne de un hombre en un instante a un metro de sus compañeros sin darle tiempo a abrir la boca.

—¿También si es un guardia? —preguntó Ingold con ironía.

Melantrys acusó el golpe.

—Por supuesto que no.

—Muy bien. —El anciano recogió su báculo y la sombra se alargó tras él como un eco de las tinieblas que aguardaban al otro lado de las puertas de la Fortaleza. Una vez más recorrió la habitación con la mirada mientras todo el mundo se levantaba. Quizá fuera un efecto de la luz, pero las arrugas de su rostro parecían más profundas que nunca. Jill no supo si se debía al cansancio, a la aprensión o a una extraña contrariedad.

Se iban agrupando hombres y mujeres con sus espadas ceñidas y envueltos en sus capas. El aire pareció volverse más pesado, se podía sentir la tensión como una corriente eléctrica. Jill pensó que de acercar la mano a la capa de Ingold saltarían chispas. Janus permaneció un momento junto al anciano y se inclinó hacia él con rostro sombrío.

—Patrullaremos los corredores —dijo en voz baja—. Pero ¿qué hay de la puerta?

—Sí —repuso Ingold—, la puerta. Creo que será allí donde concentrarán el ataque. Pero teniendo en cuenta la altura del techo de la Fortaleza, una vez estén dentro podrán atacarnos desde arriba; en este caso seríamos incapaces de defendernos.

—Lo sé —dijo Janus con calma—. Tendremos que rechazarlos en el túnel de la entrada, ¿no es eso?

—Quizá —respondió el mago. Frunció el entrecejo y lanzó una rápida y cortante mirada a los guardias que quedaban en la habitación—. Jill, necesitaré que me ayudes en la puerta. —Sus ojos azules brillaron como los de un halcón entre las sombras—. ¿Y dónde demonios está Rudy?

En aquel mismo momento Rudy estaba haciéndose la misma pregunta.

Sabía que estaba en algún punto del segundo nivel, pero eso era todo. Al no encontrar el desvío que conducía a la escalera que buscaba, intentó retroceder por un pasillo aparentemente paralelo al que había seguido, pero con resultados desastrosos. Desembocó en una sala en ruinas que anteriormente debía de haber estado dividida en celdas y desde la que descendía una escalera de caracol hasta los desagües de la Fortaleza. Maldiciendo a los que la habían construido y a los que se habían empeñado en mejorarla, la atravesó y tomó un nuevo pasillo.

Avanzaba por la oscuridad sin ayuda de luz. Éste era otro de los poderes del que estaba dotado; lo había descubierto recientemente, además de la posibilidad de llamar al fuego y crear una bola de luz azul en la punta de su báculo. Ingold le había dicho que poseía la «vista de mago» desde su nacimiento, pero que ésta y otras muchas habilidades no podían desarrollarse en el universo en el que había vivido hasta ahora.

Rudy sentía que la tensión crecía a su alrededor, como el agua que se acumula en una presa que comienza a resquebrajarse, y que inundaba el laberinto por el que avanzaba. Apretó el paso al mismo tiempo que se aceleraban los latidos de su corazón. De pronto tuvo la convicción de que los Seres Oscuros estaban en el exterior, presionando con ahínco inhumano los muros lisos e impenetrables de la Fortaleza. Su número y poder sobrepasaban la comprensión humana hasta tal punto que su presencia podía percibirse a través de los muros de dos metros de grosor en los que se entretejían los siglos con la piedra y los sortilegios. Tenía que encontrar a Ingold. Tenía que salir de aquel maldito laberinto…

Se encontró de repente en un corredor que debía pertenecer al trazado original de la Fortaleza. Una suave corriente de aire cálido le condujo a una escalera que descendía al primer nivel. Rudy se detuvo un momento y recapacitó. Delante de él estaba el final del pasillo, negro y pulido como un cristal. Entonces comprendió con sorpresa que tenía que ser el muro trasero de la Fortaleza.

«Fantástico —pensó—. He estado caminando en círculo, y después de todo este paseo vuelvo a estar encima del territorio de la Iglesia. En fin, no puedo pasarme la noche dando vueltas por aquí arriba».

Se encogió de hombros.

Sin embargo, no bajó de inmediato. A su derecha ascendía un tramo de varios peldaños hasta una puerta. La textura suave y uniforme de la piedra negra indicaba que formaba parte de la construcción original, pero lo que despertó su curiosidad fue el emplazamiento de la puerta. Estaba situada de tal forma que las sombras de una posible luz siempre la ocultaban de la vista. De hecho, sólo alguien capaz de ver en la oscuridad, como Rudy, podía haber reparado en ella.

Fascinado por su descubrimiento, Rudy se acercó a la puerta, con una sensación de tensión y peligro que no decrecía. Los Seres Oscuros atacarían muy pronto. Eso lo sentía en los huesos, pero también sabía que, si sobrevivían una noche más, Ingold y él emprenderían a la mañana siguiente un viaje de cientos de kilómetros a través de las llanuras y el desierto en busca de la ciudad de Quo, oculta en algún lugar a orillas del océano Occidental.

La puerta estaba demasiado bien escondida, Rudy no estaba seguro de poder volver a encontrarla, pero por encima de todo fue la curiosidad propia de todo mago lo que le impulsó a acercarse. La puerta estaba cerrada, y la cerradura, demasiado oxidada como para intentar abrirla, pero Rudy se las había visto con piezas peores en el taller donde trabajaba en California. La cámara que había al otro lado de la puerta era circular, lo que la diferenciaba de las habitaciones que había visto en la Fortaleza, todas uniformemente rectangulares. Un banco de obra corría alrededor de la habitación. Debajo de él, Rudy encontró cajas de madera que contenían diferentes utensilios oxidados e inútiles.

En el centro de la habitación se alzaba una mesa maciza que parecía estar tallada en la misma piedra negra, dura y brillante. Tenía aproximadamente un metro de diámetro, y en su centro había incrustada una pieza circular de cristal de roca. Cuando Rudy se inclinó sobre la mesa y formó una bola de luz sobre su hombro para intentar ver algo, el cristal sólo le devolvió su reflejo, ya que parecía empañado y apenas se distinguían bajo su superficie vagas formas angulares. Primero con las uñas y después con la punta de su daga, Rudy intentó desprender el cristal sin obtener resultado alguno. Pero era evidente que allí dentro había algo. En las profundidades heladas del cristal se podían adivinar engañosas formas y superficies.

«Al diablo con todo —pensó malhumorado mientras se levantaba—. No es momento de perder el tiempo con juguetes».

Pero tuvo que volver a inclinarse sobre la mesa. Su sombra oscurecía la superficie de la mesa y en el centro el cristal devolvía tamizado el reflejo de la bola de luz azul que seguía suspendida en el aire junto al hombro de Rudy. Tras reflexionar un momento, hizo que la luz se debilitara y se difundiera, intentó distinguir algo tras el neblinoso cristal, pero no obtuvo resultado alguno. Finalmente dejó que la luz se desvaneciera por completo y miró fijamente el cristal en la oscuridad.

A su alrededor reinaba un silencio absoluto. Sabía que debía irse, pero no lo hizo. Estaba seguro de que aquél era un objeto creado con una magia más profunda y compleja de lo que él podía imaginar. Se preguntó si sería aquélla la magia que iba a aprender en Quo.

Volvió a recorrer la suave superficie con los dedos, pero la unión entre piedra y cristal era imperceptible.

Entonces acudió una idea a su mente. Lentamente formó un haz de luz y lo proyectó en el cristal. De él brotaron reflejos blancos, reflejos azules, reflejos verdes, semejantes a la cola multicolor de un mágico pavo real. Rudy retrocedió ligeramente mientras se protegía los ojos de la poderosa fuente de luz. Poco a poco fue reduciendo su intensidad con los elementales encantamientos que Ingold le había enseñado, como un pequeño artista que juega con sus primeros lápices de colores. Finalmente consiguió suavizar la luz y se inclinó de nuevo sobre el cristal. Ahora veía con claridad el resplandeciente lecho de rocas cristalizadas y multicolores que cubría el fondo del disco de cristal.

«¿Un juguete? ¿Una especie de caleidoscopio encantado?».

«¿O una extraordinaria herramienta mágica?».

Miró el profundo abismo de luz, relajó la mente y vació lentamente su alma de todo miedo o preocupación por los Seres Oscuros, por Ingold, por Alde e incluso por la solución de aquel misterioso acertijo. Rudy dejó que los vivos reflejos de las piedras se abrieran camino hacia él.

Por un momento las imágenes que aparecieron ante sus ojos le confundieron. No conseguía comprender de qué se trataba. Eran escenas incoherentes de desiertos de arena barridos por el viento, de colinas rocosas donde nada crecía, de campos de hierba pardusca y ondulante en medio de la noche. Más que ver, sintió cómo se formaba un paisaje tenebroso, cubierto de nubes y enterrado en la nieve, encerrado entre altos riscos de roca negra coronados por pinos azotados por el viento.

Más allá de las oscuras nubes, sintió profundas gargantas, picos afilados e inmensos glaciares en los que aullaba el viento entre los hielos… «¿El paso de Sarda? —se preguntó—. ¿El camino que emprenderemos dentro de unas horas?». Las imágenes se aclararon aún más: al pie de las montañas se extendía una interminable llanura de tierras pardas, y el viento azotaba sin cesar aquel mar de altas hierbas. El cielo aparecía negro, alfombrado de nubes. Una carretera formaba una pálida línea que se perdía en el infinito.

Rudy sintió que la inmensidad helada y amarga le devoraba el alma.

Mientras las imágenes se sucedían en su corazón, vio el suave resplandor de una vela y las estrellas bordadas en una colcha de seda irisada cuyos colores cambiaban incesantemente con los sollozos de una mujer de largos y sedosos cabellos negros.

«No puedo dejarla —pensó desesperado—. Hace tan poco tiempo que la conozco…».

«¿Y renunciar a Quo? —Preguntó la otra mitad de su mente—. ¿Renunciar a conocer al archimago, a aprender de Ingold el camino del Poder?».

Cerró los ojos. Como un cosquilleo en la piel sintió de nuevo la presencia de los Seres Oscuros y su furia, que crecía sin cesar saturando la noche como una tormenta que se aproxima. «Tengo que irme», pensó con un repentino estremecimiento, pero permaneció inmóvil, paralizado ante la decisión que debía tomar. En un lado estaba Alde; en el otro, Ingold y el archimago Lohiro.

Abrió los ojos y la imagen del cristal cambió una vez más.

Vio un cielo luminoso cubierto de estrellas diminutas y distantes, más de las que nunca había imaginado, y ante él el mar azul oscuro. El brillo de las estrellas se unía al arco plateado que formaban las olas al romperse en la playa. Rudy creyó ver recortada contra el cielo resplandeciente una torre de múltiples pisos con torreones. Se alzaba entre la vegetación de un brazo de tierra que se adentraba en el océano. Pero la torre parecía extrañamente escurridiza. Era como si sus ojos resbalaran al pasar frente a ella y volvieran una y otra vez a dirigirse a las estrellas. Intentó dirigir la mirada hacia el interior, pero ocurría lo mismo. Parecía discernir vagamente las siluetas de edificios, columnas de piedra y torreones. Pero cada vez que intentaba fijar la vista en ellos, sus ojos se desviaban hacia la arena, hacia el mar y las estrellas, como si se negaran sutilmente a obedecer sus órdenes.

Contra la masa oscura de edificios que apenas podía entrever, atisbó un fugaz reflejo de metal. Volvió a mirar mientras intentaba borrar toda pregunta de su mente. El metal volvió a relucir y al instante Rudy vio el remolino de una capa que acariciaba la arena y las huellas de unos pies. Como una repentina avalancha de diminutos ópalos resplandecientes, una ola borró las huellas impresas en la arena. El hombre al que pertenecían se acercó a él lentamente, y Rudy vio la luz de las estrellas reflejarse en sus brillantes cabellos de oro, cabellos del color del sol al atardecer.

Le sorprendió la visión, pues esperaba que el archimago Lohiro fuera un anciano.

Pero este hombre no lo era. Sin duda no llegaba a los cuarenta años, de rostro joven y cuidadosamente afeitado. Sólo las firmes líneas de la boca y las finas arrugas de sus ojos, de un azul vivo y cambiante, mostraban una sabiduría y experiencia extraordinarias. La mano que empuñaba el báculo de madera le recordó las manos de Ingold, cubiertas de cicatrices, fuertes y hábiles. El báculo estaba rematado por un arco de circunferencia de metal de unos diez centímetros de diámetro cuyo borde interior brillaba como el filo de una cuchilla. La luz de las estrellas se reflejaba en él, igual que en los grandes ojos azules y en los destellos cristalinos de la espuma que barría la playa y arrastraba lentamente algo medio enterrado en la arena.

Rudy bajó la mirada y vio que era un esqueleto. Todavía se distinguían coágulos de sangre reseca pegados a los huesos, y los cangrejos se asomaban a las cuencas vacías de sus ojos. El archimago pasó junto a él, y el borde de su capa lo rozó levemente.

Rudy se apartó de la mesa, aterrado de pronto y empapado en un sudor frío. La luz del cristal se desvaneció y la habitación quedó de nuevo completamente a oscuras. Y oyó como el retumbar de un trueno lejano, una vibración que pareció sacudir los cimientos milenarios de la Fortaleza de Dare.

«Truenos», pensó.

«¿Truenos? ¿A través de unos muros de tres metros de espesor?».

El estómago se le encogió violentamente. Se levantó y se dirigió con rapidez a la puerta. Un segundo golpe resonó en toda la Fortaleza, haciendo temblar las macizas paredes de la habitación.

Rudy echó a correr.