CAPÍTULO NUEVE

Las tensiones aumentaron en la Fortaleza hasta que una noche Minalde dejó de acudir al cuarto de Rudy, como venía siendo su costumbre.

El joven yació durante horas en la oscuridad, atento al sonido de unos pasos, al roce de unas zapatillas sobre la piedra húmeda del tortuoso laberinto de corredores que ella tan bien conocía, al apagado rumor de la capa de pieles…, sonidos que sólo un mago es capaz de escuchar. Habían pasado unas dos horas desde que había oído el lejano ruido amortiguado de los guardias del turno de noche al abandonar los barracones.

Jamás se había retrasado tanto.

Sin embargo sabía —sabía— que tenía planeado reunirse con él.

La demostración del escuadrón de incendio había tenido lugar aquella tarde. La mayor parte de la población de la Fortaleza —salvo Jill quien, en opinión de Rudy, estaba tan absorta en la misteriosa investigación que llevaba a cabo, que había olvidado el día—, así como las tropas de Alketch al completo, se habían dado cita en la pradera, al pie de la Fortaleza. El suelo embarrado se oscureció bajo un mar de humanidad que se apiñaba para contemplar esta arma con la que, según se rumoreaba, Dare de Renweth había derrotado a los Seres Oscuros. Se había levantado una plataforma en la zona sur de la pradera, cerca de la carretera, y los sombríos estandartes negros y carmesíes del reino y de la Iglesia se alternaban con las llamativas banderas doradas del sur.

Tumbado en la oscuridad de su celda, Rudy pasó revista a los acontecimientos del día, separándolos como fotografías de vivo colorido. Recordó la perfecta formación de las filas del escuadrón de incendio, a despecho de la amplia variedad de orígenes y edades de sus componentes: desde chavales de diez o doce años hasta una anciana de ochenta; la enseña naranja que era su emblema destacaba con fuerza sobre la burda tela de los uniformes. Rememoró el destello del sol en los anillos de oro y cristal de los lanzallamas, y las órdenes secas y concisas de Melantrys.

Otras imágenes acudieron a su mente: Vair y Stiarth, semejantes a un par de lirios de piel de tigre con sus jubones salpicados de color naranja y fucsia, y la centelleante pedrería bordada en los extravagantes pliegues de las mangas; Bektis, al pie de la plataforma entre los otros magos, malhumorado porque no le habían reservado un lugar entre las personalidades del reino, si bien Govannin habría excomulgado a todo el gobierno ante la mera sugerencia de que el inquisidor Pinard y ella compartieran el estrado con un hechicero; y el semblante de Alwir, y el brillo mezcla de desconfianza y desdén bajo sus párpados entrecerrados.

Pero sobre todo recordaba a Minalde, con Tir en sus brazos.

Ingold se encontraba a un extremo de la pradera, con los pesados pliegues del manto echados hacia atrás, de modo que quedaba a la vista la burda túnica y el desgastado cinturón de la espada, dando forma en el aire a unas burbujas pequeñas y multicolores con los movimientos fluidos de un ilusionista.

Rudy estaba familiarizado con los juegos y pasatiempos de los magos jóvenes en los días lluviosos y, por consiguiente, la exhibición de Ingold apenas le llamó la atención. Sin embargo, escuchó los murmullos inquietos de la multitud cuando el mago lanzó al aire las brillantes esferas que aumentaron de tamaño hasta alcanzar unos sesenta centímetros de diámetro y flotaron a su alrededor como monstruosos peces globos verdes, azules y púrpuras que rastrearan desperdicios entre la nieve.

El escuadrón de incendio se había adelantado. Obedeciendo el gesto conminatorio de Ingold, las burbujas se remontaron en el aire como un torrente de hojas secas arrastradas por el viento otoñal. Alguien gimió aterrado; en el estrado situado a sus espaldas, Rudy escuchó el murmullo de Vair: «¡Diabólico!». Los extravagantes y multicolores juguetes se movieron en una precisa imitación del vuelo sinuoso de los Seres Oscuros.

No había una sola persona en la pradera que no hubiese presenciado el ataque de la Oscuridad. Cuando Melantrys se revolvió y disparó el lanzallamas contra uno de los globos escarlatas que se arrojaba sobre ella, brotó un aplauso que pronto se tornó ovación conforme más y más dianas eran alcanzadas. Los chorros de fuego parecían fríos y descoloridos bajo la luz grisácea del atardecer. Los blancos móviles desaparecían en medio de una explosión tan pronto como las llamas los tocaban y los vítores aumentaron hasta alcanzar un estruendoso clamor, como si fueran los propios Seres Oscuros los que estaban siendo destruidos. En lo alto del estrado, Alwir y los engreídos señores de Alketch intercambiaban cabeceos aprobatorios con gestos de sombría satisfacción; al pie de la plataforma, magos y guardias se felicitaban entre sí con unas palmadas en la espalda tan enérgicas que más de uno se mordió la lengua al entrechocarle los dientes. El propio Rudy se encontró en medio de una multitud de amigos y desconocidos que lo agarraba, lo palmeaba y lo felicitaba con entusiasmo. Incluso Thoth olvidó su habitual rigidez para admitir: «¡Impresionante!».

Pero fue la expresión ufana plasmada en el semblante de Alde lo que se le quedó grabado en la mente con más nitidez. No recordaba a nadie que se hubiese sentido más orgulloso de él en toda su vida.

¿Por qué no venía?

Cuando sus miradas se encontraron había en sus ojos una clara promesa y, durante un fugaz instante, fue como si se encontraran solos en medio de la hirviente multitud.

«Nos queda tan poco tiempo —pensó con desesperación—. ¡Faltan sólo tres días para la Fiesta de Invierno! Y, después…».

Apartó la idea de su mente, al igual que la había mantenido alejada durante las pasadas semanas, a fin de no ensombrecer la serenidad con que afrontaban estos últimos días. Llevado por la desesperación, extendió su capacidad sensitiva por el laberinto de la Fortaleza, con la esperanza de captar algún sonido de su paso a través de los vacíos y oscuros corredores. No escuchó nada, salvo el soñoliento murmullo de un padre calmando el llanto de un niño, y el discurrir del agua por los canales que surcaban el pavimento.

Rudy estaba muy familiarizado con los sonidos nocturnos de la Fortaleza. Entre otras cosas, las pesadillas que lo desvelaban eran una de las secuelas dejadas por la expedición a la madriguera. En sueños volvía a deambular por aquel espantoso mundo de tinieblas en el que unos seres infrahumanos de pupilas dilatadas y piel muy pálida se arrastraban de manera patética entre el musgo putrefacto que alfombraba las incontables cavernas. Percibía las formas de los Seres Oscuros, viscosas y babeantes, y el roce siniestro de su aliento en el rostro; veía los cuerpos informes que infectaban los techos y las paredes. A veces vislumbraba de nuevo a aquel prisionero alto de cabellos grises, corriendo jadeante entre la vibrante oscuridad en busca de una salida inexistente…

Otros sueños eran aún más espantosos. En ellos, los rostros de aquellos seres macilentos y aterrados que huían ante su proximidad eran el de Alde, el de Ingold, el suyo propio. Los ojos del prisionero retornaban a su mente una y otra vez, como los había visto por un breve instante al resplandor amarillento del fuego: desorbitados, salvajes, enloquecidos; los ojos de una bestia que ha olvidado lo que es ser un hombre.

Entonces despertaba y pasaba horas en vela escuchando los ruidos de la Fortaleza dormida.

Sabía que había otros que dormían menos que él. Su cuarto se hallaba en el centro del abarrotado complejo de celdas ocupadas por los magos. A veces oía la respiración alterada de Kara cuando se despertaba gritando de algún sueño similar a los suyos; escuchaba sus sollozos que se calmaban poco a poco, pero nunca recobraba el sueño. De tanto en tanto, percibía el tintineo de las tablillas enceradas de Jill o, desde otro punto del complejo, el murmullo de risas contenidas y el crujir rítmico de las tablas endebles de un catre. En dos ocasiones oyó el llanto desesperado de un hombre, ahogado bajo las mantas.

«¿Dónde está Alde?».

«Puede haber cambiado de opinión», adujo una parte de su ser, pero la otra mitad evocó su rostro radiante de orgullo y aquella mirada que prometía: «Me reuniré contigo en cuanto pueda».

¿Habría ocurrido algo que le impedía venir?

«¿Qué va a retenerla? —argumentó—. Alwir se comprometió a encubrirnos».

Entonces se le ocurrió que estaba a su alcance salir de dudas con uno de los cristales mágicos.

«Bastante tiene con soportar la constante vigilancia de Alwir, ¡por Dios bendito! —se reprochó, furioso consigo mismo por dejarse vencer por la ansiedad—. ¡No te pertenece!».

Pero, una vez formulada, la idea rebulló en su cerebro como un cosquilleo insoportable. Los pequeños cristales verdes que había encontrado en los laboratorios parecían guiñarle el ojo desde la oscuridad de las rústicas estanterías en las que almacenaba sus escasas pertenencias. Sus dedos se crisparon por la ansiedad de tocarlos, su mente clamaba por saber.

«¡Olvídalo! —se exhortó—. ¿A ti qué demonios te importa qué le impide venir? No tienes ningún derecho sobre esa mujer. Eres tú quien la va a abandonar. Sería un truco sucio, como el jovenzuelo que aparca su coche frente a la casa de su novia para espiarla. Si ha decidido no venir, no es menester que husmees en su vida privada».

Sintiéndose profundamente desdichado, odiándose a sí mismo, cruzó descalzo la habitación, con la manta echada sobre los hombros. Un minúsculo destello de luz tomó forma sobre su cabeza mientras cogía del estante el cristal verde. Sus facetas irradiaron destellos deslumbrantes al moverlo para mirar en el núcleo de la gema.

Las velas del dormitorio de Alde estaban casi consumidas. La cera goteaba en espesas columnas blancas sobre el borde de los candelabros de bronce y se extendía en cremosos charcos sobre la superficie taraceada de la mesa. El moribundo resplandor se reflejaba tembloroso en el blanco brocado de su vestido, titilaba en las joyas trenzadas con el elaborado peinado protocolario, ahora medio deshecho, y parpadeaba en el montoncillo de anillos y pendientes que yacían junto a su codo. Sin duda había asistido a un Consejo, pero recordó que lo primero que hacía la joven cuando regresaba de aquellos actos oficiales, era despojarse de atuendo y joyas y soltarse el cabello.

No le veía la cara, porque se había quedado dormida con la cabeza apoyada en los brazos.

Una hoja de papel —una página interior arrancada de un libro— reposaba sobre la mesa y había algo escrito en ella con sus trazos grandes y firmes. Rudy había aprendido lo bastante de la lengua wathe para descifrar el mensaje:

VEN RUDY, AYÚDAME, POR FAVOR.

La puerta de sus aposentos estaba cerrada. El hechizo de encubrimiento que lo hacía pasar inadvertido a los ojos de la pareja de guardias uniformados de rojo que vigilaban al fondo del pasillo, no serviría de nada si la llamaba en voz alta para despertarla.

Posó la mano sobre la hoja de madera y, con los ojos cerrados, buscó mentalmente el mecanismo de cierre con la técnica aprendida de Ingold. Era rústico y decadente, instalado en unos tiempos difíciles en los que la artesanía cerrajera tenía un bajo nivel; los rodetes estaban tan herrumbrosos que le fue más fácil manipularlos mentalmente que si hubiese tenido que forzarlos por medios manuales.

Abrió la puerta y cruzó el umbral en silencio. Aún no la había cerrado a sus espaldas, cuando Tir se incorporó en la cuna, sosteniéndose con las regordetas manos a los barrotes de madera tallada.

—¡Udy! —balbució alegremente.

Alde alzó la cabeza sobresaltada. El cabello le cayó sobre la cara en un confuso revoltijo de mechones sueltos y trenzas enjoyadas. Al verlo, contuvo el aliento.

—¡Rudy! —exclamó, con la voz sofocada por el llanto.

Él la estrechó en sus brazos. Tenía el rostro tan blanco como el vestido, a excepción de los enrojecidos párpados embotados. Al besarle los labios, Rudy saboreó el gusto salado de las lágrimas; la muchacha se apretó contra él con desesperación mientras unos sollozos convulsivos la sacudían de pies a cabeza.

—Creí que ya no vendrías.

—Faltó poco, cariño. ¿Qué ocurre? ¿Por qué está cerrada la puerta? ¿Qué ha pasado?

La voz de Alde se redujo a un murmullo desesperado.

—Rudy, mi hermano me ha prometido en matrimonio con el hijo del emperador de Alketch.

Él parpadeó desconcertado, sin dar crédito a sus oídos.

—¿Que ha hecho qué? —preguntó, dudando de haberla entendido bien. Después, dominado por una furia ardiente, repitió—: ¿Que ha hecho qué? —Pero al recordar dónde estaba, se obligó a bajar el tono reduciéndolo a un violento susurro—. ¡No es quien para decidir algo así!

—Me lo dijo el inquisidor un buen rato después de que finalizara el Consejo —prosiguió la joven con un murmullo tenso—. Creo que los demás continuaron las conversaciones después de que me marché. Yo… fui a ver a Alwir. Me dijo que el compromiso ya se había firmado, que lo anunciarían la noche de la Fiesta de Invierno y que me casaría por poderes y partiría hacia el sur con Stiarth y una escolta cuando el ejército emprendiera la marcha a Gae. Luego me encerró bajo llave…

Los largos años de convivencia con la hermandad de la carretera le habían dado a Rudy un amplio repertorio de expresiones malsonantes a las que habría recurrido gustoso en aquel momento. Se preguntó cómo pudo ser tan inocente de confiar en la palabra de Alwir. La extensa parrafada que pugnaba por salir de sus labios referente a los antepasados del canciller, a sus hábitos personales y al futuro que le deseaba, fue refrenada en parte por la opinión que le merecía su propia estupidez. Sin embargo, llevaba siendo mago el tiempo suficiente para saber que abandonarse a semejantes comentarios sólo reportaría una pérdida de tiempo.

—¡Pero no pueden llevarse a Tir a Alketch! —argumentó.

—No piensan hacerlo —susurró enfebrecida Alde—. Tir se quedará aquí para gobernar el reino del norte, con Alwir como regente. ¿Qué vamos a hacer, Rudy? —La muchacha apoyó la frente en su hombro.

«Buena pregunta, maldita sea», pensó, mientras lo asaltaba una sensación de pánico arrollador. ¿Qué podían hacer? La Fortaleza era el último refugio frente a la Oscuridad y en ella no había un solo rincón en el que estuvieran a salvo del poder absoluto del canciller. Si a Alde la repudiaba su hermano y le quitaba a su hijo, perdería la escasa independencia de que ahora disfrutaba. En tal caso, el heredero de Alketch no se casaría con ella…, ¿o sí lo haría? Rudy se esforzó por poner en orden el hervidero de ideas que le embotaba el cerebro y todo cuanto logró fue sumergirse en un laberinto de dudas al seguir el hilo de sus pensamientos que giraban en círculos, como un hombre perdido en una tormenta de nieve.

«¿De qué serviría que huyéramos? —reflexionó—. Donde quiera que nos escondiéramos en la Fortaleza, seguiríamos siendo prisioneros de Alwir. Además, ¿a qué lugar de la Fortaleza podríamos dirigirnos?».

Al mismo tiempo que se hacía esta pregunta, llegó a la respuesta obvia.

Se inclinó sobre el rostro asustado de Alde y la besó.

—Coge tu capa, cariño —dijo con un rictus sombrío—. No sé qué vamos a hacer, pero seguro que a Ingold se le ocurre algo.

A despecho de lo avanzado de la hora, el mago estaba despierto cuando los dos llegaron a su habitación; lo encontraron sentado en la silla, con la apolillada piel de oso echada sobre los hombros, y con la mirada prendida en las moribundas brasas de la chimenea. Sus blancos cabellos revueltos, al igual que las mantas del estrecho catre, denunciaban sus vanos intentos de conciliar el sueño; los rollos de pergamino, los libros, las anotaciones indescifrables de Jill y restos de comida cubrían el escritorio y se amontonaban en el suelo en torno a sus pies. A juzgar por aquel revoltijo de documentos, no se había dado respiro a las ideas que lo mantenían insomne. Por las apariencias, el mago llevaba un buen rato sentado ante la lumbre con la mirada perdida en las brasas.

Levantó la vista cuando entraron y sus ojos fueron de Alde a Rudy; su expresión se ensombreció al fijarse en el envoltorio de mantas que la joven llevaba en los brazos.

—¿Qué ocurre? —preguntó con calma.

Rudy lo puso al corriente con frases sucintas, intercaladas con alguna que otra palabra gruesa. Entretanto el mago se incorporó para dejar su asiento a Alde junto a la chimenea y tumbó a Tir en la cama. El pequeño no tardó mucho en librarse de las mantas que lo envolvían, con el decidido propósito de emprender una nueva y peligrosa aventura.

Mientras Rudy hablaba, Alde permaneció sentada, sacudida por un ligero temblor a pesar de la piel de oso que Ingold le había echado sobre los hombros, con los ojos bajos, medio ocultos por los negros mechones sueltos. Sólo cuando el joven concluyó el relato, alzó la vista. Tenía los ojos secos; había desaparecido de ellos el miedo que los había nublado mientras conducía a Rudy por los corredores bajo la protección de los conjuros de encubrimiento, dando paso a aquella expresión que Rudy había visto en su mirada la noche en que decidió someterse al hechizo del gnodyrr: una determinación inquebrantable de hacer lo que tenía que hacerse.

—Ingold… Si Alwir acordó un matrimonio a mis espaldas, ¿qué otras cosas habrá pactado sin mi conocimiento? —sugirió con un hilo de voz.

El anciano la miró considerando su pregunta, con la espalda apoyada en el repecho de la chimenea.

—Se me ocurren unas cuantas —respondió—. El obispo Maia me habló de un intento previo de obtener el control del delta de Penambra. Por no olvidar las constantes disputas acerca de las tierras fronterizas de Gettlesand.

Los ojos azul violeta de Minalde se oscurecieron por una furia amarga e impotente; los dedos le temblaron al agarrar con crispación la áspera piel de oso.

—Ha ido demasiado lejos —susurró.

Rudy, de quien parecían haberse olvidado, continuaba de pie en el mortecino círculo luminoso de la chimenea. Tenía la sensación de haberse perdido por unos reinos que escapaban a su comprensión, unos reinos movidos por la política, el poder y las intrigas, que iban más allá de sus propios problemas y afectos. En comparación con la actual crisis, su amor por esta joven morena de repente parecía no tener la menor importancia. Tal vez, comprendió, jamás la había tenido. Ingold se cruzó de brazos.

—¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar?

—¿Hasta dónde crees que puedo llegar? —preguntó a su vez con voz tensa—. Se mire como se mire, sigo siendo su prisionera, aquí o en mis aposentos. Encontrará el modo de doblegarme a su voluntad.

—¿De veras? —preguntó con suavidad el anciano—. El hecho de que te encerrara en el momento en que descubriste sus maquinaciones, me hace sospechar que no se siente tan seguro como crees. Es obvio que planea anunciar el matrimonio como un hecho consumado… Si hablamos con él antes de que lo haga público, existe la posibilidad de hacerlo cambiar de idea.

Llevada por una súbita excitación, Minalde se incorporó con brusquedad y su sombra se proyectó contra el estuco desconchado de la pared.

—¿Lo crees posible? —preguntó temblorosa. Las joyas trenzadas en el pelo centellearon—. Ha proclamado que se firmará una alianza con Alketch y no se retractará. Por obtenerla, sacrificará todo: a mí, a la Fortaleza, hasta su propia alma. —Se dio media vuelta. En la penumbra del cuarto, pareció envejecer de repente por la expresión sombría de su rostro, y su belleza quedó atemperada por la dureza de una cólera soterrada.

Rudy pensó cuánto había cambiado desde que la había conocido como una asustada adolescente, viuda del rey. O, tal vez, es que se había convertido en lo que hasta ahora no había tenido oportunidad de ser. Mucho tiempo atrás, durante el éxodo de Karst, le había hablado de la responsabilidad de un dirigente para con su pueblo, y él no entendió entonces a lo que se refería. Posiblemente, pensó, tampoco ella lo entendía aquel día.

Ingold apoyó la espalda en el antepecho de la chimenea y la miró con los párpados entrecerrados.

—Todo lo que has mencionado…, la vida de otro, la seguridad de la Fortaleza, la integridad del alma, es de importancia capital para ti, mi señora —dijo con suavidad—. Pero sospecho que para mi señor Alwir queda relegado ante el poder y el bienestar personal, cosas ambas que, quizá, no esté tan dispuesto a poner en peligro, ni siquiera por la feliz consecución de una alianza con Alketch.

Ella guardó silencio, debatiéndose con el inesperado dolor que le infligían aquellas palabras. «Aun con todo lo ocurrido, sigue siendo su hermano —pensó Rudy, al advertir la súbita amargura que afloraba a sus ojos—. Lo ha amado y ha defendido de él toda su vida. Tiene que ser muy duro descubrir la verdad sobre alguien a quien has querido».

Minalde se irguió y se limpió las lágrimas con gesto decidido. Se notó su esfuerzo por mantener la voz firme cuando habló.

—No veo cómo podríamos poner en peligro ni su poder ni su bienestar, Ingold. A decir verdad, no sólo eso, sino cualquier otra cosa; a no ser tu propia seguridad y la de Rudy por darme asilo. Yo… supongo que debería regresar y hablar con él.

—¿Y creerías lo que te dijera? —inquirió el mago.

La joven guardó silencio, pero agachó los ojos.

Ingold se dio media vuelta y agarró a Tir justo un instante antes de que el pequeño príncipe se las arreglara para salir gateando por la puerta hacia los amplios horizontes de la sala común sumida en sombras. Tras ponerlo de nuevo sobre el catre, se inclinó para recoger el cinturón de la espada que estaba tirado en el suelo y luego buscó las botas, todo ello sin hacer el menor ruido ya que iba descalzo.

—¿Por qué se iba a molestar en prometernos nada? —preguntó Alde tras un momento de reflexión—. Puede que yo sea, como afirma Jill, la regente legal de la Fortaleza, pero es Alwir quien tiene el poder. Lo sé. Lo que ocurre es que hasta ahora no había tenido oportunidad de comprobarlo. Yo no tengo poder. Sólo amigos.

Ingold se volvió hacia ella mientras se ponía el grueso manto y se echaba la capucha sobre los blancos cabellos. Su sombra se proyectó como la de un gigantesco murciélago sobre los dos jóvenes y sobre las paredes de piedra.

—Nunca subestimes a los amigos, Minalde —dijo con suavidad—. Al arriesgar tu vida para visitar a Maia y a los penambrios y al hablar en favor de su causa cuando tu hermano rehusó admitirlos en la Fortaleza, te ganaste su amistad. Y, al oponerte a los acuerdos de tu hermano con Alketch, ganaste la de otros. Es por ello que —agregó, mientras cogía al aventurero príncipe de debajo de la cama y lo envolvía en la manta— Tomec Tirkenson y sus guerreros ocupan el cuarto y quinto nivel, junto a los penambrios de Maia. Conoces los atajos de la Fortaleza mejor que yo, hija mía. ¿Te sientes capaz de conducirnos hasta el cuarto nivel?

Acababa de producirse el primer cambio de guardia de la mañana cuando Minalde regresó al Sector Real acompañada por su séquito.

En la Sala Central, los guardias habían abierto las puertas y los niños habían salido al brumoso amanecer para llevar a cabo sus tareas, o a recorrer el bosque para recoger ramas verdes de los pinos. El viento traía sus canciones que se oían amortiguadas en el interior de la Fortaleza. Dentro de dos días se celebraba la Fiesta de Invierno.

Pero la celebración del solsticio apenas se notaba en la confusión reinante en el cuartel general del canciller, y el tradicional espíritu de amor y amistad, propio de la fecha, quedaba muy lejos de la actitud sombría con que recibió a su hermana cuando ésta penetró en el salón de audiencias seguida por su escolta.

Cuando se abrieron las puertas lo sorprendieron en mitad de un ademán; se quedó paralizado, boquiabierto, con la mano extendida. Todas las miradas de los que estaban sentados a la mesa del Consejo se dirigieron hacia el oscuro hueco de la puerta, ahora abarrotado con los guardias harapientos de Maia y los guerreros de Gettlesand. Durante una fracción de segundo en la que el tiempo pareció detenerse, y antes de que el canciller girara sobre sí mismo para mirarlos de frente, Rudy identificó a los reunidos. Vair, vestido con un opulento jubón de terciopelo bordado con perlas, si bien parecía sencillo en comparación con el elaborado y llamativo atuendo verde esmeralda que vestía Stiarth. El inquisidor Pinard, con sus vestiduras blancas, símbolo de la pureza espiritual, estaba sentado junto a la figura púrpura de la obispo Govannin.

Alwir tenía el rostro congestionado por una ira tan violenta que le tembló el dedo con el que señaló a su hermana.

—Tú… —comenzó con voz estrangulada, pero el timbre duro y cortante de Govannin lo interrumpió.

—Ten cuidado con lo que dices, estúpido —advirtió, y Alwir, dándose media vuelta, pareció reparar en que estaban en presencia de unos oídos al servicio del Emperador del Sur. Ello fue suficiente para frenar la dureza de sus primeras palabras, pero en sus ojos había un brillo peligroso cuando Alde y los gobernadores de provincias penetraron en la sala del Consejo.

En comparación con la opulencia y elegancia de los aliados de Alwir, los partidarios de Minalde salían muy mal parados. Bajo la raída capa escarlata episcopal, las ropas del obispo Maia eran una mezcolanza de harapos descoloridos y una chaqueta de punto tejida por una de sus feligresas. Tomec Tirkenson, con su desgastada camisa de cuero curtido y sus mocasines de piel de borrego, más que un señor feudal parecía uno de los bárbaros contra los que combatía. Ingold, el mejor vestido de los tres, podría haber pasado por un gentil pordiosero o un músico callejero, pero no por el archimago de los hechiceros del oeste. Entre ellos, Alde se destacaba como una llama reluciente en medio de las sombras.

Cuando volvió a hablar, la voz de Alwir era calmada, pero no había perdido el timbre amenazante.

—Supongo que tienes razones, a tu entender válidas, hermana mía, para presentarte ante mí con gente armada —escupió con acritud—. Pero, si hemos de hablar, no será en presencia de esta… chusma.

—Esta chusma, mi señor, son los comandantes de tus tropas de provincias —replicó la muchacha, cuya voz suave se escuchó con claridad en la sala.

Alwir torció la boca en un gesto despectivo.

—¿Y qué tienen que ver unos comandantes militares con los asuntos políticos de estado?

—Dan su vida por ellos, mi señor.

Se produjo un breve silencio. Después, el rostro de Alwir se suavizó y rodeó la mesa con las manos tendidas para coger las de su hermana.

—Alde, hermana mía —su voz era melodiosa y tierna—. Siempre hay quienes mueren en las batallas, pequeña; quienes se sacrifican por el bien de la mayoría. Tú lo sabes mejor que nadie… —Le apretó las manos; la suave modulación de su voz parecía aislarlos de los demás, como si estuvieran a solas, como si sólo ella escuchara sus palabras—. Si cada soldado pudiese opinar, jamás se libraría una guerra. Por ello deben existir los líderes, querida mía. Sin una unidad incondicional somos como un hombre paralítico en un duelo, cada miembro agitándose sin coordinación. Hay veces en que se tiene que cortar un brazo para que el otro propine un golpe mortal.

Estaba muy cerca de ella. Por un instante, la muchacha alzó la cabeza y lo miró, de nuevo como la hermana pequeña cobijada bajo su sombra protectora.

Luego Alde torció las muñecas, sin brusquedad pero con firmeza, algo que le había enseñado a hacer Jill, y se soltó antes de que él tuviera tiempo de retenerla. Dio un paso atrás, acercándose a sus harapientos aliados.

—Aun así, mi señor, son tus súbditos. Han puesto su vida en tus manos y no tienen otra. Lo menos que merece su dignidad es que los invites a exponer su opinión y no celebrar reuniones secretas en las que buscas el consejo de extranjeros con preferencia a los de tu propia gente.

La voz de Alwir adquirió una dureza acerada.

—Con todos sus merecimientos, hermana mía, estos señores feudales no son más que siervos de un reino que han luchado contra los siervos de otro. Nadie pone en tela de juicio su arrojo y su sacrificio, aunque a veces, quizá, se exalten en exceso.

Tirkenson estrechó los ojos.

—Es condenadamente difícil no exaltarse cuando vuelves a casa y te encuentras con que han raptado a tu hermana y que a tu hermano lo han abierto en canal, y ves a tus sobrinos desparramados por el campo con las lanzas de Alketch hincadas en las tripas.

—Si nos ponemos a discutir cada ofensa personal existente entre los hombres de Alketch y nosotros, mi señor Tirkenson, nos quedaremos sentados en esta miserable fortificación hasta que muramos de hambre o nos devoren los Seres Oscuros —replicó secamente el canciller—. Y, si seguimos siendo interrumpidos por estos… amigos que has decidido traer contigo al Consejo, hermana mía, podemos muy bien dar por terminada esta conversación aquí y ahora. Si buscas la compañía de estos rufianes cuyos prejuicios se interpondrían en la unión de las Casas a las que sirven…

—No me casaré con el heredero de Alketch.

—Anoche no opinabas lo mismo —le recordó con suavidad.

—¡Anoche estaba prisionera!

Alwir apretó los labios con dureza.

—Las cosas han cambiado en el reino, Minalde, desde aquellos tiempos en los que te sentabas en las terrazas acuáticas de Gae y te abanicabas con plumas de pavo real. Necesitamos la alianza con el imperio. Sólo ellos pueden ayudarnos a reconquistar el reino y derrotar a la Oscuridad. Sólo ellos pueden ayudarnos a reconstruirlo. Sólo ellos no han padecido esta plaga que ha barrido las tierras de Darwath en una ola de muerte y destrucción. Hemos sufrido mucho y, sin su apoyo, continuaremos sufriendo. No podemos permitirnos por más tiempo el lujo de abrigar ese sentimiento de orgullo desmedido que en su momento impidió que nos uniéramos en una única federación por el bien de la raza humana.

Alde se encogió sobre sí misma ante su acusación de vanidad y amor al lujo. «Aunque así fuera, ¿quién podría reprochárselo? No era más que una chiquilla de dieciséis años cuando se casó», pensó Rudy. Sin embargo, la voz de la muchacha no tembló al hablar.

—No me separaré de mi hijo, ni permitiré que el heredero de Darwath crezca en una corte extranjera.

—¿Ni siquiera en una que está a salvo de la Oscuridad?

Minalde tragó saliva; Rudy advirtió su lucha interna en la tirantez de su semblante. Por su parte, Alwir debía de haber reparado en la ausencia de Tir y lo que ello significaba: que su hermana no estaba dispuesta a poner a ambos de nuevo bajo su poder. Pero esto era más un golpe bajo propinado a su hermano, que una medida de seguridad, pensó Rudy. Sabía que no había nadie, ni siquiera él mismo, a quien Alde no fuera capaz de matar en defensa de su hijo.

—Prefiero que comparta los peligros con su pueblo a que crezca ajeno a sus problemas y sea en el futuro un extraño para sus súbditos.

—¡No digas tonterías! —bramó Alwir—. ¿Serías capaz de poner en peligro la vida de tu hijo por mor de tu estúpido orgullo?

Las lágrimas acudieron a los ojos de la joven. Empezó a balbucear una respuesta, pero Ingold le puso una mano sobre el hombro en un gesto afectuoso.

—Para un niño nacido en el norte, heredero legal del reino de Darwath y último descendiente de la Casa de Dare, es posible que el clima cálido de la corte de Alketch no le resultara saludable —dijo el mago con su voz profunda en la que puso cierto énfasis al pronunciar algunas palabras—. Alguna fiebre, o el cambio de comidas, podría ser tan mortífero para él como los propios Seres Oscuros, contra quienes esta Fortaleza y la presencia de hombres leales a sus intereses lo pueden proteger en cierta medida.

Rudy tardó unos segundos en captar las implicaciones de aquellas frases en apariencia inocuas, pero Alde dio un respingo y se puso pálida. El semblante de Alwir se congestionó por la ira.

—¿Cómo te atreves…? —bramó.

Vair na Chandros se incorporó con tanta violencia que tiró la silla.

—¿Estás insinuando que le podría ocurrir algo al príncipe si está al cuidado del emperador, siervo de Satanás?

Stiarth alargó la mano y, cogiendo a Vair por la manga, lo obligó a tomar asiento otra vez.

—¿Qué peligro podría correr el nieto político del emperador? —inquirió con suavidad. Su mirada buscó a Alde, mientras los gestos de sus manos esbeltas se hacían eco de su melodiosa voz—. Con el tiempo, mi señora, llegarías a ser la mujer más respetada del mundo occidental, no lo dudes. Serías la madre de los soberanos de Darwath y Alketch; de hecho, se te consideraría la Reina Madre de una humanidad unida que abarcaría desde los hielos del norte a las selvas impenetrables del sur. Tu amor, tu maternidad, hermanaría a los hombres en una coalición desconocida en la historia del mundo.

Le presentó la deslumbradora visión como quien ofrece un caramelo a un niño. Sólo que, esta vez, el niño no hizo intención de cogerlo.

—Ya se me ha echado en cara mi orgullo una vez, mi señor —respondió con voz cortante Alde—. No me imagino a mí misma con mi primogénito sentado en el trono de un reino y a un segundo hijo sentado en el otro.

«Sobre todo si el imperial abuelito del más joven está involucrado en la preparación de la comida del mayor —pensó Rudy con acritud—. Y dejarlo en la Fortaleza al cuidado de Alwir puede tener el mismo resultado». La cólera que lo embargaba no era sólo por Alde o por sí mismo, condenado a una muerte lenta de vaciedad y sufrimiento, sino ante la posibilidad de que al niño que había llegado a querer lo desposeyeran de sus derechos de nacimiento, de su madre y de su propia vida.

La desesperación que le producía el destierro se trocó en furia al saberse impotente para defender a quienes amaba. «Y si la inquisición llega hasta la Fortaleza, tampoco Ingold podrá quedarse para proteger al pequeño ratel». Al levantar la vista se encontró con los ojos de Alwir que parecían traspasar su carne como un cuchillo.

La mirada del canciller se volvió hacia Alde.

—¿Tan hondo es tu… lógico dolor por la pérdida de tu esposo, que te impide superar esa comprensible aversión a reemplazarlo tan pronto en tu lecho por otro, querida hermana mía…?

La expresión de Alde no cambió, pero alzó la barbilla con un gesto desafiante.

—¿… especialmente cuando hay tanto en juego?

Sobrevino un incómodo silencio.

Durante unos segundos interminables todos esperaron que ocurriera algo: que Alwir añadiera una nueva pulla, que Minalde se derrumbara, que Rudy perdiera los estribos y se traicionara. Pero cuando el canciller abrió la boca para hablar, Ingold adelantó un paso rompiendo el tenso silencio con una aparente despreocupación total ante lo peligroso de su intervención.

—A ese respecto, la decisión sólo corresponde a mi señora, conforme a las leyes de la Iglesia, como muy bien sabes. Todos los Consejos eclesiásticos han convenido que ningún matrimonio contraído por coacción o fuerza es válido. De hecho, creo que hace muchos años la misma obispo Govannin se enfrentó, con éxito, a las presiones de su familia, que quería casarla en contra de su deseo de ingresar en la Iglesia. ¿No es así, mi señora?

Los negros ojos de Govannin centellearon al mirar a Ingold.

—En efecto, mi señor mago.

—Y esos mismos Consejos eclesiásticos —prosiguió Ingold en un tono calmoso— proclamaron que el acto amatorio en sí es legal siempre y cuando se realice entre personas adultas y responsables, ya sean del mismo sexo o del contrario, magos o no, creyentes, ateos o excomulgados, mientras no se violen los derechos de contrato o de la persona. Existen grandes controversias en torno a esta resolución, pero ¿no es ésa, en fundamento, la ley?

—Sí, lo es. —La voz seca y dura de Govannin sonó tensa.

Rudy mantenía el suficiente dominio sobre sí mismo para contener la exclamación de furia que pugnaba por salir de sus labios al recordar la sarta de mentiras que Alwir había esgrimido aquella noche en los pasillos traseros de la Fortaleza. Después, la ira dio paso a un profundo desaliento. Sabía que, de todos modos, Alwir se habría librado de él; el canciller tenía mucho poder y estaba en sus manos hacerle un gran daño a su hermana si él no se marchaba. Sin embargo, ahora veía todo el alcance de lo que ocurriría una vez que hubiese partido.

Alwir estaba pálido, le temblaban las aletas de la nariz y se le marcaban dos líneas profundas en las comisuras de los labios.

—Puede que así rece la ley, mi señora Govannin —dijo con voz ronca—, mas la opinión y la moral de la gente se rigen por otra ley muy distinta. Más aún en el caso de la reina, quien, aun sin tomar en cuenta los intereses de la Fortaleza, correría el riesgo de provocar un escándalo si actuara de ese modo. —Rudy dejó escapar un suspiro tembloroso—. Y un escándalo, como todos sabemos, puede costar un alto precio.

Su figura imponente se cernió sobre ellos como una nube borrascosa cargada de maldad; la cólera parecía irradiar de su interior con la ardiente violencia del relámpago. Ante semejante demostración de poder, Alde pareció de repente muy pequeña y vulnerable, e Ingold un pobre viejo harapiento, salvo por sus ojos, que relucían con fiereza bajo las cejas canosas y sostenían la mirada de Alwir sin el menor atisbo de temor.

—Un precio prohibitivo, de hecho —dijo el mago—. Porque, ¿quién sabe de qué lado caería la moneda, mi señor? —Apartó los ojos de los de Alwir y dirigió una mirada engañosamente amable a Stiarth—. ¿Tu señor el emperador insistiría en su demanda del contrato matrimonial a riesgo de perder la alianza entre los reinos? —le preguntó.

—A decir verdad, no puedo… —comenzó el embajador de manera evasiva.

—¡No renunciaré a la alianza por nada! —lo interrumpió Alwir.

—Porque, desde luego —prosiguió Ingold, como si el canciller no hubiese intervenido—, si se produce un conflicto en la Fortaleza, ¿quién sabe quién ostentaría el poder después de la escisión?

El canciller dio un respingo, momentáneamente cogido por sorpresa, como si fuese incapaz de concebir que otra persona ejerciera el mando de la fortificación. Después frunció el entrecejo mientras su rostro se congestionaba por la furia.

—¿Y quién dice que ocurriría tal cosa, por los cielos benditos? —farfulló. Habría zarandeado a Ingold de no ser porque el mago interpuso su báculo en la trayectoria de sus manos con asombrosa facilidad.

—Nadie, por supuesto —contestó, mirando a Alwir con simulada sorpresa—. Pero, sin duda, mi señor el emperador sabe que en tiempos conflictivos puede ocurrir lo más insospechado.

—Lo sabe, desde luego. —Stiarth se puso de pie y saludó a Alwir, a Ingold y a Minalde con una elegante reverencia—. Si hubiese sabido que esta unión le resultaba tan repugnante a mi señora, no habría osado sugerirlo siquiera para no herir su sensibilidad, como tampoco, estoy seguro, Su graciosa Majestad, nuestro emperador. Cierto que, al saber de la hermosura y exquisitos modales de la reina, ansiaba tal unión; hace tiempo que acaricia la idea de una federación entre ambos reinos.

—Apuesto a que sí —se oyó una voz en las filas posteriores de los guerreros de Gettlesand.

—Estoy desolado por haber sido el promotor de semejantes dificultades. Mi señor, mi señora, quedo a vuestras órdenes. —Se inclinó de nuevo y acto seguido, en medio de un revuelo de sedas, se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.

Vair se incorporó con la ágil velocidad de un tigre. Desde su puesto entre las filas de los guerreros de Gettlesand, Rudy lo vio alcanzar al esbelto embajador en el umbral y cogerle la delicada manga de su casaca con los garfios.

—¿Estás loco? —lo increpó—. El emperador dijo…

—Mi tío confió este asunto, como todos los demás, a mi arbitrio —replicó con suavidad Stiarth, mientras soltaba con dos dedos los delicados pliegues de su manga de los garfios del militar—. Y créeme, mi señor comandante; prefiero tratar con el hermano a que la reina y ese mago asuman el poder en la confusión que seguiría a una escisión. Supongo que estarás de acuerdo conmigo, ¿verdad? —Sin más, se alejó en medio del rumor de sedas; el rítmico sonido de los altos tacones de sus zapatos se escuchó unos segundos mientras se alejaba corredor adelante.

Fue la voz de Alwir la que rompió el silencio.

—Mi señor mago, quiero hablar contigo —anunció en un tono contenido—. A solas.

—No debí permitir que fuera —dijo Alde sin levantar la cabeza; estaba sentada con las piernas recogidas y tenía la barbilla apoyada en las manos que había cruzado sobre las rodillas. En la otra esquina de la chimenea de la sala de magos, Rudy puso a un lado el arpa que sostenía hacía rato en el regazo sin pulsar las cuerdas.

—Tenía que ocurrir —dijo en voz baja—. ¡Cielo santo, Alde! ¿Qué vamos a hacer?

Ella sacudió la cabeza con un gesto desesperado.

—No lo sé.

Era mediodía y la sala estaba vacía. Se oía el murmullo de voces en el complejo de celdas: la de la vieja Nan, barbotando maldiciones, la ronca protesta de Tomec Tirkenson y el paciente «¡Madre!» de Kara. La habitación olía a pan recién hecho y a las ristras de cebollas y hierbas aromáticas colgadas en los ganchos de la pared. Tad, el huérfano que cuidaba el ganado, había acudido para informarles que Tir seguía a buen recaudo entre los huérfanos de la Fortaleza. Si es que Alwir buscaba al pequeño, hasta ahora no se le había ocurrido que estuviera escondido allí.

«¿Cómo me las he arreglado para llegar a esta situación? —se preguntó Rudy desconsolado, mientras miraba a la muchacha sentada al otro lado de la chimenea, contemplando sin ver las danzantes llamas de la lumbre—. Sólo quería amarla y ser feliz. ¿Qué demonios he hecho para convertir su vida en un infierno de dolor, deshonra, excomunión, exilio y pérdida? ¿Tenía Ingold razón? ¿Es que los magos nacemos malditos?».

—Alde, lo siento —balbució angustiado—. No era mi intención que las cosas tomaran este cariz.

La muchacha levantó la cabeza y lo miró; las lágrimas brillaban en sus ojos, que en la penumbra parecían casi negros.

—Tú no tienes la culpa, Rudy —murmuró—. De verdad —agregó al advertir la expresión de su rostro—. ¿No te das cuenta? Al final, Alwir y yo nos habríamos enfrentado aunque…, aunque no te amara. Lo que ocurre es que… durante mucho tiempo creí que me quería. —Cambió de postura y el resplandor de las llamas se reflejó en el brocado blanco de su vestido. Se advertía que hacía un gran esfuerzo para que los labios no le temblaran—. Era tan amable conmigo en los viejos tiempos… Pero tal vez se debía al hecho de que yo correspondía con facilidad a su amabilidad. Supongo que aduciría que Ingold también conoce ese rasgo de mi carácter. Siempre pensé que era una persona muy contradictoria, pero no lo es. Sólo…, sólo siento que te hayas visto involucrado en todo esto, que se haya estropeado algo que era… Que tú…

—¡Alde, ocurra lo que ocurra, no dejaré de amarte! —gimió—. Ni el tiempo, ni la distancia, ni la política, ni el Vacío… Nada menguará este amor por ti. Nada.

Por un momento ninguno se movió y sólo se miraron el uno al otro, distanciados por el resplandor de la lumbre como algún día los separaría el Vacío. Después, impulsado por una ansiedad incontenible, Rudy se incorporó, cruzó el espacio iluminado por la chimenea, que proyectó su sombra contra la pared opuesta, y la levantó con brusquedad para estrecharla entre sus brazos. Ella se apretó contra el joven, con el rostro hundido en las ásperas guedejas de su chaleco pintado y las manos enlazadas a su espalda.

—Alde, si la elección fuera mía, jamás me separaría de ti —susurró con desesperación—. Jamás te dejaría. Me quedaría aquí para siempre.

—No importa. Te amaré estés donde estés y ocurra lo que ocurra.

Se aferraron el uno al otro como si ya sintieran las corrientes de sus mundos que al alejarse los arrastraran en direcciones contrarias.

Entonces una voz profunda y rasposa se abrió paso en la mente de Rudy.

—Hijos míos…

—¡Estás a salvo!

Ingold cogió a Alde por los hombros frenando el impulso de la joven de abrazarlo, y sonrió a aquel rostro sonrojado por la ansiedad.

—¿Acaso pensaste que tu hermano me apuñalaría en el momento de quedarnos a solas?

—¡A juzgar por su expresión, sí! —intervino Rudy—. ¿Qué demonios…? —La voz le falló y miró vacilante el semblante de su maestro. Tragó saliva, pero aun así fue incapaz de articular una palabra.

El mago alargó la mano y la posó con afabilidad en el hombro de su discípulo; su tacto era firme y cálido. Su mirada fue de Rudy a Minalde; en las azules profundidades de sus ojos había un destello socarrón, una especie de simulado pesar.

—¿Tanto os amáis, hijos míos?

Ninguno de los dos respondió, pero la mano de Rudy buscó la de Alde y sus dedos se entrelazaron con fuerza.

—Si no fuera ilegal… —comenzó la muchacha.

—Si yo… Si pudiera quedarme… —balbució Rudy.

Ingold suspiró.

—Desde luego. —Al vacilante resplandor de la lumbre, sus rasgos envejecidos asumieron una expresión triste y algo resignada—. Me temo que he tenido la osadía de hacer notar a tu hermano, Minalde, que hay cosas peores que el hecho de que te unas en una alianza permanente con alguien a quien la Iglesia rechaza, así como el código del Consejo de los Magos que rige a quienes no son hechiceros. Le recordé que eres voluntariosa y tozuda y que, de hecho, cuentas con cierto poder respaldado por los señores feudales; que no era inconcebible pensar que, en un futuro, una mujer de tu carácter, llevada por la desesperación, se viera obligada a aliarse con algún gobernador cuyas tierras están, sólo nominalmente, al servicio del Señor de la Fortaleza. Tu hermano no parecía muy complacido ni se mostró muy cortés…, pero estuvo de acuerdo conmigo.

—¿Qué? —musitó Rudy tras un largo y desconcertado silencio. Luego, la comprensión se abrió paso en su cerebro y todas las fibras de su ser se estremecieron como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

—Hijos míos —continuó Ingold—. Id con mucho cuidado. Todavía rozáis el escándalo; quizá lo hagáis durante toda la vida. Pero, conforme a las leyes del reino y en contra de todo lo que pueda haber dicho Alwir, no hay nada ilegal en vuestra unión.

Sus palabras discurrieron susurrantes por la conciencia de Rudy como el suave rumor de un río, apenas audibles aunque brotaban de lo más hondo de su ser como un bullicioso manantial de alegría. Quería saltar, bailar, cantar y abrazar a todo el mundo; sin embargo, se limitó a apretar aún más la mano de Alde. Al mirar a la joven, vio en su faz una felicidad inmensurable.

La voz de Ingold siguió hablando sobre leyes de la Iglesia, la posición de cada uno de los obispos, la necesidad de mantener una actitud totalmente circunspecta, la mutabilidad de la naturaleza humana; pero para la pareja fue como oír la voz de un abogado que recitara el pulcro escrito de un contrato que ya había sido firmado con sangre y polvo galáctico. A través del vertiginoso remolino de ideas, Rudy sólo fue consciente de que no había sido tan feliz desde que era un niño; tuvo el absurdo deseo de ser Fred Astaire para, de ese modo, ejecutar con la mujer que le apretaba la mano toda clase de pasos de baile inverosímiles por las paredes y sobre los muebles de la oscura y destartalada sala.

El mago debió de reparar en la poca atención que le prestaban, pues esbozó una sonrisa y se marchó, dejándolos a solas con su indescriptible felicidad.

Diez minutos más tarde, Jill salió de uno de los corredores que conducían a su reducido cuarto, con un par de tablillas en las manos y una expresión abstraída que se tornó súbitamente en otra de azorada culpabilidad al ver a los amantes abrazados frente a la chimenea.

—Demonios, Rudy, lo siento —dijo, a la espalda del joven y a las blancas manos de Minalde que aferraban sus hombros con ferviente ansiedad—. Estaba tan absorta en la investigación que lo olvidé. ¿Qué tal fue la demostración de los lanzallamas esta tarde? ¿O fue ayer?

Se quedó estupefacta, sin alcanzar a comprender por qué los dos amantes reaccionaron ante sus palabras prorrumpiendo en un paroxismo de carcajadas estentóreas.