—Los hielos del norte —dijo Ingold con suavidad, enlazando los dedos y con la mirada perdida en la distancia, más allá de las paredes del angosto cuarto—. Lohiro habló de ello un poco antes de morir. El invierno más crudo que recordaba la humanidad… —Levantó la vista hacia Jill. El movimiento de su sombra hizo que los adornos de pan de oro de los libros centellearan como estrellas otoñales—. Es… una explicación fantástica. ¿Puedes probarlo?
—¡No lo sé! —Jill alzó las manos en un gesto de desaliento. Le había llevado un buen rato explicárselo a Ingold, ya que el concepto implicado no le era familiar, pero cuando terminó, el rostro del mago se había tornado grave—. Sé que es verdad. Es la única explicación que abarca todos los hechos: por qué las guaridas del norte están desiertas; por qué no han atacado en el sur. No puedo apoyarme en nada para afirmar: «éste es el motivo». Pero… lo sé.
Bajo la blanca barba se advirtió la tirantez de los músculos en las mandíbulas de Ingold. Jill pensó que el mago parecía muy cansado estos últimos días, además de vulnerable y desanimado, como si viviera con la certeza de una amenaza que soportaba a duras penas.
—Alwir no lo admitirá —dijo al cabo—. ¿Podrás probarlo antes de la Fiesta de Invierno?
—Lo intentaré.
En los días que siguieron, Jill apenas se dejó ver. Sus amigos de la guardia —el Halcón de Hielo, Seya, Melantrys— hablaban con ella durante los entrenamientos a los que no dejó de acudir, aunque Janus la había rebajado de servicio. A veces Alde acudía al pequeño cuarto en el que Jill había instalado su estudio, en medio del complejo de la Asamblea de Magos, y hablaba con ella mientras aguardaba a que Rudy terminara su trabajo en los laboratorios. También la visitó Rudy, quien le llevaba la menguada ración de guisado y pan del rancho de la cocina, recordándole que tenía que comer. Pero todos la encontraron distraída, con la mente perdida en otros asuntos.
Ingold la ayudó en la medida de sus posibilidades. Se lo encontraba a menudo en el estudio de la joven, sentado en la alfombra con algunas de las crónicas de Quo sobre las piernas cruzadas, tomando notas a la temblorosa luz de la azulada llama mágica que brillaba sobre su cabeza. Pero la mayoría de las veces Jill trabajaba en soledad, atenta al cambio de guardia en los corredores, sin saber muy bien si se trataba del turno diurno o nocturno.
De tanto en tanto, se la veía en la sala común de la Asamblea, charlando con la esbelta chamán de los Jinetes, Sombra de Luna, o con Ungolard, el retraído profesor negro que había abandonado la universidad de Khirsrit para acudir a la llamada de Ingold. En una ocasión, paró a Caldern, el corpulento y curtido guardia norteño, y le hizo una serie de preguntas acerca de su niñez; otro día pasó casi toda la tarde en el cuarto nivel, donde Maia gobernaba a sus feligreses penambrios de barrios bajos, tomando notas mientras aquel prelado afable y larguirucho le contaba cosas sin preguntarle por qué quería saberlas.
Otra tarde, mientras los demás magos jugaban en la sala a «meter la pelota en el aro» con bolas de luz móviles, hizo un aparte con Kta y el anciano eremita le habló, con su vocecilla cascada y estridente, acerca de ciertas cosas extrañas que había visto con sus propios ojos durante los incontables años vividos en los silenciosos desiertos de Gettlesand, o de otras cosas que le habían contado los dooicos.
—No sabía que los dooicos pudieran decir nada a nadie —comentó Jill, levantando la cabeza sorprendida.
—Ni ellos tampoco —replicó la cascada voz de la anciana Nan desde la cocina. La vieja hechicera asomó la cabeza tras la cortina de arpillera gris; en sus pálidos ojos centelleaba una mirada desafiante—. Los dooicos son unas bestias incapaces de hablar, diga lo que diga ese viejo farsante. He echado a escobazos de la puerta de casa a esos comedores de lagartijas, cobardes y apestosos.
—Si los echaste a escobazos no es de extrañar que jamás te dirigieran la palabra —replicó indignado Kta.
—Sus lenguas tienen la misma facilidad de palabra que la de mi burro —gruñó la anciana.
—Al menos no las utilizan para chismorrear como hacen algunas viejas —contestó el eremita, en cuyos negros ojos brillaba una chispa de regocijo.
—¡Bah!
—¡Buuuh!
La hechicera y el ermitaño realizaron los gestos rituales de lanzamiento de conjuros y, acto seguido, Nan desapareció tras la cortina de una manera tan repentina como había aparecido. Kara, que cosía sentada en una esquina de la chimenea, se limitó a suspirar. Al poco se escuchaba a Nan maldiciendo la lumbre de la cocina que se había apagado de forma inexplicable.
Jill pasó algunas tardes en el pequeño observatorio cercano al laboratorio de Rudy, mirando el cristal circular de la mesa, con una mano posada sobre uno de los poliedros de la creciente colección de archivos cristalinos y con la otra tomando notas concernientes a aquel mundo brillante y maravilloso de sol deslumbrante, intrigas y flores. A veces, en las esporádicas visitas que hacía Rudy a su estudio, la encontraba con los pies enterrados en montones de crónicas de la Iglesia que había tomado prestadas de Govannin, y los libros conservados por medios mágicos que Ingold y él habían rescatado en las ruinas de la biblioteca de Quo, o leyendo alguna que otra de aquellas antiguas novelas románticas que Minalde había traído de la villa de Alwir en Karst, en lugar de elegir otros tomos de contenido más selecto.
Dado que estos volúmenes habían pertenecido a la casa real de Gae, llevaban el emblema del Gran Rey, el águila dorada, impreso en el cuero negro y desgastado de la encuadernación.
En la soledad de su estudio, Jill pensó en Eldor; la voz de Thoth, apagada como un murmullo, se escuchaba en la sala impartiendo enseñanza a los magos jóvenes, así como las notas casi irreales del arpa de Rudy. Recordó la vez que lo vio, alto y austero, con la temblorosa luz de una vela titilando en el águila dorada bordada en su negra vestidura, mientras miraba a su hijo dormido en la cuna. Sintió de nuevo el frío de aquella noche espantosa; había tiritado en su escondite junto al ventanal mientras reparaba en los rubíes incrustados en la guarda de la espada del rey, que relucían como estrellas a la tenue luz con el leve movimiento de su respiración. «Un rey tiene el derecho de morir con su pueblo», había dicho… Sólo había pedido que Ingold salvara a su hijo.
Ingold había cumplido su promesa, se dijo. El palacio había caído; a la mañana siguiente, Janus había encontrado aquella espada de rubíes en la mano carbonizada de un cadáver irreconocible y llevó a los refugiados de Karst la noticia de que su rey había muerto.
Fue esa misma noche en la que cayó el palacio, cuando Alde y muchos otros fueron hechos prisioneros y arrastrados a los reinos subterráneos de la Oscuridad; la noche en que Alde había sido rescatada por el Halcón de Hielo y un puñado de guardias al borde mismo de aquellas horripilantes escaleras. «No es de extrañar que Alde pasara cuarenta y ocho horas fuera de sí, enloquecida de miedo y dolor», pensó con un suspiro. Lo sorprendente era que hubiese superado una experiencia tan espantosa. Pero, como Jill sabía ya desde hacía tiempo, Alde contaba con una resistencia insospechada bajo su aspecto tímido y dulce.
Fueron unos días difíciles y desagradables. Los rumores que le llegaban a Jill a través de los guardias eran conflictivos y poco probables: los sureños planeaban regresar a su tierra sin querer arriesgarse en la batalla de Gae; Vair contaba con un segundo ejército que aguardaba para atacar la Fortaleza en el momento en que la abandonaran sus defensores; Gae sería tomada en nombre del emperador en cuanto se reconquistara; Alwir había jurado lealtad al afectado embajador; se planeaba asesinar al canciller para establecer una teocracia al mando de Govannin. No acababa de desaparecer un rumor, cuando surgían otros tres aún más descabellados; Jill notaba que todos ellos apestaban a desconfianza y rebelión.
Alde hizo cuanto estuvo en su mano para acallar los rumores, pasando muchas horas en los niveles cuarto y quinto, donde las tropas de Tomec Tirkenson se apiñaban en cuartuchos, pasillos y almacenes, entre los ya amontonados refugiados penambrios. Sin embargo, Jill notaba que Alde estaba llegando al límite de su resistencia. Ella y Rudy ya no se reunían nunca en sus aposentos del Sector Real; con el paso de los días, la joven reina acudía cada vez con más frecuencia al estudio de Jill para esperarlo allí. La tensión en la que vivía dejaba sus huellas, y sus encuentros con Rudy los presidía una desesperación enfebrecida que a Jill le rompía el corazón.
No eran los rumores la única sombra amenazante que se cernía sobre la Fortaleza. La animosidad que las gentes de Darwath sentían hacia los hombres de Alketch, era correspondida con igual o mayor intensidad por parte de éstos. La guardia personal de Stiarth y Vair estaban en la fortificación a todas horas y las tropas sureñas, que se entrenaban junto con las de Alwir, iban y venían a su antojo.
El odio era más patente entre las fuerzas de Gettlesand y las de Penambra, que habían vivido en las tierras fronterizas con el imperio del sur. Había hombres de Gettlesand cuyas familias habían sido masacradas y esclavizadas por los señores feudales de Alketch, y penambrios cuyos hogares y cosechas habían sido saqueados por soldados imperiales a todo lo largo de las cálidas costas plagadas de mosquitos del mar Circular. Las peleas se convirtieron en un hecho diario y las consiguientes revanchas no siempre se tomaban en los propios implicados.
El odio racial y político no era la única causa de los altercados. Muy pocos acompañantes civiles habían seguido al ejército hasta el norte. Empezaron a circular feas historias de mujeres y muchachos jóvenes forzados, ya fuera en los bosques o en los corredores traseros de la misma Fortaleza, por lo que se consideraba peligroso ir solo. Tres isleños del delta pusieron una emboscada a Jill una noche, cuando regresaba de visitar a Alde en el Sector Real; la joven informó de lo ocurrido a Janus con el único propósito de que los hechos no se tergiversaran cuando encontraran los tres cadáveres.
Se crearon enclaves delimitados. Ningún sureño, fuera por el motivo que fuese, se aventuraba más allá del tercer nivel de la Fortaleza. Ingold era el único mago que entraba en los dominios de la Iglesia, al este de la fortificación, donde Govannin y el inquisidor Pinard celebraban sus consejos, protegidos por los silenciosos monjes guerreros del inquisidor. Y a Jill le asaltaba una inquietud creciente cada vez que el mago realizaba una de estas visitas. Unas viejas estatuas que representaban las esferas de poder de la Iglesia y del gobierno civil se sacaron a rastras de la bienamada biblioteca de Govannin y se sometieron a debate en una sesión del Consejo. Por si todo esto fuera poco, llegó a oídos de Jill una cancioncilla que corría por el cuartel de boca en boca y que hacía referencia a las proclividades sexuales del cabecilla de Alketch; conocía bien la música, así que no le fue difícil adivinar cuál era la fuente de su nacimiento. La alegre marcha se silbaba a todas horas por los corredores, o durante las guardias nocturnas, y no contribuía a calmar los ánimos.
—No sé si podré soportarlo mucho tiempo —dijo Minalde una tarde. La muchacha estaba sentada en la piel de borrego que cubría el banco arrimado a la mesa de trabajo de Jill; el pequeño Tir dormía a su lado—. Es como esperar que descargue el rayo sin saber dónde lo hará. Sé que Alwir y Stiarth celebran reuniones «informales» en el Consejo. Me presentan documentos que han negociado entre ellos para que los firme sin que yo pueda hacer nada para evitarlo. —Sus dedos juguetearon nerviosos con las guedejas de lana del chaleco que Rudy le había hecho a semejanza del suyo y en el que había pintado el emblema del águila dorada de la Casa de Dare—. Me siento impotente.
Jill guardó silencio. La peculiar horquilla con la que escribía garabateó unos trazos indescifrables en la tablilla encerada que tenía ante sí; las sombras de sus dedos se proyectaron oscuras y esqueléticas sobre la cremosa superficie traslúcida. Desde el otro lado de la sala común, escucharon la cascada voz de Nan y la respuesta airada de Tomec.
—¡Déjame en paz, mujer! ¿Es que no voy a poder saludar a tu hija sin que trates de espantarme como a una gallina?
Jill alzó la cabeza y buscó los ojos de Alde.
—Tu hermano está decidido a sellar esa alianza, ¿verdad?
La joven suspiró hondo mientras se apartaba el pelo de la cara en un gesto automático. Los dedos, blancos y excesivamente delgados, parecían huesos en contraste con los negros mechones.
—Es… como un hombre enamorado, Jill. Sabes que Stiarth regresó con regalos; cosas que no habíamos visto desde la caída de Gae. Rollos de terciopelo, instrumentos musicales, tijeras, libros. A mí me trajo esto.
Se alzó los vuelos de la falda, y por debajo de las blancas enaguas asomó la puntera de unos zapatos de satén bordado con perlas.
—Alwir habla durante horas acerca del tratado con el sur, de recobrar la civilización que hemos perdido una vez que hayamos reconquistado Gae. Quiere siempre lo mejor de todo, lo sabes. Adora las cosas hermosas, el encanto burgués de una sociedad civilizada. Es un esteta nato. La dureza de la vida en la Fortaleza, la carencia de refinamiento lo irrita como una herida ulcerosa. Tú lo sabes. Lo has visto.
Jill pensó en los atuendos inmaculados del canciller, el esplendor del que tanto gustaba de rodearse, el aroma a jabón y perfume. Convertirse en un pedestal de perfección sólo le había servido para alejarse de manera progresiva de unos vasallos cada vez más harapientos. Por el contrario, Alde, con sus faldas de aldeana y su chaleco pintado, se había ganado el afecto de todos sus súbditos.
—Pero no es sólo eso —prosiguió la joven reina en voz baja—. Si vamos a intentar recuperar algo de la Oscuridad, tiene que ser ahora. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir hasta que llegue la primavera? De todos los gobernadores del reino, únicamente Tomec Tirkenson acudió a la llamada de Alwir y sabemos que, al menos, otros cuatro han sobrevivido a la catástrofe. Alwir tiene razón en una cosa: si reconquistamos las tierras productivas que rodean Gae, podremos establecer alguna clase de alianza con Alketch basada en el comercio; no es la solución más apetecible, pero sí mejor que hacer frente el año próximo a una invasión del sur.
Jill contuvo una réplica mordaz y empezó a tachar con deliberada lentitud los garabatos que había dibujado en la tablilla.
La luz mágica brillaba en el cuarto y centelleaba en las afiladas aristas de los poliedros amontonados. Rudy penetró en la estancia, despeinado, sin afeitar, con los ojos enrojecidos por las largas horas de trabajo, y con rastros de hollín en las manos y la cara, lavadas con apresuramiento y sin la ayuda de un espejo.
—Hola, niña bien —saludó a Jill. Luego se inclinó para besar a Alde, la alzó y la estrechó en sus brazos con una ansiedad mezcla de alegría y dolor.
Tir se despertó y tendió los brazos mientras balbucía medio dormido:
—¡Udy! ¡Udy!
Con una sonrisa forzada, Rudy se acercó al pequeño y lo cogió en brazos.
—¿Con qué te alimenta tu mamá, Bolita de Sebo? ¿Con piedras? Todo el mundo en la Fortaleza anda a la gresca por un poco de comida y tú no haces más que engordar. ¿Cómo es eso, eh?
Tir estalló en alegres risas. La acusación de Rudy carecía de fundamento, pues era un niño pequeño que prometía convertirse en un chiquillo delgado, con la complexión fibrosa y esbelta de su madre. Por las apariencias, era una criatura intrépida que no le temía a nada, y la recién adquirida capacidad de caminar, aunque de manera bamboleante, ampliaba el radio de sus andanzas.
—Creo que hemos agotado las existencias de las recámaras. —Rudy suspiró mientras se dejaba caer en el banco, junto a Alde, y se frotaba los ojos—. Después de revolver de cabo a rabo los almacenes, hemos reunido un total de cincuenta y dos. El escuadrón de incendio cuenta con ochenta personas; tendremos que poner a los que sobran como personal de reserva. Este condenado invento no ha hecho más que traerme quebraderos de cabeza —añadió, mientras Alde se levantaba y le daba un masaje en los hombros—. Debí quedarme en el taller de chapa y pintura de Wild David.
—¿Es verdad que el embajador ha solicitado una demostración del escuadrón de incendio? —preguntó Minalde.
—Sí. Melantrys ya está preparando a su equipo. ¿Nunca has pensado dedicarte a dar masajes como profesión? —comentó Rudy, con los ojos cerrados en una expresión de éxtasis—. Dentro de un par de días tendremos preparado algo para esos relamidos. —Alargó las manos y cogió las de Alde. Abrió los ojos y los prendió en los de la joven—. Le preocupa la suerte de sus tropas —explicó de manera innecesaria—. ¡Mierda, también a mí me preocupa!
«Y con razón de sobra», pensó Jill, pero se guardó sus comentarios para sí misma. Después de que se hubieron marchado, la muchacha se quedó sentada un largo rato pensando en Rudy y en Alde, en la Fiesta de Invierno y en los Seres Oscuros. El silencio se había adueñado de los oscuros laberintos que la rodeaban. La piedra mágica colocada en el escritorio proyectaba su sombra, enorme y perfilada, contra la pared opuesta; hacía resaltar, como sólo aquella luz blanca era capaz de hacerlo, cada astilla y nudo del tablero de la mesa; perfilaba los bordes de los rollos de pergaminos en un claroscuro de luz y sombras, y arrancaba destellos en las aristas de los cristales. Ponía de manifiesto la suciedad y la mugre del reducido cuarto; el constreñido espacio con su sensación de claustrofobia a la que Jill empezaba a acostumbrarse; la carencia de mobiliario; la destartalada mesa; los montones de pieles; los catres desvencijados, y el borde deshilachado de la manga de su casaca. Un débil olor permanente a grasa de cocinar y sudor impregnaba todo. «No me extraña que a Alwir le seduzcan unas zapatillas de satén y un suministro regular de jabón —pensó—. Probablemente es el único hombre en la Fortaleza que cuenta con un vestuario completo. Sabe Dios dónde consiguió los estandartes con los que recibió a Vair. Pero sabe que sus provisiones están muy limitadas».
Como historiadora, Jill estaba muy familiarizada con la dependencia económica que tiene una nación mayoritariamente rural, poco poblada y empobrecida, con otra desarrollada, próspera y manufacturera. «Lo que es más —pensó—. A Alwir no le importaría ser el sátrapa de alguien con tal de disfrutar de comodidades y prestigio. Más vale ser el esclavo negro de un hombre rico que un infeliz blanco muerto de hambre».
Le llegó un ruido procedente de alguna de las celdas adyacentes al estudio. Era muy tarde y los otros sonidos habituales del cuartel general de la Asamblea de Magos se habían acallado con el silencio y el sueño. De otro modo, no habría escuchado un ruido tan distante y apagado. Sin embargo lo captó, débil, aunque alarmante por su violencia: el llanto de un hombre.
Jill se quedó sentada un rato, desasosegada y casi avergonzada. Al igual que la mayoría de las mujeres solteras, nunca había visto llorar a un hombre, y le produjo una sensación horrible de indiscreción, más violenta que si hubiese escuchado a una pareja haciendo el amor. No era inconcebible que uno de los desheredados que formaban el grupo de magos tuviera el doloroso recuerdo de un hogar destruido por el que lamentarse. Además, había advertido aquella mirada especial que asomaba a los ojos de cuantos habían descendido a las madrigueras.
Pero la desesperación y el horror de aquellos sollozos desconsolados la violentaban y acabó por dejar la investigación y el estudio y fue en busca del silencio que reinaba en la sala común. Aquel dolor no le incumbía. Sabía que, si en alguna ocasión tuviera que llorar del modo que lloraba aquel hombre, no le haría ninguna gracia pensar que alguien la estaba escuchando.
La sala estaba casi a oscuras. El apagado brillo de las ascuas moribundas señalaba la localización de la chimenea, pero no iluminaba nada. Jill tropezó con una silla y, mientras recuperaba el equilibrio, maldijo a los magos por su facilidad para ver en la oscuridad.
La otra fuente de luz era el tembloroso resplandor azulado que perfilaba la cortina del cuarto de Ingold. Al acercarse, escuchó el sonido rasposo de la pluma de escribir.
—Querida mía. —El mago le tendió las manos cuando entró. Llevaba el manto atado a los hombros como un chal y la desgastada tela caía sobre el respaldo de la silla. Como siempre, sus manos eran cálidas; y, como siempre su tacto pareció transmitirle parte de su pujante energía.
Él examinó un momento las señales de fatiga de su rostro, las azuladas ojeras y lo demacrado de la firme y delicada estructura ósea, pero no dijo nada; él mismo era un búho trasnochador para atreverse a hacer cualquier comentario o reproche. En su lugar, despejó una esquina del abarrotado escritorio para que se sentara y se acercó a la pequeña chimenea para servirle un poco de té.
Jill echó una ojeada al pergamino en el que el mago estaba trabajando. Los trazos intrincados de los túneles y cavernas del mapa de la madriguera se retorcían en el papel como un montón de espaguetis revueltos. Miró al hombre agachado junto a la chimenea; el cálido resplandor de la lumbre parecía atravesar sus manos extendidas.
—No crees que Alwir admita mi explicación, ¿verdad?
Ingold alzó la vista.
—¿Lo crees tú?
—Tiene que admitirlo —protestó—. Tengo pruebas. ¡Maldita sea, tengo un montón de pruebas! ¡No puede hacer caso omiso de ellas, sin más!
El mago se incorporó con dificultad y se acercó a la joven.
—Tal vez no. Espero que no. ¿Sabes, Jill? No me dejé engañar por las explicaciones evasivas del Halcón de Hielo. Vino hasta aquí acompañado por un grupo de Jinetes Blancos, y sospecho que se han quedado en el valle. Sabrán cuántos hombres parten para Gae y sabrán cuántos regresan.
Jill lo miró un momento en silencio; el fulgor de la lumbre perfilaba los pronunciados pómulos y la línea firme del mentón. Como en tantas otras ocasiones anteriores, tuvo la sensación de que conocía aquel rostro desde siempre.
—Ingold —inquirió en voz baja—, ¿por qué van tras de ti los Seres Oscuros? Te he hecho esta misma pregunta con anterioridad, cuando partiste hacia Quo el pasado otoño. Sospecho que has hallado la respuesta desde entonces.
Él eludió su mirada.
—No lo sé —contestó, con un tono apenas audible—. Creía que era por algo que sabía. Ahora me temo que es por ser lo que soy.
—¿Ser qué?
—El archimago —dijo con voz inexpresiva—. El portador de los Hechizos Maestros que controlan a los demás.
Jill frunció el entrecejo.
—No comprendo. —Su voz denotó desconcierto y una tristeza profunda.
—Mejor así. —Ingold sonrió de manera inesperada y le apretó las manos en un gesto afectuoso—. En cualquier caso, si la invasión se lleva a cabo, tendré muchas más probabilidades que otros de sobrevivir al ser mago. Lo que es más: si no acompaño al ejército, la otra alternativa es quedarme aquí con los civiles, Govannin y el inquisidor Pinard.
Jill comprendió que aquel argumento no admitía réplica.
—La Iglesia en el sur es diferente de lo que ha sido en el reino de Darwath —prosiguió Ingold—. Aquí, la Iglesia siempre ha respetado las leyes civiles. Pero en el sur, es la ley. Corona a sus monarcas al igual que los bendice; y, en algunos casos, también los ha designado. Govannin reconoce la autoridad espiritual de la inquisición.
—¿Quieres decir que recibe órdenes de Pinard?
El mago se echó a reír.
—Govannin Narmenlion jamás ha recibido órdenes de nadie en toda su vida. Pero escucha gustosa cuando le dice que los fines de Dios justifican cualquier medio empleado a juicio de sus ministros. No olvidemos que no me ha perdonado por apartar al hermano Wend de la Iglesia. Podría decirse que Pinard la ha corrompido, aunque a ambos sólo los mueva el más elevado propósito. Y como Maia de Penambra no admitirá sus artimañas, corre el riesgo de cargar con la acusación de cismático.
—Por cuanto es, ni más ni menos, un protestante. —Jill sonrió con ironía y preguntó de improviso—: ¿Es cierto que le cortaste la mano a Vair en un combate injusto?
—Desde luego. —La peculiar expresión maliciosa centelleó en sus ojos—. Habida cuenta que él iba montado y armado con una espada larga, mientras que todo cuanto yo tenía era un cuchillo de sesenta centímetros y una cadena que me sujetaba la muñeca a un poste… sí, se podría decir que fue un combate injusto. Ocurrió, como ya habrás imaginado, en la época en que fui esclavo en los barracones de la caballería de Khirsrit. No sabía que Vair había perdido la mano como consecuencia de aquella pelea. No lo herí de gravedad; aunque, por supuesto, sin magia, el bajo nivel de las artes curativas de Alketch es notorio. De hecho, como no volví a ver a Vair, apenas le di importancia a lo ocurrido, después de que mis propias heridas se sanaron. Al pensar ahora en ello, sospecho que fue él quien trató de matarme poco después; aquello me obligó a huir. —El mago guardó silencio, con la mirada perdida en alguna visión remota.
»Aunque pretenda lo contrario, Vair no fue nunca un buen espadachín —agregó, volviendo la mirada hacia Jill—. Según lo recuerdo, lo desarmé durante un entrenamiento o cosa parecida, y ello le valió una reprimenda por parte de su instructor. En contra de las leyes de la arena, se dejó dominar por la cólera y volvió hacia mí con el propósito de rematarme.
—Coronando el pecado capital de la ira con el venial de la estupidez. —Jill esbozó una sonrisa. Después, alzó una ceja interrogante y preguntó—: ¿Por aquel entonces eras mago?
—¿Crees que podía serlo?
Ella sacudió la cabeza.
—Pero, si ya eras un hombre adulto…
El mago suspiró.
—Tenía veintidós años. Lo bastante mayor, como apuntó nuestro amigo manco, para haber alcanzado el Poder; algo que en la mayoría de los magos se revela a una edad comprendida entre los nueve y los catorce. —Se recostó en la silla y se arrebujó en el manto, como para resguardarse de un súbito frío—. Verás, cuando regresé de Quo se declaró una guerra. Mi familia era de las tierras fronterizas de Gettlesand; mi padre era un señor feudal, el Señor de Gyrfire, un principado cercano a Dele. En la última batalla, a las mismas puertas de la ciudadela de mis padres, recibí una herida en la cabeza que estuvo a punto de costarme la vida. Cuando recobré el conocimiento en la cárcel de esclavos de Alketch, no recordaba mi nombre, ni mis poderes mágicos, ni (gracias a Dios) mi protagonismo en el inicio del conflicto.
La joven lo miró en silencio un rato, vislumbrando de repente al brillante y arrogante joven de cabello rojizo que había sido Ingold Inglorion a los veintidós años.
—¿Cuándo recuperaste la memoria? —preguntó con suavidad.
—Después de escapar de Khirsrit, en el desierto. Me consumía la fiebre y estuve a punto de morir. Kta me encontró. —Ingold hizo una pausa, mirando la lumbre como si en las llamas pudiese contemplar a aquel joven de antaño—. Después de aquello, fui ermitaño durante muchos años. Recordé mis poderes y quién era. Pero también recordé que fui yo quien inició la guerra, en parte por hacer uso de la magia negra y en parte por mi maldita costumbre de entrometerme en lo que no me concierne.
»Pasó mucho tiempo antes de que encontrara el coraje suficiente para encender un fuego sin utilizar pedernal y acero. Superé el trauma de la muerte de mis padres, de mis hermanos pequeños…, de Liardin. —Sacudió la cabeza como si quisiera ahuyentar el eco de unas voces casi olvidadas—. Pero Gyrfire no se reconstruyó. Probablemente soy la única persona que recuerda dónde se alzaba la ciudadela. Los magos somos gente peligrosa, Jill —concluyó, mientras la cogía de la mano—. Incluso conocernos entraña peligro. El Halcón de Hielo tiene razón. Sólo un espíritu valiente hace amistad con los Hombres Sabios.
La joven desechó la alusión al Halcón de Hielo con un ademán.
—No estoy de acuerdo.
—Porque eres valiente. —Le sonrió.
—Así que por eso… —comenzó, pero se contuvo—. A veces me pregunto si eres tan sabio como piensas.
En un impulso que sorprendió tanto al mago como a ella misma, se inclinó y lo besó con suavidad en la frente antes de darse media vuelta y salir precipitadamente del cuarto.
Después del mortecino resplandor de la lumbre que iluminaba la habitación del mago, fue como si se quedara repentinamente ciega al salir a la oscuridad de la sala común. Con una cautela aprendida del Halcón de Hielo, Jill no se detuvo junto a la cortina del cuarto de Ingold para esperar a que los ojos se acostumbraran a la oscuridad, sino que dio un paso hacia un lado, con la espalda contra la pared, donde ni siquiera la escasa luz que se filtraba por la aspillera revelara su posición. Por consiguiente, cuando una forma oscura emergió de la negrura de uno de los muchos corredores que conducían a la sala, Jill sólo tuvo que pegarse contra la pared y permanecer inmóvil para pasar inadvertida.
Supo de inmediato que el intruso no era mago, ya que una mano blanca y delgada agarró el respaldo de la misma silla con la que también ella había tropezado hacía un rato. Una sombra pasó ante las moribundas brasas de la chimenea; una capa rozó la pata de la mesa y por un breve instante un rostro barbilampiño y un cráneo rapado se perfilaron contra las tinieblas de la puerta que daba a otro corredor. La mano esquelética se posó en el marco de la puerta y se quedó inmóvil durante un momento; el fulgor mortecino de las ascuas se reflejó, como una vela en la oscuridad, en el color púrpura de la amatista de un anillo.