El retumbar de los tambores resonaba como el trueno en el silencio helado del valle de Renweth. Sobrepasando el bronco fragor, Jill distinguió el sonido agudo, suave y dulce de las trompas.
Parecía que todos los hombres, mujeres y niños de la Fortaleza se habían dado cita ante sus negras y pulidas paredes; cubrían el montículo de ejecuciones con sus siniestros pilares encadenados y oscurecían la nieve de la pradera. Una mar de humanidad se extendía más allá de las líneas de la guardia, las apretadas filas de las tropas escarlatas de la guardia personal de Alwir, los regimientos de la Iglesia y la larga y desordenada fila de los guerreros de Gettlesand. De vez en cuando, el viento traía retazos de conversaciones procedentes de la abigarrada multitud; rumores, conjeturas, temores. Sólo al final de la formación de la guardia, donde Jill se encontraba en el último peldaño de la escalinata, reinaba el silencio, pendientes todos de su fornido comandante, Janus, y del anciano sentado en el suelo a sus pies.
Finalmente Ingold se incorporó y guardó el cristal amarillento cuyas profundidades había estado escudriñando.
—Calculo que son alrededor de los tres mil —dijo, mientras se sacudía la nieve pegada al manto.
Janus hizo unos rápidos cálculos mentales.
—Tenemos más de la mitad de ese número de combatientes, sin contar con los voluntarios. Y, si incluimos a los que manejan los lanzallamas, las cifras casi se igualan.
Ingold no hizo ningún comentario.
El retumbar de los tambores se tornó más fuerte, más insistente, emitiendo una vibración que parecía traspasar carne y huesos; alguien gritó en la zona baja de la pradera cuando las primeras filas del ejército de Alketch aparecieron en la linde del bosque.
Salvo por los pequeños regimientos de alabarderos, el ejército de Alketch estaba formado por hombres; un ejército imperial compuesto por las seis razas que acataban el dominio del señor que ocupaba el trono de Khirsrit. Emergieron del bosque como una serpiente dorada con un dorso erizado de lanzas, fila tras fila de hombres feroces y malcarados que habían llegado hasta aquí desde más allá del pantanoso delta de Penambra, a través de cientos de kilómetros de regiones castigadas por un frío extremo y peligros incontables. Desde la multitud apiñada en la pradera se alzaron vítores que fueron coreados por la mayoría y levantaron ecos en las paredes de la Fortaleza.
Jill tuvo que admitir que estos hombres circunspectos de rostros duros ofrecían un aspecto aguerrido bajo los multicolores estandartes, y que el redoblar de los tambores y las notas de las trompas habrían enardecido al más flemático. Sin embargo, advirtió que Ingold permanecía serio y que las filas de Penambra y de Gettlesand guardaban un sombrío silencio.
Como el relincho desafiante de un semental respondiendo a otro, las trompetas resonaron en el túnel de la Fortaleza. Jill volvió la cabeza y los vio salir, hieráticos y remotos como piezas de ajedrez, bajo el dosel de terciopelo negro: Alwir, Minalde, el príncipe Altir Endorion, Maia y Govannin, apenas humanos con sus vestiduras protocolarias. La luz fría y cristalina del día centelleó en el oro de los bordados de las insignias, en el marfil y el ébano, ópalos, zafiros y perlas.
La guardia de honor que los rodeaba lanzó un último toque de trompetas. Al frente, los tambores callaron. Sobre la capa de nieve quebrada se oyó el brioso trapaleo de cascos y un caballo blanco se adelantó de las filas; Jill reconoció al elegante y joven cortesano: el embajador Stiarth de Alketch —el hombre que había intentado asesinar al Halcón de Hielo—, ataviado con vestiduras de satén rosa y cota de malla dorada. El dignatario desmontó e hizo una profunda reverencia de salutación.
—Mi señor —dijo con su deje afectado—, mi señora, os saludo en nombre del emperador de Alketch.
Minalde adelantó un paso. Los ópalos trenzados en su cabello relucían como estrellas nebulosas. Cauteloso, pero con una grave seguridad ocasionada sin duda por el rígido brocado de su atuendo, Tir avanzó bamboleante a su lado, con la mano regordeta aferrada a la de su madre. A Jill no le pasó inadvertido que Rudy, de pie junto a Ingold, se hinchaba como un globo con evidente orgullo.
La voz de Alde se escuchó con claridad en el silencio.
—En nombre de mi hijo, Altir Endorion, Señor de la Fortaleza de Dare y heredero de la corona de Darwath, te saludo y, a través de ti, a tu tío, el Emperador del Sur y Señor de las Siete Islas. Os doy la bienvenida como invitados del reino y de esta Fortaleza.
Stiarth hizo una nueva reverencia. Otro hombre, más alto y corpulento que el esbelto embajador, desmontó y entregó las riendas de su montura a un palafrenero postrado de rodillas. Se adelantó y presentó sus respetos.
—Soy Vair na Chandros, de la Casa Imperial de Khirsrit, y os saludo en nombre del patriarca de la casa, Lirkwis Fardah Ezrikos, Emperador del Sur y Señor de las Siete Islas, cuyo nombre y linaje se reverencian desde las costas Blancas a las Negras y en todas las islas del océano. Soy el comandante de esta expedición y vuestro más humilde siervo.
Dicho esto, se irguió y examinó a todo hombre, mujer y niño que ocupaba la escalinata, con unos fríos ojos color de miel que distaban mucho de ser humildes. Al igual que Stiarth de Alketch, Vair na Chandros tenía la piel negra, con facciones aquilinas y arrogantes, más similares a las árabes o paquistaníes, pensó Jill, que negroides. El cabello también le recordaba al de un árabe, espeso y rizado, y, aunque predominaban las canas, de un plateado plomizo, todavía quedaban algunos mechones negros. Una de las manos —la izquierda— reposaba en la guarda incrustada de turquesas de la espada. El brazo derecho acababa en un muñón de marfil equipado con dos garfios de acero taraceados en plata. El metal brilló tenuemente a la fría luz del día cuando presentó a un tercer hombre como el jefe del ejército.
A diferencia de los miembros de la Casa Imperial, este hombre tenía la piel marfileña, propia de la raza de las islas; las cejas, que enmarcaban unos ojos verdes, proclamaban que, antes de afeitarse el cráneo para ingresar en la Iglesia, su cabello había sido pelirrojo. Al igual que Maia y Govannin, se cubría con las antiguas vestiduras talares blancas de la curia; era un hombre alto, de edad avanzada y semblante apacible, a quien Vair presentó como Pinard Tzarion, Inquisidor General del ejército de Alketch.
—Sí. Viene para asegurarse de que todos estamos en estado de gracia —oyó Jill murmurar a un guardia de las últimas filas, con el acento bronco del norte.
—Mientras luchemos sus batallas, tanto les da que adoremos postes o botellas viejas —replicó la voz ronca de Gnift—. Puedes respirar tranquilo, Caldern, mi tierna flor de almendro —agregó con tono malicioso.
—Al infierno con tus postes y botellas viejas. Sólo faltaría que metieran las narices en nuestras creencias, además de comerse nuestro potaje.
—Más vale que no lo hagan —intervino la voz susurrante de Melantrys—. Pero ¿qué te apuestas a que lo intentan?
Entre los guardias —que, como Jill sabía hacía tiempo, se jugaban dinero por cualquier cosa— empezaron a correr las apuestas en tanto que, en la escalinata de la Fortaleza, Alwir proseguía con sus palabras corteses de bienvenida, como un Lucifer con sus negras y más ostentosas vestiduras. Vair no parecía muy complacido de tener que instalar a sus tropas a más de dos kilómetros de la Fortaleza, pero Stiarth esbozó una sonrisa meliflua.
—Desde luego quedarán excluidos nuestra guardia personal, sirvientes y miembros del personal administrativo. Un punto apenas relevante que espero me disculpes por siquiera mencionarlo, puesto que sin duda es lo que habías planeado —dijo el embajador.
—En efecto —asintió Alwir con una amplia sonrisa de exagerada afabilidad que a Jill le recordó la fábula de la zorra y el cuervo.
—¿No será el camino demasiado abrupto para que envíes las raciones diarias a las tropas? No, claro que no —comentó Stiarth, con el propósito de probar hasta dónde llegaban sus límites.
—Ése es un tema que habremos de discutir —respondió con afabilidad el canciller.
—¡Oh! —La dentadura blanca centelleó en contraste con la tez negra—. Así se hará, desde luego.
Vair na Chandros bramó una orden y un oficial se acercó a todo correr, con las plumas escarlatas del casco ondeando al viento. El comandante impartió una serie de instrucciones en la cantarina lengua del sur; el subalterno hizo una profunda reverencia y se marchó. Un momento después, los tambores empezaron a retumbar otra vez y Jill sintió en los huesos la vibración. Las tropas se pusieron en movimiento tras los hombres que Alwir había designado como guías. La fría luz del sol centelleó en las puntas de las lanzas.
—La… incapacidad de mi señor Vair le impidió hasta ahora realizar las funciones de general de campaña, que era la carrera que eligió —comentó Stiarth, mientras él y todos los que se encontraban en la escalinata observaban al comandante mutilado convocar a la guardia personal, que se apartó del grueso del ejército—. Pero estos años como prefecto de Khirsrit y, en particular, sus métodos expeditivos que acabaron de manera fulgurante con las revueltas en la ciudad el pasado otoño, le han proporcionado una experiencia lo bastante amplia como para dirigir estas fuerzas. Estoy convencido de que tendrás en él un comandante adjunto muy capacitado, mi señor Alwir. —Sus dedos largos y esbeltos juguetearon con los puños de sus extravagantes guantes—. Pero yo soy quien ejerce la jefatura de la fuerza expedicionaria. Será conmigo con quien negocies las últimas condiciones del tratado de alianza con mi tío.
La mirada penetrante y dura de Alwir se volvió hacia él.
—Creía, mi señor Stiarth, que las negociaciones estaban concertadas.
El embajador suspiró.
—También yo pensaba así. Pero, después de mi regreso a Alketch, recibí nuevas instrucciones de mi imperial tío. El invierno ha sido tan duro en el sur como en el norte. Aunque, desde luego, no hemos sufrido los ataques de los Seres Oscuros, el mal tiempo ha estropeado cosechas, y muchas otras tropas de mi tío que, de otro modo, se habrían puesto con mucho gusto a tu servicio, han tenido que permanecer en el imperio para reprimir los motines. —Alzó la cabeza y su dentadura relució con tanta brillantez como sus pendientes—. Sin embargo, con buena voluntad por ambas partes, todo se puede lograr, ¿no crees?
—Desde luego.
La última vez que Jill había visto una sonrisa como la que esbozó Alwir, fue en el rostro del perdedor de un campeonato de tenis mientras estrechaba la mano del vencedor.
El comandante Vair regresó con el grupo al pie de la escalinata; el sol mortecino parpadeó en las lustrosas anillas de la cota de malla y en el brocado multicolor de su capa, dándole la apariencia de un mortífero pez tropical, en contraste con el sucio fondo de nieve y barro. Con un ademán del brazo rematado por los garfios, indicó al inquisidor Pinard que, como prelado de la Iglesia, lo precediera para remontar los peldaños. Pero de pronto se quedó paralizado. Su expresión se endureció y en sus ojos pálidos centelleó una súbita mirada de enconado odio abrigado desde antiguo.
Había visto a Ingold, que se encontraba entre los guardias al pie de la escalinata.
—Tú… —susurró.
Se acercó despacio al mago y los rumores que se habían levantado ante el hecho de que la guardia personal de Alketch fuera admitida en la Fortaleza, enmudecieron. Los garfios plateados centellearon en un fulgurante ataque. Sin aparente premura, Ingold los frenó con su báculo; el mago tenía el entrecejo fruncido y una expresión de desconcierto.
—Así que no te acuerdas, ¿verdad? —susurró el comandante.
Alwir intervino, con más apresuramiento que tacto.
—Mi señor Vair —le presentó—. Ingold Inglorion, jefe de la Asamblea de Magos, y archimago… —en su voz hubo un timbre cercano a la mofa al pronunciar el título— de la asociación de hechiceros de occidente.
—Nos conocemos. —Vair escupió literalmente las palabras.
De repente, la sorpresa agrandó los ojos de Ingold al reconocerlo.
—Así que ya entonces eras mago —prosiguió con amargura el comandante. Los garfios resonaron contra la madera del báculo—. Debí comprender que perdí la mano y toda oportunidad de una carrera gloriosa por culpa de las artes de un hechicero.
Ingold suspiró. En su voz había un timbre de pesadumbre cuando habló, pero no bajó la guardia ni por un momento.
—No te vencí con la magia, mi señor comandante —dijo con suavidad—. Por aquel entonces no era mago y, en cualquier caso, estaba en desventaja contigo.
—¡Jamás me superaste en el manejo de la espada! —rugió Vair—. Eras ya un hombre adulto. El poder requerido para llegar a archimago no surge tan tarde. —Se volvió hacia el turbado canciller con una mueca burlona—. Así que éste es tu… aliado. Tu arma contra la Oscuridad. Cuida que no se vuelva contra ti y cercene la mano que la maneja, mi señor.
Dicho esto, el comandante se abrió paso entre los que ocupaban la escalinata y subió hasta los portones, donde Stiarth aguardaba con una expresión calculadora en la mirada, y Pinard con otra de «te lo advertí». Tras dirigir una ojeada cargada de odio a Ingold, Alwir se apresuró a reunirse con ellos y se oyó su voz melodiosa y fluida tratando de aplacar los ánimos conforme se internaban en la oscuridad de la Fortaleza.
El ocaso estaba próximo. Jill divisaba la actividad en torno a la Fortaleza desde su posición en el terreno elevado donde la senda a las cavernas pasaba entre el espolón rocoso y el montículo. Del bosque salían hombres y mujeres transportando a la espalda haces de leña. Aquellos afortunados que poseían vacas o cabras, se movían entre los corrales cercados para proceder al ordeño de la tarde. El viento se hincaba en las mejillas de la joven como si fuera un ácido. Era hora de regresar.
«¿Regresar a qué?», se preguntó.
Había pasado el día rastreando a fondo los niveles subterráneos de la Fortaleza recogiendo los archivos de cristal. Sabía que pasaría la noche repasándolos pacientemente, uno por uno. Estaba agotada por la falta de sueño, pero era consciente de que sólo quedaba una semana para la Fiesta de Invierno, después de la cual el ejército se pondría en marcha sin haberse resuelto la incógnita de cómo y con qué medios se había vencido a la Oscuridad en el pasado. Por consiguiente, en lugar de descansar un rato, había optado por dar un paseo a pesar del frío viento, con la promesa —costumbre que había adquirido durante el último año de preparar la tesis de doctorado en la universidad— de dormir después de haber trabajado un rato.
Los lobos aullaban en el valle y Jill pensó en los caballos de Alketch y el ganado que habían traído como parte de sus provisiones. Bien, hasta el momento se las habían arreglado para defenderlos. Se arrebujó en la capa y apresuró la marcha ladera abajo por la ancha y pisoteada senda que conducía a la Fortaleza. La temperatura bajaba con rapidez, y el cenagoso barrizal creado por el paso del numeroso ejército empezaba a congelarse. Desde el cielo perennemente encapotado sopló el viento procedente de los glaciares.
—¡Jill-shalos!
La bruma grisácea que flotaba entre los árboles pareció cobrar densidad y se materializó en la alta figura del Halcón de Hielo. El capitán se ajustó al paso de la joven y arqueó una ceja.
—¿Paseando?
—No, recogiendo margaritas —contestó, y él esbozó una mueca.
El Jinete vestía de nuevo el habitual uniforme negro de la guardia y a Jill le pareció que era el mismo joven que había conocido en el ruidoso caos de Karst. Se había despojado de los huesos prendidos en el cabello y las largas trenzas colgaban suavemente sobre su espalda. De hecho, la única señal de que había cabalgado con los Jinetes era el ligero bronceado del rostro y la expresión cautelosa de sus ojos.
—También yo busco margaritas —dijo en voz baja—. Pero las que quiero están un poco más arriba de los riscos, junto al estanque que hay debajo de las cavernas.
—Stiarth no está allí —repuso Jill.
Las finas aletas de la nariz del Halcón de Hielo vibraron ligeramente.
—Algún día estará. —El Jinete rodeó un charco medio helado; sus botas apenas hicieron ruido al pisar la nieve sucia de la cuneta—. Y cuando esté… Créeme, hermana mía: pagará por el veneno que echó en mi comida aquella noche en el valle fluvial.
—Me preguntaba cómo lo había hecho —dijo Jill al cabo de un momento.
Él hizo un gesto desdeñoso.
—No estoy seguro de si su intención era matarme o simplemente quería dejarme sin sentido. Pero, en el terreno abierto de los valles, tan letal es lo uno como lo otro. —Los ojos transparentes centellearon como un parche de hielo sucio—. Más le habría valido asegurarse de que había hecho bien su trabajo.
Jill suspiró. No lo diría, porque sabía que la muerte caminaba junto al Halcón de Hielo, pero lo cierto era que, si Stiarth moría, Vair na Chandros sería el jefe de las tropas de Alketch. «¿Y a mí qué me importa? —se dijo con desaliento—. Voy a marcharme antes de la invasión y lo que ocurra después es problema de ellos». Sin embargo, no pudo evitar un estremecimiento al recordar el odio latente en los ojos de Vair mientras hablaba con Ingold a las puertas de la Fortaleza.
—Es de suponer que Stiarth tenía intención de matarte. En primer lugar, si llevaba consigo el veneno era porque planeaba utilizarlo —señaló.
—No necesariamente. —El Halcón de Hielo rodeó un peñasco caído al borde de la senda y evitó de un salto el barrizal causado por los caballos de los sureños—. Las cosas son muy distintas allá en el sur. Un hombre de la posición de Stiarth lleva veneno encima por costumbre.
Por alguna razón, las gentes elegantes y enjoyadas, entrevistas en el cristal, acudieron a la mente de la muchacha, y recordó sus coqueteos durante la ceremonia en las arcaicas escalinatas de mármol. ¿Habría sido también una sociedad habituada al uso de venenos?
—Cuéntame cosas del sur —pidió.
Él se encogió de hombros.
—Ya los has visto. El sur es una tierra de mucho colorido. Las gentes visten como papagayos. Hay flores, unas de color naranja con listas, o de un tono púrpura que sólo ves en tus sueños cuando tienes fiebre. Incluso las hormigas son de todos los colores del arco iris. —A través de su voz clara y concisa, las imágenes cobraron una nitidez sorprendente en contraste con el paisaje desolado de barro, nieve y árboles sombríos que los rodeaba.
»Las aguas del mar Circular son cálidas —prosiguió el Halcón de Hielo—. Alketch es un país de junglas, palmeras y kilómetro tras kilómetro de playas vírgenes de arenas blancas. En el oeste se alzan montañas inmensas, como murallas. —Su mano trazó en el aire el perfil brumoso de los altos picachos—. También las gentes son de todos los colores: negros, cobrizos, blancos, amarillos. Le ponen demasiadas especias a la comida, apestan a depilatorios, y tratan a sus mujeres como si fueran ganado. No hay Seres Oscuros en el sur.
—¿Por qué?
Él se encogió otra vez de hombros.
—Pregúntaselo a la Oscuridad. Pregúntale a Ingold. O a nuestra señora obispo, Govannin. Ella te dirá que es porque la Iglesia gobierna el imperio, donde veneran a su dios justo. Corren rumores…, pero sólo son eso: rumores. Comentarios acerca de gente desaparecida, o de cosas que ha visto alguien que conocen. Pero todos aquellos con quienes hablé parecían estar convencidos de que los Seres Oscuros son una especie de plaga bíblica que ha caído sobre el norte.
Jill guardó silencio mientras descendían por la ladera boscosa; el recuerdo evasivo de algo que había dicho Ingold la incomodaba.
—Sí, pero Ungolard, el viejo investigador de Alketch que se unió a la Asamblea de Magos, dice que, bajo las ruinas de una antigua ciudad en la selva donde está su hogar, hay enterrada lo que en su opinión es una madriguera —protestó la joven—. Y afirma que los documentos históricos más antiguos de su civilización no se remontan mucho más allá de lo que lo hacen los de aquí.
Las pálidas cejas del Jinete se alzaron en un gesto desdeñoso. Los libros y las crónicas no le merecían mucha confianza.
—¿Cuánto dura un pedazo de pergamino? —le preguntó—. Incluso las palabras grabadas en la roca pueden destruirse para dejar espacio a los jardines de un rey caprichoso. El sur tiene un clima cálido que acelera la destrucción de documentos.
—¿Hasta dónde llegan las crónicas de tu pueblo? —replicó con sorna Jill, y el joven sonrió.
—Hasta la época de los dioses —contestó con suavidad. En su voz queda, Jill captó el eco de la lumbre de hogueras, las canciones de chamanes, el olor a tundra y estepas heladas barridas por el viento. Su tono se hizo remoto al recitar las palabras, como si surgieran de los lejanos recuerdos de su niñez salvaje arropada por su pueblo—. A los días en que la lluvia cayó sobre la hierba y los hombres salieron de las semillas germinadas. A los días en que aún no existían las Canciones Largas y la Lista de Héroes era corta. A los días en que el Gran Jefe Sol se enfrentó al Muro de Hielo y lo hizo retroceder para crear el Mar de Hierba en donde su pueblo habitara, y capturó los pájaros del cielo y los convirtió en caballos para que los cabalgaran.
Jill frunció el entrecejo. Aquella voz suave y profunda traía a su mente una idea evasiva que no acababa de concretar; estaba relacionada con algo que había dicho Tomec Tirkenson en el paso de Sarda, bajo la mordiente cellisca. Las montañas de Gae sobre el emparrado de plantas tropicales… La suela polvorienta de una sandalia encontrada en las cavernas.
Se apoderó de ella una creciente agitación; el corazón le latió con fuerza conforme las imágenes cobraban nitidez en su mente: los vapores cálidos y putrefactos del valle Oscuro, los ojos de Minalde anegados en llanto al contemplar los horrores de una vida anterior…
Jill se frenó en seco y se quedó mirando sin ver el paisaje frío y gris mientras la comprensión se abría paso en su mente como la explosión de una estrella.
Todo encajó en su sitio como un cuadro que toma forma al unirse los distintos trazos inconcretos. La comprensión fue casi un golpe físico que la hizo tambalearse. Con la misma certeza que sabía su propio nombre, Jill supo por qué había surgido la Oscuridad.