CAPÍTULO SEIS

—¿Minalde? —Ingold hablaba en voz muy queda, pero, al igual que el sutil halo de su poder, parecía llenar la pequeña habitación—. ¿Me escuchas?

—Sí, te escucho —respondió la joven con un tono sin inflexiones.

En la difusa fosforescencia azulada que iluminaba el pequeño observatorio subterráneo, el semblante de Alde aparecía pálido pero relajado; sus ojos, abiertos, estaban vacíos de expresión.

Jill y Rudy estaban sentados junto a la puerta, como dos silenciosos perros guardianes; desde su posición, Rudy pensó cuán frágil e indefensa parecía Alde. El poder de Ingold la envolvía, ese poder de archimago que el propio Rudy había experimentado a través de la fuerza del Hechizo Maestro estremecedor precisamente por la tranquilidad con que se manifestaba. Aquel terrible poder mágico parecía aislar a las dos figuras —el anciano con su túnica remendada y la muchacha cuya faz semejaba un lirio en contraste con la negra aureola de su cabello— en un mundo donde lo único real era la voz de Ingold y el encantamiento que parecía vibrar en el aire en torno a los dos como una nube brillante.

«No es de extrañar que la Iglesia lo tema —pensó Rudy— hay veces en las que yo mismo le tengo miedo».

—¿Minalde? ¿Dónde estás? —preguntó la voz suave del mago.

—Aquí —respondió, mientras miraba sin ver las sombras restrictivas que se cernían en torno a ambos—. En esta habitación.

Había sido idea de Ingold llevar a cabo el gnodyrr en el observatorio, oculto en las profundidades de los laboratorios subterráneos. Era un lugar que ofrecía toda la seguridad que cabía esperar en la abarrotada Fortaleza, e Ingold les aseguró que ni siquiera un mago que observara con su cristal conseguiría espiarlos.

—¿Estás seguro de eso? —le había preguntado Rudy, conforme atravesaban las salas polvorientas de los inoperantes hidrocultivos.

—Desde luego. Todas las civilizaciones involucradas con la magia cuentan con medidas de contraespionaje. No es difícil levantar encantamientos de protección en paredes de piedra o argamasa a fin de que lo que ocurra tras ellas quede oculto a las artes adivinatorias de otros magos. Tú mismo, Rudy, conoces la existencia de habitaciones en las que no se puede llevar a cabo ningún tipo de magia… De hecho, se dice que existen varias en la Fortaleza.

Rudy se había estremecido al recordar las mazmorras de Karst y la celda sin puerta con su aire estéril, vacío, enfermizo… Intranquilo, había estrechado a Alde en un gesto protector y ella, angustiada con sus propios miedos, se lo había agradecido. La agobiante oscuridad de los laboratorios subterráneos pareció espesarse a su alrededor.

—¿Cómo es posible? —preguntó Rudy—. ¿A santo de qué iban a hacer ese tipo de habitaciones? Quiero decir, que fueron magos quienes construyeron la Fortaleza, ¡por Dios bendito!

—Tiene sentido —dijo Jill, que caminaba junto a Ingold—. Govannin me habló de…, de magos renegados, hechiceros que utilizaban sus poderes con fines malévolos. En ese caso, sería preciso contar con alguna medida que los mantuviera a raya. Incluso la Asamblea de Magos habría estado de acuerdo.

Rudy pensaba ahora en ello mientras observaba al anciano y a la muchacha sujeta a un poder tan absoluto. Comprendía por qué estaba prohibido realizar el gnodyrr y su enseñanza penalizada con la muerte. Lo único que protegía a Alde de convertirse en esclava de Ingold era el propio mago con su profundo respeto por la libertad de los demás y su bondad innata. «¿Cómo sería Alwir si tuviera esta clase de poder? ¿O Govannin?», se preguntó Rudy.

—Minalde —llamó la voz cálida y rasposa del mago—. Mira más allá de las paredes de este cuarto. Dime lo que ves.

La muchacha parpadeó y frunció el entrecejo. Luego sus labios se entreabrieron y adoptó una expresión de alegría, como si contemplara una visión placentera en extremo.

—Jardines —musitó.

A su lado, Rudy escuchó la profunda inhalación de Jill.

—Háblame de esos jardines.

Bajo la luz azul mágica, sus enormes ojos estaban abiertos de par en par y relucían maravillados.

—Son…, son como una jungla flotante —tartamudeó—. Plantaciones en el agua. Sala tras sala, rebosantes de hojas…, hojas oscuras y vellosas como un terciopelo verde; o tersas, duras y relucientes. Huele a vegetación por todas partes. —Alzó la cabeza, como si siguiera con los ojos el trazado de gruesas enredaderas y plantas trepadoras que cubrieran las paredes y los techos que habían permanecido durante siglos tan yermos y áridos como un panteón abierto en la roca—. Hay redes con piedras mágicas luminosas suspendidas sobre los tanques, y la sala reluce con los juegos de las sombras que las hojas proyectan sobre el agua. Hay maíz y guisantes y lentejas; calabazas y melones… trepan por espalderas y cuelgan de redes o de cables. Todo es verde, cálido y brillante, aunque afuera rugen las tormentas y el paso de Sarda está enterrado en nieve.

—¿Y cómo crecen estos jardines? —preguntó en voz baja Ingold.

La muchacha escudriñó en la distancia y Rudy tuvo la desagradable sensación de que la expresión de su rostro no era la suya propia, sino la de otra mujer, en su opinión, mayor que Alde. El timbre y el tono de su voz cambió de manera sutil.

—Está todo… reflejado en las crónicas. Todo…, todo quedó registrado. Cómo funcionan las bombas, cómo fabricar el compuesto del que se alimentan las plantas…

—¿Y dónde están esas crónicas?

La muchacha trató de señalar, pero Ingold le sujetó las manos. Sus ojos seguían fijos en el vacío, a cientos de vidas de distancia.

—Se guardaron, desde luego. La Biblioteca Central se encuentra en el ala este del segundo nivel, detrás del espacio abierto de la Cámara del Congreso. Casi todos los magos del laboratorio las utilizan, pero no es necesario tener poderes mágicos para hacerlo. Con sólo pronunciar las palabras, funcionan.

—¿Qué palabras?

Alde las pronunció; se trataba de un hechizo corto en un lenguaje gutural y fluido que Ingold escuchó con la concisa precisión de un experto filólogo.

—La fórmula es la misma para todos —añadió Minalde—. No es ningún secreto.

—El ala este del segundo nivel es ahora la zona del Sector Real —murmuró Jill—. La sala más grande que todavía conserva su planta original se encuentra detrás de la parte superior del santuario, que a mi entender era la antigua Cámara del Congreso. Alwir la utiliza en la actualidad para administrar justicia. Pero allí dentro no había nada parecido a un libro cuando llegamos a la Fortaleza.

—No era de esperar después de tanto tiempo, desde luego —intervino Ingold en voz baja—. Aun en el caso de que no hubiesen existido épocas de proscripción contra los magos, las crónicas se habrían trasladado conforme creciera la población de la Fortaleza con el paso de los siglos.

—¿Serían los propios magos quienes las escondieron? —sugirió Rudy—. Si se produjo alguna clase de represalia contra la magia, tal vez las ocultaron en algún lugar de los laboratorios.

—Podría ser —dijo Jill—. Pero hasta el momento no hemos encontrado ni el menor rastro de un escrito en ellos.

Rudy suspiró.

—Eso me recuerda que, en una ocasión, siendo un crío, hubo algo que tenía gran empeño en que nadie lo descubriera, así que lo puse a buen recaudo.

—Y lo guardaste tan bien que después no pudiste hallarlo —comentó Jill con pesar—. A mí me ocurrió lo mismo.

—Bueno, el caso es que lo que yo quería ocultar era orgánico… y al final lo encontraron —dijo con gesto sombrío.

—Dicen…, dicen que las crónicas se podrían perder —musitó Minalde, con el rostro tenso como si soportara un dolor—. O que sus secretos se ocultaran a propósito. Por eso Dare dice que debemos recordarlo.

—¿Dare? —Las cejas blancas de Ingold se alzaron interrogantes—. ¿No son pues heredados de él los recuerdos que guardas?

La muchacha sacudió la cabeza y sus manos se crisparon sobre las del mago.

—Somos veinte. Ellos, los magos, no querían que las mujeres fueran portadoras de recuerdos, pues ya soportaban penalidades más que suficientes, agravadas por la pérdida de esposos e hijos. Mi pequeñín murió el primer invierno. Hacía mucho frío —susurró desesperada—. Mucho frío. Pero muchos de los hombres que poseían las condiciones requeridas para llevarlo a cabo, rehusaron. Unos dijeron que era cosa del diablo; otros argumentaron que era una responsabilidad excesiva con la que no querían cargar a sus descendientes. Es un proceso limitado por el azar y entre nosotros habían muy pocos a los que los magos pudieran ligarlo a su linaje. —Su voz había cambiado; balbuceaba como si buscase las palabras adecuadas, y adquiría a veces un acento antiguo, parecido a la salmodia gutural del hechizo que revelaba el contenido de las crónicas de la Fortaleza.

»El tiempo es un pozo muy hondo y son muchas las cosas que se pierden en sus profundidades —prosiguió—. Dare nos dice que debemos recordar.

El pálido fulgor de la luz mágica incidió en una lágrima que resbaló por su mejilla, producto de una aflicción que no era suya. El índice de Ingold la enjugó con ternura.

—¿Qué es lo que debéis recordar? —inquirió.

La joven empezó a hablar, vacilante al principio, y luego con más fuerza y seguridad conforme el dolor, el miedo y la admiración animaron su voz balbuceante. De tanto en tanto enmudecía, debatiéndose con conceptos y recuerdos que le resultaban incomprensibles: máquinas que operaban por medios mágicos, y encantamientos que atraían los rayos hacia el suelo para fusionar las piedras sueltas de las ciclópeas paredes de la Fortaleza. Habló sobre batallas sostenidas entre los magos y la Oscuridad, que llegaba en oleadas desde la guarida del valle situado al norte; de noches gélidas sacudidas por los relámpagos y el fuego de esos combates; de desesperación y terror; y de frío.

—La Fortaleza se tenía que construir —dijo con un hilo de voz, mirando a la oscuridad que envolvía aquel cuarto pequeño, situado en el corazón de la fortificación—. Sacrificando para ello cualquier cosa: combustible, poder, energía, magia. Fue un invierno largo y crudo. La Oscuridad nos atacó noche tras noche; mataba y se llevaba prisioneros vivos. —Hizo una pausa y apretó los labios para evitar que le temblaran; sus ojos estaban desmesuradamente abiertos ante el recuerdo de aquel horror.

—¿Y luego? —En el silencioso y oscuro cuarto, la voz de Ingold fue un susurro apenas audible. La fría luz mágica fragmentaba su rostro envejecido en bandas de luz y sombras. Al inclinarse hacia adelante, el cristal apagado del centro de la mesa captó un único destello de luz—. Dime, Minalde: ¿por qué medios, con qué armas, combatió Dare de Renweth a la Oscuridad? ¿Cómo se enfrentó a sus huestes?

La joven guardó silencio un momento, con la mirada fija en la oscuridad. Luego, sus pupilas se dilataron hasta que el negro círculo quedó rodeado por un estrecho anillo de color índigo. Cerró los párpados y comenzó a llorar con unos sollozos hondos y desgarrados que sacudieron con violencia su cuerpo.

Rudy se incorporó de un salto, pero Ingold lo detuvo con un gesto y abrazó a la angustiada muchacha, acariciándole la cabeza que apretaba contra su hombro y susurrándole palabras de consuelo. Los sollozos se hicieron más débiles, pero no cesaron. El mago siguió hablándole en voz baja, acunándola como si fuese una niña, y Rudy notó el lento remitir del efecto del conjuro que vibraba en el cuarto. El aire pareció sufrir un cambio. El olor, la sensación del poder se disipó y el halo oscuro que envolvía al mago se desvaneció hasta que Ingold no fue más que un vagabundo harapiento que consolaba a una muchacha asustada.

Por fin Alde se incorporó un poco, con la cara hinchada y congestionada. De algún rincón de su túnica, Ingold sacó un pañuelo limpio y se lo tendió.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó con ternura.

Ella asintió, aunque las manos le temblaban todavía por la violencia del llanto, y se sonó la nariz con aire desconcertado.

—¿Por qué estaba llorando? —susurró.

El mago apartó de su rostro los mechones húmedos en un gesto paternal.

—¿No te acuerdas?

Ella negó con la cabeza. Rudy le posó con suavidad una mano en el hombro; los dedos de la joven se cerraron en torno a los suyos y alzó la cabeza para mirarlo mientras esbozaba una tímida sonrisa.

—¿Descubristeis…, descubristeis lo que buscabais?

—Nos hemos enterado de algunas cosas interesantes —contestó Ingold tras un breve silencio—. Algo relacionado con la creación de la Fortaleza. —Frunció el entrecejo y, poniéndose de pie, tendió a Alde su mano fuerte y amable para ayudarla. El suave resplandor de la luz mágica se convirtió en una bola luminosa que los precedió por la puerta y alumbró el polvoriento camino abierto entre las sombras susurrantes de fantasmagóricos jardines agostados siglos atrás.

—Pero ¿nada relacionado con los medios de los que se valió la humanidad para derrotar a los Seres Oscuros? —insistió Alde.

Bajo la danzante luz azulada, el rostro de Ingold pareció adquirir una súbita dureza.

—Tal vez más de lo que pensamos —respondió en voz baja.

La experiencia vivida por Minalde a través de la magia prohibida, dio otros frutos aparte de su violenta reacción ante un ambiguo terror. En su trance había hablado de cavernas en las que los refugiados de las provincias de los valles habían vivido a lo largo de aquel primer invierno cruel, durante la construcción de la Fortaleza.

—Puesto que, desde luego, no podemos decirle a Alwir cómo hemos sabido de su existencia —dijo Ingold mientras regresaban a la sala donde se reunían los magos—, habida cuenta de la guerra fronteriza sostenida durante generaciones entre Gettlesand y Alketch, Rudy y yo tendremos que «descubrir» esas cavernas; con ello espero que las cosas discurran de un modo mucho más pacífico en la Fortaleza cuando el ejército del sur llegue.

—Las grutas estarían fortificadas, ¿no? —musitó Jill, mientras removía las ascuas de la lumbre y se metía en la cocina para coger un poco de pan y queso.

—Tuvieron que estarlo, puesto que los refugiados sobrevivieron en ellas hasta la primavera. —Ingold extendió las manos frente al fuego; la luz rojiza de las llamas arrancó destellos de la hebilla de bronce del cinturón y centelleó en las empuñaduras de la espada y la daga—. Proporcionaría un asentamiento seguro para nuestros aliados, protegido no sólo contra los Seres Oscuros sino también, creo, de los Jinetes Blancos.

Rudy se estremeció. Las fúnebres notas que había empezado a arrancar de las cuerdas del arpa enmudecieron. Había visto demasiados de aquellos horrendos sacrificios que los bárbaros de las estepas ofrecían a sus espíritus. De hecho, con uno solo habría tenido más que suficiente.

—Cuando Rudy y yo vayamos a inspeccionar esas cavernas…

—¿Rudy y tú? —Jill salió de la cocina y lanzó por el aire un trozo de queso que Ingold cogió sin levantarse—. Si planeas tener un encuentro con los Jinetes Blancos, me necesitarás a mí tanto como a Rudy. A menos, claro, que quieras enfrentarte a otro incendio en el bosque —agregó con dureza.

—Y a mí no vais a dejarme atrás —dijo Alde de manera inesperada, desde la alfombra frente a la chimenea donde se había sentado a los pies de Rudy.

Ingold suspiró.

—Esto no es una excursión campestre.

—¿De verdad crees que lo encontrarías sin mi ayuda?

No lograron disuadir a las dos muchachas y, en consecuencia, los cuatro se pusieron en camino a la mañana siguiente, en busca de un lugar cuya apariencia podría haber cambiado de manera radical en el transcurso de los últimos tres mil años. Ingold eligió los riscos que se extendían al norte de la Fortaleza, basándose en el hecho de que las cuevas de las que había hablado Alde parecían encontrarse en un terreno más alto que el resto del valle, y Jill y Minalde secundaron su propuesta. Rudy, que se abstuvo de opinar, se situó en la retaguardia, con el lanzallamas enfundado golpeando contra su costado, y escudriñando de manera incansable los sombríos bosques en busca de alguna señal de los Jinetes Blancos.

Aunque no había nada que se pareciese a un sendero desde la Fortaleza hasta los riscos septentrionales, la espesura del bosque no era impenetrable y en algunos sitios encontraron trochas de venados que ascendían bordeando los escollos y el terreno accidentado al pie de los escarpados farallones. Un silencio profundo reinaba en la floresta, bajo el cielo encapotado y gris. En una ocasión, Ingold descubrió huellas de lobos, aunque no recientes; aquélla fue la única señal de vida, humana o animal, que encontraron.

Pero, a un par de kilómetros de la Fortaleza, Alde hizo un alto y miró con los ojos entrecerrados el espolón de una pared rocosa que terminaba de manera abrupta y la forma irregular de un montículo pedregoso que se alzaba justo detrás. El camino que llevaban los conducía a través del final del espolón y la base del montículo. Rudy escudriñó en vano ambas formaciones rocosas en busca de alguna hendidura artificial; no tenía los conocimientos arqueológicos de Jill ni los recuerdos ancestrales de Alde, por lo que sólo vio agrupaciones de árboles.

Un poco más adelante, Alde se detuvo otra vez y miró en derredor. Debajo de la cornisa en la que se encontraban, había un pequeño estanque en una depresión rocosa con forma de cuenco; pasaba casi inadvertido con la maraña grisácea de los matorrales. Los riscos del entorno no eran muy altos pero sí accidentados; la misma cornisa estaba plagada de cantos rodados y piedras desprendidas por los aludes, entre los que crecían retoños de pino. Era un sitio desolado y siniestro, expuesto a la intemperie, con la oscura masa del bosque cubriendo la ladera a sus pies y las rocas salientes suspendidas en precario equilibrio en lo alto. Sin embargo, Alde miró a su alrededor, con el entrecejo ligeramente fruncido en un gesto perplejo.

—No sé por qué —musitó—. Pero… tengo la impresión de que hemos llegado.

—Sería lógico —opinó Jill, mientras escudriñaba los lúgubres escarpados del entorno—. Hay agua y una fisura en la formación geológica del risco que apunta la posibilidad de la existencia de cuevas bajo la superficie.

Minalde frunció aún más el entrecejo mientras se arrebujaba en su capa de pieles. Sus ojos azules tenían una curiosa expresión, remota y recóndita a la vez, mientras recorría con la mirada la nieve y las rocas del tortuoso paisaje, como si comparara lo que veía con una imagen subjetiva que llevaba impresa en su mente desde hacía generaciones.

—Tendría que haber una escalera…

Rudy hurgó con la punta metálica de su bastón en el amasijo de nieve y barro que cubría la cornisa.

—Cualquier corrimiento de tierras habría dado buena cuenta de ella —apuntó—. Diablos, la propia caverna podría estar enterrada bajo toneladas de rocas.

—Lo dudo. —La joven se volvió y escudriñó con los ojos entrecerrados las formaciones de cantos rodados y el perfil tortuoso de los riscos. Al cabo de un momento, se recogió la gruesa capa y las faldas y emprendió con decisión el ascenso.

La caverna no estaba enterrada, si bien la única entrada quedaba oculta tras las ramas de unos robles achaparrados y manzanos silvestres.

—Se ve que aquí hubo hace tiempo un saliente de tamaño considerable —observó Ingold, cuando traspasaron la cortina de árboles y se detuvieron frente a una abertura baja y abovedada—. El mismo temblor de tierra que lo resquebrajó, debió de arrastrar la escalera.

El mago alzó su báculo y lo alargó hacia el interior de la oscura cueva que se abría tras el arco. En la punta brotó un círculo de luz blanca que alumbró unas paredes curvadas y erosionadas por el agua, así como un piso arenoso tapizado de hojas muertas y los huesos pelados de un animal pequeño que sin duda había sido presa de los zorros. En el lado opuesto, la luz se reflejó en una pequeña puerta metálica, cerrada —al igual que los portones de la Fortaleza— con pestillos accionados por palancas y una argolla. Los goznes estaban profundamente enterrados en la sólida roca; el metal era negro, duro, sin asomo de corrosión.

Por un instante, ninguno supo qué decir. Rudy miró de soslayo a Alde y vio que tenía los ojos anegados en lágrimas. Luego volvió la vista a la puerta cuyo recuerdo se había borrado de todas las mentes salvo una. Ingold penetró con cautela en la cueva y el suave resplandor blanco de su báculo se deslizó sobre la argolla de cierre; al llegar a la puerta, rozó con las puntas de los dedos la fina trama de unas runas marcadas en el negro acero, que sólo eran visibles a los ojos de un mago.

—¡Vaya, qué sorpresa! —exclamó Rudy—. ¡Que me condene!

—Govannin está convencida de ello —dijo Jill con sarcasmo mientras penetraba en la cámara y se acercaba a Ingold.

Alde se enjugó los ojos y cruzó el umbroso arco seguida de Rudy, que sostenía en una mano el báculo y en la otra el lanzallamas. Sus voces resonaban en el bajo techo abovedado y creaban ecos espeluznantes.

—Hemos tenido suerte de no encontrarnos con un oso hibernando aquí —comentó Jill mientras empujaba con la punta de la bota los huesecillos esparcidos en un rincón de la cueva.

Rudy resopló con fingido desdén.

—De ser así, lo habría destripado con mi cuchillo, pues soy un gran guerrero. Después, vosotras, las mujeres de la tribu, lo habríais desollado.

—¡Puaj! Mientes más que un raposo, hombre blanco.

—¡Eh! —protestó mientras se enfrentaba a Jill—. Te recuerdo que maté a un dragón. No está mal para un pobre chico nacido en las montañas de Tennessee.

La joven dejó de observar el techo ennegrecido de humo y lo miró con simulado respeto.

—Aunque sea el estado con más vegetación de toda la tierra de los hombres libres —dijo, asintiendo con gesto solemne—. ¿Creciste pues en los bosques?

—Hasta conocerlos palmo a palmo —afirmó Rudy con actitud ufana.

—¿Sabes de qué hablan? —preguntó Alde en voz baja a Ingold, quien seguía el diálogo con fascinado desconcierto.

El mago sacudió la cabeza con aire aturdido.

—Es una antigua leyenda de nuestro pueblo —explicó Jill, mientras se reunía con los dos en la puerta—. ¿Está cerrada con algún encantamiento?

Ingold acarició la pulida argolla metálica.

—No. —La tenue luz alumbró su gesto grave y los cristales de hielo pegados a su barba—. Pero estas cavernas han permanecido selladas durante centurias. Es de suponer que en los tiempos en que estuvieron habitadas contaban con alguna clase de conjuro que impidiera la entrada de los Seres Oscuros. Pero eso no garantiza que desde entonces la puerta no haya sido forzada.

Jill miró a su alrededor con inquietud. La luz blanca del báculo de Ingold aumentó de intensidad y adquirió un fulgor resplandeciente que proyectó las sombras de los cuatro compañeros en las pétreas paredes.

—Tú y Alde retroceded y quedaos a la entrada de la cueva. Rudy…

El joven se apartó de la cara el largo cabello, agachó la cabeza y se quedó inmóvil y silencioso como si fuera una estatua. Había enfundado el lanzallamas; la media luna metálica del báculo que sostenía en la otra mano empezó a irradiar un fulgor blanco y deslumbrante. El vivo resplandor apagó la mortecina luz diurna, perfiló los pómulos y la nariz rota de Rudy con cortantes sombras azuladas, y resaltó las cicatrices y las arrugas que surcaban el rostro de Ingold como un mapa de sus interminables viajes. La luz de los dos báculos proyectaba sombras dobles —unas más tenues, azul oscuro, y otras más densas, negras como la noche—; el blanco resplandor que acariciaba aquellos dos rostros les confería una misteriosa semejanza.

Ingold alargó la mano y tocó la puerta metálica. Mantuvo los ojos entornados mientras sus dedos recorrían la brillante superficie. Con el frío reinante en la cueva, el aliento de los dos hombres se mezclaba como polvo de diamantes. Entonces, con un súbito movimiento, la mano de Ingold se cerró sobre la argolla, la hizo girar con evidente esfuerzo, y abrió la puerta hacia adentro.

Al otro lado los aguardaba un pozo de tinieblas, como la entrada al abismo sin fondo del infierno. Pero no salió nada; ni Seres Oscuros, ni bestia alguna, ni siquiera la bandada de murciélagos que Jill casi había esperado ver emerger. El mago inclinó la cabeza para salvar el bajo dintel y penetró en la negrura del interior.

Se vio su silueta perfilada contra la luz cegadora del báculo.

—Entrad y ved esto, hijos míos —llamó.

—¿Vivían aquí? —Alde se irguió tras pasar por la pequeña puerta y recorrió con la mirada la amplia cámara y el piso liso y parejo.

El doble resplandor luminoso ahuyentó las tinieblas arcaicas y proyectó ocho sombras monstruosas que se deslizaban por las paredes cubiertas de escarcha al mover los magos sus báculos. La voz de Alde, aún más baja de su habitual tono comedido, levantó extraños ecos en las paredes de la inmensa gruta.

—Evidentemente. —Jill se agachó para tocar con cautela lo que parecía un hatillo de harapos grises y cubiertos de polvo que había junto a la pared. Al rozarlo se desmoronó como si fuera un montón de polvo—. ¿Veis lo que hay debajo? Escudillas rotas. Y huesos de algún animal, conejo o pollo.

—Conejo —aclaró Rudy, que se asomaba por encima de su hombro. Durante el largo viaje a través del desierto había pasado mucho tiempo aprendiendo a identificar huesos. El joven se apartó y el resplandor de su báculo dibujó una sombra oscilante en torno a sus pies—. Mirad, aquí hay un nicho donde almacenaban algo; creo que unas botellas. —Se agachó sobre una rodilla y alumbró con el cayado un hoyo cavado por la erosión del agua en la roca de la pared, cerca del suelo—. Sí, hay cristales rotos en la parte trasera, bajo un montón de polvo y hojas secas. ¿Habéis reparado en que no hay señales de que vivieran animales aquí dentro?

—Me habría sorprendido encontrar algo que apuntara esa posibilidad —comentó Ingold desde el fondo de la caverna. El mago estaba de pie junto a una amplia fisura de la piedra; la grieta había sido sellada con un muro del mismo material negro y pulido con el que se había edificado la Fortaleza. En el muro había una pequeña puerta de metal—. Por su aspecto, esta caverna es obra de la corriente de un antiguo río. Las cavernas se suceden en hilera y están aisladas las unas de las otras por medio de muros y puertas. Una precaución muy sensata cuando no se está seguro de cuándo y por dónde pueden irrumpir los Seres Oscuros. Cualquier grieta hacia el exterior, o incluso hacia otra cueva, hacía necesario este sistema de seguridad. —Regresó hacia donde sus compañeros estaban arrodillados.

—Desde luego, no fue mucho lo que dejaron —murmuró Rudy, a la vez que se alejaba unos pasos y observaba el piso con el entrecejo fruncido—. ¿Qué es eso? ¿Manchas de aceite?

—La verdad es que parece el suelo de un taller mecánico —observó Jill, que se reunió con el joven en el punto donde el piso aparecía salpicado de manchas oscuras y redondas—. Mira, hay arañazos en el suelo y también en la pared. Ahí tuvieron instalada alguna clase de maquinaria.

—Sí; pero creía que vivían aquí.

—Estaban arracimados —apuntó Alde, mientras metía las manos en los pliegues de la piel negra de su capa en busca de calor. Sus ojos tenían una inquietante expresión remota y Rudy tuvo la impresión de que podría haber dicho: «Estábamos arracimados». La muchacha prosiguió—: Fueron miles los que subieron hasta aquí desde los valles fluviales. No sólo había poco sitio, sino también poca comida. Vivieron como y donde pudieron.

—Y almacenaron las cosas donde les fue posible —añadió Jill con gesto pensativo, mientras se arrodillaba junto a otra oquedad polvorienta que contenía un montón irreconocible de harapos y fragmentos de varias piedras mágicas—. A juzgar por donde están los arañazos del suelo, imagino que todo este desecho estaba metido bajo una máquina. ¡Mirad! —exclamó, a la vez que se sentaba sobre los talones y señalaba a lo alto—. Tenían también algo atornillado al techo.

Jill reanudó el examen del montón de harapos cubiertos con grumos de aceite seco y resina, tan quebradizos que se desmoronaban con el suave roce de sus dedos. Ingold se acercó y levantó el báculo para alumbrar la doble línea discontinua de agujeros de pernos que se marcaba en la roca sobre su cabeza. Entretanto, Jill seguía hurgando en los andrajos rígidos y descompuestos y desenterró más piedras mágicas, huesos pequeños, una olla con agujeros en el fondo corroído y, cosa sorprendente, dos poliedros de cristal gris, iguales a los que habían encontrado en la Fortaleza, casi enterrados bajo un montón de polvo de origen indescifrable y la suela momificada de una sandalia rota.

Rudy siguió el trazo de las manchas y los arañazos a lo largo de la pared. No cabía duda de que allí había estado instalada una gran maquinaria.

—¿Sabéis lo más divertido? —dijo, volviéndose hacia Ingold, Alde y Jill—. No hay ni un pedacito de papel.

—No le veo la gracia —comentó el mago—. Les debió llevar mucho tiempo construir las puertas. Hay manchas de humo en las fisuras del techo de la primera caverna.

—Y lo que no quemaron para defenderse, lo utilizarían más tarde para calentarse en el invierno —agregó Alde.

—¿Frío, con tanta gente apiñada como vacas en un pajar?

—Además —intervino Jill—. ¿No dijiste que los registros se llevaron a una especie de biblioteca central, Alde? Ello significa que no todos se destruyeron.

—Puede que entonces no —comentó Rudy—. Pero incluso el papel más fuerte no duraría tres mil años, a menos que estuviese protegido con algún tratamiento especial, o conjuros, o algo.

Jill se dejó caer en cuclillas de repente, con una mirada especulativa en sus ojos grises.

—¿Por qué hablamos de papeles?

Rudy hizo una pausa, frunció el entrecejo y metió los pulgares en el cinturón.

—¿Qué si no? ¿Pergaminos? ¿Lienzos? ¿Plástico?

—¿Cintas de vídeo? —insinuó con suavidad Jill.

—¿Vídeos?

—¿Qué es eso? —preguntó Alde.

—¿No es esa… sustancia en la que vuestra civilización registra cosas y luego lo ponéis en una máquina que reproduce las imágenes? —inquirió Ingold con un timbre excitado.

Jill, todavía en cuclillas, se dio la vuelta con los poliedros grises en las palmas de las manos. Su voz era despreocupada, pero a la fantasmagórica luz de los báculos su faz resplandecía por el éxtasis del más puro placer intelectual.

—Sí, cintas de vídeos —dijo con flema.

Ingold lanzó una exclamación de alegría muy poco acorde con un archimago, se arrodilló junto a la joven y la rodeó, poliedros incluidos, entre sus brazos.

Rudy se quedó boquiabierto. Luego, cuando, aunque con retraso, la luz se hizo en su cerebro, musitó:

—¡Madre de Dios!

El mago levantó a Jill de un tirón. Los dos se abrazaban y se reían como locos con la satisfacción del investigador que ha logrado un triunfo. Jill golpeó a Rudy en el pecho con el huesudo dedo enguantado.

—¡Y ésa es la razón de que existan esas pequeñas mesas de cristal en los dos observatorios cercanos a los laboratorios o a la maquinaria! ¡Las instalaron allí para leer los manuales!

—¡Tienes razón! —gritó Rudy, contagiado por su entusiasmo—. ¡Cielo santo, Jill, eres un genio! —La abrazó y la besó en los labios con fervor. Luego, llevado por la alegría desbordante, repitió el proceso con la desconcertada Alde—. ¡Demonios, con tantos magos que hay en la Fortaleza, a alguno se le tiene que ocurrir cómo hacerlos funcionar!

Todos empezaron a hablar a la vez, como si tuvieran un tiempo límite para pronunciar las palabras. En un coro atropellado, Jill y Rudy explicaron a Minalde la teoría basada en las cintas de vídeo; Ingold hizo conjeturas sobre la conexión entre las mesas y los cristales; y Jill maldijo su propia estupidez por no haber llegado antes a esta conclusión. Su rostro afilado y expresivo parecía resplandecer con el fulgor doble de los báculos, rota su habitual reserva glacial para dar paso a una vehemencia que revelaba una belleza singular, oculta siempre bajo el gesto de engañosa dureza. Minalde, contagiada por el entusiasmo general, ya hacía planes para reunir los cristales repartidos por todos los rincones de la Fortaleza y catalogarlos; sus manos delicadas y blancas gesticulaban en el aire como si con aquel solo gesto pudiese convocarlos ante su presencia. Por un momento fue como si hubiesen barrido de un plumazo las tinieblas del futuro y no existiesen despedidas ni peligros ni renuncias: sólo aquel triunfo y esperanza compartidos. Con los brazos enlazados por encima de los cuellos en un abrazo general, salieron brincando y riendo a la penumbra gris de la primera caverna.

Se frenaron en seco, como si hubiesen chocado contra un muro. Recortado en la boca de la cueva, silencioso como una sombra, inidentificable por la contraluz, se erguía un Jinete Blanco.

El bastón de Ingold detuvo el brazo armado de Jill al mismo tiempo que su otra mano se cerraba en torno a la muñeca de Rudy.

—No —les dijo con suavidad—. Si los Jinetes Blancos tuvieran intención de matarnos, no se dejarían ver.

Durante unos segundos, la enigmática silueta del Jinete, enmarcada por la luminosa maraña de vegetación a sus espaldas, no se movió. Las sombras ocultaban su expresión, pero un frío rayo de luz exterior se deslizó por sus coletas pálidas cuando inclinó la cabeza a un lado, en un gesto que recordaba al leopardo que, tumbado con pereza sobre una rama, no acaba de decidir qué hacer con el ciervo que se aproxima. Una ráfaga de aire sacudió los árboles en el exterior y agitó las pieles de lobo que cubrían al Jinete.

—Mi pueblo tiene razón —dijo entonces con una voz susurrante que a Jill le sonó perturbadoramente familiar—. Dicen que hay que ser valiente para hacerse amigo de un Hombre Sabio; y, al parecer, es cierto.

—¡Halcón de Hielo! —gritó Jill.

—Tu pueblo está en lo cierto —respondió con seriedad Ingold, aunque en sus ojos brillaba una profunda alegría—. Parece que el talismán que te di, la Runa del Velo, te trajo peligros en lugar de seguridad, ya que Stiarth de Alketch procuró matarte para apoderarse de él. Me complace ver que alcanzó el mismo éxito que el que tiene cualquiera que intenta matar a un Jinete.

El Halcón de Hielo penetró en la cueva. Estaba tan delgado como un lobo famélico y curtido por el viento, aunque seguía siendo el mismo capitán de la guardia, cauteloso y algo arrogante, que Alwir había enviado como mensajero al imperio de Alketch. Miró desde su aventajada estatura a Jill.

—¿Significa esta muestra de alegría que en los barracones corren apuestas a favor o en contra de mi supervivencia? —preguntó.

La joven esbozó una sonrisa.

—Ni una moneda. Te dábamos por perdido.

Él abrió los ojos con fingida preocupación.

—No habrán asignado a otro mi catre, ¿verdad?

Jill sacudió la cabeza con pesar.

—Nadie quiso ocuparlo; ni aun después de que Janus jurara por todo lo sagrado que se había fumigado.

Cualquier otro menos circunspecto habría sonreído, pero Jill advirtió en sus ojos que se alegraba de verla.

—¿Qué es eso? —preguntó el Halcón, señalando el lanzallamas.

Con gran ostentación, Rudy desenfundó el arma, apuntó la pared opuesta y disparó un chorro de fuego que lamió la roca y dejó una gran marca chamuscada.

—Insólito —fue cuanto dijo el Halcón de Hielo, y se volvió hacia Ingold dejando a Rudy mudo de indignación.

Cuando abandonaron la cueva soplaba un viento gélido y cortante que arrastraba copos de cellisca y agitaba los huesecillos que el Halcón de Hielo llevaba trenzados en el largo cabello. Cocidos y bien limpios, pensó Jill, pero perturbadoramente semejantes a…

—¿Son ésos huesos de manos humanas?

En contraste con la tez curtida, los pálidos ojos enigmáticos del Jinete parecían de plata.

—Cuando entré en la guardia, juré que me convertiría en una persona civilizada para combatir de manera honorable, al estilo civilizado —dijo con indolencia—. Éstos son los huesos de un hombre que me encontró cuando yacía medio muerto, después de que nuestro civilizado amigo Stiarth de Alketch decidiera seguir adelante sin mi compañía. Supliqué a aquel hombre que me diera un poco de agua y él me robó las botas y la capa. —Se encogió de hombros—. Más tarde, mis hermanos y hermanas, los bárbaros de los lagos Blancos, me encontraron y me sanaron. Cabalgué con ellos un tiempo, aunque su pueblo y el mío eran enemigos en las estepas. Me ayudaron a recobrar mi capa y mis botas.

Una bocanada de viento y cellisca sacudió los huesos prendidos a su pelo.

Jill se detuvo y alzó la cabeza escuchando con atención; había captado otro sonido distinto del gemir del viento. Los cabellos oscuros flotaron en torno a su rostro a causa de la corriente de aire frío que, por algún capricho de la geología de los riscos, se canalizaba por la brecha abierta entre la pared rocosa y el montículo. Desde allí se divisaba la Fortaleza, que emergía como un hueso fracturado a través de una sucia herida de basuras, barro, cercas y desechos.

—¿Ha sido eso un trueno? —preguntó la joven.

Los demás también escuchaban con atención el lejano y profundo tremor que ponía una nota de contrapunto al agudo gemido del viento. El aullido de la cercana tormenta lo apagó; después sonó de nuevo. Era una vibración en el aire, algo que se sentía, más que oírse.

Ingold se cubrió con la capucha.

—Imagino que son los tambores del ejército de Alketch —conjeturó—. Ahora deben de estar subiendo la carretera de la montaña. Mañana habrán llegado a la Fortaleza.

Hacía un buen rato que había terminado la fiesta en los barracones. Jill ignoraba a qué hora había finalizado la celebración para dar la bienvenida al Halcón de Hielo; ni siquiera sabía si todavía era la misma noche o la mañana siguiente. En la oscuridad de la Fortaleza el tiempo tenía poco sentido, y aquí, en los escondidos niveles subterráneos, ni siquiera se contaba con las pisadas solitarias del guardia encargado de la ronda que marcaran los turnos diurnos y nocturnos.

Sobre la negra mesa de piedra que tenía ante sí, había dos montones de poliedros grisáceos, de tamaño y forma idénticos a las piedras mágicas luminosas y del mismo material cristalino que la incrustación central de la mesa circular. Se preguntó una vez más cómo no se le había ocurrido antes.

Tomó al azar uno de los cristales del montón más grande, suspiró y apuntó con gesto mecánico el número catorce en la tablilla encerada que tenía a un lado. Después colocó el poliedro frente a ella, lo cubrió con ambas manos, y repitió con voz clara y precisa las palabras que Minalde había pronunciado en su trance: el conjuro de acceso. Notó en las palmas de las manos los cantos de las aristas del poliedro cuando se inclinó hacia adelante para mirar en el pulsante núcleo de la mesa.

Al principio no vio nada, excepto el perfil de su propia sombra y el débil reflejo de la luz de la única piedra mágica que había traído consigo. A su alrededor, las negras paredes del observatorio formaban un círculo cerrado de tinieblas. El silencio era absoluto. Vació su mente siguiendo las instrucciones de Ingold, contempló fijamente las aristas del núcleo cristalino y esperó.

Después surgió un destello brillante en las profundidades que se concretó en el parpadeo deslumbrante de la luz del sol reflejada en agua. Como oscuras cuchillas, unos remos rompieron la cegadora estela y Jill vio una falúa que se deslizaba sobre las plácidas aguas, con la línea de flotación muy baja por el propio peso de las recargadas tallas doradas que la adornaban de punta a punta. Los remos se hundieron de nuevo, y el sol hirió las pupilas de Jill. Los colores parecieron intensificarse. Unos pájaros de brillante plumaje echaron a volar en bandada desde las plantas acuáticas que crecían con profusión en las orillas del estuario. La falúa viró y atracó diestramente junto a una escalinata de mármol rosa.

Hubo movimiento en las escaleras, espeluznantemente silencioso, de hombres y mujeres desnudos hasta la cintura, cuyos torsos bronceados se adornaban con collares y pectorales enjoyados. La brisa de la laguna rizaba los plisados de las largas faldas de gasa y removía los teñidos cabellos multicolores de los sirvientes que acarreaban una silla de mano, cuyo diseño le resultaba conocido a Jill. Era un estilo sinuoso, tallado con filas retorcidas de corazones, ojos y diamantes, semejante al de los muebles que Alde y ella habían encontrado en los antiguos almacenes de la Fortaleza. Jill no estaba segura de si esto era un informe de investigación, un documental, un manual o los capítulos iniciales de un relato, y tampoco sabía de qué época databa o su contexto histórico. La única certeza era que estaba contemplando imágenes de la Edad Antigua.

Un altivo obispo descendió de la falúa, con la Cruz de la Fe bordada con hilos de oro y sardonio en el repulgo del escueto faldellín blanco. Las joyas relucían en manos cuidadas y suaves, en orejas y narices; la gente caminaba bajo abanicos oscilantes de plumas de avestruz; alguna clase de rito había comenzado. Jill observó que, aunque el obispo llevaba afeitada la cabeza, todos los demás llevaban los cabellos muy largos, trenzados en elaborados peinados semejantes a los que Minalde llevaba en ceremonias protocolarias, y lo adornaban con plumas, flores o joyas. Debajo del maquillaje de ojos y labios, los rostros de los asistentes aparecían mortalmente aburridos, y Jill advirtió que coqueteaban unos con otros cada vez que el obispo volvía la cabeza hacia otro lado, o que miraban de soslayo los atuendos de los demás.

A su mente acudieron las palabras de Govannin mezcladas con el recuerdo de cánticos en las sombras opresivas del santuario: «Se dice que los hombres de la Edad Antigua eran perversos y depravados, y que en su orgullo y esplendor cometieron actos abominables…». Un hombre vestido con un taparrabos reforzado de seda amarilla, sacó un peinecillo de marfil y se dio unos últimos toques con la ayuda del anillo reflectante que llevaba en el dedo meñique. Un joven, cuyo cabello teñido de negro se adornaba con lirios, se fijó en él y le lanzó un beso. Los rayos de sol centelleaban en las aguas de la laguna; los loros revoloteaban entre las guirnaldas colgadas en la columnata de mármol que bordeaba la orilla. El oro relució en las blancas manos alzadas del obispo.

Detrás de las columnas, más allá de los arrayanes y los rosales trepadores, Jill atisbó el perfil azulado de unas montañas cercanas coronadas de nieve…

Unas montañas que ya había visto antes.

¿Dónde?

No era fácil identificarlas a causa de los árboles y de las cúpulas y torretas de la ciudad que se divisaba en la distancia. Sin embargo, tenían algo que le resultaba muy familiar, que le hacían evocar el recuerdo de unas calles derruidas, de muros desplomados y ennegrecidos, y del hedor sutil a decadencia y podredumbre. ¿No había echado una ojeada sobre el hombro en una ocasión en que le dolían todos los huesos por el traqueteo de la desvencijada carreta que conducía? ¿No había vislumbrado aquellas mismas montañas recortándose en el paisaje sobre las ruinas de una ciudad saqueada?

Eran las montañas que se alzaban sobre la llanura de Gae.

Jill frunció el entrecejo y apartó la vista del cristal circular de la mesa. Las brillantes imágenes se desvanecieron.

Se quedó un buen rato sentada, con la mirada perdida en la opresiva oscuridad que parecía acecharla desde las paredes del pequeño cuarto.

«No es esto lo que esperábamos —se dijo, embotada por las largas horas de trabajo—. Se suponía que encontraríamos anales de la Edad Antigua en blanco y negro, o en este caso en tecnicolor, que nos darían “la respuesta”. Por ejemplo: Cómo destruir a los Seres Oscuros. (Véase: Armas Secretas, Especs. Apéndice A.)

»Claro que eso sería absurdo. Cuando los Seres Oscuros atacaron, la civilización perdió probablemente toda capacidad de fabricar estos archivos de cristal. No habrá ninguno hecho con posterioridad a la llegada de la Oscuridad».

Se apretó las sienes y metió los dedos en los mechones enredados del cabello sintiendo el frescor de las palmas de las manos en el cráneo.

«¿Por qué me preocupo? —se preguntó, aunque no necesitaba una respuesta, puesto que sabía muy bien lo que la preocupaba—. Saldré de este condenado universo antes de diez días, así que maldito lo que me importa la solución del problema».

Pero, en lugar de alegrarla, la idea de marcharse le provocaba una nostalgia enfermiza y una especie de aflicción ambigua y perniciosa. Luchó para no dejarse vencer por el vehemente deseo de hundir el rostro en las manos y romper a llorar. En lugar de ello, cogió un trozo de carbón y marcó la base del último poliedro con el número catorce; después garabateó en la tablilla: «14: cerem. relig. ¿Gae?».

«El trabajo duro es la novocaína del alma».

—¿Niña bien?

La joven levantó la cabeza y vio a Rudy recortado en la penumbra de la puerta, sin decidirse a cruzar el estrecho umbral. La pálida luz de la piedra mágica dibujaba unas singulares sombras escabrosas en sus pómulos de azteca y en su nariz rota; la burda tela de las mangas de la camisa destacaba contra el chaleco de piel vuelta de oveja. En un arranque de mal humor por la incomodidad que suponían las múltiples prendas —camisa, túnica, polainas, jubón, casaca—, Rudy se había hecho recientemente una especie de chaleco de esquí que lo abrigaba pero que le dejaba los brazos libres para trabajar con comodidad en el laboratorio. En recuerdo a los años vividos en Pachuco, había pintado en la espalda su propio símbolo alegórico: una mano infantil aferrando una rama florecida, exótica pero extrañamente hermosa, en medio de un círculo de estrellas.

—¿Has encontrado algo? —preguntó vacilante.

Por toda respuesta, Jill arrojó con rabia la horquilla contra la pared opuesta.

—Nada —dijo luego en un susurro—. Nada, maldita sea. No hay ni un solo poliedro fabricado después de la llegada de la Oscuridad.

Rudy guardó silencio. También él había esperado encontrar la respuesta reseñada bajo el índice: Mundo, salvación del.

—¡Mierda! ¿Qué vamos a hacer, Rudy?

—¿Hacer? —Su tono adquirió una súbita amargura—. Vamos a salir de aquí de una maldita vez antes de que el verdugo deje caer el hacha. Es lo que queríamos hacer desde el principio, ¿no?

—¿Sin saber qué ha sido de ellos?

Él cerró los ojos, combatiendo el dolor con el cinismo, la única arma que le quedaba.

—Sin saber qué ha sido de ellos —repitió en voz baja.