CAPÍTULO CINCO

Por extraño que parezca, fue la madre de Jill quien le dio la clave para desentrañar el enigma de las crónicas de la Edad Antigua.

Jill apenas soñaba con su madre; de hecho, hacía meses que ni siquiera pensaba en ella. Nunca habían estado muy unidas; la relación entre la señora Patterson y su hija estaba basada principalmente en un chantaje emocional del que Jill, con su espíritu exageradamente sensible, nunca se había recuperado.

Aun así, no la sorprendió mucho encontrarse en sueños de regreso en casa de sus padres, sentada en el tapizado azul pastel del incómodo y antiguo canapé y escuchando la charla que su madre mantenía con un joven estudiante de medicina a quien había invitado.

—… conocerte, querida. Le comenté que tenía una hija y me dijo que le encantaría entablar amistad contigo.

Jill se dijo en sueños que su madre no había cambiado nada. La figura esbelta, mantenida con sus periódicas estancias en balnearios, el bronceado adquirido en los partidos de tenis, elegante con el vestido rosa de diseño exclusivo, no tenía el aspecto de una mujer cuya hija mayor había desaparecido sin dejar rastro durante meses. Como siempre, monopolizaba la conversación con su amplio repertorio de trivialidades y describía con minuciosidad su reciente experiencia en la terapia de hipnosis que estaba de rabiosa actualidad y las maravillas que había obrado en ella… Era mucho, muchísimo más efectiva, que cualquiera de los últimos seis tratamientos que había seguido.

Sintiéndose tan desmañada y tímida como de costumbre, Jill se miró las manos que sostenían una copa de licor. Las vio como eran ahora: huesudas y encallecidas, cubiertas de cicatrices y ampollas por la práctica de la esgrima. Advirtió que llevaba el traje azul que tan poco la favorecía, y el hecho de haber adelgazado con los entrenamientos y las penalidades, hacía que le sentara peor que nunca. Las cicatrices de las heridas recibidas en su primer enfrentamiento con los Seres Oscuros asomaban bajo la manga corta como una mancha ocre de pintura plástica. Llevaba medias y zapatos de tacón alto; al mirarse las piernas, vio que se había hecho una carrera.

—… desde luego, tengo los nervios en tensión, ya sabes; con mi marido ausente por sus negocios cada dos por tres y Jill en la universidad. ¿En qué dijiste que te estás especializando, querida?

—Historia —respondió en voz baja, y el rostro de su madre se iluminó con una sonrisa tan hermosa como un centro de flores.

—Ah, sí, claro. ¿Sabes, querida, que el doctor Armbruster utiliza la hipnosis con sus pacientes psiquiátricos? Creo que es un método muy eficaz, de veras… —Prendió un cigarrillo y la deslumbrante luz californiana centelleó en el oro del encendedor y en el esmalte rosa de sus uñas…

Jill abrió los ojos. Al otro extremo del barracón de mujeres, las ascuas mortecinas de la pequeña chimenea emitían un débil resplandor, pero, aparte de eso, el cuarto estaba sumido en la oscuridad. Por el laberinto de pasillos que se extendía al otro lado de la delgada pared, se escuchaban las pisadas acompasadas de los guardias encargados de la ronda nocturna.

Supuso, al pensar en ello después, que debería haber sentido pena al ver en sueños a su madre y la clase de vida que había perdido. Pero, por el momento, su mente estaba acaparada por una idea, y permaneció tumbada, inmóvil, absorta en la contemplación del techo del barracón que se perdía en las sombras.

—¿Hipnosis? —repitió Ingold pensativo, pronunciando con dificultad la palabra que le era desconocida. Apoyó el codo en la mesa de trabajo del laboratorio de Rudy y se atusó el bigote con gesto meditabundo.

—¡Demonios, no se me había ocurrido! —exclamó Rudy, apartándose del revoltijo de tubos, alambres, cinta adhesiva de fabricación casera y relucientes depósitos de cristal, que se esparcía sobre la mesa en la que trabajaba. Miró a Jill gratamente sorprendido—. ¿Crees que resultaría?

—No veo por qué no. —La joven apartó un bote de pegamento y cuatro poliedros grises de los muchos que habían encontrado en los desiertos niveles de los laboratorios, y se sentó en el borde de la mesa de trabajo, con las piernas enfundadas en las viejas botas, colgando a un palmo del suelo. Cogió uno de los poliedros y lo hizo girar de modo que la luz mágica que flotaba sobre la cabeza de Rudy se reflejara en las facetas de cristal—. ¿Habéis descubierto para qué sirven estas cosas?

—Claro, fíjate —respondió el joven con desenfado. Puso un poco de pegamento en una pieza de madera tallada a mano a semejanza de la caja de una escopeta, encajó un depósito de cristal que sustituía al cargador de un arma convencional, y utilizó tres poliedros para sujetar las dos piezas mientras el pegamento se secaba—. Son muy prácticos.

—Pero ¿qué es la… hipnosis? —inquirió Alde, que estaba sentada en un rincón del laboratorio, cerca del brasero que caldeaba la estancia. La joven tenía un aspecto muy hogareño con unas doradas tijeras de bordar en la mano y, en el regazo, los retales de tela que estaba cortando en tiras largas y estrechas a las que más tarde se les añadiría pegamento para hacer cinta adhesiva con ellas. A sus pies, el príncipe Altir Endorion, último descendiente de la Casa de Dare, se dedicaba a envolverse en las tiras como una momia.

—Es algo así como quedarse dormido —empezó Jill, y Rudy sacudió la cabeza.

—No —la contradijo con suavidad—. Una chica a la que conocía siguió una terapia de regresión; comentó que no se está dormido, sino más bien como si toda la concentración estuviera enfocada en la voz del hipnotizador. Al parecer te relajas hasta un punto en que tienes la mente abierta a cualquier sugestión y todo te parece razonable. —Su mirada fue del mago a Alde—. En ese estado se recuerdan cosas que se han olvidado.

—Guarda un parecido con el gnodyrr —musitó Ingold, soltando con cuidado el cargador de cristal que estaba examinando y mirando a los tres jóvenes con ojos entrecerrados y pensativos.

—¿Sabes cómo hacerlo? —le preguntó Jill.

—Desde luego.

—¿Hay alguien más en la Fortaleza que pueda someterte a ese hechizo? Porque sería el modo de descubrir qué es lo que has olvidado…, la clave para derrotar a la Oscuridad. ¿Podría realizarlo Thoth?

La sonrisa del mago se ensanchó.

—Oh, no lo creo —dijo, con un brillo malicioso en los ojos—. Thoth no volvería a dirigirme la palabra si me atrevo siquiera a sugerir que sabe hacer esa clase de cosas. El gnodyrr está considerado magia negra…, magia prohibida. Enseñar ese conjuro se penaliza con la muerte.

Rudy tragó saliva.

—¿Por qué?

Se produjo un momentáneo silencio, roto únicamente por el apagado zumbido de la maquinaria oculta tras los espesos muros de roca.

—Imagínatelo —dijo Jill por último.

—En cualquier caso, no se puede obligar a nadie a que haga algo malo cuando está sometido a la hipnosis —argumentó Rudy—. Es un hecho probado.

—Pero aquí no se está discutiendo acerca de la hipnosis —señaló la joven con suavidad—. Sino sobre magia… gnodyrr.

Rudy guardó silencio. Sabía el poder que emanaba de la voz aterciopelada de Ingold, una voz persuasiva capaz de hacer que cualquier cosa pareciese posible, razonable…, incluso necesaria. En el polvoriento laboratorio, la luz mágica que flotaba sobre la cabeza de Ingold pareció envolver en un halo radiante y cegador a los dos: la joven delgada de cabello oscuro ataviada con el remendado uniforme negro, sentada en medio del revoltijo de cristal y acero, y el anciano que estaba a su lado con las mangas de la descolorida túnica arremangadas sobre los brazos cubiertos de cicatrices. Ahora que lo pensaba, Rudy no estaba muy seguro de que Ingold no fuese capaz de convencerla para que cometiera un asesinato con plena conciencia y a la luz del día.

—En cualquier caso —dijo el mago—, dudo que aceptara someter el control de mi conciencia a otra persona, incluso a alguien que goce de toda mi confianza, como Jill o Kta. Poseo demasiado poder para correr semejante riesgo, aunque sea por la mejor de las causas. En primer lugar, los conjuros que protegen las puertas de la Fortaleza contra la Oscuridad, son míos. Pero, además, soy el portador de los Hechizos Maestros…

—¿Los Hechizos Maestros? —Rudy frunció el entrecejo a la vez que alargaba el pie para detener a Tir quien, cansado ya de envolverse en las tiras como un gusano de seda, gateaba hacia la mesa de trabajo con el propósito de buscar otra fuente de entretenimiento entre los desechos.

—Ciertamente.

Por un instante, Rudy fue consciente de lo que había presenciado una noche en pleno corazón del desierto: su propia alma aislada, vista a través de unos brillantes iris azules que habían hecho presa de los suyos. Como si fuera una imagen de cristal, no hubo nada en su mente o en su espíritu que el anciano no hubiese podido escudriñar si así lo hubiese querido.

Sintió el poder mental de Ingold, su voluntad, penetrar hasta lo más hondo de su paralizado cerebro como una aguja de hielo o como la descarga de un rayo. Luego, con una sacudida tan palpable como la ruptura de una cuerda tensa, quedó libre, y tuvo que agarrarse a la mesa de trabajo para mantener el equilibrio pues lo habían abandonado las fuerzas y las piernas le temblaban.

Las sombras del laboratorio parecieron hacerse más densas. Rudy reparó en que su luz mágica se había apagado y la única iluminación de la estancia procedía del resplandor azulado que flotaba sobre el cabello blanco de Ingold. Notó que las manos se le humedecían y que un sudor frío le perlaba el rostro.

—Hechizos Maestros —explicó con suavidad el anciano.

—Ingold —llamó Alde, mientras cogía a Tir de debajo de la mesa de trabajo—. ¿Podrías realizar el…, el gnodyrr conmigo? —Su voz era tensa, como si estuviese asustada de su propia audacia—. Yo no poseo… Hechizos Maestros, pero soy descendiente de la Casa de Dare. Hemos hablado largo y tendido de la memoria hereditaria de la familia —prosiguió vacilante, mientras cogía en brazos al mugriento vástago de la casa real—. Eldor la tenía. Quizá Tir también. Mi abuelo la tenía. Y yo reconozco cosas vistas por mis antepasados aquí, en la Fortaleza, aunque no recuerdo cosas específicas como…, como le ocurría a Eldor. Pero ¿por qué tanto unos como otros guardamos esa memoria?

Jill alzó la cabeza con brusquedad y en sus ojos grises hubo un destello penetrante, de profundo interés.

—Verás —continuó Alde, mientras limpiaba con dedos temblorosos las telarañas pegadas a la ropa de Tir—. Jill y yo buscamos por toda la Fortaleza documentos, crónicas, cualquier cosa que nos descubriera cómo fueron derrotados los Seres Oscuros. Y no hay nada, nada en absoluto que haga referencia a ello. Pero…, pero quizá los antiguos magos, los ingenieros que construyeron la Fortaleza, sabían que las crónicas se pierden, especialmente cuando, como dices, el fuego es el arma principal de defensa.

Jill chasqueó los dedos con fuerza.

—¡Eso es! ¡Ligaron la memoria a un linaje y ése fue su archivo! ¡Un archivo de información que no podía perderse ni ser destruido!

—¿Tenían capacidad para algo así? —preguntó dubitativo Rudy.

—Yo no pondría en tela de juicio su capacidad.

Rudy miró a través de la puerta entornada del laboratorio, más allá del haz de luz azul en el que brillaban las motas de polvo, más allá de los oscuros niveles de la Fortaleza tras los que se extendían miles y miles de metros cuadrados con tanques de hidrocultivos cubiertos de polvo, con laboratorios sellados, con enigmáticos almacenes, con maquinaria movida a lo largo de centurias por una fuente de energía todavía desconocida.

Cuando pensaba en ello, tampoco él dudaba de que fuesen capaces de hacer cualquier cosa.

—Al parecer, las mujeres recuerdan estas cosas de manera distinta de los hombres —apuntó Alde, mientras frustraba los repetidos intentos de Tir por escapar de sus brazos e investigar los cristales grises que brillaban de un modo tan tentador sobre la mesa de trabajo—. Pero ¿no podrían sacarse a la superficie esas cosas que recuerdo a medias por medio del gnodyrr?

—Sí, se podría —dijo despacio el mago, con expresión grave—. Pero ¿qué consecuencias tendría para ti, mi señora? El gnodyrr es magia negra. Lo que es más: en ciertos sitios donde la Iglesia gobierna, se ha llegado a condenar al sujeto sometido al hechizo a prisión, al destierro e incluso a muerte.

Alde palideció.

—¿Cómo es posible? —gritó indignado Rudy.

—Baja la voz —le reconvino Ingold. Se echó hacia adelante y apoyó las manos entrelazadas sobre la mesa de trabajo. La luz mágica confirió un extraño brillo siniestro a sus ojos—. Supón que realizara el gnodyrr con Minalde y le ordenara que, dentro de tres años, echara cristales molidos en la comida de su hermano. Yo me marcharía y no regresaría hasta que ella hubiese asesinado a su hermano, quedando así vacante la regencia del reino…

—¡La regencia! —exclamó aterrada Jill, mientras Alde abrazaba de manera inconsciente al pequeño príncipe. Indignado por ser objeto de un trato tan desconsiderado, e ignorante de los peligros que lo acechaban, Tir exigió de manera bastante ininteligible que lo soltaran de inmediato a fin de proseguir con su búsqueda entre los desechos que se amontonaban bajo la mesa.

Rudy sintió un escalofrío.

—Pero tú no lo harías… —susurró Alde.

—No —la tranquilizó el anciano—. Pero la ley se basa en la posibilidad de que lo hiciera. —Sus dedos llenos de cicatrices apartaron con suavidad los mechones de pelo negro que caían sobre las mejillas cenicientas de la joven—. Si Alwir se enterara, las consecuencias para ti serían inimaginables, pequeña. Es correr un riesgo excesivo por averiguar algo que tal vez ni siquiera esté en tus recuerdos.

No se volvió a hablar del asunto aquella mañana, y Rudy reanudó su trabajo con los lanzallamas. Alde y su osado hijo se quedaron en el laboratorio después de que Ingold y Jill se hubieron marchado; Alde para ayudarlo en la tarea, y Tir para impedir que ninguno de los dos hiciera algo provechoso durante un buen rato.

El príncipe Altir Endorion, heredero del reino de Darwath y último descendiente de la Casa de Dare, había sido una fuente inacabable de asombro para Rudy desde aquella mañana en que, forzado por las circunstancias, ayudó a Ingold a rescatarlo del ataque de los Seres Oscuros. Pequeño, y con la apariencia de delicada firmeza heredada de su madre, Tir había sobrevivido sin embargo a la masacre de dos ciudades, al derrumbe de una civilización y a una serie de peligros que a Rudy le ponían los pelos de punta, con una capacidad de resistencia y adaptación que no habría creído posible si no lo hubiese visto con sus propios ojos.

«Si yo hubiese pasado por todo lo que ese pequeño ratel ha soportado, me quedaría el resto de mi vida en posición fetal —se dijo Rudy, mientras observaba a Alde detenerlo cuando ya salía a gatas por la puerta, en dirección a los oscuros niveles inferiores de la Fortaleza—. Por Dios bendito que no me quedarían ganas de adentrarme en las sombras o asomarme a sitios altos; él, sin embargo, tiene una habilidad pasmosa para estar siempre cerca de cualquier peligro».

A veces, cuando miraba los enormes y brillantes ojos azules del niño, se preguntaba cuánto de aquella temeridad procedía de los recuerdos de sus antepasados y cuánto de su propia naturaleza, herencia de un padre que había sido un rey guerrero y una madre con tales arrestos que Rudy sólo conocía a otra mujer que la igualara.

Al final de la tarde, se dio por satisfecho al comprobar que el alcance óptimo de los lanzallamas era de ocho metros y que cualquier ajuste en los depósitos no lo aumentaría más allá de nueve.

—Supera la distancia a la que cualquier mago arroja fuego con las manos, ¿verdad? —inquirió Alde, mientras lo seguía por los corredores del primer nivel con su hijo, rebozado de hollín de pies a cabeza, apoyado en la cadera. Pasaron entre el laberinto de cientos de habitáculos construidos sin orden ni concierto, en los que se escuchaban las voces de hombres y mujeres discutiendo, contando chismes o haciendo el amor. A Rudy le escocían los ojos por el humo de las fogatas, y el penetrante y omnipresente tufo a ropa sudada y grasa de cocinar le penetró en la nariz.

—No estoy seguro —respondió a la pregunta de Alde, mientras se limpiaba el tizne de las manos—. He visto a Ingold lanzar fuego a casi cinco metros. Se lo pregunté una vez a Thoth y me contestó que si el peligro estaba a más de cinco metros de distancia, el mejor modo de eludirlo era echar a correr.

Alde rompió a reír.

—Una respuesta propia de Thoth. —A pesar del jocoso comentario, se advertía cierta intranquilidad en su voz. Como todos los demás, le tenía un poco de miedo al mago serpiente.

De común acuerdo, no habían vuelto a mencionar su inminente separación. A pesar de la sombra que el destino proyectaba sobre ellos, habían alcanzado una paz de espíritu que los envolvía en un halo protector que ninguno de los dos deseaba romper.

Giraron en una intersección y les llegó el alboroto de una conmoción en la gran Sala Central. Intercambiaron una mirada perpleja; Rudy le rodeó los hombros con el brazo y aceleró el paso. Encontraron la vasta nave central abarrotada de soldados que sacudían la nieve de los petates y dejaban rastros del barro pegado a sus botas. Por las enormes puertas de la Fortaleza seguían entrando más y más guerreros, seguidos de ráfagas de aire helado y remolinos de nieve. Las antorchas y las piedras mágicas arrojaban una luz temblorosa y parpadeante sobre la multitud, descubriendo rostros malcarados, capas harapientas de piel de búfalo o de borrego y manos y mejillas marcadas con las cicatrices de recientes batallas con la Oscuridad.

En medio del tumulto, peludo como un lobo y cubierto de hielo, Tomec Tirkenson, gobernador de Gettlesand, se encontraba frente a Alwir, Ingold y Govannin; en sus ojos oscuros relucía una expresión tormentosa.

—¡Maldita sea, soy el único señor feudal entre estas montañas y el océano Occidental! —Bramó, con su voz de bajo—. La mitad de los hombres que traigo son de Dele, y no esperes ver más de esa parte del mundo. La ciudad fue arrasada. Éstos se presentaron en mi torre junto con los hombres de Kara de Ippit, después de pasar meses en la carretera.

—Cabría esperar algo más del gobernador de todas las provincias del sudoeste que abarcan casi medio reino, ya que como tal te proclamas —replicó con dureza Alwir. Se cruzó de brazos y el recamado de diamantes que adornaba sus guantes reflejó la luz y proyectó colores irisados en el brocado oscuro de las mangas.

—Yo no proclamo nada —rugió el gobernador—. Pero tengo la torre repleta de mujeres y niños; es una fortificación vieja que fue medio derruida en el pasado y que reconstruimos lo mejor que pudimos. Es condenadamente sólida, pero sus muros no están protegidos por la magia, salvo los encantamientos con que Ingold los dotó hace cinco años y los que Kara y su madre pudieron realizar antes de que nos convocaras aquí. Si la hubiese dejado sin tropas que la defendieran, a mi regreso no quedarían más que unos cuantos muros en pie, tan seguro como los hielos del norte.

—Y, en consecuencia, decidiste no cumplir con el juramento prestado al Gran Rey de Gae… —empezó Alwir con sorna.

—¡Maldita sea, traje a cuantos pude!

—Que es más de lo que ha hecho ningún otro gobernador del reino —intervino Ingold con suavidad—. Y más de lo que otros harán.

El canciller se volvió hacia el mago con una mueca desagradable en sus sensuales labios.

—¿No serás uno de los consejeros de semejantes traidores, verdad, mi señor mago?

—No, mi señor. —Ingold se apartó a un lado para dejar paso a un par de tipos malcarados que arrastraban un fardo con sacos de provisiones y forraje—. Pero tanto yo como los otros magos hemos orientado nuestros cristales mágicos hacia el norte, el sur y el este, y ni en las fortalezas de Harl Kinghead en el norte ni en las provincias de la gobernadora Degedna Marina hemos vislumbrado señal alguna de que hayan enviado las tropas que les pedías.

—De modo que así están las cosas. —Alwir se irguió con aire altanero e implacable. Sus ojos duros y azules como zafiros centellearon iracundos ante esta nueva evidencia de la desintegración del reino—. Razón de más para que mi señor Tirkenson no hubiese restringido la ayuda que por derecho debe al reino.

—Un excomulgado como el Señor de Gettlesand… —comenzó Govannin con su habitual tono sibilino y malintencionado.

—El Señor de Gettlesand es bienvenido, como todos aquellos que lo acompañan —la interrumpió Minalde, acercándose al grupo con premura mientras tendía la mano, sin dar importancia al hecho de que el polvo manchaba el repulgo de su falda de campesina y tiznaba generosamente al príncipe heredero que llevaba en brazos—. En estos tiempos turbulentos pocos soberanos contarían con un vasallo tan leal.

Alwir frunció el entrecejo al ver su aspecto desaliñado, pero Tirkenson esbozó una amplia sonrisa que hizo brillar la cellisca pegada a sus bigotes y a la barba crecida de varios días. El altercado que, sin su oportuna intervención, habría estallado entre el canciller, la obispo y el gobernador, se esfumó como el retumbar de un trueno en la distancia bajo el influjo de la cálida sonrisa de Alde.

—No es el momento ni el lugar, hermana mía, para dar la bienvenida que merece el cabecilla de… tan vasto ejército —dijo Alwir con grandilocuencia—. Cierto que es el único señor feudal que ha respondido al llamamiento, pero nos reuniremos en Consejo al anochecer para determinar la estrategia y el momento de acometer la reconquista de Gae. Confío en que te tomarás la molestia de peinarte los cabellos para tan especial acontecimiento —concluyó, con los labios fruncidos en un gesto de censura.

Acto seguido se dio media vuelta y se alejó entre la multitud de harapientos y gesticulantes guerreros de Gettlesand que abarrotaba la nave.

El semblante de Alde estaba encendido por la indignación y la vergüenza ante el último comentario de su hermano. Tirkenson posó la manaza enguantada en su hombro con actitud apaciguadora.

—Está disgustado porque somos muy pocos —dijo—. No te preocupes por su actitud, mi señora. Seamos pocos o muchos, a menos que hayan descubierto los medios con los que el viejo Dare repelió a la Oscuridad, lo vamos a pasar muy mal. —Bajó la mirada al rostro de la joven reina—. No lo han averiguado, ¿verdad?

—Lo ignoro —respondió Alde con voz queda.

—Los magos, que en tanto aprecio tiene mi señor canciller, han dedicado tiempo más que suficiente a la solución del enigma —apuntó rencorosamente Govannin, con una expresión de desdén en su frío y hermoso rostro—. Pero hasta ellos mismos parecen abrigar dudas sobre las medidas que proponen. —La obispo apoyó las manos en el cinturón de su espada en un ademán que a Rudy le recordó a Jill; a la mortecina luz de las antorchas, la amatista de su anillo episcopal centelleó como un ojo siniestro.

—Eso me recuerda que traigo conmigo a otro mago, Ingold —dijo inesperadamente Tomec Tirkenson, mientras recorría con la mirada el ruidoso pandemónium que levantaba ecos en las negras paredes de la sala abovedada. Un momento después localizó a alguien (sólo Dios sabía cómo, pensó Rudy, en medio de aquel caos), y llamó con su voz retumbante—: ¡Wend! ¡Wend! ¡Acércate, hechicero de tres al cuarto!

Un hombre joven salió de entre la multitud y se abrió camino hacia el gobernador con una curiosa actitud apocada. Al mirar al recién llegado, Rudy descubrió con sorpresa que era, ni más ni menos, que el mismo hermano Wend a quien Ingold y él habían conocido en Gettlesand, el monje de aldea que rehusó admitir sus aptitudes mágicas para, según sus convicciones, salvar su alma de la condenación.

Parecía más delgado bajo el cambiante juego de luces y sombras de la Sala Central que con el tembloroso resplandor de la fogata que había iluminado la pequeña celda de su iglesia, allá en la aldea. Se había dejado crecer el cabello, y las mejillas aparecían cubiertas por una barba incipiente. Sus ojos, al mirar en silencio a Ingold, eran los de un hombre que ha cruzado medio continente en busca de su perdición: angustiados, abatidos, vacíos de expresión salvo un total y profundo desaliento.

Ingold se adelantó un paso; en su semblante se advertía la compasión que le inspiraba el joven.

—Así que has venido —dijo en voz baja.

Tras unos instantes de silencio, el monje respondió con un susurro apenas audible.

—Después de hablar contigo aquella noche, no pude…, no pude quedarme al margen. Lo intenté. Pero si…, si se necesitan magos para vencer a la Oscuridad, me convertiré en uno de vosotros aunque me cueste la salvación de mi alma.

En torno a los dos hombres la Sala Central bullía con un mare mágnum de cuerpos fatigados, alumbrado por el parpadeante resplandor de las antorchas y envuelto en el bronco tumulto de las disputas entre soldados y las maldiciones de los jefes de brigadas. Mas, por un fugaz instante, Rudy tuvo la impresión de que aquellos dos seres, el mago y el monje, se encontraban solos uno frente al otro. El silencio que se cernía sobre ambos parecía más estruendoso que el alboroto general.

Luego, afilada como un estilete, la encolerizada voz de la obispo Govannin hendió aquel silencio.

—¡No puedes! —Dio un paso adelante en medio de un torbellino de vestiduras escarlatas; en su fría mirada de reptil brillaba un odio desmedido—. ¡Apóstata! —gritó.

Wend palideció y se encogió sobre sí mismo ante la ira ardiente que encendía el semblante de la prelado.

—¡Deja que los réprobos cuiden de lo suyo! —prosiguió ésta—. ¡Tú perteneces a la Iglesia! —Su voz temblaba de rabia, arrebatada por el hecho de que alguien osara desertar de las filas de los justos, fuera lo que fuese lo que estuviera en juego. Avanzó hacia Wend como un ángel de la muerte; Ingold se interpuso entre ambos e hizo frente a sus ojos abrasadores con una mirada que era, a la vez, tan serena como firme.

—¡Debí adivinar que llegaríamos a esto! —escupió la prelado—. ¡Que, en tu arrogancia, robarías lo que pertenece a la Iglesia! ¡Lo que me pertenece a mí! —La obispo temblaba literalmente por la indignación y apretaba con tanta saña los puños que se le marcaban los nudillos.

»Muy bien, tuyo es, Ingold Inglorion —susurró con un timbre tan cortante como el cristal—. Tú eres el instrumento del que se ha valido el Maligno para seducirlo. Que caiga sobre ti la perdición de su alma.

El joven monje apartó la vista y se cubrió con las manos los labios que habían adquirido un tinte ceniciento, pero Ingold aguantó impasible la cólera que la obispo descargó sobre él con la fuerza de una ola contra las rocas del acantilado.

—Sólo uno mismo es responsable de la perdición de su alma, mi señora. O de su salvación —replicó con calma.

—¡Hereje! —El cortante susurro fue más violento, más terrible que si hubiese gritado—. Llegará el día en que Dios te juzgue por lo que has hecho hoy.

—Dios me ha juzgado desde que nací —dijo el mago—. Pero ése es Su privilegio, mi señora. No el tuyo.

Durante un tenso instante, la obispo lo miró a los ojos, con la boca desfigurada en una mueca espantosa, envuelta en la aureola irradiada por la cólera que la consumía como un fuego devorador. Después giró sobre sus talones y se perdió entre la barahúnda que reinaba en la Sala Central; atrás quedaron Rudy, Alde y Tirkenson, todos ellos con la sensación de estar abrasados con la proximidad de su ardiente ira.

La noche había caído. Rudy y Kara de Ippit se encontraban en el umbral de la espaciosa cámara rectangular, cercana a la sala común de la Asamblea de Magos, que habitualmente utilizaban los magos más jóvenes para poner en práctica sus pasatiempos más «violentos», como los dardos de fuego o «tú la llevas»; los dos amigos presenciaban el combate de entrenamiento entre Ingold y Jill.

La sala estaba iluminada por el fulgor azulado de la luz mágica que hacía resaltar cada grieta y combadura de las tiznadas paredes con implacable claridad. Bajo aquella luz uniforme y constante, el anciano y la joven se movían en círculo, sin perderse de vista, aguardando el momento oportuno de arremeter con las espadas de práctica que manejaban, cuyas hojas eran una media caña.

En la túnica blanca de Ingold se marcaban las manchas del sudor y su canoso cabello colgaba en mechones apelmazados por la transpiración; con todo, el mago se movía con la agilidad de un bailarín profesional. Eludió sin mayor esfuerzo a acometida de Jill por medio de una finta, de modo que la silbante caña pasó junto a su costado, y acto seguido la desvió con un golpe en el que no había ni brusquedad ni apresuramiento.

—Con suavidad, Jill —aconsejó, a la vez que giraba el tronco unos grados de manera que, sin dar un solo paso, quedó fuera de su alcance—. ¿Por qué cansarte en vano? No seas tan vehemente.

Jill farfulló una maldición. Rudy sabía que la joven se había entrenado con sus compañeros de armas a primera hora de la tarde y consideraba esta nueva sesión de práctica una señal inequívoca de que a su amiga le patinaban las bielas. La muchacha parecía estar al borde del agotamiento, con el largo cabello pegado al rostro tenso, pero se desplazaba con la ligereza de un felino, y a Rudy no le habría gustado encontrarse al otro extremo de su arma.

—Acepta tu propia muerte como algo irrebatible; dalo por hecho y olvídate de ello —instruyó Ingold—. Lo que cuenta, lo que buscas, es la muerte de tu contrario.

No acababa de hablar cuando ya arremetía contra la joven con un golpe fulgurante y malintencionado que la cogió por sorpresa y la lanzó con violencia contra la pared. Rudy dio un respingo al advertir que la media caña le alcanzaba el costado, pues había visto los moretones que dejaba la práctica de la esgrima. La serenidad impresa en el semblante del mago no se alteró un ápice, pero en su mirada había una firmeza y un poder casi inhumanos; Rudy había visto aquella expresión sólo en otra ocasión: en las ruinas de la ciudad de Quo. Los movimientos defensivos de Jill no lograban contener las acometidas de Ingold, que parecía estar siempre un paso por delante de sus maniobras. Con la espalda contra la pared, Jill devolvió con rabia los mandobles propinados con una fuerza superior a la suya; el sudor le goteaba por los mechones empapados. Por fin amagó una finta, detuvo un golpe y, escabullándose por un lado, logró alcanzar el centro de la sala, donde aguardó alerta, respirando entre jadeos.

—Bien. —Ingold sonrió como si en lugar de haberla apaleado un momento antes, hubieran estado manteniendo una charla amistosa—. Pero respira con suavidad; exhala cuando descargues el golpe y deja que sea tu propio cuerpo el que se encargue de inhalar. De otro modo, tu contrario te dejará sin resuello.

Acto seguido asestó una estocada para la que Jill apenas estaba preparada; las hojas de caña se trabaron un breve instante y la punta del arma manejada por la muchacha sorteó la guardia del mago y se dirigió a su costado, si bien no llegó a rozarlo pues Ingold había hurtado el cuerpo a la embestida.

—Eres mujer —la reprendió—. Careces de la fuerza de un hombre. El ataque de una mujer ha de ser veloz, adelante y atrás; retrocede antes de darle tiempo a que te toque… Así.

Mientras los dos contendientes intercambiaban otra tanda de golpes, Kara se acercó a Rudy y le susurró al oído:

—En cierto modo debería alegrarme de que haya ocurrido todo esto. Jamás habría salido de Ippit si la Oscuridad no hubiese abandonado sus guaridas. Y tampoco habría tenido la oportunidad de estudiar magia con él, como ahora lo hago.

Desde la sala común que se abría a sus espaldas, el cálido resplandor de la chimenea dibujaba un mosaico de colores en el chal que llevaba y ponía reflejos dorados en sus largos cabellos del color del maíz. Rudy no recordaba haberla visto antes con este chal, cuyos bordados llamativos y originales recordaban el estilo de Gettlesand.

—Él acostumbra decir que nada es fortuito, que no existe el azar —comentó Rudy.

—Tiene razón —admitió Kara. Más que ver, Rudy sintió el movimiento de su vestido gris cuando la mujer se recostó contra la pared—. Ingold se marchó de Quo poco después de que iniciara mi aprendizaje. Alguien me lo señaló en la distancia, pero por aquel entonces carecía del coraje suficiente para acercarme y hablar con él. Siempre lamenté no haber aprendido bajo su tutela.

Rudy guardó silencio, pensando en todas esas enseñanzas a las que muy pronto tendría que renunciar, y sintió un vacío en el estómago.

—¿Entonces era un miembro del Consejo? —preguntó—. Siempre creí que era un disidente, algo así como un rebelde, pero… a veces no sé qué pensar de él. —En su mente aún quedaba el eco inquietante del poder aterrador que emanaba del Hechizo Maestro.

Al no producirse comentario alguno por parte de Kara, se volvió a mirarla en la penumbra y vio que tenía los ojos abiertos por la sorpresa.

—Ingold Inglorion es el mago más grande y el mejor espadachín de esta era. Fue el archimago y Señor del Consejo de Quo durante doce años. Se retiró hace ahora… cinco o seis años, en favor de su discípulo, Lohiro, a quien cedió los Hechizos Maestros. Aun antes de la destrucción de Quo, no existía nadie que lo igualara. Desde que salió del desierto corren leyendas en torno a él. ¿No te lo ha contado?

Rudy cerró la boca que, para su vergüenza, había abierto sin darse cuenta y notó que el rubor le teñía las mejillas. Se sintió como un idiota. Había visto el trato deferente que todos los demás daban a Ingold, incluido el altanero Thoth.

Volvió la vista hacia la estancia iluminada, y hacia Jill, que luchaba contra el mago con una genuina furia combativa ardiendo en sus ojos, y a Ingold, que frenaba los golpes, eludía el cuerpo con fintas y descargaba fulgurantes contraataques. Bajo las mangas arremangadas asomaban sus antebrazos fuertes y nervudos cubiertos de cicatrices blanquecinas. Rudy evocó el duelo de Quo y recordó que ni en el peor momento de la batalla Ingold había dado señal de temer la magia de Lohiro.

Cuando Kara habló de nuevo, se notó que esbozaba una leve sonrisa.

—Créeme si te digo que el resto de nosotros sentimos más envidia que un puñado de viejas solteronas que asisten a una boda por ser tan afortunado de que te eligiera como su discípulo. En lo que a mí respecta, no alcanzo a comprender cómo eres capaz de renunciar a ese privilegio para regresar a tu mundo.

Rudy apretó los párpados, sintiéndose repentinamente enfermo. Sólo de pensar en ello, notaba como si en lo más hondo de su ser se abriera un negro abismo de desesperación que absorbía la vida y el color de todas las cosas.

—No me lo preguntes —rogó con un susurro.

Kara guardó silencio.

—En cualquier caso, no fue él quien me eligió —agregó Rudy, mientras se daba media vuelta y pasaba a su lado para regresar a la sala común—. Yo le pedí que me aceptara como su discípulo. —Ahora se preguntaba si habría tenido el coraje de hacerlo si lo hubiese sabido.

Kara penetró tras él en la oscura estancia, eludiendo gracias a su vista de mago una banqueta y a uno de los gatos que rondaban por el sector. Se arrebujó en el sedoso chal y se inclinó sobre la chimenea para remover las moribundas ascuas de la lumbre; el mortecino fulgor rojizo destacó las cicatrices que surcaban sus enérgicas facciones.

—Tal vez tú se lo pidieras, pero fue él quien eligió, no te equivoques —comentó—. En mi opinión, te escogió de discípulo en el momento mismo de conoceros.

Rudy guardó silencio, con las manos apoyadas en la curvatura del arpa Tiannin, el único objeto que había rescatado de las ruinas de Quo.

—No es posible —dijo al cabo en voz baja—. Él ignoraba que yo poseía dotes mágicas cuando nos conocimos. ¡Demonios, ni siquiera yo mismo lo sabía!

Kara sonrió.

—Estás muy seguro de lo que sabe y lo que no.

Las llamas se avivaron al remover Kara las ascuas. La cálida luz atravesó las cuerdas del arpa, alcanzó la esquina de la chimenea y se derramó sobre el brillante cabello de la muchacha que estaba sentada en completo silencio, con los azules ojos prendidos en el resplandor de la lumbre.

—Alde —susurró Rudy, mientras le cogía las manos—. ¿Qué…? —Los dedos de la joven estaban helados y parecían increíblemente frágiles entre los suyos—. ¿Ha terminado el Consejo?

Ella asintió. El tembloroso resplandor de la hoguera ponía de manifiesto la tensión de su rostro y las ojeras marcadas por la falta de sueño. Absorto en la contemplación de la joven, Rudy apenas oyó el rumor del vestido de Kara que, con gran tacto, abandonó la estancia.

—Rudy, ¿está Ingold aquí? —musitó Alde.

—Claro. Él y Jill se están haciendo picadillo en la sala de al lado. ¿Qué…?

—Quiero que me someta al hechizo del gnodyrr.

Rudy echó una rápida mirada en derredor. Aunque se encontraban a solas en la sala, no era seguro que alguien no los estuviera escuchando. Las paredes de los habitáculos eran muy delgadas y, con tantos recovecos en el laberinto de pasillos, espiar una conversación mantenida en cualquier rincón de la Fortaleza era un juego de niños.

—Quiero saber qué recuerdos guardo de la Edad Oscura.

—No.

La joven reina alzó la barbilla y sus ojos relampaguearon.

—Alde, es demasiado peligroso —suplicó él.

—También lo fue tu viaje a Gae.

—Es una cosa diferente —replicó, poniéndose a la defensiva.

—¿En qué sentido? Rudy, ¿estás seguro de que Dare de Renweth derrotó a los Seres Oscuros prendiendo fuego a las madrigueras con los lanzallamas? ¿Estás convencido de que el plan de Alwir dará resultado?

—Nadie puede estar seguro de eso, cariño…

—¡Pero existe la posibilidad de tener más seguridad de la que tenemos ahora!

En sus ojos muy abiertos había el mismo destello de desesperación que Rudy había visto la noche de la masacre de Karst, cuando se lanzó escaleras arriba hacia las galerías, en busca de su hijo: una determinación impetuosa tan difícil de frenar como el golpe descendente de una espada.

—Si Alwir se enterara perderías a tu hijo —argumentó, quemando el último cartucho.

—Y tú podrías haber perdido la vida en Gae —respondió la joven en voz baja—. Tampoco Jill se paró a pensar el riesgo que corría la noche en que aquel hombre, cuya mente estaba dominada por la Oscuridad, trató de abrir las puertas de la Fortaleza. Ingold pudo haber muerto la noche en que nos condujo hasta aquí protegidos por la tormenta. Rudy, Alwir jamás lo admitirá, pero esta invasión entraña un peligro desmedido. Tenemos que saber la respuesta, cueste lo que cueste.

Alde le apretó a Rudy las manos con tanta fuerza que los anillos que llevaba sólo en las ocasiones que el protocolo lo exigía, se le clavaron en la carne. El resplandor de tonalidades azafranadas de la chimenea dibujó ondas en el brocado oscuro de su vestido al inclinarse hacia adelante; su rostro denotaba una resolución inquebrantable.

—Ve a buscar a Ingold, por favor —susurró.

«De poco ha valido este último cartucho», pensó Rudy.

—Estás tan loca como Jill —dijo suspirando, mientras se incorporaba—. De acuerdo, tú ganas.

Ella lo cogió de la mano cuando se daba media vuelta. Al mirarla, vio el miedo en sus ojos; la determinación desesperada de un instante antes se tambaleó bajo el peso de los temores inculcados desde su niñez. Rudy se inclinó y le besó los labios helados.

—No te preocupes —la animó con ternura.

—Ingold no…, no se apoderará de mi mente… ¿verdad?

—Con lo testaruda que eres, dudo mucho que lo lograra.

La ayudó a levantarse y la condujo hacia las danzantes sombras de la sala iluminada, al otro lado de la puerta.