CAPÍTULO CUATRO

—Poco importa cuándo regresen, mi señor canciller —dijo la obispo Govannin, mirando por encima de los largos y huesudos dedos entrelazados—. En cierto modo, tal vez sería mejor que no volvieran nunca.

Alwir ni siquiera pestañeó, pero desde su posición junto a la chimenea Jill vio el destello blanco de las piedras mágicas sobre el brocado de su capa al tensarse los músculos de los hombros. Al otro lado de la chimenea, Melantrys, capitana del recién formado escuadrón de incendio, enmudeció en mitad de una exposición de los lanzallamas a sus compañeros de armas. Sentada a la larga mesa central de la habitación, Minalde, que hablaba con el otro obispo de la Fortaleza, el descarnado y harapiento cabecilla de los refugiados de Penambra, giró la cabeza con brusquedad. Las conversaciones cesaron de manera súbita en el barracón de la guardia.

—No pretenderás que las autoridades del imperio de Alketch se presten a ayudarnos con su ejército en una empresa proyectada y dirigida por magos —prosiguió Govannin con insidiosa malicia.

Con un gesto lento y deliberado, Alwir contempló a la prelado que se sentaba en el único sillón de la habitación, con las blancas manos enlazadas en las que el anillo episcopal centelleaba con el resplandor de la hoguera.

—Ingold Inglorion, mi señora, ni dirige ni tiene voz ni voto en esta Fortaleza —declaró con voz tranquila—. Lo he nombrado jefe de la Asamblea de Magos puesto que ahí es donde radica su destreza. Y me gustaría señalar que, hasta el momento, la Iglesia no ha contribuido con armas ni con soldados en la defensa o misiones de reconocimiento para ayudarnos contra la Oscuridad.

—¿Qué valor tiene cualquier trabajo realizado por un mago comparado con la salvación de las almas? —replicó la obispo con gesto orgulloso.

—De la salvación de las almas sabrás más que yo, mi señora —intervino Melantrys—. Pero estos instrumentos serán los que salven nuestros pellejos, y que nadie se llame a engaño. —Su mano pequeña y delicada acarició los aros de alambre y los tubos que festoneaban los depósitos de cristal de los lanzallamas. Se apartó el pelo dorado de la cara con un gesto. Bajo las oscuras y espesas pestañas, sus ojos eran tan fríos e implacables como los de un halcón. Rudy había dejado montados dos lanzallamas del tamaño de un rifle y se los había entregado a Melantrys con instrucciones de organizar un escuadrón de incendio entre aquellos con poderes mágicos menores que fueran capaces de empuñar las armas, y la encantadora capitana se había comprometido a llevar a cabo su proyecto. La joven miró a la obispo—. Las tropas de Alketch no pondrán objeciones a este tipo de magia —agregó.

—Tampoco los ignorantes —replicó Govannin con un susurro—. Ni los infieles. Pero en todos los ejércitos hay ignorantes e infieles. A veces incluso los capitanean.

Alwir giró sobre sus talones como si hubiese recibido un aguijonazo, pero sólo encontró la sonrisa tirante de la obispo. Se obligó a recobrar la compostura y cuando habló su voz tenía un deje irónico.

—Sin duda sería un insulto para la providencia divina desdeñar unas armas de la Edad Antigua que han llegado a nuestras manos en un estado de conservación… milagroso. Cómo lograron vencer las fuerzas de Dare de Renweth a la Oscuridad y la obligaron a regresar a sus dominios subterráneos, es un secreto que, desgraciadamente, no conocemos, ya que el último eslabón de su linaje es un niño de meses y el padre de Tir pereció en las ruinas de Gae. Pero estoy convencido de que Dare utilizó alguna clase de arma semejante a éstas y, por consiguiente, debemos disponer de un escuadrón entrenado de invocadores de fuego que las maneje. El éxito que tuvieron se puede medir por las centurias de tregua que desde entonces ha disfrutado la humanidad.

Los dedos blancos de la obispo se crisparon.

—Objetos mágicos —resopló con desprecio—. Artilugios que manchan las manos de quien los toca, entre ellos tu venerado Dare de Renweth.

Govannin lanzó una mirada despectiva a Bektis, en cuya sedosa barba blanca se reflejaban los tintes rojizos de la lumbre; el mago de la corte, sentado al otro extremo de la mesa, simulaba estudiar con atención uno de los lanzallamas. En el centro de la mesa, el comandante de la guardia, Janus, y un puñado de jugadores de cartas que lo acompañaba, no perdían de vista el cañón que apuntaba a uno y otro lado.

Alwir mantuvo la sonrisa con resolución.

—Creo que ya se ha hablado bastante de magos por una tarde, mi señora obispo.

—Y oirás hablar mucho más cuando lleguen los representantes del emperador de Alketch. —Sus ojos fríos parecían dos estrellas reflejadas en pozos negros—. Es un fiel defensor de la Fe Verdadera.

—Es un fanático manejado por el clero, que ordenó quemar en la hoguera a su primera esposa por brujería —bramó el obispo de Penambra, levantando la vista de sus manos deformadas y tullidas.

Los labios de Govannin se curvaron en una mueca despectiva.

—Ello no cambia el hecho, Maia de Thran —dijo, pronunciando el apellido plebeyo con el desprecio altanero de un descendiente de la más rancia aristocracia—, de que en el sur, donde la Fe Verdadera es firme e impoluta, no existen los Seres Oscuros. Sólo en el norte, y en las estepas donde vagabundean los paganos Jinetes, la humanidad sufre el azote de la Oscuridad.

—Eso es lo que dice Stiarth de Alketch —rezongó Janus. El fornido comandante pronunció el nombre del embajador como si paladeara acíbar.

—¿Es que pones en duda su palabra? —inquirió Govannin con un ronroneo amenazante.

Merced a su condición de jefe de la guardia, Janus no estaba en disposición de responder, pero Melantrys abrió la boca, y la voz profunda de Alwir se le anticipó a fin de acallar la previsible réplica desabrida.

—Desde luego que no. Su aspecto no es el de un hombre que haya visto desmoronarse la sociedad en la que vive. Lo sabéis; todos lo habéis visto. Ese detalle, por sí solo, es lo bastante esclarecedor. —El canciller observó a todos los reunidos; su mirada desafiaba a que cualquiera de aquellos guerreros harapientos osara negar la evidencia—. Vestía ropajes ricos y estaba bien alimentado: demasiada opulencia y demasiada abundancia para un hombre cuyo mundo estuviera en ruinas —prosiguió Alwir—. No. Ya sea por la gracia divina, o por méritos propios del emperador, o por pura casualidad del destino, en Alketch no existen los Seres Oscuros. Y nosotros seríamos estúpidos si no acomodáramos nuestra política conforme a las circunstancias y obráramos en consecuencia.

Se alzó un murmullo intranquilo. Melantrys cruzó los brazos sobre el lanzallamas que reposaba en su regazo; Minalde, con los labios prietos al evocar las discusiones mantenidas con su hermano a costa de las negociaciones preliminares con el embajador del imperio, bajó la vista y se contempló con obstinación las manos. Govannin se recostó en el respaldo del sillón, de nuevo con los dedos enlazados y una mirada displicente en sus ojos entornados.

—Se enviaron mensajes a todos los señores feudales del reino —continuó Alwir—. A Harl Kinghead, en el norte; a Tomec Tirkenson, en Gettlesand; a Degedna Marina y a sus señores vasallos de las provincias del río Amarillo, en el este. Aún no hemos recibido respuesta de ninguno de ellos. Cierto que la férrea garra de la Oscuridad se cierne por todo el reino. Pero, tal vez, su silencio se deba a que no tengan intención de emprender la lucha. Me han informado que el señor feudal más importante, el príncipe de Dele, ha muerto. Es posible que los demás hayan decidido instaurar reinos independientes gobernados desde sus míseras ciudadelas, pasando por alto su juramento de lealtad al Gran Rey de Gae.

»Por consiguiente, debemos llegar a un acuerdo con nuestros aliados de Alketch y refrenar cualquier tipo de prejuicios y rencores originados en el pasado. —Como por casualidad, sus fríos ojos azules se clavaron en la figura macilenta del obispo de Penambra, quien, a su vez, le devolvió una mirada en la que ardía una cólera latente—. Necesitamos esa alianza —continuó con severidad el canciller—. La necesitamos tanto como un miembro herido precisa de un cuerpo sano y fuerte para recuperarse. El imperio del sur cuenta con todos los recursos de los que ahora carecemos: comercio, educación, arte, cultura, medios para forjar armas, las instituciones de una sociedad civilizada para hacer cumplir las leyes.

—Sí. Pero ¿las leyes de quién? —murmuró Janus, apoyando los brazos velludos en la mesa.

Sobrevino un silencio incómodo; el semblante de Alwir pareció endurecerse con la luz difusa de las escasas piedras mágicas repartidas por la estancia y el titilante fulgor rojizo de las llamas.

—Las leyes escritas, mi ignorante y musculoso amigo —intervino Govannin—. Esas mismas leyes que mi señor Alwir ha tratado de erradicar desde el principio de las crónicas de la Iglesia.

—¡Querrás decir esas sutilezas inútiles, obra de los legalistas eclesiásticos cuyos huesos se pudren hoy entre los escombros de Gae! —bramó el interpelado. Las crónicas de la Iglesia eran un tema que siempre levantaba ampollas entre ambos dignatarios—. ¡Por los hielos del norte, mujer! ¡Tiene más utilidad el papel en el que están escritas!

—¿Para redactar en él las tuyas propias?

—¡Para conservar censos y anales de la Fortaleza! —gritó, fuera de sí. Dio un paso hacia la obispo, agotada su paciencia por la reticencia de la prelado, pero entonces vio su sonrisa burlona e hizo un esfuerzo denodado por recobrar la calma.

En la penumbra de la sala de guardia, nadie habló ni se movió. Sólo Gnift, el maestro de armas, dejó caer con fuerza una carta grasienta sobre la mesa a la vez que canturreaba:

—Y ocho hermosos corazones para esa encantadora dama de negro.

Alwir, con los labios prietos y las aletas de la nariz dilatadas por la tensión, respiró hondo.

—Te aseguro, mi señora obispo…, y oídlo todos vosotros, que esta alianza es de importancia capital para la Fortaleza y para cuantos habitamos entre sus muros. Sin ella, se perderá la última esperanza que nos queda de llevar una vida civilizada. Nos convertiremos en aldeanos degenerados, ignorantes y brutales, presa fácil de los más fuertes y mejor armados. Y eso jamás lo permitiré. —Sus ojos se posaron en todos los presentes: Melantrys, cuya delicada nariz se encogía como si percibiera la pestilencia de los perfumes del embajador Stiarth; Alde, todavía con la vista gacha y sumida en un mutismo iracundo; el obispo de Penambra, con sus vestiduras rojas remendadas y brocados harapientos—. No consentiré que nada se interponga en las negociaciones. Creedme. No existe nada, ni nadie, que no esté dispuesto a sacrificar con tal de alcanzar una alianza sólida y duradera con el imperio.

—¿Incluso a ti mismo, mi señor? —preguntó una nueva voz, suave y rasposa, que surgió de las densas sombras de la puerta de los barracones.

Al oírla, Jill alzó la cabeza, a la vez que sentía un cálido cosquilleo en la sangre.

Alwir giró sobre sus talones reconociendo, al igual que todos los presentes, la figura que se erguía en el umbral.

—Así que has regresado —dijo.

El resplandor de la hoguera se reflejó en los copos de cellisca adheridos al manto marrón de Ingold. Al penetrar en la estancia iluminada se despojó de la capucha, y Jill observó conmocionada lo mucho que parecía haber envejecido en los últimos días.

Tras él venían Rudy y Kara, también con las ropas manchadas de barro. Entraron en silencio, con el aspecto de quien ha llegado a un límite de agotamiento en el que ya no importa nada. Jill vio que Alde miraba a Rudy, buscando sus ojos, pero éste volvió la cabeza hacia otro lado como si fuese incapaz de hacer frente a la alegría que rebosaban los ojos violetas de la joven.

—¿Pensaste que no regresaría, mi señor? —preguntó Ingold, mientras soltaba en el suelo la mochila. En su interior Jill escuchó el tintineo de las tablillas enceradas. Janus se había puesto de pie y su sombra obstruyó la luz de la chimenea cuando se inclinó para echar en una taza el, así llamado, vino de guardia, que contenía una tetera colocada junto al fuego.

—No —dijo al cabo Alwir—. Ya has demostrado en otras ocasiones tu capacidad para enfrentarte a casi todas las adversidades, mi señor mago.

—O para eludirlas —señaló Govannin con acritud.

—Ése es el secreto de que goce de una vida tan indecorosamente larga —se mostró de acuerdo Ingold con una suave sonrisa—. Gracias, Janus… Éste es el otro secreto de mi longevidad. —Bebió un sorbo del humeante líquido, que no era vino ni mucho menos, sino una horripilante mezcla de agua y del fortísimo licor destilado en la Fortaleza.

El jefe de la guardia lo condujo hasta uno de los burdos bancos para que se sentara a la mesa, y Alde apartó los gruesos pliegues de la falda para hacerle sitio. Rudy y Kara se acomodaron en el antepecho de la chimenea, junto a Melantrys; el hielo de sus ropas empezó a evaporarse con el calor de la lumbre. No sabían dónde se habría metido Kta, pero más tarde lo encontraron sentado junto a la lumbre de la sala de la Asamblea de Magos, prefiriendo calentar sus viejos huesos en apacible soledad que asistir a la reunión de los poderosos.

—Mi señor, ¿sigues firme en tu propósito de invadir las madrigueras? —preguntó al cabo de un rato Ingold.

—Desde luego que sí. —La voz del canciller era vivaz pero tenía un deje de fastidio—. ¿Se puede llevar a cabo?

—Rudy cree que sí.

—¿De veras? —Las cejas del canciller se arquearon—. Sospecho que tienes una opinión distinta, ¿no es así, mi señor mago?

—En efecto. Creo que sería una insensatez.

La sonrisa de Alwir se ensanchó, aunque la calidez del gesto no se incrementó ni un ápice.

—Bien —murmuró—. Por fortuna para todos nosotros, ya no eres la única fuente de información al respecto, ¿verdad? ¿O acaso fue también una insensatez lo que permitió que Dare de Renweth derrotara a la Oscuridad?

Ingold no se molestó en replicar a la pulla. Alwir resopló con desdén y le dio la espalda.

—¿Son pues esos artefactos mágicos la respuesta a este enigma, Rudy? —preguntó.

El joven alzó la vista sobresaltado, como si lo hubiese sacado de algún sueño espantoso.

—No sé si fueron la solución del problema de Dare o no —respondió con fatiga—. Pero podemos ocasionar graves daños a la madriguera; lo bastante graves quizá para obligarlos a que la abandonen de manera definitiva.

Medio muerto de fatiga, con voz entrecortada, les contó cuanto había visto en el nido; la vasta complejidad de aquel reino de podredumbre y tinieblas, la habilidad de los Seres Oscuros para apagar la luz o el fuego, y las extrañas propiedades inflamables del reseco musgo corrompido.

—Ésa sería la pieza clave de la operación —concluyó—. Si enviamos fuerzas de asalto por los dos túneles principales, que cubran al escuadrón de incendio hasta los criaderos, el fuego se propagará por el musgo mientras el ejército se retira. Creo que puede llevarse a cabo.

—Sobre todo si las capas de musgo son los fijadores de nitrógeno de todo el ecosistema de la madriguera —intervino Jill de manera inesperada—. Si es así, y por lo que cuentas parece la explicación lógica, todo el nido debe de estar saturado de compuestos nitrogenados.

Todos los presentes en la sala de guardia, incluido Rudy, la miraron perplejos, como si hubiese hablado en etrusco. Recordando, aunque tarde, que se hallaba en una sociedad preindustrial, Jill rectificó.

—Por estudios que he cursado, deduzco que esta clase de musgo es muy inflamable.

—Interesante —susurró Alwir pensativo—. Ignoraba que fueras universitaria, Jill-shalos. Un curioso pasatiempo para un soldado. Y eso nos lleva, mi señor Ingold, a que dos personas (una tu discípulo, y la otra una erudita) difieren de tu opinión. —Se volvió hacia Rudy—. ¿Crees entonces que, con hombres que protejan al escuadrón de incendio y tal vez con los magos rodeando a todas las fuerzas con un halo luminoso, sería factible arrasar la madriguera con el plan que has expuesto?

—Creo que sí. La única desventaja es que no habrá modo de sacar de allí a los humanos prisioneros de la Oscuridad. A menos que huyan entre las tropas cuando se retire el ejército…

—Muy lamentable. —Alwir suspiró—. Pero quizá sea lo mejor para ellos. Después de vivir tanto tiempo en el reino de la Oscuridad, no es probable que estén en su sano juicio.

—Una suposición arriesgada para alguien que no los ha visto —comentó Ingold, alzando la vista de la copa—. Yo sería incapaz de infligir semejante muerte incluso a los rebaños de semihumanos, quienes son igualmente inocentes.

—¡Puaj! —El canciller apretó los labios en un gesto de asco.

—Lo que es más; deberías pensar qué sería de la Fortaleza si la invasión fracasa y el ejército que envías a destruir la madriguera perece en el intento. En el camino de regreso por la carretera que viene de los valles, encontramos los restos de sacrificios propiciatorios ofrecidos por los Jinetes Blancos a menos de cinco kilómetros de las antiguas torres de vigía de la Gran Puerta. Y en los propios valles hay quienes pondrían cerco a la Fortaleza si supieran que sus defensores han partido; no sólo las cuadrillas de ladrones y maleantes, sino tribus y grupos de familias que para sobrevivir buscarían refugio en la Fortaleza aunque para ello tuvieran que emplear la fuerza.

—Eso lo sabemos por experiencia —replicó Alwir, dirigiendo una mirada desagradable al obispo de Penambra.

—No discutiré contigo, Alwir, porque creerás sólo lo que quieras creer y harás lo que quieras hacer —dijo el mago. Al levantar la cabeza, las llamas de la chimenea alumbraron las profundas arrugas de cansancio que le surcaban el rostro y el brillo colérico de sus ojos—. Hemos luchado contra la Oscuridad durante dos noches… Estoy agotado y medio muerto de frío. Si deseas invadir la madriguera, los magos te ayudaremos con todos los medios a nuestro alcance, incluso con nuestras vidas, a fin de salvar del desastre a cuantos podamos. Pero siento en los huesos que tu plan significará la muerte para muchos y algo aún peor para otros.

Con un gesto de impaciencia, arrojó a la lumbre el resto de la Muerte Azul que quedaba en su copa y el alcohol provocó un seco estampido al tocar las llamas.

Después se dio media vuelta y sus pasos se perdieron por el pasillo en dirección al recinto de la Asamblea de Magos antes de que los demás se dieran cuenta de que se había marchado.

—Viejo estúpido —rezongó Alwir.

Un silencio incómodo siguió a sus palabras. Todos los presentes, desde los jugadores de cartas hasta la obispo Govannin, intercambiaron miradas inquietas y después volvieron los ojos hacia el canciller, quien se encontraba de pie junto a la chimenea, con los brazos cruzados.

Rudy suspiró y se levantó para marcharse.

—No es estúpido —dijo con voz cansada. Recogió el báculo que había dejado apoyado en el umbral de la sala y se volvió hacia los reunidos. Sus movimientos eran torpes y denotaban una gran fatiga—. Sí, creo que podrás reconquistar Gae. Pero ¿qué demonios harás cuando esté en tu poder? La mayor parte de la ciudad se encuentra sumergida bajo medio metro de agua, y el resto está infectado de ratas, mutantes y esclavos dooicos que fueron abandonados a su suerte y se han vuelto salvajes. Con los Jinetes en el valle y los Seres Oscuros por la noche, nunca conseguirás mantener abierta una vía de comunicación con la Fortaleza, y menos aún con el resto del reino.

Los ojos del canciller se tornaron duros, si bien no se alteró el tono suave de su voz.

—Deja que sea yo quien se preocupe de eso —objetó—. Puesto que, al fin y al cabo, regresarás a tu propio mundo después del asalto inicial a la madriguera, no es un asunto de tu incumbencia, ¿verdad?

Rudy vio que Alde daba un respingo y palidecía. Lo asaltó una cólera sorda al comprender que había sido un golpe bajo de castigo propinado deliberadamente por el canciller por discutir sus planes.

—No, no lo es —respondió con una voz vacía de inflexiones.

Sin más, giró sobre sus talones y se adentró en las sombras del corredor.

—¡Rudy!

El timbre desesperado en la voz de Alde lo hizo detenerse en mitad de la sala de la Asamblea de Magos. Miró atrás y vio que la joven lo había seguido hasta allí acortando camino por atajos que sólo ella y Jill conocían. Tenía el rostro humedecido por las lágrimas y, al verla llorar, la furia que lo embargaba desapareció por completo dejando sólo pesar y pena por ella. Le tendió los brazos sin decir una palabra.

Durante unos instantes se abrazaron en silencio; Alde tenía el rostro hundido en la lana húmeda del cuello de su capa y el cabello perfumado le rozaba los labios. Después se besaron con pasión, como si quisieran negar lo que ambos sabían que era irremediable. La mejilla herida le ardía con las lágrimas saladas de la joven.

—Lo siento, Alde —susurró—. Lo siento mucho.

La joven lo abrazó con más fuerza, y Rudy notó la respiración entrecortada contra su pecho. No hacía mucho que la conocía, pero para él era como si no hubiese tenido a ninguna otra mujer entre sus brazos.

—No —murmuró Alde—. No te disculpes, Rudy. Por esto, no. —Sus palabras sonaban amortiguadas contra su pecho.

Un leño se desmoronó en la chimenea y el repentino destello dorado dibujó sus sombras en la pared opuesta.

—Siempre supimos que era temporal, aunque luego ambos lo olvidamos. Yo quería olvidarlo. Era como si hubieses estado siempre aquí y nunca fueras a marcharte. —La joven calló y Rudy notó que apretaba las mandíbulas en un gesto de determinación, a pesar del temblor que sacudía su cuerpo. Meneó la cabeza y el fulgor rojizo de las ascuas confinó a sus oscuros cabellos un brillo de cornerina. Tragó saliva antes de proseguir—. Éste no es ni fue nunca tu mundo. No tienes elección, ¿verdad?

—No —susurró con amargura—. No tengo elección.

Alde suspiró hondo y apoyó la cabeza en su hombro.

—Entonces no hay más que decir. A veces creo que ni siquiera tuvimos oportunidad de elegir. Que nadie la tiene. ¿Cuánto tiempo nos queda?

Rudy hundió los labios en su pelo.

—Hasta la Fiesta de Invierno. Después de la celebración, el ejército partirá para Gae. Y después…

Ella sacudió la cabeza y la tersa piel del pómulo le rozó la mandíbula, áspera por la barba de varios días.

—No habrá después. Todo ha sido obra del destino, ¿verdad? Te trajo hasta aquí a fin de que construyeses los lanzallamas para utilizarlos contra la Oscuridad y, una vez cumplido tu cometido, debes regresar a tu propio mundo. ¿No es así como funciona el universo?

Rudy ciñó aún más el cerco de sus brazos y notó la delicada estructura de los huesos y la morbidez de la carne bajo el terciopelo.

—Ingold dice siempre que no existe el azar. Pero ¡por Dios bendito!, ¿por qué ha querido el destino que las cosas sean así y no de otro modo? —se rebeló.

Alde alzó la cabeza y lo miró; llevaba el cabello trenzado por delante y el resto de la melena, suelto, cayó como una cascada sobre las manos de Rudy, prendidas en torno a su cintura.

—De no haber sucedido así, yo misma habría suplicado que ocurriera —susurró—. Rudy, es mejor este poco que nada. Contigo he sido más feliz de lo que lo he sido en toda mi vida. ¿Sabes? Has estado más tiempo a mi lado, entre viaje y viaje con Ingold, de lo que Eldor estuvo durante los treinta meses que duró nuestro matrimonio. Y nunca me has inspirado miedo; nunca me he sentido insegura o estúpida o como una chiquilla desmañada y balbuceante en tu presencia. Nunca has esperado que sea distinta de como soy.

—¿Y cómo esperaba Eldor que fueras?

—¡No lo sé! —gimió. Sus palabras fluyeron como una avalancha de agua largo tiempo contenida—. Pero lo notaba en sus ojos cuando me miraba y luego apartaba la vista. Me entregué por completo, le di todo. Pero, al no ser lo que esperaba, fue como si no supiera o no le importara que era todo cuanto tenía. Había cumplido dieciséis años. Lo amaba. Lo adoraba. Si te hubiese conocido entonces… —Se le quebró la voz; las lágrimas se deslizaban por sus mejillas como diamantes a la luz de la hoguera.

Rudy enjugó con los labios su llanto.

—Vamos, vamos —dijo con suavidad—. De todas formas, tampoco te habrían permitido casarte con el aprendiz de un viejo mago. Además, no me habría fijado en una muchachita de dieciséis años; apuesto a que estabas más lisa que una tabla y llena de acné.

—Nunca he tenido acné —protestó, medio ahogada por el llanto y una inesperada carcajada—. ¡Basta, Rudy! No me hagas reír.

—Entonces haré otra cosa —murmuró, acercando sus labios a los de la joven.

—¿Te encuentras bien?

Ingold asintió en silencio, sin abrir los ojos. En contraste con la mugrienta piel de oso sobre la que yacía —la única prenda de abrigo que ostentaba el estrecho catre—, se advertía una palidez cadavérica bajo la piel curtida del rostro. Vacilante, Jill se detuvo en la puerta, con una taza rebosante de té caliente en las manos. Luego se acercó al lecho y se agachó para dejar la taza en el suelo, al alcance del mago.

—Te va a costar mucho dormirte si no te quitas el cinturón de la espada y las botas —comentó, mirándolo por encima del hombro.

—Te equivocas —murmuró el mago, todavía con los ojos cerrados.

No obstante, surgió la luz vacilante de una llama mágica sobre su cabeza que aumentó de tamaño e intensidad hasta alumbrar la habitación; a su resplandor se realzó el delicado trabajo de marquetería del escritorio que Alde y ella le habían traído a escondidas desde uno de los lejanos almacenes del quinto nivel; lo habían encontrado enterrado bajo montones de viejos pergaminos, con la hermosa superficie de madera de peral con incrustaciones de nácar apenas distinguible bajo la capa de mugre y las manchas de tinta.

Sobre el mueble aparecían abiertos los libros rescatados de las ruinas de Quo y semejaban un rico brocado con sus colores rojos, azules y el dorado brillo del pan de oro. Las tablillas enceradas estaban esparcidas por doquier, como fichas de un juego de palabras entrelazadas. El desorden se desbordaba del escritorio y cubría el suelo; montones de libros, tablillas y los enigmáticos poliedros de cristal gris rodeaban el mueble y se extendían como una mancha de aceite hasta llegar a los pies del duro y estrecho catre. Jill dio una vuelta por el cuarto; luego regresó hasta el lecho y empezó a sacarle una de las botas a Ingold.

—Los otros magos volverán pronto para cenar —le dijo entretanto—. Si me decido a correr el riesgo de pasar el resto de mi vida siendo un sapo o cosa semejante, le pediré a la madre de Kara que te prepare algo ahora.

Al otro lado de la sala común se escuchaba la voz chillona y agria de Nan, la vieja y menuda hechicera, que acusaba a alguien —probablemente a Dakis el juglar— de ser un pestilente ladrón de comida, merecedor de toda clase de penalidades, desde un resfriado hasta unas almorranas, y amenazándolo con infligirle tales males si osaba profanar de nuevo el recinto de su cocina. Desde otro cuarto se escuchó el recriminador «¡Madre!» de Kara.

Ingold sonrió y meneó la cabeza.

—Gracias, pequeña —dijo con suavidad mientras Jill dejaba las húmedas botas junto a la puerta.

La joven creyó que se había dormido, pues yacía inmóvil, con los ojos cerrados y los brazos tendidos a lo largo de los costados. Sin embargo, no se marchó. Se quedó en el umbral observándolo con sus fríos ojos grises que a la tenue luz mágica adquirían un curioso color azul.

—¿Ingold? —Su voz fue apenas audible con el creciente murmullo de las charlas en la sala común.

—¿Sí, pequeña?

—¿Lo que dijiste es cierto? Me refiero a que la situación es desesperada, que la invasión es una locura.

El mago abrió los ojos y la miró en silencio. La constitución de la joven, delgaducha y desgarbada, le confería el aspecto de un adolescente que viste ropas demasiado grandes para su talla.

—Lo sea o no, tú al menos habrás regresado a la seguridad de tu mundo cuando el ejército se ponga en marcha —susurró—. Pero no, no es tan terrible —agregó, al advertir su expresión preocupada—. Siempre hay esperanza.

—Pero no crees que esté en los lanzallamas de Rudy —adivinó Jill—. Maldita sea, Ingold. La Oscuridad fue derrotada en una ocasión y desterrada a las cavernas subterráneas. Las fuerzas que lo hicieron no podían ser mucho más numerosas que nosotros. Y los Seres Oscuros parecen pensar que tú sabes la respuesta.

El mago cerró los párpados y soltó una risita suave.

—¿La respuesta a qué pregunta? —Suspiró—. Si el recuerdo de cómo se venció entonces a la Oscuridad ha llegado hasta Tir merced a la memoria heredada por los de su linaje, quizá no valga de nada cuando sea lo bastante mayor para comprenderlo. El temor de los Seres Oscuros es que yo lo recuerde antes o que ya lo sepa.

Soltó otra risa seca, cansada.

—Lo irónico de todo este asunto es que no tengo la más remota idea de qué es lo que creen que sé. Pensé que, al igual que Minalde, tal vez reconocería lo que no puedo recordar como hechos concretos. La memoria heredada como miembro de la Casa de Bes sólo se despierta en ella cuando contempla algo que ya «vio» en el pasado, pero lo que evoca es tan cierto como las visiones de los herederos de Dare. He meditado sobre ello; me he estrujado el cerebro y he repasado todas las crónicas que traje de Quo relacionadas de un modo u otro con el objetivo de mi búsqueda y la de Lohiro… —Sus dedos acariciaron los libros apilados sobre el escritorio—. Y no hay nada. No encuentro ninguna razón por la que los Seres Oscuros tengan que temerme.

—Si no te temen, ¿por qué te buscan? —inquirió Jill.

El mago guardó silencio un buen rato y Jill se preguntó de nuevo si no se habría quedado dormido. Pero vio que sus manos se crispaban y fruncía el entrecejo como si soportara un gran dolor. Luego, de repente, recobró la anterior expresión de serenidad.

—No tengo la más remota idea. —Suspiró—. Dime por qué regresó antes de lo esperado el grupo de magos encargado de explorar la madriguera del valle Oscuro.

Jill se quedó momentáneamente desconcertada por el brusco giro de la conversación.

—¿Cómo lo sabes?

Ingold torció los labios en una mueca que podría tomarse por una sonrisa.

—Muy mal mago sería si no pudiese seguir las andanzas de mis colegas a través de mi cristal. La chamán de los Jinetes, Sombra de Luna, iba al mando de la expedición. Esperaba que fuesen los primeros en regresar a la Fortaleza puesto que el valle se encuentra a una jornada de camino, pero volvieron tan pronto que sospecho que ni siquiera descendieron a la madriguera.

—En efecto —confirmó Jill, mientras se recostaba contra la pared—. A decir verdad, no creí que pudieran hacerlo. Cuando se observa el valle desde lo alto, se ve que el trazado de la antigua ciudad de la Oscuridad ha variado con los movimientos telúricos. El terreno en el que se abre la Escalera está tan desplazado que no me sorprendió que el acceso sea impracticable.

—¿De veras? —Los ojos azules asumieron una expresión de alerta—. ¿Suponías que ocurría algo así?

Jill asintió mientras se cruzaba de brazos.

—Es una conclusión lógica si se tiene en cuenta que estas montañas han estado geológicamente activas el tiempo suficiente para provocar movimientos de tierra. Esas ruinas son antiguas; tanto que sobrepasan la concepción que tenemos del tiempo. La Oscuridad creó la ciudad sobre los primitivos estratos rocosos de los cerros, al pie de las montañas, pero no pudieron impedir las subsiguientes elevaciones del terreno que cerraron el acceso de la Escalera.

El mago reflexionó sobre ello mirando con intensidad las sombras del techo. Luego se incorporó con una mueca de dolor y se apoyó en un codo para coger la taza de té.

—Interesante —susurró. En la penumbra del cuarto, la tenue luz mágica cernida sobre su cabeza se reflejaba en los blancos cabellos a semejanza de la luna alumbrando un paisaje nevado—. En una ocasión me preguntaste por qué estabas aquí… Por qué fue a ti, y no a cualquier otra persona, a quien las circunstancias habían apartado de todo cuanto conocía y deseaba.

Jill bajó la vista a sus manos huesudas y guardó silencio, con los labios apretados.

—¿Qué sabes del musgo de la madriguera?

La joven alzó la cabeza con brusquedad, cogida por sorpresa ante lo que parecía un nuevo tema de conversación, y se encontró con la mirada intensa del mago.

—Nada —dijo.

—Pero has conjeturado algo al respecto —insistió Ingold—. Al menos, es lo que dijiste en la sala de guardia.

La joven se rió con desgana.

—Ah, te refieres a eso. Carece de importancia. Recordé algo que aprendí en las clases de biología que podría ser la explicación de la cualidad inflamable del musgo, eso es todo. No tiene nada que ver con la Oscuridad.

—¿No? —murmuró el mago—. Quién sabe. ¿Te acuerdas de que cuando visitamos el valle Oscuro lo miraste desde lo alto de la montaña y descubriste a la luz difusa del atardecer el trazado de unos viejos muros que demostraban la existencia de una ciudad en tiempos remotos? A mí nunca se me habría ocurrido interpretar aquellos cambios en el color y en la profusión de la vegetación como algo más que un curioso diseño en el terreno del valle.

—Es lógico. —Jill se encogió de hombros—. Tampoco has asistido durante tres cursos a unas clases de historiografía ilustradas con fotografías aéreas.

Ingold sonrió.

—No. En lugar de eso, dediqué una buena parte de mi vida, brillantemente malgastada, en aprender a hacer horóscopos. Un pasatiempo interesante, pero que ahora no viene al caso. A donde quiero llegar es a esto: la respuesta a la pregunta de cómo fue derrotada la Oscuridad y cómo puede ser vencida otra vez, quizá no requiera la mentalidad de un mago, sino la de un erudito. Y ésa podría ser la razón de que estés aquí.

—Tal vez —admitió ella sin mucha convicción—. Pero eso no cambia el hecho de que ninguno de los documentos que he examinado (ya sean las crónicas cedidas por Govannin, los libros antiguos que trajiste de Quo, o los pergaminos que Alde y yo encontramos en los almacenes de la Fortaleza) se refiere a la Edad Oscura. Los más antiguos se remontan a mil años después de esa época.

Ingold dejó la taza de té en el suelo y se tumbó de nuevo en el catre. Sus cejas blancas se fruncieron.

—¿Por qué?

Jill iba a contestar, pero cambió de opinión. «El perro no hizo nada por la noche… y ello, como Sherlock Holmes señaló en una ocasión, era lo raro del asunto».

Regresó a los barracones sumida en hondas reflexiones.