CAPÍTULO TRES

«La ciudad más bella de occidente»; así había descrito Minalde a Gae.

«Un jardín», la había llamado el Halcón de Hielo. Pero se decía que el Halcón de Hielo había muerto, asesinado a manos del embajador del imperio de Alketch y presunto aliado de Alwir.

En cuanto a Minalde…, Rudy no quería pensar en ella, aunque no había hecho otra cosa en los últimos siete días, los más desdichados de su vida.

Y Gae estaba en ruinas, como el cadáver de una mujer hermosa carcomido por los gusanos y cuyos huesos empiezan a asomar entre la carne pálida y putrefacta.

Los magos habían entrado en la ciudad al amanecer, cuando todavía la envolvían las sombras y la densa niebla que se alzaba de las ciénagas y los meandros del caudaloso río Pardo. La parte baja de la ciudad estaba sumergida bajo estas aguas estancadas e incluso los edificios de las altas zonas interiores mostraban señales de las inundaciones invernales. Las paredes derrumbadas estaban cubiertas de una capa de légamo y musgo; la plaza, tendida a la sombra de las desmoronadas torretas de los portones, era un cenagal profundo y brumoso que se extendía hasta donde Rudy alcanzaba a ver a través de la niebla opalescente. En aquel mundo brumoso y sucio, los únicos sonidos eran el distante gotear del agua y los graznidos de grajos invisibles disputándose el botín repulsivo de alguna presa.

«Alde amaba esta ciudad —pensó Rudy, en tanto examinaba la desolada corrupción que se extendía ante él—. Creció aquí; formaba parte de la vida feliz y regalada que llevaba antes de aparecer la Oscuridad…, antes de aparecer yo».

Deseó que la joven no llegara a verla en el estado actual.

Se cambió el báculo de mano —el báculo rematado con una media luna metálica que había pertenecido al archimago Lohiro— y comprobó el arma enfundada que colgaba de su costado. Era el único ejemplar de este tipo, cuya estructura de cristal y metal dorado guardaba una gran semejanza con el arma desintegradora de Flash Gordon; era un lanzallamas del tamaño de una pistola que escupía un chorro de fuego a una distancia de diez metros. Rudy había decidido que, si tenía que adentrarse en los dominios de la Oscuridad, lo haría bien preparado.

El silencio que reinaba en la ciudad era escalofriante. La envolvía una bruma plomiza que encubría tras un misterioso velo opalescente las paredes desmoronadas y las columnas caídas. Sin embargo, no era el silencio profundo lo que le había erizado el vello de la nuca y le hacía forzar la vista para traspasar la niebla. Era ese otro silencio, vivo y vigilante.

Ingold apareció a su lado como si se hubiese materializado de la densa bruma.

—Por aquí —susurró, con un tono apenas más alto que el sigiloso deambular de las ratas por el pavimento destrozado—. Kara dice que la vía principal hacia palacio está obstruida. Daremos un rodeo por la calle de las Adelfas.

Otras dos formas se materializaron junto a ellos: Kara de Ippit y el apergaminado y menudo eremita Kta, que en el último momento se había sumado a la expedición desoyendo las protestas de Ingold.

—Vi algo en esa calle que no me gusta —susurró Kara—. La corta una pared que da la impresión de haber sido levantada a toda prisa con cascotes.

—Tal vez sea eso lo ocurrido —opinó Ingold.

El vaho de su aliento flotó un instante como una nubecillla en torno a su cabeza y luego se disipó en la niebla que los rodeaba. Bajo la sombra de la capucha, sus ojos tenían el aspecto enfebrecido y fatigado del hombre que está sometido a una gran tensión. Giró sobre sus talones y reanudó la marcha, seguido de cerca por sus tres compañeros. De nuevo la bruma fría y plomiza se cernió sobre las figuras de los magos.

Conforme avanzaban por la ciudad en ruinas, Rudy comprendió por qué el anciano había insistido en que el grupo fuera acompañado por alguien que conociera Gae. Ningún mapa los habría llevado por los sinuosos callejones secundarios que eludían la amplia explanada de la plaza del mercado, inmersa en la niebla; ni los habría conducido a través de la plomiza oscuridad hasta las columnatas tapizadas de malas hierbas, y bajo las arcadas de comercios cuyas sombras ofrecían cobertura contra ojos vigilantes. Ingold los guió con seguridad a través de patios en ruinas en los que la maraña de enredaderas crecía pujante sobre una amalgama de piedras chamuscadas y huesos humanos; recorrieron callejones medio inundados cuyas paredes estaban tapizadas de un moho verdoso y pululante; pasaron por caballerizas vacías, alfombradas de estiércol helado, que bordeaban las zonas más prósperas de la ciudad. En dos ocasiones, cuando los vapores lechosos que los envolvían se hicieron más tenues, Rudy atisbó pequeños grupos de dooicos que deambulaban por las calles adyacentes cuajadas de enredaderas. Una vez, cuando pasaban junto a la pileta de una fuente congelada en lo que había sido una plaza muy en boga, Rudy oyó el llanto cercano de un niño, un lamento entrecortado y desvalido que lo horrorizó. Alargó la mano y cogió el manto de Ingold.

—¿Has oído?

El sonido había cesado tan bruscamente como se inició.

Kara miró atrás con inquietud; sus manos firmes apretaron con fuerza la larga alabarda que manejaba en lugar del acostumbrado báculo. Los ojillos de Kta, negros y brillantes como los de un pájaro, denotaban un gran interés. Bajo la luz plomiza, el semblante de Ingold era una máscara impasible, pero a Rudy le pareció advertir una palidez acentuada en torno a sus labios.

—¿Creías que Gae estaba desierta, Rudy? —le preguntó en voz baja. Las volutas de vapor que salían del agua estancada y oscura que inundaba la plaza flotaron entre los dos hombres, y por un instante Rudy sólo vio una forma gris, sin relieves ni rasgos, a excepción del brillo de unos ojos.

—Los niños dooicos no lloran así. Los oí cuando viajábamos por las estepas —dijo el joven, pero Ingold no hizo comentario alguno—. ¿Sabes qué es? Creí que no quedaba nadie vivo en Gae.

—¿Nadie? —La voz del mago era suave; tras ella Rudy captó otros sonidos desfigurados por la niebla: el chapoteo de unos pasos y el rumor apagado de algo pesado al ser arrastrado sobre el pavimento mojado. Sintió el cambio brusco del aire y notó que la niebla se espesaba en torno al grupo, atraída por Ingold a fin de escudarlos de cualquier mirada hostil. La sensación cosquilleante del encantamiento de cobertura le recorrió la piel—. En todo caso, nadie que reconociéramos como seres humanos.

—¿Te refieres a…, a quienes la Oscuridad devoró las mentes? —El joven se notó las manos pegajosas contra la madera del báculo—. Creía que se convertían en zombis y al cabo morían de hambre o de frío.

—Y así es. —El aliento del mago flotó sobre su cabeza y se desdibujó entre la mata de enredaderas que colgaba de las paredes—. No se trata de algo tan inocuo, me temo. Éstos, Rudy, son seres tan degenerados como los trasgos que saquean las tumbas para devorar los cadáveres.

Aparecieron entre la niebla, cerca de la pileta de la fuente, encorvados, repulsivos, malolientes. Había algo más que el tufo pútrido a corrupción que impregnaba sus harapos; el hedor a degeneración flotaba a su alrededor como una niebla inmunda. Eran cinco, dos hombres y tres mujeres. Una de ellas estaba en avanzado estado de gestación; otra era apenas una adolescente. Tenían el cabello enmarañado con pegotes de verdín y sangre seca; sus ropas, de brocado y terciopelo, con pespuntes dorados y ribeteadas de armiño, estaban mugrientas y arrugadas como si con ellas hubieran dormido, comido, fornicado y llevado a cabo la matanza de algún pequeño animal violento y combativo. Avanzaban con pasos sigilosos, escrutando constantemente a sus espaldas; dos iban armados con cuchillos de carnicero y el cabecilla manejaba una espada con joyas incrustadas.

Pasaron a pocos pasos de los magos, murmurando entre ellos, lanzando miradas acá, allá y a todas partes, salvo al punto donde se encontraban los magos. Rudy oyó el susurro del cabecilla.

—Ese explorador devorador de mala madre dijo que la gente del río se había trasladado a algún lugar de la vecindad.

La mujer embarazada se refirió al explorador con unos términos que habrían sacado los colores a algunos Ángeles del Infierno conocidos de Rudy. El joven contuvo el aliento cuando los tuvo cerca, para no oler el tufo que desprendían; advirtió que ninguno de ellos tenía un aspecto saludable. La cara de la chica más joven estaba cubierta de cicatrices; como las marcas que dejan las vacunas, pensó tontamente, y después reparó en que debían ser las secuelas de la viruela. El más bajo de los dos hombres encogió la nariz y se la sonó en la ya empapada manga; los otros lo maldijeron y le ordenaron que guardara silencio si no quería acabar él mismo dentro de la olla.

Mientras desaparecían tragados por la niebla, Rudy supuso quiénes debían ser.

Eran los habitantes de Gae que no habían seguido al séquito de Alwir hacia el sur y se habían quedado en la ciudad para saquear las casas vacías y vivir con opulencia entre sus ruinas. Habían arrebatado las armas de las manos chamuscadas de los cadáveres enterrados bajo los escombros de palacio; armas que, como en el caso del rey Eldor, habían sido el único medio de identificar los cuerpos carbonizados. Habían robado las ropas de quienes habían perecido en calles y sótanos. Prefirieron permanecer en la ciudad que enfrentarse a las privaciones del exilio, haciendo de los restos de majestuosas villas nidos de ratas en los que vivir y luchando contra los antiguos esclavos dooicos y entre ellos mismos para apoderarse de las cada vez más escasas fuentes de alimento.

La niebla se arremolinó a causa de la brusquedad con que Ingold reanudó la marcha; a Rudy se le ocurrió que el anciano conocía la ciudad en sus tiempos de esplendor, y tal vez, entre aquellos mutantes, había reconocido a algún antiguo vecino o conocido.

Fue en pos del mago, dividido entre la piedad y la repulsión.

Cruzaron otra plaza y torcieron por un callejón, tan obstruido por las plantas que parecían haberse adueñado de todos los distritos de la ciudad, que les costó un gran trabajo avanzar entre la maraña de vegetación. En otra parte crecían con tal profusión que tuvieron que abrirse paso cortando lo que parecía una pared de hiedra. Mientras se debatía con los tallos enmarañados, Rudy se preguntó qué ocurriría si se encontraran en este lugar cuando hubiese caído la noche, en medio de esas trampas diseminadas por doquier que frenarían cualquier intento de huida. Ingold se detuvo a la entrada de un callejón angosto, más allá del cual sólo se divisaba un muro de niebla opalescente. La claridad creciente del amanecer dibujaba en su rostro un contraste violento de luces y sombras; semejante a cierto tipo de arte pictórico, el único retazo de color lo ponían sus ojos. Rozó la manga de Rudy y señaló al otro lado de la plaza.

—Allí —susurró.

El joven parpadeó y escudriñó a través de la bruma. Un instante después cayó en la cuenta de que lo que había tomado por un parche más espeso de niebla era en realidad la silueta de un edificio enorme; ahora percibía las líneas difusas del techo, de torretas tambaleantes, de vigas carbonizadas, de contrafuertes desmoronados. Una ráfaga de aire agitó la ondeante bruma y trajo el olor a agua, a corrupción y a tierra mojada. La niebla cobró vida de manera súbita al recibir la mortecina luz del sol; los colores difusos cobraron intensidad poco a poco tras el rielante velo transparente. Los contornos parecieron despegarse de la oscuridad y adquirieron relieve. Parte por parte —pilares, pavimento y frisos de piedra—, el palacio de Gae se manifestó ante ellos como el cadáver multicolor de un dragón con las costillas peladas formando una bóveda en la lechosa atmósfera.

«Así que aquí fue donde Eldor se dejó la vida entre las ruinas humeantes —pensó Rudy—. Donde los Seres Oscuros capturaron a Alde y los guardias de Gae la rescataron al borde del abismo. Donde Ingold abandonó la batalla final para llevar al pequeño Tir a través del Vacío hasta la seguridad temporal del cálido y soleado reino de California».

Allí era donde había empezado todo.

Y allí, comprendió con un presentimiento escalofriante, era donde, de un modo u otro, más tarde o más temprano, estaba destinado a finalizar.

El patio se extendía ante ellos vacío y desnudo, una superficie embarrada de losas verdes y escarlatas que empezaba a ser invadida por las enredaderas. Ingold se acomodó el pesado rollo de cuerda que llevaba al hombro.

—Cruzaremos uno a uno —dijo en voz baja—. Kara, ocúpate de Kta.

Luego agarró con gesto firme el báculo y se adentró en el espacio abierto del patio.

Rudy atisbó por el rabillo del ojo un movimiento a lo largo del muro que se alzaba a su izquierda. Giró hacia aquel lado mientras se llevaba la mano al lanzallamas, pero sólo se trataba de una rata enorme que se paseaba con insolente descaro entre el estercolero de barro, hiedras y huesos. Cuando volvió a mirar hacia el patio, Ingold había desaparecido.

No se veía el menor rastro del mago, y ni siquiera había huellas de pisadas en la capa helada de barro que cubría el pavimento.

Entonces lo divisó en las densas sombras del pórtico, al otro extremo del patio; el mago pasaba inadvertido merced a los juegos de luces y sombras proyectados por la filigrana de mármol y las hiedras colgantes. Alzó la mano e hizo señas a Rudy para que cruzara.

El joven obedeció, asaltado por una sensación desagradable de indefensión mientras atravesaba el espacio abierto. Casi esperaba que Ingold lo recibiese preguntándole con sorna si tenía intención de enviar por delante a un pregonero que anunciara su presencia, pero el mago no dijo una palabra. Ello lo hizo recapacitar y le vino a mientes la idea de que los tiempos de su aprendizaje habían quedado atrás. Era lo que era y de ahora en adelante dependía sólo de sí mismo para eludir las complicaciones.

Kara fue la siguiente en cruzar el patio. Rudy captó una breve insinuación de paño gris y el roce fugaz del repulgo de una falda contra las enredaderas. Por un instante vislumbró la sombra de una mujer alta sobre el pavimento de mosaicos y el destello de la luz mortecina del día en la hoja de una alabarda. Poco después Kara estaba a su lado, con el semblante pálido bajo la capucha.

Ingold se había alejado a fin de explorar el atrio. La niebla era más densa en este lado y se agitaba en torno a sus pies; a veces este vago movimiento era lo único que denunciaba su presencia. El manto marrón se fundía con la penumbra y se mimetizaba en las zonas más umbrosas de la arcada. Rudy volvió la vista hacia el patio con sus mosaicos de vivos colores casi ocultos bajo la capa de barro, cenizas y hojas.

—¿Dónde está Kta?

Kara, que miraba en la misma dirección, se encogió de hombros.

—Dijo que me seguiría —susurró.

Rudy se maldijo por su estupidez.

—Uno de nosotros debió quedarse atrás para guardarle las espaldas —contestó con otro murmullo—. Será tan resistente como la raíz vieja de una artemisa, pero dudo que tenga poderes mágicos. Y, si los tiene, nunca le he visto utilizarlos.

Era cierto; que él —o cualquier otro— supiera, el apergaminado y pequeño hombrecillo era analfabeto y no había recibido ninguna clase de instrucción, aunque acogía los conjuros de los magos más jóvenes con el regocijo propio de un chiquillo. La mayoría de los magos de la Asamblea lo consideraba más como una curiosidad que como un miembro activo del grupo. Pero Rudy, que había intentado mantener el ritmo incansable de la vieja momia durante siete días de marcha agotadora, a través de los inundados valles fluviales que existían entre Renweth y Gae, había llegado a la conclusión de que Kta no sólo no comía ni dormía, sino que tampoco se sentaba a descansar durante toda la jornada demostrando una total desconsideración hacia la debilidad de sus compañeros de viaje.

—Uno de los dos debería volver a buscarlo —musitó Kara—. Ingold jamás nos perdonaría si perdemos a su…

La mujer se interrumpió. Ingold y Kta se materializaron a sus espaldas; en la voz susurrante del mago se advertía un deje de exasperación.

—… otra vez. Para empezar, y puesto que fuiste tú quien insistió en sumarte a esta expedición, lo menos que puedes hacer es acatar mis decisiones puesto que estoy al mando.

—¿Eh? —dijo el hombrecillo, ni poco ni mucho preocupado. Caminaba a saltitos junto a Ingold, a semejanza de un inquieto gorrión, tan menudo y frágil en apariencia como un viejo vestido hecho de retales.

—Tienes que admitir que eres muy anciano para tomar parte en operaciones de campaña. Te he permitido que llegues hasta aquí, pero no vas a bajar con nosotros a la madriguera.

Kta irguió la espalda cuanto le fue posible y contempló de hito en hito a Ingold con sus relucientes ojillos negros.

—Pasaré inadvertido —replicó con su voz aflautada.

—Sólo me preocupa tu seguridad, Kta —insistió Ingold—. Sabes que…

El hombrecillo se volvió hacia el mago con tanta brusquedad que a punto estuvo de tirarlo, y le propinó unos golpecitos en el pecho con un índice rosado y flaco.

—Tú y tu eterna preocupación por la seguridad de los demás, aunque a ellos les importe un rábano —lo acusó con tono estridente.

—Sabes que no podrías escabullirte de una trampa —le recordó Ingold con suavidad.

—Tampoco tú, a pesar de tu cacareada habilidad para manejar esa temible cuchilla de carnicero que llevas al cinto.

Ingold se quedó boquiabierto, y Kta se dio media vuelta y se encaminó con pasos renqueantes hacia la inmensa puerta desmoronada que conducía a las tinieblas de la bodega. Mientras trepaba por los escombros de piedra y restos de bronce destrozado en los que crecían las malas hierbas, giró la cabeza y proclamó con actitud engreída:

—Y no es a mí a quien los Seres Oscuros buscan de una punta a otra del mundo.

Ingold abrió la boca para replicar, pero Kta, con toda tranquilidad, se había internado a saltitos en las terribles sombras de la bodega. Rudy y Kara fueron en pos de Ingold, que avanzó con pasos apresurados a fin de alcanzar a Kta, que los esperaba en aquella antesala del infierno.

—¡Vaya con el viejo! Te ha ganado por puntos, ¿eh? —comentó Rudy. Era la primera vez que veía a Ingold salir perdiendo en una discusión.

El mago le lanzó una mirada iracunda.

—Tonterías. Es demasiado viejo para acompañarnos a la madriguera y aún más cabezota para admitirlo.

«Y también lo quieres demasiado para verlo morir en el intento», pensó Rudy. Pero tuvo el suficiente sentido común para no discutir con Ingold acerca de la testarudez y se limitó a seguirlo en silencio a través de la penumbra enfermiza que envolvía el derruido nivel superior de la bóveda.

Aquí los destrozos eran mayores, como si ese semisótano anterior a las bodegas fuese una especie de frontera con la Oscuridad. Las hiedras crecían con más profusión festoneando cual cortinas impenetrables las vigas ennegrecidas y resquebrajando con insolencia las piedras de los muros. Las tinieblas parecían acechar desde todos los rincones; las paredes y el suelo tenían un lustre viscoso, y el hedor fétido de vegetación putrefacta se pegaba en las fosas nasales y dejaba un regusto repugnante en la lengua. Rudy se percató de que lo asaltaba una creciente inquietud, una sensación de estar cayendo en una trampa; las losas del pavimento y las plantas rastreras que las cubrían parecían enredarse en sus pies de manera deliberada. Se preguntó a qué velocidad podría correr un hombre en un lugar con tantos obstáculos.

—Allí —indicó Ingold en voz baja. Medio escondido entre la espesa vegetación, se abría otro acceso, negro y terrible, sobre un umbral alfombrado de huesos—. Conduce a los sótanos inferiores, en donde se encuentra la Escalera de los Seres Oscuros. Todos sabéis el encantamiento que os encubrirá de la percepción de la Oscuridad… —No se dignó mirar a Kta—. Pero recordad que también habréis de utilizar otro encantamiento para pasar igualmente inadvertidos por sus rebaños de seres infrahumanos. Asimismo —prosiguió, dirigiendo una rápida ojeada a Rudy y a Kara—, no debemos dejarnos ver por ninguno de sus cautivos humanos. La Oscuridad ha estado haciendo prisioneros desde que inició sus ataques. Nuestro cometido no es rescatarlos, por mucho que los compadezcamos. Hacerlo no sólo pondría en peligro nuestra misión, sino también nuestras vidas. Nuestra única defensa es un simple encantamiento de encubrimiento; si hacemos cualquier cosa que atraiga la atención de la Oscuridad, estamos perdidos.

«Pasar por alto a esos desdichados será más doloroso para ti que para cualquiera de nosotros —pensó Rudy, mientras seguía a la oscura silueta, envuelta en el manto marrón, por los escalones de pórfido rojo que conducían a la bodega—. Ninguno de nosotros ha vivido en Gae. Tú eres el único que puede encontrarse con alguien a quien conocías».

Mucho después, el joven repasaba las tablillas embadurnadas de cera en las que había dibujado mapas de la madriguera con los distintos túneles y cavernas por los que había pasado, y lo que vio lo dejó sorprendido ya que no recordaba por separado la gran mayoría. Había desplazado la memoria de lo visto en la madriguera más allá del nivel de conciencia, y los recuerdos emergerían sólo en sus peores pesadillas como cadáveres hinchados flotando en negras aguas estancadas. Las horas pasadas bajo tierra tenían una índole de irrealidad; en medio de aquella noche interminable, el tiempo perdía su significado. El terror, la impresión y el asco habían trastornado su percepción del transcurso del tiempo. Había perdido incluso la conciencia de sí mismo, pues caminaba oculto tras los anillos ilusorios, invisible para todo cuanto lo rodeaba.

Después de separarse de sus compañeros en la primera caverna, tras acordar un encantamiento común que delimitaba el tiempo de permanencia en la madriguera, inició la marcha a solas, rondando como un fantasma por un mundo tan incomprensible y ajeno como repulsivo y aterrador. Era un mundo de tinieblas y de humedad viscosa, con la sensación constante de un peligro espantoso; un mundo cuya existencia ni siquiera habría imaginado posible y que jamás, se temía, lograría erradicar por completo de su mente.

Los Seres Oscuros estaban por todas partes. Se apiñaban en las paredes y en los techos de cavernas inmensurables y oscuras; el ruido de sus garras contra la piedra caliza, pulida y resbaladiza, era una chirriante música de fondo que acompañaba de manera ininterrumpida su repulsión y su miedo. Su vista de mago le revelaba el brillo húmedo de los dorsos informes y el centelleo del fluido pestilente que goteaba de manera constante de aquellas formas escalofriantes. El hedor que desprendían, acre y metálico, se le agarraba a la garganta, y el joven sintió un terror creciente de ser descubierto y quedar a merced de aquellas sinuosas criaturas viscosas.

La primera caverna, donde se había separado de los otros magos al pie de la pronunciada pendiente y de la cuerda encantada, era la peor de todas, pues en ella los Seres Oscuros se arrastraban no sólo por las paredes y el techo sino también por el suelo, escabullándose como gobios monstruosos sobre el reseco musgo pardo, con sus colas largas semejantes a látigos siseando entre la vegetación marchita y dejando a su paso un rastro repugnante de babas. En otros lugares parecían desplazarse principalmente por los techos de los túneles arrastrándose entre las estalactitas y los repliegues pétreos, exudando la maloliente baba que goteaba en los suelos musgosos. Y así, caverna tras caverna. Rudy nunca había sido víctima de la fobia que otras personas sienten por las arañas y las serpientes y, en consecuencia, le había resultado incomprensible aquel temor mórbido al mero roce de algo abominable. Ahora lo entendía.

Había pensado que acabaría por acostumbrarse a su presencia, de manera que se fortaleciera la confianza en los encantamientos que lo protegían y así avanzar con más facilidad. Pero estaba equivocado. Ni se atenuó el terror sofocante hacia la propia oscuridad, ni la sensación irracional de claustrofobia bajo el peso aplastante de toneladas de rocas y tierra sobre su cabeza. Sólo aquellos que no han quedado atrapados en la oscuridad bajo tierra, compararían los laberintos sombríos de la Fortaleza de Dare con los dominios de la Oscuridad. A pesar de la agobiante penumbra y del peso de su estructura mágica de acero y piedra, la Fortaleza tenía límites. Aquí, las tinieblas eran infinitas y el peso era el peso de la propia tierra. El horror reptante que poblaba este lugar era igualmente infinito y tan omnipresente como aquella oscuridad que jamás había visto la luz.

Ahora comprendía las advertencias de Ingold y su convicción de que una invasión de los nidos jamás tendría éxito. Los túneles eran interminables y se hundían en las negras entrañas de la tierra creando laberintos insondables que se tragarían no a uno, sino a varios ejércitos. El desaliento se apoderó del joven conforme se adentraba más y más en aquel reino de tinieblas. Se preguntó cómo un ejército —aun con la tecnología que Dare de Renweth había tenido a su disposición— podría haber hecho la más mínima mella en las fuerzas innumerables y el poder de la Oscuridad.

Mas su misión era observar y, a pesar del pánico, la repulsión y la negra desesperación, ciertos detalles quedaron grabados en su mente con claridad diáfana. Advirtió que la temperatura era cálida y que una corriente de aire caliente soplaba por todos los túneles que conducían a las profundidades, incluso en aquellos por los que los Seres Oscuros no se arrastraban cual repugnantes escarabajos entre el musgo putrefacto. Vio que crecían distintas clases de musgo y líquenes en diversos lugares. En algunas partes —e incluso a veces en cavernas enteras—, las gruesas capas vegetales, semejantes a mullidas alfombras de color verde oscuro que tapizaban el suelo, estaban resecas y se deshacían al pisarlas. En otros sitios unas afloraciones nudosas a semejanza de bastones infectaban el suelo como bosques indescriptibles de tocones achaparrados, líquenes blanquecinos colgaban por las paredes húmedas como cortinas de algas viscosas. Los rebaños infrahumanos de la Oscuridad consumían con avidez toda esa clase de vegetación.

Estas criaturas causaron un efecto extraño en Rudy. La repulsión que despertaban en él aquellos humanoides de piernas combadas y ojos saltones era tan intensa como el terror hacia los Seres Oscuros. Sabía que pertenecían a una especie de origen paralelo al ser humano, pero se había esperado algo semejante a los dooicos que habitaban en las estepas, unos neanderthales velludos y simiescos. Pero las criaturas que deambulaban entre los marchitos lechos de musgo o se agachaban a la orilla de los estanques sin fondo para beber a lengüetadas el agua acharolada, eran más pequeñas, más delicadas, y tenían el cráneo más desarrollado; los entrecortados chillidos que emitían mientras huían de cualquier movimiento del aire, sonaban espantosamente análogos al habla.

No eran ellos los únicos que masticaban pedazos de musgo con sus dientecillos a la par que escrutaban a su alrededor con expresión aterrada. En una caverna tan inmensa que no se divisaba el final, Rudy encontró grupos de hombres y mujeres cubiertos con harapos que deambulaban y comían líquenes en tanto farfullaban una retahíla insensata. No se movían como los desgraciados zombis cuyas mentes había devorado la Oscuridad, pero Rudy se preguntó cuántos de ellos estarían en su sano juicio. Sólo en esta cueva parecían albergarse más de una docena de grupos cuyos miembros, no hacía mucho, regentaban comercios, tenían una familia y paseaban bajo las arcadas y las calles de la ciudad derruida de Gae. Quizá tenían todavía familiares allá arriba, pensó Rudy, asaltado por la náusea; tal vez tenían maridos, o esposas, o hijos en la Fortaleza de Dare.

Dio un paso atrás para no tropezarse con una mujer que caminaba a gatas en dirección al borde del estanque junto al que se encontraba. Tenía el pelo largo y rubio y probablemente hubo un tiempo en que había sido muy hermosa, se dijo Rudy, mientras contemplaba con una impasibilidad producto de la conmoción el rostro enflaquecido y el vientre hinchado. La mujer buscó a tientas el agua a la vez que murmuraba, una y otra vez, con un tono sin inflexiones:

—Agua cincuenta y cinco pasos desde el muro, agua cincuenta y cinco pasos desde el muro…

Podría haber sido Alde, pensó Rudy. La idea le trajo el sabor amargo de la bilis a la garganta. Quizás esta mujer era una de sus amigas. ¿No había dicho Janus que la Oscuridad se había llevado a un número considerable de los defensores de palacio durante la última batalla? Rudy cerró los ojos, dominado por un súbito mareo; podría ser pariente de cualquiera de las personas que conocía en la Fortaleza.

Pero, como había dicho Ingold, no habían acudido allí movidos por la piedad ni para llevar a cabo un rescate, sino para trazar planos. Y eso fue lo que hizo Rudy, además de dejar marcas en las cavernas inmensas y en los recovecos de interminables túneles negros por los que se arrastraba una vida inmunda, mientras se internaba más y más en las entrañas de la tierra. Encontró cavernas inundadas de negras aguas aceitosas desde las que surgían estalagmitas como pilares asentados en un pavimento cristalino. Recorrió grutas y más grutas repletas de huesos, algunos tan viejos que empezaban a hacerse polvo y otros tan recientes que todavía eran pasto de gusanos y ratas. Encontró los criaderos, donde la Oscuridad engendraba a sus vástagos; la visión era tan espantosa que faltó poco para que perdiera el conocimiento.

«Algún día volveré aquí solo y prenderé fuego a este sitio», se prometió a sí mismo a la vez que tanteaba el reluciente lanzallamas.

Por fin hizo un alto para descansar al abrigo de una hendidura en la pared rocosa, dejando que una corriente de aire fresco le secara el sudor que perlaba su rostro. Había marcado la pared, trazando con los dedos una runa plateada en la rugosa superficie que sólo era visible para él. La idea de adentrarse más en aquellos dominios de tinieblas y terror sofocante era más de lo que podía soportar. Estaba cansado, pero no sentía hambre. Después de haber visto los criaderos, dudaba que volviera a tener apetito alguna vez.

El tiempo no tenía sentido en el reino de la Oscuridad y, en consecuencia, recibió una sorpresa al mirarse el dorso de la mano y ver que la runa roja Hlal, dibujada por Ingold antes de separarse, se había oscurecido hasta adquirir un tono casi negro. «Cómo pasa el tiempo cuando te estás divirtiendo», se dijo con cinismo mientras se incorporaba. Al apoyar la mano en la pared, el musgo reseco se deshizo en polvo y le entró en la nariz. Enfundó el lanzallamas, se limpió la mugrienta mano en los pliegues de su no menos mugrienta capa, y se dispuso a emprender la larga y desagradable marcha de regreso a la superficie.

Lo azotó una súbita ráfaga de aire frío —el soplo errático y arremolinado de la Oscuridad—, procedente del túnel superior. Al fondo de la caverna que acababa de dejar atrás, escuchó el correr de unos pies y la respiración entrecortada y trabajosa de un hombre. «Viene hacia aquí», pensó Rudy, a la vez que se asomaba a la estrecha hendidura para mirar primero el túnel y luego la caverna. El viento venía también de aquella dirección persiguiendo al hombre que corría hacia él en medio de la oscuridad.

«Fantástico», rezongó, mientras decidía en qué dirección huir, ya que no tenía intención de quedar atrapado entre la Oscuridad y su presa. Pero, antes de que tuviera oportunidad de moverse, el viento pasó sobre él como una corriente de agua que arrastrara trozos del musgo. El hombre perseguido se precipitó por la hendidura con los brazos extendidos frente a él y se fue de bruces contra Rudy.

La Oscuridad le pisaba los talones y se desbordó por el final del túnel en el mismo momento en que Rudy y el hombre caían al suelo en un confuso revoltijo. Rudy prorrumpió en maldiciones en tanto que el fugitivo daba un respingo de sorpresa y desesperación. Rudy se zafó del enredo al mismo tiempo que los cuerpos fluctuantes de los Seres Oscuros se precipitaban sobre ellos extendiendo los tentáculos como serpientes babeantes.

Ni Billy el Niño habría desenfundado con más rapidez.

El lanzallamas escupió luz y fuego, chorros de llamas amarillas cuyo brillo resultaba cegador en aquel mundo subterráneo de eternas tinieblas. El fuego fluyó por encima de los lomos viscosos en un chisporroteante torrente de oro líquido.

Con el primer estallido de luz, Rudy captó un vislumbre fugaz del rostro del fugitivo: un rostro enflaquecido, enmarcado por unos mugrientos mechones crespos y canosos. Entonces el hombre gritó, a la par que se cubría los ojos que no habían visto la luz desde la caída de Gae. Los Seres Oscuros se abalanzaron de nuevo sobre ellos.

Pero el fuego se propagaba a su alrededor y chocaron unos contra otros en el espacio restringido del túnel como los transeúntes de una ciudad populosa en la hora punta. Una amenazante ráfaga de viento sopló desde la zona inferior y Rudy giró sobre sus talones y se agazapó en el resbaladizo suelo a la vez que disparaba en aquella dirección; el rugido de las llamas fue ensordecedor. En ese mismo momento, una cola restallante y espinosa lo agarró desde arriba y el joven disparó mientras se revolvía; las lenguas de fuego se propagaron y lamieron el reseco musgo del suelo de la caverna.

Se prendió como papel embreado. Rudy parpadeó y reculó asustado mientras el fuego se extendía por la caverna inferior a una velocidad espantosa. Estalactitas, pilares, velos sinuosos de alabastro y masas informes de cristal se hicieron súbitamente visibles con una variedad deslumbrante de colores en los que se mezclaba el tinte rojizo de las llamas. Rudy tuvo una visión fugaz de los Seres Oscuros que caían del invisible techo de la caverna retorciéndose de dolor y escupiendo ácido mientras se desplomaban, para acabar consumidos en el rugiente infierno de las llamas. Luego echó a correr, roto el encantamiento de encubrimiento, y sintió el aliento de la Oscuridad soplar a sus espaldas.

Se sumergió de nuevo en las tinieblas al penetrar en otro túnel, tambaleándose como un borracho en el asqueroso légamo corrompido que alfombraba el suelo en pendiente. Al fondo divisó las runas invisibles con que había marcado el camino; giró sobre sus talones y el lanzallamas vomitó fuego sobre los Seres Oscuros que iban en su persecución.

La masa de negrura estalló en llamas retorciéndose y sacudiéndose mientras los restos ardientes caían con un chisporroteo en el musgo negruzco del suelo. Canalizada por las paredes del túnel, la corriente de viento rugió en torno al joven, que corrió ciegamente de runa en runa volviéndose de vez en cuando para disparar a sus perseguidores o para abrirse camino. Allí donde los restos chisporroteantes tocaban los parches de musgo reseco que tapizaban las paredes, surgía una violenta llamarada.

Los pálidos humanoides ciegos huían del fuego en medio de chillidos de terror mientras se cubrían las enormes pupilas rudimentarias. Hombres y mujeres cubiertos de harapos corrían enloquecidos aullando de terror y desconcierto. Las paredes y los suelos ardían por doquier y Rudy recordó horrorizado que la caverna inmediatamente anterior a la que se encontraban tanto la escalera como la cuerda, estaba cubierta de una gruesa capa de musgo reseco. La comprensión lo sacudió como una descarga eléctrica. Una sola chispa sería suficiente para desatar una conflagración instantánea en la inmensa caverna, y si ello ocurría sorprendiéndolo a mitad de camino…

En las grutas superiores reinaba un pandemónium sofocante de humo, oscuridad y medias luces. Rudy avanzó a trompicones sobre el suelo resbaladizo, abriéndose paso a empujones entre los vociferantes humanos y semihumanos que chocaban contra él, lo agarraban del brazo y gritaban palabras ininteligibles. El humo, arremolinado por las corrientes de aire, le entraba en los ojos y lo hacía llorar. Las ratas corrían en desbandada entre sus pies huyendo del infierno desatado en la zona inferior.

En la última caverna todo era oscuridad; una aplastante y violenta oscuridad. Rudy sintió el poder de los Seres Oscuros que sofocaba las llamas al igual que la luz. Percibió la fuerza inmensa y la voluntad que vibraba en el aire como un torbellino. El musgo agostado y los huesos blanquecinos crujían bajo sus pies. El resplandor del fuego surgía de los túneles que había dejado atrás, se reflejaba en los repliegues y filigranas formados por la piedra caliza dotándolos de una aureola sulfurosa, y contorneaba el perfil de las volutas de humo. Las formas negras y brillantes de los Seres Oscuros se desbordaban por el pasaje que conducía a la zona superior en un torrente de légamo y fauces abiertas. Fluían como la corriente de un río en dirección al fuego del túnel emitiendo todo su poder para consumirlo, para apagarlo. Rudy trepaba ya por el tobogán pétreo que desembocaba en el siguiente túnel justo en el mismo momento en que una de las desdichadas criaturas semihumanas, prendida como una antorcha, corría ciegamente en medio de aullidos desesperados y caía de bruces sobre el musgo reseco.

Rudy se resguardó los ojos irritados por el humo y tuvo la sensación de que la monstruosa caverna, en la que cabría toda la Fortaleza y aun quedaría espacio de sobra, se prendía fuego no merced a la propagación de las llamas, sino a una única y súbita explosión por la velocidad con que el musgo se inflamó. El súbito vacío de oxígeno lo hizo boquear como un pez fuera del agua y le produjo vértigo. Por un momento temió perder el conocimiento y caer por el resbaladizo tobogán al rugiente infierno. Mientras corría a trompicones, sintió que la mejilla derecha y el dorso de las manos se le chamuscaban y se levantaban ampollas por la brutal onda expansiva de calor. Le pareció que todos los Seres Oscuros de la madriguera pasaban sobre su cabeza para extinguir las llamas con la fuerza de su magia mientras él huía en dirección contraria bajo la corriente de cuerpos viscosos en busca de la cuerda mágica, con el lanzallamas aferrado en las manos abrasadas.

Sintió que se le doblaban las piernas. Un momento después se desplomaba inconsciente.

Recobró el conocimiento poco a poco, en medio de la oscuridad.

Notó el sabor a roca y a agua, y el olor a fango y tierra. Tenía las manos vacías.

Se incorporó con un grito de desesperación, pero una mano fuerte le obligó a tumbarse de nuevo. Algo húmedo y tremendamente frío le cubrió la mejilla abrasada.

—No te muevas —dijo la voz de Ingold con afabilidad—. Me parece que ya has causado suficientes problemas en una sola tarde.

Poco a poco recobró la vista y distinguió el entorno.

Se encontraban en una habitación pequeña de piedra, semejante a una bodega abovedada. El único acceso con que contaba el cuarto se abría a un minúsculo jardín vallado, en el que media docena de árboles frutales se arracimaban apretujados como viejas en una estación con las cabezas agachadas para protegerse del frío. Superando el hedor a ácido y el regusto a polvo y moho que impregnaba sus fosas nasales, Rudy percibió el olor a nieve y barro y el efluvio cortante que anuncia la llegada del mal tiempo. Recortada en la puerta al contraluz del exterior, se vislumbraba la silueta de Kara de Ippit que anotaba apuntes complementarios en una de las tablillas, con la alabarda apoyada contra la pared al alcance de la mano. El perfil ileso de su rostro se volvió hacia él, y Rudy llegó a la conclusión de que hasta podría considerársela hermosa si se pasaban por alto aquellos pómulos tan prominentes como dos peñascos de granito en medio de una ladera desierta. El báculo rematado por una media luna que Rudy había conservado, a saber cómo, durante el caos desatado en la madriguera, estaba apoyado contra la pared, cerca de él; las puntas metálicas reflejaban la difusa luz que lograba filtrarse entre las nubes del cielo nocturno. En una esquina de la habitación, Kta dormía hecho un ovillo; parecía una momia de un niño inca.

Rudy suspiró y se arrellanó en el cómodo lecho de hojas secas en el que yacía. Al moverse, las hojas crujieron bajo la manta y soltaron un olor a mantillo y moho.

—Santo cielo —susurró el joven—. Cuando se desató aquel infierno, deseé que los tres os encontraseis ya fuera de la madriguera.

Ingold sonrió y siguió amasando una mezcla de hierbas y grasa. A la mortecina luz del exterior Rudy atisbó un cuenco o tazón roto colocado a los pies del mago, medio lleno con agua fría de pozo que brillaba tenuemente al escurrir sobre el suelo rugoso de piedra.

—Si no me hubiese detenido para contener un ataque de los Seres Oscuros por la retaguardia, el incendio me habría sorprendido en la última caverna cuando ésta estalló en llamas —contestó con suavidad el mago—. ¿No me viste?

—¡Demonios, no! Lo siento, hombre…

—Supongo que debería estar rebosante de orgullo por la efectividad de mi conjuro de encubrimiento… ¡Estate quieto, no voy a marcarte con un hierro candente! Sólo es ungüento para quemaduras que te vendrá muy bien —reprendió a Rudy cuando éste dio un respingo al rozarle la mejilla abrasada con una pasta pegajosa—. Por fortuna, había un túnel bastante despejado que daba un rodeo por un lado de la caverna y logré salir… aunque tuve que dejar la cuerda mágica en la escalera.

—¿Cómo es eso?

—Ya iba bastante cargado contigo a cuestas.

Ingold se recostó en la pared mientras se limpiaba las manos en una esquina de la manta. El basto tejido de su manto marrón apestaba a humo y a la fetidez de la madriguera. Bajo la sombra de la capucha sus ojos tenían una expresión afable y divertida.

—Deduzco que tu experimento con el lanzallamas ha sido satisfactorio —comentó con sorna.

Rudy rompió a reír e Ingold se sumó a su alborozo; ahora que lo pensaba, era la primera vez desde hacía mucho tiempo que lo veía reír. La tensa preocupación había desaparecido de los ojos del mago y había dado paso a una expresión evasiva y un tanto desasosegada, secuela de lo visto en el nido de la Oscuridad. Con el tiempo, Rudy reconoció aquella misma mirada en los ojos de cuantos habían tomado parte en las misiones de reconocimiento.

El recuerdo de aquellas tinieblas infectas volvió a su mente y cortó de raíz su alborozo.

—Va a ser muy duro —dijo con voz queda.

Ingold le lanzó una fugaz ojeada.

—¿Crees que existe alguna posibilidad de llevarlo a cabo?

El joven frunció el entrecejo.

—Desde luego. Necesitaremos que nos respalde un contingente de fuerzas considerable para que el escuadrón de incendio llegue al fondo de la madriguera, pero una vez que estemos allí, le prenderemos fuego conforme retrocedamos. Si logramos destruir los criaderos y dañar al menos el cincuenta por ciento de la madriguera, conseguiremos que Gae sea otra vez un lugar seguro en el que vivir.

—¿Y crees que un ejército humano tiene capacidad para destruir siquiera ese cincuenta por ciento de la madriguera?

—El musgo arde como papel. —Rudy se movió y dio un respingo. Tenía los músculos agarrotados—. ¿Es que tú no lo crees?

El anciano guardó silencio, con la mirada prendida en sus propias manos chamuscadas y llenas de cicatrices. Luego volvió la vista hacia la puerta.

—¿Harás tú la primera guardia, Kara?

—Si nadie dice lo contrario… —respondió la mujer con su voz grave.

Rudy se incorporó para sentarse; lo sorprendió comprobar lo dolorido que tenía el cuerpo. Las manos y la cara le escocían bajo la capa pastosa del ungüento de Ingold.

—Te echo un pulso a ver quién la hace —bromeó—. O mejor, cojamos tres palitos y el que saque el más corto, pierde, y se va a dormir. Sólo Dios sabe cómo puede hacerlo Kta —exclamó con sincera sorpresa.

—Kta tiene cien años —intervino con suavidad Ingold—. Si hay algo que no haya visto en tan larga vida, no imagino qué puede ser.

La sonrisa de Kara fue breve y contenida; casi desapareció antes de que Rudy comprendiera que el comentario le había hecho gracia. Daba la impresión de que en algún momento de su niñez la hubiesen castigado por reír. Kara se incorporó, puso a un lado las tablillas en las que había estado trabajando y las guardó en su vieja mochila. Rudy vio que, al igual que Jill, tomaba los apuntes en la superficie encerada con una horquilla puntiaguda que en este momento prendía con cuidado en el cuello de su capa; la minúscula azucena de diamantes que adornaba la horquilla relució como una estrella en contraste con el burdo tejido gris. En estos tiempos, aun las joyas más valiosas eran moneda corriente entre los supervivientes de Gae y Karst.

—¿Por qué no recogemos los bultos y nos vamos ahora de la ciudad? —propuso la mujer—. Me parece que nadie tiene muchas ganas de dormir.

Ingold se tumbó cerca de Kta y se cubrió con la manta.

—No —decidió—. No es prudente rondar por Gae de noche. Hay otras cosas aparte de la Oscuridad acechando entre sus ruinas. Todos estamos agotados y sería sencillísimo cometer un error fatal. Además, faltan pocas horas para el amanecer.

El mago se volvió hacia la pared, pero Rudy no quería siquiera intentar dormir.

Se incorporó con esfuerzo y bebió el agua que quedaba en el cuenco. Estaba fresca aunque tenía un regusto a tierra y a las hierbas de Ingold, pero estaba tan sediento que no le importó. Luego dio unos pasos y se acomodó frente a Kara en la puerta derruida. Sólo de pensar en las pesadillas que tendría si se quedaba dormido, sentía escalofríos y se preguntó si no sufriría de insomnio hasta el final de sus días.

—Contemos historias de miedo para hacer entretenida la guardia —comentó con desenfado.

De nuevo apareció la sonrisa fugaz en el rostro de la mujer. El viento movía las ramas de los árboles del patio y producía un suave repiqueteo semejante al de los huesos de un ahorcado. Empezó a llover y las gotas se precipitaron sobre el suelo mojado y se clavaron como alfileres en la mejilla abrasada de Rudy. Por encima de los torreones de la ciudad se escuchó de nuevo el llanto de un niño; o quizá fuera el maullido desafiante de un gato callejero.

—¿Qué viste en los criaderos, Rudy? —inquirió Kara en voz baja.

—¿Tú no los viste?

Ella negó con la cabeza.

—La mayor parte del tiempo exploré los túneles superiores y apenas descendí. No llegué hasta allí.

—Entonces eres una chica afortunada. —Rudy se arrebujó en su vieja capa. Las guedejas de lana del embozo estaban rígidas por el frío y le rasparon la mandíbula.

—¿Tan horrible fue?

El joven guardó silencio y desvió la mirada al oscuro patio. Kara se sopló los nudillos y se los frotó sin apartar los ojos de su rostro.

—Creciste en el desierto, ¿no? —dijo al cabo Rudy.

—Sí.

—¿Sabes lo que es el avispón de las tarántulas y cómo planta sus huevos?

—Desde luego —respondió, sorprendida por la inesperada pregunta y un tanto asqueada al evocar las costumbres repugnantes del insecto.

—Entonces no me preguntes qué vi en los criaderos.

Rudy aguardó en silencio a que captara la connotación implícita en su comentario. Un momento después, Kara exhalaba un sonido ahogado como si contuviera una arcada y después se sumió en un silencio horrorizado.