CAPÍTULO DOS

—¿Ingold?

Jill se detuvo en el angosto vano de la puerta, casi invisible en las sombras que se proyectaban en el cuarto. Uno de los magos —el acartonado y menudo Kta— le había dicho que Ingold se encontraba allí, en una habitación pequeña oculta en las profundidades de la zona secreta de la Fortaleza, los niveles subterráneos cuya existencia sólo era conocida por uno de cada diez habitantes de la fortificación. Tras una rápida ojeada, Jill vio que el cuarto era una versión reducida del observatorio situado en el segundo nivel, en cuya mesa de piedra y cristal Rudy había vislumbrado en una ocasión la imagen del archimago.

Ingold estaba sentado al borde de la mesa circular de piedra negra y contemplaba absorto el cambiante resplandor que brotaba del centro cristalino. Alzó la cabeza al escuchar la voz de la joven y en su rostro se reflejó el pulsante fulgor. Alargó la mano hacia Jill, y la luz, fría y blanca, perdió intensidad.

—Iba a mandar llamarte —dijo en voz baja, mientras ella se sentaba en el borde de la mesa, a su lado. Luego, advirtiendo la tirantez de sus labios y el modo inquieto con que sus dedos, largos y encallecidos por el uso de la espada, jugueteaban con la hebilla del cinturón, le preguntó—: ¿Qué te ocurre, querida mía?

—¿Es cierto lo que dijo Rudy? ¿Vas a dirigir la expedición a Gae?

Durante un instante él la estudió en silencio. A Jill le pareció que, a la tenue y fría luminosidad blanca, las arrugas que surcaban aquel rostro ajado se hacían más profundas.

—Muerto Saerlinn, soy el único que conoce a fondo la ciudad.

—¡Te matarán! —gritó Jill con desesperación.

Los ojos azules de Ingold se iluminaron con una sonrisa; esa sonrisa que tenía la cualidad peculiar de transformar su rostro al igual que el sol transforma un paisaje agreste, trocando lo anguloso y taciturno en joven e impetuoso.

—Me ofendes, Jill —se burló—. Desconfiar así de mis propios hechizos…

—No es para que lo tomes a broma —replicó con aspereza. En Jill, la preocupación por otros se traducía siempre en irritación—. Los Seres Oscuros se apoderaron de Lohiro. ¡Y él era todo un archimago, maldita sea!

—Él se entregó de manera voluntaria —puntualizó el hombre que había amado a Lohiro como a su propio hijo. En el pómulo se marcaba todavía, tierna y enrojecida, la cicatriz infligida durante la lucha a muerte sostenida con el archimago.

—Si pudieron hacerlo su prisionero, es indiscutible que no tendrán el menor problema para acabar contigo —espetó con brusquedad la joven.

En los ojos del mago brillaba aún un leve vestigio de la desenfadada vivacidad anterior.

—Primero tendrían que cogerme, ¿no?

Jill lo contempló en silencio un momento, debatiéndose entre la irritación y la preocupación. Después, desarmada por la expresión del mago, suspiró.

—Muy bien. Sólo me resta decirte que tu forma de eludir el peligro es de lo más absurdo que he visto en mi vida. Claro que no es asunto mío.

—Ah, Jill, pero es que lo es. —Ingold esbozó una sonrisa pesarosa—. Con mi intervención hice que te concerniera de forma muy directa al traerte a este mundo en contra de tu voluntad y dejarte atrapada en él.

La joven sacudió la cabeza.

—No fue culpa tuya. No podías saber que los Seres Oscuros tratarían de atravesar el Vacío.

—Eres muy amable al disculparme. Pero fui un estúpido al no darme cuenta antes de las consecuencias. —Alargó la mano y acercó a la muchacha hacia sí; su sombra se proyectó gigantesca contra la oscura pared—. Sabía que existía la posibilidad. Pero, cuando rescaté al príncipe Tir, la huida a tu mundo me parecía la única salida, y necesitaba un contacto al otro lado del Vacío. Y, créeme, ha sido una dura lección para mí comprender que no es aconsejable entrometerse en otros mundos.

—Si no lo hubieras hecho, Rudy estaría todavía pintando motos para los Ángeles del Infierno. No dirás que todo ha sido una coincidencia.

—No creo que exista nada parecido a la casualidad —respondió Ingold. Sus ojos se encontraron un breve instante—. En cualquier caso, de no ser por mi intromisión no te habrías visto arrancada a la fuerza de la vida que llevabas, del trabajo que realizabas en la universidad preparando tu doctorado, de tus amigos. De no ser por el peligro latente de que la Oscuridad te siguiera a través del Vacío y devastara tu mundo como ha hecho con el nuestro, hace mucho tiempo que estarías de vuelta con los tuyos. Y ése, querida —concluyó en voz baja—, es el motivo de que hoy esté aquí. —Tiró de la joven hacia él. De repente el cristal encajado en el centro de la mesa emitió una luz pulsante que los bañó en un caleidoscopio de blanco resplandor—. Mira el cristal, Jill.

Ella obedeció y el brillo cegador la hizo parpadear.

—No…, no comprendo —tartamudeó.

El deslumbrante fulgor atrajo su mirada, y dejó de ver la habitación, las sombras y la figura envuelta en la vieja túnica que estaba a su lado. Aunque reinaba un profundo silencio, la joven tuvo la sensación de que contemplaba música; únicamente el débil zumbido de la maquinaria en las cercanas salas de calderas rompía la inmensa quietud de la visión que la tenía hipnotizada.

—No es fácil de explicar —dijo a su lado aquella voz profunda y rasposa—. Este observatorio, al igual que el que se encuentra en el segundo nivel, se construyó con el propósito primordial de controlar la seguridad de la Fortaleza; una medida lógica si se tienen en cuenta los kilómetros de corredores con que cuenta. Pero, como Rudy descubrió, los cristales mágicos tienen otros muchos usos. Lo que ahora ves es una interpretación descriptiva, una sencilla expresión visual de ideas demasiado grandiosas para ser comprendidas con métodos ordinarios.

Jill frunció el entrecejo; poco a poco sus ojos se ajustaban a la brillantez de aquel manantial de luz que parecía brotar de lo más profundo. Le pareció que miraba a través de un espacio infinito bañado por una blancura ardiente en la que, cual burbujas en una solución brillante, unas esferas doradas se movían y giraban unas en torno a las otras ejecutando con lentitud los pasos de alguna danza inescrutable. Las superficies opalescentes reflejaban colores que le resultaban desconocidos e incomprensibles, revelando estrellas, galaxias, eras…, visiones cósmicas de algo que no era espacio ni tiempo. Los orbes se alejaban y se hacían infinitamente pequeños con la distancia, aunque no había horizonte ni límite que se interpusiera en su campo visual; hasta donde le alcanzaba la vista en aquel éter deslumbrante, los cuerpos esféricos aparecían, se movían, se alejaban y recorrían círculos interminables en un trazado cuyo propósito rozaba el límite de su comprensión. Refulgían como oro lubricado al tocarse, se enlazaban como las manos de parejas danzantes envueltas en tenues velos de luz; luego, con infinita lentitud, se separaban.

Ingold volvió a hablar; sus palabras parecieron llegarle de muy lejos.

—Lo que ves es el Vacío, Jill. El Vacío entre los universos. El que cruzaste para llegar aquí. Las esferas son mundos, universos, eones de tiempo; cada uno de ellos, un cosmos ilimitado de materia y energía, entropía y vida. Es la mejor explicación que alcanzo a darte y su parecido con la realidad es igual al que guarda el dibujo infantil de una estrella con la maravilla y complejidad de la naturaleza de un cuerpo estelar. ¿Ves las esferas unidas que se encuentran más cerca de nosotros?

Ella asintió en silencio.

—¿Son…? Parece que se están separando.

—En efecto —murmuró él—. Son tu mundo y el mío, Jill. El verano pasado iniciaron un tránsito que los aproximó poco a poco hasta que estuvieron tan cerca que la cortina que los separa se hizo muy tenue. Quien como yo comprende la naturaleza del Vacío, puede viajar de este mundo a cualquier otro. Pero la noche que hablamos por primera vez en el patio del palacio de Gae, cuando la luna estaba en su cuarto creciente, se encontraban tan próximos que un durmiente, alguien que estuviera soñando, podía ser trasladado de manera involuntaria, como te ocurrió a ti. Esa proximidad es la que me impidió mandarte de regreso, pues cualquier desgarrón en la fina urdimbre que separa tu mundo del mío causaría una serie de aberturas a través de las cuales los Seres Oscuros podrían abrirse paso… como, de hecho, hizo uno de ellos.

»Sin embargo, nuestros mundos empiezan a separarse y salen de su conjunción cósmica. Dentro de cuatro semanas, más o menos, en la época de la Fiesta de Invierno, la distancia será lo bastante segura para que abra la puerta del Vacío y te devuelva a tu mundo sin que con ello ponga en peligro la civilización que te vio nacer.

Al oírlo hablar de su regreso, la joven levantó con brusquedad la cabeza y lo miró a los ojos.

—Y ése es, querida mía, el motivo por el que estoy hoy aquí —repitió con toda la suavidad que pudo—. Porque tienes razón. Sé muy bien lo que me aguarda en Gae. Peligro, desde luego. Y, tal vez, la muerte. Tenía la esperanza de poder mandarte de regreso esta noche, por temor a que quedaras atrapada aquí para siempre si algo me ocurriera en Gae.

—¿Esta noche? —musitó Jill, conmocionada por la inminencia de la partida, por la posibilidad de cenar en el gélido valle de Renweth y terminar la velada con un tentempié de medianoche en algún café del bulevar Westwood. La asaltó un cúmulo de emociones inexplicables y todo cuanto pudo hacer fue mirarlo con ojos inexpresivos, aturdidos, irritados por un escozor inoportuno.

Ingold la cogió de las manos con ternura.

—Lo siento, Jill. ¿Por esto me buscabas?

Fue incapaz de responderle. Junto a ella, su voz prosiguió.

—Desde la noche en que los Seres Oscuros intentaron sin éxito romper las puertas de la Fortaleza, sabes que han permanecido vigilantes en el valle de Renweth. Quizás esperan a que bajemos la guardia o tal vez buscan una oportunidad para atraparme fuera de estos muros. Pero también cabe la posibilidad de que aguarden el momento en que abra la urdimbre del universo, la puerta del Vacío. Y ése es un riesgo que no me atrevo a correr. Lo siento, Jill.

La joven se mantuvo en silencio. Bajo su rostro, el cristal de la mesa se había oscurecido y las sombras se habían adueñado del cuarto. No obstante, le pareció que todavía vislumbraba las imágenes vagas de esferas oscuras y la sugestión de un movimiento lento y circular a través de la negrura.

—No importa —dijo en voz baja.

Las manos del mago, cálidas y reconfortantes, se posaron en sus hombros y lograron como siempre ahuyentar el miedo.

—Lo siento —repitió Ingold.

—No te preocupes.

En medio de la oscuridad que los rodeaba, cobró vida un tenue fulgor azulado. Mientras Ingold la ayudaba a incorporarse, el resplandor se hizo más intenso e iluminó el cuarto pequeño y espartano, y el cristal incrustado en el centro de la mesa, opaco y centelleante como un espejo cubierto de escarcha. El resplandor azul se deslizó por encima de Ingold y las sombras de los dos amigos, negras y alargadas, precedieron sus pasos mientras se encaminaban hacia la puerta. También iluminó la neblina gris de polvo que levantaban con los pies conforme recorrían los pasillos de las antiguas salas de hidrocultivos, ahora vacías, y se reflejó en las piezas desmontadas de los lanzallamas, al otro lado de la puerta del laboratorio de Rudy. Como un fuego fatuo errático, los precedió por el angosto tramo de escaleras que llevaba a los niveles superiores de la Fortaleza y a través de una sucesión de celdas, puertas y corredores que formaban el cuartel general de la Asamblea de Magos.

La sala colectiva del complejo estaba desierta, con la única iluminación que proporcionaban los rescoldos de la lumbre, apilados en el centro de la gran chimenea como un montón de gemas. Las sombras de los dos amigos se deslizaron igual que fantasmas sobre los objetos misceláneos que ocupaban la amplia habitación: libros con encuadernaciones suntuosas, rescatados en las ruinas de Quo o sustraídos sin ningún empacho de la biblioteca de la Iglesia; el acerico de Kara de Ippit, reluciente como un puercoespín enjoyado en medio de un desordenado montón de tejidos burdos; ristras de cebollas y manojos de hierbas aromáticas colgados sobre la chimenea; la lluvia plateada que eran las cuerdas del arpa de Rudy. Las pupilas inmensas y doradas de los gatos que deambulaban por el complejo, centelleaban por doquier.

Ingold suspiró y rompió el amargo mutismo en que se había sumido. Su voz tenía una inflexión que Jill no había escuchado hasta entonces.

—Jamás tuve intención de hacerte correr semejante peligro, Jill. Sólo espero tener ocasión de mandarte de regreso a tu mundo para ponerte a salvo antes de que la catástrofe se abata sobre nuestras cabezas. Parece darse un porcentaje alarmante de mortandad entre las personas que aprecio.

El acerbo pesar implícito en su voz conmocionó a la joven.

—Eso no es cierto —protestó.

En medio de la oscuridad, la figura del mago era una sombra más, perfilada por los tonos ambarinos de la lumbre.

—¿Crees que no? —Al permanecer su rostro oculto en las sombras, el dolor y la ironía de sus palabras adquirieron una claridad diáfana—. Rudy ha heredado el báculo que perteneció a uno de mis mejores amigos, y la viuda de otro, pequeña.

—Eso no tiene nada que ver contigo.

—¿Ah, no? —Las cejas hirsutas se arquearon—. A uno de ellos lo abandoné en la hora de su muerte. Al otro lo maté con mis propias manos. No veo cómo podría estar más implicado de lo que estoy.

—Cualquiera de los dos te habría ordenado que actuaras como lo hiciste y tú lo sabes. —Ingold trató de apartarse, pero lo agarró por la pechera de la túnica y lo retuvo—. Estabais dominados por unas fuerzas que escapaban a vuestro control. No te tortures porque fuiste tú quien sobrevivió —argumentó con ardor.

A pesar de sus acaloradas frases, el mago guardó un empecinado mutismo, roto tan sólo por el rítmico sonido de su respiración. Al mortecino resplandor de las ascuas, la joven lo veía como una silueta difusa, pero sintió su presencia como jamás había sentido la de nadie: el roce del tejido remendado que apuñaba entre sus dedos crispados; el olor dulzón a hierbas medicinales, a jabón y a humo que impregnaba la lana de la túnica; el reflejo de la lumbre que dibujaba la línea del cabello blanco… Tuvo plena conciencia de que lo reconocería en cualquier parte sin necesidad de verlo o escucharlo, sólo con su mera presencia.

Cuando el mago alzó la mano y le tocó la muñeca, el roce de sus dedos fue como una descarga eléctrica.

—Deja de torturarte, Ingold. No tienes la culpa de lo ocurrido —dijo con un hilo de voz.

—Pero sí sería responsable de tu muerte.

—¿Crees que me importa morir?

—Me importa a .

Se apartó de ella con brusquedad. La joven oyó el roce áspero de la cortina que cubría la puerta de la celda donde dormía el mago, pero sus ojos no pudieron penetrar la negrura que reinaba en aquel extremo de la sala. La voz rasposa de Ingold le llegó desde las sombras como un murmullo incorpóreo.

—Buenas noches, Jill. Y adiós. Perdóname si no regreso de Gae.

En otro lugar de la Fortaleza había tenido lugar otra despedida.

Era muy tarde. A Rudy le había parecido oír hacía un rato el cambio de guardia de la medianoche; sin embargo, aunque era consciente del tiempo que había transcurrido desde entonces, le costaba un gran esfuerzo traducirlo en horas y minutos. No obstante, un sexto sentido le advertía que eran las dos y media de la madrugada, más o menos. Un dato, por otro lado, que no revestía ya la menor importancia; había perdido el hábito de mirarse de manera mecánica la muñeca para ver qué hora era, al igual que había dejado de buscar un interruptor de luz cuando entraba en una habitación oscura.

Llamar al fuego era más sencillo; tan sencillo como silbar. Y ver en la oscuridad, era aún más fácil.

Avanzó en silencio por los sombríos corredores del segundo nivel y dobló en un recodo del trayecto con la misma seguridad con que en su momento sabía que se salía de la autopista de San Bernardino por la avenida Waterman y, después de torcer a la derecha en los dos cruces siguientes, se llegaba al taller de chapa y pintura de Wild David. Prosiguió su camino por un pasaje polvoriento que discurría entre los habitáculos ocupados por la guardia privada de Alwir y un almacén donde estaba seguro de que el canciller guardaba vituallas sin declarar para alguno de sus amigos mercaderes. Atravesó una celda tan pequeña como un armario que había sido separada de un antiguo scriptorium y que conducía a un atajo a través de una letrina en desuso.

Alde le había enseñado esta ruta después de su regreso de Quo. Era el camino más corto desde la residencia de la Asamblea de Magos a los aposentos de la joven, que con un desvío evitaba pasar por el territorio ocupado por la Iglesia. Alde y Jill habían pasado semanas explorando la Fortaleza, profundizando en los misterios de su construcción, y cualquiera de las dos jóvenes era capaz de recorrer el laberinto infernal de paredes construidas de manera chapucera, la maraña de celdillas levantadas con viejos ladrillos y argamasa, y la caótica red de escaleras que subían y bajaban como si las hubiera diseñado un arquitecto borracho, con la misma seguridad con que un delincuente habitual recorre las instalaciones de un juzgado. En cuanto a los misterios que trataban de desentrañar, no habían hallado respuestas que los resolvieran, sino más incógnitas que añadir a las ya existentes.

Habían encontrado lámparas incandescentes que no necesitaban de combustible, así como las piezas que componían unas armas semejantes a lanzallamas; habían encontrado la antigua maquinaria que los constructores de la Fortaleza, los magos-ingenieros, habían utilizado para hacer funcionar las bombas de agua y la renovación del aire; habían encontrado un sinfín de enigmáticos poliedros de cristal gris que también alfombraban los laboratorios subterráneos con idéntica prodigalidad que en los niveles superiores. Pero no habían encontrado la menor evidencia de que los vastos jardines de hidrocultivos se hubieran utilizado alguna vez; ni crónicas de los primeros tiempos en que la Fortaleza había sido habitada; ni una sola pista que apuntara el motivo de la súbita desaparición de los magos-ingenieros.

No había indicios de cómo había vencido a la Oscuridad Dare de Renweth, constructor de la Fortaleza y fundador de la dinastía de los Grandes Reyes; ni la menor reseña del porqué los Seres Oscuros habían cesado de matar y devorar a los seres humanos y habían regresado a los tenebrosos abismos que los habían engendrado.

Rudy torció con sigilo una esquina y cruzó un complejo de celdas sumido en las sombras donde, incluso a esta hora intempestiva, el débil resplandor dorado de una lámpara se colaba a través de la grieta de una puerta y se escuchaban voces enzarzadas en una discusión. Los ojillos brillantes y rojizos de las ratas lo observaban vigilantes desde las tinieblas; en alguna parte se alzó el cacareo escandaloso de una gallina, seguido del golpe sordo de una bota arrojada contra la desconsiderada clueca.

¿Habían sido los lanzallamas los que habían ahuyentado a los Seres Oscuros?

Lo dudaba; las piezas encontradas en los laboratorios eran escasas e incompletas. Por otro lado, la Oscuridad había campado por sus respetos siglos después de la época de Dare. ¿Habrían surgido nuevos paladines u otros guerreros que habían infligido un golpe tan demoledor a los Seres Oscuros que los había hecho desistir de su propósito de acabar con la humanidad?

¿Cómo había vencido la raza humana a la Oscuridad?

«La pregunta tiene en sí la respuesta», repetía Ingold.

La pregunta tiene siempre en sí la respuesta.

Pero Rudy se había devanado los sesos barajando todas las respuestas posibles que lo conducían de manera invariable a la pregunta original.

Quizá Tir lo recordaba. Quizá su padre, el malhadado rey Eldor, habría logrado desentrañar el misterio si no hubiera perecido en el holocausto que destruyó el palacio de Gae. Aunque el príncipe Tir era todavía demasiado pequeño para hablar, era evidente que había heredado aquel legado terrible y misterioso tan común entre los descendientes de Dare de Renweth, no sólo por su padre, sino —según los indicios— también a través de Minalde. Los recuerdos de la reina eran vagos; más que recuerdos, era la sensación de haber estado ya en ciertos lugares. En tal caso, si los lanzallamas eran la respuesta que buscaban, ella tendría que haberlo sabido.

Y, si no eran los lanzallamas, entonces ¿qué era?

Rudy vio al frente una luz blanca y débil que se reflejaba en la piedra negra y lisa de las paredes. El joven pasó junto al arranque de una de las grandes escalinatas cuyo acabado pulido denunciaba que había sido construida en la misma época que la colosal fortificación. Dentro de un fanal colgado en lo alto de la escalera lucía uno de los poliedros luminosos, como advertencia a los transeúntes despistados.

¿De qué otro modo había podido la humanidad derrotar a la Oscuridad? ¿Acaso los magos-ingenieros habían llegado hasta el arranque de las infernales escaleras que conducían a sus repugnantes dominios y habían arrojado barriles de poliedros luminosos en el abismo?

No era probable. Experimentos anteriores habían demostrado que un cierto número de Seres Oscuros era capaz de apagar la luz de las piedras, del mismo modo que extinguía las hogueras o anulaba un conjuro de luz.

¿Tal vez alguna otra arma cuyo recuerdo había quedado enterrado en la noche de los tiempos? ¿Quizás algo que Ingold había aprendido durante los años de estudio o vagabundeos? ¿Algún retazo de conocimiento que yacía como una bomba sin explotar en lo más profundo de aquella mente compleja? Rudy habría vendido a varios de sus hermanos pequeños a cambio de la respuesta.

Una corriente de aire cálido subió por la escalera y agitó sus largos cabellos. Le trajo las voces suaves y musicales de los monjes que entonaban los maitines, y el joven se dio la vuelta, reacio a atravesar aquel imperio menor que ocupaba todo el primer nivel en torno al núcleo rectangular del santuario. Había oído muchas historias de boca de los otros magos de la Asamblea; rumores acerca de cuartos en los que la magia era inoperante y donde el mago podía quedar encarcelado, como lo había estado Ingold en una celda sin puerta en las mazmorras de Karst. Se comentaba en medio de susurros la existencia de la magia negra y cosas tales como la Runa de la Cadena, que podía paralizar a un mago y neutralizar su poder dejándolo a merced de sus seculares enemigos eclesiásticos.

El joven había visto la Runa de la Cadena y el recuerdo que guardaba no era agradable.

Torció por otro corredor y pasó frente a un cuarto de guardia en el que se oían voces y el repiqueteo de los dados en un cubilete. Por un instante acudió a su memoria el rostro altanero e intolerante de la obispo Govannin, tal como lo había visto en la escalinata de acceso a las puertas. «Es conveniente saber quiénes son nuestros enemigos».

Rudy sabía de uno que maldita la falta que le hacía utilizar una lupa para encontrarlo. Pero, después de todo, ¿qué podía hacer esa fanática?

El camino que llevaba lo condujo hasta una especie de escalera improvisada, más semejante a una escala de mano, que descendía a un corredor trasero del nivel inferior, todavía a una distancia prudencial del territorio de la Iglesia. Este tramo no estaba señalizado siquiera con una de las piedras luminosas, pues era una ruta utilizada por muy pocas personas; debajo sólo había un abismo de negrura que apestaba a polvo y a ratones. Los decrépitos escalones crujieron bajo su peso por lo que, tras afianzarse en la madera carcomida, salvó el último tramo de un salto.

No advirtió un movimiento en las sombras hasta que aterrizó en el nivel inferior. Su vista de mago captó un destello de terciopelo y joyas, y al momento, tan sutil como una bocanada de perfume de raíz de lirio, le llegó el sonido inconfundible del roce de la empuñadura de una espada contra la hebilla de un cinturón y el rumor apagado de los pesados pliegues de una capa.

Una voz profunda y melodiosa surgió de las sombras.

—No seas tan aprensivo, mi querido muchacho. No tengo intención de atacarte.

Rudy soltó la respiración contenida.

—Me tranquiliza oírlo —respondió—. Quiero decir que nunca se sabe con quién te puedes encontrar a estas horas en un corredor trasero.

—Sí, nunca se sabe. —Alwir abrió una de las tapas de la linterna que llevaba y la luz blanca se filtró por los calados de las placas corredizas que protegían la piedra mágica luminosa. Colocó la linterna sobre un saliente de ladrillos y se volvió hacia Rudy. Su rostro atractivo parecía blanco en contraste con la mata de pelo, negra como ala de cuervo—. Ingold te ha convertido en una persona desconfiada. Claro que, como muy bien has dicho, uno se pregunta qué clase de gente deambula por estos corredores alejados a tan altas horas de la noche.

Rudy sintió una punzada en el estómago al comprender que el canciller lo estaba esperando. Nada de lo que dijera podría negar la evidencia; llevaba el perfume de Minalde impregnado en la piel y en las ropas. «Alwir sabía que me sorprendería la víspera de nuestra marcha. Claro que tampoco le habría sido difícil interceptarme cualquier otra noche desde que regresamos de Quo». El joven se secó las manos sudorosas en las polainas y aguardó en silencio lo que tuviera que decirle el hermano de Alde.

—Me han informado que has hecho grandes progresos en las artes mágicas —comenzó el canciller, con un tono coloquial—. Ni que decir tiene que tu trabajo en los lanzallamas nos será de una ayuda inestimable cuando ataquemos a la Oscuridad. ¿Opinas que Dare de Renweth se valió de algo semejante para la invasión de las madrigueras?

Rudy tragó saliva. Estaba desconcertado por la charla trivial del canciller, pero no tenía otra opción que seguirle el juego.

—Eh… No lo sé. Ni siquiera hemos encontrado alguna evidencia de que Dare invadiera los nidos.

—Oh, vamos —lo reprendió Alwir con aires de superioridad—. Ambos sabemos que no pudo ser de otro modo. La Oscuridad fue derrotada, por un medio u otro. Estoy convencido de que el reconocimiento que llevaréis a cabo en Gae nos revelará exactamente cómo se logró el éxito. De esta manera conseguiremos, junto con nuestros aliados de Alketch, alcanzar la victoria.

—Sí, claro —dijo Rudy con desconfianza, todavía perplejo por este jueguecito al gato y el ratón—. En cualquier caso, las probabilidades son buenas.

La amplia sonrisa de Alwir era falsa, fría y forzada.

—¿Qué planes tienes para después?

—Después, si es que sigo con vida, ya veremos —respondió Rudy, escogiendo con cuidado las palabras.

—Desde luego. —El canciller seguía sonriendo, pero la dureza de sus pupilas azules habría cortado un diamante. Como si cambiara de tema, comentó—: Presumo que tu amancebamiento con mi hermana es un secreto bien guardado. No es que no comprenda sus sentimientos —se apresuró a añadir, adelantándose a la airada protesta de Rudy—. Después de todo, es joven y está sola. Os ganasteis su aprecio al salvar la vida de su hijo…, como el de todos nosotros, por supuesto. Claro que difícilmente habría podido encapricharse de Jill o de Ingold. —Lanzó un suspiro—. Si hubiese sabido lo que ocurría, habría hecho algo para impedirlo. Pero el idilio empezó a mis espaldas y, al parecer, estaba muy avanzado cuando llegamos a la Fortaleza, ¿no es así?

—¿Qué es lo que quieres? —inquirió Rudy con voz tensa.

—Mi querido y joven amigo. —El canciller suspiró de nuevo sin que en ningún momento se borrara la sonrisa de sus labios—. No es mi intención tenderte una trampa. Pero un hombre tiene el derecho de mantener una charla sincera con el hombre que yace con su hermana. Me pregunto si te has parado a pensar en las consecuencias que podría tener para ella.

Rudy guardó silencio, y Alwir sacudió la cabeza con una actitud mezcla de paciencia y decepción.

—Es de suponer que, como mago, posees la facultad de evitar que conciba un hijo tuyo… o, si no se te ha ocurrido pensarlo, imagino que mi hermana pedirá consejo a sus amigas de la guardia. Que yo sepa, le fue fiel al pobre Eldor, y Altir es sin duda el hijo del fallecido rey.

¿Que tú sepas? —bramó Rudy, encolerizado por el insulto malintencionado—. ¡Ella lo adoraba, maldita sea!

—Oh, sí. Y lloró su muerte largo y tendido, estoy seguro. —El sarcasmo hizo enrojecer a Rudy—. Sería muy comedido si dijera que la reputación de mi hermana sufriría un descalabro en caso de que su pueblo se enterara de que, en menos de dos semanas, su soberana había reemplazado en su cama a su muy idolatrado rey. —Tras una pausa en la que pareció que reflexionaba, agregó—: Aunque, lo más probable es que la excomulgaran.

Rudy tragó saliva al evocar los ojos fanáticos de Govannin.

—No se atreverían…

Las finas cejas del canciller se arquearon.

—¿Por yacer con un mago? Ya lo creo que sí. En el sur la quemarían en una hoguera.

El joven lo miró conmocionado.

—Bromeas —balbució.

—No quieras eludir tu responsabilidad a sus expensas —le dijo Alwir con voz meliflua—. Si el escándalo se hace público, será excomulgada con toda seguridad y, en consecuencia, perderá la regencia y la custodia de su hijo.

Rudy tardó unos segundos en entender todo el alcance de aquellas palabras. Luego, la comprensión se abrió paso en su cerebro y con ella una lenta, ardiente y profunda cólera. Lo sorprendió que su voz sonara tan firme.

—Que, naturalmente, recaerían en ti.

—Desde luego —dijo el canciller como si le extrañara que siquiera lo hubiese planteado. Posó una mano en el hombro de Rudy en una actitud protectora—. Pero, créeme —continuó en tono confidencial—: no deseo propiciar semejante escándalo.

—Muy amable por tu parte —replicó el joven con los dientes apretados.

—Aprecio mucho a Minalde, lo sabes. Es una criatura encantadora, aunque muy tozuda; y soy condescendiente con ciertas debilidades propias de hermosas jovencitas.

Rudy recordó los momentos de angustia y remordimiento por los que había pasado Alde, debatiéndose entre la lealtad a su hermano y el profundo amor hacia él. Tembló de ira, sintiendo el irreprimible impulso de borrar de un puñetazo la sonrisa fatua y afectada de aquel petimetre y hacerle tragarse los dientes. Se contuvo, pues con ello sólo conseguiría agravar la situación de Alde.

—¿Sabes? Por mi propio bien me interesa salvaguardar la reputación de mi hermana, así como la credibilidad de su hijo; cosas ambas que quedarían muy dañadas con un escándalo de este tipo. Espero que comprendas mi posición.

En aquel momento, lo único que comprendía era que alguien cegado por la ira fuera capaz de matar. No obstante, se obligó a mantener la calma.

—¿Y cuál es tu posición?

—¿Cuál va a ser? Ofreceros mi protección, por supuesto —dijo Alwir con simulada sorpresa, si bien sus ojos calculadores no se apartaban del rostro de Rudy, calibrando la cólera que lo dominaba y que contenía a duras penas. Luego prosiguió con un deje amistoso—. Seré vuestra «tapadera», como creo que se dice vulgarmente. Hasta que regreses a tu mundo, se entiende.

Rudy lo miró con la misma expresión estupefacta del hombre que contempla sus entrañas desparramadas a sus pies antes de desplomarse muerto. Estaba tan consternado que no pudo hacer otra cosa que seguir escuchando aquella voz suave hablando con tono intrascendente.

—No me opongo a la pasión que siente por ti mi hermana, ya que no perjudica a nadie. No afecta a la sucesión. Y, en cualquier caso, es una historia que terminará pronto. Creo que es bueno que una mujer tenga algo en que ocupar su tiempo. Si bien no apruebo su proceder, es preferible eso a que se pase las horas lamentándose y llorando por los muertos. Además, tu intención fue siempre la de permanecer con nosotros de manera temporal, ¿no es así?

—Sí —susurró el joven con desaliento. «Así era antes de Quo», pensó. «Antes del desierto. Antes de descubrir lo que era y de hacer aparecer fuego en donde sólo había oscuridad y madera apagada».

—Entonces, todo queda claro —dijo el canciller con expresión satisfecha—. Y cuando Minalde vuelva a casarse…

¿Casarse?

—Desde luego. Sólo tiene diecinueve años —recalcó Alwir con suavidad—. Imagino que la conoces lo bastante para saber que sería incapaz de retener el poder ella sola. Sobre todo con la clase de mundo que nos aguarda. Aun después de que la Oscuridad haya sido derrotada, la batalla se librará durante mucho tiempo. Llegará el día en que los fuertes se impongan sobre los débiles. En esas circunstancias, Alde no conseguiría ejercer el poder; pero sí podrá hacerlo el hombre que esté a su lado.

—Como lo haces tú —replicó con sequedad Rudy.

Alwir se encogió de hombros.

—Soy su hermano. Naturalmente preferiría que permaneciera soltera, pero en realidad no sería justo para ella. Y ni que decir tiene que no estoy dispuesto a permitir que mantenga una relación seria con alguien… inaceptable desde cualquier punto de vista.

«O lo bastante fuerte para causarte problemas —pensó Rudy, en medio de una tristeza abrumadora—. Dios bendito, Alde, ¿qué he hecho? Te he puesto en sus manos».

—¿Por qué no la dejas en paz? —gritó, dominado por la cólera.

—Mi querido Rudy. —Alwir soltó una risita suave—. Deberías saber que a quienes ejercen el poder, por el mero hecho de ser quienes son, nunca los dejan en paz. ¿Qué tienes que perder? Tu aventurilla es temporal y yo no me opongo. Pero lo que ocurra con Alde después de tu marcha, no te concierne. Así que, repito: ¿qué tienes que perder?

«Todo —pensó Rudy, mientras la sensación de vacío y embotamiento daba paso a un desaliento tan helado como el roce de la muerte—. Magia y amor. Esperanza. Esas cosas que encontré cuando creía que jamás las conocería».

El futuro se abría a sus pies como un abismo insondable de dolor; un mundo desolado e insustancial de talleres de pintura de coches y bares de mala muerte; un porvenir cuya mezquindad se haría más patente al tener conciencia de lo que había perdido. Desde que había llegado a este mundo, la muerte lo había rondado con frecuencia, pero nunca había imaginado un destino tan fatal: verse privado de las únicas dos cosas que le daban significado a su vida y estar condenado a vivir sin ellas en un mundo en el que ninguna de las dos existían ni jamás habían existido.