«California —pensó Rudy aturdido—. Todo el mundo que me vio nacer. Ésa era su meta desde el principio».
No comprendía cómo no se le había ocurrido antes. Todos sabían que Ingold era el único guardián de los secretos del Vacío. Los Seres Oscuros también lo sabían. Para evitar que ocurriera esto, era por lo que Jill y él se habían exiliado voluntariamente durante aquellos largos meses de crudo invierno.
«Y todo para nada —pensó—. Para nada».
Aunque no tenía oportunidad alguna de detener al mago ni modo de cerrar la ardiente grieta en la urdimbre del cosmos, Jill echó a correr pendiente arriba en dirección a Ingold y al fulgor deslumbrante del Vacío, que ardía como el estallido de una nova en el filo de su espada desenvainada. La figura de Ingold, negra, flameante, enmarcada en aquella cegadora aureola, se dio la vuelta y alzó una mano; Jill cayó de rodillas sobre la nieve embarrada. La silueta del hechicero se erguía en el cerro, deslumbrante con todo su terrible poder de archimago. Todavía cerca de la falda del monte, Jill inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos, a la vez que un único y desgarrador grito de amarga desesperación hendía las tinieblas de la noche. Luego se sumió en el silencio.
En lo alto, los Seres Oscuros fluían a raudales en torno a Ingold y penetraban en el Vacío, en dirección al mundo que había más allá.
No parecían tener miedo del extraño fulgor que brotaba de la hendidura. En realidad, Rudy sabía que, a pesar de tener apariencia de luz, no lo era en el sentido que se entiende en este mundo. El frío resplandor pasaba a través de aquellos cuerpos viscosos y rezumantes, poniendo de manifiesto que los Seres Oscuros no lo eran en absoluto, sino seres transparentes como el agua de un manantial, un protoplasma cristalino surcado por una red venosa de un tono rojo claro. Del remolino de sombras se separó una de las criaturas, que redujo su tamaño conforme descendía, y acabó por posarse como un grotesco y hermoso insecto cristalino en el hombro de Ingold. La siguieron otras en medio de pulsantes destellos, y se aferraron con delicadeza en los pliegues del manto y de las mangas de la túnica, con las largas colas colgando como cables relucientes sobre la espalda del mago. El frío fulgor puso de relieve las profundas arrugas del rostro magullado de Ingold y destacó cada músculo, cada hueso de las facciones, y el torturante agotamiento plasmado en su atormentada mirada.
Sabía desde el principio que Ingold era más poderoso y más sagaz que todos, se reprochó Rudy, sobrecogido por el significado de lo que presenciaba. El amor que Jill le profesaba había sido su cobertura ideal. Muerto, condenado o esclavizado por la Oscuridad, el mago sabía que la muchacha nunca le infligiría daño alguno. Leal, valiente y sincera, Jill jamás había concebido que él la traicionara.
«Y la certeza de que pudo haberlo matado y salvar a nuestro mundo de la destrucción que ha arrasado éste, es el precio que ha de pagar por confiar ciegamente en él».
Como un sutil tremor en los confines de su mente, Rudy escuchó una especie de canto, una música creada sin sonido por unas criaturas sin oídos. Su encanto lo atraía y despertaba en él un extraño y aterrador anhelo. Apartó los ojos con premura de la luz deslumbrante de la puerta en el Vacío, hacia la que se sentía impelido con una urgencia súbita e irracional. Al volver la cabeza, atisbó un movimiento en las cercanías de Gae; se trataba del discurrir lento de una oleada de seres casi humanos que seguía la música hacia el Vacío, arrastrando los pies y con los ojos desorbitados, sin pestañear.
Pasaron a pocos metros de Rudy, lo bastante cerca para que viera sus rostros redondos carentes de barbilla, sus bocas babeantes, y sus brazos blancos que portaban pesadas cargas de musgo.
«Por supuesto —pensó—. Los Seres Oscuros se llevan consigo lo que queda de sus rebaños para apacentarlos en las ruinas del nuevo mundo, por los subterráneos de los rascacielos de Nueva York y por las alcantarillas de París».
Los había a miles, muchos más de los que Rudy hubiera imaginado que sobrevivirían al frío en los sótanos de Gae. El hedor fétido y dulzón de aquellas criaturas le impregnó las fosas nasales conforme pasaban despacio frente a él, en medio de una cháchara aguda y chirriante que le ponía los nervios de punta. Pasaron junto a Jill en una apretada formación, empujándose entre sí, iluminados por el deslumbrante resplandor.
Rodeado por sus brillantes amos, Ingold observaba con ojos inexpresivos a las criaturas mientras el frío esplendor luminoso los engullía.
A lo largo de aquella gélida noche de interminable horror, Rudy contempló el avance de la corriente invasora de la Oscuridad. La magnitud de sus filas y el vasto número de sus rebaños sobrepasaban los límites de su comprensión; no se había imaginado que existieran tantos en la faz de este mundo.
Rudy había aprendido mucho acerca de política, de la lucha por el poder, y del caos originado por una crisis, como para creer que su propio mundo fuera capaz de tomar las medidas necesarias con la rapidez suficiente para contener la primera oleada de destrucción. «Si se desatara alguna crisis general en los Estados Unidos, sus enemigos aprovecharían la oportunidad para bombardear primero y preguntar después —se dijo—. No tenía intención de volver, pero jamás imaginé que mi mundo acabaría arrasado».
Embotado por el dolor, Rudy volvió la mirada hacia la figura harapienta y silenciosa del guardián de la puerta del cosmos, erguida en la conjunción de los mundos, perfilada por la cegadora luminosidad.
La nube de oscuridad desapareció poco antes del alba. La puerta deslumbrante del Vacío se redujo a una fina línea conforme se cerraba el desgarrón en la urdimbre del universo; la línea se contrajo en una simple llama y se desvaneció a la par que las estrellas en el firmamento.
La Oscuridad y sus rebaños se habían marchado; la senda por la que habían pasado también había desaparecido. No había ninguna señal al final del surco de barro pateado que se marcaba en la ladera; la anchurosa huella finalizaba de manera brusca, como una cinta cortada por unas tijeras. Detrás, blanca e intacta, brillaba la escarcha sobre el terreno pelado.
Ingold se erguía como una estatua de piedra junto a la desaparecida senda, con la cabeza inclinada, solo bajo la vasta y helada oscuridad de un cielo vacío.
«Los Seres Oscuros lo han dejado atrás para que responda de sus actos», pensó Rudy.
Una suave brisa sopló en la quietud del alba, y el anciano levantó la cabeza. Brillando tenuemente con la mortecina claridad del cercano amanecer, se alzaba una espada hincada en la tierra, justo en el punto donde había estado la puerta del Vacío. Ingold se acercó a ella y la sacó de un tirón. Rudy vio que era la espada del mago, la que había caído de sus manos en la tenebrosa Escalera de la bodega de palacio. La Oscuridad se la había devuelto.
El silencio que envolvía la tierra parecía dilatarse hasta alcanzar la línea del cielo. Ingold giró la espada entre sus manos; bajo la mortecina claridad, el mago parecía irreal, como si hubiese absorbido parte del cegador resplandor del Vacío. Se volvió hacia Jill y Rudy, que subían lentamente la ladera a su encuentro. La espada emitió otro destello antes de enfundarla en la vaina vacía que pendía del cinturón. El mago se enfrentó a ellos desarmado.
—Si sirviera de algo, te mataría por lo que has hecho —dijo Rudy en voz baja.
El anciano lo miró en silencio durante un rato, tambaleándose ligeramente por la debilidad. En su faz magullada y hundida, sus ojos aparecían hinchados de fatiga, pero serenos. Rudy no había visto tanta paz en aquella mirada desde que Ingold y él habían emprendido el viaje a Quo en busca del archimago.
—¿Y qué es lo que crees que he hecho, Rudy?
El joven parpadeó, desconcertado.
Ingold se tambaleó.
Jill, que había permanecido sumida en un silencio tenso, se adelantó velozmente para sostenerlo por el brazo. Sus ojos se encontraron y Rudy creyó distinguir un destello, como una sonrisa remota en los azules ojos del mago, en respuesta a la atormentada incertidumbre de la mirada de Jill. Después Ingold sonrió y se volvió hacia Rudy.
—Te sientes muy orgulloso de tu mundo, Rudy. Pero, dado el número infinito de universos paralelos, la Oscuridad no elegiría un lugar tan… relativamente frío y tan extravagantemente iluminado. —Su mano se crispó en el hombro de Jill—. Vamos —dijo en voz baja—. Me estoy muriendo de frío y, en este momento, dudo que tenga fuerza suficiente para llamar al fuego.
Ya en la vaguada al pie del monte Trad, Rudy deshizo los conjuros de protección y vigilancia que guardaban su campamento y encendió un fuego. Jill se acercó con el báculo que había utilizado durante el viaje desde Renweth como bastón y se lo entregó a Ingold, que estaba sentado junto a la hoguera.
—Lo guardé con el resto de tus cosas —explicó la joven.
Él lo cogió y esbozó una sonrisa.
—No podías saber que tendrías ocasión de devolvérmelo —argumentó.
—No. Mi intención era enterrarlo contigo después de haberte matado —contestó Jill con tranquilidad.
Un destello malicioso iluminó un instante los ojos del mago y, para sorpresa de Rudy, Ingold tomó la mano de la muchacha y besó con suavidad sus dedos.
—Ésta es mi Jill.
Fue entonces cuando Rudy comprendió lo que lo había inquietado en las últimas horas. Durante todo el enfrentamiento y la persecución a través de las ruinas de Gae, no había visto ni una sola vez en los ojos de Ingold la expresión vacía e inhumana que había caracterizado los de Lohiro. A lo largo de aquel día y de la pesadilla de la noche, el mago había sido aterrador, pero en todo momento fue él mismo, Ingold.
—Te buscaban para esto, ¿verdad? —preguntó Rudy con suavidad.
El mago extendió las manos temblorosas frente al fuego.
—Sí. Querían…, querían hablarme. Creo que, de todos modos, habrían dado conmigo, estuviera donde estuviese.
Sobre la cima pisoteada del monte Trad y las ruinas desoladas de Gae, el cielo se había teñido de lavanda, un suave tono pastel que cubría la tierra de un extremo al otro del horizonte y confería un tinte ceniciento al semblante pálido del anciano.
—¿Se apoderaron de tu mente? —inquirió Rudy.
—En cierto modo —contestó, sin apartar los ojos de la fogata—. En realidad, no son un solo ser, pero se comunican entre sí de un modo que a nosotros nos parecería… espantoso. Cuando Lohiro, en un acto de temeraria desesperación, entregó su mente a los Seres Oscuros, les descubrió que había un modo de comunicarse con nosotros. —Los párpados lacerados se contrajeron al cerrar los ojos, como si quisiera borrar una imagen espantosa. Luego prosiguió—: Luché contra ellos sin tregua. No sé durante cuánto tiempo, pero a mí me pareció una eternidad. —Un escalofrío estremeció su cuerpo. Inclinó la cabeza y apoyó la frente en los puños crispados—. Fue una estupidez, desde luego. Sabían que sólo tenían que esperar hasta que me agotara —susurró.
Jill acarició con ternura los hombros hundidos del mago y el temblor cesó de manera gradual. Al cabo de unos minutos Ingold levantó la cabeza.
—Veréis, los Seres Oscuros atravesaban una situación desesperada. Son una especie muy previsora, con un conocimiento de ciertas cosas que nosotros ni siquiera imaginamos que existen. Cuando hablaste de un… ciclo climático, no estabas del todo acertada, Jill. El brutal descenso de las temperaturas acaecido hace tres mil años, era sólo una pequeña fluctuación de otro ciclo mucho más frío y extenso. Éste, el que se inició el pasado otoño, después de lo que supongo sólo podría denominarse una perturbación preliminar, hace veinte años, se prolongará a lo largo de incontables años. Los Seres Oscuros me dijeron que los hielos del norte se extenderán hasta cubrir gran parte del mundo. Afirmaron que la humanidad podrá sobrevivir al frío, pero las criaturas de sus rebaños no aguantarían más de dos años. El hambre en las madrigueras había alcanzado ya unas proporciones más acuciantes que nunca, y no existía la esperanza de salvar a los rebaños trasladándolos a las cavernas más profundas en espera de que el frío remitiera. En muy poco tiempo, los Seres Oscuros habrían destruido los postreros refugios de la humanidad, devorado a los últimos representantes de la especie, y, al cabo, también ellos habrían perecido.
—¿Lo habrían logrado? —inquirió Rudy dubitativo—. Intentaron derribar la Fortaleza a principios de invierno y…
—No lo dudes —dijo sombrío Ingold—. Créeme, Rudy, podrían haberlo hecho. Los conozco… ahora.
»No vieron alternativa a la aniquilación de ambas especies hasta este otoño, cuando crucé el Vacío para hablar contigo, Jill. Fue entonces cuando se enteraron de su existencia. Cuando rescaté a Tir del holocausto del palacio de Gae, uno de ellos lo cruzó. Desde ese momento estuvieron acechándome para darme caza.
Ingold enlazó las manos y se quedó mirando el fuego. En torno a los tres compañeros, los contornos de la planicie húmeda y enfangada empezaban a cobrar forma; había grandes extensiones de agua helada y gris en todas direcciones, de las que sobresalían ramas negras y juncos. El lúgubre graznido de las cornejas se alzó apagado en el aire de la madrugada.
—Querían que les buscara un nuevo mundo —continuó el mago en un susurro, como ajeno a todo cuanto lo rodeaba—. Un mundo como lo era éste hace eones, cuando la Oscuridad erigió sus primeras ciudades arcanas en los pantanos cuyo recuerdo no es más que estratos de guijarros en el cauce de los arroyos del desierto. Un mundo cálido, oscuro, pantanoso, donde poder apacentar sus rebaños, construir nuevas ciudades y soñar.
Perfiladas contra el pálido cielo, las murallas desmoronadas de Gae eran claramente visibles, un parapeto negro e irregular en contraste con el tono gris de las sucias aguas. Ahora era una ciudad totalmente desierta, salvo por las ratas que se alimentaban con unos huesos adornados con joyas. Como en un trance, Rudy volvió a ver los remolinos de niebla que envolvían la ciudad de Quo como un sudario y escuchó el distante eco del tremor en los cimientos de la desmoronada torre de Forn. Una cólera sorda encendió su corazón por la crueldad egoísta que había devastado y hecho pedazos este mundo para después marcharse indemne, sin sufrir represalias.
—Así que te hicieron su esclavo y a los demás nos dejaron para recoger los despojos —musitó Rudy.
Ingold lo miró de soslayo. La vida parecía volver poco a poco a él, y la mortal fatiga de su rostro demacrado empezaba a remitir.
—Oh, nunca fui su esclavo; meramente su colaborador —musitó.
Rudy levantó la cabeza con brusquedad.
—Los Seres Oscuros no se apoderaron de mi mente en ningún momento —explicó Ingold en voz queda—. No podían hacerlo si querían que conservara intacto el conocimiento de cómo funciona el Vacío. Si hubiese sido su esclavo, ¿crees que habría procurado sacaros de la ciudad antes de que quedarais atrapados con los hechizos de la Oscuridad y arrastrados a través del Vacío junto con sus rebaños?
—Es decir que, después de todo lo que hicieron (destruir tu mundo, asesinar a tus amigos), los ayudaste de buena gana —dijo Rudy con voz neutra.
Un destello de enojo cruzó los azules ojos del mago.
—De buena gana, no. —Al ver que Rudy guardaba silencio, furioso por lo que consideraba una injusticia, continuó—: Si en medio de una lucha tu oponente te tumba de un golpe y luego se aleja de ti, ¿lo llamarías para que volviera y te vapuleara otra vez confiando en que lo vencerías de un modo u otro, a pesar de su superioridad?
—Bueno… Hay quien lo hace —contestó de mala gana.
—Y así es, Rudy, como la gente acaba con la nariz rota, como tú —replicó el mago—. Por lo demás… Todo ha acabado.
—¿Sabes que los Seres Oscuros atacaron Alketch? —inquirió Jill tras un breve silencio.
—Fui informado cuando ocurrió.
—¿Y que Eldor ha muerto?
El mago suspiró y pareció que sus anchos hombros se encorvaban un poco, como si fuera una mala noticia largo tiempo esperada. Sacudió la cabeza con cansancio.
—Lo ignoraba, pero no me coge por sorpresa. Eldor había perdido las ganas de vivir. Como vosotros mismos habréis deducido, el mundo que nos aguarda apenas conserva vestigios de la seguridad y las comodidades propias de una vida civilizada. —Levantó la vista del fuego. La claridad del amanecer se extendía por la campiña—. Por fin, hijos míos, ha llegado el momento que hace tiempo temía, pues será doloroso perderos. Estamos donde debimos estar hace meses, si no hubiesen intervenido la política y los azares del destino.
Tomó a Jill de la mano y se incorporó tambaleante. A sus espaldas, los primeros rayos de sol infundían color a la tierra gris, tiñendo las rocas que sobresalían entre la nieve sucia con ricos tonos rojizos e índigo, y perfilando el hielo resquebrajado con una pátina dorada. Al mirar al suelo, Jill descubrió de repente en los rincones protegidos por las piedras que rodeaban el campamento las primeras briznas de hierba que anunciaban la llegada de la primavera.
La voz profunda y rasposa de Ingold le acarició los oídos.
—Ahora sois libres de regresar a vuestros hogares, dondequiera que estén.
La quietud reinante en un mundo que despertaba a un nuevo amanecer era tan profunda, que Jill podía oír el lejano gorjeo de un herrerillo en los juncos que jalonaban el río. Fue consciente de tener hambre y frío, como le había ocurrido desde que había llegado a este universo. Fue Rudy quien rompió el silencio.
—Pensaba que no creías en el azar, Ingold —dijo en voz baja—. Sabes que jamás regresaré. Es como si lo hubiese sabido desde el principio, incluso desde aquel día en Karst, antes de conocer a Alde o descubrir mis poderes mágicos, o… cualquier otra cosa.
Ingold sonrió.
—Y por eso no creo en el azar —repuso, y se volvió hacia Jill—. Querida… —La muchacha alzó la vista y se encontró con los ojos del anciano, rebosantes de ternura y dolor—. Sé que hubo momentos en los que me odiaste por privarte de cuanto amabas y ansiabas lograr en tu mundo. Aquí no tienes objetivos para tus conocimientos universitarios. En los años que se avecinan, la humanidad se limitará a luchar por la supervivencia. Por culpa de mi negligencia te has visto retenida aquí en contra de tu voluntad y, en tu ausencia, esa otra vida que te aguarda ha sufrido grandes quebrantos y perjuicios. Perdóname, Jill. Confío en que a tu regreso encuentres que los daños no son irreparables.
—Yo no estoy tan segura de ello —susurró Jill temblorosa—. Dudo que sea capaz de recomponer la grieta abierta en el muro tras el que me resguardaba allí. Además de otras cosas.
El viento gélido procedente de las montañas le quemaba la cicatriz reciente que le surcaba la mejilla. Su mente era un hervidero de ideas triviales: películas, música estereofónica, café, duchas de agua caliente, sus padres, la paz de un lecho mullido. Reparó en lo mucho que necesitaba un buen sueño y lo heladas que estaban sus manos entre aquellas otras, suaves y cubiertas de cicatrices. Alzó de nuevo los ojos y sostuvo su mirada.
—¿Quieres que me quede? —le preguntó.
Vio que sus ojos se agrandaban y que toda la serenidad que había en ellos hasta ese instante se trastornaba ante el empuje de una súbita y arrolladora esperanza; sin embargo la ahogó aun antes de apartar la mirada. Su voz profunda y rasposa tenía un timbre cuidadosamente neutral, pero la joven notó que sus dedos se crispaban sobre los suyos.
—Jill, te dije en una ocasión que es peligroso quererme. He puesto todo mi empeño en no amarte, aunque he de admitir que sin éxito y, si te quedas, no me separaría de ti. Ello, querida mía, sólo te acarrearía desdicha y dolor.
—¿Crees que después de todo lo ocurrido soy incapaz de hacer frente a cualquier vicisitud?
Ingold volvió a mirarla; su semblante estaba contraído por la angustia.
—No lo entiendes —dijo—. Desde que tenía tu edad, mi poder, mi maldita curiosidad y mi infernal intromisión sólo han causado padecimiento y una muerte espantosa a todos los que amé y me amaron. Nunca he querido a otra mujer como te quiero a ti… Sólo Dios sabe por qué, pues jamás conocí a una persona más testaruda e inflexible que tú. Nunca quise tanto a una mujer; tanto, que prefiero perderla a ocasionarle mal alguno.
—Puestos a decir la verdad —contestó Jill con ternura—, no conocía a ningún hombre por quien estuviera dispuesta a arriesgar el cuello con tal de permanecer a su lado… hasta que apareciste tú.
—No puedo permitir que te sacrifiques por mí.
—No es eso lo que te he preguntado.
Una expresión muy cercana al enojo oscureció los rasgos del mago.
—No consentiré que eches a perder tu vida —le dijo con dureza—. Aparte del hecho de unirte a un viejo estúpido…
—¿Viejo? —Jill arqueó las cejas—. ¿Tú?
Bajo la hirsuta barba y los pliegues de la raída capucha, las mejillas de Ingold enrojecieron.
—Jill, no sabes lo que me estás pidiendo —suplicó.
Ella le puso las manos sobre los hombros; el tosco tejido del manto estaba húmedo y frío.
—Lo sé muy bien —susurró—. Deja de sentirte responsable de cuantos te rodean por una vez en tu vida, y contéstame sin rodeos: ¿quieres que me quede?
Jill vio en su rostro la lucha que sostenía en su interior; su amor y su afán de protegerla se debatían contra un deseo egoísta y arrollador de tenerla para siempre como su compañera y su amiga. Por un momento temió que mentiría, como había hecho tan a menudo para ahorrarle sufrimientos; que se escudaría tras una cortina de humo de palabras; que la alejaría de él para enfrentarse solo a su suerte como tenía por costumbre.
Sin embargo, un instante después, el mago alzaba las manos y las cerraba en torno a sus muñecas con una expresión entre divertida y preocupada.
—Te quiero —musitó—. Sabes que siempre te he querido, amor mío.
Rudy miró circunspecto a las dos figuras encapuchadas fundidas en un abrazo bajo la fría luz dorada del alba. Sacudió la cabeza.
—Y yo que pensaba que sostenía una relación sentimental complicada e inconcebible —comentó con sorna.
Ingold y Jill se separaron. La muchacha se apartó el enmarañado cabello de la cara y miró a Rudy de arriba abajo.
—Lo único inconcebible en esa relación son los gustos de Alde a la hora de escoger un hombre —repuso con fingido desdén.
—Estás pidiendo a voces pasarte el resto de la vida transformada en una rana, niña bien —advirtió con malicia.
—Ésa es una amenaza un tanto temeraria —intervino Ingold—, habida cuenta de que su verdadero amor es un archimago y se encuentra presente, mientras que el tuyo está a siete jornadas de distancia, en la Fortaleza de Dare.
Rudy suspiró, resignado ante la superioridad de las fuerzas contrarias. «Claro que —se dijo para sus adentros mirando a la peculiar pareja— hay pocas cosas que estos dos no sean capaces de superar estando juntos».
—¿Por qué tienen que pasarme a mí estas cosas? —rezongó sin esperar respuesta.
—Es muy sencillo —contestó Ingold, pasando el brazo por encima de los hombros de la temible e intelectual guerrera que tenía a su lado—. Partiendo de la premisa de que nada es fortuito, tú mismo optaste por vivir en este mundo en lugar de quedarte en el que naciste. Tal vez, y puesto que ignoramos las razones de todo lo que acontece, habías hecho la elección incluso antes de venir aquí. Aun comparando de pasada los dos mundos, es evidente que no estás en tu sano juicio.
—Gracias. —Rudy suspiró—. Tenía mis dudas al respecto.
—Eso explica también por qué estás siempre rodeado de lunáticos —abundó Jill con ánimo colaborador.
—Ni hablar. Ni siquiera el hecho de estar majareta justificaría eso último —objetó Rudy.
Ingold rompió a reír.
—Vamos —dijo—. Tu dama de la Fortaleza estará impaciente. Es hora de que regresemos a casa.
La mortecina luz diurna brillaba en el hielo de los valles inundados que se extendían ante ellos y transformaba la planicie embarrada en una alfombra cuajada de diamantes. A pesar de que el viento frío que soplaba de las montañas arrastraba el olor de las rocas peladas y del glaciar del norte, no resultaba difícil advertir que las orillas de las lagunas estaban jalonadas de brotes verdes que anunciaban una primavera tardía y fría. Las sombras de los tres caminantes se perfilaban azuladas en torno a sus pies cuando empezaron a descender la pendiente del cerro en dirección a la carretera que serpenteaba hacia el sur.