CAPÍTULO DIECISÉIS

No pudieron ponerse en camino hasta pasadas unas cuarenta horas.

El cadáver de Eldor se incineró al atardecer del día siguiente, en la misma pradera donde se había celebrado el baile de la Fiesta de Invierno y donde había visto por vez primera a Alde en brazos de Rudy. Los escasos recursos de la Fortaleza no permitían muchas extravagancias en el sentido de cumplir con la tradición de poner junto al cadáver los efectos y objetos que en cualquier otro momento se habrían consumido junto al egregio muerto. Incluso el cobertor de brocado que habían echado sobre el cadáver durante la ceremonia, se quitó antes de que Thoth invocara al fuego purificador. A sus pies, en la misma pira, ardió también el cuerpo de Alwir, todavía encogido sobre sí mismo, como Jill lo había dejado. A causa del frío, el rigor mortis lo había dejado en aquella postura. Mientras el fuego consumía ambos cuerpos, parecía que el canciller se hubiera postrado en el suelo a los pies del hombre al que había asesinado.

Entre la multitud, flanqueado por Thoth y el hermano Wend, Rudy dirigió la mirada hacia el estrado que se había erigido semanas atrás para la demostración de los lanzallamas y sus ojos se posaron en Alde, que mantenía la compostura con entereza. Su hijo lloraba quedamente en sus brazos, más por el frío o el miedo al fuego o la solemnidad del momento, que por entender realmente lo que estaba ocurriendo. Al contemplar a Minalde, Rudy reparó en algo que ya había observado en sus numerosas hermanas: había un momento en que el rostro de una chica cambiaba y adquiría el indefinible atributo de mujer, dejando atrás para siempre a la jovencita que había sido.

La mujer a la que Eldor apenas había conocido dio la espalda a las cenizas de la pira y regresó al interior de la Fortaleza con las últimas luces del día. El obispo Maia caminaba a su lado; el prelado había cambiado su habitual indumentaria desaliñada por las rituales vestiduras carmesíes de la Iglesia y por primera vez su aspecto era el de un obispo de la Fe Verdadera en lugar del de un exiliado en un campo de refugiados. Entre él y la reina caminaba tambaleante el pequeño príncipe, como un bulto irreconocible de ropas y pieles, y los seguían las gentes en medio de un silencio solemne.

Govannin Narmenlion había desaparecido. Algunos comentaban que se había fugado al amanecer con unos pocos partidarios, en pos del ejército de Alketch. Tampoco había señales de Bektis, y Rudy sospechaba que la obispo quizás había coaccionado al mago con vaticinios de un juicio bajo los cargos de conspiración y magia negra si se quedaba en la Fortaleza, logrando así que realizara un conjuro de encubrimiento sobre ambos para escapar.

«La política empareja insólitos compañeros de cama. Y la conspiración, aun más chocantes». Rudy se preguntó qué temas de conversación surgirían entre la obispo y el mago de la corte durante el largo camino hacia el sur.

Aquella tarde fue a despedirse de Alde.

La reina se encontraba en sus aposentos, sentada a la mesa que había despejado para despachar asuntos, y estaba rodeada de tablillas enceradas, piedras mágicas luminosas, rollos de pergaminos que se habían aprovechado para escribir en ellos al estar casi borrados los manuscritos originales, y un ábaco. Llevaba el pelo recogido en un apretado moño bajo y vestía el llamativo chaleco pintado que él le había hecho y el vestido blanco con el que la había conocido, allá en Karst, cuando la confundió con una niñera del príncipe. Rudy se paró indeciso en la puerta, observando los reflejos titilantes de la lámpara en la enjoyada horquilla con la que escribía, en el pasador de plata que le sujetaba los cabellos, y en la fina arruga de preocupación que se marcaba en su entrecejo, la cual, al igual que la cicatriz de Jill, marcaría su rostro de manera permanente. No estaba seguro de cómo dirigirse a ella, ya que no cabía la menor duda de que ahora se encontraba en presencia de la reina.

Entonces ella levantó la cabeza y, al verlo, un brillo de felicidad le iluminó los ojos como un rayo de sol en primavera. Le tendió las manos, vacilante, como si también se sintiera insegura de la situación actual entre ambos.

—No estaba seguro de que fueras tú. Casi no te reconocía —dijo él.

Alde sonrió.

—Ni siquiera yo estoy segura de reconocerme.

Él la ayudó a levantarse y besó con ternura sus labios. Era un beso de amigo, pero Minalde lo retuvo y correspondió a la caricia con la afectuosa intimidad de viejos amantes cuyo amor es algo mucho más profundo que una mera pasión al haberse fortalecido con el sufrimiento y las vicisitudes. En aquel sentimiento había la mágica pureza de lo intachable, como el regreso al hogar para calentarse junto a la chimenea tras un largo viaje nocturno bajo la ventisca. La felicidad sin paliativos de volverla a ver se mezclaba y magnificaba con la certeza de saber que, ocurriera lo que ocurriese, siempre tendría una compañera fiel en esta mujer tranquila y extraordinaria que regía la Fortaleza de Dare.

—He venido a decirte que me marcho por la mañana.

Sintió que sus manos, posadas en torno a su cuello, se tensaban, pero ella se limitó a asentir en silencio aceptando su decisión como hace una mujer que une su destino al de un mago.

—Estaremos ausentes tres semanas, quizá más.

—¿Estaremos?

—Jill y yo tenemos que ocuparnos de un asunto en Gae.

Minalde asintió de nuevo y sus cejas se fruncieron levemente sobre unos ojos que se habían tornado súbitamente graves.

—No partiríais de un modo tan intempestivo si no se tratara de algo urgente. ¿No es cierto? —dijo con suavidad—. ¿Qué necesitáis?

—Sólo provisiones para el viaje. No creo que nos haga falta un animal de carga. Con los lobos campando por sus respetos en los valles, representaría más un inconveniente que una ventaja.

—De acuerdo.

Rudy buscó sus ojos y descubrió en ellos desasosiego, fatiga y las emociones encontradas de llorar la pérdida de unos hombres que llevaban muertos mucho tiempo en su corazón. La volvió a besar y en esta ocasión ella se aferró al calor de su cuerpo, con la mejilla apretada contra las guedejas de lana del cuello de su chaleco. Durante un largo rato los envolvió el silencio del cuarto, roto sólo por los apagados chasquidos de los rescoldos de la lumbre.

—¿Estarás bien? —le preguntó Rudy al cabo de unos minutos.

Ella asintió, sin romper el cerco de sus brazos.

—El trabajo me hace bien. Jill dice que emprender un proyecto arduo es la mejor medicina para el alma, y creo que tiene razón. Gracias a Dios, el jefe administrativo de Alwir llevaba los libros de un modo concienzudo.

Rudy no pudo evitar soltar una risita contenida ante aquel epitafio tan objetivo dirigido al canciller. Era evidente que Minalde tenía unas obligaciones que cumplir y que sus manos inexpertas manejaban las riendas de la responsabilidad y el poder. Era algo que ahora, lo mismo que antes, escapaba a su comprensión, como tampoco entendía ni sería capaz de emular la lógica fría y la agresividad de Jill; pero sí comprendía que, al igual que Jill, Alde iba a ser muy competente en su tarea.

Se preguntó, de un modo fugaz, qué sería de ella, de Tir, de todos los demás, si Jill y él fracasaban, pero alejó aquella idea de su mente con decisión. «Tiempo habrá de sobra después para preocuparse por eso. Si es que hay un después», se dijo.

—Rudy…

La voz vacilante de Minalde lo sacó con brusquedad de sus reflexiones.

—No corres ningún… Vas a volver, ¿verdad?

Sintió el impulso de borrar la preocupación que asomaba a su semblante mostrando seguridad y aplomo, para de ese modo ahorrarle un sufrimiento, al igual que había procurado, no siempre con mucho éxito, protegerla de cualquier mal. Pero su amor no merecía una mentira, aunque fuera piadosa; y no podía apartar de su mente el recuerdo de lo presenciado en las ruinas de Quo y la certeza de lo que le aguardaba en Gae.

En consecuencia, se inclinó para besar con suavidad sus labios y musitó con desaliento:

—No lo sé, cariño.

El aguanieve y el frío los acompañó durante el viaje a Gae. Rudy y Jill siguieron las huellas dejadas por el ejército sureño a través del paisaje gris sometido a las gélidas garras del invierno, por las tierras bajas encenagadas con el barro y la nieve derretida, o sobre las cimas de colinas sumergidas. En las márgenes de las vastas lagunas plomizas, encontraron indicios de la presencia de una partida de Jinetes Blancos y en una ocasión Jill descubrió las huellas de un grupo numeroso en una cañada que discurría entre tres collados rocosos y que, en su opinión, pertenecían a una tribu de dooicos que superaba el millar de individuos. Una noche los lobos atacaron el campamento protegido con un conjuro de encubrimiento y Jill acabó con tres de las bestias antes de que la manada se diera por vencida y se retirara.

—Qué pena de pieles —dijo la joven pesarosa—. Siempre quise tener una alfombra de piel de lobo en mi estudio. Le habría causado una gran impresión a mi asesor de estudios de la universidad.

Era ésta una de las contadas ocasiones en las que hacía referencia a su vida anterior y, a fuer de ser sincero, a Rudy le parecía imposible que Jill hubiese asistido alguna vez a un lugar llamado Universidad de Los Ángeles, o que hubiera sido otra cosa que un soldado de la guardia. Durante las horas de marcha apenas hablaban.

Cada día, cuando la noche se cerraba sobre la tierra gris plagada de cuervos, Rudy rodeaba con hechizos el campamento para protegerlo de los Seres Oscuros, de los lobos y de los salteadores, en tanto que Jill preparaba una pequeña fogata apenas visible en la que cocinaban las magras raciones de carne salada y pan de munición. Después Rudy tocaba el arpa, o charlaban acerca de los incidentes de la jornada, de pequeñas cosas relacionadas con los conocidos de la Fortaleza, de la posibilidad de que Alde pusiera de nuevo en funcionamiento los jardines de hidrocultivo, o de los cambios en la política de la Iglesia efectuados por Maia. Imaginaban qué lugares serían los idóneos para que los Jinetes Blancos les tendieran una emboscada, o planeaban lo que harían si se producía tal eventualidad o un ataque masivo de la Oscuridad. Apenas hacían mención a California, y sólo de pasada, como si se tratara de una infancia compartida que apenas recordaban.

—¿Te quedarás en la Fortaleza? —preguntó Jill una noche a Rudy, que pulsaba los primeros acordes de una evocadora melodía que había aprendido de Dakis.

El joven asintió en silencio. Ninguno de los dos se atrevió a manifestar con palabras la idea que les rondaba la cabeza: que la próxima semana ambos podían estar muertos, la Fortaleza destruida hasta sus cimientos, y los huesos de Tir y Alde desperdigados en la nieve ensangrentada que arrastraba el viento entre los muros derruidos.

—Me pondré en contacto con los magos de Gettlesand por si alguno de ellos quiere regresar para ayudar a Thoth y a Wend.

Jill hizo un gesto aprobatorio sin levantar la mirada del cuchillo que estaba afilando. No preguntó de qué servirían todos los magos del mundo si Ingold regresaba a la Fortaleza.

Rudy reflexionaba en silencio. De vez en cuando arrancaba unas notas aisladas de las cuerdas del arpa, que caían como monedas de plata en el pozo oscuro de la noche. Al otro lado de los someros lagos se alzaron los aullidos de los lobos; el viento arrastró remolinos de la niebla que flotaba sobre las aguas estancadas.

—¿Cuánto tiempo hace que llegamos aquí? —preguntó por último Rudy.

—Cinco meses, o un poco más —contestó Jill, mientras giraba la daga para que la luz se reflejara en el filo—. Debemos de estar a mediados de marzo, aunque el tiempo se empeñe en demostrar lo contrario.

La noche pasada había caído una nevada que había alfombrado el suelo con una delgada capa blanca y helada.

—Tan pronto como mejore el tiempo me pondré en camino —anunció Rudy con un suspiro.

Ella alzó la vista, desconcertada.

—Vuelvo a Quo —prosiguió Rudy. Posó las palmas de las manos sobre las vibrantes cuerdas del arpa y miró a través de ellas a Jill—. Ingold dijo siempre que él era la única persona que sabía cómo funcionaba el Vacío y cómo abrir las puertas que comunican un universo con otro. Pero tuvo que aprenderlo en alguna parte. Voy a echar un vistazo a la biblioteca de Quo a ver si encuentro algo que me indique cómo tender ese puente a través del Vacío para enviarte de vuelta a casa.

La hoja del cuchillo siseó una vez más al pasar sobre la piedra de afilar y después enmudeció.

—No te rompas la cabeza por eso, Rudy. El regreso a nuestro mundo sería tan desastroso como lo fue el de Eldor.

—¿Eldor? —El joven frunció el entrecejo—. Pero a Eldor le patinaban las bielas cuando regresó. Sería completamente distinto si tú volvieras a California.

Jill suspiró y lo miró a los ojos.

—Maleante, a Eldor no le pasaba nada que no hubiesen solucionado un par de años de buena terapia. Pero, en lo que se refiere a volver… —Se encogió de hombros—. ¿Te enseñaron en el instituto los mitos de la antigua Grecia?

—Creo recordar algo —admitió vacilante.

—¿Te acuerdas de la diosa Primavera que fue raptada por Hades, dios del reino de los muertos? No probó bocado ni bebió nada mientras estuvo en los infiernos, pero, justo un momento antes de ser puesta en libertad, la convenció con engaños para que probara una granada. Y, por haber comido algo estando en sus dominios, tuvo que quedarse allí, si no para toda la eternidad, sí por el resto de su vida.

»Con nosotros ocurre lo mismo, Rudy. Hemos saboreado la granada. Aun cuando Ingold hubiera sobrevivido, ninguno de los dos habría sido capaz de regresar.

Él cruzó las manos sobre la curvatura del arpa.

—Yo supe desde el principio que no quería volver, pero no sabía que tú sintieras lo mismo —le dijo.

Jill limpió la daga y la envainó con un seco y escalofriante siseo.

—Me asusté cuando no pudimos regresar de inmediato —admitió en voz baja—. Pero después… El hecho de matar a alguien marca a una persona, Rudy. Y se mejora con la práctica. Ignoraba cómo y cuándo, pero sabía que iba a matar a Alwir semanas antes de que ocurriera. Lo cierto es que ya no soy la misma de antes.

Su mirada buscó la de Rudy por encima de la fogata; en el juego de luces y sombras de los rescoldos, se advertía la cicatriz todavía tierna que la espada de su adversario le había marcado en el rostro. Cogió un palo y atizó el fuego; el fulgor rojizo tiñó de sangre el emblema de la guardia que llevaba en el hombro de la capa. Los dedos de Rudy iniciaron una melodía y las notas se fueron desgranando como relucientes diamantes engarzados en los hilos de la armonía.

Al cabo de un rato se decidió a romper el silencio para preguntarle:

—¿Por qué decidiste acabar con Alwir?

Al levantar Jill la cabeza, el brillo del fuego se reflejó en las lágrimas que habían acudido a sus ojos. Tras dos intentos fallidos por responder, logró articular unas palabras.

—Amaba a Ingold, Rudy. Lo amé con toda mi alma desde la primera vez que lo vi.

—Sí, lo sabía —dijo el joven con suavidad.

Ella respiró hondo un par de veces para dominar el temblor de la voz.

—Me repetía a mí misma que era una estúpida, pero no me sirvió de nada, ¿sabes? Me decía que tenía mi propia vida, mis planes, en los que, desde luego, no entraba enamorarme de un hombre que es cuarenta años mayor que yo y además mago de otro universo, para colmo. Me decía que él nunca se fijaría en una estudiante rara, desgarbada y fea, como yo…

—En eso te equivocas. Eres muy dura juzgándote a ti misma —objetó Rudy suavemente. Jill suspiró.

—Me dije todo eso y mucho más. Pero no sirvió de nada. Lo amaba. Todavía lo amo. —La voz se le quebró—. Todavía lo amo.

—¿Fuisteis amantes?

Ella negó con la cabeza.

—¿Sabes? Creo que lo habríamos sido desde el principio a no ser porque él tenía miedo de que ocurriese lo que, de todos modos, ha ocurrido: que se creara algún lazo que me atara a este mundo. Además, sabía que su amor me convertiría también en una diana de los Seres Oscuros. —Las lágrimas corrían por sus mejillas como un torrente imparable, dando rienda suelta al inmenso dolor que había ocultado tras una máscara de ironía y frialdad.

Su congoja le dolía a Rudy como si fuera la suya propia, ya que no había olvidado el profundo dolor que había experimentado cuando creyó que iba a perder para siempre amor y magia. Le hubiera gustado abrazarla y ofrecerle consuelo, pero sabía que no soportaría que la tocara.

—Lo siento —se limitó a decir. Ella sacudió la cabeza.

—No importa —contestó con un tono más calmado, en el que había desaparecido todo vestigio de aquel timbre frío, impasible e impersonal de antaño—. Sé por qué me pediste que te acompañara. Si la Oscuridad se ha apoderado de su mente, no podemos dejarlo con vida. Puede parecerte una locura, pero prefiero ser yo quien lo haga. Y no temas que, llegado el momento, rompa a llorar y rehúse hacerle daño o cosa parecida. Te odiaría si fueras tú quien lo matara.

—Amiga mía —comentó Rudy con suavidad—, tengo tantas posibilidades de rozarlo siquiera, como de darte a ti clases de historia.

Jill se apartó el pelo de la cara con dedos temblorosos. Tras el tormentoso estallido, sus facciones mostraban una calma que Rudy nunca había visto en ellas y revelaban la singular belleza que aquel rostro delgado y extremadamente sensitivo escondía bajo su habitual reserva y frialdad.

—No creas que yo tengo muchas esperanzas de lograrlo —admitió, mientras se limpiaba las lágrimas—. Tú lo has visto luchar, pero yo he practicado con él. Es veloz como el relámpago y duro como el acero, Rudy.

Sin añadir una palabra más, se tumbó y se cubrió con la raída manta. Al cabo de unos minutos, Rudy escuchaba su respiración acompasada al caer en un profundo sueño. Por el contrario, él estuvo despierto hasta bien entrada la noche, víctima de recuerdos no deseados, mientras desgranaba fragmentos de melodías con el arpa.

El brusco toque de la mano de Jill lo sacó del sueño a la oscura penumbra del amanecer. Le dio unos suaves golpecitos en la mano para indicarle que estaba despierto y luego se sentó y dirigió la vista hacia la hollada cinta descolorida que era la carretera. Se había levantado una espesa niebla de la cercana laguna, que envolvía el entorno en una mortaja húmeda y oscura que ni su vista de mago era capaz de penetrar; sin embargo escuchó una especie de roce, como los pasos sigilosos de alguien o algo que se deslizaban apresurados hacia el sur. Tras unos momentos de concentración, los distinguió: eran una docena, más o menos, de hombres y mujeres macilentos, apestosos, de aspecto enfermizo, cuyas vestiduras de seda, harapientas y desgarradas, relucían con la pedrería de los bordados.

—Mutantes —advirtió en un susurro apenas audible.

Jill estaba arrodillada a su lado y Rudy sintió el roce de su cabello en el brazo al asentir la joven con un movimiento de cabeza. Incluso para alguien que no hubiese nacido mago, era perceptible el hedor a carroña que arrastraba el aire.

—¿Pero por qué han abandonado Gae?

A pesar del apagado susurro de Jill, uno de los mutantes se detuvo y alzó la cabeza; sus ojos de comadreja centellearon en medio de la bruma. La absoluta suciedad que los cubría y la voracidad plasmada en sus rostros babeantes, despertaron en Rudy una cólera repentina, y el joven creó un soplo ilusorio sobre sí, una sugestión de viento errático en la niebla y el olor metálico y ácido de los Seres Oscuros.

Al percibirlo, los mutantes dieron un respingo y salieron de estampida carretera abajo, chillando como conejos asustados. Sus aullidos quedaron flotando en la bruma durante unos segundos.

—No sé por qué han abandonado Gae —contestó a la anterior pregunta de Jill—. Pero me lo imagino.

En los días que siguieron, sus sospechas se trocaron en certidumbre con cada paso que los acercaba a la fantasmal ciudad de Gae. La amenazadora percepción de los Seres Oscuros estaba presente por doquier como una nube ponzoñosa que se hubiera extendido desde la ciudad hasta cubrir la gris desolación de los campos circundantes. Rudy sentía su presencia, lejana pero increíblemente numerosa, y el terror que le provocaba era tan tangible que parecía caminar a su lado por la embarrada carretera, aun en las horas diurnas en que la luz apenas traspasaba la masa hirviente y espesa de oscuros nubarrones.

Cuando llegaron al monte Trad frente a las puertas de Gae, con la enfermiza semipenumbra de primeras horas de la tarde, Rudy contempló la ciudad desde la pelada cima del promontorio. El horror le heló el corazón, no por lo que veía, sino por lo que sentía y medio vislumbraba. La presencia de la Oscuridad era como la niebla de un pantano suspendida sobre toda la ciudad y el efecto de sus ilusiones hacía que los torreones desmoronados y los espectrales árboles enmarañados reverberaran ante su vista de mago como un espejismo sobre la ardiente arena del desierto. La maldad, la violencia, el terror y el ansia de sorber hasta la médula la savia de un cuerpo humano, alcanzó sus sentidos como una oleada desde la espeluznante nube de negrura que parecía flotar sobre las calles cenagosas. Acechando desde la tiniebla percibió un movimiento semejante al de gusanos que infectaba los sótanos de la ciudad, aun antes de reparar en las pálidas figuras desdibujadas que deambulaban en la oscuridad buscando inútilmente algo de forraje entre las hierbas secas; eran los infelices seres que constituían el rebaño de los Seres Oscuros, desde luego. Jill y él habían encontrado sus restos, ya fueran huesos pelados o cadáveres congelados, por toda la campiña circundante. No obstante, Rudy no les prestó atención. Parecía que sobre toda la ciudad flotaba una espantosa maldición, una negrura expectante, un terrible vórtice de inenarrable maldad y poder.

En el centro de aquel vórtice, estaba seguro, se encontraba el hombre al que Jill y él tenían que matar.

A la mañana siguiente, ni siquiera la luz del día logró disipar el funesto horror que impregnaba y cubría la ciudad como una lóbrega mortaja de pesadumbre y angustia. La luz del sol luchaba vacilante por traspasar la blancuzca capa nubosa y brillaba con más fuerza que en días anteriores. Pero en Gae se filtraba, como a través de una bruma, y se descomponía en una docena de colores espectrales e insólitos. Bajo aquella luz siniestra, la ciudad adquiría una apariencia irreal que repelía; sus muros y contrafuertes se hundían bajo el peso del anómalo desarrollo de hiedras y enredaderas, como si la propia piedra se hubiera reblandecido o hubiera cobrado forma bajo la presión de aquellas obscenas raíces. La nieve parecía haberse derretido en las calles, a pesar de que todavía se apilaba en grandes cantidades a las afueras de la ciudad, y en el barrizal se marcaban las huellas de miles de pies pequeños y malformados.

Por doquier había desperdigados huesos de las criaturas infrahumanas, recientes o en diferentes etapas de descomposición por la depredación de los escasos carnívoros que deambulaban por la desierta ciudad: perros asilvestrados, gatos y las osadas ratas de ojos rojizos. El frío reinante ahogaba la fetidez, pero Rudy sintió en la garganta el agrio regusto de la náusea.

La actitud tranquila y remota de Jill resultaba casi tan inquietante como la visión de aquellos restos y la escalofriante sensación de que los vigilaban. La joven avanzaba por el pútrido barro y la vegetación descompuesta que alfombraban las calles sin otra demostración que un fugaz parpadeo, y la extraña y mortecina claridad de la cargada atmósfera confería a su rostro impasible una expresión escalofriante.

Después de la noche en la carretera, cuando dio rienda suelta a las lágrimas, no había vuelto a mencionar a Ingold ni la inminente contienda. Llegaron al patio de palacio y, mientras la miraba cómo se despojaba metódicamente de la capa y la casaca y colgaba ambas prendas en las ramas de un árbol calcinado, Rudy comprendió a qué se debía su actitud.

La pesadumbre o la compasión la habrían cegado, la habrían debilitado. Había tomado una firme decisión sobre lo que tenía que hacer, y había tapado cualquier grieta que pudiera existir en sus defensas. Ya habría tiempo de sobra para pensar después de que Ingold hubiese muerto.

Los dos contrafuertes de palacio que aún quedaban en pie como dedos esqueléticos apuntando al cielo, proyectaban sombras imprecisas sobre Jill cuando ésta soltó la vaina de la espada del cinturón y se volvió hacia Rudy con el arma enfundada en la mano. El viento pegaba el fino tejido de las mangas de la camisa sobre sus brazos delgados y fibrosos.

—¿Estás preparado?

Rudy asintió en silencio y apretó con más firmeza el báculo. Durante el viaje desde Renweth lo había utilizado para ayudarse a caminar por el escabroso terreno, pero la media luna metálica que lo remataba, afilada como una cuchilla, le serviría ahora como arma. Resultaba irónico que fuera la misma arma que Lohiro había usado contra Ingold en Quo.

«Aunque tampoco le sirvió de mucho», pensó Rudy sombríamente mientras seguía a Jill por los ennegrecidos escombros de los escalones que conducían a las bodegas.

La explosión que había resquebrajado los techos de los túneles subterráneos, atrapando a las fuerzas que habían invadido la madriguera, había afectado también a la estructura del palacio. Los mortecinos rayos de sol penetraban a través de los techos agrietados y vigas desmoronadas. El primer sótano de la bodega era una charca fangosa de ceniza y lodo, escombros y fragmentos de columnas truncadas que asomaban entre la inmundicia como tocones medio sumergidos. El siguiente sótano, aunque apestaba con el hedor de los rebaños infrahumanos, estaba vacío, salvo en los lugares donde las extendidas hiedras colgantes habían arraigado en los desmoronados bloques de piedra y tierra.

A través de las grietas del techo abovedado, la luz mortecina llegaba hasta el suelo revelando las huellas zigzagueantes de las criaturas del rebaño como un reguero arcilloso sobre la pulida negrura del pavimento. A despecho de la enfermiza claridad que se derramaba sobre la figura de Jill, a despecho del conjuro de encubrimiento que había creado en torno a ambos, Rudy no podía evitar echar ojeadas inquietas a sus espaldas, temeroso de que en cualquier momento se produjera un ataque de los Seres Oscuros.

Jill encabezaba la marcha y daba la impresión de no tener miedo, de no sentir nada. Rudy reparó en que la mano con la que sujetaba la espada enfundada estaba relajada; cuando la miró de reojo vio que su rostro, enmarcado por unos mechones que se habían soltado de la trenza, estaba sereno. El puño de su daga emitía destellos parpadeantes al reflejar de vez en cuando los haces de luz. Ni una sola vez volvió la cabeza para mirarlo, ni dio la menor señal de vacilación; se abría paso a través del desmoronado bosque de incontables columnas y arcos como si hubiese recorrido aquel camino desde el principio de los tiempos.

Llegaron a un espacio despejado y Rudy reconoció la escalera de pórfido rojo que arrancaba al frente, la misma por la que el ejército había descendido para penetrar en la madriguera de la Oscuridad. El lugar estaba ahora cubierto por una mezcla de lodo, hojas muertas, cenizas y huesos. Desde la bóveda resquebrajada, dos pisos más arriba, se derramaba un amplio haz de luz dorada como una egregia alfombra que terminaba a menos de tres metros del tenebroso pozo de negrura.

En la franja existente entre la luz y las tinieblas, desplomado al mismo borde del oscuro abismo, yacía boca abajo el cuerpo de un hombre. El manto marrón que lo cubría estaba descolorido a trozos por el ácido babeante de los Seres Oscuros, desgarrado, manchado de humo y salpicado con sangre. Tenía un brazo extendido y la mano reposaba bajo el haz dorado de luz. Era una mano nudosa, cubierta de cicatrices; la mano de un guerrero.

Estaba inconsciente y desarmado. Jill suspiró.

—Quédate aquí —ordenó a Rudy, a la vez que sacaba la daga del cinturón.

Resultaba inquietante la actitud tranquila y eficiente de la joven mientras cruzaba la zona iluminada. «Más vale así —pensó Rudy con desaliento—. Si se le presentara la ocasión de hacernos frente, todo estaría perdido, no sólo para nosotros, sino para todos los de la Fortaleza. Nuestra única esperanza radica en acabar con el mago más poderoso del mundo cuya voluntad es ahora la voluntad de la Oscuridad».

Sin embargo, las lágrimas nublaron sus ojos y se deslizaron incontenibles por sus mejillas.

Jill se arrodilló junto al cuerpo caído, desenvainó la espada y la dejó en el suelo de manera que la empuñadura estuviera a su alcance en caso de necesidad. Se cambió la daga de mano y con la diestra agarró a Ingold por el hombro y lo volvió con cuidado. Al caer hacia atrás la capucha, Rudy vio el rostro del anciano perfilado por la luz, marcado por las huellas que habían dejado sesenta años de penalidades y conflictos. La luz brillaba en el blanco cabello revuelto y sucio. Parecía estar sumido en un sueño tranquilo, dormido de un modo tan profundo y reposado como Rudy no recordaba haberlo visto jamás; era el sueño del agotamiento extremo.

«Hazlo —pensó Rudy, con la mirada prendida en la reluciente hoja de la daga—. Si es lo que era Lohiro, un cautivo de su propio cuerpo, ¡libéralo antes de que despierte y se convierta en lo que tanto luchó por evitar!».

Pero Jill no se movió. Examinó las facciones del mago dormido durante un tiempo que a Rudy le pareció una eternidad, y las lágrimas brillaron en su semblante inhumanamente impávido. La luz se deslizó por el filo del arma con un súbito temblor de su mano.

«¡Hazlo! —gritó Rudy para sí—. ¡Y, por Dios bendito, hazlo pronto!».

En aquel momento los ojos del mago se abrieron y miraron a los de Jill.

El aguzado filo apoyado contra su garganta permaneció inmóvil. Ingold tenía un aspecto mucho peor que cuando habían cruzado el desierto; bajo una capa de mugre y sangre reseca, resaltaba la espantosa palidez de su semblante, surcada de magulladuras y pequeñas heridas causadas por las garras de los Seres Oscuros. No hizo el menor movimiento; sólo suspiró, cerró de nuevo los ojos, y dijo algo a Jill en un tono tan bajo que Rudy no alcanzó a escuchar sus palabras.

La hoja de la daga lanzó un destello cuando un estremecimiento convulsivo sacudió el cuerpo de Jill. Luego, con un gesto violento, la joven arrojó la daga contra las rojas piedras de la escalera que conducía a la luz, y prorrumpió en unos sollozos hondos y desgarradores. Para espanto de Rudy, Ingold se incorporó a medias tendiéndole las manos y Jill se arrojó en brazos del mago.

Con un grito inarticulado, Rudy dio un salto adelante; la luz difusa centelleó en la media luna metálica de su báculo al dirigir los puntiagudos extremos hacia la espalda desprotegida de Ingold. Jill emitió un grito de advertencia y el anciano realizó una torsión que eludió el golpe, para acto seguido apartar a Jill del peligro con un empujón, a la vez que intentaba incorporarse y levantaba el brazo para protegerse los ojos desacostumbrados a la luz. Con los dientes apretados y medio cegado por las lágrimas, Rudy dirigió la afilada cuchilla hacia el cuello de Ingold.

Cometió el error de no contar con Jill. Unas rodillas huesudas barrieron el aire y lo golpearon a la altura de las pantorrillas, haciéndole perder el equilibrio; el báculo escapó de entre sus manos y cayó al suelo con estruendo. Se lanzó a recogerlo, pero Jill lo puso fuera de su alcance de una patada. Rudy alzó la cabeza a tiempo de verla incorporarse y recuperar la espada que había dejado tirada en el pavimento, para acto seguido lanzarla por el aire a las manos de Ingold.

Sollozando, Rudy intentó de nuevo recoger el báculo y, en esta ocasión, Jill se limitó a retroceder unos pasos en tanto que las lágrimas se deslizaban de manera incontrolable por sus mejillas. El joven emitió un grito encolerizado y dio un paso hacia ella sin saber muy bien qué propósito tenía.

—Si la tocas, te juro que no saldrás vivo de aquí —dijo la voz rasposa de Ingold.

Rudy se detuvo y parpadeó, preguntándose en un instante de confusión si Ingold habría conjurado alguna clase de gnodyrr sobre Jill con las breves palabras que le había susurrado cuando tenía la daga pegada al cuello. El áspero resuello del mago era el único sonido que rompía el pavoroso silencio de la bodega. Sus ojos azules, pálidos y relucientes entre cortes y quemaduras, se dirigieron de manera alternativa de uno a otro.

—Ninguno de los dos tendría que estar en esta ciudad —dijo con voz tensa—. Marchaos de aquí. Alejaos cuanto podáis.

—No te abandonaré —replicó Jill con suavidad.

Él se volvió hacia la muchacha; un repentino y ardiente temor agrandaba sus ojos.

—¡Haz lo que te he dicho! ¡Márchate! ¡Ahora mismo!

—¡Y un cuerno! —gritó Rudy. Ingold se giró hacia él, con la espada brillando en su mano—. Has estado cautivo de la Oscuridad y…

El mago retrocedió un paso hacia el rayo de luz y su cabello largo y enmarañado adquirió un brillo satinado que le daba la apariencia de algas. La luz se tornó más difusa a su alrededor. Al mirar a lo alto, Rudy vio a través de la maraña de vigas rotas y piedra chamuscada los suaves jirones de niebla blanca que empezaban a oscurecer el día.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Ingold con voz queda.

—¿Para qué te querían? —bramó Rudy.

—Lo sabrás a su debido tiempo.

El mago retrocedió otro paso sin bajar la espada que enarbolaba mientras sus ojos enrojecidos se habituaban poco a poco a la luz y miraban en derredor para orientarse. Rudy avanzó un paso hacia él, e Ingold se tensó ligeramente, preparándose para un ataque, con la mortífera agilidad que le era habitual.

—¡Rudy! —gritó en ese momento Jill, con un timbre aterrado.

El joven giró velozmente sobre sus talones y la vio parpadear desconcertada, como alguien que acaba de salir de un trance…

… y, al volverse de nuevo, descubrió que Ingold había desaparecido.

Profiriendo maldiciones, se lanzó a todo correr escaleras arriba hacia la difusa luz diurna. Jill le pisaba los talones.

—Lo…, lo siento —balbució ella—. No sé por qué grité…

—¡Gritaste porque era lo que él quería que hicieses! —espetó con un timbre colérico en el que había un deje de temor. Se paró y la cogió por los brazos, buscando su mirada en la penumbra del desmoronado arco bajo el que se amontonaban hojas secas y huesos putrefactos—. ¡Maldita sea, Jill! ¿Por qué me detuviste? Comprendo que tú no fueses capaz de hacerlo, pero…

—No —lo interrumpió con suavidad. Tenía los ojos hinchados, pero serenos—. Si hubiese estado dominado por la Oscuridad, le habría cortado el cuello. Pero no era así.

—¡Fantástico! —resopló Rudy con fastidio—. Es lo único que nos faltaba…

—Ignoro qué se trae entre manos —continuó ella haciendo caso omiso de su interrupción—, pero tiene control sobre su propia mente. Lo sé.

—¿Y cómo demonios lo sabes? —bramó encolerizado Rudy—. ¡Te tiene sorbido el seso! La Oscuridad lo atrapó. Ha sido su prisionero. No lo dejarían marchar así, sin más… ¡No después de haberlo perseguido por todo el continente de cabo a rabo!

—¡Lo sé porque lo conozco! —replicó Jill con ardor, soltándose de él con brusco tirón.

Reanudó el ascenso de la escalera a grandes zancadas, dejando atrás a Rudy. En lo alto, la bóveda desmoronada de la bodega permitía entrever un cielo grisáceo y helado, y Rudy reparó en que la joven temblaba con el soplo de aire frío que atravesaba la fina tela de su camisa deshilachada. Echó a correr tras ella.

—¿Adónde demonios crees que vas? —le gritó.

—¡A buscarlo, imbécil! —contestó Jill mirando atrás. Atravesó una puerta medio desmoronada; sus botas se hundieron en la enmarañada alfombra de plantas rastreras que colmaban los sótanos—. Quiere que abandonemos la ciudad porque él corre alguna clase de peligro.

—¡Quiere que abandonemos la ciudad para que no le impidamos dirigirse a la Fortaleza a abrir los portones al abrigo de las tinieblas de la noche! —Rudy se enganchó un pie en una hiedra y cayó despatarrado al suelo. Se incorporó en medio de palabrotas malsonantes—. De nosotros depende que…

Jill giró sobre sí misma de una manera tan súbita que por poco lo ensarta en su daga.

—No se te ocurra tocarle ni un pelo de la cabeza, maleante, o…

La frase inacabada quedó suspendida en el aire que arrastraba jirones de niebla y susurraba entre la oscura maraña de vegetación. La atmósfera pareció cargarse de repente con la presencia de los Seres Oscuros. Incluso a la luz del día, ninguno de los dos pudo evitar echar una ojeada en derredor, como si esperaran ver aparecer las negras formas sinuosas desde los sombríos rincones del palacio derruido. A Rudy se le ocurrió que estaban muy solos.

—No nos enfrentemos, Jill. Estamos juntos en esto —consiguió articular, sintiendo la boca seca.

—De acuerdo —aceptó ella, a la vez que bajaba la daga.

El joven estuvo a punto de añadir: «Si lo encontramos, no me mates por la espalda», pero algo en aquellos ojos grises y fríos lo obligó a contenerse. Entonces recordó que Jill le había entregado su espada a Ingold.

A pesar de ser casi mediodía, empezaba a oscurecer. La niebla se alzaba de las ciénagas que inundaban la parte baja de la ciudad y extendía sus tentáculos pegajosos por las húmedas calles. Jill y Rudy avanzaron con sigilo a través de las ruinas silenciosas del palacio; atravesaron salones desiertos en los que tapices medio podridos crujían con la repulsiva sugestión del roer de ansiosos dientecillos; cruzaron pavimentos enlosados cuajados de rodales de musgo y hierbas rastreras en estado de descomposición. Las cuencas vacías de las calaveras los observaban medio ocultas bajo los muebles destrozados, y con los jirones de la niebla pegada al suelo, parecía que esbozaban una mueca burlona. Por entre las grietas del techo abovedado de un pórtico, la bruma se derramaba como una especie de gas pesado y se quedaba flotando alrededor de sus pies.

Rudy hizo un alto al percibir el efecto de un hechizo que contrarrestaba el suyo. Con el corazón palpitándole desbocado, recorrió con la mirada el vacío pasaje y la enfocó más allá de los arcos desmoronados hasta el enlosado de un patio hundido bajo las aguas marrones y estancadas.

—Jill —llamó con un susurro—. Jill, escúchame, por favor. Sabes lo que le ha ocurrido.

Ella se detuvo una fracción de segundo y luego reanudó la marcha sin decir una palabra.

—Maldita sea, Jill, si no puedes ayudarme, al menos… Al menos mantente al margen —suplicó—. Pero ¿qué demonios estoy diciendo? ¡Necesito que me ayudes, por Dios bendito! ¡No soy guerrero ni tengo madera de héroe! ¡Yo solo no puedo hacerlo!

—«No puedo» —remedó burlona la suave voz de Ingold desde la densa bruma—. Si repites «no puedo» suficientes veces, acabarás convenciéndote de ello, Rudy.

El joven giró con rapidez, sintiendo la garganta contraída. Le llevó unos segundos reparar en que Ingold se encontraba junto a un arco que conducía al patio, con sus raídas vestiduras ondeando levemente con la brisa que agitaba la niebla.

Se miraron el uno al otro durante un momento y Rudy sintió como si estuviera atrapado entre el amor y la muerte. El cariño que profesaba al anciano se debatía con el terror que le producía el poder del mago, con los recuerdos de otro combate entre las ruinas de una ciudad con otro archimago, y con la convicción de lo que les ocurriría a Tir y a Minalde si Ingold sobrevivía. Con una sacudida dolorosa, se libró del cerco que parecía cerrarse más y más sobre su mente, desenfundó el lanzallamas y disparó.

El rugiente chorro de llamas se propagó cegador por los tonos monocromos de aquel mundo gris. Ingold no se movió para eludir la llamarada; el fuego se estrelló contra la pared a varios pasos de distancia, a su izquierda. El calor evaporó la humedad de la pared con un siseo. Maldiciéndose por su mala puntería, Rudy disparó de nuevo al tiempo que oía las pisadas atropelladas de Jill que corría hacia ellos. Falló otra vez y los líquenes que tapizaban la columna del arco se prendieron. Justo antes de que Jill le aferrara la muñeca, disparó por tercera vez y entonces comprendió lo que ocurría.

«No luches mientras puedas pasar inadvertido», había dicho Ingold cuando viajaban por las planicies azotadas por el viento. No sorprendería nunca al anciano para acertarle con el lanzallamas. A decir verdad, no creía que pudiera sorprenderlo en ninguna circunstancia. Mientras Jill tiraba jadeante de su brazo, que no ofrecía resistencia, sus ojos se encontraron con los del mago. Bajo la hirsuta barba, la sonrisa de Ingold se ensanchó. Levantó la espada de Jill a guisa de saludo y se perdió en el patio brumoso sin pronunciar una palabra.

Con un arranque de fuerza nacido de la desesperación, Rudy se libró de Jill y guardó el inútil lanzallamas en la funda. Blandiendo el báculo como una pica, se lanzó a la carrera hacia los lechosos vapores que cubrían el patio. Se detuvo jadeante nada más cruzar el arco, escudriñando el muro brumoso que se extendía ante él, con el pelo apelmazado pegado en la frente. Alguna señal…, alguna clave…

La hoja silbante de una espada hendió el aire y Rudy apenas tuvo tiempo de frenar la cuchilla dirigida a su espalda. Ingold se había limitado a colocarse a un lado del arco, dejando que Rudy lo sobrepasara al salir al patio. La hoja de acero chirrió al resbalar sobre la media luna metálica del báculo y la desvió hacia un lado. Rudy retrocedió, resbalando en el agua estancada y evitando por poco perder el cayado. Embistió contra la espada, intentando atraparla entre las puntas curvas de la media luna para de ese modo desarmar a su oponente, como le había visto hacer a Lohiro. Pero no tenía ni la precisión ni la habilidad del anterior archimago, y la espada realizó una finta eludiendo su ataque. Rudy saltó a un lado para evitar la siguiente arremetida y se hundió hasta las rodillas en algo que bullía de un modo horrible bajo la superficie del agua.

Frenando otro golpe de manera atropellada, retrocedió hasta alcanzar un terreno más elevado. Ingold tenía mucho mejor sentido del equilibrio que él y lo hostigó sin descanso agotándolo con un combate defensivo que no le dio oportunidad de réplica. Sintió cosas viscosas pegadas a sus tobillos conforme trepaba a un saliente de terreno seco. El mago le lanzó una estocada desde la densa bruma. Frenó el golpe con el báculo y sintió que el impulso lo desviaba hacia un lado; un instante después oía el siseo silbante de la espada al descender. Llevado por la desesperación, detuvo la espada cerca de la empuñadura con el astil de madera tan dura como el acero. Durante un breve instante de forcejeo, su cuerpo casi rozó el del fantasmal vagabundo al que combatía y se encontró mirando aquellos ojos azules relucientes y desconcertantes.

«Hay algo raro —pensó de repente—. Lohiro…, Lohiro…».

Entonces Ingold sonrió, a pesar de que su semblante estaba blanco por la tensión. Un instante después, le hizo una zancadilla a Rudy, quien cayó de espaldas en las aguas estancadas con un escandaloso chapoteo. Ingold había desaparecido, desvaneciéndose como un espectro en la oscura bruma.

Jill apareció entre la niebla un segundo después y lo ayudó a incorporarse. El joven estaba empapado, lleno de mugre y tiritando. Ella recogió el báculo caído y se lo entregó.

—Toma. ¿Puedes verlo? —preguntó con un susurro.

Algo se movió en la opaca neblina que difuminaba el desmoronado arco y la levantó en remolinos, como si la hubiera barrido el repulgo de un manto.

Rudy se quitó unas hierbas podridas que colgaban de la piel apelmazada de su capa, soltando chorros de agua sucia con cada movimiento.

—Vamos —murmuró.

Durante la espantosa persecución que siguió, Rudy recordaba de vez en cuando que Ingold había dirigido la expedición a Gae por su conocimiento de callejones y travesías que surcaban la arrasada ciudad. Siguió las huellas del anciano a través de deshabitadas mansiones derruidas, abarrotadas de objetos podridos producto del saqueo e impregnadas del apestoso hedor a mutantes y zorros; lo siguió a lo largo de calles y patios donde los jirones de la densa niebla se enroscaban en marañas impenetrables de hiedras. A veces Rudy descubría la huella de la bota del mago en el barro junto a una fuente rota de mármol o impresa en la escarcha que cubría como una pátina los rotos adoquines. Rastreó su presa en el movimiento del agua; en la huella del roce del manto de Ingold sobre el rocío que salpicaba los verdes parches de repugnante musgo como una reluciente alfombra de diamantes; en los arbustos quebrados a su paso. Y en todo momento, Rudy no dejaba de pensar: «Hay algo raro. Algo importante que se me pasa por alto. Lohiro…».

Un ruido apagado llamó su atención, como el resbalón de unos pies en los adoquines. Hizo un alto, forzando la vista para traspasar el manto de niebla que parecía más espeso allí que en cualquier otra parte de la desolada ciudad. Creyó distinguir una puerta en una pared, flanqueada por desmoronadas columnas tapizadas de moho y festoneadas de marrones ramas sarmentosas de parras salvajes.

Las pisadas de Jill sonaron suavemente en la alfombra de vegetación seca; se paró al lado de Rudy y lo sujetó de la manga al ver que daba un paso hacia la puerta.

—¿No lo notas? —susurró.

Por doquier, la proximidad de los Seres Oscuros era como un zumbido en la atmósfera cargada. El día llegaba a su fin, aunque la niebla gris y densa que cubría la ciudad hacía imposible calcular la hora; no obstante, Rudy sabía que no faltaba mucho para el anochecer y que, con la llegada de la noche, Ingold quedaría fuera del alcance de sus poderes.

Avanzó hacia la puerta con precaución. La media luna metálica de su báculo empezó a emitir un fulgor pálido y mortecino, desdibujado por la bruma. A su luz, divisaba los rostros de gárgolas talladas en las columnas, y el sombrío hueco de la escalera que había más allá, y el piso combado con el empuje de las raíces de unos árboles. Una corriente de aire cálido le rozó la cara y removió la niebla a su alrededor.

Se oyó una pisada que quebraba las nudosas ramas secas de las plantas rastreras. Rudy giró velozmente sobre sus talones, y el blanco resplandor de su báculo apenas penetró la pizarrosa negrura que los rodeaba, pero sí le descubrió a Ingold, que se encontraba a unos pasos de distancia.

Rudy perdió los nervios. La blanca luz se derramó desde su báculo a la vez que se abalanzaba sobre el mago. El anciano esquivó con facilidad la arremetida de la afilada cuchilla, que pasó a escasos centímetros de su rostro. La fría fosforescencia del báculo iluminaba la acerada hoja curva, pero la niebla y la oscuridad hacían casi invisible a Ingold. Rudy continuó atacando, agotado, sollozante, con los músculos agarrotados por los calambres; pero el mago se desvaneció ante sus ojos. En alguna parte entre la niebla arremolinada a sus espaldas, notaba la presencia de Jill, que se había mantenido al margen de la lucha.

Pareció como si las hiedras cobraran vida para enredársele en torno a los tobillos y se fue de bruces al suelo, aunque no soltó el báculo. Oyó que Ingold se alejaba a través de la maraña de vegetación; se incorporó de un brinco y fue en pos del mago abriéndose paso entre la densa maleza. La oscuridad no le permitía ver a Ingold, pero oyó que el anciano hacía un alto.

Bajo los pies de Rudy el pavimento se hundió en un brusco desnivel que lo lanzó sobre los escombros que se amontonaban en el vano de una antigua poterna. Con las manos laceradas, ajeno a todo cuanto no fuera la perentoria necesidad de acabar con su presa antes de que las tinieblas nocturnas permitieran a Ingold adoptar la forma de un Ser Oscuro, Rudy se lanzó en pos del mago por un negro túnel de niebla y sombras.

En campo abierto, fuera ya de las murallas de la ciudad, la oscuridad parecía menos opresiva. La densa bruma se aclaró un poco, permitiendo que Rudy divisara al mago caminando pendiente abajo, con su mugriento manto fundiéndose en los colores de la neblina. Rudy empleó toda su fuerza en crear un conjuro para disipar la bruma, un viento que despejara el entorno, pero su mente captó la férrea garra de un contrahechizo que ahogaba su poder antes de manifestarse. La niebla se espesó aún más a su alrededor, como una mortaja sombría, y echó a correr dominado por el pánico, pensando qué ocurriría si encontraba a Ingold y qué ocurriría en caso contrario.

Corrió tambaleante y a ciegas por un mundo gris y brumoso, tropezando cada dos por tres con obstáculos que le obstruían el camino. Los retorcidos restos de árboles muertos se alzaban ante él en medio de las tinieblas. Las raíces se le enganchaban en los pies haciéndolo caer en charcos viscosos de lodo y verdín. El repulgo de su capa empapada le golpeaba las pantorrillas; estaba helado y al borde del agotamiento. Perdido, medio congelado y pringado de barro hasta las cejas, prosiguió con paso vacilante en aquella pesadilla de oscuridad y niebla.

Entonces, de un modo totalmente inesperado, salió a un claro abierto en el manto de bruma. Se paró tambaleante y el resplandor tembloroso de su báculo derramó una luz difusa sobre la escena que se desarrollaba frente a sus ojos.

Ingold y Jill estaban de pie, frente a frente, lo bastante próximos como para que la mágica luz fundiera sus dos sombras en un único borrón azul oscuro sobre el pétreo terreno. La espada que sostenía Ingold relucía en su mano cuando el mago la giró y se la ofreció a Jill por la empuñadura.

La joven la cogió y sopesó su familiar hechura equilibrada. El largo cabello le caía revuelto sobre la cara y sus ojos denotaban una dulzura que Rudy nunca había visto en ellos; por primera vez desde que la conocía, comprendió que un hombre encontrara en esta universitaria violenta y totalmente contradictoria una mujer fascinante.

Ingold se quedó inmóvil frente a ella un largo instante, con los brazos caídos a los lados. Enmarcado por la larga y sucia mata de cabello blanco, su rostro estaba demacrado y los huesos se le marcaban bajo la piel macilenta, pero por un breve momento a Rudy le pareció imposible que aquel hombre fuera otra cosa que el viejo mago afable que Jill y él habían amado cada uno a su manera.

Se le ocurrió de repente si aquél era el motivo por el que los Seres Oscuros querían apoderarse de Ingold: su encanto personal, ante el que nadie podía resistirse.

Aturdido, Rudy dio un paso hacia ellos. Ingold alzó la cabeza y por un instante sus ojos se encontraron con los del joven: cansados, enardecidos y, sin embargo, serenos. Unos jirones de niebla se interpusieron entre ellos, oscureciendo momentáneamente la visión de Rudy; cuando se despejó la bruma, Jill estaba sola en la yerma pendiente, con la espada en la mano. No había ni una sola huella en el terreno pedregoso.

La muchacha envainó el arma en tanto que Rudy se acercaba caminando a trompicones. Durante la búsqueda por el palacio, Jill había recuperado la casaca y la capa, pero ambas prendas estaban empapadas por la humedad y la joven temblaba de frío.

—¿Por qué, Jill? —preguntó Rudy con suavidad.

—Podría haberla necesitado.

Él se frotó los dedos rígidos e insensibilizados en la capa empapada.

—Estás loca, ¿lo sabes?

—Probablemente —admitió ella.

Rudy miró en derredor y al muro brumoso que los cercaba.

—¿Y ahora qué hacemos?

Jill se encogió de hombros.

—Esperar. Si sobrevive a cualquiera que sea el peligro al que ha de enfrentarse esta noche, creo que vendrá a buscarnos.

—¡Oh, venga ya! —explotó Rudy. Tras el día de terror, frío y agotamiento, la tranquilidad de Jill era la gota que colmaba el vaso de su paciencia—. No pensarás aún que ronda por ahí fuera para entablar la última batalla con la Oscuridad esta noche, ¿verdad? Lo más probable es que esté de camino a la Fortaleza…

Jill se cruzó de brazos, arrebujándose en la capa.

—Si es así, ¿por qué no me mató?

—¡Probablemente porque le eras más útil estando viva! —replicó exasperado.

—¿Y por qué no te mató a ti? —apuntó enardecida—. No me negarás que ha tenido más de una docena de ocasiones de hacerte picadillo en el transcurso del día. ¿Y por qué dejó que lo atacáramos…?

—¡Eso es! —exclamó de repente Rudy—. ¿Por qué dejó que lo rastreáramos, Jill? Normalmente, nadie sería capaz de seguirle la pista, ni siquiera en un piso negro cubierto de harina. Pero, si lo que quería era sacarnos de la ciudad, ¿por qué no nos llevó por el camino más corto desde palacio a las puertas que dan al monte Trad? ¿Por qué empleó todo el día y nos condujo hasta… Dios sabe dónde?

Jill frunció el entrecejo.

—¿Para mantenernos alejados de esa zona de la ciudad? —sugirió.

—¿O del monte Trad? Es el terreno más elevado en las afueras de la ciudad.

La joven echó una rápida mirada a su alrededor. También Rudy había empezado a sentirlo; era una especie de tensión en el aire, un terror electrizante, como si la tierra y la niebla hubiesen empezado a agitarse con el poder y la maldad de la Oscuridad. Sin ninguna razón aparente, Rudy miró a sus espaldas, casi esperando descubrir una masa negra tomando forma, y sintió que el corazón le latía más deprisa.

—¿Crees que es en el monte Trad donde va a encontrarse con los Seres Oscuros? —susurró Jill.

—Sí. Pero la cuestión es: ¿para qué?

Cuando llegaron al monte Trad era noche cerrada, oscura, gélida y borrascosa con la abrumadora sensación de la presencia de los Seres Oscuros. Rudy había apagado la luz del báculo y, en medio de aquella tiniebla, conducía a Jill de la mano, avanzando con cautela por el árido terreno de la planicie. A despecho del conjuro de encubrimiento que los protegía a ambos, se sentía sofocado por el terror a la Oscuridad. Se encontraban demasiado cerca de Gae, pensó; habían seguido la silueta de las derruidas murallas, apenas visible por la niebla. Estaban demasiado cerca de los horrores que percibía brotar de cada sótano, de cada bodega, de cada túnel de los laberintos interminables del nido medio abrasado. Estaba agarrotado por el miedo y tiritaba con el espantoso frío de la noche.

Sopló un viento súbito y helado que arrastró los últimos vestigios de la niebla que ocultaba el paisaje. A su paso, agitó los largos cabellos húmedos de Rudy y se clavó como alfileres en sus manos ateridas. El joven sintió los dedos de Jill crisparse sobre su brazo. Los jirones de niebla se dispersaron, revelando la silueta alargada e irregular de las murallas de Gae y el perfil de la campiña bajo el espeluznante fulgor de las estrellas.

Oyó que Jill daba un respingo. Volvió la vista hacia la ciudad y entonces vio a los Seres Oscuros. Se elevaban sobre la quebrada línea de tejados como el embudo de un monstruoso tornado, en una columna fluctuante que se extendía ennegreciendo el aire. El apagado zumbido característico vibraba en el cerebro de Rudy. El hechizo ilusorio que lanzaban se propagó por el cielo sumergiendo al mundo en una negrura envolvente e infernal; su aliento soplaba como un huracán sobre la tierra cegada por la tiniebla.

Y, en medio de aquella oscuridad total, surgió una luz en lo alto del monte Trad, blanca y singular. Su fulgor contorneó el perfil de la mandíbula y la sien de Jill, y Rudy tuvo la fugaz y espantosa impresión de contemplar una calavera enmarcada por la ondeante mata de pelo enmarañado. La creciente nube de oscuridad se encumbró en el aire, ocultando las torres de Gae; el diminuto fulgor blanco centelleó de nuevo y en esta ocasión Rudy pudo ver, perfilada en el débil resplandor, la figura negra de un hombre en lo alto del cerro, con las mangas de su flameante túnica desgarrada mostrando los nervudos brazos cubiertos de cicatrices, levantados sobre su cabeza.

La luz brotaba de las manos de Ingold y su resplandor titilaba en el agitado halo de su blanco cabello y en la faz surcada de arañazos que alzaba hacia el cielo. El punto luminoso creció en la cargada atmósfera y se transformó en un retorcido hilo de fuego que se agitaba sacudido por el viento que de repente se precipitó sobre el cerro en una punzante oleada de hedor ácido y metálico. Conforme la Oscuridad se derramaba sobre el mago, la luz se expandió desde la cima del monte hacia la amenazadora negrura del cielo encapotado.

—¡No! —gritó Jill.

Rudy se volvió y vio en aquellos grises ojos desorbitados por el pánico una cegadora comprensión, angustia, horror… y la certeza de que, después de todo, había sido traicionada.

Un torrente de colores indescriptibles fluyó sobre ellos cuando la línea luminosa se abrió en una grieta ondulante. Era como si la tierra y el cielo estuvieran pintados sobre una cortina, y esa cortina se estuviera abriendo absorbiéndolo todo. Más allá no había más que la blancura nebulosa de un fuego incandescente y la vibrante negrura del Vacío.

Todos los Seres Oscuros del mundo que allí se habían congregado, se desbordaban como un rugiente río de perdición a través de aquella inmensa hendidura.