La Runa de la Cadena colgaba atada de la muñeca derecha de Rudy. En medio de la confusión, producto de su estado semiinconsciente, adquiría otras formas y otros significados: visiones de terror y repulsión, maldad y dolor. En otros momentos, cuando su mente se aclaraba durante unos segundos, la veía como era realmente: un sello redondo de plomo, marcado con la terrible runa, que daba vueltas lentamente, suspendido de una cinta negra. El halo que irradiaba era una corrupción que anulaba cualquier magia. Ante su presencia sentía la mente embotada; la esperanza y el conocimiento en los que se fundaba la magia, se diluían absorbidos en un pozo fétido de desaliento e impotencia.
Rudy se preguntaba dónde estarían los Seres Oscuros. Era una noche silenciosa como la muerte y hacía un frío brutal: la luna brillaba entre los jirones de nubes y convertía la nieve en un manto cuajado de diamantes. Era la clase de noche que les gustaba. Sus tinieblas ocultarían el resplandor de la luna; sus hechizos podían alargar la inmensa sombra proyectada por la Fortaleza para que se arrastrara sobre la carretera enterrada en nieve y alcanzara el montículo donde estaba encadenado. Se preguntó si sería más doloroso que le arrancaran de cuajo la carne de los huesos que el lento agonizar por congelación, aunque poco le importaba en realidad. Le dolían los hombros, medio dislocados de soportar el peso del cuerpo amarrado a las cadenas suspendidas de los pilares. De vez en cuando intentaba ponerse de pie para paliar la tensión de los brazos, pero el agotamiento, el frío y el aturdimiento por los golpes recibidos cuando se había enfrentado a los guardias, lo habían dejado sin fuerzas. No tardaba en dejarse caer y entonces lo sacudía el dolor lacerante de los brazos.
En el silencio del valle oyó los aullidos de los lobos procedentes de las llanuras. Si no fuera por el gemido del viento entre la negra masa de los árboles, estaba seguro de que habría podido escuchar todos los sonidos de la noche que lo rodeaba; proyectó sus sentidos como el inmenso encaje brillante de la Vía Láctea sobre la oscuridad de la tierra. Percibía el olor de su propia sangre que brotaba de las muñecas heridas con tanta claridad como el de los glaciares en su avance inexorable desde las elevadas cumbres. Tuvo la impresión de que oía la apagada y cristalina música de las estrellas en su recorrido por la bóveda celeste, así como todos los sonidos de un mundo nocturno. Escuchaba el lejano crujido de los hielos del norte, avanzando varios palmos cada año, y el murmullo siseante del viento en el velo que separaba unos universos de otros. Y muy abajo, en las entrañas de la tierra, sintió los susurrantes arañazos de unas garras en la oscuridad y el grito desgarrador de Ingold.
Recobró el conocimiento de un modo brutal, sacudido por una oleada de dolor indescriptible. A la brillante luz de la luna vio un semblante pálido y severo cerca del suyo y sintió la tibieza de una mano en el brazo aterido, bajo los andrajos de la camisa desgarrada. Debió de gritar de dolor, pues una voz le susurró:
—Cierra el pico, maleante.
Unos dedos delgados y cubiertos de cicatrices manipulaban la cerradura de los grilletes.
La liberación de su brazo izquierdo fue como recibir una fulminante descarga de dolor. Jill le sostuvo el cuerpo para que no se cargara todo el peso en el otro brazo encadenado y lo soltó en el suelo con todo cuidado. El aliento de la muchacha era una nube de diamantes a la luz de la luna, sus ojos como espejos helados bajo la sombra de las espesas pestañas.
«Ni las chicas despampanantes de los calendarios, ni las rutilantes estrellas de cine, ni siquiera Minalde —pensó Rudy medio atontado—. En este momento, Jill Patterson es sin discusión la mujer más hermosa que he visto en mi vida».
—¿Qué demonios es esto? —susurró ella, retrocediendo asqueada ante el sello de plomo.
—La Runa de la Cadena —consiguió balbucear Rudy—. La que utilizaron para encerrar a Ingold en Karst. Govannin me la trajo de regalo.
—Qué detalle tan encantador. —Jill se frotó la mano en los pantalones. Luego desenfundó la espada, al igual que había echo Rudy la primera vez que entró en contacto con aquel objeto, y sesgó de un tajo las cintas negras. El sello de plomo cayó con un golpe sordo sobre la nieve y Jill lo alejó de una patada. Acto seguido empezó a manipular la llave otra vez.
Rudy tenía la garganta seca y le ardían los pulmones por la trabajosa respiración; el menor movimiento le provocaba unos latigazos lacerantes, a pesar del entumecimiento del cuerpo. Cuando la cadena se soltó, el joven se desplomó sobre la nieve como un fardo y se hundió en una negrura cálida y confortable.
Tuvo la vaga sensación de que lo sacudían y la voz de Jill le llegó tan lejana como si estuviera a kilómetros de distancia.
—Como se te ocurra desmayarte ahora, maleante, te asesino.
Intentó explicarle que se encontraba perfectamente bien y que lo estaría mucho más después de echar un sueñecito, pero, por algún motivo que escapaba a su comprensión, las palabras no salieron de su garganta. Todos los músculos de la espalda protestaron doloridos como si les aplicaran hierros candentes cuando alguien lo obligó a sentarse con la cabeza recostada en un huesudo hombro. Luego sintió que lo tapaban con lo que parecía una raída manta del ejército; le echaron la cabeza hacia atrás y le hicieron tragar litros de fuego líquido que le abrasó la garganta.
—¿Qué demonios…? —balbució. Se debatió para quitarse de encima la capa de Jill y entonces reconoció el regusto dejado por el licor fabricado en el cuartel, la Muerte Azul.
—Cierra el pico y no te muevas —le ordenó la joven, mientras se quitaba la casaca heredada de un pobre diablo que ahora servía de alimento a los gusanos y que debía de haber sido mucho más corpulento, y la echaba sobre la capa—. ¿Crees que podrás llegar hasta Gettlesand? He traído algunas provisiones, pero no son muchas. Le haré saber a Alde que lograste escapar con bien.
—Gracias —susurró—. Gracias, Jill. No sé cómo te las has arreglado para hacer todo esto, pero…
—Le escamoteé las llaves a Janus —replicó ella—. Sospecho que lo sabe, pero… Bueno, qué demonios, no dirá nada. El Halcón de Hielo está de guardia en los portones esta noche.
Rudy intentó mover un brazo y su esfuerzo fue recompensado por una serie de calambres espasmódicos.
—Entonces será mejor que vuelvas —musitó—. Los dos tendréis problemas si alguien pasa por las puertas y descubre que están abiertas.
—No lo están —exclamó Jill, escandalizada—. ¿Crees que después de todo lo ocurrido me atrevería a dejarlas abiertas?
—Pero los Seres Oscuros…
Ella se encogió de hombros.
—El Halcón de Hielo me dejó esto. —Señaló el cinturón, del que pendía un pequeño trozo de madera desgastada en la que se advertía un símbolo tallado; Rudy advirtió que se trataba de la Runa del Velo. No era menester preguntar cómo había recuperado el Jinete el talismán que le había robado el desaparecido embajador del imperio—. Hace una buena temperatura dentro de los corrales y sé cómo eludir las trampas para los lobos que los rodean. No te preocupes por mí, maleante.
Rudy alzó la vista hacia el rostro frío y remoto como un busto de mármol y recordó que cuando la había conocido en otro mundo de ensueño llamado California había pensado que no era más que un ratón de biblioteca, una engreída niña bien. Se giró sobre el costado y tuvo que apretar los dientes para no gritar de dolor.
—Jill, escúchame —dijo con suavidad—. Me has salvado la vida y siempre estaré en deuda contigo por ello. Pero necesito tu ayuda para algo más. La necesito desesperadamente.
Ella frunció el entrecejo, desconcertada. Al estar en mangas de camisa había empezado a temblar.
Rudy suspiró e intentó sentarse. Se desplomó con un gemido ahogado, y sintió que la nieve cedía bajo la mano que extendió de manera mecánica para recobrar el equilibrio, aunque apenas notó el frío.
—Jill —prosiguió—. No puedo ir todavía a Gettlesand. Antes he de hacer algo y para ello necesito ayuda. Yo… —Enmudeció y sus ojos se dirigieron a la escalinata de la Fortaleza, bañada por la luz de la luna.
Allí estaba Alwir, una figura tan tenebrosa como las sombras de los Seres Oscuros, envuelta en la capa de terciopelo cuyos pliegues adquirían un brillo plomizo con el blanco fulgor del satélite.
Descendió los peldaños despacio, con la enorme espada desenfundada. Rudy oyó el crujido de sus pisadas sobre la nieve conforme cruzaba la carretera y ascendía al montículo por la trocha abierta por los guardias de Eldor. Jill se incorporó al verlo acercarse.
—Apártate de él, Jill-shalos —ordenó la voz profunda y melodiosa del canciller cuando éste se detuvo a unos pasos de los dos amigos—. Es posible que incluso decida fingir que no te he visto. Pero me temo, Rudy, que no puedo permitirte huir de Renweth.
Adelantó otro paso. La espada de Jill siseó al desenvainarla y centelleó a la luz de la luna como un fugaz relámpago. Un brillo de menosprecio iluminó los ojos de Alwir.
—¿Qué demonios importa? —demandó Rudy, a la vez que se esforzaba por incorporarse, aunque enseguida cayó otra vez al resbalarse en la helada superficie—. ¡Creí que querías que me marchara de la Fortaleza, por los clavos de Cristo! Eldor no lo descubriría nunca.
—Existen ciertos riesgos que un hombre precavido no está dispuesto a correr —replicó con suavidad el canciller—. Entre ellos, dejar abierta la posibilidad de que algún día regrese un mago que fue amante de un miembro de la realeza que me guarda rencor.
Movió la espada y la luz se deslizó a lo largo de la afilada hoja de acero.
—¡Pero yo no regresaré nunca! —argumentó desesperado Rudy—. No tienes que…
—A no ser que Eldor muriese. —En la voz desapasionada de Jill no había el menor matiz de cinismo. Su cuerpo se balanceó en respuesta al leve movimiento de la figura armada que estaba ante ella; se advertía una tensión en todos sus músculos casi palpable, una actitud de alerta que no la originaba ni el miedo ni la cólera—. ¿No es así, Alwir?
Rudy miró a uno y a otro de manera alternativa y advirtió una especie de entendimiento compartido entre ambos.
—No comprendo —tartamudeó.
—Oh, vamos, Rudy —espetó Jill—. Un monarca que ha perdido reino, honor y todo cuanto poseía… ¿No te parece que encontrar a su esposa en brazos de un hombre que era el discípulo de su mejor amigo es más de lo que podría soportar? ¿Qué le has dado, Alwir? ¿Extracto de adormidera? ¿O acaso tu compinche Vair te proporcionó algo más fuerte antes de marcharse?
—Tu capacidad deductiva es asombrosa —dijo el canciller con una sonrisa irónica—. Su Majestad ha tomado adormidera para ayudarlo a conciliar el sueño desde su regreso de la madriguera. Bektis se lo prepara cada noche. Y es de sobra conocido que la dosis adecuada es un concepto muy relativo. No te muevas, Rudy —advirtió mientras se volvía hacia el joven que intentaba en vano incorporarse. Adelantó otro paso con precaución en la resbaladiza capa de nieve helada. Un rayo de luna se reflejó en las joyas de su vestimenta y en el mortífero filo del arma enarbolada.
Jill avanzó hacia él con la punta de la espada levantada en posición de combate; Rudy vio que su rostro estaba sereno y sus ojos tan inexpresivos como dos parches de hielo… e igualmente fríos.
Alwir resopló con desdén.
—Como desees —dijo—. No puedo permitirme por más tiempo el lujo de preocuparme por un demente ni por el amante de una jovencita encaprichada. Es imprescindible que los quite de mi camino, de una vez por todas.
Atacó con un movimiento fulgurante. Las armas entrechocaron al frenar Jill con su espada el arco descendente de la del canciller; los brazos de la joven acusaron el impacto brutal de la embestida. Él era más corpulento y también más avezado en la práctica de la esgrima; sabía muy bien cómo aprovechar la ventaja de su peso en contra de un oponente más ligero. No obstante, la muchacha se puso en guardia, calibrando el oscuro bulto de su voluminosa silueta enmarcada por el brillo implacable de la nieve. Curiosamente, no sentía miedo ya que no tenía ni la esperanza ni la intención de salvar su propia vida y ello le daba una total serenidad. Luchaba por el puro placer de la venganza.
—Mi querida niña —dijo Alwir con un ribete conmiserativo—. Yo ya mataba hombres con la espada cuando todavía no habías nacido.
Arremetió contra la joven como si blandiera un hacha, obligándola a retroceder. Jill resbaló en la nieve intacta, más allá del círculo pisoteado en torno a las columnas del montículo. En el momento en que se agachaba y se apartaba a un lado, sintió el cálido fluir de la sangre en la mejilla y la punzante mordedura del aire helado en la herida abierta. Retrocedió otra vez de un brinco a la par que frenaba la nueva embestida, y Alwir se tambaleó al hundirse en la nieve hasta casi las rodillas. Sin embargo, cuando Jill arremetió, ya se había recobrado y frenó su acometida para reanudar de inmediato el ataque. Las muñecas de Jill acusaban la fuerza de sus golpes y sintió que se resentían las viejas heridas del brazo y la clavícula. Alwir atacó de nuevo, si bien el empuje quedó algo frenado por el impedimento de la nieve profunda. La nieve crujió bajo sus botas al retroceder Jill de un salto, pero apenas cedió terreno.
La garganta le ardía por la respiración trabajosa. «Adelante y atrás, antes de que tenga tiempo de tocarte», la había instruido Ingold. Era su única defensa contra la fuerza superior que desviaba su espada en ese momento y le infligía un corte superficial, aunque de varios centímetros de largo, en el costado. Los aceros entrechocaron de nuevo, produciendo un sonido chirriante al rozar filo contra filo, y Jill realizó una finta brusca que alcanzó al hombre en el muslo.
Alwir soltó una imprecación y arremetió contra la joven, levantando remolinos de nieve al avanzar y tambalearse de nuevo. No obstante siguió acosándola, frenado por la profunda capa de nieve pero sin perder del todo el equilibrio, en tanto propinaba una serie de golpes que desbarataban los más débiles de su oponente. Jill sintió que el acero le rasgaba la carne como una garra candente; a la vez que hacía una finta para eludirlo, la asaltó un mareo producto de la pérdida de sangre y la conmoción. Retrocedió con pasos inseguros sobre el terreno resbaladizo, con la vista borrosa por un velo de oscuridad; las piernas le flaquearon y se desplomó.
Sus rodillas se hincaron en el frío manto de nieve. Aturdida por el dolor, se incorporó tambaleante, impelida por el recuerdo de miles de horas del duro entrenamiento al que los sometía Gnift, el maestro de armas; la vista se le aclaró a la par que se agachaba y eludía la estocada de Alwir. A despecho del frío reinante, advirtió que el rostro del canciller brillaba por la transpiración y que sus resuellos lanzaban al aire bocanadas de vapor.
«Está desentrenado —pensó—. Resopla como un fuelle viejo». Ella misma estaba agotada por el esfuerzo de mantener el equilibrio, así que Alwir debía de estar medio muerto.
Mientras retrocedía vio el rastro oscuro de su sangre sobre la nieve. Alwir no le daba respiro, sabedor de que se debilitaba por momentos; Jill se fijó en la horrible mueca de furia y frustración que le curvaba los labios al hundirse un poco más por el peso en una zona en la que la capa de nieve era más profunda. Eludió otra serie de golpes y realizó una finta que trabó las espadas un breve instante antes de que él liberara su arma y lanzara una estocada carente de precisión al perder otra vez el equilibrio. Jill giró buscando una posición mejor. Él paró su débil ataque y arremetió levantando nubes de nieve en polvo. La liza prosiguió, atrás y adelante, frenando y atacando, más y más deprisa, resbalando ambos combatientes en la traicionera superficie helada. La joven retrocedió sin dejar de parar los golpes de su adversario, sintiendo que los músculos le ardían por la fatiga, atenta al menor fallo en la defensa del hombre, que aprovecharía aunque en ello le fuera su propia vida.
¡Frenar, fintar, agacharse! Tenía las muñecas insensibilizadas por la fuerza de los golpes. El resuello de la respiración del hombre y de la suya propia le retumbaba en los oídos. ¡Atacar y contraatacar! El mundo se redujo al oscuro bulto del cuerpo del contrario. Tropezar, resbalarse, recobrar el equilibrio y contraatacar. Retroceder, llevarlo hacia las zonas de nieve acumulada, inclinarse para eludir las salvajes estocadas, atrás y después adelante. Jill sólo era consciente del ardor de los pulmones y del placer sutil e impersonal del combate.
Alwir desvió de un golpe la espada de la muchacha mientras salía a trompicones de la nieve arremolinada, y su arma hendió la oscuridad al precipitarse sobre ella. Jill saltó hacia atrás para esquivarlo a la vez que arremetía hacia adelante con la espada.
La sangre del canciller salió a borbotones y salpicó las manos de Jill, sorprendentemente cálida con el frío de la noche. Por un instante, Alwir, empalado en el arma de la muchacha, se quedó mirándola con gesto perplejo. Luego la expresión se petrificó en sus rasgos, los ojos se le pusieron en blanco, y el cuerpo empezó a desplomarse con lentitud. Jill sacó de un tirón la espada y dio un paso atrás, con las manos teñidas de rojo. El hombre cayó muerto a sus pies, sobre la nieve revuelta, como una oscura sombra de terciopelo bajo el que crecía un charco de sangre.
Durante un momento, el silencio de la noche pareció adueñarse de la tierra. Jill permanecía de pie, contemplando la figura inmóvil y el oscuro líquido que empapaba la nieve, como si estuviera sumida en una especie de trance. Había triunfado en un combate del que ni siquiera esperaba salir con vida. Se había vengado y estaba viva. Por un instante no sintió nada: ni alegría, ni satisfacción; sólo la nítida impresión de la hermosura de la noche, con la luz de la luna contorneando con un fulgor diamantino las huellas de la nieve pisoteada, y la perfecta claridad de las estrellas suspendidas sobre las cumbres heladas de las negras montañas. El sudor que le bañaba el rostro empezaba a congelarse; la sangre, en cambio, le calentaba las manos, en las que la espada pareció tornarse repentinamente pesada. Fue un fugaz éxtasis que la dejó indiferente, sosegada y llena de una paz indescriptible.
La voz de Rudy rompió el mágico silencio.
—Demonios, quisiera haberlo hecho yo —dijo con voz temblorosa.
Jill inhaló profundamente, como si despertara de un sueño, y después estalló en trémulas carcajadas. Se inclinó y se limpió las manos en la nieve, y quitó la sangre de la hoja de la espada con el manto de su enemigo. Cuando llegó junto a Rudy temblaba de pies a cabeza.
—¿Puedes andar? —le preguntó.
—¡Por Dios bendito, tendría que ser yo quien te lo preguntara a ti!
La muchacha lo ayudó a ponerse de pie, aunque se tambaleó por el peso de su cuerpo. Rudy echó la capa por encima de ambos; bajo la camisa empapada de sudor y sangre, notó que estaba helada. Apenas unos minutos antes lo había aterrorizado al verla como una máquina de matar, inhumana e impasible; pero ahora despertaba su instinto de protección mientras la apretaba contra su costado bajo la tosca tela del capote.
—¿Cuánto tiempo llevaba encadenado? —le preguntó.
Jill frunció el entrecejo, concentrada en evitar resbalarse en el suelo helado de la pendiente.
—Unas tres horas.
—Entonces tal vez esté a tiempo de salvar a Eldor, si tengo acceso a algunas medicinas.
Ella lo miró desconcertada.
—Pero las puertas no se abrirán hasta el amanecer.
—¿Estás segura?
El rubor tiñó sus pálidas mejillas. Llevaba imbuida la Ley de la Fortaleza en lo más hondo de su ser. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que Alwir la hubiese quebrantado, pero no hizo falta que siguiera la mirada de Rudy hacia la oscura rendija que se abría entre los portones de la Fortaleza para saber la verdad.
—Ese… —comenzó, y se explayó a gusto sobre la opinión que le merecía el canciller. Rudy comprobó que su convivencia con la guardia le había enseñado algo más que el manejo de la espada. Jill volvió la cabeza hacia el cuerpo postrado y remató su diatriba—… propio de ese bastardo. Vamos, maleante. Hemos tenido suerte hasta ahora. Si…
Las palabras se le atragantaron. En el mismo momento, Rudy se dio media vuelta, alertado por la certeza de un peligro tan palpable como si una garra le estrujara el corazón. A su alrededor, la luz de la luna se apagaba.
El brazo de Jill se tensó en torno a su cintura, no por el miedo, sino por el esfuerzo de arrastrarlo hacia la Fortaleza antes de que los alcanzaran. Una ráfaga de aire les revolvió los cabellos y pareció que todos los árboles del bosque empezaran a gemir y a susurrar. Mientras cruzaban la carretera, la sensación del inmenso número de Seres Oscuros creció como una oleada incontenible. Rudy miró atrás y vio el río de ilusión y muerte que se desbordaba sobre los oscuros árboles que coronaban el paso de Sarda; un número incalculable de Seres Oscuros levantaba remolinos de nieve plateada y apagaba la luz.
Tropezó en el primer peldaño de la escalinata y cayó, arrastrando consigo a Jill. Todos y cada uno de sus músculos acusaron el impacto de la caída; y, después del combate, ella no estaría en condiciones mucho mejores, pensó, mientras los dos se esforzaban por levantarse. El soplo del aire le azotó la cara, un aire que traía el olor penetrante, ácido, metálico, del enemigo…
… Y, al mirar a lo alto, vio a los Seres Oscuros que se daban media vuelta.
Fluyeron como una avalancha de agua hasta llegar a menos de doce metros de los portones entreabiertos de la Fortaleza, cubriendo tierra y aire a semejanza de una nube tormentosa, pero no se detuvieron ni un segundo y, en medio del característico zumbido de su vuelo, pasaron y se alejaron.
—¿Qué está ocurriendo? —susurró Jill, arrodillada en el peldaño enterrado en nieve y con los dedos crispados en torno a la empuñadura de su espada envainada—. No sabía que hubiera tantos Seres Oscuros en las guaridas de Gettlesand. Los magos no tendrán nada que ver con todo esto, ¿verdad?
—No. Ninguno de los magos que iba en ese grupo, ni siquiera todos juntos, tienen poder suficiente para hacer el menor daño a la Oscuridad.
—Entonces ¿de qué se trata? —murmuró, mientras el aire arremolinado agitaba la capa que compartían y les hincaba en las mejillas la nieve levantada a su paso—. ¿Adónde van?
Rudy, con una intuición propia de su condición de mago, sabía la respuesta, si bien se estremeció al pensar en las razones. Miró de soslayo a Jill.
—Van a Gae —contestó de mala gana.
—Dios, ojalá supiera más de curaciones. —Rudy estaba de pie, su figura recortada por la luz de las piedras mágicas, y miraba preocupado el cuerpo consumido por la fiebre que yacía en el lecho. Sin la máscara, la faz de Eldor resultaba espantosa, no sólo por la red de cicatrices que surcaban aquel amasijo de carne hundida, sino por las huellas dejadas por un sufrimiento extremo—. Pero de algo estoy seguro: el extracto de adormidera no tiene estos efectos.
Se arrodilló junto al rey y le tomó el pulso, que latía muy rápido bajo la piel calenturienta de la muñeca. Eldor lo miró sin reconocerlo, con los ojos vidriosos medio velados por los párpados carentes de pestañas. La respiración era un siseo ronco y acelerado que escapaba de entre sus dientes.
—¿Adónde ha ido Alde?
Jill sacudió la cabeza.
—Cuando le dije lo que ocurría, envolvió a Tir en unas mantas y salió corriendo de la habitación.
—No la culpo —susurró Rudy. Apartó las mantas que cubrían el cuerpo estremecido por la fiebre—. ¿Sabes dónde guarda Bektis sus medicinas?
Jill alzó la vista de la chimenea, donde estaba poniendo a calentar un cazo con agua. El resplandor de las llamas relució en la sangre medio seca que embadurnaba su faz macilenta.
—La inquisición destruyó todo lo que poseía —informó, y Rudy murmuró algo entre dientes acerca de la inquisición. La muchacha agregó con cierto deje de timidez—: Pero tengo todo el equipo de Ingold. Lo escondí bajo mi catre, junto con tu arpa. Voy a recogerlo. —Se incorporó mientras se sacudía la ceniza de las manos.
Rudy cubrió de nuevo al rey con las mantas. Al otro lado de la puerta cerrada se oía la voz inflexible del Halcón de Hielo que rechazaba sin muchos miramientos a sirvientes, administrativos y guardias que habían acudido atraídos por el revuelo. Rudy intentó despejar la mente embotada por la larga noche de sufrimientos.
—Creo que será mejor que te quedes con Eldor, Jill —dijo por último—. Veré qué clase de purgantes encuentro en la sala común de la Asamblea y a la vuelta pasaré por los barracones para recoger lo que tienes guardado. —Un temblor lo sacudió de pies a cabeza y por primera vez cayó en la cuenta de lo empapadas que estaban sus ropas. Su aspecto debía de ser tan deplorable como el de Jill.
Del fondo del corredor les llegó el repentino sonido amortiguado de muchas pisadas y la voz del Halcón de Hielo al gritar una advertencia.
—¡Es Govannin!
Rudy maldijo entre dientes.
—Jesús, es lo único que nos faltaba —rezongó.
Una voz seca y cortante dio una orden y se escuchó el golpeteo de vainas contra las cotas de malla. Un momento después se abría la puerta y la obispo de Gae penetraba en el cuarto.
Los ojos negros e impasibles, enmarcados por la elegante curva de las cejas, contemplaron a Rudy como un jardinero contempla a un caracol que está comiéndose sus plantas.
—Así que has vuelto, mago.
El joven se incorporó, consciente del dolor de los hematomas, los calambres de los hombros y los pinchazos del riego sanguíneo en sus dedos medio congelados. La extenuación de la interminable noche le martirizaba los músculos, pero la cólera que bullía en su interior actuó como si se hubiese tomado una copa de brandy.
—Me dijeron que había un hombre enfermo, mi señora —replicó con voz temblorosa por la ira.
La obispo dejó escapar una queda risa despectiva.
—Creo que él sería la última persona a quien prestarías tu ayuda.
—Sí, es lo que tú pensarías —replicó con hastío—. Y, habida cuenta de que ha procurado anular el poder que ejercías sobre las gentes de la Fortaleza, sería el último hombre al que prestarías tu ayuda. Pero yo soy mago ante todo; y, si bien no hacemos votos y no predicamos lo que la gente tiene que hacer, existe la creencia entre los magos de que los poderes que poseemos sirven para ayudar a quienquiera que los necesite, aunque esa persona nos haya condenado o su muerte nos reportara algún beneficio. Y ahora, mi señora obispo, si no piensas ayudarme en mi tarea, lárgate de aquí con viento fresco.
Govannin dirigió una mirada de soslayo a los Monjes Rojos que ocupaban el pasillo a sus espaldas.
—Arrestadlo.
Sonó el siseo metálico de una espada al desenvainar Jill su arma, y la luz de las piedras mágicas se reflejó en los filos acerados de la hoja. Los Monjes Rojos vacilaron.
Los ojos de reptil de Govannin permanecieron impertérritos.
—Arrestadlos a ambos. La enfermedad de Eldor es un castigo por confiar en la magia y en las obras de estos siervos de Satán.
—¡Para ser alguien que ha utilizado la Runa de la Cadena, hablas con mucha ligereza sobre la magia! —gritó Rudy.
Los monjes, perplejos, miraron con curiosidad a su obispo, cuyos ojos se estrecharon de manera peligrosa.
—Haced callar a ese embustero.
—¿Lo es? —inquirió una voz suave desde el corredor.
La cálida luz del cuarto brilló en un cráneo afeitado, y Govannin giró sobre sus talones, con los labios apretados por la furia.
—Esto no es asunto tuyo, patán advenedizo.
—Patán o no, he sido debidamente ordenado y elegido obispo de Penambra, y si es cierto que tú, señora mía, te has valido de un objeto condenado por la ley de Dios, como lo es la Runa de la Cadena, me asiste todo el derecho, como sacerdote y creyente, de arrestarte bajo la acusación de herejía.
Maia de Penambra, seguido por media docena de sus harapientos guerreros, penetró en la habitación. Lo acompañaban otras dos personas que no eran soldados: una joven esbelta de pelo negro, con cercos oscuros de fatiga marcados en las ojeras, y un hombre joven, descalzo, tembloroso, cubierto con una túnica de esparto, que llevaba un pequeño bulto de medicinas bajo el brazo.
Muy pocos días antes, Rudy habría abrazado a Minalde y la habría besado, no sólo por localizar al hermano Wend, sino por haber aprendido lo suficiente de la estrategia política de Jill para buscar antes una fuerza militar que la respaldara. Pero ahora se limitó a buscar sus ojos y la miró con intensidad hasta que la joven apartó la vista. A pesar de estar exhausto física y moralmente, Rudy lo entendió. Alde había tomado una decisión y había mucho en juego para echarlo a perder por un malentendido. Ambos tenían un deber que cumplir, aunque con ello se perdiera para siempre la esperanza de un amor compartido.
La mirada de Govannin fue de uno a otro, cargada de odio y frustración, y por último se posó en el hermano Wend, que se inclinaba sobre el lecho de Eldor.
—¡Herejía! —gritó con sarcasmo—. ¿Y tú me acusas de herejía, ignorante plebeyo? ¿Qué hay que decir entonces de un prelado que tiene tratos con magos? ¿O de un religioso que ha hecho voto de silencio y retiro de por vida y que antes de tres días lo quebranta?
El hermano Wend se encogió ante la acusación como si hubiese recibido un latigazo, pero no levantó la vista del enfermo.
Maia, que había acompañado a Alde a sentarse junto a la chimenea, se volvió hacia la obispo.
—Habría que decir, mi señora, que ni al prelado ni al religioso se los puede acusar de haber manipulado objetos de magia negra —replicó con suavidad—. Como, de acuerdo con el fallo unánime de los obispos en el concilio de Gae, se dictaminó que lo era la Runa de la Cadena.
—¡Toda la magia es igual! —gritó enfurecida Govannin—. ¡Todo está relacionado con el Maligno!
—De acuerdo con las conclusiones de los concilios ecuménicos, no —replicó el obispo de Penambra.
—¡Sofismas, conclusiones propias de una filosofía sin otra base que el solipsismo, que roza el cisma! —chilló. Al mirarla a los ojos, Rudy pensó en una cobra a punto de atacar.
El hermano Wend alzó la vista; sus ojos cansados tenían una expresión de profunda desventura.
—No fue ella quien puso la runa en la puerta —dijo con un timbre desconsolado—. Fui yo. Ella no tiene poderes mágicos y no hubiera podido trazar e invocar la Runa de la Cadena.
Govannin se volvió hacia él con rapidez.
—¡Silencio, repugnante hereje!
—¿Qué puerta? —Se interesó Jill—. La Runa de la Cadena estaba dibujada en un sello. Y, por su aspecto, tenía cientos de años de antigüedad. —Agarró al joven sacerdote por la manga. En su voz había un ribete de urgencia—. ¿En qué puerta dibujaste la runa?
—¡Guarda silencio bajo pena de arder en el infierno por toda la eternidad! —intervino la obispo.
Pero Wend miraba a unos y a otros con evidente desconcierto.
—¿Sello? ¿Qué sello?
Fue Rudy quien le respondió.
—Govannin tenía un sello de plomo en el que estaba impresa la runa. Se lo entregó a Alwir en el montículo de ejecuciones esta noche para que lo colgara en las cadenas que me sujetaban. Y no ha sido la primera vez que lo ha utilizado. Alde lo puede testificar.
Wend miraba con los ojos desorbitados a la prelado, olvidando por el momento al enfermo que yacía en la cama.
—Entonces la utilizaste tú misma —susurró—. La puerta que sellamos Bektis y yo… No era la primera vez que recurrías a la magia negra…
—¿Qué puerta? —insistió Jill—. ¿Dónde está?
—Si hablas, juro que utilizaré todo mi poder como obispo… —comenzó Govannin, con los ojos prendidos en los de Wend como los de una serpiente venenosa.
—Sacadla de aquí —ordenó Maia. Ni un solo Monje Rojo protestó cuando los soldados penambrios rodearon a la encolerizada Govannin—. ¿Dónde está esa puerta, Wend? De ello puede depender que Eldor viva o muera.
El joven sacerdote sacudió la cabeza con tristeza.
—No lo sé. Estaba en el primer nivel, en el territorio de la Iglesia. Pero nos llevaron hasta allí con los ojos vendados. Se trataba de una celda que ya se había hechizado con anterioridad. Era muy pequeña, pero en su interior cualquier magia resultaba inoperante. Bektis y yo nos limitamos a renovar cosas que ya estaban allí.
Maia volvió la vista hacia Jill.
—Jill-shalos, tú conoces bien los recovecos de la Fortaleza. Te ruego que te pongas al mando de mis hombres y emprendáis la búsqueda.
La joven asintió en silencio y se puso de pie. Aunque en los aposentos reales hacía calor gracias a las alfombras de piel y a los braseros encendidos alrededor del lecho, por la puerta entraba una corriente de aire muy frío. Rudy se despojó de la desgastada capa negra que Jill le había dejado y se la tendió a la joven. Ella se la echó por encima de la camisa rota y ensangrentada, y se encaminó hacia la puerta.
—Jill-shalos… —Maia se acercó y la tomó con suavidad por la barbilla, obligándola a volver el rostro hacia la luz—. ¿Te encuentras bien?
—Sí, no te preocupes.
La mayoría de las heridas infligidas por Alwir habían cesado de sangrar, incluida la más grave, la del costado derecho, en la que Rudy había practicado una cura de urgencia antes de empezar a examinar a Eldor. Lo había sorprendido un poco el hecho de que Jill no recordara haber recibido aquellas heridas, salvo la primera, el corte de la mejilla. A juzgar por su aspecto, Rudy podía afirmar que le dejaría una marca indeleble para el resto de sus días.
Los pocos penambrios que quedaban después de que sus compañeros se llevaran detenida a Govannin, salieron en silencio en pos de Jill al oscuro corredor, acompañados por los desconcertados Monjes Rojos que hablaban en susurros. El hermano Wend alzó la vista de su paciente; una duda torturante se plasmaba en sus ojos hundidos.
—¿Quién es? —musitó—. ¿A quién buscáis?
—Sí. ¿A quién han encerrado bajo sello? —murmuró Rudy desconcertado.
El obispo de Penambra alzó una ceja y una red de arrugas surcó su frente despejada.
—¿No os lo imagináis?
Las finas manos posadas sobre la muñeca de Eldor temblaron visiblemente, como también tembló la voz de Wend cuando habló.
—Ella me dijo que estaba muerto. Que yo lo había matado… —Hundió la cabeza en el pecho, incapaz de continuar.
—Sinceramente, lo dudo —dijo Maia, mientras se inclinaba para tocar el hombro del clérigo—. No creo que con tus pequeñas habilidades mágicas tuvieras capacidad de confeccionar un veneno lo bastante fuerte para acabar con Thoth el cronista. Y tampoco creo que mi señora Govannin estuviera dispuesta a consentir que ningún mago tuviese una muerte tan sencilla e indolora. La pócima no provocaba dolores, ¿verdad?
Wend negó con la cabeza, acongojado.
—No —continuó Maia—. No permitiría que muriese de una manera rápida y sin dolor si estaba en sus manos evitarlo. Así que, anímate, hermano. Su rencor tal vez haya sido su perdición y el fracaso de sus intrigas. —Se enderezó y regresó hacia la puerta, en tanto que Wend reanudaba su trabajo con manos temblorosas. Desde la penumbra de la puerta, Maia volvió su rostro preocupado de manera que sólo lo viera Rudy.
—A juzgar por el aspecto de mi señor Eldor —dijo en voz baja—, será precisa toda la habilidad de Thoth para salvarlo. Ruego porque lo encuentren a tiempo.
Pero la noche dio paso al amanecer y Jill y su patrulla no regresaron. Rudy y el hermano Wend hicieron cuanto estuvo en sus manos, utilizando las hierbas del clérigo y las medicinas de Ingold y aunando sus poderes mágicos para mantener unidos alma y cuerpo, pero Rudy notaba cómo la vida de Eldor se les escapaba poco a poco sin que pudieran hacer nada por evitarlo.
Su propia mente y su cuerpo estaban embotados, y sus manos manejaban las cosas con torpeza. Apenas advirtió el paso de las horas o de lo que ocurría a su alrededor, ni sintió hambre ni sed. De lo único que era consciente era de su deber, de la lucha sostenida con la muerte, del agotamiento que se convirtió en una sorda tortura. Los reflejos del parpadeante fulgor dorado de la lumbre en los bordados de las colgaduras que rodeaban el lecho, empezaron a danzar ante sus ojos agotados y las frases que intercambiaba de vez en cuando con Wend se espaciaron cada vez más. Se preguntó si era posible que sólo hubiese transcurrido día y medio desde que un mensajero había llegado a las puertas de la Fortaleza y menos de veinticuatro horas desde que había partido el ejército de Alketch.
«Alwir debió de empezar a planearlo entonces», pensó. Y él había sido un simple cebo, el muelle que ponía en funcionamiento una trampa mucho más elaborada. La amarga conclusión despertó en él una cólera sorda contra Alwir, que yacía con la rigidez del rigor mortis en los charcos helados de su propia sangre, en lo alto del montículo. «Me habría aplastado como a una cucaracha, habría provocado que su propia hermana cayera en desgracia, e incluso que la condenaran a muerte, y habría acabado con Jill sin el menor remordimiento, con tal de encubrir su verdadero propósito».
Y, aún así, parecía que todo y que todos —Alwir, Eldor, él mismo— carecían de importancia al evocar la silenciosa marcha de los Seres Oscuros hacia Gae. Sus sospechas habían dado paso a la casi certeza total; en lo más hondo de su ser, sabía lo que allí aguardaba a la Oscuridad. Y también sabía lo que se tenía que hacer.
Se dejó caer, exhausto, en un banco, y reclinó la cabeza contra las colgaduras multicolores que tenía a su espalda. Los hilos de oro y plata le arañaban la mejilla; en el contraste de las sombras y el fulgor de las piedras mágicas, vio que el hermano Wend se secaba las manos, con una mirada de derrota en sus cansados ojos. Habían cesado los movimientos espasmódicos que sacudían el cuerpo de Eldor en su delirio. Extenuado y destrozado por las repetidas purgas, yacía con los párpados entornados, y sus ojos, hundidos en las cuencas, miraban sin ver el techo. Se cruzaron las miradas de Rudy y Wend, y el religioso sacudió la cabeza con desaliento.
Rudy suspiró; rezongó una maldición y sacó fuerza de flaqueza para incorporarse.
—Tal vez, si le…
—No —lo interrumpió Wend—. Me temo que ya no podemos hacer nada por él.
El sacerdote se había afeitado otra vez la cabeza y la barba al reincorporarse al servicio religioso, y los cortes producidos por la navaja resaltaban enrojecidos sobre la piel pálida.
—Tiene que haber algo —insistió Rudy con tozudez—. ¿Dónde demonios está Jill?
—Quizá no ha encontrado la puerta sellada. —Wend se acercó a una silla con movimientos agarrotados y tomó asiento en el mullido tapizado de seda amarilla. Se había recogido las ásperas mangas de esparto por encima de los codos, y no cesaba de limpiarse las manos de manera repetida y mecánica.
»Tal vez Thoth haya muerto, como dijo la obispo. El veneno… Yo… Yo no quería…
—Conozco a Govannin, maldita sea. —Rudy suspiró—. Por nada en el mundo me atrevería a llevarle la contraria en algo de lo que estuviera seguro, y menos aún en algo en lo que tuviera dudas.
Rudy intentó recordar cuántos días habían pasado desde que se había producido el arresto de los magos, pero el significado del tiempo se escapaba de su mente con la misma facilidad con que los frascos de pócimas o el majador se le escurrían de los dedos entumecidos. Se pasó las manos entre el largo cabello revuelto, como si intentara quitarse unas telarañas que le ofuscaban el cerebro.
—Tiene que haber algo que podamos hacer… —insistió.
—Hemos hecho cuanto estaba a nuestro alcance —dijo Wend con voz queda—. Eldor estaba debilitado por las heridas y por la deficiente alimentación de los últimos meses en la madriguera.
—Y también es posible que influya el que ya no desee vivir —intervino una voz de mujer, que hizo que los dos magos se volvieran sobresaltados.
En un rincón oscuro de la estancia, Alde se incorporó lentamente de la silla en la que había estado sentada tan en silencio que los dos hombres habían olvidado su presencia. Todavía llevaba puesto el mismo vestido de terciopelo rojo con el que había acudido al cuarto de Rudy la noche del día anterior. Su cabello oscuro enmarcaba un rostro macilento y fatigado. Rudy intentó recordar qué le había dicho a Wend durante las últimas horas; sabía que le había descrito la muerte de Alwir, y, a pesar de que hacía mucho tiempo que Minalde había descubierto que su hermano no la quería, no era menester que se enterara de su muerte de un modo tan brutal. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto, aunque Rudy no recordaba haber escuchado el menor sonido que la hubiera delatado.
La joven reina se acercó al lecho de Eldor y se sentó al borde. Entonces Rudy se fijó en los dos mechones blancos que aparecían en la negra melena despeinada. Alde tomó la mano indemne del rey entre las suyas. Cuando habló, su voz sonaba cansada.
—Se parecen mucho, ¿sabes? Me refiero a Eldor y a Jill. Aunque lo han perdido todo, son demasiado tozudos para darse por vencidos y morir. Ambos son la clase de persona que prefiere sufrir cualquier tortura antes que admitir sus sentimientos o pedir ayuda a nadie. —Giró la mano de Eldor y acarició los dedos largos, las uñas rotas, las cicatrices dejadas por el constante uso de la espada—. Nunca supe lo que sentía hacia mí —prosiguió en voz baja—. Quizá no me demostró su amor porque no confiaba en Alwir y temía que mi hermano me utilizara para influir en él. O quizás es que no tenía confianza en sí mismo.
Rudy se recostó de nuevo en los cortinajes de brocado y miró el rostro demacrado y tenso de Minalde.
—O tal vez no sabía cómo demostrar su amor. Hay gente a quien le ocurre. Les cuesta trabajo confesar la verdad, aun cuando lo están deseando —comentó.
Los largos dedos de Eldor se crisparon de repente sobre los de Minalde. La reina bajó la vista y se encontró con aquellos ojos de color gris acerado, velados, sarcásticos y medio dormidos, que la miraban.
—¿Alde? —susurró el rey.
Era la primera vez que Rudy oía a Eldor llamar a su esposa por su nombre.
—Aquí estoy —dijo ella.
—¿Te encuentras bien?
La joven reina acarició los prominentes nudillos con ternura.
—Sí. Estoy bien —murmuró.
—¿Es cierto lo que dicen? ¿Alwir ha muerto? —preguntó con un hilo de voz.
—Sí. Jill-shalos lo mató en un duelo —respondió con suavidad.
Se produjo un silencio, al que siguió el tenue sonido de una risa ahogada. Un débil destello de la anterior malicia sarcástica afloró a los ojos de Eldor.
—Debió de quedarse muy sorprendido. Apuesto a que no se lo esperaba.
Las comisuras de los labios de la reina se curvaron levemente, en un remedo de sonrisa.
—Es posible. Pero a nadie más le sorprendió. —Sus dedos acariciaron la frente del enfermo—. Descansa ahora, mi señor. Después…
—Descansaré, sí —la interrumpió. La faz desfigurada se contrajo con una mueca—. El eterno descanso. —Respiraba de manera trabajosa, con resuellos que escapaban entre los dientes apretados—. No habrá después. Sólo oscuridad. Sólo sueños —susurró—. ¿Y Tir?
—Está dormido. —En la chimenea un tronco se quebró y se desmoronó. El súbito resplandor dorado iluminó las pestañas perladas de lágrimas de Minalde—. Enviaré a alguien en busca de Maia si lo deseas.
El rey denegó con un lento movimiento de cabeza.
—No. Cuida del pequeño. Ingold me prometió que lo haría.
—Y cumplió su promesa —musitó ella.
Eldor agitó las manos con desasosiego; después quedaron otra vez inmóviles entre las de la reina.
—¿Dónde está Ingold? —balbució.
Minalde vaciló y dirigió una mirada angustiada a Rudy.
—Se encuentra en Gae —respondió éste en voz queda.
—Ah. —De repente, Eldor frunció el entrecejo, como si hubiese recordado algo. El gesto tuvo un efecto horroroso en el deformado semblante—. Lo abofeteé —murmuró al cabo—. Decidle… que lo lamento.
—Él lo sabe.
Eldor suspiró y cerró los ojos.
Un momento después rompió el silencio de nuevo.
—Hablabais acerca del amor y de la verdad. Un hombre puede amar a una mujer como a tal, o como si fuera una niña, o una mascota. Pequeña mía, gatita, ¿amas a este joven?
—Te amo a ti —musitó Alde mientras se inclinaba sobre el rey, y los dedos deformes y abrasados se crisparon al apartarla de él.
—No tienes que besar esta cara horrenda para probarlo.
—Una mujer no ama el rostro de un hombre, Eldor.
La muchacha se acercó otra vez y le besó los labios con suavidad.
La boca del rey se torció en un remedo de sonrisa irónica.
—Una gatita valiente. O, tal vez, una mujer valiente. Respóndeme, ¿amas a este joven?
Alde guardó silencio un momento, sin soltarle las manos, escuchando el trabajoso resuello de su respiración.
—Sí, le amo. No sé cómo es posible, pero… os amo a los dos —repuso por último.
—Una mujer puede adorar a un héroe —musitó el rey— y amar al hombre que le tenía reservado el destino. Yo quería a la gatita y debí amar a la mujer. Pero no llegué a conocerla. La perjudiqué al no permitir que se manifestara y… quizá me perjudiqué a mí mismo.
—Aún hay tiempo —dijo con dulzura Alde y se inclinó para besarlo de nuevo.
La puerta se abrió en silencio y dio paso a Jill y a Thoth, que se apoyaba sobre el hombro de la guerrera. El anciano tenía un aspecto débil y enfermizo; el semblante muy pálido y el cráneo rapado le conferían la apariencia de un esqueleto en contraste con el paño negro y sucio de su túnica, pero sus ojos dorados no habían perdido un ápice de su habitual firmeza arrogante. Sin decir una palabra, el hermano Wend inclinó la cabeza. El cronista de Quo podía mostrarse muy ofensivo cuando quería y expresarse en unos términos injuriosos en extremo.
Pero Thoth se limitó a apartar a Jill y se aproximó al lecho. Sus dedos esbeltos buscaron el pulso de Eldor y después se posaron en la frente del enfermo mientras sus ojos hundidos se entornaban hasta convertirse en meras rendijas, como si el anciano escuchara con atención los pensamientos enfebrecidos del rey.
—Salid todos —dijo—. No, tú no —rectificó, al ver que Wend, con evidente alivio, se incorporaba para marcharse—. Necesitaré a alguien para… —se interrumpió al fijarse en el religioso. Sus fríos ojos ambarinos se abrieron por la sorpresa al posarse en la blanca faz de quien lo había traicionado. Luego, sin que se produjera la menor variación en el tono de su voz, agregó—: Agradeceré tu ayuda, hermano. Pero no si he de soportar un despliegue indecoroso de inútil contrición —finalizó con acritud.
Wend se sonrojó violentamente y se enjugó los ojos.
Thoth volvió su enigmática mirada hacia Alde, que también se había levantado de la silla.
—Tal vez, señora, convendría que te quedaras.
El Halcón de Hielo esperaba a Jill y a Rudy en el corredor.
—Si muere, no podrá culpar a nadie sino a sí mismo —comentó con crudeza el Jinete cuando la puerta se cerró tras ellos. Sus fríos ojos miraron de soslayo el rostro demacrado y herido de la joven, las ropas sucias, las botas embarradas—. Buen trabajo. Ahora ya tienes huesos para trenzarte en el cabello, hermana mía —añadió.
—Estaba desentrenado —comentó Jill y torció el gesto cuando sintió un tirón en el vendaje del costado al alzar el brazo—. ¡Dios, qué cansada estoy!
El Halcón de Hielo la cogió por los hombros con suavidad y la llevó hasta la luz de una solitaria piedra mágica. Miró con ojos críticos la herida del brazo.
—Ese corte se tendría que curar también —le aconsejó. Ella asintió en silencio.
—Jill… —Rudy la cogió por la manga para detenerla cuando la joven daba un paso en pos del Jinete. La muchacha le devolvió la mirada y Rudy se fijó en el mal aspecto que tenía su rostro, con el corte y las huellas del agotamiento producto del combate y la búsqueda posterior durante toda la noche por los laberintos de la Fortaleza.
«Es una mala pasada hacerle esto a alguien que está al borde del agotamiento; y una forma muy rara de agradecerle que me salvara la vida», se dijo Rudy para sus adentros.
—Jill, tengo que hablar contigo.
—Si es para darme las gracias, olvídalo —farfulló desazonada mientras él la conducía a un cuarto cercano a los aposentos de Eldor—. El muy bastardo se la estaba buscando desde hacía tiempo.
Rudy sacudió la cabeza.
—Nunca podría agradecértelo como mereces —admitió con sencillez—, así que sería estúpido intentarlo. Si supiera qué decirte, lo haría. Pero no se trata de eso, Jill. Mañana me marcho de la Fortaleza.
Ella se encogió de hombros con actitud fatigada.
—No creo que sea necesario.
—Por Eldor, no.
Jill frunció el entrecejo y, al apartarse un mechón caído sobre la frente, hizo un gesto de dolor.
—Tiene que ver con los Seres Oscuros, ¿verdad? —dijo, al separar de la maraña de acontecimientos ocurridos durante las últimas horas aquel recuerdo aislado. A la mortecina luz que entraba del pasillo, Rudy pensó que la muchacha parecía estar a dos pasos de la muerte—. Dijiste que se dirigían a Gae. Y sabes el porqué, ¿no es cierto?
Rudy tragó saliva con esfuerzo. De un modo absurdo, acudió a su memoria un chiste gráfico que había visto una vez en un periódico, en el que aparecía una esposa que sujetaba la punta de un apósito pegado al brazo velludo de su marido y le preguntaba: «¿Prefieres el dolor agudo de un tirón único o el suplicio de arrancártelo poco a poco?».
Sabía que Jill era de la clase de un tirón único.
—Creo que Ingold sigue vivo.
La muchacha apretó los párpados y respiró hondo; después abrió los ojos y preguntó en tono coloquial:
—¿Qué te hace pensarlo?
Sólo el hecho de que su semblante anguloso y demacrado adquiriera una palidez más acentuada y la mueca tensa de sus labios, evidenciaron que acusaba el golpe.
—Te conté lo ocurrido en Quo…, lo que pasó con Lohiro —prosiguió Rudy, atragantándose con las palabras—. Bien, pues en el camino hacia Quo, en las planicies, Ingold afirmaba una y otra vez que Lohiro estaba vivo. Insistía en que lo sabía. En parte por los Hechizos Maestros y en parte porque existe un… lazo entre maestro y discípulo que se manifiesta de manera recíproca.
»Ingold me hizo mago, Jill. Quería a ese viejo como a un padre; más que al padre que apenas recuerdo. Sé que está vivo. Pero la Oscuridad lo tiene en su poder desde hace semanas. Cuando regrese, si regresa, no será él.
Jill estaba llorando en silencio; las lágrimas se deslizaban por su semblante adusto como hilillos de agua helada. Miró al frente durante un largo rato, sin hablar; sólo la rigidez de sus labios denunciaba el profundo dolor que la atenazaba. Cuando por último rompió el mutismo, su voz sonó monótona, distante, como si no le perteneciera.
—Pero aún posee los Hechizos Maestros sobre ti y sobre cualquier mago, ¿no es así? Con ellos controla y domina a todos los hechiceros del mundo. Como también son suyos los conjuros de protección que guardan los portones de la Fortaleza del asalto de la Oscuridad.
Rudy asintió con aire desdichado, agradeciéndole a Dios la brutal y aguda perspicacia de Jill que hacía innecesario explicarle lo que tenía que hacerse y por qué.
—Y, lo que es más —prosiguió la joven, como si estuvieran hablando de un extraño—, probablemente tú y yo somos las únicas personas que podríamos percibir cualquier detalle fuera de lo normal.
—Sí —aceptó con voz estrangulada.
Jill se llevó las manos a la boca de manera que sus dedos cubiertos de cicatrices apretaron brevemente sus labios. Su voz sonó apagada y trémula.
—Oh, Rudy —susurró, en tanto que sus ojos grises miraban sin ver al frente.
—Lo siento, niña bien.
La joven sacudió la cabeza.
—Él temía esto desde el principio, ¿sabes? —comentó con voz queda—. Me dijo algo en cierta ocasión, pero no le entendí. Me dijo que no lo buscaban porque supiera algo, sino por lo que era. Teniéndolo de nuestro lado, nos habríamos defendido. Con él de su parte, estamos acabados.
Rudy no respondió. Fuera, en el corredor, había empezado el agitado ir y venir de una nueva jornada; se oían las voces de la gente que intercambiaban rumores con nerviosismo, las pisadas presurosas de un lado a otro, los llantos lejanos de niños. A pesar de su atmósfera saturada de humo, sus laberintos oscuros, sus reducidos y agobiantes cuartuchos, y el sempiterno olor a ropa sucia y repollo cocido, la Fortaleza de Dare era el último reducto seguro que tenía la humanidad.
—Entonces ¿crees que se están reuniendo para lanzar un ataque?
Rudy la miró. Sus manos reposaban de nuevo sobre el cinturón de la espada, y su rostro descarnado, en el que todavía quedaban las huellas del llanto, semejaba una roca tallada por los elementos.
—Me temo que sí. —Hizo una pausa antes de añadir—: Es un mago extraordinario, Jill. Necesitaré a alguien que maneje bien la espada.
Ella asintió en silencio, como si su propuesta fuera algo que habían acordado hacía tiempo. Después se enjugó los ojos con el dorso de la mano y se echó la trenza a la espalda con un brusco movimiento de cabeza.
—Primero tengo que ir a que me echen unos remiendos —dijo, sin que se alterase el timbre frío e impersonal de su voz—. Te veré por la mañana, maleante.
Rudy la siguió por el corredor, deseoso de ofrecerle algún consuelo, algo que mitigara el dolor de su aflicción. Pero Jill lo rechazó y se alejó sin decir una palabra. El emblema blanco de la guardia, cosido sobre el hombro de su uniforme negro, se perdió en las sombras poco después de cruzarse con Thoth en el pasillo.
El anciano mago venía al encuentro de Rudy para comunicarle el fallecimiento del rey Eldor.