CAPÍTULO CATORCE

Rudy volvió a tener el mismo sueño que lo acosaba noche tras noche. Pero, en esta ocasión, la fiebre le otorgó la claridad de una alucinación y el joven fue incapaz de despertarse gritando, como había hecho tan a menudo. Sus gritos se ahogaban en su garganta, y quedaban reducidos a gemidos angustiados.

Su sueño era de oscuridad, densa como el humo, caliente, húmeda y pegajosa. Sabía que estaba soñando con la madriguera, pues percibía el olor del musgo negro y húmedo y paladeaba el polvo asfixiante que se desprendía de los parches secos que salpicaban las capas medio descompuestas de las paredes. Estaba muy abajo, más de lo que había estado durante la exploración, y el peso aplastante de la tierra lo agobiaba como la carga de una pena insufrible al saber que no tenía escapatoria.

Las criaturas del rebaño no llegaban hasta allí. Sólo los Seres Oscuros cubrían las paredes, el techo y el suelo, como una masa bullente de negrura. El rechinar de las garras en la piedra le resultaba tan perturbador como el mordisqueo de unas ratas. Podía verlos, aunque no había luz alguna que reflejara el menor destello en sus lomos pulsantes. Y también podía ver lo que yacía sobre las rocas y que rodeaban como un enjambre. No veía el rostro del hombre, pero reconoció la mano, ancha y fuerte, marcada con viejas cicatrices de la práctica de la esgrima, y la vio crisparse con una convulsión agónica.

Se despertó sollozando, empapado con un sudor frío. El cuarto estaba a oscuras, pero era una oscuridad familiar; el peso suspendido sobre su cabeza era sólo el peso de la Fortaleza. Su visión de mago le mostró su propia celda en el complejo de la Asamblea. Tenía la vaga sensación de que no debería encontrarse allí, pero, por el momento, no era capaz de recordar el porqué. Todo cuanto podía hacer era quedarse tumbado, abrumado por el recuerdo de un terror indescriptible, repitiéndose una y otra vez: «Ingold está muerto. Está muerto. Tiene que estar muerto».

Y, como respondiéndole, oía el eco de aquella voz tranquila y rasposa, coreada por el omnipresente viento del desierto: «Si Lohiro hubiese muerto, lo sabría».

Rudy giró la cabeza de un lado a otro sobre la almohada, en un intento de librarse de las pegajosas telarañas del sueño. «Ingold está muerto», se dijo una vez más, sudoroso, aterrado, debatiéndose desesperadamente contra la creciente convicción de que aquello no era del todo cierto.

Tenía la vaga idea de haber dormido mucho tiempo; durante días, a juzgar por el vacío del estómago y la crecida barba. Las imágenes borrosas de personas sentadas cerca de él flotaban en su mente como espectros y después se desvanecían como jirones de niebla. Se preguntó si Eldor habría cambiado de opinión y, cuando se levantara e intentara salir del cuarto, se encontraría con un muro de ladrillos en el hueco de la puerta.

«No seas estúpido —se increpó—. Las paredes de la celda son tan delgadas que podrías tirarlas de una patada».

Se preguntó qué le habría dicho Eldor a Minalde cuando la joven le informó que la inquisición estaba juzgando a los magos por herejía.

Una luz blanca y difusa se coló por debajo de la puerta y reconoció las pisadas ligeras y cautelosas de Jill. El resplandor se movió y oyó el peculiar sonido de gotas de agua al derramarse; entonces se dio cuenta de lo sediento que estaba. Cuando la joven entró, Rudy se las arregló para sentarse y coger la taza que le daba. Todavía le dolía la cabeza, pero la desagradable sensación de mareo había remitido. El agua fue como un fresco bálsamo para su boca reseca.

Jill lo contempló con aquellos ojos pálidos y desinteresados.

—¿Crees que saldrás de ésta? —preguntó.

—¿Han hecho apuestas en los barracones?

—Cinco a siete en contra.

Rebuscó con movimientos torpes en el bolsillo de su chaleco pintado y encontró unas monedas.

—Pon éstas en contra. —Se dejó caer en la arrugada almohada—. ¿Dónde están los demás?

Jill se sentó a los pies del catre.

—A unos veinticinco kilómetros al otro lado del paso.

Se incorporó como impulsado por un resorte, con tanta brusquedad que el movimiento le produjo vértigo.

—¿Qué?

Las manos huesudas y frías de la muchacha lo obligaron a tumbarse.

—Has echado un buen sueñecito, maleante. Kara te estuvo haciendo compañía ayer casi todo el día, pero tuvo que ponerse en camino con los otros al anochecer. Tú no estabas en condiciones de ir a ninguna parte. Ni Eldor, ni Alwir, ni Govannin se tomaron la molestia de salir a despedir a los magos y, si faltaba uno, no iba a ser Janus quien avisara.

Sus dedos afilados siguieron los pliegues de la manta; un gesto, pensó Rudy, que había copiado de Ingold.

—Oficialmente, Janus no sabe que estás aquí —prosiguió Jill—. Pero me comentó que esperaba que cualquier mago que pudiera haberse quedado rezagado, no olvidara que, si Eldor lo veía, la sentencia de destierro podría rectificarse otra vez por la de muerte.

Rudy asintió con la cabeza y el leve movimiento le dio náuseas.

—Nadie me verá —susurró—. Un conjuro de encubrimiento no me hará invisible, pero, mientras me mueva con sigilo y no llame la atención, pasaré inadvertido. Quizá la gente tenga la impresión de que hay alguien más en la habitación, pero también tendrá la sensación de que es alguien conocido y que no hay por qué preocuparse. Me servirá el tiempo suficiente para reunir provisiones y salir de aquí. La única persona que podría verme mientras estoy en silencio y moviéndome con cuidado, sería otro mago. Y eso ya no representa un problema en este condenado lugar —agregó con amargura.

La fantasmagórica luz de la piedra mágica que Jill había dejado junto a la entrada hizo que los ojos de la joven adquirieran un tono plomizo cuando los volvió hacia Rudy.

—No, ya no —se mostró de acuerdo.

Rudy guardó silencio un momento.

—Entonces ¿los dejó marchar a todos? —preguntó después con un susurro.

—Oh, sí —contestó con calma ella—. A Govannin no le hizo mucha gracia, pero Janus los mantuvo vigilados, tanto para asegurarse de que partían todos, como para cualquier otra cosa. Yo estaba con los guardias que los acompañaron hasta el paso. Salimos un par de horas antes del ocaso; hay un largo trecho hasta lo alto del desfiladero. En el montículo de las ejecuciones, Kta se reunió con nosotros; por cierto, los soldados de la inquisición no llegaron a prenderlo. Fue un ascenso duro —dijo, con el mismo tono impasible—. Hacía un frío espantoso y el viento aullaba entre las peñas como un alma en pena.

Rudy evocó aquella carretera; era el camino que había tomado con Ingold, el primer tramo del viaje a Quo. Pero Quo ya no existía y la húmeda brisa marina hacía tiempo que había esparcido las cenizas del archimago. Sólo quedaba aquel desfiladero de paredes negras y la pedregosa calzada enterrada en nieve que no conducía a ningún sitio.

Cerró los párpados como si de ese modo pudiera borrar la angustiosa sensación de vacío de una vida de exilio; desterrado primero de su propio mundo, y ahora también de éste, en cuanto tuviera la fuerza suficiente para sostenerse en pie.

La voz apagada e indiferente de Jill lo sacó de tan desalentadoras reflexiones.

—Hicimos un alto para descansar. La madre de Kara estaba medio muerta. Los Monjes Rojos le propinaron una paliza brutal, aunque no por ello se calló. Lo que dijo sobre Govannin habría sacado los colores a un camionero.

Rudy apretó los dientes al recordar el alboroto y la voz de Kara suplicando clemencia para su madre cuando a ella misma la podrían haber matado a golpes sin que saliera una protesta de su boca.

—Son unos bastardos por obligarla a marchar —musitó—. Aunque sea una vieja maliciosa y malhablada. Además, empezaba a caerme bien —agregó.

Jill soltó una risa seca.

—Saldrá adelante. Por quien lo siento es por Tomec Tirkenson.

—¿Quién? ¿Qué? —Parpadeó desconcertado ante el inesperado comentario—. ¿Qué demonios tiene que ver Tomec Tirkenson con todo esto?

La sonrisa de la muchacha se ensanchó sin que por ello el gesto adquiriera más calidez.

—Como te decía, llegamos al paso cuando empezaba a anochecer. La mayoría de los guardias regresaron, excepto unos pocos que nos quedamos para despedir a los magos. No sabíamos adónde se dirigían. Estábamos Seya, Melantrys, el Halcón de Hielo, Gnift, Janus y yo. Habíamos escamoteado algunos víveres para ellos; los echaron sin raciones de viaje, ¿sabes?

Rudy miró a otro lado.

—Asquerosos bastardos —susurró.

Jill se encogió de hombros.

—No importa. Porque, unos quince minutos después, cuando se disponían a emprender la marcha, Kta señaló la carretera y vimos a Tomec Tirkenson y su gente que salían del bosque; era una caravana con todas sus tropas, sus caballos y cuantas provisiones pudo sacar a Eldor a fuerza de razonamientos o amenazas. Se dirigían a los dominios de Tirkenson, en Gettlesand. Paró su montura junto a nosotros y se quedó mirando a Kara en silencio un largo rato, con una expresión muy rara en la cara. Entonces se agachó sobre la silla de montar y le tendió la mano.

Algo pareció conmoverse bajo el espejo helado de los ojos de Jill al evocar lo ocurrido; el gesto amargo y duro de sus labios se suavizó.

—A juzgar por su expresión no esperaba que ella la aceptara —prosiguió con un timbre más suave—. Pero se equivocaba. Entonces le besó los dedos, la alzó en vilo como si pesara menos que una pluma, y la sentó en el arzón. Luego se volvió hacia uno de sus sirvientes y ordenó con voz ronca: «Trae una mula para mi suegra». Y, por Dios, que así lo hicieron, mientras la vieja Nan levantaba la vista hacia él y lo contemplaba con esos ojos relucientes y maliciosos, como si saboreara por anticipado las disputas y malos ratos que planeaba hacerle pasar durante los próximos cuarenta años de su vida.

»Después Tirkenson se volvió hacia los otros magos. “La torre de la Roca Negra en Gettlesand no es tan segura ni tan resistente como la Fortaleza, pero para gentes como vosotros y para los excomulgados amantes de magos como yo, es condenadamente más segura. Si queréis, allí tenéis un hogar hasta que todos acabemos en las tripas de los Seres Oscuros”, les dijo. Y todos emprendieron la marcha por el desfiladero, con Kara en el caballo de Tirkenson, Nan montada en una mula, y el reducido grupo de magos y los guerreros de Gettlesand detrás, encaminándose hacia el oeste.

Rudy cerró otra vez los ojos e imaginó el soplo del aire frío de las cumbres y el cielo encapotado del paso, con la nieve cayendo arremolinada y cubriendo las huellas mientras los crujidos y tintineos del último arnés se perdían en la distancia. «Al menos sobrevivirán —pensó—. Al menos tienen un lugar adónde ir en este mundo inhóspito y agonizante».

—¿Se sabe qué le ocurrió a Thoth? —preguntó en voz baja.

Jill suspiró y negó con la cabeza.

—Tengo una teoría —repuso—. ¿Sabes que Wend ha vuelto al redil?

Rudy asintió con gesto fatigado.

—Lo vi en la parodia de juicio que Govannin organizó.

—No lo juzgues con excesivo rigor —dijo Jill—. Lo ha estado acosando día y noche desde que llegó a la Fortaleza, y ello, para empezar, le costó la paz de espíritu. Sólo era cuestión de tiempo que se derrumbara. Se ha celebrado una gran ceremonia esta tarde, cuando todavía dormías como un fardo; fue una especie de exorcismo para aquellos de la Fortaleza cuyas mentes estuvieran poseídas por el demonio. El santuario estaba abarrotado hasta el último rincón de las pequeñas capillas colgantes y los recovecos de las escaleras de caracol. El hermano Wend y Bektis renunciaron formalmente a la magia…

¿Bektis?

—Sí, Bektis, con el cabello y la barba cubiertos de ceniza y vestido con un cilicio —apuntó con reticencia—. Es la primera vez que veo uno, y ahora entiendo por qué se consideraban como una gran penitencia en la Edad Media.

—¿Qué es un cilicio?

—Básicamente es una vestidura hecha con tela de esparto y erizada de puntas.

Rudy se encogió sólo de pensarlo.

—En fin, que Bektis salió con una sentencia de estar a pan y agua y llevar puesto el cilicio de por vida, y fue reasignado al servicio de Alwir para las tareas domésticas más bajas.

Rudy alzó la vista y captó el brillo cínico que le iluminaba los ojos.

—Fantástico —suspiró—. Tan pronto como las aguas vuelvan a su cauce, Bektis tendrá otra vez su antiguo puesto.

—Has dado en el clavo. Quizás alguien cayó en la cuenta de que podrían necesitar un mago a finales de invierno (por ejemplo, si los Jinetes Blancos atacan), y Govannin prefiere tener a alguien como Bektis que a alguien tan poderoso como Thoth. O tal vez no sea más que un modo de sobornar a Alwir para tenerlo de su parte. Quién sabe. Pero, por el momento, Bektis está fregando suelos —finalizó con una mueca desdeñosa.

—¿Y Wend? —Recordó la expresión desdichada que había visto en el pequeño clérigo, a la temblorosa luz de las velas, en aquel siniestro tribunal.

Jill se quitó una invisible mota de polvo de la manga.

—Wend hizo voto de una vida de silencio contemplativo —le informó con un tono inexpresivo—. Y se lo readmitió en la Iglesia por… «Los servicios prestados»; creo que ésas fueron las palabras utilizadas por Govannin.

Rudy guardó silencio.

—¿Sabes? Thoth era un mago con mucho poder —continuó Jill, con el mismo tono coloquial e indiferente—. Era el único superviviente del Consejo de los Magos y supongo que era uno de sus miembros más aventajados. Por lo que sé, el único modo de dominar a un mago de sus características es echarle alguna clase de somnífero en una bebida y encargarse de él mientras duerme. Y no creo que Thoth admitiera que nadie, salvo otro mago, le sirviera una taza de té o cualquier otra bebida. Además, Wend era su discípulo en las artes curativas. Tuvo oportunidad de hacerlo —concluyó.

El mutismo de Rudy se prolongó un tiempo y Jill enlazó las huesudas manos sin añadir más. Los pasos rítmicos de las patrullas de Alketch por los corredores se escuchaban amortiguados; las tropas sureñas eran las que se encargaban ahora de las guardias en casi toda la Fortaleza. Rudy pensó en Alwir y el mutilado comandante Vair, pero ni el uno ni el otro le importaban ya demasiado. Sentía un abrumador agotamiento, como si, al igual que la figura atormentada que veía en sueños, yaciera bajo el peso aplastante de la tierra y las tinieblas, sin esperanza de rescate, ni oportunidad de escapar.

Levantó la vista hacia Jill. Sus labios esbozaban una mueca tirante y cínica; velados bajo los párpados amoratados por la fatiga, sus ojos grises tenían una expresión fría, como si no la sorprendiera toda la sordidez de esta historia de traición y tiranía. Rudy pensó que la joven se había vuelto como Melantrys y el Halcón de Hielo, tan dura e impersonal como la hoja afilada de una espada.

Y, sin embargo, se había arriesgado para salvar su arpa de la destrucción.

No quería hacerle la siguiente pregunta, pero sabía que no sería capaz de soportar la incertidumbre.

—¿Y Minalde?

Los dedos largos de la muchacha acariciaron los pliegues de la manta.

—Puede que Eldor no esté del todo en sus cabales —dijo tras un momento de reflexión—, pero es lo bastante listo para comprender que Alde no intercedía en favor de los magos por consideración a la edad y la salud de la madre de Kara. Yo sabía que le haría pagar las consecuencias —continuó con un timbre apagado mientras se volvía hacia él—. Pero no se me ocurrió otro modo de detener el juicio. El uso arbitrario del poder por parte de la Iglesia ha sido desde siempre para Eldor como una llaga abierta. Confiaba en que te dejara libre con tal de propinarle un golpe bajo a Govannin.

Rudy la cogió de la mano con gesto impaciente.

—¿Qué pasó con Alde?

Las cejas de Jill se alzaron con desdén.

—¿Qué demonios te esperabas? —replicó con brusquedad—. Ha estado encerrada en su cuarto bajo llave. Aunque, como no podía tenerla prisionera para siempre, al final le ha levantado el arresto.

«¿Qué demonios me esperaba?», se preguntó deprimido. Durante las últimas semanas, sabía en el fondo de su corazón que Eldor la tenía encerrada. «Y yo soy el responsable». Sin embargo, al principio todo había sido tan sencillo, tan natural. Desde el momento en que la había conocido, aquella tarde dorada en Karst cuando la había confundido con una joven niñera de Tir, no había habido en su amor nada que no fuera sincero y honesto.

—Jamás debí iniciar esa relación —susurró, mientras alzaba los ojos empañados hacia Jill—. Aunque no le habría hecho daño por nada en el mundo, he convertido su vida en un infierno, Jill.

La muchacha se encogió de hombros y jugueteó con la empuñadura de la espada.

—Amarla no le habría causado problemas si ella no te hubiese correspondido —comentó, eludiendo la mirada—. No es que quiera disculparte, pero quizá tu amor le salvó la vida.

Rudy frunció el entrecejo, desconcertado.

Jill siguió como si estuviese absorta en algún recuerdo.

—Cuando has perdido a la única persona a quien amabas, aun cuando él no correspondiera a ese amor, cuando has perdido tu mundo y todo cuanto tenías y has de luchar para seguir adelante aunque no tengas una razón de vivir, resulta tremendamente fácil morir, Rudy.

La muchacha se puso de pie y ajustó el cinturón de la espada en torno a las esbeltas caderas. Sus ojos se encontraron y en los de Jill había una mirada desafiante, como retándolo a que dijera algo sobre amar y sufrir a quien tanto sabía de ambas cosas.

—Si te pones en camino mañana, es probable que alcances a la caravana de Gettlesand. —Su voz era de nuevo impersonal—. Te mandaré una postal cuando llegue la primavera.

Pero el ocaso trajo un mensajero a las puertas de la Fortaleza, un muchacho delgado vestido con una túnica roja que llevaba bordado el emblema del imperio sureño y que montaba un caballo casi reventado. Janus envió a uno de los guardias en busca de Vair a sus alojamientos en el Sector Real. Rudy, oculto bajo el conjuro de encubrimiento, se dirigió en silencio hacia los portones para respirar el aire frío de la tarde y comprendió en el primer momento que algo iba mal.

Unos nubarrones negros cubrían las cumbres que se alzaban sobre el valle; el lejano paso de Sarda resultaba invisible tras la cortina gris de la copiosa nevada. A juzgar por la dirección del viento, Rudy conjeturó que el tiempo mejoraría a última hora de la tarde, dando paso a una noche muy fría pero despejada. Si partía tan pronto como se abrieran las puertas al amanecer, mezclándose con los leñadores y los cazadores, todavía estaría a tiempo de alcanzar a la comitiva de Gettlesand al cabo de un par de días.

Desde las sombras del pasaje de entrada vio a Janus hablando con el mensajero mientras los niños encargados de los rebaños se congregaban a su alrededor. Ninguno de ellos echó una ojeada hacia donde se encontraba Rudy. Al fondo del túnel se oyó la voz profunda y melodiosa de Alwir y la ronca de Eldor. El comandante de Alketch caminaba en silencio junto a ellos. Rudy no movió ni un solo músculo. Ya fuera debido a la preocupación, ya a la efectividad del conjuro, ninguno de los tres miró en su dirección cuando pasaron a menos de un palmo del joven, a pesar de que la capa de Eldor lo rozó en el hombro.

Rudy recordó que uno de los magos —Dakis el juglar— le había contado que en una ocasión había vivido durante tres semanas en la casa de un enemigo, sin que nadie advirtiera su presencia merced al uso de uno de estos encantamientos, amén de su sigilo innato. Rudy dudaba de la veracidad de esta historia, sobre todo porque Dakis era incapaz de mantener la boca cerrada, no ya durante tres semanas, sino durante tres horas. Sin embargo, a lo largo de la entrevista sostenida en la escalinata, ni Janus ni Eldor ni ningún otro volvió una sola vez los ojos hacia donde se encontraba Rudy. Fue como si no estuviera allí.

El mensajero se hincó de rodillas ante Vair y sus palabras brotaron con apresuramiento en el cantarín lenguaje del sur. Los ojos del comandante negro se abrieron desmesuradamente y su rostro adquirió un tinte ceniciento, como si se hubiese puesto enfermo de repente. Su fría mirada ambarina recorrió el cielo, las montañas, la carretera; su cuerpo pareció sacudirse por una descarga eléctrica. Rudy adivinó cuál era el mensaje que le traían a Vair antes de que éste se volviera para hablar con el Señor de la Fortaleza.

«Jill tenía razón —pensó, sin que aquello lo sorprendiera—. Después de todo, tenía razón».

—Los Seres Oscuros han atacado Alketch —anunció el comandante.

Alwir inhaló con brusquedad, como si le hubiesen clavado una flecha en la garganta. Pero Eldor echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada estruendosa. Parecía incapaz de controlarse y las risas entrecortadas y estentóreas prosiguieron hasta que Janus lo cogió por el brazo.

—Mi señor…

El rey tosió, medio ahogado por el ataque de risa bajo la máscara de cuero.

—¡Lo sabía! —gritó—. ¡Al final, todos estamos condenados! ¡El mundo entero está condenado! ¡Oh, Dios, esto sí que tiene gracia!

—Mi señor —repitió en tono preocupado el comandante de la guardia.

Alwir lo agarró por el otro brazo y lo sacudió enfurecido.

—¿Es todo cuanto se te ocurre hacer? —exclamó, con el rostro demudado—. El único reino intacto y estable que quedaba, el único pilar de la civilización se desploma por el ataque de la Oscuridad, ¿y tú te echas a reír?

Eldor seguía riéndose por lo bajo. Pero, desde su puesto de observación, Rudy advirtió que los nudillos de su mano sana se ponían blancos por la presión que ejercía sobre el brazo de Janus.

—¿Civilización? —balbució, en medio de su demente regocijo—. ¿Llamas civilización a esa repugnante pocilga de depravación, intolerancia y esclavitud que es la cultura del sur? Me río, querido Alwir, porque nuestro amigo… —señaló con el deforme muñón a Vair, cuyo rostro estaba congestionado—… ha estado pavoneándose por la Fortaleza como un gallo de corral, muy orgulloso y satisfecho de que la Oscuridad conquistara este reino para él sin esfuerzo alguno por su parte. Pero la Fortuna parece repartir sus dones con equidad, amigo mío —dijo, inclinando la cabeza en dirección al comandante mutilado. Respiró hondo y la inhalación aplastó el suave cuero de la máscara realzando los rasgos ocultos de su rostro—. ¿Quién sabe qué encontrarás a tu regreso al imperio?

La mirada de Alwir fue de manera alternativa del rostro congestionado por la cólera del comandante de Alketch al invisible del rey.

—El tratado estipula que tienes que dejar una guarnición para la defensa de la… —comenzó.

Vair abrió la boca para protestar, pero Eldor se le adelantó con un cierto deleite insano.

—No cuando la pieza cae abatida y hay que disputar con uñas y dientes una parte del festín, mi señor Alwir. No cuando nuestro amigo manco tiene bajo su mando la única fuerza militar estable y preparada que queda en el mundo y Alketch se convulsiona por el pánico y la anarquía, y está toda esa riqueza y poder esperando a que alguien les eche mano, o… —Alargó los dedos fuertes y esbeltos y los cerró como una garra en el aire—… el garfio, en este caso. —La máscara de cuero carecía de expresividad, pero las inflexiones de aquella voz ronca sustituían con creces el insinuante alzar de una ceja o la mueca sarcástica de unos labios curvados—. Probar fortuna con miras a sentarse en el solio imperial es mucho más divertido que prestar respaldo a la inquisición para que masacre a unos infelices magos aficionados, ¿no es así, mi comandante?

—Es una pregunta fuera de lugar —replicó Vair con arrogancia. El viento helado rizó los encajes de su llamativo atuendo, cuyos bordados multicolores brillaban como un arco iris en contraste con la sobriedad de las paredes pulidas de la Fortaleza—. Tenemos órdenes de regresar a nuestro país a marchas forzadas. La Oscuridad desató un ataque generalizado durante la noche, hace tres semanas. No sé lo que habrá ocurrido mientras tanto, pero mi señor el emperador ha dicho que necesita hasta el último hombre armado.

Se volvió otra vez hacia Eldor, quien se mecía sobre los talones con un balanceo semejante al de una serpiente y apoyaba el muñón deformado de su mano izquierda en el broche enjoyado del cinturón de la espada.

—Nuestra desgracia os causa risa, mi señor —dijo con sequedad—. Pero lo que ahora ves es la ruina total del género humano. El toque a muerto no suena sólo por nuestra civilización, sino por la esperanza perdida de que algún día recobréis la vuestra.

—Desde luego —repuso Eldor con un ribete burlón—. Y eso es precisamente lo que me hace tanta gracia.

—Estás loco —dijo Alwir despacio, sin que en su voz se advirtiera el menor deje de duda.

—No, no, mi fiel canciller —se mofó Eldor, mientras posaba la mano derecha sobre el hombro de Alwir—. No estoy loco. Los poderes del infierno han tenido a bien cambiar mi sentido del humor. Hubo un hombre, dicen, que tenía el don de resucitar a los muertos… No tardaron mucho en desembarazarse de él.

Alwir se libró de la mano que lo sujetaba con un brusco tirón.

—Estás loco —repitió, y Eldor se echó a reír.

—No tanto como tú, amigo mío, por haber perdido a tus aliados extranjeros.

El rey giró sobre sus talones y avanzó a largas zancadas por la gran Sala Central mientras su voz metálica resonaba en las sombrías bóvedas anunciando a voz en grito que Alketch había caído y que los Seres Oscuros se enseñoreaban del mundo, propagándose como una plaga por toda la faz de la tierra.

Vair dio un paso tras él, pero Alwir lo agarró por el brazo y lo retuvo un momento. Intercambiaron una mirada. Después, ambos fueron en pos del demente rey y se perdieron en el creciente caos de la Fortaleza.

Fue un día en el que reinó una gran confusión, como si la fortificación hubiese sido puesta patas arriba y sacudida, a semejanza de un avispero que alguien zarandeara con un palo. Mientras Rudy iba de un lado a otro, oculto con el conjuro de encubrimiento para abastecerse de víveres para el viaje, fue consciente de que no había imaginado el peligro que entrañaba cualquier crisis en la precaria estabilidad de una comunidad apiñada entre los límites restrictivos de unos muros.

La partida de las tropas supervivientes de Alketch significaba más que el mero hecho de dejar de alimentar a dos mil bocas. Significaba el colapso de las estructuras jerárquicas y de la precipitada creación de alianzas provisionales; significaba disputas por los abastecimientos, y los guardias salieron en masa junto con cientos de voluntarios armados para salvaguardar los almacenes de provisiones e impedir que los soldados que partían cogieran ni un trozo de pan para el camino.

—¡Bastante habéis engordado a nuestras expensas! —gritó Melantrys, quien había asumido la jefatura de los defensores—. ¡Buscaos comida cuando lleguéis a los valles fluviales, como hicimos nosotros! —Llevaba en las manos uno de los pocos lanzallamas que quedaban en la Fortaleza.

Se produjeron otras peleas y escaramuzas con las tropas de Alketch en los corredores a costa de propiedades robadas, supuestos crímenes, o viejas rencillas. Vair estaba furioso por los informes de sus capitanes relativos a soldados emboscados y asesinados en los corredores traseros, pero no podía hacer nada al respecto. Cualquier sureño que cruzaba los portones de la Fortaleza recibía una lluvia de bolas de nieve y basuras que arrojaba la turba cada vez más numerosa congregada en la escalinata y no le permitían regresar al interior.

A última hora de la tarde, Rudy creyó atisbar desde las puertas de la Fortaleza las formas difuminadas de unos Jinetes Blancos vestidos con pieles de lobo, que observaban con evidente interés los preparativos desde el montículo de ejecuciones, al otro lado del camino.

El ejército de Alketch emprendió la marcha en medio de remolinos de nieve, un par de horas antes de la puesta de sol; las precipitadas notas de las trompas eran un pálido eco de las briosas fanfarrias que habían anunciado su llegada semanas atrás. Rudy les habría advertido que se quedarían atascados por la nieve en la zona baja del paso y que perderían muchos hombres a causa del frío extremado de la noche, pero nadie sabía que estaba allí, para preguntarle. Incluso Bektis podría habérselo dicho, pero el mago había empezado a cumplir su condena y no se encontraba en la escalinata entre la muchedumbre que presenciaba la partida de las tropas sureñas.

Bektis fue uno de los pocos que se perdió el patético espectáculo. Todos los guardias estaban allí, así como los Monjes Rojos, encabezados por Govannin, cuyos acerados ojos tenían una expresión de censura. También estaba Maia con todos sus penambrios. El mismo Rudy corrió el riesgo —no muy grande— de ser visto y reconocido a despecho del conjuro de encubrimiento, para situarse como un fantasma tras las últimas filas de la multitud y contemplar los rostros que sabía no volvería a ver después de que al día siguiente al amanecer abandonara la Fortaleza: Winna y los huérfanos; Bok, el carpintero; el hombrecillo delgado que guardaba gallinas en su celda, en contra de las órdenes expresas de Alwir de no tener animales en el interior de la Fortaleza; Jill, flanqueada por Gnift y el Halcón de Hielo; Alwir, con la capa de terciopelo negro ondeando en el frío aire de la tarde; y Eldor, con la tétrica máscara de cuero y el deforme cuerpo tenso por el alborozo contenido a duras penas.

No había señales de Minalde ni de Tir.

«Estará en su habitación, a solas», pensó Rudy.

«Sin vigilancia».

Al pensar en ella, la pasión prendió su sangre como el fuego en una tea seca. Se debatió entre su miedo por ella y la inquietud que lo había atormentado durante esas semanas angustiosas, pero no lo pensó mucho; le parecía imposible abandonar para siempre la Fortaleza sin oír su voz una vez más. Durante meses, para bien o para mal, había vivido con la certeza de su amor, el consuelo de su presencia, su dulce serenidad, su fino sentido del humor y su inagotable capacidad de afecto y ternura. Por muy dolorosa que fuera la despedida, no se sentía capaz de marcharse sin hablar con ella por última vez.

Era un alarde de osadía pasar entre la multitud, un alarde pasar a unos palmos de Eldor, quien —rogaba porque así fuera— no sabía que todavía seguía en la Fortaleza, en contra de la orden de exilio. Realizó un conjuro ilusorio que proyectaba sobre su rostro unos rasgos imprecisos y familiares. Si les hubieran preguntado, todos aquellos a los que Rudy empujó para pasar habrían estado razonablemente seguros de que había sido alguien conocido, aunque no recordaban bien de quién se trataba. De todas formas, todos estaban muy ocupados en presenciar la marcha de las tropas de Alketch para reparar en él.

Los corredores de la Fortaleza estaban vacíos y sus pasos apresurados levantaron ecos fantasmagóricos. Las ratas huían al acercarse; los gatos se detenían en la oscuridad y volvían las cabezas para observarlo con insolencia. Sólo cuando pasó frente a los corredores que conducían al territorio de la Iglesia, percibió movimiento en el oscuro e inmenso vacío que lo rodeaba: el apagado rumor de unos cánticos lejanos y el aroma velado del incienso.

El pasillo en el que estaba la habitación de Alde se encontraba vacío y a oscuras. Una fina línea de luz se colaba bajo la puerta. Su mano rozó el cerrojo con la suavidad de una caricia.

Hizo una pausa, vació la mente y proyectó sus sentidos al otro lado de la hoja de madera, como si pudiera ver y escuchar a través de ella. El suave crujido de una silla llegó a sus oídos y el apagado roce de una falda contra la rodilla al cruzarse unas piernas. Percibió el olor a cera de abeja mezclado con el de pan recién cocido y mantequilla. La dulce voz de Alde cantaba, como acostumbraba hacerlo cuando estaba sola.

Eras el amor que me reservaba el destino,

si nuestros caminos se hubiesen cruzado.

Pero los astros no nos fueron propicios

y los cálidos días del estío se acabaron.

La nieve cubre ahora las colinas,

repican a boda las campanas,

y plañen dolientes las cuerdas de mi arpa

por la trova que jamás fue interpretada.

Rudy notó que su voz se quebraba un poco. Hubo un silencio largo y desesperado, roto por unos sollozos contenidos. Después la oyó recriminarse: «Basta ya. Se ha ido. Todo ha acabado. No te tortures. Está a salvo y eso es lo que importa».

Se escuchó el parloteo incomprensible de Tir, y Alde le respondió con un tono forzado y tenso. Rudy dio la espalda a la puerta, sintiéndose como si le estuvieran arrancando las entrañas.

«Cree que me marché con los otros magos. Mejor así —pensó—. Ya ha recibido el impacto más doloroso. Sería una crueldad innecesaria hacerla pasar por otra despedida».

Recorrió los oscuros corredores con paso tambaleante, agobiado por un dolor más profundo de lo que jamás habría imaginado posible. «Querías oír su voz, ¿no? Pues ya lo has conseguido», se dijo con amargura. Sería la última vez que la escuchaba. La última vez que recorrería estos pasillos. Y Alde se quedaría aquí, prácticamente prisionera de un marido demente y mutilado. Apartó de su mente las imágenes, al igual que había hecho con aquellos sueños de acosante oscuridad y de peso aplastante de rocas. No podía hacer nada. Mañana saldría a hurtadillas de la Fortaleza y emprendería el largo camino a…

«¿Adónde?».

Gettlesand era la elección lógica.

La gente empezaba a entrar en la Fortaleza; oyó las pisadas de las patrullas de la guardia y se envolvió en los protectores velos de ilusión mucho antes de que los soldados lo tuvieran a la vista. En contra de sus deseos, su mente empezó a barajar otras posibilidades de la dirección que tomaría cuando se pusiera en camino.

«¿Quo?». Volvió a ver las manos de Ingold mientras acariciaban de manera reverente las encuadernaciones doradas de los libros guardados entre las ruinas de la biblioteca. Al igual que el arpa Tiannin, permanecerían dormidos, sumergidos en un lago de eterno éxtasis, hasta que alguien los pusiera a salvo. La idea de enfrentarse de nuevo a las murallas de aire lo estremecía, pero comprendía que sólo él mismo y Kara de Ippit habían atravesado aquellos caminos terroríficos. Todos los demás estaban…

«¿Muertos?».

Había otra opción, pero la alejó de su mente, temblando como si tuviese fiebre. Apresuró los pasos por los lóbregos corredores, y pasó junto a un sirviente como un fantasma bajo la cobertura ilusoria. Apenas prestó atención al anciano, un viejo delgado, vestido con una desaliñada túnica de esparto, que echaba agua en un cubo. Y, desde luego, no se fijó en el ardiente resentimiento de aquellos ojos oscuros que lo siguieron mientras se alejaba en la penumbra del pasillo, ni en la mueca rencorosa que le curvó los labios enmarcados en los restos cortados a trasquilones de lo que había sido una barba espléndida y sedosa.

A despecho del silencio insólito que reinaba en la Fortaleza —o quizá por eso mismo—, el dormir de Rudy era intranquilo, atormentado por sueños calenturientos. Había buscado a Jill desde que los portones se habían cerrado, pero no la había visto entre los guardias y no quiso revelar su presencia a nadie preguntando por ella. Sospechaba que algunos guardias sabían que no había abandonado la Fortaleza —los que acompañaron a los magos hasta el desfiladero, estaban enterados, desde luego—, pero no sabía en quién podía confiar. La sensación de estar y no estar al mismo tiempo, empezaba a hacer mella en sus nervios. Pasar inadvertido en la madriguera de la Oscuridad era una cosa, y otra muy diferente hacerlo entre personas que habían sido sus amigos.

Había regresado a su cuarto en el vacío complejo de la Asamblea y, tras hacer los últimos preparativos para la marcha del día siguiente, se había sumido en un duermevela intranquilo en el que el espantoso sueño de la oscuridad se alternaba con la visión de las ruinas de Quo azotadas por la lluvia, las aves marinas carroñeras y la mirada vacía e inhumana del archimago poseído.

Fue de este sueño del que despertó una hora antes de la medianoche al sentir la calidez de un cuerpo de mujer apretado contra el suyo, una cascada de cabello suave sobre su mejilla, y unos labios que se pegaban enfebrecidos a su boca. Ciñó a Alde entre sus brazos y la apretó con fuerza, medio despierto, sintiendo los convulsivos sollozos contra su pecho.

—Amor mío, amor mío, ¿estás bien? Dime que estás bien, Rudy. Decían que te habías marchado, que todos los magos se habían marchado, que te matarían si te quedabas. Después me dijeron que…

—Estoy bien, cariño —susurró, y apretó sus labios contra los de ella para acallar el murmullo de sus palabras precipitadas y casi histéricas—. Cielos, pensé que no te volvería a ver. Quería reunirme contigo…

Los brazos de la joven se ciñeron con más fuerza en torno a su cuello.

—Estaba tan asustada… —gimió.

—Vamos, vamos… —Acarició su pelo y sus hombros tratando de calmar su llanto.

Ella giró la cabeza; en la oscuridad, la visión de mago le permitió contemplar su semblante pálido, húmedo de lágrimas, demacrado como si no hubiese comido desde hacía días. La apretó contra sí de nuevo y se preguntó cómo era posible que hubiese pensado marcharse sin hablar con ella una vez más.

—Cariño, estoy bien —murmuró—. De veras. Eras tú quien me tenía preocupado. ¿Te encuentras bien? —El corazón le dio un vuelco—. ¿Eldor ha…? —Enmudeció, consciente de que no tenía derecho a preguntarlo. Alde apartó la vista y él vio el rastro brillante de las lágrimas en sus mejillas—. ¿Quieres venirte conmigo, a Gettlesand, a la torre de Tomec Tirkenson? —preguntó con voz queda.

La idea no se le había pasado por la cabeza hasta que no pronunció aquellas palabras. Sin embargo, el silencio de la joven y el súbito temblor que sacudió su cuerpo, le hicieron comprender que aquélla era una posible solución. Alde entreabrió los labios y sus ojos se agrandaron con un súbito destello de loca esperanza.

Luego miró a otro lado y su voz sonó apagada y débil.

—No puedo abandonar a mi hijo.

—Nos lo llevaremos, entonces. Puedo sacaros a los dos protegidos con un conjuro de encubrimiento. Podríamos ir a la torre de la Roca Negra y…

—No. —La violencia del monosílabo le reveló a Rudy cuán fuerte era la tentación de aceptar. En la oscuridad del cuarto, la capa de terciopelo negro resaltaba la palidez cadavérica de su rostro; las manos le temblaban incontrolablemente entre las de él—. Si me llevo a nuestro hijo, no nos dejaría en paz. Nos seguiría, Rudy. Entonces Tirkenson se vería obligado a decidir a cuál de los dos traicionaba: a mí o a su soberano. Dondequiera que fuéramos, seríamos fugitivos, Rudy. No quiero ocasionaros ese daño ni a ti… ni a mi hijo —susurró.

—¿Tanto se interesa Eldor por ti? —demandó enfurecido.

—¡No lo sé! —Su voz se quebró.

Sin proponérselo, acudió a su mente la escena espeluznante que había presenciado en el cristal mágico, la silueta grotesca del mutilado rey erguida en las sombras, contemplando a su hijo dormido. ¿Era a Tir al único que había estado observando Eldor? ¿Y no sería acaso esta escena que había presenciado una más entre una serie de visitas efectuadas a escondidas al amparo de la noche?

—Tienes que salir de aquí, Alde —dijo con voz estrangulada—. Dios sabe lo que es capaz de hacer. Iré en busca de Tir y…

—No —contestó en voz baja pero con firmeza.

—Encontraremos un lugar…

—No —repitió Alde—. No es sólo por Tir. —Se estremeció y él la estrechó contra su pecho, envolviéndola en el cálido cerco de sus brazos.

—Rudy, quizá yo sea la única persona capaz de hacer que Eldor recobre la cordura. En cierto modo sé cómo llegar hasta él. Sé que está en mis manos hacerlo. No puedo abandonarlo.

—¡Tal vez te mate!

Ella guardó silencio, pero Rudy la sintió temblar entre sus brazos.

—¿Lo amas?

—No lo sé —musitó—. No lo sé.

Él sintió el húmedo calor de sus lágrimas a través de la tosca tela de su camisa y la acunó contra su hombro. Alde suspiró y sus músculos se relajaron poco a poco. Por un momento, Rudy pensó que se había quedado dormida; giró la cabeza y sus fragantes cabellos le cosquillearon en la nariz.

—Alde —dijo con suavidad—, creo que te amaré siempre. Sólo quiero que seas feliz. —Hablaba despacio, como si le costara articular aquellas palabras—. Si alguna vez me necesitas, sea para lo que sea, cuenta conmigo.

Notó que la muchacha asentía y que apretaba un poco más el abrazo.

—Envíame un mensaje con Jill —prosiguió, aunque estaba convencido de que, precisamente porque lo amaba, jamás acudiría a él en busca de auxilio—. Si hay alguien que pueda encontrarme, será ella.

—¡Jill! —Alde dio un respingo y se soltó de sus brazos para incorporarse.

—¿Qué pasa con Jill?

—Me envió un mensaje. —Se apartó los cabellos de la cara con dedos temblorosos—. Por eso vine. Me dijo que te estabas muriendo.

—¿Qué? —Rudy se sentó en la cama—. ¿Jill dijo eso?

—Eso decía la nota que me hizo llegar.

—¿Esta noche?

—Ahora mismo. Justo antes de… —Enmudeció y lo miró con los ojos desencajados por el miedo.

Hubo un súbito centelleo de antorchas bajo la puerta y se oyó el golpeteo de botas por el corredor.

—Oh, Dios. —Rudy hizo un movimiento para saltar de la cama, para hacer algo, cualquier cosa, pero en ese momento la puerta saltó hecha astillas y el resplandor de antorchas y el frío fulgor de piedras mágicas se derramó en el interior del cuarto. Alde se incorporó de un brinco, con el rostro demudado por el terror, y corrió a reunirse con el hombre que se adelantó con pasos renqueantes.

Eldor ni siquiera se dignó mirarla. La apartó a un lado con un tremendo empellón, y los guardias que se amontonaban en la puerta y en el pasillo la inmovilizaron, impidiéndole acercarse al rey.

Durante un instante interminable, Rudy y Eldor se miraron cara a cara, en silencio. Tras las ranuras de la máscara sólo había negrura, pero Rudy sentía la penetrante mirada del rey clavada en él con un odio ardiente. Entonces Eldor adelantó un paso y le propinó una seca bofetada que lo lanzó tambaleante al suelo.

Rudy se levantó sobre una rodilla y se obligó a permanecer arrodillado a despecho de la oleada de furia que lo sacudía de pies a cabeza. No le haría ningún bien ni a Alde ni a él mismo devolver el golpe. Mientras seguía humillado sobre la rodilla, con la cabeza zumbándole por el golpe brutal, miró a los guardias que estaban en la puerta y vio al hombre que sujetaba a Alde, con una sonrisa desdeñosa en sus sensuales labios: Alwir.

Entonces comprendió quién había enviado la nota a Minalde para que viniera a su cuarto.

Una sombra se cernió sobre él, y levantó los ojos para mirar al pozo de negrura que eran las rendijas de la máscara.

—Te has enamorado de una mujer muy impaciente, joven —dijo Eldor con suavidad—. Habría sido mejor que hubieseis esperado a que yo no estuviese en casa.

Aquel rostro sin rasgos ejercía una especie de hipnosis sugestiva que hizo que Rudy vacilara al hablar.

—No es…, no es lo que parece —tartamudeó.

El rey soltó una risa áspera.

—¿Lo es alguna vez?

—¡Eldor! —Alde se debatió con desesperación para soltarse—. No es culpa suya. Vine sin avisarle. Me dijo que me marchara. ¡Eldor escúchame! Tenía que hablar con él…

El rey volvió la cara hacia Alde y la joven se encogió sobre sí misma al advertir el diabólico brillo que centelleaba tras los agujeros de la máscara. Eldor dio un paso hacia ella con aquel bamboleo que resultaba tan aterrador y la muchacha se apretó contra la figura impertérrita de Alwir.

—Si viniste por propia iniciativa —susurró Eldor con un tono venenoso—, tuvo tiempo de sobra para obligarte a marchar. Comprendo que te amancebaras con él como una ramera cuando creías que estaba muerto, y quizás incluso ahora, cuando quisieras que lo estuviera. —Alargó la mano para tocarle la cara y ella se encogió para eludir el deforme muñón.

Su voz tenía una especie de divertida satisfacción cuando volvió a hablar.

—Supongo que incluso en la oscuridad sabrías que compartes la almohada con esta faz monstruosa. Pero eres la reina y la madre de mi heredero. Siempre hay modos de asegurar la paternidad de mis otros descendientes.

Se situó tan cerca de ella que su sombra pareció cubrirla; Alde estaba tan pálida que sus pestañas parecían manchones de tinta, pero su voz sonó firme cuando le dijo en voz baja:

—Déjame hablar contigo, a solas. Antes de que hagas nada, te lo ruego.

La mano deforme acarició el cabello revuelto y después su mejilla, y en esta ocasión ella no se apartó.

—Habrá tiempo de sobra para que presentes las alegaciones en tu defensa. Como ya he dicho, comprendo tu deseo por un amante joven y atractivo con tiempo a su disposición para divertirte. Eres joven, y los jóvenes se aburren enseguida. Pero no permitiré que se comente por toda la Fortaleza que el rey es un cornudo, ni siquiera por complacerte, mi dulcísima reina.

—Estás equivocado. No es nada de eso.

La voz de Eldor adquirió una repentina dureza.

—Entonces tal vez quieras decirme qué explicación tiene el que una mujer escape de sus aposentos por medio de sobornos y aproveche la oscuridad para reunirse con su amante.

—¡No es mi amante! —gritó, y el rey estalló en carcajadas estridentes, salvajes, iguales a las risotadas en las que había prorrumpido cuando se enteró de que los Seres Oscuros campaban por sus respetos por toda la faz de la tierra.

Su alborozo parecía no tener fin; su risa era áspera y terrible, pero no histérica.

Por fin cesó su algazara; la entrecortada respiración aplastaba la máscara de cuero sobre los rasgos deformes de la nariz y la boca.

—Si no es tu amante, dulzura mía, sí es al menos un mago que ha contravenido mi sentencia de exilio y se ha quedado en la Fortaleza cuando se le había ordenado abandonarla. Y, puesto que ha decidido correr ese riesgo (sean cualesquiera sus motivos, que sólo podemos conjeturar), tendrá el final que mi otra encantadora dama, mi señora Govannin, le tenía destinado desde el principio.

Se volvió hacia los guardias.

—Sacad a este hombre de aquí y encadenadlo a los pilares de ejecución en el montículo.

—¿Esta noche? —preguntó desasosegado Janus—. Pero… los portones ya se han cerrado.

—¡Ahora mismo! —gritó el rey—. ¡Que se ocupen de él los Seres Oscuros, si es que lo quieren! ¡Y considérate afortunada, señora mía, de que no te dé mi venia para que le hagas compañía!