—¿Jill?
Rudy dejó caer la lona que cubría la entrada de la tienda; en el exterior se escuchaba el gemido penetrante del viento. Habló en un susurro apenas audible sobre el tamborileo de la lluvia en el techo de lona del improvisado hospital de campaña, a fin de no despertar a los otros heridos. Sabía que Jill no estaría dormida.
Atisbó el brillo de sus ojos abiertos. La joven miraba el techo con desinterés, como había hecho todo el día de ayer desde que había despertado en la tienda y el hermano Wend le había informado, con el mayor tacto posible, de la muerte de Ingold.
Los grises ojos se volvieron hacia Rudy.
—Hola, maleante —saludó con un tono de voz perfectamente normal, como si se hubiesen encontrado en un aparcamiento, y a Rudy se le encogió el corazón.
—¿Te encuentras bien?
Ella hizo un gesto de indiferencia.
—Comparado con la mitad de la gente que se metió en ese agujero, mi estado es fantástico.
La muchacha cruzó los brazos sobre el pecho. Al mortecino resplandor de la piedra mágica, Rudy vio el lado de la cara lleno de magulladuras y cortes producidos por las esquirlas de piedra, y el vendaje pardo hecho con la tira desgarrada de alguna capa que le cubría la herida de la sien. A juzgar por la apariencia de sus ojos, no había derramado ni una sola lágrima, que era más de lo que podía decirse de él.
Tras unos breves instantes, la mirada fría e indiferente de la joven volvió al techo.
—He oído que Eldor también lo consiguió —agregó con un tono coloquial—. Lo que resulta condenadamente irónico, si lo piensas.
Rudy parpadeó para contener las ardientes lágrimas y miró a otro lado. La imagen de los cuerpos destrozados y carbonizados en el piso de aquella trampa de gas parecía haberse quedado impresa en sus retinas.
—¿Qué vamos a hacer, Jill? —susurró.
—Eso depende del orden de tus prioridades. —Hablaba en un tono bajo, casi apagado por el estruendo de la lluvia torrencial—. En mi opinión, lo más juicioso sería organizar una expedición a la madriguera del valle Oscuro, para recolectar musgo seco con el que fabricar algún tipo de arma basada en la nitroglicerina, como defensa contra los Jinetes Blancos. Probablemente podrías utilizar también el nitrógeno como fertilizante para los hidrocultivos, y…
—¡Maldita sea, Jill! —sollozó, angustiado por una pena desgarradora—. ¿Cómo puedes quedarte ahí sentada y…, y hablar de armas defensivas y… fertilizantes…? —El timbre impersonal y razonable de la voz de la muchacha lo ponía enfermo—. Siempre he sabido que eras la mujer más insensible que conocía, pero… ¡Está muerto, Jill! ¿Es que no lo entiendes?
—Por supuesto —respondió ella con calma—. Pero el hecho de que no desahogue mi dolor contigo no quiere decir que no sienta nada.
Él guardó silencio, con el rostro encendido por la vergüenza.
La muchacha giró un poco la cabeza en la capa enrollada que le servía de almohada. Bajo el difuso reflejo de las empapadas antorchas del exterior, sus grises ojos tenían la misma contextura y frialdad que un pedazo de hielo.
—Me preguntas qué vamos a hacer —dijo al cabo, con más suavidad—. Lo primero que se me ocurre es que más nos vale hacernos a la idea de que vamos a pasar una larga temporada en este bonito universo.
Aquél fue el comienzo de los días más espantosos que Rudy había pasado en toda su vida.
Las semanas que siguieron al regreso del diezmado ejército a la Fortaleza de Dare fueron para el joven un infierno de pesar, miedo y desesperación. Pasó la mayor parte del tiempo en su cuarto o en la desolada sala del cuartel general de la Asamblea; los magos supervivientes lo conocían lo bastante para dejarlo a solas con su dolor. De tanto en tanto, Jill le traía noticias de lo que ocurría en el resto de la Fortaleza: la recuperación de Eldor, la ocupación de casi todo el segundo nivel por las tropas de Alketch, la implacable y soterrada lucha mantenida entre el rey y la Iglesia. Pero Rudy lo escuchaba todo sin mostrar el menor interés.
Jill había cambiado. Rudy se preguntaba a menudo qué le había ocurrido cuando Ingold murió. La anterior timidez timorata, el aire erudito, la sensibilidad, habían desaparecido. De vez en cuando la oía referirse de pasada a la muerte del anciano sin que se produjera la menor variación en la inflexión de su voz sarcástica e indolente. Pero en aquellos ojos gélidos, inanimados, se advertía un vacío que le daba miedo.
A Alde sólo la vio en una ocasión.
Jill le dijo que la reina nunca salía del Sector Real, aunque ignoraba si era por propia iniciativa o coaccionada por Eldor. Kara, que había ayudado a Thoth y al hermano Wend a cuidar al rey durante los días que siguieron a su regreso de Gae transportado en las angarillas, comentó que Alde pasaba casi todo el tiempo en sus aposentos tras mantener la primera conversación con Eldor cuando éste recobró el conocimiento. También le dijo que Alwir y Bektis —el único mago que no había tomado parte en la invasión— pasaban largas horas cerca del rey.
Aun en el caso de que Alde hubiese tenido libertad para deambular por la Fortaleza, Rudy no habría tenido ocasión de hablar con ella; pero aquel letargo en que estaba sumido, se alternaba con un anhelo de su presencia tan profundo e intenso que nada podía aliviarlo. Era un deseo contra el que luchaba, conociendo la intensidad de los celos de Eldor. El solo hecho de que lo sorprendieran intentando verla, podría desencadenar represalias sobre ambos. Aun así, el deseo de estar con ella era tan acuciante como el ansia del heroinómano por la droga, hasta llegar al punto de acariciar la idea de deslizarse entre las tropas de Alketch con un conjuro de encubrimiento y probar fortuna cuando Eldor, que según Jill ya podía levantarse, se ausentara de sus aposentos.
Aquella noche esperó hasta la hora de cambio de guardia e invocó su imagen en el cristal mágico.
El resplandor ambarino de una vela le mostró el cuarto que habían compartido tantas noches, las sombras de las ropas desordenadas del lecho, los negros cabellos desparramados sobre la iridiscente colcha estrellada, el suave brillo de la madera encerada del escritorio y el delgado filo dorado del joyero damasquinado. El dosel de la cuna de Tir estaba levantado de manera que se distinguía la cabecita de oscuros rizos que reposaba sobre la almohada.
La mente de Rudy recorrió los lóbregos corredores de la Fortaleza y consideró el modo de llegar a aquel fragante refugio de reposo y sosiego.
En ese momento, un delgado haz de luz hendió la imagen al abrirse muy despacio la puerta del cuarto. Una figura alta se interpuso en el débil resplandor de la antecámara: la sombra fugaz de un hombre que se apresuró a cerrar tras de sí la hoja de madera en completo silencio, se dijo Rudy, ya que Alde no se movió en la cama. El intruso avanzó con sigilo, un movimiento cauteloso menoscabado por el modo de andar tambaleante, como el de una marioneta manejada con torpeza. La luz ambarina se deslizó sobre la máscara de cuero negro que le cubría por completo la cabeza y brilló en el águila dorada bordada en la pechera de la túnica.
Rudy sintió un ahogo.
Sin embargo, Eldor no se aproximó al lecho de su esposa. En lugar de ello, avanzó a hurtadillas con aquel caminar renqueante y desacompasado hacia las sombras que flanqueaban la cuna de Tir y permaneció un largo rato contemplando al niño dormido en ella. El silencio, la nitidez de aquellas imágenes diminutas encerradas en el núcleo cristalino, provocaron en Rudy un escalofrío de terror que le recorrió la espina dorsal. El hecho de que aquello estuviera ocurriendo en ese mismo momento, a menos de quinientos metros en la otra ala de la Fortaleza, y la certeza de que era un mero espectador que no podría intervenir ocurriera lo que ocurriese, ejercía una especie de fascinación aterradora sobre él que le impedía apartar la vista.
Por fin el rey se movió y con el mismo paso renqueante regresó hasta la puerta y salió del cuarto. Cuando la hoja de madera se cerraba a sus espaldas, Rudy vio moverse la colcha satinada y Alde levantó la cabeza para mirar el resquicio de luz por el que había salido Eldor. Sus ojos, de un tono violeta profundo en la oscuridad, estaban abiertos de par en par… y totalmente despejados, sin el menor rastro de la somnolencia de quien acaba de despertar.
Rudy apartó el cristal mágico con manos temblorosas. Al cabo de un rato cayó en un agitado duermevela, víctima de otras imágenes aún más aterradoras que la que había presenciado, y sobre todo de una en particular, una visión espantosa que se repetía últimamente en sus sueños y que en lo más hondo de su alma rogaba porque sólo fuera una pesadilla.
En medio de tanta desventura y desconsuelo, lo único que lo mantenía a flote era la música del arpa Tiannin. Había rescatado el instrumento de las ruinas de Quo, la ciudad que su ser había identificado como el hogar que jamás conocería; Dakis el juglar y la propia Alde le habían enseñado los principios más rudimentarios de la técnica para tocar el arpa.
Ahora, durante los oscuros días invernales, era su única compañía y la magia de su música el único alivio para su congoja y aflicción. Tocaba durante horas y horas, a veces a lo largo de noches interminables, los dedos entumecidos desgranando las melodías que había aprendido, o recreando improvisaciones melancólicas nacidas de su ánimo torturado. Sentía, como siempre había sentido, la presencia de una belleza cristalina en el alma del arpa que estaba más allá de sus aptitudes y que jamás alcanzaría por mucho que se esforzara. Las notas parecían elevarse hacia aquel punto sublime como bandadas de pájaros que levantan el vuelo hacia el sol del ocaso. Pero, como en una ocasión Ingold había hecho un comentario burlón acerca de su forma de tocar, no se daba cuenta de lo cerca que estaba de tan sublime belleza. Los otros magos, algunos de los guardias, y aquellos habitantes de la Fortaleza que lamentaban la pérdida de seres queridos en aquellos fríos días de finales de invierno, acostumbraban sentarse en alguno de los cuartos del recinto de la Asamblea para escuchar a través de las delgadas paredes aquellos acordes límpidos y exquisitos.
Así fue como lo encontró Jill la noche en que la Iglesia desencadenó su ofensiva.
El joven estaba tan absorto en la melodía que no oyó sus pasos apresurados por el corredor y sólo se percató de su presencia cuando la puerta se abrió de golpe y entró en el cuarto con gran precipitación.
Jill hizo una pausa, parpadeando en la oscuridad del reducido cubículo, pero enseguida se acercó al camastro donde él estaba sentado antes de que Rudy creara una suave bola azulada de luz suspendida sobre su cabeza.
—¿Qué demonios…? —comenzó Rudy.
La muchacha le quitó el arpa de las manos. Al pálido fulgor de la luz mágica, sus cejas estaban fruncidas sobre unos ojos inexpresivos.
—Acabo de enterarme —anunció con rapidez—. Todas las tropas de Alketch del segundo nivel han sido enviadas hacia aquí. Sus órdenes son poner bajo arresto a todos los magos.
Rudy dio un respingo.
—¿Qué? —Luego, de un modo incoherente, protestó—: ¿En mitad de la noche, maldita sea?
Jill se detuvo en su camino hacia la puerta, con el arpa sujeta bajo el brazo; las cuerdas relucían como plata fundida en contraste con el paño oscuro de su capa.
—¿Supones que llevarían a cabo una redada semejante si hubiera testigos de sus maquinaciones? —preguntó con un ribete de sorna.
—Pero…
La muchacha abandonó el cuarto y el negro uniforme se confundió con las sombras. Rudy seguía paralizado en la puerta de la habitación cuando el resplandor de las antorchas iluminó los corredores, seguido de voces, maldiciones y el rítmico golpeteo de botas en el piso. Un escuadrón de soldados sureños giró por un recodo e irrumpió por las puertas de los habitáculos; eran hombres de rostro achatado y tez oscura, vestidos con armaduras de escamas que brillaban como un arco iris con la luz.
El aturdimiento había menguado la capacidad de reacción de Rudy, que cerró la puerta de golpe apenas unos instantes antes de que las tropas la alcanzaran; acto seguido se lanzó al otro extremo del cuarto para recoger el lanzallamas que estaba enfundado junto al catre. La puerta se abrió de una patada y los soldados penetraron como una tromba y lo rodearon antes de que alcanzara el arma; mientras unas fuertes manos lo aplastaban con violencia contra la pared, se le ocurrió que en lugar de recurrir al lanzallamas podría haberse protegido con un conjuro de encubrimiento.
Le retorcieron los brazos a la espalda y lo registraron sin muchas contemplaciones; por primera vez pensó lo civilizados y amables que eran los policías de San Bernardino.
—Eh, un momento… —comenzó, pero una bofetada propinada con una mano enfundada en un guantelete de malla lo dejó sin aliento.
Lo apartaron de un tirón de la pared y no pudo contener un gemido de dolor cuando los brazos casi se le dislocaron. Algo punzante le presionó las costillas y una voz anónima advirtió:
—Di una sola palabra, mago, y será lo último que hagas en tu vida.
Un hilillo de sangre caliente se deslizó por su costado.
Lo arrastraron por el corredor y a través de la sala de la Asamblea. Figuras oscuras cruzaban de un lado para otro de la chimenea y el resplandor de las llamas proyectaba sombras inmensas sobre las paredes. El fulgor dorado se reflejaba en las armaduras mientras los soldados machacaban piedras mágicas y registros de cristal, rasgaban en pedazos las anotaciones matemáticas de Thoth y arrojaban libros y redomas con polvos medicinales a la lumbre. Rudy oyó un lastimoso crujido cuando uno de ellos destrozó de una patada el laúd de Dakis el juglar y entonces comprendió por qué Jill se había llevado su arpa. Después lo empujaron hacia el oscuro corredor y recibió otra bofetada por dar un traspié; los brazos le dolían y la punta del cuchillo se hincaba sin piedad en sus costillas. Pasaron frente a la escalinata principal que conducía al segundo nivel y cambiaron de dirección.
Fue sólo entonces cuando alcanzó a entender lo que ocurría realmente. Jill lo sabía, por eso dijo que no habría testigos presenciales; la mente despierta de la joven debía de haber comprendido la verdad en el mismo momento en que vio que las fuerzas destacadas para llevar a cabo el arresto eran de Alketch. Los magos no serían juzgados por el Gran Rey; probablemente, Eldor ni siquiera estaba enterado de su arresto.
Los juzgaría la inquisición.
La rojiza luz de las antorchas se reflejaba en los petos de las armaduras de los soldados que flanqueaban a Rudy y proyectaba sombras que seguían acechantes la procesión por el oscuro pasaje. El joven percibió el olor a incienso que salía de los sombríos umbrales de unas puertas abiertas al pasillo que se iba estrechando conforme se adentraba en el territorio de la Iglesia. Notó que otros se unían a la comitiva, a pesar de que las tropas que iban detrás y la forzada postura de los brazos le impedía verlos. Pero oyó el pesado roce de hábitos y el murmullo de rezos. La luz alumbró los más oscuros corredores de los dominios laberínticos de la Iglesia, las celdas donde los Monjes Rojos guardaban vigilia, naves donde la capa uniforme de polvo que alfombraba el suelo estaba marcada por las huellas de unos pies descalzos, puestos en los que los soldados de la Fe montaban guardia ante puertas cerradas. Y todo aquel sombrío complejo, alumbrado por el mortecino titilar de las lámparas de aceite e impregnado de espesas volutas de incienso, estaba envuelto en los suaves cánticos de rezos que se prolongaban a lo largo de toda la noche.
Pasaron largos corredores sin luz. Las pisadas levantaban ecos en las paredes. El pánico se apoderó de él, pero no podía resistirse, y en el fondo de su alma sabía que aunque gritara nadie acudiría en su auxilio. Recordó a Ingold, encarcelado en la celda sin puerta de las mazmorras de Karst. Se percibía un olor, una sensación, que le resultaba ligeramente familiar. Se encontraron en lo más profundo del laberinto del territorio de la Iglesia, lejos de cualquier sección habitada de la Fortaleza. El polvo se arremolinaba a sus pies y las motas brillaban con la trémula luz de las antorchas. El lugar olía a humedad, a deshabitado, a aire recargado.
Alguien abrió una puerta en la oscura pared. Rudy tropezó con algo al cruzar el umbral y lo obligaron a entrar de un empellón; agitó los brazos ante él para frenar la caída, pero fue inútil. Se precipitó al suelo con brusquedad y se quedó tendido un momento, jadeante, asustado y con los músculos doloridos, escuchando el silencio del vacío cuarto.
En la oscuridad se oyó el repique de una campana. Rudy giró sobre sí mismo sintiendo bajo las palmas de las manos la fría aspereza de un suelo largo tiempo abandonado al polvo y a la suciedad. Se incorporó un poco, apoyado sobre el codo, y su vista de mago le reveló unas siluetas borrosas: las curanderas Grey y Nila, agarradas de las manos, susurrando en voz baja y atemorizada; Dakis el juglar, inconsciente, con la cabeza ensangrentada reclinada en el regazo de Ilae; Ungolard, con la cara hundida en las manos en un gesto de desesperación; y Kara, con el largo cabello despeinado y suelto sobre la espalda, las mejillas encendidas por la cólera, y ocupada en desatar y desamordazar a su madre.
Rudy miró a su alrededor, con el entrecejo fruncido. Ya había notado anteriormente que en ciertos lugares —en la madriguera de los Seres Oscuros o en las murallas de aire que rodeaban Quo— su capacidad visual en la oscuridad no era tan aguda, y aquí ocurría otro tanto. Distinguió la estructura de una celda doble, de paredes negras y frías, y de unos seis metros de ancho por doce de largo. El techo no se veía al estar oculto en las sombras. La celda tenía una sola puerta. El lugar estaba impregnado de olor rancio, estéril, que despertaba una sensación mezcla de repulsión y desasosiego. Rudy se estremeció por un recuerdo medio olvidado que pugnaba por acudir a su memoria e intentó crear una bola de luz.
No ocurrió nada. Fue como si hubiese arrojado el conjuro en un pozo de tinieblas y las aguas se lo hubiesen tragado.
Se hallaban en una celda en donde la magia era inoperante.
La voz cascada de la vieja Nan irrumpió en el terrible silencio del cuarto.
—¡Sureños asquerosos, podridos, comedores de pescado! ¡Maniatar a una anciana!
—¡Madre! —susurró Kara asustada, mientras la vieja curandera se sentaba y se frotaba las delgadas muñecas.
—¡Déjate de madre, ni madre, muchacha! ¡Si están escuchando, tanto mejor! ¡Ojalá les salga sarna a todos esos sodomitas, desde ese manco pendejo y barrigudo, hasta el último mestizo bastardo soldado de a pie! ¡Ojalá les salgan montones de verrugas en sus asquerosos…!
—¡Madre!
Alguien en la oscuridad estalló en una carcajada entrecortada e histérica.
Agazapado, como si temiera ser visto por algún observador escondido, Rudy se acercó junto a Kara.
—¿Dónde está Thoth? —preguntó en voz baja, y ella negó con la cabeza.
Rudy miró a su alrededor. Tampoco estaba el hermano Wend; ni Kta. Conociendo al viejo eremita, Rudy supuso que el apergaminado gurú se encontraba probablemente sentado en su sitio predilecto en la sala común cuando las tropas de Alketch habían irrumpido en el recinto y, sencillamente, había pasado inadvertido. Ello significaba que dos estaban libres… Quizá tres.
«¿Libres para qué? —se preguntó—. ¿Para rescatarnos? ¿En mitad del territorio de la Iglesia? ¿Y adónde demonios iríamos si nos rescataran? ¿Fuera de la Fortaleza? ¿Para caer en poder de los Seres Oscuros?».
Hundió la dolorida cabeza en las manos. De pronto comprendió con claridad diáfana, terrible, lo que había ocurrido con los magos-ingenieros que habían construido la Fortaleza. Habían desaparecido sin dejar rastro; los laboratorios habían sido sellados, la luz de las piedras mágicas se había ido apagando de manera gradual y el recuerdo de la construcción de la Fortaleza se había borrado de todas las mentes excepto en las de aquellos pocos, como Dare, que se habían ofrecido de manera voluntaria para que la memoria de su linaje portara estos conocimientos. Aunque hubiesen existido crónicas, lo más probable es que la Iglesia las hubiese destruido.
«El diablo cuida de los suyos», había dicho Govannin. Sólo que ahora no había diablo, ni archimago…, ni Ingold. «Govannin no habría podido hacernos daño cuando él vivía».
«Thoth —pensó Rudy—. ¿Dónde está Thoth? ¿Y Wend? ¿O acaso Govannin tiene en mente algo especial para ellos? Thoth por ser el mago con más poderes que queda, y Wend por ser un traidor de la Fe».
La prolífica imaginación de Rudy empezó a representar todas las cosas que podían ocurrirles a quienes desaparecían sin dejar rastro.
La campana repicó de nuevo, un toque claro y frío en medio de la oscuridad. La puerta se abrió y un haz de luz anaranjado se derramó sobre los rostros atemorizados de los que estaban dentro de la celda; entraron más tropas de Alketch empujando y burlándose del hombre alto y elegante que temblaba de furia.
—¡Esto es un ultraje! —jadeaba Bektis—. ¡Una infamia! ¿Cómo os atrevéis a ponerme las manos encima?
Sus protestas fueron recibidas con risotadas y un insulto obsceno antes de que lo arrojaran de un empujón junto a los otros magos, tembloroso de miedo y de indignación. Hizo intención de incorporarse, pero se enganchó en el largo repulgo de la túnica y cayó de rodillas; el cuarto retumbó con las burlonas carcajadas de los soldados.
—Estás mejor postrado de rodillas rezando, abuelo —se mofó el capitán.
—Puedes empezar rogando por aquellos a quienes enviaste a la muerte con esas armas explosivas —dijo otro guerrero, en cuyo rostro abrasado se advertían todavía las marcas lívidas de la batalla de la madriguera—. ¡Y termina rezando por ti mismo para cuando el diablo reclame lo que es suyo!
—No tengo nada que ver con… —empezó el mago de la corte, a la vez que intentaba ponerse de pie.
Con la agilidad de un atleta bien entrenado, el capitán blandió la lanza de manera que el extremo del astil golpeó la mano sobre la que se sostenía el viejo mago y lo hizo caer de bruces una vez más. Los otros soldados prorrumpieron en carcajadas.
Las pálidas mejillas de Bektis estaban teñidas por la cólera y su barba larga y sedosa temblaba de indignación.
—¡Exijo que se le informe de esto a mi señor Alwir! El jamás consentiría…
—Mi señor canciller sabe dónde estás, Bektis —anunció una nueva voz; aquélla era una voz suave que destilaba veneno en el aire frío y estéril de la oscura celda. Los soldados enmudecieron e inclinaron la cabeza con respeto. Casi de manera involuntaria, los magos retrocedieron en las sombras, lejos de la puerta.
Dos figuras encapuchadas se recortaban contra la luz del pasillo, con los rostros ocultos en las sombras de los embozos. Pero, incluso aunque no hubiese imaginado quién se escondía tras ellas, Rudy habría reconocido la voz de Govannin.
Los Monjes Rojos penetraron en la celda, cubiertos también con capuchas; las manos que empuñaban las espadas eran blancas, cobrizas y negras, fuertes o delicadas. Se situaron a lo largo de las paredes hasta rodear a los que se apiñaban en la penumbra del cuarto rectangular. Los dos últimos en entrar portaban velas; cuando se cerraron las puertas, aquellas diminutas llamas fueron la única luz en medio de la profunda oscuridad.
El tenue resplandor azafranado descubrió a Rudy el rostro del hombre que sostenía una de las velas: el semblante torturado, aterrorizado, del hermano Wend. Cuando los dos prelados pasaron ante las velas, se vio que el rostro del inquisidor Pinard exhibía la expresión de un hombre que lleva a cabo una obligación ineludible y desagradable; por el contrario, los labios de Govannin se curvaban en un maligno gesto triunfal.
Se situaron ante la puerta con los portadores de la luz a sus espaldas, de modo que los rostros quedaban ocultos en las sombras. Únicamente el brillo de unos ojos o el destello purpúreo del anillo de la obispo al mover aquellos dedos blancos y esqueléticos, ponían de manifiesto que eran dos seres vivos, y no simplemente las voces incorpóreas de alguna pesadilla angustiosa.
El inquisidor, con las manos enlazadas bajo las blancas mangas de su vestidura talar, empezó a hablar en un tono grave y muy bajo.
—Se os acusa de herejía, de vender voluntariamente vuestras almas al demonio a cambio de sus diabólicos poderes ilusorios. Se os acusa de causar la muerte de cientos de hombres buenos por medio de armas maléficas y por el perverso asesoramiento que los indujo a utilizarlas en contra de la Oscuridad. Habéis sido hallados convictos…
—¿Convictos? —gritó indignado Rudy—. ¿Quién demonios ha dado el veredicto? ¡Ni siquiera ha habido un juicio!
—Vuestra propia vida lo ha sido —escupió la voz cortante de Govannin—. Y tú te condenaste a ti mismo el primer día que te acercaste al mago Ingold Inglorion para pedirle que te enseñara el camino del Poder. Tu juicio comenzó el mismo día en que naciste, con la sombra del Maligno sobre tu rostro.
—¡Y una mierda! —Rudy se incorporó de un salto, librándose con brusquedad de los dedos nerviosos de Kara que lo sujetaban de la manga—. ¡Tenía la misma opción sobre eso que sobre el color de mis ojos!
—Cállate —lo instó el timbre afilado de la obispo.
—¡Sabes tan bien como yo que esa invasión estaba condenada al fracaso desde el principio! —prosiguió, haciendo caso omiso de la advertencia—. Fue Alwir quien se empeñó en llevarla a cabo. Alwir y Vair…
—¡Cállate!
—Y sabes también que para las leyes civiles ser mago no tiene mayor importancia que ser un actor…
Apenas advirtió el gesto de Govannin. Pero sí oyó el paso que daba el Monje Rojo que estaba a sus espaldas y giró con rapidez sobre sí mismo a tiempo de recibir el golpe brutal del extremo de la lanza en la mandíbula y el cuello, en lugar de la nuca adónde iba dirigido. Fue vagamente consciente de hundirse en un océano rugiente de negrura mientras se desplomaba en el suelo.
Durante un instante interminable el tumulto del cuarto pareció llegar a sus oídos desde muy lejos, ahogado por el zumbido de la tiniebla que lo envolvía. Vio el rostro distante del hermano Wend tras el hombro de Govannin, tenso y pálido, como si estuviera a punto de vomitar. La voz chillona de la vieja Nan prorrumpió en denuestos y en insultos que ni siquiera imaginaba que existían. Luego escuchó el sonido de unas pisadas seguidas de golpes, y la voz de Kara gritando: «¡No, por favor! ¡Es una anciana!», y los lloriqueos quejumbrosos de Bektis, y otros ruidos apagados e inidentificables en las brumas del dolor y el aturdimiento.
Al cabo de un tiempo oyó la voz de Govannin, rencorosa y triunfante, leyendo la sentencia en medio de un silencio roto únicamente por los sollozos ahogados de Kara. Sintió el tacto pegajoso de sangre en la mejilla y el sabor del polvo en los labios. Mientras seguía el monótono ronroneo de la obispo, Rudy se preguntó para qué se tomaba siquiera la molestia de leerlo, a menos que se estuviera dirigiendo a alguien que ni siquiera estaba allí, alguien que ya estaba muerto. A través del espantoso dolor de cabeza y la creciente náusea, creyó oír pronunciar las palabras «sentencia de muerte», pero no estaba seguro. Notó que se iba a desvanecer otra vez.
Al otro lado de la puerta se oyeron más pisadas. Rudy percibió el ritmo acompasado de hileras de pies y el tintineo apagado de cotas de malla. La agudeza sensorial de mago que operaba incluso en la atmósfera negativa de aquel espantoso cuarto, le reveló que debían de ser unas veinte personas las que se acercaban y se preguntó con desinterés por qué consideraban necesarios tantos soldados. La puerta se abrió con violencia y el fulgor de las antorchas del pasillo se mezcló con el brillante resplandor de las piedras mágicas que portaban los soldados de la guardia de Gae.
La silueta de Eldor Endorion, Gran Rey de Darwath y Señor de la Fortaleza de Dare, se erguía en el umbral.
Un silencio súbito y ominoso se cernió sobre la estancia. Aunque el movimiento le trajo el amargo sabor del vómito, Rudy se arrastró hasta lograr sentarse y su corazón palpitó desenfrenado de miedo ante la presencia del rey.
—Mi señora. —La voz del monarca era afilada y tensa, como si se esforzara por mantener un tono comedido.
La luz blanca derramada en las sombras de la capucha de la obispo delinearon los pómulos altos y prominentes y destacaron las súbitas estrías que aparecieron en las comisuras de su boca carnosa e inflexible.
—Mi rey —lo saludó con rigidez.
Volviendo la cabeza, Eldor examinó el cuarto y captó hasta el último detalle de aquella sala de tribunal estremecedora y clandestina. La luz de las piedras mágicas se reflejó en la brillante máscara negra de cuero que se contraía grotescamente con cada inhalación. Tras las rendijas abiertas a la altura de los ojos sólo se percibía una negrura horrible y enigmática.
—La reina me ha informado que se celebraba un juicio.
Rudy inclinó la cabeza, debilitado por una repentina sensación de alivio. «Bien por Jill —pensó—. Sabe a quién acudir y qué decir».
La voz ronca del rey prosiguió:
—Es de suponer que la invitación que sin duda habéis cursado para asistir a un juicio capital que se celebra en mi propio reino se debe de haber perdido, puesto que no la he recibido.
Govannin alzó la cabeza.
—Desde los tiempos de tu abuelo, Dorilagos, se le concedió a la Iglesia el derecho de impartir su propia justicia —replicó con dureza.
Eldor enlazó las manos a la espalda; el amasijo de cicatrices que era la izquierda se enroscó como un apéndice enrojecido y nudoso en torno a la blanca y firme esbeltez de la derecha. La máscara se arrugó al girar la cabeza y hubo un leve movimiento pulsante cuando volvió a hablar.
—¿Son, pues, estas gentes miembros de la Iglesia?
—Son herejes, como bien sabes, mi señor —contestó la voz profunda de Pinard—. Corruptores de la inocencia. Tener trato con ellos es compartir su crimen.
En medio del aturdimiento, Rudy supuso que el inquisidor se refería a la supuesta seducción metafísica de Ingold sobre el hermano Wend, pero entonces advirtió que los amplios hombros del rey se tensaban y sintió la mirada demencial clavarse en él como un hierro candente.
—Se ha iniciado una nueva era, mi señor —prosiguió Govannin—. La esperanza de triunfo merced a la magia ha muerto y con ella muchos buenos guerreros de esta Fortaleza. El poder de la Iglesia actuará para salvar a los que han quedado, lo quieran o no. Nada nos lo impedirá.
El timbre afilado y cortante de Eldor hendió el aire como un cuchillo.
—Ni yo permitiré que la Iglesia imponga una sentencia de muerte o de cualquier otro tipo sin mi conocimiento, mi señora obispo. A pesar del número de guerreros que el emperador de Alketch haya puesto a tu disposición, a pesar de lo mucho que le gustaría establecer sus leyes y su mimada inquisición en el norte, yo soy todavía el Señor de la Fortaleza de Dare, y la justicia y el poder sobre la vida y la muerte son míos y sólo míos. Quienes no reconozcan tal poder, incurren en traición conmigo, con la Fortaleza y con el género humano. ¿Queda claro?
Bajo la capucha, el semblante de la obispo estaba demudado por la cólera.
—¿Entonces te pones de parte de estos… traidores? —Escupió literalmente las palabras—. ¿Traidores a Dios y a la humanidad, a cuyos defensores han asesinado, y a ti?
—Mi señora —replicó con suavidad Eldor—, de parte de quién me pongo y por qué imparto la justicia como lo hago, no es de tu incumbencia.
—¡Lo es cuando afecta a la Iglesia! —gritó.
—Pero, como todos éstos son excomulgados, quedan fuera de la jurisdicción eclesiástica, ¿no es cierto?
«Puede que esté loco —pensó Rudy—, pero mételo en uno de esos debates entre Iglesia y Estado que Jill parece comprender tan bien, y sabe manejarse mucho mejor que un Alwir cualquiera en posesión de todas sus facultades mentales».
—¡No juegues a la lógica conmigo, mi señor! —Govannin adelantó un paso y, a pesar de su corta estatura, dio la impresión de agrandarse, de convertirse en una oscura araña irradiando un halo ardiente, sujeta al centro de la acerada tela de la Fe que se extendía por toda la Fortaleza—. Tú eres el dueño de sus cuerpos y de sus vidas, pero yo lo soy de sus almas. He proclamado que estas personas están condenadas y he dictado su sentencia de muerte. ¿Te opondrás a mi veredicto y los dejarás libres para hacer todo el mal que quieran? A ellos se debe el que hoy lleves esa máscara, mi señor.
El silencio que siguió a estas palabras se prolongó tanto, fue tan intenso, que Rudy habría jurado que todos los presentes podían escuchar los latidos desenfrenados de su corazón. Sintió de nuevo sobre él la mirada de Eldor y su alma se agitó como un insecto atrapado bajo el ardiente haz luminoso concentrado por un cristal. Tenía la sensación de que llevaba escrita en el rostro su culpabilidad de un modo tan ostensible como el sudor que lo empapaba. Los otros magos los observaban a ambos desde las sombras, petrificados, sabiendo que, ocurriera lo que ocurriese, su destino iba ligado al del joven mago.
Cuando Eldor apartó los ojos de él, fue como si le quitaran una aguja candente hincada en un punto neurálgico.
—Has dado tu veredicto, mi señora —dijo el rey, y las joyas incrustadas en la espada y el bordado de oro de la túnica centellearon como fuego al volverse con brusquedad hacia la obispo—. Pero en atención a sus poderes curativos, que me permiten hoy estar de pie, conmuto esa sentencia de muerte por la de destierro. Que los guardias los conduzcan hasta el paso de Sarda, mañana al anochecer; desde allí, son libres de ir a donde quieran, siempre y cuando ninguno de ellos regrese jamás a la Fortaleza de Dare, bajo pena de muerte. Caso cerrado.
Se dio la vuelta para marcharse, pero la voz de Govannin lo retuvo.
—¿No lo habrás hecho porque tu señora esposa ha suplicado por la vida de… los magos?
El rostro enmascarado miró hacia atrás. La luz blanca y penetrante de las piedras mágicas captaron un destello en las rendijas de los ojos.
—Aunque así fuera.
Sin más, abandonó la estancia con grandes zancadas.
Rudy sintió que se desvanecía y buscó la solidez del suelo para tumbarse. Pero alguien lo cogió por el brazo y lo ayudó a levantarse; apenas notó las manos fuertes y huesudas que se cerraron como grilletes en torno a sus codos. Al parpadear para vencer la náusea y el mareo, reconoció a Jill; aquella fría, impersonal, atemorizante Jill, con el cabello trenzado que enmarcaba una faz delgada en extremo y tan impenetrable como una puerta sellada. Intentó sostenerse en pie, pero no sentía el suelo, así que la muchacha tuvo que llevarlo medio a rastras hacia el oscuro vano de la puerta; cada movimiento le provocaba un zumbido palpitante y doloroso en la cabeza. Al cruzar el umbral tropezó, como le había ocurrido cuando las tropas de Alketch lo obligaron a entrar de un empujón. En esta ocasión tuvo oportunidad de bajar la mirada y ver con lo que había tropezado.
Era un montón de ladrillos. Había los suficientes, apilados a un lado de la puerta, para tapar el vano con un muro de tres filas de grosor. La luz de las piedras mágicas que portaban los guardias se reflejó en la mezcla húmeda y reciente de argamasa que se encontraba junto a los ladrillos.