CAPÍTULO DOCE

Los ejércitos humanos entraron en Gae con las primeras luces del alba.

A pesar de que la fría bruma se aclaraba ante ellos revelando muros derruidos y pavimentos inundados, la devastada ciudad ofrecía un panorama desolador; no hubo hombre o mujer en las filas que se atreviera a hablar con un tono más alto que un susurro. Los ecos de las voces resonaban demasiado en aquellas calles rezumantes de agua. Quienes conocían Gae en sus mejores tiempos y los que habían hablado de reocuparla después de desalojar a la Oscuridad, mantuvieron la boca cerrada.

Rudy caminaba penosamente entre ellos, enfermo de aprensión y miedo, lo bastante cerca de la nerviosa yegua blanca que montaba Eldor para ver la leve y desagradable sonrisa que curvaba los duros labios del rey mientras recorría con la mirada lo que había sido la ciudad más hermosa del mundo occidental.

Rudy no pudo evitar pensar cuán fácil sería ocultarse tras un conjuro de encubrimiento, buscar un lugar cómodo en los bancos rotos del apestoso cenagal del patio de palacio, y quedarse allí sentado hasta que todo hubiera pasado. Pero entonces vio a Ingold adelantarse en las filas y acercarse a hablar con una guardia delgada y desgarbada; aunque los jirones de niebla todavía flotaban sobre el inmenso patio de palacio, vio que la joven se encogía de hombros y sacudía la cabeza.

«Cobarde y desertor», lo había llamado ella en una ocasión.

No le servía de nada el argumento de que sabía que ésta era una causa perdida. Sospechaba que también Jill lo sabía.

Ingold, sí, por supuesto.

«¿Cómo demonios me las arreglo para acabar siempre asociándome con chalados?», se preguntó con desesperación, a la vez que observaba cómo se distribuían las tropas por el vasto y medio helado cenagal del patio. Los zapadores se adelantaron para ocupar las posiciones de primera línea con sus escalas de mano; directamente detrás de ellos, Eldor se colocó a la cabeza del regimiento de la guardia. Las otras fuerzas de asalto —una serpiente reluciente de tropas de Alketch— se apartaron a un lado encabezadas por Vair, que parecía un mortífero y enjoyado ídolo. Rudy reconoció a Maia y a sus penambrios entre estas filas, junto con Kara, Kta y otros doce magos, así como la mitad del escuadrón de incendio.

Ingold se sumó a las tropas al frente de la columna comandada por Eldor. Sus ojos se encontraron con los del rey durante un instante; después Eldor esbozó una mueca sarcástica, giró sobre sus talones y dio la señal de iniciar el descenso.

El horror creciente de aquella bajada fue como el preludio de una espantosa pesadilla. A través de las bodegas superiores, ahogadas bajo las enredaderas y las hiedras, a través del bosque de columnas cuyas sombras se agitaban con el movimiento de la blanca luz mágica, Rudy percibía la presencia vigilante de los Seres Oscuros. Como el cosquilleo de un aliento abrasador en la nuca, como el rumor de unos pasos en una sala que debería estar vacía, notaba el efecto de los contrahechizos para consumir la luz que había invocado. En los angostos confines de la propia Escalera, fue mil veces peor. Sentía a los Seres Oscuros como jamás los había sentido; el sondeo de aquella inteligencia monstruosa probando su capacidad mágica; el voraz mordisqueo en sus puntos débiles.

Los escalones parecían descender de manera interminable. La luz mágica suspendida sobre Rudy perfilaba los rostros de los guardias en un duro claroscuro y centelleaba en las armas del escuadrón de incendio. A lo lejos, muy por debajo de él, Rudy vio que la espada desenvainada de Ingold empezaba a relucir con una luz propia, fría y blanca.

Aunque no había señales de los Seres Oscuros, sentía la presión de sus mentes, de su poder, y la amenaza de su funesta presencia. Inspeccionó la roca desgastada de las paredes, suave como cristal en la mitad inferior merced a los millones de cuerpos atormentados que la habían pulido a su paso en el transcurso de incontables años, y rugosa, áspera y brillante por los granos de cuarzo en la parte superior, donde no se apreciaban rajas ni fisuras. No los atacarían por arriba.

¿Los estarían aguardando en la inmensa caverna donde concluían las escaleras? ¿O les dejarían paso libre hasta el laberinto de corredores para rodearlos por la espalda?

La mano que sostenía el lanzallamas estaba pegajosa de sudor y Rudy deseó haber empleado las horas de ocio entrenándose en el manejo de la espada, como había hecho Jill. A menos que cortara la retirada del ejército al incendiar el musgo prematuramente, maldita la ayuda que podía prestar hasta que no hubiesen alcanzado las profundidades de la madriguera. Se maldijo por su estupidez. Y seguían descendiendo.

Un soplo de aire le rozó las mejillas y le dio un susto de muerte. Un murmullo contenido se extendió entre las apretadas filas de soldados que lo flanqueaban. El sudor corrió por los rostros, que adquirieron un súbito tinte grisáceo bajo el penetrante resplandor mágico; se escuchó el apagado tintineo metálico de las armas al empuñarlas unas manos crispadas. Pero no hubo señal alguna de los propios Seres Oscuros.

Las paredes del túnel se ensancharon al frente. La escalera terminó de manera súbita. Desde la caverna que se abría más abajo, flotó una bocanada de aire que trajo el apestoso olor de la madriguera. Conforme la luz se adentraba en las sombras revelando un mundo que había permanecido oculto desde su fundación, Rudy escuchó los susurros aterrados que se propagaban por las filas de soldados que ocupaban la escalera a sus espaldas. Los pilares, los precipicios y las agujas colgantes de piedra brillaban húmedos por el ácido y las vetas nacaradas; las aguas negras de charcas en medio de la alfombra de reseco musgo marrón reflejaban la luz como lisas superficies de ónice. El aire pútrido parecía aplastarle el cráneo a Rudy con el peso de la malicia de invisibles observadores. Sin embargo, nada se movía en aquella inmensa oscuridad.

Los zapadores dejaron caer las escalas y en la hueca cavidad el ruido resonó como un cañonazo cuyos ecos se perdieron gradualmente entre los laberintos pétreos. Los que iban en vanguardia vacilaron mientras miraban aquel mundo extraño y horrendo. En el primer peldaño de la escala Ingold hizo un alto, con la espada empuñada reluciendo como un relámpago y los pliegues de la túnica agitados por los vientos errabundos. Entonces Eldor se adelantó y sus pasos resonaron como el toque pausado e individual de una campana. La mirada cínica y divertida que dirigió a Rudy hizo que el joven se estremeciera de miedo.

Aun así Rudy lo siguió, como lo hicieron todos los demás, tropezando en el musgo seco que cubría el suelo de la caverna. En contraste con las densas tinieblas que los rodeaban, la espada de Ingold centelleó cuando el mago señaló con ella el camino hacia los túneles que él y Rudy habían seguido en su anterior exploración de la madriguera. El hedor era insoportable, fétido y dulzón. El polvo desprendido del reseco musgo le entraba a Rudy en la nariz. En la vasta cavidad de la caverna, la luz mágica no penetraba hasta el encumbrado techo, pero proyectaba sombras siniestras de los soldados sobre los pilares retorcidos y a través de las negras simas abiertas en el suelo.

En el túnel descendente Rudy percibió la vigilancia de los Seres Oscuros con más y más fuerza, como una sonda que se abriera paso a través de su cráneo. En la caverna siguiente aún fue peor. Criaturas ciegas huyeron ante la luz lanzando alaridos que levantaron ecos por los túneles. A despecho de la fría temperatura, Rudy tenía el rostro empapado en sudor y vio que ocurría otro tanto con los guardias que se apretaban a su alrededor. Cuando resbaló con la viscosa humedad del suelo, sintió la malicia de la Oscuridad, tan aplastante como los millones de toneladas de piedra y tierra suspendidos sobre su cabeza.

Ingold se detuvo a la entrada del siguiente túnel, vacilando como si lo hubiera desconcertado algún ruido o movimiento. Al principio Rudy tuvo la impresión de que el fulgor de su espada se había incrementado, pero luego cayó en la cuenta de que lo que ocurría era que la suave luz mágica se estaba apagando.

Alwir alzó la vista hacia el techo oculto en las sombras.

—¿Podemos usar ya los lanzallamas? —preguntó.

—No, a menos que queramos arriesgarnos a cortarnos el paso a las cavernas inferiores —susurró el mago. A la luz decreciente Rudy advirtió que estaba muy pálido y que su rostro brillaba de sudor—. Desde aquí queda un recorrido de unos cinco kilómetros por los túneles.

Rudy oyó el murmullo inquieto que se alzó a su alrededor. Las espadas relucieron con el mortecino fulgor cuando la columna se colocó en formación de defensa. El joven puso toda su fuerza en el conjuro de luz, pero notó que se debilitaba, engullido por lo que sabía que era magia aunque era incapaz de comprenderla para combatirla. Conforme la luz perdía fuerza, vio que algunos musgos emitían una pálida fosforescencia. «Los famosos compuestos nitrogenados de Jill», pensó. Además se percibía un cierto olor en el aire, acre y metálico, que saturaba la atmósfera de la caverna y que antes no se había olido.

Eldor voceó una orden. La columna reanudó la marcha y, cuando había descendido otro kilómetro por el túnel, el aire pareció hacerse menos denso, aunque la luz continuó debilitándose. Bajo el fulgor de la espada de Ingold, el rostro del rey tenía una expresión dura y terrible con aquel esbozo de sonrisa curvándole los labios.

«Sabe lo que nos espera —se dijo Rudy, que temblaba por el esfuerzo de mantener la mortecina luz encendida—. Lo sabe».

Entonces los envolvió una oscuridad total, como si se hubiese hecho de noche. Los gritos se alzaron a lo largo del túnel y los ecos retumbaron en los oídos de Rudy. Tenía enfocada toda su fuerza en crear luz y aun así la oscuridad lo envolvía; escuchó el súbito zumbido que hacían los Seres Oscuros al volar por los subterráneos y sintió el golpe siseante de una espada que le pasó rozando la oreja. Se aplastó contra la pared de piedra, notando que el ácido que impregnaba el moho le quemaba la piel de las manos, y se resguardó bajo un conjuro de encubrimiento.

El viento pasó aullando junto a él, y algo caliente y húmedo le salpicó la cara. Después, en la vanguardia de la columna, surgió de nuevo el blanco brillo de la luz mágica en torno a Ingold y los guardias; el refulgente resplandor iluminó el horrendo espectáculo de túnicas y cotas desgarradas, de piel humana y desnudos huesos sanguinolentos. Sin embargo, Rudy seguía inmerso en la oscuridad. Vio las borrosas imágenes de figuras debatiéndose, espadas, rostros, y el suave deslizarse de oscuras figuras sinuosas. Intentó llamar a la luz y se encontró con que no tenía fuerzas suficientes para realizar ambos hechizos a la vez.

Se inclinó y recogió una espada que yacía entre las manos de un esqueleto desplomado a sus pies. Acto seguido, en una fracción de segundo, arremetió contra el Ser Oscuro más próximo, deshizo el conjuro de encubrimiento, y volcó todo su ser en invocar la luz que surgió como una explosión radiante en la oscuridad.

A su alrededor todo era un viento aullante, zumbidos y garras. La luz que lo envolvía aumentó de intensidad y los Seres Oscuros huyeron ante ella dejando tras de sí una carnicería de cuerpos y huesos medio hundidos en una repulsiva inmundicia. Las tinieblas se cernieron de nuevo sobre ellos y Rudy arremetió contra las formas que se le echaban encima; el negro y viscoso protoplasma le salpicó las manos. El esfuerzo para contrarrestar los hechizos de los Seres Oscuros para apagar la luz mágica lo estaba agotando, pero era todo cuanto podía hacer para defenderse. De no haber estado de espaldas contra la pared y rodeado de guardias, sabía que no habría tenido la menor oportunidad de sobrevivir.

La acerada voz de Eldor hendió como un cuchillo el ruidoso caos; la columna se movió hacia adelante luchando contra la negra oleada. Desde la oscuridad, una cola articulada y espinosa, tan gruesa como su muñeca, agarró la espada que blandía Rudy y lo alzó hacia las tinieblas que ocultaban el techo del túnel con tal fuerza y brusquedad que estuvo a punto de dislocarle el brazo. Sintió que sus pies perdían contacto con el suelo y vislumbró unas negras fauces en medio de unos tentáculos ondeantes…

Debió de gritar, pues la garganta le dolía cuando el Halcón de Hielo le tiró de los pies y cayó sobre la inmundicia que cubría el suelo. La cola semejante a un látigo se empezaba a desintegrar en torno a su brazo; el extremo cercenado palpitaba levemente allí donde la espada del Jinete lo había sesgado. Rudy estaba mareado por la impresión, asqueado por la fuerza terrible de aquella cosa que lo había alzado en el aire.

El Halcón de Hielo lo arrastró consigo en pos de la columna que había reanudado la marcha hasta que Rudy se recobró lo bastante para caminar sin ayuda.

—Procura que no te ocurra otra vez —le dijo el Jinete mientras lo soltaba—. Eres la única fuente de luz con que contamos en este sector de la columna.

Mientras hablaba el Halcón de Hielo, Rudy notó que los contrahechizos se debilitaban y la luz cobraba fuerza. Al alejarse la Oscuridad como fluctuantes ondas ilusorias, el joven vio que el musgo que tapizaba las paredes y el suelo brillaba tenuemente con la luz mágica y la pálida fosforescencia que en algunas partes, al parecer, emanaba del propio musgo. La luz creció de intensidad conforme Eldor, Ingold y la avanzadilla de la guardia descendían por la resbaladiza pendiente hasta la caverna, seguidos por la columna que semejaba una serpiente larga y tortuosa. Las tinieblas cernidas sobre sus cabezas parecían palpitar con el vibrante zumbido de los Seres Oscuros y el pestilente hedor de su ácido; sin embargo Rudy notaba que los contrahechizos se debilitaban más y más. Apresuró el paso a fin de acercarse a Ingold y al rey.

Casi lo había conseguido cuando un ruido lejano levantó ecos en la caverna, como una explosión distante amortiguada en el laberinto de túneles. El suelo tembló bajo sus pies y a su alrededor se levantó un clamor de miedo y desconcierto. Los hombres se detuvieron mirando la vasta negrura del entorno como si quisieran descubrir el origen del ruido, si bien Rudy estaba seguro de que se había producido a bastante distancia. Unos gritaron que debían regresar y otros los insultaron argumentando que su única esperanza estaba en seguir adelante. Al frente de la columna, Rudy vio el débil resplandor de la espada de Ingold cuando el mago trepó por unas piedras desprendidas para alcanzar la boca del siguiente túnel. También oyó las secas órdenes que Eldor daba a quienes lo rodeaban. Notó una creciente inquietud; algo no iba bien…

«Ese olor. Es más fuerte ahora, mucho más fuerte…», pensó. Miró a su alrededor buscando el origen, pero todo cuanto vio fue el elevado techo de la caverna, vacío; la luz mágica alcanzaba sus confines. «¿Dónde están los Seres Oscuros?», se preguntó.

El suelo tembló de nuevo mientras Rudy llegaba a la conclusión de que, fuera lo que fuera aquel olor, no le gustaba en absoluto. Hubo movimiento en el aire, pero no era el soplo errático de los Seres Oscuros, sino una especie de corriente constante; aunque, ahora que se fijaba, no se veía ninguna otra entrada a la caverna excepto aquella por la que todavía penetraban tropas, y el negro orificio donde los guardias se agrupaban en torno a sus comandantes. La confusión crecía en el suelo de la caverna y Rudy comprobó que la columna empezaba a desperdigarse. «La mayoría debe de estar todavía en el túnel anterior. El sitio ideal para una huida precipitada», pensó con sorna, mientras corría hacia los guardias agrupados junto a la boca del siguiente corredor.

Ascendió entre resbalones la rampa que conducía al túnel. Cuando llegó, jadeaba y se sentía algo mareado. Aquí al aire estaba menos enrarecido que en la caverna, merced a las débiles corrientes que ascendían por el túnel. ¿Aire enrarecido?

«Gas —pensó—. Por supuesto… Los Seres Oscuros pueden utilizar gas en un espacio cerrado». Al mirar hacia atrás vio soldados avanzando en grupos aislados, el brillo opaco de las armas, y el destello de cristal y oro entre los diez o doce miembros del escuadrón de fuego que aún se encontraban allí. Los que trepaban tras él hacia la boca del túnel parecían estar afectados también por el gas; vio que el Halcón de Hielo se tambaleaba y casi caía en una oscura sima. Evocó las frases de Jill acerca de los compuestos nitrogenados. ¿El gas que actuaba sobre el sistema nervioso no era una especie de nitri… nitro…?

¿O era un gas con otros efectos?

Al cruzar la boca del túnel casi se fue de bruces al resbalarse en el moho negruzco y baboso. A lo lejos oyó la voz de Ingold. Entonces, en la caverna, alguien lanzó un alarido.

Volvió la cabeza y vio un muro de negrura precipitarse sobre la columna. Parpadeó confuso cuando las luces que quedaban en la gruta se apagaron, preguntándose qué ocurría.

¡No había Seres Oscuros en la caverna!

Rudy lo sabía, lo sentía. La oleada masiva de negrura que se abalanzaba sobre los guerreros era una ilusión. Sin embargo, los guardias que se encontraban junto a Eldor en lo alto de la rampa prorrumpieron en gritos de alarma y terror; dos o tres retrocedieron a la seguridad de la boca del túnel. En las profundidades de la tierra, otro terremoto sacudió la madriguera y Rudy perdió el equilibrio. Cayó de bruces en un hoyo rebosante de moho pegajoso justo en el momento en que el brillo rojizo de los lanzallamas desgarraba la negrura de la caverna.

Se produjo una tremenda explosión.

La onda expansiva de calor aplastó a Rudy contra el blando musgo y pasó sobre él como un trueno mortífero. Por un instante se preguntó si no se habría quedado sordo. Después, el túnel se llenó de gritos y maldiciones; a lo lejos, a través de la distancia de la caverna súbitamente silenciosa, escuchó el lejano clamor de alaridos y el estruendo de la lucha. Pero de la inmensa serpiente de cuerpos carbonizados y retorcidos que alfombraba el musgo arrasado del suelo de la caverna, no llegaba sonido alguno, salvo el súbito y huracanado soplo de los Seres Oscuros.

En la total negrura Rudy contempló fascinado cómo la Oscuridad se desbordaba a través de las fisuras del techo de la cueva como a cámara lenta. Éstos eran reales, no las meras ilusiones que habían provocado que alguien, llevado por el pánico, disparara el lanzallamas en aquella trampa de gas. La creciente oleada de Seres Oscuros descendió en un muro de tinieblas que el joven contempló con una especie de estupor indiferente, demasiado conmocionado por la espantosa carnicería para sentir miedo o sorpresa.

Alguien lo apartó de un empellón y lo sacó del abrigo del túnel hasta donde el cuerpo de Eldor yacía acurrucado entre la relativa protección de unas rocas desprendidas. A la mágica luz azulada que flotaba sobre su cabeza, Rudy vio que era Ingold quien lo había empujado y ahora se inclinaba sobre el rey sin advertir la oleada de Oscuridad que se precipitaba sobre él como un monstruoso manto de negrura. El joven vio las manos de Ingold apretar el amasijo destrozado que era el rostro del rey y de repente la desgarrada caja torácica de Eldor se agitó al renacer el pálpito vital.

Jill y el Halcón de Hielo llegaron junto a Ingold unos instantes antes de que lo hiciera la Oscuridad. El mago no los miró ni una sola vez; toda su fuerza estaba volcada en mantener la vida unida al cuerpo abrasado de su amigo. Otros guardias se precipitaron fuera del refugio del túnel; aunque con retraso, Rudy recobró la presencia de ánimo suficiente para tratar de crear luz.

El suelo se sacudió otra vez. Melantrys recuperó el equilibrio y alzó el lanzallamas que manejaba para disparar a la Oscuridad.

—¡No lo hagas! —gritó Rudy, con una voz que no reconoció como suya. Al crear la luz se había quedado al descubierto contra los hechizos de los Seres Oscuros; los sintió absorber su energía como sanguijuelas.

—¡Regresad, estúpidos! —oyó vagamente gritar a Alwir.

El pánico había hecho presa de los que ya estaban en el túnel antes de la explosión y ahora corrían ciegamente en la oscuridad. Otras voces gritaron que los Seres Oscuros habían provocado el derrumbe del techo, por lo que el túnel estaba obstruido.

Alwir aferró a Rudy por el brazo.

—¿Hay otro camino? —Su semblante era espectral por el agotamiento y la conmoción; las joyas que llevaba, incluso para la batalla, relucían como sangre bajo la capa de mugre que cubría su armadura—. Podemos utilizar los lanzallamas para abrirnos paso hasta las cavernas inferiores.

—¡No! —gritó Rudy desesperado, para hacerse oír sobre el creciente fragor de la lucha sostenida en la boca del túnel—. ¡Si utilizamos los lanzallamas provocaremos otra explosión! ¡Los Seres Oscuros usan gas explosivo!

—¿Gas? —bramó enfurecido el canciller—. ¿Qué es eso? ¡Habla con coherencia, muchacho!

Por primera vez en su vida, Rudy deseó saber algo sobre la física aristotélica. Rara vez Jill tenía problemas para dar una respuesta sencilla y comprensible.

—Eh… Es un vapor. Un vapor ardiente. —Tuvo que gritar para sobrepasar el estruendo de gritos, maldiciones, entrechocar de armas y el vibrante zumbido de la Oscuridad—. ¡Explota en el aire…! ¡Es invisible! —Al advertir el gesto obstinado de Alwir, agregó—: ¡Por los clavos de Cristo! ¿No creerás que esa carnicería la ha causado la simple explosión de un lanzallamas, verdad?

Otro temblor de tierra sacudió el suelo con tal fuerza que casi los levantó en vilo; el ruido que produjo retumbó en el cráneo de Rudy. Una nube sofocante de polvo se desbordó por un pasaje cercano y el joven oyó el golpeteo amortiguado de un desprendimiento.

Sintió que el acoso de los contrahechizos se debilitaba y la luz se hizo más intensa en el túnel y sobre los defensores que luchaban en la entrada. Los gritos y las maldiciones se tornaron vítores; sobrepasando el alboroto se oyó la voz atronadora de Tomec Tirkenson. Los envolvía una luz blanca radiante. Los hombres arrastraron el cuerpo malherido de Eldor al interior del pasaje; Ingold todavía trabajaba en los restos destrozados de una de las manos del rey. Tras ellos, otros soldados trepaban por la pendiente y el gobernante de Gettlesand saludó a Alwir con un pringoso apretón de manos, olvidada ya su anterior enemistad.

—Tenemos que salir de aquí —jadeó—. Están haciendo volar los techos de los túneles a nuestras espaldas. Ya nos han cortado el paso en dos sitios. Si no nos movemos, nos quedaremos atrapados como cerdos en un matadero.

—¡Ingold! —llamó el canciller.

El mago levantó los ojos fatigados y sombríos.

—¿Podrías conducirnos desde aquí al centro de la madriguera?

El anciano se limpió con la manga la sangre que escurría por su barba y la tela dejó en su mejilla el rastro de una substancia viscosa y chamuscada.

—Podría, sí. Pero luego no habría vía de escape —dijo con voz queda—. El número de túneles decrece conforme se desciende. Podría encontrar una salida desde aquí, creo. Más adelante, no resultaría difícil acorralar a todo el ejército.

Alwir consideró sus palabras un momento.

—¡Y tampoco serviría de mucho, te lo aseguro! —abundó Rudy—. ¡Los Seres Oscuros pueden hacer que explote el aire!

—No seas estúpido —barbotó el canciller irritado.

—No lo es —intervino Tirkenson de pronto—. Es lo que parece que ha pasado. Los lanzallamas dispararon y dio la impresión de que todo el aire de la caverna se incendiaba. Se me han quemado las cejas y las pestañas, pero si hubiese estado un par de pasos más cerca, habría perdido la vida.

El canciller apretó los labios. Antes de que pudiese hablar, no obstante, se escuchó otra explosión; fue un estruendo retumbante al que siguió el crujido ensordecedor de rocas resquebrajadas y el temblor del suelo que levantó a Rudy en el aire y lo lanzó tambaleándose contra las tropas de Gettlesand que se encontraban en la caverna inferior. De la negrura del túnel salió una bocanada de humo y polvo húmedo; uno de los soldados lanzó un grito cuando los Seres Oscuros se precipitaron de nuevo sobre ellos.

La retirada fue una pesadilla. Mareado por la cegadora sucesión de luz y oscuridad, con el brazo que blandía la espada dolorido como si lo tuviera dislocado, Rudy se mantuvo cerca del grupo de guardias que rodeaba las angarillas improvisadas en las que transportaban al rey y los siguió mientras se abrían camino a través de aquel vendaval de zumbidos y malicia, ácido y muerte. Recordó lo que había dicho Ingold en la Fortaleza: que no tenía esperanza de derrotar a la Oscuridad, pero que entraría de nuevo en la madriguera y arriesgaría la vida con tal de salvar a cuantos fuera posible. Sólo ahora comprendía Rudy todo el significado de aquellas palabras.

Fue Ingold quien mantuvo las ardientes barreras de luz que contenían a la apremiante Oscuridad; Ingold quien, cuando en un momento se apagó el resplandor, se puso en la primera línea de defensores con su espada como una esquirla luminosa en medio de las tinieblas sofocantes. Los dejó en dos ocasiones llevándose con él a un escuadrón de hombres hacia los túneles inferiores para reunir a los grupos desperdigados de soldados que se habían separado de la columna, y Rudy tuvo la impresión de que el paso de las tropas se frenaba hasta que el mago regresaba.

En los túneles el avance era más difícil ya que en el suelo se amontonaban los cuerpos de los caídos. La batalla se había extendido pues los desprendimientos y las explosiones habían cortado la columna; en los cruces con otros túneles sinuosos y oscuros, Rudy escuchó voces amortiguadas y vio el fulgor de luces mágicas reflejadas en el indescriptible cieno del suelo y en las paredes rezumantes. En algunos sitios el camino estaba cortado por el fuego al incendiarse el musgo seco en una llamarada cegadora; en otros, Rudy encontró la evidencia de trampas de gas: cadáveres retorcidos y destrozados y armas fundidas por el calor. Una vez Ingold desapareció para volver poco después a la cabeza de una columna de soldados negros de Alketch, cuyos ojos miraban sin ver tras la costra de sangre carbonizada que les cubría el rostro.

Y la constante presencia de los Seres Oscuros, atacando los flancos de la columna cuando atravesaba espacios abiertos o precipitándose desde las fisuras del techo para ahogar la luz de los magos en los reducidos confines de los túneles. Aturdido, embotado, Rudy se preguntó por qué no se limitaba a esconderse tras un conjuro de encubrimiento. El mero esfuerzo de mantener la débil luz encendida lo agotaba y entorpecía sus reflejos de modo que apenas si era capaz de levantar la espada. Sin embargo, no cedió a la tentación.

En un momento en que los Seres Oscuros derrumbaron el techo del túnel casi sobre sus cabezas, vio a Jill caer y a otros guardias que la recogían; la sangre le manaba de la cabeza y empapaba el oscuro cabello enmarañado. En otra de las destructivas trampas de gas reconoció el cadáver de la chamán de los Jinetes, Sombra de Luna, por los huesos enredados en los restos chamuscados de las trenzas. Se preguntó cuántos otros magos habrían perecido.

El agotamiento lo cegaba y lo confundía; cómo lograba Ingold conservar el sentido de la orientación en el tenebroso laberinto de túneles, era algo que escapaba a su comprensión. Desprendimientos de tierra y simas abiertas los obligaban a retroceder una y otra vez. Treparon por unos peñascos rotos, todavía calientes por la fuerza devastadora de la explosión; cruzaron charcos de lodo humeante y aguas fétidas que inundaban el piso de los túneles; atravesaron infiernos dantescos de seres agonizantes y muertos. Los contrahechizos de los Seres Oscuros se aferraban a la mente de Rudy y casi parecía que le tiraban de las extremidades arrastrándolo hacia atrás más y más.

Después, de algún modo, se encontraron al pie de la escalera. Transportaron al rey y a los heridos; los penosos restos del ejército desfilaron junto a Rudy, tambaleantes y con los rostros grisáceos por la conmoción. Los Seres Oscuros los atacaron en la retorcida y pronunciada subida, y hombres y mujeres que se habían abierto paso hasta los límites de la madriguera y habían regresado, murieron en el camino de vuelta a la superficie y sus huesos medio licuados se enredaron en los pies de sus hasta entonces compañeros. Rudy se quedó atrás, cerca de Ingold, pues presentía que el mago se encontraba al límite de sus fuerzas. Mientras luchaban para abrirse camino paso a paso, escalón a escalón, en un batallar constante, se percató del débil resplandor de la luz mágica que rodeaba al anciano y cómo la Oscuridad la apagaba una y otra vez, y cómo los intervalos de lucha en la negrura se prolongaban más y más hasta que volvía a renacer la luz.

Rudy se encontró entre las filas de la retaguardia, un conjunto de guerreros de Gettlesand, tropas de la Iglesia y alabarderos sureños, que luchaban a ciegas en las escaleras sembradas de cadáveres. Los Seres Oscuros estaban por todas partes. La luz se había apagado por completo y su visión de mago le reveló rostros magullados y sucios, ojos embotados por la fatiga, y las hojas de las espadas golpeando casi al azar en medio de la tormenta de tinieblas y viento. En lo alto sólo se distinguía la fila esforzada de soldados que combatía mientras retrocedía por los peldaños abarrotados; abajo sólo había la negrura del hueco de la escalera, el solitario centelleo de luz blanca que era la espada de Ingold, y los lomos rezumantes de las criaturas que lo rodeaban.

Giraron en un recodo. Algo arremetió desde la oscuridad y le abrió un corte en la mejilla; oyó el zumbido de una espada desde los peldaños superiores y se agachó en el momento en que la empuñadura lo golpeaba en la cabeza. Unos fuertes brazos lo cogieron mientras se debatía, y lo arrastraron escaleras arriba por los peldaños rotos, los cuerpos, el cieno traicionero y resbaladizo, y las armas de los muertos. Se sucedieron las escaleras…, unas escaleras interminables. Los guerreros de Gettlesand que medio lo arrastraban, medio lo llevaban, aceleraron la marcha conforme el combate se debilitaba a su alrededor. Débilmente, en lo alto del negro hueco de la escalera, oyó a alguien lanzar un grito de alegría.

Después, al frente, vio a Alwir, cubierto de la suciedad de la batalla. El mortecino y distante reflejo de la luz del día brilló en las joyas de su atuendo. Rudy jadeó, debatiéndose entre la muchedumbre de hombres y mujeres que se afanaban por alcanzar la promesa de aquella luz como quien se hunde en el agua y trata de subir a la superficie para tomar aire. Todavía lo rodeaba la oscuridad, pero los Seres Oscuros retrocedían.

Entonces un remolino de viento le azotó la cara. Vislumbró la Oscuridad por detrás y por encima, desbordándose como humo por una chimenea abierta en el techo. Los guerreros que lo flanqueaban redoblaron los esfuerzos para avanzar hacia la luz; los Seres Oscuros estaban tras ellos y, después de todo lo que habían soportado, había muy pocos dispuestos a volver y arriesgarse a penetrar de nuevo en el infierno.

Rudy se volvió, luchando contra la multitud que lo arrastraba.

—¡Ingold! —gritó. Pero dudó que el mago lo hubiese oído.

Los Seres Oscuros habían cortado las filas de retaguardia. Sólo los separaban unos doce metros de escalones, pero el reducido grupo de tropas de Alketch que rodeaba al mago era apenas visible a través del hirviente torbellino de negrura. La Oscuridad los envolvía. Rudy vio al mago ponerse de espaldas contra la pared conforme los hombres, uno por uno, caían a su alrededor. La blanca llamarada de su espada centelleó en la densa negrura. Y la oleada de Seres Oscuros seguía desbordándose desde lo alto. Rudy luchó contra la avalancha que lo arrastraba en su huida; la cabeza le zumbaba y no tenía armas, pero no estaba dispuesto a abandonar al anciano solo en la lucha.

Alwir observaba desde el recodo de la escalera, impávido, con la mirada fija en el hueco donde el mago estaba atrapado contra la pared. Entonces volvió la vista a los soldados de rojo de sus propias tropas que se encontraban a su lado.

—Son demasiados. Retroceded —dijo.

Sollozando, Rudy se debatió contra el empuje de la turba. Unas manos lo agarraron por los hombros. Alguien dijo algo de que estaba fuera de sí por el golpe en la cabeza. Una férrea zarpa tiró de él. A través de una fugaz abertura entre las apretadas filas de soldados, vio la espada luminosa de Ingold como un brumoso fuego fatuo; a su resplandor divisó el rostro del mago, frío y con la firme determinación de vender cara su vida.

Rudy vio antes que Ingold el sinuoso látigo de una cola que restalló desde las sombras y se enroscó en torno a las muñecas del mago. Ingold hizo un intento desesperado por liberarse; otra cola restallante le aferró el tobillo y tiró de él, apartándolo de la pared. La reluciente espada resonó contra los peldaños al caer escaleras abajo y su brillo se apagó.

Mientras las manos que lo sujetaban lo arrastraban sin remedio hacia la superficie, Rudy no apartó la mirada de aquella escena que parecía un sueño perdiéndose en la distancia y en las tinieblas cada vez más densas. Vio a Ingold retorcerse en otro intento fútil de liberarse de aquellas cosas que lo agarraban por todas partes. Sintió el último esfuerzo desesperado del mago por crear luz, como un grito sofocado de raíz.

Un punto luminoso parpadeó fugazmente en la oscuridad y murió. En lo alto de la escalera alumbrada por la luz del día, Alwir, envuelto en su capa de terciopelo negro, miraba hacia abajo contemplando impertérrito cómo Ingold era arrastrado y desaparecía engullido por las tinieblas.