—¿Es él mismo? —preguntó Rudy.
Ingold no respondió enseguida. En la oscura bruma que ahora envolvía el valle como un mar de nubes, todos los sonidos habían cambiado; algunos llegaban apagados en tanto que otros adquirían una curiosa nitidez, de modo que el metálico tintineo del freno de una montura o el seco resoplido de un caballo sonaban más fuerte que el murmullo de la formación de tropas situada en la pradera oculta tras el velo de la niebla.
—¿Quieres decir que si la Oscuridad lo está utilizando como utilizó a Lohiro? —El mago sacudió lentamente la cabeza—. No. Ni tampoco está loco en el sentido usual de la palabra.
Rudy se estremeció. Había visto los ojos del Gran Rey en la Fiesta de Invierno y ayer otra vez, en medio de aquel terrible tumulto de obsequiosos homenajes, acusaciones silenciadas y juramentos de dudosa lealtad. De una cosa estaba seguro: el rey Eldor Endorion no estaba en su sano juicio.
«No es de extrañar», se dijo, al evocar la espeluznante y repulsiva oscuridad de la madriguera que tan a menudo revivía en sus sueños. Sintió un escalofrío al imaginar lo que sería quedar atrapado allí, sin esperanza de rescate… Muchas noches de insomnio, el sudor había empapado su almohada al pensar en aquella posibilidad. Era el mismo miedo agazapado siempre en los ojos de Ingold, el mismo que ahora se percibía en su voz apática.
—¿Ha dicho cómo logró escapar? —preguntó Rudy.
La cabeza encapuchada se volvió hacia él; en las sombras del embozo, atisbó el brillo acerado de sus ojos.
—Dice que te siguió, Rudy. Para entonces ya conocía bastante bien los recovecos de la madriguera; ha permanecido allí casi cuatro meses.
Los otros magos se empezaron a reunir a su alrededor como fantasmas silenciosos, envueltos en capas y cubiertos con capuchas para resguardarse de la desapacible humedad del amanecer. A lo lejos, en la oscura masa de árboles, Rudy creyó escuchar el crujido de cuero y cotas de malla y el chapoteo de las botas en la nieve medio licuada, conforme el ejército de Alketch descendía en formación desde las cavernas. A cierta distancia, frente a los portones de la Fortaleza, ardían antorchas como sucios manchones amarillos difuminados por la bruma.
—Dejamos allí la cuerda —prosiguió de improviso Ingold—. No entiendo cómo no se le ocurrió a ninguno de nosotros. No se encontró su cadáver. Y, por lo que sabemos, el Halcón de Hielo y su patrulla rescataron sólo a la mitad de los que la Oscuridad había apresado en la batalla final. Si piensas en ello, el hallar la espada de Eldor en la mano de un cadáver no era una evidencia fehaciente de su muerte.
—Quizá todos prefirieron creer que había muerto a pensar que… estaba donde estaba —sugirió Rudy.
La encapuchada cabeza asintió.
—Yo lo pensé. —Ingold habló despacio, articulando las palabras con dificultad, como si estuviera mortalmente cansado. Era la primera vez que Rudy veía al anciano y hablaba con él desde aquella tarde espantosa, y dudaba que Ingold hubiera descansado o dormido en todo ese tiempo.
El joven se preguntó si algún rey habría regresado a su reino para tener el poco agradable recibimiento de encontrar a su esposa sofocada y sonriente en brazos de otro hombre; de ver que su hijo tendía los brazos a ese otro hombre gritando «¡Udy, Udy!», asustado del aspecto demacrado y lobuno de su padre.
«Probablemente no —decidió—. Los libros están llenos de historias de fieles esposas que permanecen célibes durante décadas».
«¡Alde! ¿Qué demonios le habrá dicho a Alde cuando al fin se quedaron a solas?».
«Es su esposo —se dijo con desesperación—. ¿A ti qué demonios te importa?».
Pero le dolía. Y tenía miedo por ella.
No la había visto desde el momento en que se escabulló de entre sus brazos y cayó de hinojos ante su esposo. Recordaba el modo en que el negro cabello se había desparramado sobre el chaleco pintado, y el contraste del terciopelo rojo de la falda contra la nieve embarrada. Recordaba a Alwir, apareciendo de no se sabía dónde, como si se hubiera materializado en el aire, y situándose junto a su hermana mientras tendía las enguantadas manos y clamaba: «¡Mi señor, les dije que no podíais estar muerto!».
Y aquellos ojos sombríos no habían mostrado más expresión que un par de bolas de cojinetes aceradas incrustadas en una máscara de barro.
Unos jirones de niebla flotaron en torno a Rudy. Vio a los guardias bajar la escalinata para colocarse en formación. Ellos serían las fuerzas de choque de la invasión, la punta de lanza y la retaguardia de las compañías de Darwath. Vair na Chandros contaba con sus propias tropas de elite entre las compañías que estaban a su mando.
Seguía sin saberse nada de Stiarth de Alketch.
Rudy vio fugazmente el rostro de Jill, extraño y afilado bajo la cota de malla con que se protegía la cabeza. Bromeaba con Seya y con el Halcón de Hielo y sus manos reposaban relajadas en el cinturón de la espada, como si éste fuera el único mundo que conocía y la vida de soldado la única que había llevado. La retraída y desgarbada universitaria parecía haberse desvanecido con el fuego que había consumido su informe en la chimenea de la sala de magos. La inminente batalla sería la última para la joven; en ella moriría o regresaría después a California, una vez cumplido su compromiso en el cuerpo de guardias.
Pasaron otras compañías; Melantrys y el escuadrón de incendio, con las voluminosas armas de cristal y metal dorado, en las que se reflejaba el destello amarillo de las antorchas de los portones; Tomec Tirkenson, ceñudo y circunspecto, caminando junto a Maia de Penambra en dirección a las tropas de provincias que formaban junto a las de la Iglesia. En una fugaz franja de luz amarilla que hendió la oscuridad del túnel de los portones, Rudy divisó la figura descarnada de la obispo Govannin, con la capucha roja echada sobre la cabeza; a su lado, sumido en un piadoso fervor, caminaba el inquisidor Pinard.
Una voz bramó unas órdenes. El paso rítmico de tropas en marcha se escuchó repentinamente cercano. A través de la oscura bruma, Rudy los vio emerger, fila tras fila, de la masa de árboles. Se distinguían las formas voluminosas de los oficiales montados a caballo, el brillo apagado de las cotas doradas y pulidas, y el afilado destello de unos garfios metálicos. Recortados contra el acharolado telón de fondo de la bruma, Rudy atisbó las puntiagudas orejas del caballo y el afilado pincho que remataba el casco del comandante. El quejumbroso sonido de las trompas se elevó como un lamento lejano. Las columnas sureñas penetraron en el valle con el movimiento lento y sinuoso de una serpiente entumecida por el frío, para ocupar su puesto en la formación de marcha, en tanto que su comandante se detenía frente a las puertas de la Fortaleza, a escasos metros del grupo de magos.
Rudy se preguntó si habría reparado en el grupo, que permanecía inmóvil, desdibujado por la bruma; de ser así, no dio señal alguna de haberlos visto. La mirada inquieta de Rudy fue de aquel perfil negro y cincelado, enmarcado por la malla dorada, al hombre encapuchado e inmóvil que se encontraba junto al comandante. No le había pasado inadvertido que, desde la desaparición de Stiarth, Vair había pasado mucho tiempo con el inquisidor.
Pinard alzó la mano para dar la bendición. El comandante se quitó el yelmo e inclinó la cabeza.
—… que os libre de las tinieblas y ponga bajo vuestros pies a los enemigos.
«Precioso —pensó Rudy—. Hagamos una lista de prioridades y un glosario con la definición de enemigo».
Unos sirvientes uniformados de rojo trajeron otra montura al pie de la escalinata; era una yegua negra como el azabache, con cintas escarlatas trenzadas en las crines. Bajo el dorado fulgor de las antorchas, se proyectó una sombra sobre los peldaños, negra y alargada como la punta de una flecha; en las tropas se alzó un murmullo contenido, semejante al rumor lejano de un mar. Alwir se detuvo un instante en lo alto de la escalinata, con las manos enguantadas apoyadas en las caderas, mientras inspeccionaba el ejército como si todavía estuviera a su mando. Después, tras un breve cabeceo aprobatorio, descendió los peldaños y montó en la yegua.
Un suave soplo de aire removió la bruma y los oscuros velos se aclararon como cuando se echa agua a la tinta; los rostros de los magos que rodeaban a Rudy adquirieron nitidez. Se trajo otro caballo, este último blanco, enjaezado con atalajes negros; en las filas alguien vitoreó.
Entonces aparecieron otras dos sombras en lo alto de la escalinata que se recortaron contra el resplandor del pasaje iluminado. Se repitieron los vítores, a los que se sumaron una fila tras otra. El hombre alto y demacrado volvió la cabeza y la luz centelleó como plata fundida en el cabello canoso, cortado casi al rape. La esbelta mujer que caminaba a su lado vaciló y se quedó atrás. Rudy sintió que el corazón le daba un vuelco. Con la contraluz no distinguía el rostro de la mujer a quien amaba ni el del hombre a quien ella pertenecía, pero lo que ocurría entre ambos estaba implícito en la distancia que mantenían entre sí, en el formal apretón de manos de despedida, y en la forma brusca con que el rey le dio la espalda para inspeccionar el ejército formado bajo el neblinoso amanecer. Alde se mantuvo firme, con la cabeza erguida, mientras el rey descendía hasta donde lo aguardaban los comandantes; Eldor no se volvió para mirar atrás ni una sola vez.
Las trompas tocaron de nuevo, y el agudo sonido quedó extrañamente amortiguado por la niebla. Los estandartes se desplegaron: el águila dorada de Darwath, las estrellas negras de la Casa de Bes, el rojo sangre sin relieves de la Iglesia. Semejante al trueno lejano, los tambores retumbaron al otro extremo del valle. Eldor tiró de las riendas de su montura y la condujo a lo largo de la calle formada por las tropas; lo seguían sus comandantes. Al lado de Rudy, Ingold se arrebujó en el viejo manto y se puso a la cabeza de los magos; caminaba sobre la nieve apoyado en su báculo, como un pobre mendigo aterido de frío.
El ejército había empezado a moverse. Mientras se volvía para seguir a la columna de hechiceros, Rudy miró atrás, a los portones de la Fortaleza. La obispo y el inquisidor habían regresado al interior y alguien había cerrado una de las puertas. En el largo y estrecho rectángulo de luz, se erguía una figura solitaria, esbelta y orgullosa, tiritando bajo la capa negra de pieles. Rudy miró atrás varias veces y en cada una de ellas se encontró con su imagen, hasta que la distancia, la niebla y el ejército la engulleron.
El camino a Gae fue penoso. Rudy lo había explorado cuando habían marchado hacia la ciudad para examinar la madriguera, e incluso entonces lo había encontrado muy distinto de cuando la caravana de refugiados de Karst lo había recorrido en sentido contrario. La carretera original había desaparecido con las inundaciones en las tierras bajas, anegadas ahora por las aguas estancadas de ciénagas en cuyas superficies quietas y plomizas asomaban los troncos putrefactos de árboles. La marcha fue menos difícil en el tramo donde la carretera se ceñía a las faldas de las colinas cercanas a Renweth, pero conforme avanzaron hacia el norte, a través de lo que había sido el corazón verde del reino, el paisaje se tornó una desolada extensión de agua y el ejército tuvo que seguir el camino marcado por los magos sobre lo que habían sido las cumbres de altos cerros.
Los días eran grises y fríos, y por la noche unas ventiscas cegadoras bajaban aullando de las montañas y envolvían el campamento en un torbellino de punzante cellisca. El frío cortante de estas tormentas no se hacía más llevadero por saber que los propios magos eran los responsables de provocarlas con el fin de que actuaran de escudo contra la Oscuridad. En cierta ocasión, después de una de estas tormentas, se encontraron con una pequeña familia de pordioseros, vagabundos que erraban por esta tierra cruel; habían muerto de frío en una zanja expuesta a la intemperie, al pie de una colina.
—De todas formas habrían perecido con las temperaturas de este invierno tan riguroso —opinó Thoth, de pie junto a los cuerpos apiñados, recorriendo con la mirada los harapos empapados que cubrían la consumida carne azulada.
—Todo lo que vive ha de morir —replicó con suavidad Ingold—. Sin embargo, esto ha sido obra nuestra.
El hermano Wend, que estaba con ellos, se dio la vuelta para ocultar las lágrimas. Rudy guardó silencio, aturdido, incapaz de pronunciar una palabra. La mayor parte del ejército pasó junto a aquellos tristes despojos sin reparar siquiera en lo que había en la estrecha depresión de terreno.
Rudy apenas vio a Jill durante el viaje, ya que la joven permaneció entre sus compañeros. En dos ocasiones en que cruzó de noche el campamento azotado por la furia de la ventisca, creyó ver su figura huesuda paseando junto a Ingold mientras el mago hacía su acostumbrada ronda durante las noches de interminable vigilia. Pero Ingold no le habló de ello; a decir verdad, el mago apenas hablaba estos días. Durante la marcha se quedaba entre los hechiceros y Rudy pensó que era raro que no cabalgara junto a los comandantes de la expedición. Al acampar, como había hecho durante el viaje a Renweth, deambulaba entre las tiendas en medio del temporal, haciendo cuanto estaba en su mano con los conjuros de protección y defensa. Atormentado por la pesadumbre y el terror de lo que sabía que les aguardaba en Gae, Rudy pasaba largas horas en vela, sentado en uno de los cubículos de la tienda de campaña que compartía con Ingold, tocando el arpa en la oscuridad. Pero pocas veces seguía despierto cuando el anciano volvía de sus rondas.
El ejército plantó las tiendas en los campos frente a las puertas de Gae, a la sombra del monte Trad. La cruz que en el pasado remataba la cumbre se había roto, y las aguas habían arrastrado los pedazos; a pesar de ello, nadie puso su tienda en el lugar que había ocupado. Cuando el sol tiñó de rojo las nubes desgarradas del oeste, Maia de Penambra celebró un servicio de campaña, con la espada ceñida a la cintura. Las tropas, ya fueran del norte o del sur, cubrieron el suelo helado en todas direcciones al arrodillarse. Rudy, al ser un excomulgado, no asistía al oficio, pero la voz del prelado, en contra de lo que cabía esperarse de alguien que hablaba con un tono tan comedido, se oía hasta el último rincón del campamento. El joven pasó frente a Kara y a Tomec Tirkenson, otros excomulgados; la pareja estaba cogida de la mano, cerca de la última fila de los que se congregaban en torno al altar montado en una carreta. También vio en la distancia al hermano Wend que contemplaba el ritual escondido entre las tiendas, con la expresión agónica del hombre moribundo.
El sol se puso y se levantó el viento. Por muy interminables que fueran las noches invernales, no pasaría mucho tiempo antes de que amaneciese.
Rudy yacía despierto en su cubículo, víctima de un terror indefinido.
No es que dudara de la eficacia de los lanzallamas para abrirse paso por la madriguera. «Nuestra arma secreta», se recordó mientras esbozaba una mueca. Ni dudaba de la necesidad de atacar los nidos. Por lo que sabía, los Seres Oscuros seguían cogiendo prisioneros vivos para engrosar el número de sus menguados rebaños. Si no se incendiaban las madrigueras, si no se cauterizaban una tras otra, siempre existiría la posibilidad de que, en un futuro más o menos lejano, alguno de sus seres queridos —Alde, Jill o Tir cuando fuera mayor— acabaran en los espantosos subterráneos. Tampoco Eldor había hecho la menor objeción a la invasión.
Mas Rudy era mago y artista, cualidades ambas que llevaban implícita la maldición de una imaginación fecunda. La sola idea de entrar en batalla lo aterrorizaba. Luchar en los tenebrosos laberintos subterráneos, penetrar de manera voluntaria en aquel infierno de oscuridad y fuego… Imaginarlo hizo que un sudor helado le empapara el cuerpo.
Sabía que tendrían muchas bajas. Los sortilegios de los Seres Oscuros podían atenuar la luz mágica, incluso apagarla por completo. Además, casi todos los magos apenas estaban instruidos y sus poderes eran débiles. «Podríamos quedar atrapados allá abajo…».
Apartó aquella idea de su mente. «No quedaremos atrapados ni moriremos —se dijo con terquedad—. Haremos lo que Dare de Renweth nunca hizo: atacar las madrigueras de la Oscuridad y arrasar todo su ecosistema de modo que, aunque no seamos lo bastante numerosos para reocupar Gae, tampoco lo serán ellos».
A punto de expirar, Lohiro había hablado del musgo, de los rebaños y de los hielos del norte. Él ya sabía entonces lo que Jill había descubierto al unir las piezas del rompecabezas: que todo estaba relacionado estrechamente entre sí. La mente adormecida de Rudy examinó los vagos recuerdos que guardaba de las clases de biología del instituto, borrosos por los diez años transcurridos y el poco interés prestado.
«Jill tenía razón, desde luego. El musgo es el… ¿cómo demonios lo llamó? El fijador de nitrógeno de todo el ecosistema de la madriguera. Al agostarse, los compuestos nitrogenados quedan almacenados en los restos secos y putrefactos. Quema el musgo y romperás la base de la cadena alimenticia, como aquellos diagramas sobre la hierba, los antílopes, los leones…».
Rudy se hundió en el sopor.
«Resulta irónico que la base del ecosistema de la madriguera sea el medio de su destrucción. Jill dijo que todo el nido debe de estar saturado de compuestos nitrogenados».
«¿Qué demonios es un compuesto nitrogenado?».
Un momento antes de quedarse dormido, le pasó por la cabeza que tal vez la supuesta arma secreta no era tan secreta como pensaba.
La Oscuridad sabía que iban a atacar con fuego.
Después se durmió.
Una corriente de aire frío lo despertó cuando la puerta de la tienda se abrió, al otro lado de la lona de separación. El resplandor tenue de una luz azulada se coló por los resquicios. Escuchó el tintineo del equipo de batalla, el sonido metálico y los crujidos de hebillas y espuelas. Era muy entrada la noche, de eso estaba seguro, aunque no sabía cuánto faltaba para el amanecer. Le llegó la voz ronca y profunda de Eldor, y el timbre melodioso de Alwir junto con el siniestro ronroneo de Vair y el inconfundible tono rasposo y grave de Ingold. Hablaban acerca de los lanzallamas, de mapas y guías, de dónde se dividirían las compañías a fin de cubrir los dos sectores principales de la madriguera, y quiénes serían los magos que los conducirían al interior del nido. Vair dijo con dureza que prefería confiar en los mapas a confiar en las indicaciones de cualquier siervo de Satán; Ingold replicó con calma que podía hacer lo que gustara, pero, a menos que planeara prescindir también de los magos que alumbrarían el camino con tanta luz como les fuera posible invocar, tanto daba si incluía en su columna a un mago más como guía. Alwir dijo al comandante de Alketch que no fuera estúpido.
Poco después, otra bocanada de aire frío se coló entre las cortinas de la tienda y Rudy oyó las voces dando las buenas noches. El suelo helado crujió bajo las pisadas y Vair maldijo a un sirviente por dejar caer una antorcha al suelo. Se escuchó el rumor de la lona al cerrarse al otro lado de la cortina. La mágica luz azul se movió por el estrecho resquicio de la lona y el suelo.
—¿Así que estás decidido a llevar este asunto adelante? —inquirió la voz suave de Ingold.
—No empieces otra vez —gruñó Eldor.
—¿Qué es lo que pretendes? A Alwir lo mueve la esperanza de su propio engrandecimiento… a tus expensas, debería añadir; y ese tigre sin alma de Alketch busca apoderarse de lo que quede del reino. Pero tú eres el rey. No necesitas…
—Todos necesitamos algo.
Se escuchó el crujido de la silla de campaña al levantarse un peso y el quedo rumor de unos pasos impacientes sobre el suelo helado.
—Tú has estado allí abajo, Eldor. Sabes adónde conduces a esta gente y contra qué se va a enfrentar. Alwir se imagina las madrigueras como una versión de sus bodegas algo más grande, pero tú sabes que tenemos pocas esperanzas de…
—¿Crees que me engaño a mí mismo acerca del resultado? —Rudy casi podía ver al hombre más alto caminar alrededor de Ingold gracias a las sombras que se proyectaban en la cortina—. Después de dormir en el fango, de comer musgo húmedo y peces crudos, de temer por mi vida a cada momento, ¿no te parece que sé muy bien lo inútil que es? —En su voz había un timbre muy semejante a la satisfacción, un cierto placer al admitir la futilidad del intento—. Te olvidas, Ingold, de que yo recuerdo. Lo recuerdo… todo.
»He tenido cuatro largos meses para recapacitar en medio de la oscuridad de la madriguera y, tal como he oído decir que es también el caso de mi… dulce esposa, vi cosas que removieron los posos de la memoria del pasado. Dare de Renweth si condujo a un ejército dentro de la madriguera; veinte mil soldados. Los hombres de la Edad Antigua no eran ni más inteligentes ni más estúpidos que los de ahora y llegaron a la conclusión a la que todos nosotros hemos llegado: que sus imperios no durarían más de cinco años. Contaban con escuadrones de lanzallamas, ¡oh, sí!, y unas cuantas cosas más. Tenían sus magos para que les proporcionaran luz, aunque no les sirvió de mucho. Sé lo que les ocurrió abajo, en la madriguera. Lo recordé todo, allí, en medio de la oscuridad. Cuando regresé a la Fortaleza de Dare me habría echado a reír de buena gana al ver la arrogancia con que nuestro buen Alwir se pavoneaba como un gallo de corral. El ejército de Dare era tres veces más numeroso que éste. ¿Sabes cuántos sobrevivieron?
Durante un largo rato no hubo más que aquel silencio terrible y brutal. Tumbado en la oscuridad, Rudy supo que Ingold miraba fijamente el rostro del hombre que había sido su amigo y que ahora era el de un extraño, desfigurado por el odio.
Cuando el mago habló, su voz fue apenas un susurro.
—¿Por qué?
Los pasos se detuvieron y cesó el sonido metálico de las hebillas de la vaina y el roce apagado de los pliegues de la capa.
—Recordé otras cosas allá abajo, Ingold. La Oscuridad no me privó de esa memoria, aunque recé para que lo hiciera. Jamás olvidé que era el rey de Darwath. —Conforme la entonación de aquella voz dura subía y bajaba, la cadencia de los pasos largos e impacientes aumentó y los giros y movimientos de la sombra proyectada en la cortina se tornaron más impetuosos.
»Recordé que pasaba noches en vela juzgando si tal o cual noble tenía o no derecho sobre la vida y el alma de sus siervos —prosiguió Eldor con aquella voz queda y terrible—. Recordé Consejos interminables de regateos mezquinos con la Iglesia, con el imperio de Alketch, con los mercaderes, para a continuación salir a combatir contra los Jinetes en las llanuras o los piratas de Alketch en el mar Circular, sin haber dormido en varios días. ¿Y todo para qué? ¿Para acabar agazapado sobre las nalgas masticando raíces en la oscuridad, atormentado por los fantasmas de la Iglesia, Jinetes y comerciantes, desperdigados como fragmentos de un sueño demencial? ¿Y todo para qué? ¿Para qué me tomé siquiera la molestia de preocuparme y trabajar duro? Si hubiese vivido como mi padre, atiborrándome de comida, emborrachándome y disfrutando de los placeres de la vida, el resultado habría sido el mismo. ¿De qué me sirvió ser un buen rey?
—Entonces ¿qué quieres? —demandó Ingold con una súbita furia—. ¿Envolverte en el brillo de una gloria honorable para que la gente haga canciones de lo grande que fue el último rey de Darwath? ¿Morir llevándote contigo a miles de seguidores, para que de ese modo tu muerte parezca más un acto de heroísmo y menos un suicidio? ¿Optas por dejar a tu pueblo sin dirigente e indefenso, porque prefieres perecer con un ejército respaldándote, antes de rebajarte a gobernar a unos cuantos miles de aldeanos arracimados en un edificio de piedra en donde se encierran cada noche huyendo del terror de la Oscuridad?
—Sí. —El monosílabo sonó quedo, como si Eldor estuviera a escasos centímetros del mago, erguido ante él cual un árbol alcanzado por el rayo—. Sí, eso es exactamente lo que deseo.
—Eres un cobarde.
Se oyeron los secos chasquidos de dos bofetadas y el crujido de un mueble al que se agarró Ingold para recobrar el equilibrio. Luego sólo se percibió la respiración agitada del hombre más joven, que temblaba de ira.
—¿Te ha hecho eso sentirte mejor? —preguntó con calma el mago.
—Estamos perdidos, Ingold —siseó el rey—. Lo sé… En cierto modo, siempre lo he sabido. Todo cuanto queda es miedo y tinieblas. Y los que me siguen, del primero al último, lo saben también. Han vivido en el mundo anterior a la Oscuridad y la comparación es desalentadora. Morir en la batalla no es apetecible, pero tiene la ventaja de ser rápido; y sé, porque lo siento en la médula de los huesos, que ser esclavo de la Oscuridad, ya sea físicamente o por temor, es infinitamente peor. ¿Por qué me habrían seguido si no en esta estúpida aventura a menos que todos ellos, de alguna manera, no buscaran la muerte?
—Te siguen porque siempre lo han hecho, Eldor. Porque te aman.
—Peor para ellos, entonces —replicó el rey con aquella voz preñada de un odio tranquilo—. Que deserten, si lo desean. Moriré solo, si es preciso.
En el largo silencio que siguió a estas palabras, Rudy percibió la pugna de voluntades como una terrible tensión en el aire. Al otro lado de la cortina no se oían más sonidos que el de una respiración agitada y el aullido del viento. Rudy se estremeció bajo las mantas al sentir la espantosa porfía como una vibración captada por la piel. Era como si, con un esfuerzo físico, Ingold tratara de forzar al rey a que viera lo que iba a hacer con sus últimos súbditos; y lo más terrible era que Eldor lo veía con claridad y no le importaba.
Cuando el rey habló de nuevo su voz estaba más calmada, pero el veneno que contenía era más corrosivo que el ácido de los Seres Oscuros.
—Fuiste mi tutor —dijo con lentitud—. Y yo te seguí y te veneré y confié en ti, aun cuando mi padre te expulsó de la ciudad como a un criminal. Si me hubieses llamado, me habría reunido contigo renunciando a todo cuanto conocía. Así de profundo era mi amor por ti. Hiciste de mí lo que soy, Ingold; me hiciste amar la justicia y la ley y me hiciste entender el deber para con mi reino. Hiciste de mí lo que no era mi padre, y mi cariño por ti y mi odio por él modelaron hasta el último de mis actos. Hubo un tiempo en el que habría dado la vida por ti, Ingold, ¿lo sabías? Tal era la confianza que te tenía.
Sobrevino otro largo y terrible silencio, roto sólo por el gemido del viento. La dura voz habló de nuevo, punzante y afilada como un cristal roto.
—Sabías lo que había entre ellos. Lo supiste desde el principio. Él es tu discípulo.
En el silencio aún más largo que siguió, Rudy presintió que el mago era incapaz de mirar a los ojos acusadores de su interlocutor. Cuando Ingold habló por fin, sus palabras fueron un susurro apenas audible.
—Desde el principio, no. Cuando me enteré, ya no tenía remedio.
—Pero no dijiste nada.
—¿Y qué iba a decir? Creíamos que habías muerto, Eldor. Y ella estaba sola y asustada. Necesitaba afecto y en ese momento incluso la ilusión de un amor habría servido. Él fue bueno con ella. Tuve miedo por ambos, es cierto. Pero jamás le he dicho a nadie lo que debe o no debe hacer.
—¡Entonces no me lo digas ahora a mí! —gritó enfurecido Eldor—. ¡Fuiste muy diligente en ordenar a Alwir que los dejara en paz a ella y a su amante!
En la amarga pausa que siguió pudieron haberse dicho otras cosas… y, posiblemente, habrían llegado a entenderse. Pero ambos guardaron un silencio obstinado.
—Por lo que a mí respecta, pasado mañana podrá ser suya, si sobrevive a la batalla. Te veré al amanecer.
Unas pisadas se alejaron de repente; se produjo el sonido chirriante del suelo helado, el veloz y apagado susurro de una túnica, que le recordaron a Rudy lo rápido que Ingold podía moverse. Entonces la voz fría y cortante de Eldor rompió el tenso silencio.
—Suéltame.
—Por Dios bendito, Eldor…
Una seca carcajada cortó la súplica del mago.
—¡Dios! —dijo entre risas el rey—. ¡Dios! ¿Sabes, mi más querido, leal y viejo amigo, cuántas veces he clamado a Dios mientras me arrastraba por el musgo en medio de la oscuridad? ¿Cómo recé y supliqué para que alguien me liberara?
—Y, de hecho, fuiste liberado —replicó con suavidad el mago.
—¿Por quién y para qué? Por el hombre que se revolcaba con mi esposa a las dos semanas del anuncio de mi muerte. Supongo que se lo podría llamar un pago justo, si se tiene sentido del humor.
—Quizá. Pero nadie lo entendería como razón suficiente para conducir de manera deliberada a hombres y mujeres leales a una muerte segura, cuando se conoce la naturaleza del peligro al que habrán de enfrentarse.
—¿No? —Hubo un súbito desgarro en aquella voz, un timbre ligeramente más alto que casi rozaba la enajenación, y Rudy se estremeció—. Pero es que la vida es injusta, ¿o no, Ingold Inglorion?
El frío y el aullido del viento penetraron brevemente en la tienda al abandonarla el rey. Un momento después se escucharon unos pasos rápidos que se dirigían al pabellón real. Rudy permaneció despierto esperando que Ingold entrara a acostarse, asustado por lo que traería el nuevo día y asustado de aquel timbre demente en la voz de Eldor. Pero cuando lo venció el sueño, pocas horas antes del amanecer, aún no había oído señal alguna de movimiento al otro lado de la cortina de separación.