El viejo rey ha muerto.
Tendido está en su lecho,
y la nieve, con respeto, cae de hinojos…
Las voces de los niños de la Fortaleza resonaban por los corredores, jubilosas como las campanillas de un trineo. Jill, sentada junto a la chimenea de la sala común, escuchó los cantos y, a despecho de tener los nervios de punta por el agotamiento, y de su declarada antipatía por los miembros más jóvenes de la especie, sonrió. Durante los últimos dos días, los chiquillos habían deambulado por todas partes en un estado de excitación general.
Mañana era la Fiesta de Invierno.
El alegre villancico se perdió en los recovecos del laberinto de pasillos. Jill anotó algo en el rollo de pergamino que tenía a su lado. Después apoyó la cabeza en la pared de la chimenea y cerró los ojos. «Mañana, a esta hora estaré de regreso en los pabellones de la universidad de Los Ángeles —se dijo con desaliento—, explicando, o intentando explicar, cómo es que me marché sin avisar en la segunda semana de otoño y dónde he estado desde entonces».
«Mañana».
Otras voces resonaron en los pasillos. Entre ellas, la de Vair na Chandros, que, en un tono duro y cortante, demandaba:
—¿Qué quieres decir con «desaparecido»?
El timbre fluido y melodioso de Bektis respondió:
—Abandonó las cavernas antes que yo, mi señor. Tal vez se aventuró fuera del camino. Si los Seres Oscuros habían salido al anochecer, antes de caer la noche…
—Eso es ridículo —bramó el comandante de Alketch—. En primer lugar, mi señor Stiarth posee un talismán que lo protege en cierta medida de la Oscuridad al pasar inadvertido. Se jactaba de ello.
La voz del mago de la corte asumió un timbre de disculpa.
—Cierto que la Runa del Velo es un artilugio protector, pero eso no garantiza que…
—¿Jill? —Los pliegues de una túnica se movieron junto a la joven y se percibió el olor a plantas medicinales y a humo de hoguera—. ¿Estás triste?
La joven sacudió la cabeza sin alzar la mirada hacia el mago. Tras un momento de silencio, las manos firmes y suaves de Ingold se posaron en sus hombros y la atrajeron al cerco protector de sus brazos.
—Habrá un buen jaleo cuando regreses, ¿verdad? —le preguntó con suavidad—. Otra cosa por la que culparme. ¿Te creerían si dijeses que te habían raptado unos gitanos?
Jill se echó a reír a despecho de su estado de ánimo.
—Les diré que estuve explorando el interior de las Colinas Huecas —murmuró. Recostó la cabeza en el hombro del mago—. Lo que no se aparta mucho de la verdad. En una ocasión comenté que iba a preparar mi tesis con el tema de la época del oscurantismo. Y aquí está. —Señaló los rollos de pergaminos repletos de columnas de fechas y datos—. Ha sido un trabajo muy académico, ¿verdad?
—Sin duda. —Ingold la ciñó más con el brazo—. Jill…
Ella abrió los ojos y vio en aquel rostro indescriptible la lucha interna en la que se debatía, y una profunda tristeza en su mirada. El mago suspiró, como si alejara de sí un sueño imposible.
—Sé feliz —musitó.
—¿Lo serás tú?
—Lo seré sabiendo que estás a salvo —respondió él en voz baja.
La luz se incrementó en la sala conforme los otros magos fueron entrando; era un resplandor claro, sin una fuente de origen concreta, que brilló como un extraño amanecer sobre el familiar mobiliario de la estancia. Los miembros de la Asamblea de Magos empezaron a ocupar sus sitios alrededor de la mesa central. Dakis el juglar coqueteaba de una manera descarada con las jóvenes hechiceras Grey y Nila; la altiva Sombra de Luna discutía sobre astronomía con el disidente Ungolard. El alborotador grupo de los magos más jóvenes —jóvenes no sólo en edad, sino en comportamiento—, sentado a un extremo de la mesa, estaba ojo avizor a la entrada de Thoth, quien, por propia decisión, actuaba como su tutor. El hermano Wend penetró en la sala, macilento y depauperado como un hombre corroído por un cáncer. Ingold ayudó a Jill a levantarse y entonces la joven reparó en que Kta había estado en la sala todo el tiempo, dormitando en un rincón de la chimenea.
Rudy y Alde aparecieron, cogidos de la mano como dos chiquillos y sin acabar de creer su buena fortuna. Sus rostros resplandecían de felicidad, y Jill sonrió.
«Por lo menos hay dos personas que han conseguido lo que querían, aunque estén atrapados en un mundo sin esperanza».
Bektis apareció, acariciándose la barba blanca mientras rezongaba por la perturbación ocasionada por la desaparición del embajador imperial. Lo seguía Alwir, regio con su negro atavío de terciopelo; la voz elegantemente modulada del canciller dijo al mago que cerrara la boca de una maldita vez. Alwir se detuvo frente a Ingold y lo miró; en su rostro atractivo y sensual había una fea expresión de odio.
—Espero, mi señor mago, que esto no sea otro apartado de tu… renegociación de los acuerdos de la alianza. Después de todo, las fuerzas parten pasado mañana. Si te parece bien, por supuesto —agregó con sarcasmo.
—Me temo que eso es precisamente lo que vamos a discutir. —Ingold condujo a Jill a un extremo de la larga mesa y la ayudó a sentarse a la diestra de su puesto en la cabecera. La joven dejó en el tablero los rollos de pergamino, dos o tres tablillas enceradas, y una pequeña bolsa de cuero curtido, y luego se volvió hacia el canciller cuyo semblante aparecía desencajado por la ira.
—¡En verdad…!
—Quizá, mi señor, sería mejor que tomases asiento —lo interrumpió Ingold con tono afable.
Dos jóvenes magos acercaron el sillón tallado que por lo general estaba reservado para Thoth y lo colocaron en la otra cabecera de la mesa. Alwir se sentó muy tieso, con los pliegues de la capa de terciopelo extendidos a su alrededor como un manto real y una actitud recelosa que se evidenciaba en la tirantez de su fornida figura.
«Seamos justos —pensó Jill—. No han pasado más que unas cuantas horas desde que Ingold dio una patada a los puntales que sostenían sus proyectos de instalarse en una cómoda y agradable regencia respaldada por las tropas de Alketch y con el apoyo de la inquisición para mantener bajo control a gente como Rudy. Después de que hubiese arrojado a los Seres Oscuros de Gae, después de que hubiese dado a la gente la ilusión de que las cosas estaban en camino de volver a ser lo que eran, no tendría siquiera que haberse preocupado por Tir. Su prestigio lo habría instalado en el trono por aclamación popular. No es de extrañar que vea a Ingold como un malintencionado entrometido que se inmiscuye en asuntos que no son de su incumbencia».
A pesar de sus razonamientos, sintió un incómodo vacío en el estómago ante el gesto duro de los labios del canciller y el encono que ardía en sus ojos.
Ingold tomó asiento a la cabecera de la mesa e impuso silencio a la asamblea con una mirada. A Jill no dejaba de sorprenderla el dominio que aquel hombre, por lo general tan discreto y comedido, era capaz de ejercer sobre una concurrencia con sólo proponérselo.
—Corre el rumor de que habéis encontrado la clave para derrotar a la Oscuridad —interpeló Alwir con dureza—. Si eso es cierto, ¿por qué no he sido informado? ¿Y por qué dijiste que…?
—Precisamente para informarte es por lo que se ha requerido tu presencia esta noche —dijo Ingold, mientras enlazaba las manos sobre la mesa. A su espalda, colgadas en la pared sucia y desconchada, las cartas astrológicas y matemáticas de Thoth formaban una especie de tapiz medio oculto bajo los manojos de hierbas desecadas. Un enorme gato de pelaje dorado, el más grande de los que pululaban por la Asamblea de Magos, se lamía las patas junto a la chimenea con una actitud de estudiada indiferencia hacia los panecillos que Kara había puesto a cocer sobre los rescoldos.
Jill advirtió que los ojos de Alwir recorrían la estancia familiar y nada ostentosa y los rostros de los sentados a la mesa —ancianos, jóvenes, forasteros, bárbaros y vagabundos—, antes de posarse en su hermana. Las aletas de la nariz le temblaron de indignación.
—En tal caso, tienes un modo muy extraño de plantearlo. Claro que, después de lo ocurrido ayer, no debería sorprenderme nada de lo que decidas hacer. —No se molestó en disimular el timbre rencoroso de su voz—. Supongamos entonces que me pones al corriente de las novedades, puesto que eres el jefe del servicio de inteligencia militar. ¿Cómo derrotó la humanidad a la Oscuridad? ¿O acaso es éste uno de los datos que te reservas exclusivamente para ti?
Ingold suspiró.
—Con frecuencia, mi señor, cuando parece imposible hallar una respuesta, lo mejor es comprobar si nos hemos planteado la pregunta adecuada. En este caso, el interrogante no debió ser: «¿cómo derrotó la humanidad a la Oscuridad?», sino: «¿derrotó la humanidad a la Oscuridad?».
Alwir pareció erguirse en su asiento.
—¡Desde luego que sí! ¿Por qué otro motivo habrían desaparecido los Seres Oscuros?
—Otra buena pregunta, mi señor; una que nos acerca al verdadero meollo del asunto. Quizá lo más acertado sería plantearse, no por qué desaparecieron, sino por qué surgieron.
En las palabras de Alwir se advirtió la furia contenida a duras penas.
—¿Y de qué demonios nos serviría saber eso? ¡No importa por qué atacaron! Si me has llamado para decirme sólo eso…
—Eso y otras cosas —lo interrumpió con suavidad el mago—. Creo que fui el primer ser humano que vio a los Seres Oscuros emerger a la superficie a la caza de víctimas; fue el año en que el Gran Rey puso precio a mi cabeza y tuve que esconderme en los desiertos de Gettlesand actuando como brujo y astrólogo en un pueblecito agrícola. Seguí a los Seres Oscuros hasta su ciudad; no una miserable colmena en la que se refugiaran los escasos supervivientes de una derrota, sino una prolífica metrópolis de criaturas para quienes los seres humanos no eran más que rebaños de ganado salvaje.
Jill se estremeció mientras el mago exponía los hechos con su voz profunda que parecía someter a un hechizo a cuantos lo escuchaban. Sus palabras borraban la realidad del entorno y los trasladaban al silencio helado de las noches del desierto cuajadas de estrellas y a las tinieblas sofocantes del subsuelo. Incluso el rictus obstinado de Alwir se suavizó en parte mientras el anciano los conducía a través del horror que por primera vez se le reveló entonces: que la Oscuridad no habitaba en aquellas madrigueras porque se la forzara a hacerlo, sino porque era el hábitat elegido por propia voluntad.
—Viví en Gae durante cinco años —prosiguió Ingold—. Tres de ellos en palacio, como tutor del príncipe Eldor, heredero del Gran Rey. Conocía la existencia de la Escalera en los sótanos inferiores de la Prefectura; algunos decían que había varias. Se pensaba que formaba parte de la antigua ciudadela de los magos que en el pasado se alzaba sobre el lugar de asentamiento de algún templo pagano de tiempos remotos. Todo cuanto pudieron decirme los maestros de Quo, fue que existían otras Escaleras en diversas zonas del mundo, que tenían la peculiaridad de desfigurar la magia de manera que ningún hechicero que se aventurara por ellas podía entrar en contacto con sus compañeros una vez que estaba fuera del alcance de la vista, y que nadie que había descendido por ellas había regresado a la superficie. Se las consideraba una singularidad, como las zonas de terreno gris en algunas partes del mundo en las que el tiempo sufre distorsiones inexplicables o como esos puntos en las montañas donde se escuchan voces que hablan en lenguajes desconocidos para el mundo occidental. Pero nada más.
»Sin embargo, después de contemplar aquella ciudad indescriptible, sentí miedo; y en los años que siguieron, años en los que viajé, leí y me enteré de cosas, escuché por casualidad relatos que me asustaron aún más. Un jefe de los Jinetes Blancos me habló de un hombre que había desaparecido en campo abierto en una noche sin luna. En un pueblo cercano al glaciar había surgido un temor supersticioso a la noche; las gentes no salían de sus casas por ningún concepto después del anochecer, aunque no podían explicar el motivo que justificara tal comportamiento. Empecé a investigar cualquier historia que llegaba a mis oídos acerca de desapariciones misteriosas o sobre cosas extrañas que se habían visto o sentido.
—Así que conocías la existencia de la Oscuridad desde el principio —dijo Alwir con acritud.
—En efecto —replicó Ingold con suavidad—. Y se lo conté a cuantos quisieron escucharme, con el resultado de que el rey Umar me encarceló, ordenó que se me flagelara en público y me desterró del reino bajo la acusación de traición por instigar la insubordinación de su único hijo. Lo cierto es que no era necesaria ni mi intervención ni la de nadie para que el príncipe Eldor detestara a su padre; había heredado los recuerdos de la Casa de Dare. Evocaba la Edad Oscura. Para él, mis advertencias fueron como la confirmación de una aterradora profecía. Confiaba en mí —dijo con sencillez; un epitafio, pensó Jill, por el hombre que le había encomendado la vida de su hijo y lo había alejado de la batalla final—. Sin esa confianza y los preparativos que en consecuencia llevó a cabo, todos habríamos estado perdidos sin remisión.
Al otro lado de la mesa, Jill vio que Alde bajaba la cabeza y prendía la mirada en sus manos crispadas, como cogida por sorpresa por los recuerdos de aquellos últimos días.
Ingold reanudó el relato.
—Aun entonces, y hacía veinte años que circulaban las historias, me desconcertaba el hecho de que la mayoría se originaba en los alrededores de Shilgae, en el lejano norte, y unas cuantas en las tierras de Harl Kinghead, cerca de Weg. Pero, aunque me llamó la atención, no supe lo que significaba hasta hace sólo una semana, cuando hablé sobre ello con Jill-shalos. Desde entonces, esta joven ha investigado a fondo para desentrañar la incógnita de la Oscuridad. En su país es universitaria y maestra. Creo que la conclusión a la que ha llegado es la correcta, a pesar de que no ha obtenido la solución por medio de informes escritos por la mano del hombre, sino, como hace un cazador, siguiendo las huellas dejadas por la pieza que se propone abatir —concluyó, señalando con un ademán a Jill.
La joven respiró hondo y se puso de pie a la vez que miraba a su espalda en busca de una pizarra inexistente. Fue consciente del silencio reinante en la iluminada sala rectangular y de todas las miradas que convergían en su persona.
—Cualquier historiador podría deciros —comenzó, en su más depurado estilo oratorio— que el «por qué» es probablemente la pregunta más difícil de contestar; así que, por el momento, me limitaré a exponer los hechos que sabemos con certeza; cuándo y dónde surgió la Oscuridad.
»Ingold es nuestra primera fuente informativa acerca del “cuándo”, lo que nos remonta a hace veinte años, en Gettlesand. Tomec Tirkenson me dijo que siempre habían corrido historias acerca de cuevas encantadas en las colinas de Hierro, que se remontaban a “los tiempos antiguos”. Me contó que cuando era más joven ocurrió al menos un incidente extraño; el de la desaparición de un niño, una noche, en la zona colindante a aquellos cerros. La familia del chiquillo culpó de ello a los dooicos; pero, según él recuerda, hacía años que no se veían dooicos por los alrededores de las colinas de Hierro. Tres de sus guerreros, que habían explorado aquella parte del país, se lo corroboraron. Esto ocurrió cuando Tirkenson tenía veintisiete o veintiocho años, justo antes de asumir el gobierno de sus provincias. —Jill hizo una pausa para consultar sus notas—. Esto nos remonta a dieciocho años atrás, en la misma época en la que Ingold investigaba en el norte los rumores de desapariciones en los alrededores de Shilgae.
»Ahora bien: con toda la precisión que permiten las circunstancias, puedo situar estas desapariciones no sólo en un radio que abarca los alrededores de Shilgae, sino en una pauta cronológica de tres o cuatro años. Coincidentemente, esos períodos se conocen más por las malas cosechas de trigo durante tres años seguidos, por el “Gran Invierno”, por el “verano de inundaciones” en el decimoséptimo año del reinado de Umar, y por la malograda cosecha de azúcar en Kildrayne. De acuerdo con la información de Maia, desde entonces no ha crecido caña de azúcar al norte de Penambra. Maia lo sabe porque su padre pertenecía a una cooperativa que tenía campos de este cultivo, cerca de Kildrayne, y se vieron obligados a trasladarse más al sur.
»Tras un período de cuatro años, no surgieron más historias de desapariciones hasta… —de nuevo consultó las notas—… hace ahora dos inviernos. Estos sucesos no se hicieron del dominio público pues tuvieron lugar en las tierras dominadas por los Jinetes Blancos. Me he enterado de ellas recientemente, a través de Sombra de Luna.
La chamán de los Jinetes inclinó la cabeza y los colgantes de viejos huesos blanqueados que llevaba trenzados a las coletas tintinearon suavemente. Jill prosiguió con su exposición.
—El pasado invierno se produjo una conmoción entre los dooicos de las Estepas del Norte, entre quienes corrían rumores de «Espíritus de la Noche» que devoraban a los que se quedaban rezagados. Kta afirma que varios grupos de dooicos abandonaron sus asentamientos tradicionales, cercanos a las colinas. Al mismo tiempo, varias partidas de Jinetes comenzaron a alejarse de sus ancestrales terrenos de caza. De acuerdo con los informes de algunos guerreros de Gettlesand con los que he hablado, tuvieron muchos problemas con ellos aquel invierno. Las desapariciones de hombres que conducían de noche reatas de ganado se imputaron a los Jinetes… y, tal vez, fueran ellos.
»Sin embargo, parece existir una pauta común en las desapariciones. Primero en las estepas y zonas altas del desierto, en el lejano norte; después, extendiéndose de manera gradual hacia el sur, por tierras más densamente pobladas.
Alwir levantó la cabeza con brusquedad y el reflejo del fuego centelleó en sus ojos como estrellas en el núcleo de un zafiro.
—Lo más curioso de todo —continuó Jill— es lo que parece ser un patrón de abandono de las madrigueras, que sigue el mismo curso de la pauta anterior. De acuerdo con los Jinetes que permanecen en las llanuras, las guaridas de las Estepas del Norte fueron abandonadas a principios de este otoño; Ingold y Rudy vieron este nido, situado a sólo unas cuantas jornadas de la carretera del Oeste. Antes de morir, Lohiro de Quo les dijo que los Seres Oscuros de las estepas habían dejado sus guaridas para sumarse al asalto de Gae y también, presumo, a la destrucción de ciudades más al sur, como Dele y las poblaciones ribereñas del río Llano: Ippit, Skrooch, Ploduck y otras. Al mismo tiempo, Quo fue devastada con el ataque inesperado de una madriguera situada a gran profundidad bajo los cimientos de la ciudad. Con ello, la Oscuridad destruyó toda la resistencia organizada del reino al arrasar los enclaves donde se guardaba gran cantidad de información a la que se habría recurrido, y nos empujó a la situación actual: fugitivos bajo el azote del peor invierno que recuerda la humanidad.
Corrieron comentarios entre los reunidos, y aquellos que se consideraban estudiosos —aproximadamente media docena— intercambiaron miradas desconcertadas, pues aquel galimatías de referencias a rumores tenía muy poco en común con las crónicas precisas que estaban acostumbrados a estudiar. Sólo Thoth, el antiguo cronista de Quo, guardó silencio; sus fríos ojos ambarinos brillaban de interés ante los métodos de Jill y la abundante información recabada.
Alwir apoyó los codos en los brazos tallados del sillón de ébano y enlazó los dedos.
—¿Así que piensas que los Seres Oscuros han abandonado las guaridas septentrionales de manera definitiva?
—Al menos, para una larga temporada.
—¿Por qué?
—Los Jinetes Blancos que capturaron a Ingold y a Rudy en las llanuras, pensaban que los Seres Oscuros habían sido ahuyentados, o destruidos, por un espíritu más fuerte que ellos —dijo tras una corta reflexión—. Pero, cuando Ingold y Rudy descendieron al nido, no hallaron nada, salvo los cadáveres de sus rebaños semihumanos. Por su aspecto, parecía como si a todos les hubiese sobrevenido la muerte al mismo tiempo. No obstante, creo que ese… espíritu moraba con ellos desde que ocuparon la guarida. Y ese espíritu se llama frío.
—¿Frío? —gritó el canciller—. Déjate de bromas, muchacha. La Oscuridad ha atacado en noches tan gélidas que un hombre no habría sobrevivido en campo abierto.
—La Oscuridad soporta el frío —aceptó Jill—. Quizá no sea de su agrado, aunque no hay modo de probarlo. —Enrolló el pergamino y lo dejó sobre la mesa—. Pero estoy convencida de que sus rebaños no lo resisten.
—¿Sus «rebaños»? —repitió con incredulidad Alwir—. ¡Por los hielos del norte! ¿Qué tienen que ver esas criaturas con este asunto?
—Todo. Están relacionadas directamente. Ellas y el musgo del que se alimentan.
Rudy alzó la cabeza con brusquedad, como si las palabras de la joven hubiesen actuado como un detonante que activara su memoria y su comprensión. Jill advirtió el interrogante mudo que dirigía a Ingold y el silencio del mago que sólo era el eco de la respuesta que Rudy ya conocía.
Jill se proponía acometer un tema que, incluso en su propio mundo, resultaba un terreno muy resbaladizo y, en consecuencia, eligió con cuidado las palabras para no dar un paso en falso.
—En mi opinión, los antepasados del ser humano, los de esas criaturas y los de los dooicos vagaban juntos por esta parte del mundo hace eones, edades incalculables. La similitud de sus estructuras corporales indica que compartían un mismo estilo de vida, unos mismos campos alimenticios…
—Y unos abuelos comunes —agregó Rudy en inglés.
—No ampliemos el alcance de esta investigación más de lo estrictamente necesario —replicó Jill en el mismo idioma. A continuación, retomó la lengua wathe y prosiguió—: Creo que las tres especies servían de presa a los Seres Oscuros.
»Ahora bien; por aquel entonces, hace cientos de miles de años, los Seres Oscuros vivían en la superficie. Si se escalan los riscos del valle Oscuro, a treinta kilómetros al norte de aquí, con la luz adecuada se advierten las señales de muros enterrados, el trazado de una ciudad desaparecida hace tanto tiempo que ni siquiera quedan sus ruinas ni existen crónicas que hagan mención a que las hubiese en aquel lugar. La Oscuridad tendía a construir sus asentamientos en zonas relativamente estables y accesibles. Tú mismo, mi señor, has comentado que evitan los terrenos geológicamente inestables. El valle Oscuro es uno de los pocos asentamientos que no han vuelto a habitar en un largo intervalo de milenios. Desde luego, es imposible subir lo bastante alto sobre las madrigueras de las estepas para ver si esta misma pauta se repite o no en los terrenos colindantes.
»Pienso que fue durante esa época cuando se manifestaron por primera vez los poderes mágicos en algunos miembros de la raza humana. Era cuestión de supervivencia. El poder más sencillo de los magos, el más común incluso entre los del grado más bajo, es llamar al fuego. Lo siguen la creación de luz, las ilusiones, el dominio de vientos y tormentas, la acrecentada agudeza sensorial y la facultad de ver en la oscuridad.
—Todo esto está muy bien —dijo Alwir con un timbre receloso—. Pero si los hechos son como los presentas, cosa de la que no estoy convencido, ¿por qué los Seres Oscuros abandonaron la superficie? ¿Por qué se retiraron al subsuelo?
Jill buscó entre sus cosas hasta dar con la pequeña bolsa de cuero y sacó del interior una roca gris de forma irregular y del tamaño de una bola de ping-pong. Se acercó a la cabecera opuesta de la mesa y se la tendió al canciller.
Él examinó la piedra en silencio, girándola entre sus manos enguantadas.
—¿Qué es esto? —preguntó sin mirar a la joven.
Ella la cogió y se la entregó a Thoth. El mago serpiente la examinó con interés bajo la luz mágica. Luego la levantó sosteniéndola entre el índice y el pulgar.
—¿Dónde has conseguido esto, pequeña?
—¿Sabes lo que es?
—Con exactitud, no —contestó el cronista—. Pero he visto otras semejantes con anterioridad. Se encuentran en muchos sitios, por lo general, varias juntas; había una caja con estas piedras en la biblioteca de Quo. La mayoría se encontraron en el lecho de un arroyo, en las montañas que circundan la ciudad; pero había otras de Dele, y una muy curiosa, con impresiones de extraños insectos desconocidos, que mi señor Ingold nos trajo de las montañas de la Barrera, lindantes con los glaciares del desierto de Hielo.
—Esta procede del valle Oscuro —respondió Jill—. En mi mundo se llaman fósiles. Dime, Thoth, ¿conoces la planta cuyas hojas están impresas en esta piedra?
El cronista estudió de nuevo la roca y se la pasó a Ingold, quien negó con la cabeza.
—Es similar a los helechos que crecen en los pantanos de Alketch —dijo Ingold—, pero de un tamaño mucho mayor. Si en algún lugar existe esta clase de planta, yo no la he visto.
—Pero es una planta de climas cálidos; un helecho de los trópicos, ¿no? —argumentó Jill.
—Indudablemente.
Jill extendió la mano para que le entregara la piedra y regresó a su sitio.
—Hace mucho tiempo, esta especie vegetal crecía en el valle Oscuro. Creo que en tiempos remotos el clima de este mundo era mucho más cálido de lo que es ahora; lo bastante cálido para que pantanos tropicales cubrieran la mayor parte del mundo occidental. Mas las cosas cambiaron y de forma gradual el ambiente se enfrió. Quizás el sol irradiara menos luz o, por cualquier razón, el manto de nubes se espesó año tras año, interceptando el paso de los rayos solares. El hielo del norte se expandió y el clima se fue haciendo más crudo.
»Los Seres Oscuros se desplazan con las corrientes de aire; no dominan los elementos y están a merced de las tormentas. Su retirada al subsuelo ocurrió de manera gradual; los pavimentos de losas inmensas y las Escaleras fueron una fase de transición en la que ellos habitaban bajo tierra y permitían que sus rebaños vagaran por la superficie. La Oscuridad no cazaba mucho en el exterior. Más bien atraía a sus rebaños mediante la invocación de conjuros… semejantes, supongo, al hechizo que utilizaron contigo en las bodegas de Gae, Ingold.
—Sí —dijo el mago en un susurro mientras se miraba las manos—. Era una especie de… canto; no se me ocurre otra palabra mejor para definirlo. —No añadió nada más, pero Jill vio que se le tensaban los músculos de las mandíbulas al recordarlo.
—Con el tiempo, la Oscuridad llamó a sus rebaños para que descendieran al subsuelo y abandonaron por completo la superficie. Para entonces ya habían habitado bajo tierra durante un largo período. Sospecho que las tribus humanas más inteligentes y combativas asediaban a las criaturas de sus rebaños, compitiendo por espacio y alimentos. En cualquier caso, hace mucho tiempo, antes de que el ser humano se instalara por vez primera en aldeas, el último rebaño había desaparecido y el recuerdo de la Oscuridad se desvaneció de la tierra. Todo cuanto quedó fueron las Escaleras y ese halo indescriptible de poder que las rodea.
Jill hizo una pausa y rebuscó entre las notas, con el pelo caído para ocultar el rostro. Los magos habían enmudecido por completo; el silencio era tan palpable como un pesado manto. Los ojos de Alwir ardían con el brillo funesto de una estrella atormentada por las convulsiones generadas en el interior violento del núcleo.
—Y ahora, me referiré a ese halo de poder —dijo la joven, en voz baja—. Mi primera conjetura acerca del halo (la «fortuna» que rodea a las madrigueras) fue que se trataba de una manifestación deliberada por parte de los Seres Oscuros a fin de atraer a los humanos para que instalaran sus asentamientos en las inmediaciones de los nidos y, de ese modo, asegurarse una reserva de alimento en caso de emergencia. Sea como fuere, existe una evidencia irrebatible: las madrigueras se han considerado siempre lugares fascinantes, a veces aterradores, pero en otros momentos «afortunados» o «mágicos». Las crónicas definen algunas madrigueras con el término gaenguo: lugares mágicos. Las escrituras contienen referencias al Culto Antiguo y mencionan sacrificios humanos, si bien no citan de manera específica las Escaleras. Pero la palabra «sacrificio» en sí, clarneach, tiene su origen en el término del antiguo wathe «ecl’r naieg», cuya traducción literal es «mandar abajo». Tras el nacimiento de la Fe Verdadera, muchos de los antiguos lugares sagrados del culto relegado fueron ocupados por la nueva religión. Al parecer, las mayores ciudades de la Edad Antigua se construyeron sobre las madrigueras de la Oscuridad, o junto a ellas. Después de la Edad Oscura, las ciudadelas de los magos se erigieron a menudo en esos lugares, de nuevo por el halo que afectaba los poderes de los hechiceros magnificándolos, en particular aquellos conectados con las artes curativas.
»Esto me indujo a creer que el poder de la Oscuridad, especialmente en aquellos primeros tiempos, se ejercía de manera positiva en favor de sus rebaños. No obstante, nunca desapareció la sensación de amenaza y terror asociada con las guaridas; de ahí la tendencia a ocultar o enterrar las Escaleras, que tan desastrosas consecuencias tuvo para Quo. Pero el entorno general de los nidos disfrutaba de una especie de “brillo”, producto del poder de la propia Oscuridad.
—Todo esto es muy interesante —murmuró Alwir. Su figura corpulenta se removió en el sillón tallado—. Tal vez hasta sea cierto. Pero no alcanzo a comprender qué relación guarda esta exposición teórica sobre la historia de los Seres Oscuros y sus rebaños con el problema actual. Conocer el pasado está muy bien, Jill-shalos, pero es el presente al que hemos de enfrentarnos.
—Mi señor es una persona muy ocupada —abundó Bektis con arrogancia—. No creo que esto…
—Nos designaste como una fuerza de información militar, mi señor —intervino Ingold con calma—. Hemos preparado un informe de lo que hemos averiguado y debes al menos escuchar las conclusiones a las que hemos llegado.
—Mi señor no necesita una fuerza de inteligencia militar…
—Cállate, Bektis. —Alwir se inclinó hacia adelante. Los ópalos que adornaban el negro terciopelo de su casaca reflejaron la luz como carbones encendidos—. Prosigue, Jill-shalos. ¿Estoy acertado al suponer que esos…, esos rebaños de repulsivas criaturas que sirven de alimento a los Seres Oscuros se alimentan a su vez del musgo que, según comprobó tu amigo Rudy, es tan inflamable?
—Así es. Lo vienen haciendo desde tiempos inmemoriales, hasta el punto de que dudo que con cualquier otra fuente de alimento se desarrollaran y prosperaran como especie. Un gato puede sobrevivir durante un tiempo sólo a base de cereales, pero a no mucho tardar se debilitaría y moriría. Según he oído, existen unos osos en el lejano sur que no comen otra cosa que las hojas de un árbol en particular y que, si el árbol muere, también ellos perecen.
»Lo que es más —prosiguió—. Todos sabemos que en Alketch no crecen buenas manzanas, ni melones sabrosos en Shilgae, y que la mitad del reino sufrirá hambre si un invierno es húmedo o hace frío en verano. Si el propio frío no mata una planta, enfermará por parásitos (algunos tan pequeños que no son visibles) que sólo proliferan cuando la temperatura desciende a un punto determinado.
Jill hizo una pausa para recoger otro rollo de pergamino con anotaciones. En la sala reinaba un silencio total. Incluso la madre de Kara había dejado de comentar y rezongar en voz baja. «Lo que no es poco», pensó Jill.
—Voy a remontarme de nuevo al pasado para hablar del tiempo —anunció la joven.
Alwir soltó una risa corta y desabrida.
—¿Del tiempo? Esto es el colmo…
Jill frunció el entrecejo, sintiéndose profundamente ofendida.
—Del tiempo, sí. Es en lo que he trabajado a lo largo de la última semana recopilando datos concordantes en los escritos de la Iglesia y en los libros que Ingold rescató de la biblioteca de Quo, acerca de los inviernos buenos y malos; también he reunido toda la información posible sobre los hielos del norte.
—Esto es lo más absurdo que he oído… —comenzó el canciller con indignación.
—No lo es —lo atajó Jill—. Créeme, está muy relacionado con la Oscuridad.
»Supongo que todos sabéis que los glaciares septentrionales se expanden, presumiblemente muy despacio. Todo el mundo utiliza la expresión “tan seguro como los hielos del norte” para dar a entender que algo es inevitable. Pero, de acuerdo con Ingold, el glaciar avanza hacia el sur a un promedio de varios palmos al año. Kta y Sombra de Luna aseguran que algunos inviernos superan ese promedio.
»En los mapas antiguos del reino se sitúa una cadena montañosa, la Barrera, a cuarenta o cincuenta kilómetros al sur del glaciar. Pues bien; en la actualidad esa cordillera está cubierta casi por completo. Las leyendas de los Jinetes cuentan cómo en el pasado los hielos se retiraron para dejar libres las estepas septentrionales, donde fundaron su primer asentamiento. Si repasamos hacia atrás la lista de generaciones facilitada por Sombra de Luna, podemos situar ese acontecimiento en un espacio comprendido entre mil quinientos y dos mil años atrás; más o menos, en la misma época en la que se empezaron a redactar y conservar crónicas de la Fortaleza, después de la desaparición total de la Oscuridad.
»El motivo de que no existan crónicas de la Fortaleza anteriores a esa época, es porque la cultura descendió a unos niveles tan bajos que se guardaron muy pocos escritos, pues tanto éstos como cualquier otra materia combustible que no sirviera para mobiliario, acabó siendo pasto de las llamas. Ello nos permite datar el final del período en que se quemaron crónicas, al menos de un modo aproximado; y eso nos remonta a los años en que los glaciares retrocedieron de las tierras del norte por última vez.
»Sin embargo, el clima de la Edad Antigua no era frío. En los archivos de cristal se ve que las temperaturas eran muy cálidas y que en los alrededores de Gae crecían helechos y había lagunas tropicales. La gente vestía ropas ligeras; había pájaros de un plumaje multicolor que ahora sólo se ven en las junglas de Alketch. Los recuerdos de Minalde —esa memoria transmitida a los descendientes del linaje de Dare— son evocaciones de frío y tormentas de nieve que enterraban el paso de Sarda… ¡a trescientos kilómetros al sur de la tropical Gae! El cambio climático fue tan brusco que algunos refugiados que se cobijaron en las cavernas de los riscos situados al norte del valle, todavía llevaban sandalias; un calzado apropiado para un clima cálido. Y creo que ahora está ocurriendo lo mismo.
»Veréis, el mundo del que procedo es mucho más cálido que éste. Por consiguiente, cuando todos comentaban que éste era el peor invierno que se recordaba, no sabía hasta qué punto había empeorado. Sin embargo, a través de ciertas cosas que he leído, descripciones de la vida diaria de hace doscientos años, comprendí que vuestro mundo era probablemente más cálido que el mío. Las novelas que Alde trajo de Karst describen, con mucha exactitud según me dijo Thoth, las ropas de entonces, ropas que sería imposible vestir ahora, pues eran de seda y muselina. En las novelas, la gente se pasa la mayor parte del tiempo intentando refrescarse. Incluso personas como Ingold y Govannin, que conocieron Gae hace treinta o cuarenta años, dicen lo mismo. Gae goza en la actualidad de un clima bastante agradable, pero Karst era originalmente un lugar de veraneo para escapar del calor estival. Me han dicho que Gae sufría un gran problema por las plagas de mosquitos; Alde, Janus y los guardias que llegaron a la ciudad en los últimos ocho o diez años, afirman que no es peor que en cualquier otra parte. Este año se han avistado mamuts en los valles fluviales, donde no se los había visto desde hacía setecientos años. Cuando Rudy e Ingold cruzaron el desierto tuvieron que cobijarse bajo tierra al sorprenderlos una tormenta de hielo; y se encontraban a menos de cien kilómetros de la carretera de las llanuras, trescientos kilómetros más al sur del área donde se desataban hasta ahora estas tormentas. ¿No es así, Thoth?
—En efecto.
—Este invierno, el paso de Sarda lleva cerrado semanas —prosiguió Jill—. De acuerdo con las crónicas de Gae y Renweth, no hay referencia alguna a que el paso estuviera cerrado más de un par de días, y eso en pleno invierno. Pero en las ocasiones en que se cerró, dos de ellas sucedieron durante la primera centuria de los anales y otras cuatro han sido en los últimos veinte años. La primera fue el mismo año en que Ingold vio a los Seres Oscuros cazando en la superficie, en los desiertos de Gettlesand.
—En Penambra nevó ese año —dijo de improviso Blid, el adivino—. Nunca había nevado, pero después se repitió otras dos veces. Recuerdo que me quedé de pie en mitad del patio de nuestra casa, en tanto que los demás corrían de un lado a otro, cuchicheaban y cogían copos. Los esclavos dooicos estaban aterrados. No sabían lo que era.
—O quizá sí —murmuró Ingold—. Y por eso estaban despavoridos.
Sobrevino un silencio en el que los dos se sumieron en el recuerdo de aquellos años perdidos: un niño parado en el embarrado patio de su casa en aquella ciudad de palmas y flores, cogiendo copos de nieve con expresión maravillada; un curandero fugitivo tumbado en la oscuridad de una cueva del desierto, contemplando cómo un Ser Oscuro se precipitaba sobre un viejo macho dooico que se arrastraba en busca de refugio una noche extremadamente fría. «Ése fue el invierno antes de que cumpliera los cinco años, cuando empecé a tener visiones mágicas», pensó Rudy.
—Hubo una epidemia en Ippit entonces —dijo de repente Kara—. No era más que una niña, pero madre ha dicho siempre que la causa fue el frío.
—Nosotros advertimos un incremento en las enfermedades y escasez de alimentos —dijo Ungolard. Los pendientes centellearon al levantar la cabeza—. Estaba en la Escuela de Astrólogos de Khirsrit. Allí se anotaron estas cosas pero, como has dicho, mi encantadora joven, no el significado que guardaban.
—Mi abuelo desapareció aquel año —susurró Ilae, que acariciaba a un gato—. Mi tío dice que salió a buscar unos cerdos al anochecer y que no regresó.
—Creo que nos encontramos ante un ciclo climático —intervino Jill—. Una… alternación de períodos cálidos y fríos. No es preciso que los glaciares se desplacen muy al sur para que el clima cambie. Cuando lo hacen, sea por la razón que sea, cuando las temperaturas descienden y permanecen así demasiado tiempo, el musgo de las madrigueras de la Oscuridad se agosta. Los rebaños empiezan a morir. Y es entonces cuando los Seres Oscuros comienzan a cazar en la superficie de la tierra.
La joven recogió los pergaminos con las anotaciones, los enrolló y los dejó sobre la mesa.
—Hubo un corto período de temperaturas bajas hace veinte años, aunque creo que el clima se ha ido enfriando de manera gradual durante la última centuria. Esa corta alteración afectó solamente a las madrigueras más expuestas a los rigores del tiempo: en Gettlesand, en las estepas y en el lejano norte. El cambio en el que nos encontramos ahora, uno mucho más profundo, ha afectado a todos los nidos septentrionales: Gae, Quo, Dele y Penambra. Sólo es cuestión de tiempo el que los rebaños de las madrigueras del sur empiecen también a morir.
»Y ésta es la conclusión. —Jill se encogió de hombros y recorrió con la mirada los rostros de los magos reunidos a la mesa—. La respuesta, es que no hay respuesta. No hemos encontrado indicio alguno que pruebe que Dare de Renweth luchara contra la Oscuridad. El período de glaciación duró entonces ochocientos años. Y el actual puede durar fácilmente otro tanto. Los Seres Oscuros se marcharán cuando la temperatura suba y sus rebaños sean de nuevo fuertes y numerosos. No antes.
—¡Eso es mentira! —la interrumpió la voz de Alwir, violenta y restallante como un látigo. El canciller se puso de pie, con el rostro ensombrecido por la cólera—. ¡Todo ese planteamiento de un mundo que se enfría y se calienta es una solemne tontería! ¡Una sarta de necedades y un acto de traición contra los aliados del reino! El universo es el universo; la tierra es la tierra. Es algo estable, inmutable. El sol se mueve en la misma órbita y la tierra lo acompaña en su recorrido. ¡Toda esa palabrería de…, de enfriarse el sol, o de pantanos cubriendo el mundo occidental es… imposible!
—No lo es —replicó Jill con imprudencia—. Sólo porque algo esté creado no significa que sea inmutable. Fíjate en el cuerpo del hombre. Crece y envejece, le sale barba en la edad adecuada o se le cae el pelo, engorda o enflaquece.
—¡No emplees esos trucos de universitaria conmigo, muchacha! —rugió el canciller, irguiéndose como un oso enfurecido—. Todas esas estupideces de modas en vestidos y rocas con dibujos de plantas y dónde y cuándo nevó… ¡Puaj! ¿Qué prueba tienes de que todo eso tenga algo que ver con la primera aparición de la Oscuridad?
—Los recuerdos de Alde… —comenzó Jill, pero al punto enmudeció. Sintió que el rostro le enrojecía al caer en la cuenta de que, al menos, había una fuente de información que no podía revelar. Particularmente en estos momentos, cuando Alde había desafiado a su hermano hasta el punto de anunciar sus intenciones de ejercer un cierto poder en la Fortaleza—. Los archivos de cristal… —empezó de nuevo.
—¡No me los menciones a menos que puedas hacerme sentir el aire de aquellos tiempos! —se mofó Alwir—. ¡Las mujeres son capaces de pasear desnudas por las calles bajo una nevada si es lo que dicta la moda! Y en lo referente a tus recuerdos, hermana mía… —Su mirada flagelante cayó sobre la muchacha sentada frente a Jill, con la cabeza agachada—. Sabes tan bien como yo que sólo los hombres heredan la memoria de la Casa de Dare. Serías una excepción de la regla muy oportuna. —Volviéndose hacia Ingold, que se había levantado para situarse al lado de Jill, prosiguió—: ¡Y qué conveniente para ratificar tu idea y llegar donde quieres!
»Es decir, que he de renunciar a la reconquista del mundo y a una alianza que reavivaría nuestra civilización. No porque tú y tu seductor discípulo planeéis haceros con el poder del reino. No porque tu cabeza esté puesta a precio en el imperio desde que huiste de allí como un esclavo evadido. No porque mi hermana desprecie un matrimonio con un verdadero hombre o porque nuestros aliados no tolerarían ver a gentes de tu calaña encumbrados en el poder. Por ninguna de estas razones, no, ¡sino porque tu otra amiga universitaria pronostica que los Seres Oscuros destruirán Alketch, merced a unas peregrinas teorías basadas en atuendos femeninos!
Dio la vuelta a la mesa y arrancó de las manos de Jill el rollo de pergamino. Tras rasgarlo por la mitad, arrojó los pedazos a la lumbre.
—Ahí tienes lo que pienso de tu teoría. ¿Dónde están los registros de cristal de donde has sacado lo que llamas hechos?
Jill, ardiendo en cólera, dio un paso hacia él. Estaba tan furiosa que no sentía miedo; habría matado con gusto al canciller por destruir el informe con una desconsideración total hacia su trabajo erudito. No obstante, una mano fuerte la retuvo por el brazo y fue la voz rasposa y sosegada de Ingold la que respondió.
—Están bajo la custodia de la Iglesia, Alwir —anunció con calma—. Se los entregué a la obispo Govannin.
—¿Que hiciste qué?
—Temía que les ocurriera algún percance —contestó el mago, sin amedrentarse ante el semblante congestionado del canciller—. Mi señora Govannin guarda con gran celo su biblioteca.
Al recordar las agrias disputas sostenidas entre la prelado y el canciller a lo largo del viaje al valle de Renweth, Jill llegó a la conclusión de que la agudeza de Ingold rozaba a veces lo sublime. En cuanto a Alwir, se quedó unos segundos sin saber qué decir. Casi se palpaba la ardiente cólera que lo consumía envolviéndolo como una nube ponzoñosa.
Todos los reunidos estaban inmóviles, como paralizados por la conmoción. En el tenso silencio sólo se oía la pesada respiración del canciller, semejante al agitado resuello de un hombre que ha corrido un largo trecho.
—Muy bien —dijo por fin—. Me lo advirtieron y quizá lo tenga merecido por pedir tu colaboración y la de esta chusma a la que llamas fuerza de información militar… —El movimiento de su mano abarcó a todos los estupefactos magos sentados a la mesa—. El haberos alimentado con las raciones de mi casa me hacía esperar algo mejor que esta traición; pero parece que en un trato contigo, Ingold Inglorion, uno debe prepararse para lo más inesperado.
»En cuanto al resto de vosotros —añadió, mirando a su alrededor—, seguís siendo mis siervos. Y como tales, espero que cumpláis al pie de la letra con vuestra misión en la invasión de la madriguera. Después podréis quedaros o marcharos, como gustéis. Pero os advierto una cosa: si llega a mis oídos que lo hablado aquí esta noche se hace público, o se hace la menor mención de esta…, esta ridícula traición de que la Oscuridad atacará Alketch, ya sea con nuestros aliados o cualquier otra persona de la Fortaleza, os pondré a todos en las manos del inquisidor. Y creedme si os digo que entonces desearéis no haber nacido.
Sus ojos recorrieron con lentitud los rostros de los asistentes, ensombrecidos por una expresión amenazadora que silenció incluso a la madre de Kara. Después se volvió hacia Ingold.
—En cuanto a ti y a esta engreída muchacha… —Enmudeció de repente, como si las palabras se le hubieran quedado atascadas en la garganta.
Jill notó la reacción de Ingold como una súbita bocanada de calor, bien que en apariencia no hubo cambio alguno en el anciano. Pero el poder que irradiaba del archimago era cual un vórtice de fuerza, una cólera tan ardiente como el núcleo expuesto de una energía terrible. La joven vio que Alwir retrocedía un paso al percibirlo, con el semblante amarillento por la conmoción.
—Mi señor Alwir —dijo aquella voz suave y rasposa—, ninguno de los que están bajo mi protección son siervos tuyos, ni harás nada contra ellos ni contra esta joven.
El canciller se humedeció los labios, pero su garganta parecía incapaz de articular ningún sonido. Un sudor frío, producto del terror, le perló la frente. Hasta ahora, al igual que Jill, sabía que Ingold era el archimago de occidente sin entender en realidad lo que ello significaba.
En medio del pesado silencio que reinaba en la sala, se oyó la voz de Ingold.
—Compórtate como un estúpido si quieres, mi señor. Pero no te engañes a ti mismo pensando que actúo movido por temor o por respeto a ti o a tus manejos políticos. Hago lo que hago por el bien de lo que queda de la raza humana. Si tu enfrentamiento es conmigo, dirígete a mí; porque si perjudicas o causas el menor daño a cualquiera de los que están en esta sala, sufrirás con creces las consecuencias. Y ahora, vete.
—Tú… —barbotó el canciller, pero se quedó sin aliento. Su semblante adquirió un tinte grisáceo y se desfiguró con una grotesca mueca de miedo.
—Fuera.
Alwir pareció encogerse sobre sí mismo, como si lo hubiese atravesado una estocada. Retrocedió despacio hacia la puerta, pero en el silencio de la sala se oyó con claridad que echaba a correr al penetrar en la oscuridad del corredor.
El poder que flotaba en el aire se desvaneció como un lento atardecer y con él el suave brillo luminoso. Jill no se había movido, paralizada por el temor reverencial que le inspiraba el hombre que tenía a su lado; se volvió hacia él y tuvo la impresión de que las sombras profundizaban las arrugas de su rostro. Un último trozo de pergamino se prendió en la chimenea y el súbito fulgor tiñó sus cabellos blancos de oro.
La voz cascada de Kta fue la primera en romper el silencio.
—Jamás te lo perdonará.
Ingold suspiró y cerró los ojos.
—De todas formas, no me habría perdonado.
Jill enlazó la mano en su brazo y lo condujo al sillón tallado que había ocupado Alwir. Thoth dio la vuelta a la mesa y se reunió con ellos. Su mano esbelta, manchada de tinta, se posó en el hombro del anciano.
—Estás agotado —dijo el mago serpiente con su timbre duro—. Deberías dormir.
Los otros magos abandonaron la sala, comentando atemorizados en voz baja lo que había ocurrido o sugiriendo qué debía hacerse. Al otro extremo de la mesa, Rudy seguía inmóvil en su asiento, con el voluminoso lanzallamas en las manos, girándolo a un lado y a otro a la luz de la chimenea; Alde estaba a su lado, silenciosa y tensa. El último vestigio de luz mágica se consumió en los tonos rojizos del fuego.
Por fin Ingold alzó la cabeza para mirar a Jill.
—Lo siento, pequeña —dijo con suavidad—. Trabajaste mucho. Lo que es más: estoy convencido de que tu conclusión acerca de la Oscuridad es correcta. —Tendió las manos y cogió las de la joven—. Gracias.
Sobrevino un silencio cargado de palabras no pronunciadas. Mientras contemplaba aquel rostro de firmes rasgos, Jill sintió un miedo espantoso por él, un terror sofocante ante la sensación de que las tinieblas se espesaban y se cerraban a su alrededor. ¿Dónde podía ir, después de todo? En el refugio de la Fortaleza estaba Alwir; afuera, la Oscuridad.
—De todas formas, mañana ya no tendrás que preocuparte por nada —musitó el mago—. Es la Fiesta de Invierno. Eres libre de regresar a tu mundo sin ponerlo en peligro de que lo invada la Oscuridad. Te mandaré a través de la abertura del Vacío al amanecer. A menos que quieras retrasarlo unas horas para acompañarme en la celebración.
Su voz era apenas un susurro que excluía a los pocos que todavía quedaban en la sala envuelta en penumbras. Bajo la espesa barba, el gesto de su boca era firme, como si luchara por dominar una amarga emoción; Jill tuvo que esforzarse por contener el impulso apremiante de acariciar el blanco cabello suave y despeinado.
—A pesar de todo esto, a pesar de tener la certeza de que la Oscuridad te busca, ¿piensas acompañar al ejército hacia el norte? —inquirió con voz tensa.
—Por supuesto… —comenzó, y entonces enmudeció y la miró con atención al captar la inflexión de su voz—… que no —terminó—. Claro que no.
Los ambarinos ojos de Thoth le lanzaron una sorprendida mirada de reojo, pero Ingold atajó sus palabras.
—No; me quedaré aquí en la Fortaleza. Alwir tiene mi beneplácito para morir del modo que guste; pero, después de lo ocurrido esta noche, no veo razón para facilitarle a la Oscuridad la tarea de dejarme los huesos pelados de carne. No te preocupes por mí, pequeña mía. Estaré a salvo.
Jill asintió.
—Me alegra oírlo —dijo—. Aunque tu ausencia nos pondrá las cosas más difíciles a los demás cuando ataquemos la madriguera.
—¡No tienes por qué poner tu vida en peligro! —replicó él con dureza.
—Oh, vamos, Ingold. No supondrías que me iba a marchar la víspera de la invasión sin saber en qué terminaba todo, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. En especial cuando sabes mejor que nadie cuál va a ser el resultado. Lo más probable es que mueras. Sabes que las posibilidades son casi nulas y…
—Sé que no hay esperanza si te quedas en la Fortaleza —lo interrumpió con sorna—. Los guardias necesitaremos la ayuda de todo aquel que maneje una espada.
La joven captó la mirada desconcertada de Rudy, para quien su decisión de quedarse era una novedad. De hecho, lo era para ella misma.
Los ojos de Ingold centellearon con un peligroso brillo de enojo al que Jill hizo frente con una mirada de desafío, como retándolo a que contradijera su propio embuste.
Luego, con un tono más comedido, prosiguió:
—Fuiste tú quien me enseñó a no abandonar a los que quiero, aun cuando su causa esté perdida.
Él la miró largamente, sin saber qué responder por primera vez en su vida. Sus manos, todavía cerradas en torno a las de la joven, aumentaron ligeramente la presión; a no ser por el hecho de que la vida de ambos estaba en juego en esta pugna de voluntades y ambiciones, Jill se habría echado a reír ante las emociones encontradas que se manifestaban en el rostro adusto.
—¿Nunca te han dicho que es una falta de educación burlarse de las personas mayores?
Jill meneó la cabeza y abrió mucho los ojos con una expresión tan inocente como la de una niñita.
—No, señor.
Él resopló.
—Considérate advertida.
—Sí, señor.
—Ahora, ve a la cama. Y, Jill…
Ella se detuvo en el umbral y se volvió para mirarlo. El mago se había levantado del sillón y el resplandor rojizo de la lumbre perfilaba su silueta como un rato antes lo hiciera el halo ardiente de su poder. Tras él todo era oscuridad, salvo por el destello dorado del lanzallamas de Rudy colocado sobre la mesa y el tembloroso parpadeo de las cuerdas del arpa apoyada contra un rincón de la chimenea.
—Nunca necesitaste que te enseñara esa clase de lealtad, Jill.
—Te necesité para comprenderla.
La joven giró sobre sus talones y se alejó con pasos rápidos por el oscuro corredor. Se sentía exhausta, mareada y, sin embargo, inundada de una paz inmensa.
—¿Lo dijo Jill en serio? —preguntó Alde, mientras se arrebujaba en la capa de pieles; aunque el sol brillaba, mortecino y distante, por primera vez después de muchas semanas, el aire era gélido.
Ella y Rudy salieron por el corredor que desembocaba en los portones y bajaron la escalinata abarrotada de gente. Un soplo de aire frío trajo el sonido de voces y música procedente del abigarrado montón de tenderetes, hechos con ramas de pino y toldos de telas raídas y multicolores, que se extendía a ambos lados de la pradera.
—Por supuesto que sí —contestó Rudy, mirando sorprendido a Minalde.
—Pero puede morir.
El sendero que conducía a la pradera era un barrizal por la cantidad de gente que había pasado por él desde el amanecer. Rudy pasó el brazo por los hombros de Alde. Tir, empaquetado como un repollo blanco y negro y abrigado bajo la capa de su madre, volvió los brillantes ojos azules hacia Rudy y parpadeó mientras parloteaba excitado por el ruido y el jaleo.
—No comprendí todo lo que dijo anoche —prosiguió Rudy—. Pero tiene razón en una cosa: no puede marcharse sin saber si sus amigos van a morir o a vivir.
—No —aceptó Alde en voz baja—. Pero es ella quien escribió el informe. Sabe mejor que nadie que la humanidad jamás derrotó a la Oscuridad. Sabe que no hay esperanza.
—¿Cómo te atreves a decir eso al hombre que ha inventado el arma secreta? —replicó Rudy con fingido enojo.
El sendero era estrecho y caminaban junto a la muchedumbre que se dirigía a la pradera: los guardias con sus sencillos uniformes negros, los guerreros de Tirkenson con sus botas de borrego, mujeres que vestían las faldas multicolores de las campesinas y con los cabellos adornados con joyas que habían recogido entre los escombros de Karst, y niños que se burlaban de los pasos inseguros de los mayores por el resbaladizo barro, con los dedos pringados por las piruletas de miel y gritando como una bandada de pajarillos.
A unos pasos de los tenderetes, Alde agarró a Rudy por el brazo y lo obligó a detenerse; el ambiente de la fiesta, con la música y el olor a miel, nieve y pino, flotaba sobre ellos desde la pradera en una mezcla confusa de aromas y sonidos.
—¿Aún crees que Dare de Renweth derrotó a la Oscuridad con los lanzallamas?
—No lo sé, cariño. En realidad nunca lo he creído; principalmente porque, mientras tú reconocías esto, aquello o cualquier otra cosa de la Fortaleza, en ningún momento evocaste los lanzallamas. Creo que los magos-ingenieros estaban trabajando en ellos como armas defensivas cuando desaparecieron y los laboratorios se sellaron. Pero eso no quiere decir que el plan de Alwir no tenga éxito. Si logramos quemar la madriguera, si destruimos los criaderos escondidos en sus profundidades, me daría por satisfecho; más condenadamente satisfecho de lo que jamás se sintió Dare.
—Te tomas muy en serio lo de destruir los criaderos —musitó Alde, mirando sus ojos preocupados y circunspectos.
—Sí. Estuve allí.
Tir estaba entusiasmado con el bullicio de la fiesta. Se debatió entre los brazos de su madre mientras pedía con insistencia:
—¡«Melos»! ¡«Melos»!
Alde cogió la diminuta mano que le tiraba del pelo.
—Muy bien, diablillo, te compraré caramelos. —Volvió los ojos hacia Rudy, con gesto grave—. ¿Por qué desaparecieron los magos-ingenieros? ¿Qué les ocurrió?
Tir volvió a tirarle del pelo.
—¡Ad! ¡Ad! —gritó, señalando con el dedo a Tad, el pastor, y al grupo de huérfanos que pasaron corriendo a su lado. Desde que el pequeño príncipe había estado escondido con ellos, los huérfanos habían aceptado al heredero del trono como uno de los suyos; incluso Winna, la muchacha que los cuidaba, había tejido un gorro de lana para Tir, semejante a los que les había regalado a los demás niños con ocasión de la fiesta. Por su parte, a Tir le encantaba estar metido en aquel grupo variopinto y alborotador, así que Alde lo dejó con ellos. Unos momentos después, se los veía en la pradera jugando a lanzarse un disco volador… Era asombroso, como había apuntado Jill una vez, hasta qué punto había llegado la contaminación cultural últimamente.
Agarrados de la mano, Rudy y Alde se metieron en el bullicio de la fiesta.
El alma de la Fiesta de Invierno era el renacimiento de la vida; ni siquiera la amenaza de la Oscuridad y el desmoronamiento de la civilización habían logrado erradicar por completo el entusiasmo de celebrar el solsticio de invierno. En el área de la pradera comprendida entre la vasta «uve» formada por los tenderetes, una improvisada banda interpretaba melodías en medio de un remolino de parejas que bailaban incansables a pesar de hundirse hasta el tobillo en el barrizal. El aire estaba saturado de voces infantiles y del acre olor a humo; Jill habría identificado la pintoresca escena como salida de un cuadro de Brueghel, pero el alegre y abigarrado caos despertó en Rudy una especie de fascinado deleite. Bajo los tenderetes, el sol creaba un complejo encaje de luces y sombras que se proyectaba en los rostros de los que deambulaban bajo los toldos; un fárrago de voces ofrecía las mercancías a los posibles compradores.
Los recursos de la Fortaleza eran escasos, pero las partidas que habían recorrido las ciudades devastadas de los valles fluviales en busca de alimentos y forrajes, habían regresado con una sorprendente variedad de artículos. Había miel para hacer una cantidad de caramelos suficiente para empachar hasta el último niño de la fortificación, así como frutos secos y otras clases de golosinas. No había mucho vino, pero Melantrys y su compañía de guardias se habían instalado en la Fortaleza un año antes de que la Oscuridad atacara, tiempo de sobra para fabricar cantidades ingentes de Muerte Azul, la ginebra que ahora pregonaban desde su propio tenderete. En el apretado laberinto de puestos se brindaban otros pasatiempos, como una rueda de la fortuna bajo los auspicios de Impie Stooft, la rubia y corpulenta viuda del no llorado Bendle Stooft. Blid, el adivino penambrio, echaba la buenaventura, y Dakis el juglar interpretaba tonadas con su laúd.
Todos los habitantes de la Fortaleza parecían haberse dado cita en la pradera: los penambrios, los venidos de las provincias fronterizas, los refugiados de Gae y Karst. Los soldados de Alketch se habían quedado en su campamento por orden del comandante Vair. Rudy sospechaba que la desaparición de Stiarth tenía más que ver con esta decisión que cualquier consideración de mantener la paz entre las tropas aliadas.
Hasta el momento no había rastro del desaparecido embajador, y Alwir, tras la tensa reunión celebrada en el cuartel general de los magos, había pasado el resto de la noche intentando apaciguar a Vair que exigía que las puertas de la fortificación se dejaran abiertas y se enviara una patrulla de rescate, peticiones ambas totalmente inaceptables. Aun en el caso de transgredir la Ley de la Fortaleza —algo que Alwir jamás permitiría—, eran muy pocos los hombres que estarían dispuestos a arriesgar la vida para buscar los huesos pelados del joven y esbelto embajador.
La ausencia de las tropas imperiales no contribuía a mejorar las relaciones de los aliados, pero Rudy estaba encantado de no tener la preocupación de que se desatara un altercado entre los habitantes de la Fortaleza y los sureños.
Era un día demasiado maravilloso, una última jornada de paz demasiado valiosa para permitir que se estropeara con un enfrentamiento.
Y así, Rudy y Alde deambularon tranquilos en medio de este caos festivo, bebiendo la mezcla caliente de ginebra y agua y comiendo dulces de miel como un par de chiquillos golosos. Era costumbre ofrecer regalos a los niños en esta fecha, y a Alde la paraban constantemente sus pequeños amigos para enseñarle sus nuevos juguetes. Incluso entre los penambrios, que habían escapado de la Oscuridad con poco más que sus ropas harapientas, se había mantenido la costumbre con presentes tan insignificantes como nueces pintadas de colorines y muñecos de trapo hechos con trozos de retales y palos. Tras un buen rato de devanarse los sesos, Rudy le regaló a Tir las llaves de su moto, para agrado y deleite del pequeño. El joven sabía que no las volvería a utilizar.
Se acercaron al arroyo helado para presenciar las carreras que se celebraban sobre la deslizante superficie y se sumaron al regocijo general con las ridículas cabriolas y resbalones de los concursantes. Blid le echó la buenaventura a Alde ante una expectante muchedumbre de curiosos; le dijo que se casaría en segundas nupcias con un extranjero y que pasaría por fuego y peligro para conquistar amor y poder. «Un vaticinio muy respetable aunque poco sorprendente, considerando que es un secreto a voces que corre de boca en boca por la Fortaleza», pensó Rudy.
La tirada de cartas le preocupó, ya que conocía un poco su significado: la Torre cruzada por la Muerte; el gesto austero del Rey de Espadas; y la promesa incierta del impetuoso Caballo de Bastos. Pero, para entonces, ambos habían ingerido el suficiente alcohol como para encontrar un significado profundo hasta en los detalles más insignificantes.
Rudy no recordaba haber visto nunca a Alde tan hermosa, con su oscuro cabello sujeto en una gruesa trenza de la que se habían soltado algunos mechones rebeldes que ondeaban como alas de mariposas, y el profundo azul violeta de sus ojos que lo miraban risueños como una promesa de interminables y cálidos estíos. Había dejado su capa en alguna parte y los vivos colores del águila pintada en el chaleco competían con el rojo terciopelo de su falda.
La banda acometió una alegre melodía retozona y los bailarines iniciaron unos pasos trenzados para acabar de nuevo en los brazos de su pareja original. Los espectadores corearon a voces: «¡Besadlas! ¡Besad a vuestra pareja!». Era la prenda acostumbrada que los hombres reclamaban a las ruborizadas mujeres.
Rudy vio a Jill en el corro de espectadores contemplando con una mirada divertida el desarrollo de la danza; el Halcón de Hielo pasó junto a la joven e intercambiaron pullas burlonas. A Rudy le pareció que la colección de huesos del Halcón se había incrementado; estaban trenzados en el pálido cabello a la usanza de los Jinetes y daba la impresión de que eran el doble de los que llevaba cuando había regresado a la Fortaleza. Algunos, pensó con inquietud Rudy, a pesar de estar limpios y cocidos, tenían aspecto de ser muy recientes.
Bok el carpintero pulsó las cuerdas de su violín comprobando el sonido y apretó una clavija; Janus, cuyo uniforme se alegraba con la pincelada de un pañuelo de mujer atado a la empuñadura de la espada, arrancó otro gemido gorjeante de su gaita. Alde tiró del brazo de Rudy con expresión risueña.
—¡Bailemos!
—¡No sé bailar! —protestó él.
—¡Claro que sí! —replicó la joven, con las mejillas sofocadas por el ponche y el frío—. Escucha, van a tocar mi pieza favorita…
Por toda la embarrada pista de baile, hombres y mujeres formaban grupos de doce mientras pedían a voces:
—¡Colocaos, colocaos! ¡Vamos, necesitamos más parejas!
Rudy vio a Ingold acercarse a Jill, que sacudió la cabeza en tanto el rubor le teñía los pronunciados pómulos. El joven captó el sonido susurrante y rasposo de aquella voz que inquiría:
—No rechazarás la primera propuesta de baile que hago después de quince años, ¿verdad?
La joven estalló de improviso en carcajadas risueñas. Era sorprendente la facilidad con que Jill pasaba de ser una intelectual de carácter duro y violento, a la fragilidad de una muchachita encantadora, pensó Rudy. Ingold rodeó con el brazo los hombros de la ruborizada muchacha y la arrastró al centro de la improvisada pista de baile. Alde enlazó su brazo con el de Rudy.
—¡Vamos!
El Halcón de Hielo condujo a una de sus numerosas novias hasta uno de los grupos; un momento después se les unía Maia de Penambra que llevaba de la mano a la callada y pelirroja joven hechicera, Ilae.
—¡Vamos! —insistió Alde, y Rudy no tuvo más remedio que dejarse arrastrar a la fila de bailarines—. ¡Falta otra pareja! —gritó Minalde, llamando con un ademán.
Tomec Tirkenson salió de entre la multitud como un King-Kong abriéndose paso en la selva, rodeó el talle de Kara de Ippit y condujo a la aturdida y temblorosa mujer junto al resto de las parejas.
—¡Qué demonios! —suspiró Rudy—. Tendrás que decirme lo que tengo que hacer.
—Oh, deja de rezongar como un viejo. Es muy sencillo.
No lo era.
—¡Me mentiste! —gritó por encima del hombro mientras lo arrastraban los otros bailarines que formaban estrellas y figuras de ochos, mientras Alde, girando del brazo de Ingold, le dirigía una mirada cargada de malicia.
—¡Lo siento! —jadeó la joven cuando él se soltó de Jill y la cogió de la mano durante el breve segundo en que se formó una nueva figura. Al punto se había alejado otra vez.
—¡La mano derecha! ¡La mano derecha! —le gritaban los espectadores—. ¡Tu otra mano!
Rudy pasó unos instantes de desconcierto en los que tendió alternativa y repetidamente ambas manos en un frenesí insensato que le recordó una película de los hermanos Marx, en medio de un revuelo de mujeres que trenzaban una cadena multicolor en torno a los sonrientes hombres. Sintió que el calor de la música, o tal vez de la ginebra, lo calentaba por dentro y por fuera, agudizando sus sentidos y alterando el significado del tiempo; se sintió medio enamorado de todas las mujeres: de Kara, que se movía con una gracia inusitada en el ceñido cerco de su brazo, y de esta distinta, sorprendente y risueña Jill de mejillas arreboladas. Una serie de imágenes confusas y fugaces se entremezclaban con el alegre fluir de la música: los movimientos precisos e impávidos del Halcón de Hielo, que le recordaban los de un guepardo; el modo en que Ingold se deslizaba entre el laberinto de figuras con una agilidad y un abandono sorprendentes; y Tomec Tirkenson, que levantaba en el aire sin el menor esfuerzo a la alta Kara, en medio de un revuelto de enaguas deshilachadas.
El aroma a pino y a nieve le resultaba tan embriagador como las ingentes cantidades de ginebra que había consumido; el chapoteo del barro bajo sus pies era una delicia. Otras manos cogían las suyas: manos esbeltas, con cicatrices, suaves, callosas, huesudas. Cabellos rubios, pelirrojos y negros giraban en el torbellino de la música, más y más deprisa, mientras la multitud de espectadores reía y vitoreaba, y unos rostros conocidos y otros no tanto se sucedían fugazmente cuando pasaba ante ellos arrastrado por el vertiginoso revuelo de la danza.
Rudy se encontró de nuevo con Alde en sus brazos, el firme y ligero cuerpo apretado contra el suyo, conforme la música se acercaba a su fin. Alguien gritaba, reía y los empujaba con una botella de Muerte Azul, y Rudy echó un buen trago de la ardiente ginebra entre resuello y resuello. La multitud prorrumpió en gritos.
—¡Besadlas! ¡Se lo han ganado!
Riendo, Rudy miró a la muchacha que ceñía entre sus brazos; se le había soltado el cabello y la negra melena le caía en cascada sobre el chaleco. Ella lo retó con la mirada y Rudy la apretó contra sí, saboreando el gusto a ginebra y a miel de sus labios y la dulce y total entrega de la joven, que alzó las manos hasta su cuello y enredó los dedos en su pelo. La muchedumbre aplaudió entusiasmada y durante un instante interminable no hubo nada ni nadie, salvo el fuego de la danza en sus venas y la calidez de la muchacha que abrazaba.
Y entonces sobrevino un súbito y profundo silencio.
Rudy alzó la vista, sorprendido. Vio que la gente a su alrededor se había separado formando un paso. Al otro extremo, solo, erguido, estaba el hombre de rostro famélico y ojos acerados con quien había tropezado en la madriguera de la Oscuridad.
A Rudy lo desconcertó tanto verlo allí, que por un momento pensó si no estaría equivocado. Pero una segunda ojeada le confirmó que el prisionero debía de haber escapado de los Seres Oscuros y ascendido hasta Renweth por la carretera del valle. Contempló confundido aquel semblante extremadamente delgado, los salvajes ojos sombríos, la enmarañada y sucia mata de cabello canoso, y los mugrientos harapos de sus ropas negras.
Y, bajo la mugre de aquellos andrajos, atisbó el brillo de los restos de un águila dorada bordada en la pechera de la túnica, igual a la que él había pintado en el chaleco de Minalde.
El águila de la Casa de Dare.
Rudy captó todo esto en unos fugaces segundos de confusión, a la vez que sentía a Alde ponerse rígida entre sus brazos. Entonces alguien lo empujó para pasar. Ingold hincó la rodilla en el suelo ante el extraño e inclinó la cabeza en señal de respeto, como Rudy jamás le había visto hacer ante nadie.
El extraño alargó el brazo entumecido para tocar el hombro de Ingold. Pero sus ojos ardientes, impávidos como los de una alimaña, no miraron al mago, sino que pasaron sobre la muchedumbre, la Fortaleza y Minalde, con la expresión de quien contempla algo desconocido. Ingold se incorporó y tomó entre sus manos las del hombre.
—Eldor —susurró.