Una gran quietud reinaba en la noche. El viento, que había soplado con violencia desde las montañas heladas del norte, se había calmado al anochecer hasta convertirse en un murmullo molesto que agitaba los oscuros pinos del tortuoso valle de Renweth. A medianoche, incluso aquel susurro quejoso cesó. Las negras ramas colgaban inmóviles de un extremo al otro del valle y se cubrían lentamente de escarcha con el frío intenso. El aliento de un hombre, que apenas se percibía bajo el desalmado fulgor de las escasas estrellas remotas y altivas, flotaría en torno a su rostro como una nube diamantina o se congelaría en sus labios en forma de blanca escarcha. Con este frío tan penetrante ni siquiera los lobos habían salido de sus guaridas; el silencio se extendía por los oscuros riscos como un atributo casi tangible en aquel mundo desolado y frío.
Sin embargo, algo se había movido bajo los oscuros árboles.
Rudy Solis estaba seguro. Echó una fugaz ojeada a su espalda por cuarta vez, como había hecho durante los últimos cuatro minutos, sintiendo que un escalofrío de miedo le recorría la espalda y se hincaba en su nuca cual diminutos dientes. Aun así, no divisó otra cosa que el tenue brillo de las estrellas sobre la capa de nieve helada e intacta.
Miró de nuevo hacia la negra mancha de los árboles. Se encontraba a unos quince metros de la linde del bosque; su sombra era apenas un borrón impreciso proyectado sobre la nieve en torno a sus pies y su aliento una débil mancha de vapor en contraste con la oscuridad. A pesar de estar arrebujado en la gruesa capa de piel de búfalo se estremeció, aunque el escalofrío no era sólo producto del frío reinante. Comprendía que estaría más caliente al abrigo de los árboles y, si daba crédito a sus ojos, no se percibía el menor movimiento en la floresta. El lugar era sin duda seguro, y refugiarse allí sería más inteligente que permanecer a campo abierto escuchando cómo se cristalizaba el aire en sus pulmones.
Con todo, ni la promesa del cielo ni la amenaza del infierno lo inducirían a buscar cobijo en el sombrío bosque.
Un soplo de viento le rozó la cara como una mano viscosa e inquisitiva. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no girar sobre sus talones y enfrentarse al desconocido enemigo. Pero le habían advertido que no corriera. Huir en mitad de la noche en campo abierto significaba una muerte segura. El conjuro de encubrimiento que lo ocultaba, como todos los conjuros de este tipo, se basaba en desviar la atención hacia otro punto; el mago que utilizara uno de estos hechizos no debía atraer la atención sobre sí mismo o de lo contrario la ilusión creada se desvanecería. En cualquier caso, Rudy sabía que ningún ser humano era capaz de superar la velocidad de la Oscuridad.
«Esto es una estupidez —se dijo con desesperación—. ¿Y si Lohiro estaba equivocado? O, lo que es peor: ¿y si mentía? La Oscuridad se apoderó de su mente durante semanas. ¿Cómo demonios sabemos si decía la verdad cuando nos aseguró que lo dejaría libre? Este sortilegio de Ingold está pensado para encubrirnos contra un grupo, más que contra un ente individual e inteligente. Pero ¿cómo sabemos que superará en esta ocasión la razón por la que la magia humana jamás funcionó con los Seres Oscuros? ¿Y si todo fue una trampa?».
Sintió de nuevo el aguijonazo del miedo, como si una inmensa masa oscura e informe se deslizara a hurtadillas a su espalda. Pero no se veía el menor movimiento en la vacía blancura de la pradera cubierta de nieve y no se escuchaba sonido alguno, salvo el siseo de su propia respiración y los latidos acelerados de su corazón. La relación que había mantenido durante años con las bandas de motoristas y el trato con tipos duros —y tipos duros en ciernes— en la brumosa y soleada California, le había dado un cierto arrojo pendenciero necesario para sobrevivir. Sin embargo, el terror expectante causado por un peligro desconocido era una cosa diferente. Su percepción innata, agudizada con la práctica de la magia para captar lo que para otros pasaba inadvertido, había alcanzado un punto extremo a fin de percibir alguna señal de peligro. Sin embargo, en el fondo de su alma, estaba convencido de que ninguna advertencia lograría salvarlo.
Ráfagas de viento frías y arremolinadas lo azotaron como una corriente procedente de un primitivo abismo de negrura que jamás ha visto la luz. A su roce, el corazón le dio un vuelco y después reanudó los latidos con un ritmo irregular y precipitado. Su mente reprimía el apremiante instinto de echar a correr diciéndole que, aunque corriera, aunque salvara a toda velocidad los quinientos metros de pradera enterrada bajo el manto helado de nieve que lo separaban de la Fortaleza de Dare, no lo dejarían entrar en ella. Una vez que las puertas ciclópeas se cerraban al llegar el ocaso, la Ley de la Fortaleza prohibía abrirlas antes del amanecer.
Así pues, fortaleció aún más los velos ilusorios que lo ocultaban y rezó para que todos —Lohiro, Ingold y Thoth— hubieran estado acertados cuando habían afirmado que esta clase de conjuros preservaría su cuerpo de la voracidad inhumana de la Oscuridad.
Sentía la presencia de los Seres Oscuros aproximándose más y más; advertía su llegada en la variación del aire. Cerca de él se alzó un pequeño remolino de nieve, como agitado por una ráfaga de viento, sólo que ahora el cuello de piel de su capa no denunciaba el menor soplo de aire. El paisaje nevado se extendía en todas direcciones como si fuera un helado mar de plata; aun así, por el rabillo del ojo captó un movimiento, una súbita agitación que se desvaneció del mismo modo que las cosas desaparecen en los sueños. Creyó ver un fugaz movimiento bajo los sombríos árboles que se alzaban frente a él, aunque las ramas permanecieron inmóviles.
Sabía que lo tenían rodeado, pero los hechizos ilusorios de los Seres Oscuros los ocultaban a sus ojos al igual que rogaba porque el suyo lo ocultara a los de ellos. Los sentía moverse, a pesar de que no había nada tangible en lo que posar la vista, salvo un destello de las estrellas en algo pulsante y húmedo o un súbito centelleo de ácido en unas garras quitinosas. Su cerebro captó un zumbido, una vibración… Sopló una ráfaga de aire que apestaba a sangre putrefacta…
De pronto estaba sobre él: una visión delirante de una masa escamosa, informe, obscena, de cuatro metros y medio de largo desde los replegados tentáculos de aquellas fauces babeantes, hasta la punta enroscada de una cola espinosa, semejante a un cable. Las patas, inmensas y garrudas, colgaban como las de una avispa y de ellas escurría un ácido que humeaba al caer sobre la nieve.
Rudy apretó los dientes para contener un grito. Un sudor frío le empapó el rostro; todos los músculos de su cuerpo se debatieron para permanecer inmóviles en contra del instinto que lo urgía a emprender la huida. El esfuerzo, y el asco por la proximidad de aquella cosa repulsiva y babeante, le revolvió el estómago y la náusea ardiente subió a su garganta. Más que la maldad, más que el terrible peligro que flotaba como el humo sobre su cabeza, lo que le produjo el malestar fue el rechazo hacia lo distinto…, hacia aquella manifiesta naturaleza ajena al mundo de lo visible, de lo material, de lo razonable.
Poco después desapareció. La ráfaga de aire creada por su marcha arrojó sobre Rudy una bocanada de nieve; el joven se dejó caer de rodillas lentamente.
No supo cuánto tiempo pasó arrodillado en medio de la oscuridad. Temblaba de manera incontrolable; tenía cerrados los ojos como si quisiera mantener alejado el recuerdo de aquella masa espantosa y babeante flotando contra el cielo estrellado. Un recuerdo absurdo acudió a su memoria; evocó la primavera pasada, una cálida tarde californiana en la que él y su hermana se dirigían a Los Ángeles por la autopista Harbor y una rueda del viejo Chevrolet reventó en el carril de aceleración de un cruce. Su hermana se las arregló para hacerse con el coche descontrolado, lo sacó del endiablado tráfico que circulaba a cien kilómetros por hora y lo frenó en el arcén. Luego salió del coche, comprobó con tranquilidad si la llanta había quedado seriamente dañada, le preguntó si se encontraba bien… y, doblándose sobre el humeante capó, se abandonó a una violenta crisis de nervios.
Rudy comprendía muy bien ahora cómo se había sentido su hermana.
Algo le rozó la cara y se dio la vuelta con brusquedad, en tanto que el aire gélido traspasaba sus pulmones jadeantes.
A su espalda se encontraba Ingold Inglorion mirándolo escrutador bajo el tenue resplandor de las estrellas.
—¿Te encuentras bien?
Rudy se desplomó lentamente sobre los talones y se sentó, apretándose las manos enguantadas a fin de atenuar el temblor que las sacudía.
—Sí, estupendamente —balbució—. Dame un minuto y seré capaz de subir a lo alto de un edificio de un salto.
El mago se arrodilló junto a él y las amplias mangas del manto marrón remendado lo rozaron de nuevo, cálidas y ásperas y curiosamente tranquilizadoras. A despecho del frío, Ingold se había quitado la capucha y su cabello blanco y la espesa barba enmarañada brillaban de escarcha bajo la luz espectral.
—Lo hiciste muy bien —dijo el anciano con su voz profunda y suave, en la que predominaban un timbre rasposo aunque no áspero, y un tono comedido, inherente a la voz de los magos, destinado únicamente a los oídos de Rudy.
—Gracias —gruñó tembloroso el joven—. Aunque la próxima vez creo que dejaré que seas tú quien ponga a prueba tus nuevos hechizos.
Las cejas blancas del mago se arquearon en aquel rostro, por lo demás indescriptible, si se exceptuaban las huellas dejadas por el paso del tiempo y la curiosa apariencia juvenil de sus ojos.
—Bueno, si he salido esta noche no es precisamente porque sea la época de recolectar castañas amargas.
Rudy se sonrojó.
—Soy un bocazas —farfulló—. No tendrías que estar aquí. Es a ti a quien buscan los Seres Oscuros.
—Razón de más para que haya venido. No puedo esconderme toda la vida tras los muros de la Fortaleza. Y si, como sospecho, es cierto que de algún modo tengo la clave para derrotarlos, antes o después habré de dar la cara y hacerles frente. Más vale que me asegure de la eficacia de mis conjuros antes de que llegue ese momento.
Rudy se estremeció, sobrecogido por la precisión escueta y fría del planteamiento. El joven temía a los Seres Oscuros como cualquier ser humano; eran los devoradores de cuerpo y mente, el fruto sobrenatural de la atroz negrura subterránea, y una inteligencia arcana que escapaba a la comprensión y a la magia humanas. Al menos estaba seguro de una cosa: no sabían su nombre ni conocían su existencia. Estaba convencido de que él no era la diana de su maldad específica; no era la pieza tras la que andaban a la caza.
—¡Cielo santo, Ingold! No tenías que venir para comprobar por ti mismo la eficacia del hechizo. ¡Mierda, quiero decir que, si funciona conmigo, también debería funcionar contigo!
—Es posible —admitió el mago—. Pero eso es algo de lo que nadie puede estar completamente seguro.
Ingold se arrebujó en el manto. A la tenue luz de las estrellas Rudy vio que iba armado; los amplios pliegues de la capa dejaban entrever la forma alargada y recta de la espada colgada del cinturón. Su mano derecha, enfundada en un guante de un color azul desvaído, jamás estaba lejos de la bruñida empuñadura del arma.
—¿Recuerdas que cuando vagábamos por los laberintos mágicos que rodean Quo me pediste un conjuro para romper el muro de niebla? —prosiguió Ingold con suavidad.
—Sí. Me dijiste que el que estaba utilizando era suficiente. Tu respuesta no me hizo mucha gracia.
El anciano se sacudió con calma un copo de nieve pegado en la manga del raído manto.
—Si mi ayuda ha de complacerte en todo momento, Rudy, te aseguro que antes pediré tu opinión sobre los métodos que prefieres que emplee. —El destello burlón de sus ojos confirió a su rostro un aspecto absurdamente juvenil—. Pero lo que te dije entonces era cierto. La fuerza de cualquier conjuro es la fuerza de tu magia, de tu espíritu. Es tu esencia la que da forma a tu poder. Tú eres tus hechizos.
Rudy asimiló las palabras en silencio y entonces comprendió la verdad que no había sabido comprender en los laberintos de la inaccesible cordillera Marítima. Era la clave de la magia humana; tal vez la clave de todo lo humano.
—¿Te sientes seguro con este conjuro, Rudy? —preguntó el mago con voz queda—. ¿Serías capaz de utilizarlo de nuevo?
—Sí —dijo tras una corta reflexión—. Creo que sí. Estaba muerto de miedo, pero…
—Pero no perdiste la cabeza y mantuviste el conjuro bajo tu control —concluyó el anciano. La escarcha adherida a la barba relució al asentir con la cabeza—. ¿Crees que podrías hacer lo mismo en una madriguera de la Oscuridad?
La idea alcanzó al joven como una jeringuilla de agua helada inyectada directamente en el corazón.
—¡Vaya, no lo sé! Es… —Entonces advirtió la premeditada resolución impresa en los ojos azules del mago—. ¡Eh! No te referirás a entrar de verdad en uno de esos cubiles, ¿no? Quiero decir que… ¿Era sólo una pregunta hipotética?
La sonrisa de Ingold hizo que la escarcha helada de la barba se quebrara un poco.
—Vamos, Rudy, deberías conocerme lo suficiente a estas alturas para saber que rara vez recurro a las hipótesis.
—Sí —admitió el joven con cierta reserva—. Y eso es quizá lo que más me asusta de ti.
—Es lo que más asusta de todos los magos. Lo que para cualquier otra persona se reduce a una mera hipótesis, para un mago es una tentación irreprimible. ¿Crees que serías capaz de valerte por ti mismo en un nido de la Oscuridad?
Rudy tuvo que tragar saliva antes de responder.
—Supongo que sí. —La fecunda imaginación que para un mago es a la vez su principal estímulo y su peor maldición, le produjo una serie de escalofríos que le recorrieron la espina dorsal—. Es lo que te propones que hagamos, ¿verdad?
Los ojos de Ingold, perdidos en la especulación de algún pensamiento íntimo, volvieron a enfocarse. La luz de las estrellas les confirió un brillo y una transparencia sobrenatural.
—El canciller Alwir no tiene la menor posibilidad de reconquistar Gae sin antes llevar a cabo un reconocimiento de la guarida que los Seres Oscuros tienen en esa ciudad —dijo con suavidad—. Ha elegido Gae en parte por su importancia como capital del reino y en parte por encontrarse en el nudo principal de comunicaciones.
»Pero apenas queda tiempo. Nuestros aliados, los distintos señores feudales del reino y los representantes del imperio de Alketch, se reunirán aquí en un futuro no muy lejano. Saldrás para Gae dentro de pocas horas.
—De acuerdo —aceptó Rudy tembloroso, esforzándose por hacer acopio de valor—. Eh… ¿yo solo?
—Claro, tú solo. —Ingold resopló con ironía—. ¡Por supuesto que no! Gae no es más que un montón de ruinas inundadas. Jamás encontrarías la localización de la madriguera.
Una ráfaga de aire agitó el manto de Ingold y los largos cabellos de Rudy. El joven sintió que se le tensaban los músculos a su contacto, pero permaneció inmóvil. Un momento después vio la sombra imprecisa de un pequeño remolino que se alejaba sobre la nieve. Soltó la respiración contenida durante los últimos segundos y el aliento salió como una trémula nubecilla de vaho plateado.
—De los magos que han sobrevivido a la Oscuridad —prosiguió quedamente Ingold—, menos de una docena posee el poder y la fuerza suficientes para que los haya hecho pasar esta prueba. También ellos vagan por el valle esta noche. De todos, sólo dos son oriundos de Gae: Saerlinn, que ejercía de sanador en los arrabales de la ciudad, y yo mismo.
Rudy asintió en silencio. En el transcurso de la última semana se había familiarizado con los supervivientes de la comunidad de hechiceros. Saerlinn era un muchacho rubio y bastante nervioso, unos cuantos años más joven que él. Era un tipo poco común no sólo por el hecho de llevar gafas —de por sí bastante infrecuente entre los magos, quienes por regla general tienen la facultad de ajustar sus sentidos—, sino también porque se las había ingeniado para conservarlas intactas durante el largo y penoso trayecto desde Gae hasta el valle de Renweth.
—Hubo un momento en que consideré la posibilidad de dirigir yo mismo la expedición de reconocimiento —prosiguió el anciano, y Rudy le lanzó una mirada mezcla de sorpresa y reproche—. Pero, amén de que, como cabeza de la Asamblea de Magos, no es aconsejable que abandone mi puesto, últimamente he adquirido un interés refinado y bastante teórico en la preservación de mi propio pellejo. Puesto que la Oscuridad va tras de mí, sea cual fuere el motivo, correría mucho más peligro de ser detectado en su guarida que cualquiera de vosotros. Sería estúpido facilitarles la labor.
—Y tampoco tendría sentido que murieras en una misión rutinaria —abundó Rudy.
Ingold sonrió.
—Precisamente. He puesto a Thoth al mando de la expedición a Penambra. Conoce la ciudad desde su juventud, cuando ejercía de sanador en ella. La chamán de los Jinetes, Sombra de Luna, irá con un par de exploradores a la guarida del valle Oscuro, a unos treinta kilómetros de aquí, hacia el norte. Es una experta en los bosques…, entre otras cosas.
En la negra muralla de árboles que se alzaba a la derecha de los dos amigos se movieron de repente algunas ramas, sacudidas por un viento errabundo y tenebroso. Las nubes descendían por las laderas de las montañas desde los glaciares que se encumbraban al oeste y ocultaban las escasas estrellas que alumbraban el firmamento. El frío atravesó la capa de Rudy como un cuchillo.
—Kara de Ippit irá contigo y con Saerlinn a Gae —prosiguió Ingold—. Es quien mejor instrucción mágica ha recibido, sin contar, claro, con el mago de la corte del canciller Alwir, Bektis.
Rudy resopló con desprecio. No le gustaba Bektis.
—Si está aquí fuera esta noche, juro que me comeré mis botas sin quitarles siquiera el barro.
—En ese caso, lamento informarte que te perderás un banquete. —Ingold suspiró—. Bektis conoce Gae, pero estoy seguro de que sus «deberes ineludibles» en la corte no le permitirán…
El mago alzó la cabeza con brusquedad sin terminar la frase. Un grito desgarró el silencio de las montañas; fue un alarido desesperado que se agudizó hasta culminar en un terror desmedido y después cesó de manera repentina. Rudy se incorporó de un brinco, con el vello erizado, pero lo frenó de inmediato una mano que se cerró como un cepo sobre su brazo.
—No te muevas, estúpido.
Una figura salió del bosque por el extremo más alejado del valle, negra y minúscula en contraste con el paisaje helado. «Un hombre», pensó Rudy mientras lo veía correr, joven y delgado, tropezando con su propio manto a causa de la precipitación.
Un remolino de oscuridad levantó la nieve a su paso como un torbellino. El fugitivo gritó de nuevo sin frenar la loca carrera, con los brazos extendidos, descendiendo ciegamente ladera abajo hacia el negro monolito de la Fortaleza de Dare. Tras él salió una oleada de Oscuridad, un cúmulo extraño de formas cambiantes que ni siquiera la vista de un mago podía penetrar. Algo centelleó, húmedo y viscoso, y se oyó un último grito desgarrador, como surgido de una carne que se disolviera. Después sobrevino el silencio y algo cayó desparramado sobre la nieve derretida.
A pesar de la distancia, Rudy percibió el olor a sangre en la estela del viento errático.
—¿Quién era? —preguntó Rudy, pasado un buen rato.
Hablaba con un tono bajo, audible sólo para ciertas bestias y los oídos de otro mago. Aun así, sus palabras le sonaron sacrílegamente estridentes en la horrenda quietud de la noche.
Ingold se incorporó de la nieve húmeda sobre la que yacía un revoltijo apestoso. Los huesos que habían encontrado no sólo habían sido despojados de cualquier vestigio de carne, sino que parecían estar deformados de manera extraña, como si el propio tejido óseo se hubiese derretido parcialmente. Dominado por la náusea, Rudy apartó la vista de los restos ennegrecidos y semilicuados y miró el rostro impasible de Ingold. La oscuridad ocultaba los rasgos del anciano, pero la visión de un mago tiene la facultad de penetrar la negrura de la noche; Rudy no advirtió cambio alguno en la expresión de aquel semblante indescriptible surcado de arrugas.
Claro que, se dijo, después de lo ocurrido en las ruinas de la ciudad de Quo, no era de esperar que nada, fuera lo que fuese, lograra conmover de nuevo al anciano.
—Cuando salga el sol regresaremos con los otros para incinerar los restos —dijo con voz queda Ingold—. De hacerlo ahora atraeríamos la atención de los Seres Oscuros sobre nosotros.
Arrojó lo que tenía en la mano en el pequeño montón fétido. Unas lentes redondas e incoloras, engarzadas en su montura retorcida, reflejaron el brillo de las estrellas.
—Parece que, después de todo, haré una visita a los Seres Oscuros —musitó Ingold.
El alba apenas traspasaba el impenetrable manto de la noche cuando Rudy e Ingold llegaron a las puertas de la Fortaleza. Recortada contra el cielo oscuro, la mole negra y brillante de la fortificación se destacaba como una pequeña montaña, con sus casi ochocientos metros de longitud y sus treinta de altura, desde la base asentada en el promontorio rocoso hasta el tejado plano cubierto de nieve. Las paredes, carentes de ventanas, reflejaban débilmente la nieve pisoteada y los árboles que crecían a sus pies. La lisa monotonía de los muros quedaba rota solamente en la cara occidental, donde se abrían las puertas a las que se accedía mediante un tramo corto de amplios escalones. Visto de lejos, el vano cuadrangular del acceso, alumbrado por la temblorosa luz de las antorchas, adoptaba la apariencia de un ojo malévolo en medio de un rostro, por lo demás, carente de rasgos.
Mientras ascendía por el camino embarrado que pasaba frente a los rediles de cabras y los desvencijados talleres que rodeaban la Fortaleza en una vasta zona sembrada de desechos, Rudy vio que la mayoría de los componentes de la Asamblea de Magos se había reunido al pie de la helada escalinata. No era difícil distinguir a los que, como él mismo, habían pasado la noche en campo abierto: Kara de Ippit, alta y poco atractiva, abrigada con un manto viejo y las dos chaquetas de punto que su madre le había tejido recientemente; Thoth el cronista, llamado el mago serpiente, único superviviente de la masacre de Quo, austero como un dios-buitre de la antigüedad, con sus ojos de color topacio iluminando como fuegos fatuos su semblante pálido; Dakis, el juglar; la joven bruja norteña de catorce años, Ilae, con sus ojos oscuros observando vigilantes tras los mechones de cabello rojizo. Y otros, un lamentable puñado de seres acurrucados en las sombras, que le recordaban a los emigrantes de una de las viejas fotografías de la isla de Ellis. Detrás estaban los demás magos supervivientes a los que se había considerado faltos del poder necesario para enfrentarse a la prueba de los nuevos hechizos: adivinos, curanderas de aldea, videntes; el estrato más bajo del amplio espectro del Poder, los que no habían acudido a la fatal llamada del archimago muerto que los convocaba en la ciudad de Quo.
Rudy se descorazonó al contemplarlos. «Somos tan pocos —pensó—. De todas formas, ¿qué demonios podemos hacer contra el inmenso poder de la Oscuridad?».
Otras figuras aparecieron en el túnel alumbrado que comunicaba las puertas exteriores con las interiores; el vapor formado al entrar en contacto el aire cálido del interior con el frío del exterior confería a las figuras la apariencia de entes espectrales. Eran los miembros de la guardia encargados del servicio diurno; llegaban frotándose las magulladuras causadas durante el entrenamiento matinal y maldiciéndose unos a otros al estilo afable de su vivaracho instructor. Tras ellos salieron como una tromba los chiquillos que se ocupaban de los rebaños; pletóricos de energía y con el entusiasmo propio de la infancia, se pusieron a lanzarse bolas de nieve y a ordeñar las cabras. Cocineros, cazadores, leñadores, curtidores, hombres y mujeres, se desparramaron por el exterior e iniciaron cualquier labor o trato que podía llevarse a cabo con los escasos recursos que ofrecía ese valle cruel y aislado.
Entre el abigarrado grupo se encontraba una hermosa joven de cabello oscuro, ataviada con una capa de terciopelo negro y una falda multicolor de las que suelen usar las campesinas. A su lado caminaba otra muchacha alta y desgarbada, unos cinco años mayor que su compañera, vestida con el uniforme negro de la guardia adornado con el emblema del cuadrifolio blanco.
Minalde se despojó de la capucha que le cubría el oscuro cabello mientras bajaba a todo correr la escalinata al encuentro de Rudy. Cuando el sol brillaba, sus ojos eran azules como un lago volcánico en una tarde estival; ahora, sin embargo, con la difusa claridad grisácea del amanecer, tenían un tono violeta, casi negro, y estaban muy abiertos por la ansiedad. La joven lo tomó de las manos.
—Me dijeron que se había escuchado un grito —musitó.
Rudy tuvo que contener el impulso de estrecharla en sus brazos y ofrecerle consuelo, algo que habría hecho de encontrarse a solas con ella. «Es la reina —se recordó—. La regente y la madre del heredero, aunque tenga sólo diecinueve años y esté asustada. Hay mucha gente mirándonos».
—Me alegro de ver que no fuiste tú —intervino Jill Patterson, mientras se acercaba a grandes zancadas que hicieron que la espada chocara contra su pierna.
Desde que se había integrado en la guardia de Gae, el carácter retraído y arisco de la joven había sido reemplazado de manera paulatina por una firmeza terca que, en opinión de Rudy, resultaba igualmente impenetrable. Aquellos ojos pálidos de institutriz levantaban todavía una barrera que impedía adivinar su verdadero estado de ánimo; ahora, sin embargo, parecía contenta de que Rudy hubiese salido con bien de la prueba.
—¿Quién fue? —susurró Alde.
—Saerlinn. No sé si lo conocías.
Ella asintió en silencio, con los ojos humedecidos por las lágrimas. Alde conocía y trataba con afabilidad a casi todos los habitantes de la Fortaleza. Rudy tuvo que contenerse de nuevo para no abrazarla.
—Lo ocurrido nos ha puesto en un brete —admitió con voz queda—. Precisamente ahora, cuando íbamos a explorar la madriguera de Gae…
—¿Tú? —lo interrumpió Minalde, con los ojos casi desorbitados por el miedo—. Pero no puedes… —La muchacha se tragó las palabras de protesta en tanto que un suave rubor le teñía las mejillas—. No es sólo por el peligro que corras —agregó, adoptando un tono digno que hizo sonreír a Rudy—. ¿Qué pasará con los experimentos que realizas con los lanzallamas? Dijiste que conseguirías fabricar armas que arrojarían fuego con esas cosas que Jill y yo encontramos en el antiguo laboratorio. No puedes…
—Tendrán que esperar —dijo con suavidad el joven—. Ensamblaré uno para llevármelo a Gae. El resto lo haré cuando regrese. —Puso las manos en los hombros de la muchacha y sonrió a aquel rostro cariacontecido y asustado—. Volveré, te lo prometo.
Ella bajó los párpados a fin de ocultar los ojos empañados y asintió con la cabeza.
La voz de Jill cortó con brusquedad el silencio íntimo que arropaba a la pareja.
—Entonces ¿crees que podrás poner en funcionamiento esos lanzallamas?
Rudy alzó la vista, perplejo por su falta de tacto, y vio lo que Jill había visto antes. La alta figura del canciller del reino, Alwir, hermano de Minalde, se erguía, majestuosa, en medio de la bruma, a las puertas de la torre, y los observaba con fijeza. Rudy se apartó con premura de la joven reina y reanudó la marcha.
—Te apuesto lo que quieras —desafió a Jill, adoptando su más depurado estilo de la avenida Madison—. ¡Demonios, de aquí a un mes, las espadas habrán pasado a la historia!
—Algo que a ti te vendrá de perlas, ya que eres incapaz de coger una sin cortarte —se chanceó Jill.
A pesar del simulado tono festivo de las frases, Rudy era consciente de la mirada gélida de Alwir que le seguía los pasos mientras se reunía con Ingold y los otros magos al pie de la escalinata.
El canciller descendió los peldaños —«un bastión deslumbrante con ropas esplendorosas», como lo había descrito con humor su hermana en una ocasión—, dominando a cuantos lo rodeaban con su estatura aventajada, su elegancia, su altanería y su voluntad indomable. Al igual que Minalde, se cubría con un manto de terciopelo negro que ondeaba a sus espaldas como unas alas inmensas. Los zafiros de la cadena que colgaba sobre sus amplios hombros y su pecho, no superaban en brillo y dureza a sus ojos azules. Lo seguía el obsequioso Bektis, mago titular de la corte, quien de manera alternativa se frotaba las manos pálidas y largas, o se atusaba con un gesto de autocomplacencia la barba plateada que le llegaba a la cintura.
El canciller se detuvo en el último peldaño y contempló a Ingold con expresión impasible.
—Así pues, tu suposición era acertada —dijo, con una voz profunda y bien modulada—. Se puede llevar a cabo.
—Por aquellos que posean la fuerza necesaria, sí —contestó el mago con suavidad.
—¿Y la misión de reconocimiento?
—Partiremos mañana al alba.
Alwir asintió con un breve cabeceo satisfecho. A sus espaldas, el sol naciente, oculto tras las nubes, proyectaba una luz difusa y enfermiza sobre el paisaje desolado del valle, la sucia maraña de chamizos en los que se guardaban los víveres, y los pilares encadenados que se alzaban en la colina de ejecuciones, al otro lado del camino.
—¿Y éstos? —apuntó el canciller con un ademán despreocupado que abarcaba a los otros magos: ancianas, muchachos, solemnes negros sureños y pálidos chamanes de las estepas.
—Créeme, mi señor —replicó Ingold con un destello colérico en sus ojos ensombrecidos—: se lleve o no a cabo la invasión, estas gentes constituyen tu principal defensa contra los Seres Oscuros. No los trates con ligereza ni los subestimes.
Alwir arqueó las cejas.
—Es una cuadrilla que no inspira gran confianza, ¿no crees? —comentó, recorriendo con la mirada el grupo. Rudy notó que aquellos ojos enigmáticos y penetrantes se detenían un instante en el punto donde se había reunido de nuevo con Alde—. Pero quizá sean más peligrosos de lo que aparentan.
—Mucho más peligrosos, mi señor. —La nueva voz atrajo la atención de Rudy y también, casi en contra de su voluntad, la de Alwir.
Con la difusa claridad del amanecer, los guardias de las puertas habían apagado sus antorchas en la nieve, pero en el túnel interior las lámparas todavía reflejaban destellos rojizos en la superficie pulida de las paredes. Recortada en el apagado resplandor se erguía la silueta ataviada con vestiduras escarlatas de la obispo de Gae, Govannin Narmenlion; la cabeza afeitada y las manos finas y delicadas enlazadas, le conferían la apariencia de un esqueleto envuelto en una llamarada carmesí.
—Si emprendes la invasión aliándote con los siervos de Satán, mi señor, ellos serán la causa de tu fracaso —advirtió, con un timbre tan seco e implacable como un viento invernal—. Todos aquellos que han vendido su alma al diablo a cambio del poder que poseen, están excomulgados.
La cólera tiñó las mejillas del canciller, pero no se alteró la melodiosa calma de su voz.
—Si la Fe Verdadera dependiera de un gobierno centralizado tanto como depende el reino, quizás en este momento estarías colmándolos de bendiciones —comentó con sarcasmo.
Las finas aletas de la nariz de la obispo se estremecieron en un gesto de burlón menosprecio.
—Esas palabras dicen más de quien las pronuncia que del significado que guardan —señaló. El sonrojo de Alwir se acentuó—. Más valdría que tu preciosa invasión fracasara antes que incurrir en la cólera de la Iglesia por valerte de las huestes del Maligno. Tener trato con magos, ¡que Dios los maldiga!, ensucia el alma como un lodo pegajoso e inadmisible para los justos, que arrojarán al pecador del seno de la Iglesia. Incluso conversar con ellos, mancilla.
Rudy sintió los dedos helados de Alde cerrarse con fuerza en torno a su mano. La miró de reojo y vio en su tenso semblante la batalla interior que libraba. La joven había sido una buena hija de la Fe hasta aquella noche lluviosa en la carretera de Karst, cuando él descubrió sus poderes y se convirtieron en amantes.
—¡Ello no te ha impedido venir hasta aquí para comprobar cómo les había ido! —gruñó Alwir.
En la voz seca de la obispo se advirtió un deje melifluo de amenaza cuando habló.
—Es aconsejable comprobar quiénes son nuestros enemigos, mi señor Alwir.
El silencio reinó en la escalinata, roto únicamente por el creciente soplo del viento helado entre los árboles. Los guardias presenciaban el enfrentamiento con inquietud. Estaban acostumbrados a las disputas entre el canciller y la obispo, en las que intercambiaban frases malintencionadas y zahirientes, pero nunca se sabía en qué momento uno de aquellos enfrentamientos podía acabar en una guerra civil.
Entonces Alwir alzó una ceja en un gesto de simulada sorpresa.
—¿Y entre ellos me cuentas a mí, mi señora?
—¿A ti? —La luz grisácea iluminó la curva de su cráneo afeitado al mover la cabeza de arriba abajo para mirarlo, al tiempo que una mueca despectiva fruncía la comisura de sus carnosos labios—. Te importa poco que se te cuente entre los justos o los perversos, mi señor, siempre y cuando disfrutes de lo que llamas los placeres de la vida. Cenarías en el propio infierno con Satán si te obsequiara con un buen banquete.
Dicho esto, giró sobre sus talones en un remolino escarlata y se perdió en las sombras del túnel; el sonido de sus pasos se fue apagando conforme atravesaba la vasta nave central en dirección a los oscuros laberintos donde la Iglesia tenía sus dominios en perpetua vigilia.
—Rudy, esa mujer me da miedo —susurró Alde.
Oculta entre los pliegues de la pesada capa, la mano del joven buscó la de ella y la apretó. Las conversaciones se habían reanudado a su alrededor. Dos jóvenes brujos se ofrecían para desviar la tormenta de nieve que se avecinaba hasta que los restos de Saerlinn fueran incinerados, y la voz áspera de Thoth los reprendía.
—Eso sería interferir en las leyes cósmicas que permiten a los vientos soplar con entera libertad.
Se inició una pequeña discusión que pronto quedó zanjada ya que todos, salvo Ingold y el menudo eremita llamado Kta, guardaban un respeto rayano en el temor por el cronista de Quo.
Rudy aprovechó el murmullo de las conversaciones para animar a Alde en voz baja.
—La obispo no puede hacerte daño, cariño. Eres la reina. Aun cuando supiera lo nuestro, que no lo sabe, con ello no hacemos mal a nadie.
—No —musitó Alde, pero sus dedos temblaron entre los de Rudy.