PROLOGO DE LA TERCERA EDICIÓN

«Vale más vivir con grandes agobios

pobre, que haber sido señor

y pudrirse en una rica tumba.

¡Qué haber sido señor! ¿Qué digo?

Señor, ¡ay!, ¿acaso ya no lo es?

Según dicen los davídicos,

jamás conoceréis su lugar.»

FRANÇOIS VILLON. El testamento,

XXXVI Y XXXVII.

Era necesario y, sobre todo, cuestión la más elemental de salubridad filosófica, que El misterio de las catedrales reapareciese lo antes posible. Gracias a Jean-Jacques Pauvert, es cosa hecha, y lo es a la manera que nos tiene acostumbrados y que para mayor bien de los estudiosos, obedece siempre a la doble preocupación de ajustar, en el mejor sentido de la palabra, la perfección profesional y el precio de venta al lector. Dos condiciones extrínsecas muy convenientes a la exigente Verdad.

¿Qué es la alquimia para el hombre, sino —verdaderamente, y nacidos de cierto estado de alma derivado de la gracia real y eficaz— la busca y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas? En los dos planos universales, donde se asientan juntos la materia y el espíritu, existe un progreso absoluto que consiste en una purificación permanente, hasta la perfección ultima.

Con este fin, nada expresa mejor el modo de operar que el antiguo apotegma, tan preciso en su imperativa brevedad: Solve et coagula; disuelve y coagula. Es una técnica sencilla y lineal, que requiere sinceridad, resolución y paciencia, y que apela a esa imaginación, ¡ay!, casi totalmente abolida, en nuestra época de saturación agresiva y esterilizadora, en la inmensa mayoría de las gentes. Raros son los que se aplican a la idea viva, a la imagen fructífera, al símbolo siempre inseparable de toda elaboración filosofal o de toda aventura poética, y que se abre poco a poco, en lenta progresión, a una mayor cantidad de luz y de conocimiento.

Muchos alquimistas, y la Turba[3] en particular, han dicho, por boca de Baleus, que «la madre se apiada de su hijo, mientras que éste es muy duro con ella» El drama familiar se desarrolla, de manera positiva, en el seno del microcosmos alquímico-físico, de suerte que cabe esperar, para el mundo terrestre y su humanidad, que la Naturaleza acabe perdonando a los hombres y conformándose de la mejor manera, con los tormentos que éstos le imponen perpetuamente.

Ved ahora lo más grave: Mientras la francmasonería busca la palabra perdida (verbum dimissum), la Iglesia universal χαθολιχη katholiké), que posee este Verbo, está en camino de abandonarlo en el ecumenismo del diablo. Nada favorece tanto a esta falta imperdonable como la temerosa obediencia del clero, tan a menudo ignorante, al falaz impulso, que se dice progresivo, de fuerzas ocultas que solo se proponen destruir la obra de Pedro. El ritual mágico de la misa latina, profundamente trastornado, ha perdido su valor y, actualmente, marcha de acuerdo con el sombrero flexible y el traje de calle que adoptan los clérigos, felices con el disfraz, en prometedora etapa hacia la abolición del celibato filosófico…

A favor de esta política de constante abandono, instalase la herejía funesta, en la razonadora vanidad y en el desprecio profundo de las leyes misteriosas. Entre éstas, la necesidad ineluctable de la putrefacción fecunda de toda materia, sea cual fuere, a fin de que prosiga en ella la vida, bajo la engañosa apariencia de la nada y de la muerte. Ante la fase transitoria, tenebrosa y secreta, que abre a la alquimia operante sus asombrosas posibilidades, ¿no es terrible que la Iglesia consienta, para lo sucesivo, esta atroz cremación que antaño prohibía absolutamente?

Inmenso es el horizonte que ahora nos descubre la parábola del grano que cae al suelo, relatada por san Juan:

«En verdad, en verdad os digo, que, si el grano de trigo que cae a tierra no muere, permanece solo; pero, si muere, llevará mucho fruto.» (XII, 24.)

También el discípulo amado nos transmite otra enseñanza preciosa de su Maestro, a propósito de Lázaro, de que la putrefacción del cuerpo no puede significar la abolición total de la vida:

«Dijo Jesús: Quitad la piedra. Marta, hermana del muerto, le dijo: Señor, ya hiede; pues hace cuatro días que está ahí. Jesús le dijo: ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» (XI, 39 y 40.)

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II. LA ALQUIMIA

Bajo relieve del gran porche de Notre-Dame de Paris

En su olvido de la Verdad hermética que aseguro sus cimientos, la Iglesia, ante la cuestión de la incineración de los cadáveres, adopta, sin ningún esfuerzo, las malas razones de la ciencia del bien y del mal, según la cual la descomposición de los cuerpos, en cementerios cada vez más colmados, constituye una amenaza de infección y de epidemias, porque los vivos siguen respirando la atmósfera que los rodea. Especioso argumento que, al menos, nos hace sonreír, sobre todo sabiendo que fue ya formulado, con toda gravedad, hace más de un siglo, cuando florecía el mezquino positivismo de los Comte y los Littré. Enternecedora solicitud, en fin, que no se ejercito en nuestros benditos tiempos, cuando las dos hecatombes, grandiosas por su duración y por su multitud de muertos, en superficies más bien reducidas, donde la inhumación se hacia esperar a menudo mucho más y se efectuaba a menor profundidad de lo que permitían los reglamentos.

En contraste con esto, cabe recordar aquí los experimentos, macabros y singulares, a que se dedicaron, a comienzos del Segundo Imperio, con paciencia y determinación propias de otra edad, los célebres médicos, toxicólogos por añadidura, Mateo José Orfila y Marie-Guillaume Devergie, sobre la lenta y progresiva descomposición del cuerpo humano. He aquí el resultado del experimento realizado, hasta entonces, en la fetidez y la intensa proliferación de los vibriones:

«El olor disminuye gradualmente; por fin llega una época en que todas las partes blandas extendidas en el suelo no forman más que un detritus cenagoso, negruzco y de un olor que tiene algo de aromático.

En cuanto a la transformación del hedor en perfume, hay que observar su impresionante semejanza con lo que declaran los viejos Maestros con respecto a la Gran Obra física, y entre ellos, en particular, Morien y Raimundo Lulio, al precisar que al olor infecto (odor teter) de la disolución oscura sucede el perfume más suave, porque es propio de la vida y del calor (quia et vitae proprius est et caloris).

Después de lo que acabamos de apuntar, ¿qué no habremos de temer, si pueden desarrollarse a nuestro alrededor, en el plano en que nos hallamos, el testimonio dudoso y la argumentación especiosa? Propensión deplorable, que invariablemente muestran la envidia y la mediocridad, cuyos enfadosos y persistentes efectos nos imponemos hoy el deber de destruir. Decimos esto, a propósito de una muy objetiva rectificación de nuestro Maestro Fulcanelli al estudiar, en el Museo de Cluny, la estatua de Marcelo, obispo de París, que se hallaba en Notre-Dame, en el entrepaño del pórtico de santa Ana, antes de que los arquitectos Viollet-le-Duc y Lassus la sustituyesen, allá por el año 1850, por una aceptable copia. El Adepto de El misterio de las catedrales se vio de este modo impulsado a reparar las faltas cometidas por Louis-François Cambriel, quien, hallándose en condiciones de detallar la escultura primitiva, que ocupaba su sitio en la catedral desde comienzos del siglo XIV, escribió, bajo el reinado de Carlos X, esta breve y caprichosa descripción:

«Este obispo se lleva un dedo a la boca, para decir a cuantos lo ven y quieren enterarse de lo que representa… Si descubrís y adivináis lo que represento con este jeroglífico, ¡callaos…! ¡No digáis nada!» (Curso de Filosofía hermética o de Alquimia en diecinueve lecciones. París, Lacour et Maistrasse, 1843.)

Estas líneas van acompañadas, en la obra de Cambriel, de un torpe diseño que les dio origen o que fue inspirado por ellas. Como a Fulcanelli, nos cuesta imaginar que dos observadores, a saber, el escritor y el dibujante, pudieran ser víctimas, separadamente, de la misma ilusión. En el grabado, el santo obispo, que luce barba, en evidente anacronismo, tiene la cabeza cubierta con una mitra adornada con cuatro pequeñas cruces y sostiene, con la mano izquierda, un corto báculo que apoya en el hueco del hombro. Imperturbable, levanta el índice al nivel del mentón, con la expresión mímica de quien recomienda secreto y silencio.

«La comprobación es fácil —concluye Fulcanelli—, puesto que poseemos la obra original, y la superchería queda de manifiesto al primer golpe de vista. Nuestro santo, de acuerdo con la costumbre medieval, va completamente afeitado; su mitra, muy sencilla, carece de todo adorno; el báculo, que sostiene con la mano izquierda, se clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón. En cuanto al famoso ademán de los personajes del Mutus Liber y de Harpócrates, es enteramente fruto de la desatada imaginación de Cambriel. San Marcelo fue representado impartiendo su bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos medio e índice.»

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III. NOTRE-DAME DE PARIS

El Alquimista

Quedaba, según se acaba de ver, totalmente resuelta la cuestión que es objeto de todo el párrafo VII del capítulo PARÍS de la presente obra, y de la que, ahora, podrá el lector enterarse a fondo. El engaño había sido, pues, descubierto, y perfectamente establecida la verdad, cuando Emile-Jules Grillot de Givry unos tres años más tarde, y con referencia al pilar central del pórtico sur de Notre-Dame, escribió en su Museo de los brujos las líneas que siguen:

«La estatua de san Marcelo, que se encuentra actualmente en el pórtico de Notre-Dame, es una reproducción moderna que no tiene valor arqueológico; forma parte de la restauración de los arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc. La estatua verdadera, del siglo XIV, se encuentra actualmente confinada en un rincón de la gran sala de las Termas del Museo de Cluny, donde la hemos hecho fotografiar (fig. 342). Se observará que el báculo del obispo se hunde en la boca del dragón, condición esencial para que sea legible el jeroglífico, e indicación de que es necesario un rayo celeste para encender el hornillo de atanor. Ahora bien, en una época que podemos situar a mediados del siglo XVI, esta antigua estatua fue quitada del pórtico y sustituida por otra en la que el báculo del obispo, para contrariar a los alquimistas y destruir su tradición, había sido deliberadamente acortado, de modo que ya no tocaba la boca del dragón. Puede verse esta diferencia en nuestra Figura 344, donde aparece la antigua estatua, tal como era antes de 1860. Viollet-le-Duc la hizo quitar y la remplazó por una copia bastante exacta de la del Museo de Cluny, restituyendo así al pórtico de Notre-Dame su verdadera significación alquímica.»

¡Menudo embrollo éste, por no decir algo peor, según el cual se habría introducido en suma, en el siglo XVI, una tercera estatua entre la bella reliquia depositada en Cluny y la copia moderna, visible en la catedral de la Cité desde hace más de cien años! De esta estatua del Renacimiento, ausente de los archivos e ignorada en las obras más eruditas, Grillot de Givry nos da, en apoyo de su al menos gratuito aserto, una fotografía de la cual Bernard Husson fija deliberadamente la fecha y hace un daguerrotipo. He aquí la leyenda que, al pie del clisé, renueva su insostenible justificación:

Fig. 344-ESTATUA DEL SIGLO XVI REMPLA-

ZADA, HACIA 1860, POR UNA COPIA

DE LA EFIGIE PRIMITIVA

Pórtico de N.-D. de París.

(Colección del autor.)

Desgraciadamente para esta imagen, el presunto san Marcelo no empuña en ella el báculo episcopal que le presta la pluma de Grillot, decididamente perdido e imposible de identificar. Como máximo distinguimos en la mano izquierda del prelado chancero y terriblemente barbudo, una especie de barra gruesa, desprovista en su extremo superior de la voluta adornada que hubiera podido convertirla en báculo episcopal.

Pretendíase, evidentemente, que el lector infiriese, del texto y de la ilustración, que esta escultura del siglo XVI —oportunamente inventada— era la misma que Cambriel, «al pasar un día ante la iglesia de Notre-Dame de París, examinó con gran atención», ya que el autor declara en la cubierta misma de su Curso de Filosofía, que terminó este libro en enero de 1829. Así quedaban acreditados la descripción y el dibujo, debidos al alquimista de Saint-Paul-de-Fenouillet, los cuales se complementan en el error, en tanto que el irritante Fulcanelli demasiado afanoso de exactitud y de franqueza, quedaba convicto de ignorancia y de error inconcebible. Ahora bien, la conclusión, en este sentido, no es tan sencilla; así podemos comprobarlo, desde ahora, en el grabado de François Cambriel, donde el obispo es portador de un báculo pastoral sin duda acortado, pero bien completo con su ábaco y su porción en espiral.

No nos detendremos en la explicación dada por Grillot de Givry, realmente ingeniosa pero un tanto elemental, del acortamiento de la verga pastoral (virga pastoralis); por el contrario, no podemos dejar de denunciar el hecho singular de que, con toda evidencia, trato de combatir, sin traerla a la memoria —inocentemente, precisará Jean Reyor, pretendiendo que todo ocurrió de manera fortuita—, la pertinente corrección de El misterio de las catedrales, del cual es imposible que una inteligencia tan avisada y curiosa como la suya no tuviera conocimiento En efecto, este primer libro de Fulcanelli había sido publicado en junio de 1926, mientras que El museo de los brujos —fechado en París el 20 de noviembre de 1928— apareció en febrero de 1929, una semana después de la muerte repentina de su autor.

En aquella época, el procedimiento, que no nos pareció demasiado honrado, nos produjo tanta sorpresa como dolor y nos desconcertó profundamente. Ciertamente, jamás habríamos hablado de ello si después de Marcel Clavelle —alias Jean Reyor—, no hubiese experimentado recientemente Bernard Husson la inexplicable necesidad, a treinta y dos años de distancia, de volver a lanzar la piedra y venir en auxilio de Cambriel. Nos limitaremos a dar aquí la jactanciosa opinión del primero —en el Velo de Isis, de noviembre de 1932— puesto que el segundo la hizo suya íntegramente sin reflexionar y sin mostrar el escrúpulo que hubiera debido sentir por tratarse del Adepto admirable y del Maestro común:

«¡Todo el mundo comparte la virtuosa indignación de Fulcanelli! Pero lo más lamentable es la ligereza de este autor, dadas las circunstancias. Veremos a continuación que no había motivos para acusar a Cambriel de “artificio”, de “superchería” y de “descaro”.

»Pongamos la cosa en su punto: el pilar que se encuentra actualmente en el pórtico de Notre-Dame es una reproducción moderna que forma parte de la restauración de los arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc, efectuada hacia 1860. El pilar primitivo se encuentra confinado en el Museo de Cluny. Sin embargo, hemos de decir que el pilar actual reproduce con bastante fidelidad, en su conjunto, el del siglo XVI, a excepción de algunos motivos del zócalo. En todo caso, ninguno de estos dos pilares corresponde a la descripción y a la figura dadas por Cambriel y reproducidas inocentemente por un conocido ocultista. Y, no obstante, Cambriel no trata en modo alguno de engañar a sus lectores. Describió e hizo dibujar fielmente el pilar, que podían contemplar todos los parisienses de 1843. Y es que existe un tercer pilar de san Marcelo, reproducción infiel del pilar primitivo, y es este pilar el que fue reemplazado, hacia 1860, por la copia más exacta que vemos en la actualidad. Aquella reproducción infiel presenta, ciertamente, todas las características señaladas por el buen Cambriel. Éste, lejos de ser falaz, fue, por el contrario, engañado por la poca escrupulosa copia, pero su buena fe queda absolutamente fuera de toda duda, y esto es lo que queríamos dejar bien sentado.»

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IV. NOTRE-DAME DE PARIS – PORTAL DEL JUICIO

La Fuente misteriosa al pie de la Vieja Encina

A fin de mejor lograr su propósito, Grillot de Givry —el conocido ocultista citado por Jean Reyor— presentó, en El museo de los brujos, sin ninguna referencia, como hemos podido ver, una prueba fotográfica cuyo clisé en similor denota su confección reciente. ¿Cuál es, en el fondo, el valor exacto de este documento que utilizó para reforzar su texto y rebatir, con todas las apariencias de la irrefutabilidad, el juicio imparcial de Fulcanelli sobre François Cambriel; juicio tal vez severo, pero indudablemente fundado, que Grillot de Givry, según sabemos también, se guardó muy bien de señalar? Ocultista en el sentido más absoluto, mostróse no menos discreto en cuanto a la procedencia de su sensacional fotografía…

¿No será, sencillamente, que esta imagen, representativa de la estatua removida en el pasado siglo, cuando los trabajos de Viollet-le-Duc, fue tomada en lugar distinto de Notre-Dame de París, o que fuera incluso reproducción de un personaje muy distinto del obispo Marcellus de la antigua Lutecia…?

En la iconografía cristiana, son muchos los santos que tienen a su vera el dragón agresivo o sumiso; entre ellos podemos citar a Juan Evangelista, Jaime el Mayor, Felipe, Miguel, Jorge y Patricio. Sin embargo, san Marcelo es el único que toca, con el báculo, la cabeza del monstruo, de acuerdo con el respeto que los pintores y escultores del pasado sintieron siempre por su leyenda. Ésta es muy rica, y entre los últimos hechos del obispo se cuenta el que (inter novissima ejus opera hoc ennumeratur) refiere el padre Gérard Dubois d’Orleans (Gerardo Dubois Aurelianensi) en su Historia de la Iglesia de París (in Historia Ecclesiae Parisiensis), y que resumimos aquí, traduciéndolo del texto latino:

«Cierta dama, más ilustre por la nobleza de su linaje que por las costumbres y la fama de una buena reputación, acabo su destino y después, en pomposas exequias fue depositada en la tumba digna y solemnemente. A fin de castigarla por la violación de su lecho, una horrible serpiente avanza hacia la sepultura de la mujer, se alimenta de sus miembros y de su cadáver, cuya alma había corrompido con sus silbidos funestos. No la deja descansar en el lugar del descanso. Pero, alertados por el ruido, los viejos servidores de la dama se espantaron en grado sumo, y la multitud de la ciudad empezó a acudir al espectáculo y a alarmarse a la vista del enorme animal…

»Advertido el bienaventurado prelado, sale con el pueblo y ordena que los ciudadanos se mantengan como espectadores. En cuanto a él, sin asustarse, se planta ante el dragón…, el cual, como si fuera un suplicante, se postra a las rodillas del santo obispo y parece adularte y pedirle gracia. Entonces Marcelo, golpeándole la cabeza con su báculo, le arrojó encima su estola (Tum Marcellus caput ejus baculo percutiens, in eum orarium[4] injecit), conduciéndole en circulo durante dos o tres millas, seguido por el pueblo, tiraba (extrahebat) su marcha solemne ante los ojos de los ciudadanos. Después, apostrofó a la bestia y le ordeno que, desde mañana, o permaneciese perpetuamente en los desiertos, o fuese a arrojarse al mar…

Digamos, de paso, que casi no hace falta destacar aquí, la alegoría hermética en que se distinguen las dos vías, seca y húmeda. Corresponde exactamente al 50.º emblema de Michel Maier, en su Atalanta Fugiens, en el cual el dragón aprisiona a una mujer vestida, que yace inerte, en el esplendor de su madurez, en el fondo de una fosa igualmente violada

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V. NOTRE-DAME DE PARIS – PORTAL DEL JUICIO

El Alquimista protege el Athanor contra las influencias exteriores

Pero volvamos a la presunta estatua de san Marcelo, discípulo y sucesor de Prudencio, la cual según Grillot de Givry, fue colocada a mediados del siglo XVI en el entrepaño del pórtico sur de Notre-Dame, es decir, en el lugar de la admirable reliquia conservada en la orilla izquierda, en el museo de Cluny. Precisemos que la efigie hermética se alberga actualmente en la torre septentrional de su primera morada.

A fin de rechazar sólidamente la veracidad de esta afirmación, desprovista de todo fundamento podemos alegar el irrecusable testimonio del señor Esprit Gobineau de Montluisant, gentilhombre privilegiado, en su Explicación muy curiosa de los enigmas y figuras jeroglíficas, físicas, que están en el Gran Pórtico de la iglesia catedral y metropolitana del Notre-Dame de París. Ved como nuestro testigo ocular, «estudiando atentamente», las esculturas, nos da la prueba de que el alto relieve transportado a la calle del Sommerard por Viollet-le-Duc, se encontraba en el pilar de en medio del pórtico de la derecha, «el miércoles 20 de mayo de 1690, víspera de la gloriosa Ascensión de Nuestro Salvador Jesucristo»:

«En el pilar que está en medio y que separa las dos puertas de este pórtico, se encuentra todavía la figura de un obispo, que introduce su báculo en la boca de un dragón que yace bajo sus pies y que parece salir de un baño ondulante, en cuyas ondas aparece la cabeza de un Rey, con triple corona, que parece ahogarse en las ondas y salir después de ellas nuevamente.»

El relato histórico, patente y decisivo, no preocupó en demasía a Marcel Clavelle (Jean Reyor, de seudónimo), el cual se vio entonces obligado, para salir de apuros, a trasladar a los tiempos de Luis XIV el nacimiento de la estatua, absolutamente desconocida, hasta que Grillot la inventó bruscamente, de buena o de mala fe. Turbado de manera semejante por la misma prueba, tampoco Bernard Husson sale muy airoso del paso, sosteniendo, por las buenas, que la mención siglo XVI de la página 407 de El museo de los brujos es una errata tipográfica, afortunadamente rectificada en el epígrafe por siglo XVII, cosa que, como ha podido verse más arriba, no se descubre de manera alguna.

Además, y con mengua de la exactitud, ¿no supone una irreflexión inconcebible el hecho de admitir que un restaurador del periodo de los Valois transportase, cediendo a su propia iniciativa a un tiempo culpable y singular, a un museo inexistente en su época, la magnífica estatua que, indudablemente, solo se conserva en él desde hace un siglo y pico, a una sala de las Termas exhumadas junto al delicioso palacio reconstruido por Jacques d’Amboise? ¡Y qué extraño parecería, en consecuencia, que este arquitecto del siglo XVI hubiese mostrado, por la efigie gótica e imberbe que se dice sustituyó, un afán de conservación que el cuidadoso Viollet-le-Duc no había de mostrar, trescientos años más tarde, por el obispo barbudo, obra de su remoto y anónimo colega!

Ciertamente, pudo haber ocurrido que Marcel Clavelle y Bernard Husson, sucesivamente, se dejasen cegar tontamente por el intenso placer de pillar en un error al gran Fulcanelli; pero que Grillot de Givry no viera la enorme falta de lógica de su inconsecuente refutación, es algo totalmente imposible de digerir.

Por lo demás, creo que todos convendrán conmigo en que importaba mucho, en ocasión de esta tercera edición de El misterio de las catedrales, dejar claramente establecido lo bien fundado de la repulsa de Fulcanelli, en lo que atañe a Cambriel, y disparar por ende, de modo radical, el lamentable equivoco creado por Grillot de Givry es decir, si así se prefiere, poner realmente en su punto y cerrar definitivamente una controversia que sabíamos tendenciosa y carente de verdadero objeto.

Savignies, julio de 1964.

EUGÈNE CANSELIET.